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MAR ABIERTO

Ricardo A. Guibourg

En alta mar rige la ley de la bandera. Esto quiere decir que las relaciones entre
las personas embarcadas han de apreciarse y juzgarse por las leyes del país donde el
buque se halla matriculado.

Cada embarcación puede verse, pues, como una extensión del país de su
bandera. En las rutas marítimas más concurridas es posible ver cómo un pedazo de
Japón se cruza con dos pedazos de Liberia, uno del Reino Unido, tres de Panamá y otro
de Brasil. Esos países no son limítrofes entre sí, pero sus fragmentos jurídicos se
entrecruzan, fugaces, en la inmensidad del mar.

La composición de esos fragmentos no deja de ser curiosa: en cada uno de ellos


es fácil encontrar ciudadanos de Grecia, Argentina, España, Australia o Sri Lanka. No
se trata de un fenómeno de migración cruzada, no, sino de vicisitudes contingentes del
trabajo marítimo.

¿Cómo es posible que esas extrañas comunidades coexistan y se saluden al


pasar? La explicación está en el mar mismo: nadie puede vivir en el agua y los
tripulantes se hallan confinados a los límites del buque en el que se desplazan, con lo
que la unidad de cada una de esas pequeñas sociedades está garantizada físicamente:
cada buque lleva consigo su propia ley, que se aplica a cualquier relación o conflicto
entre quienes están dentro de él.

¿Podría cada individuo llevar su propia ley por el mar del mundo terrestre? Así
sucedía, se dice, en ciertos momentos de la historia: los ciudadanos romanos tenían
acceso al derecho civil, del que estaban excluidos los extranjeros (peregrinos); en China,
bajo el régimen de consulados, los europeos tenían derecho a sus propias leyes; en la
India, ciertas partes del sistema jurídico dependen de la religión de los sujetos
involucrados. Pero un fenómeno tal solo puede concebirse entre individuos
pertenecientes a una misma comunidad: si, por ejemplo, un romano contrataba con un
galo, algún sistema (el ius gentium) debía mediar entre la ley de Ulpiano y la de Astérix.

Este es uno de los dramas del derecho: que, como está diseñado para regir las
relaciones entre personas, solo puede funcionar en cuanto su contenido sea común a
esas personas, aun en el caso de que ellas hayan de ser tratadas desigualmente.

En un buque hay una situación física que asegura la comunidad de las normas
aplicables. En tierra, la diversidad de sistemas jurídicos solo es concebible si se
garantiza la separación estricta de los grupos (por ejemplo, mediante una división
territorial) o bien se adopta un metasistema que determine la norma aplicable a las
relaciones “mixtas”.

Sin embargo, incluso en el medio de las ciudades, hay un mar ignoto donde los
buques humanos se entrechocan, actúan, contratan y litigan entre sí sin separación física
que los aísle en grupos, sin comunidad normativa confiable e incluso sin conocer la ley
que llevan consigo, que pende sobre ellos como un destino futuro.
En efecto, los individuos creen estar sujetos al mismo derecho, presidido por la
misma constitución y regido por las mismas instituciones. Pero sus relaciones, en última
instancia, serán sometidas a la decisión de un tribunal. Y ese tribunal, aun teniendo en
cuenta la ley común, ha de considerar los principios generales del derecho y definirlos,
interpretarlos y ponderarlos más allá de la ley y aun por encima de ella (con apoyo – un
tanto retórico – en los derechos constitucional e internacional) de una manera
notablemente influida por los valores y, por lo tanto, por las imprevisibles y recónditas
pulsiones ideológicas del juzgador.

De esta suerte, cada individuo es portador potencial, para cada caso, del derecho
que el juez que haya de intervenir en el futuro juzgue vigente para él. Es de poca ayuda
que cada magistrado entienda que su decisión es (obviamente) la única adecuada,
cuando el litigante no puede ignorar que el sorteo del tribunal entraña una lotería en la
que se juega su destino. Si yo cometo cierto delito y llego a ser procesado, ¿qué pena
me darán dentro de la escala del código? ¿Tendré la oportunidad de una probation, más
allá del plenario consabido? Al ver la diversidad de las condenas que se aplican, se hace
difícil imaginar qué condiciones de la comisión de mi eventual delito han de granjearme
una condena más breve o más larga: ¿será esta incertidumbre un medio disuasorio más
que se agrega a la prevención general negativa? Varios años de mi vida, varios años
sometidos a esa tortura cotidiana llamada cárcel, han de lanzarse en el aire, como las
clavas de un malabarista, si llego a ser declarado culpable.

He propuesto una reflexión penal porque es la más dramática; pero es claro que
cualquier proceso en el que me halle involucrado se ve afectado en buena medida por la
misma incertidumbre. Aunque siempre ha sido así, ahora lo es más que nunca. El
fenómeno es inevitable, sí, pero su incidencia práctica podría reducirse en alguna
medida.

Cualquier debate acerca de los procedimientos para esa reducción, sin embargo,
se ve oscurecido por la divergencia acerca del objetivo: muchos juristas consideran que
la variabilidad final del derecho para los distintos casos no solo es inevitable, sino
además benéfica y consecuencia directa de la diversidad casi sagrada que se atribuye al
ser humano.

No es este el momento adecuado para discutir temas metafísicos (debate, sin


embargo, tan necesario en otros niveles del pensamiento jurídico). Se trata del modo
como queremos que las leyes lleguen a aplicarse a los casos concretos, por el canal de la
administración judicial y con ayuda de la actividad interpretativa. ¿Deseamos, en
verdad, que las consecuencias de cada conducta sean decididas ex post facto, cuando su
autor ya no puede revertirlas, por un tribunal que las juzgue de acuerdo con su leal saber
y entender? ¿Lo aceptamos, en cambio, como un mal que no puede evitarse? ¿O bien
preferiríamos que, en medida algo mayor que la actual, las conductas futuras se hallasen
sujetas a criterios de juzgamiento comunes, públicos y uniformes? A la hora en la que
nos toque la justicia (con mayúscula, si así queremos nombrarla), ¿cuál de estas
alternativas elegiríamos para nosotros mismos?

Esta última pregunta es vital, porque interroga el punto de vista del ciudadano,
razón, beneficiario y víctima del sistema jurídico, todo a la vez. Los jueces, con razón,
están habituados a sus inevitables diferencias y – llevados por cierta inercia – aplican
con parsimonia los remedios destinados a unificar jurisprudencia. Pero la doctrina más
extendida, la que traduce los lineamientos generales del modo como los juristas
prefieren concebir el derecho, aunque considera el tema clausurado como proveniente
de una circunstancia inevitable, esconde detrás de esa resignación una aprobación tácita
y casi entusiasta. ¿Por qué tantas personas están conformes con tanta diversidad? ¿Por la
esperanza de obtener resultados individualmente favorables al observador? ¿Por
comodidad corporativa? ¿Por inercia metafísica? ¿Por el deseo de ver la práctica
jurídica en crisis, como prolegómeno de algún cambio profundo?

Mientras pensamos cómo responder a esta pregunta, cada uno de nosotros sigue,
en medio de la calle, remando en su imprevisible kayak jurídico, portador de ignotas
reglas, excepciones, condiciones y consecuencias – que solo serán reveladas
definitivamente con la eventual decisión de un juez sorteado para el caso – y esperando
no zozobrar, porque, si eso sucede, toda esa carga caerá sobre su cabeza en el momento
más dramático.

-.o0o.-

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