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EN TIEMPOS DE PANDEMIA:

LA CASA GRANDE, 1.964

I.

Recuerda cuando tenía ocho años. El frío del agua le producía temor al baño, apenas
mojaba sus manos para pasarlas por el rostro y el cabello, que entre sucio y graso peinaba
para ir a la escuela. La tía Viky, su tutora, se encargaba de revisar que su maleta escolar
estuviera llena con los cuadernos de clase.

-Mire como tiene ese pelo de cochino. Dirán que no lo cuidamos. ¡Que vergüenza!
Derechito pa´la escuela y atento en clase. Ya sabe que tiene que ser el mejor.

El pueblo tenía solamente tres largas calles interceptadas por otras cuantas y en el centro
la Plaza principal con una pila de agua y lo demás, pura tierra. En una de sus esquinas, la
vieja casa de la escuela. Para llegar hasta allí, no debía caminar demasiado. Salía de la Casa
Grande, en la calle de La Virgen, atravesaba la Plaza y entraba en la escuela.

La Casa Grande construida en adobes de barro y tapia pisada era la más grande del pueblo.
Tenía dos pisos, balcones, patio y solar. Pintada de blanco con zócalo azul, ocupaba casi
media manzana y se extendía de una calle a otra. Sobre su andén se ubicaba la banda de
músicos durante las ferias y fiestas. La fachada principal, se usaba como fondo, para
proyectar en la noche, películas en blanco y negro de cine mexicano. En ambas ocasiones,
el andén y la calle, se llenaban con la multitud agolpada de ciudadanos y campesinos,
cubiertos y protegidos del frío por sus sombreros y ruanas que despedían una mezcla de
aromas entre el olor de la lana virgen, el sudor y la mugre.

La esquina de la Casa Grande fue escenario de muchos eventos. Su dueño, un señor de baja
estatura, comerciante, industrial y agricultor, trajo al pueblo el primer aparato de radio.
Era uno de tubos, Atwater Kent 1940, el cual funcionaba con una batería de electrodos que
de cuando en vez era necesario recargar. Para tal propósito, enviaban hasta Faca a
Clodomiro, con la carga de baterías en burro, por el camino real. Los domingos el dueño
de la Casa Grande, complacía a quienes salían de misa, con la música que pasaban en las
radiodifusoras, al sacar el Atwter Kent a la esquina a todo volumen para divertir a sus
paisanos. A través de este radio el pueblo se enteró, entre otras cosas, del fin de la Guerra
de Europa y del asesinato de Jorge Eliecer Gaitán.

El señor bajito – Piojo e´tallo – era su abuelo. Su abuelo en 1936, llevó al pueblo, el primer
automóvil, un Ford 1932, que hubo de llevarse por partes para luego ser ensamblado de
nuevo. Pitaba como un chivo. Clodomiro cobraba dos centavos por pasajero por un paseo
desde el Cementerio hasta La María y de vuelta a la Plaza, por la destapada calle principal,
en un trayecto de no más de tres kilómetros, con un cupo de cuatro curiosos que querían
sentir la velocidad del automóvil y compararla con la de sus bestias a pleno galope. Con el
recaudo de estos paseos, Clodomiro dejaba correr su imaginación embriagado en sueños
mientras departía entre chistes y chanzas con sus amigos a sorbos de chicha.

El Señor de la Casa Grande, junto con su hermosa y trabajadora esposa, habían construido
una pequeña fortuna gracias a su emprendimiento y astucia comercial. Fueron dueños de
fincas con ganado de leche, cultivos de trigo, cebada, papa, arracacha y fábrica de velas de
cebo. Su esplendor económico, sucedió durante los años treinta, cuarenta y cincuenta,
gracias a la explotación de minas de carbón que abastecían la demanda de los Ferrocarriles
y al alquiler de su “Trilladora de vapor” para la ciega del trigo y la cebada en la sabana de
Bogotá, la cual transportaban con yuntas de bueyes. La sola caldera, tenía tres metros de
larga por metro y medio de alta y dentro de todos sus componentes, disponía de una
carrosa dormitorio para los operarios. El abuelo Carlos era un líder político. Sus hijas,
como pocas mujeres de aquella época, recibieron educación, internas en un colegio de
Religiosas. Una de ellas era su madre.

Recuerda cuando tenía ocho años y llegó a vivir en casa de sus abuelos. Una casa de
adultos. Era el año 1964. Fue para él, un año marcado de emociones. Aún se disfrutaba,
quizás no con el mismo esplendor de años pasados, de las comodidades que brindó la
fortuna de los señores de la Casa Grande, la cual se había disminuido ostensiblemente y
no se sabe ni se quiere saber por qué.

Venía de haber aprendido a leer y a escribir en una escuelita en la vereda El Chircal, que a
su vez era la casa de residencia de la familia de la profesora, y ésta era su madre. En un
mismo salón y de manera simultánea, ella dictaba clases para niños de primero a tercero
de primaria. Cada grupo en un rincón del aula. Él tocaba la campana para el recreo y
ayudaba a repartir las onces que la Alcaldía enviaba para los niños. Mogolla con bocadillo
y leche caliente. Vigilaba que nadie repitiera la ración. Decían que ese refrigerio provenía
de las ayudas del programa de la “Alianza para el Progreso”, que los gringos se habían
inventado para frenar la revolución en América Latina. Seguramente que sí, porque
recuerda los tarros de lata con leche en polvo escritos con palabras raras que no entendía
y pensaba que no había aprendido a leer bien. Años más tarde en Tashkent, volvería a
recordar esos tarros de leche, cuando una compañera cubana, le contó que su abuelo, en
las montañas de Moa, provincia de Holguín, había muerto asfixiado, al bronco aspirar a
escondidas, la leche en polvo que el gobierno de Fidel Castro enviaba para los menores de
cinco años y recordó aquel tarro que escondió entre la maleza para comer a escondidas
leche en polvo durante todo su primer año escolar. Con el tiempo se enteró del resultado
de investigaciones que señalaban que, en algunos países de Latinoamérica, esa leche
contenía aditivos químicos para esterilizar a niños y niñas, en un programa secreto que
los gringos implementaron, junto con un plan de vacunación, para controlar la natalidad
de los países pobres. Hoy tiene tres hijos varones que como dicen las señoras – Son la
misma jeta del taita –Para ese entonces vivía con su madre y tres hermanos menores y
disfrutaba de los juegos infantiles por los bosques y prados alrededor de la escuela. Su
padre trabajaba en Bogotá y los visitaba eventualmente. El oficio de su madre – maestra
rural - los había llevado como gitanos, por diferentes municipios, Guaduas, Villeta, Zipacón,
Lenguazaque y Madrid.

Dormía en una habitación del segundo piso, contigua a la central que era el cuarto de los
abuelos, con dos muchachas bonitas que rondaban los dieciocho años. El cuarto tenía
ventanas con hojas de madera que al cerrarse dejaban en total oscuridad la habitación. No
entraba ni siquiera, un rayo de luz del alumbrado público ni del sol de las mañanas. Todas
las noches, en la penumbra del dormitorio, las muchachas se contaban en voz baja, las
hazañas con sus novios. Viky su tutora y Marlén su prima. Él era el hijo adoptivo, el chino
consentido, de este par de bonitas mujeres en plena pubertad, solteras, agraciadas, de
familia prestante, que recién habían terminado de estudiar “Mecanografía y Secretariado”
y eran pretendidas por todos los galanes del pueblo y sus alrededores. A este par de
doncellas, se sumaba Yazira, otra prima que vivía cerca.

En el primer piso quedaba un corredor cubierto, en adoquín, que conducía desde la


entrada principal hacia el solar. A lo largo de este zaguán había varias habitaciones hasta
llegar a la cocina que era su espacio preferido. Preferido no solamente por él, sino por
todos los habitantes de la Casa Grande. La cocina como la casa, era grande. En una de sus
esquinas estaba la estufa de carbón. El carbón mineral jamás faltaba, ni la leña para la
hoguera. Tenía varios fogones y lo mejor era que contaba con un tanque grande de cobre
para el agua caliente, ubicado al final de la estufa, de tal forma que esta pared, absorbía y
retenía el calor de la jornada diaria y permanecía cálida toda la noche. Ese era su rincón
favorito. Lo era porque a continuación de esa pared, estaba la mesa de la cocina. Una mesa
bajita, larga y con dos bancos corridos que llegaban hasta la puerta. Esta mesa, así como la
esquina de la casa, fue escenario de muchos eventos. Los de la esquina, públicos, los de
esta mesa, privados.

Por el zaguán, después de la cocina, a mano derecha, quedaba un espacio abierto, con un
antepecho de madera en celosía y al fondo un aguamanil que drenaba sus aguas al patio
que por entonces era en tierra con una rotonda en su centro llena de matas de jardín y de
hierbas aromáticas entre las que destacaba el poleo, aroma que penetró su mente y hasta
hoy no olvida. De cada columna de madera sobre las que se apoyaba la cubierta del alero
en teja de barro, pendían materas con helechos, geranios, novios y azaleas, Las materas
eran elaboradas en palma boba, pero también colgaban baldes y bacinillas desmaltadas
que se habían dejado de usar en las habitaciones del segundo piso.
Luego, hacia el solar, quedaba el Comedor. Un cuarto con una mesa de cedro negro
brillante y doce sillas en cuero liso, una en cada cabecera y cinco a cada lado. Pocas veces
vio llena esta mesa, a menos que llegara de visita alguna personalidad. En muy pocas
ocasiones se reunía la familia alrededor de esa mesa y por eso ese comedor permanecía
casi siempre cerrado y con llave. No se sabe cuál fue el destino final de la mesa y sus sillas.

Después del Comedor y antes del solar estaba la Puerta de Atrás. Separaba la casa de la
zona de trabajo. Por la calle de La Virgen, arriba de la puerta principal que estaba coronada
con una placa de piedra pulida con el año de su inauguración – 1917 – quedaba la Puerta
de Arriba. Por esta puerta entraban las bestias cargadas con las cosechas de temporada,
los trabajadores, los burros con las cantinas de leche, las cargas de carbón y leña y
herramientas de trabajo. Antes del solar, existía un área cubierta, con piso en cemento en
donde estaba un motor Lister Diesel que no supo para que se usó. Al lado quedaba el baño,
con ducha, lavamanos y aparato sanitario. Al otro lado se situaba el cuarto de la
herramienta.

El abuelo tenía prohibido el acceso al cuarto de la herramienta. Ese recinto era inaccesible
y en especial, estaba rotundamente prohibida su entrada a los niños.

Recuerda que, como todo lo prohibido, la atracción que ese cuarto ejercía sobre él, era
magnética. Solamente podía ver algunas cosas, cuando la pequeña ventana quedaba
entreabierta y podía empujar su ventanilla hacia adentro. Vio que ahí se guardaban sillas
de montar, aperos, jáquimas, enjalmas, angarillas, un fuelle inmenso, artesas, recipientes
de cobre, rastrillos, rejos, cedazos, picos y palas y diferentes recipientes con fierros viejos
y oxidados. ¿Pero, qué más es lo que se esconde ahí? – se preguntó. Alguna vez rompió la
regla y lo encontraron hurgando entre los chécheres del cuarto de herramientas.

Estaba oscuro. La noche había caído acompañada por una tormenta. El viento silbaba, los
rayos alumbraban fugazmente el lugar, pero así de rápido desaparecía. Hacia mucho frío.
La lluvia cesó. Todo quedó en silencio. Todo quedó sumido en la más horrible cerrazón. Se
dio cuenta que estaba solo en el cuarto prohibido. Intento salir pero la puerta tenía puesto
el pasador. Estaba con llave. Estaba encerrado en ese cuarto al que era prohibido entrar y
la noche hasta ahora comenzaba. Era un niño y se asustó. Los seres extraordinarios de los
cuentos sobre espantos y mitos que los adultos narraban en la cocina, luego de tomar la
sopa de la noche, lo acompañaban ahora. Quiso gritar y no podía producir ningún sonido.
Estaba paralizado, congelado, frío. Pensó que era su culpa. Intentó mirar a través de la
pequeña ventana del cuarto. Vio algunas sombras, más oscuras que la propia noche.
Temblaba. Se acurrucó por debajo de la ventanilla y sabía con toda certeza que el Demonio
estaba ahí encima, mirando hacia adentro. Seguro que metería sus manos y brazos por
entre los barrotes de hierro y lo atraparía. Sintió sus manos en el pelo. Se separó de la
pared y corrió hacia la pared del frente. Se refugió entre unas enjalmas, dejando al
descubierto únicamente sus ojos. Su cabeza estaba cubierta por una alfombra de las que
se pone en el lomo de los caballos. Miraba fijamente a la ventana. De repente, un rayo
iluminó totalmente el exterior y pudo ver perfectamente al Diablo. Era en verdad rojo,
desnudo, con cachos y cola terminada en punta de lanza, brazos huesudos y manos con
uñas largas. Al verse descubierto de repente, Lucifer, desapareció en la bruma del
amanecer. La tía Viky lo despertó para ir a la escuela.

II.

Como todos los niños, rezaba sus oraciones antes de dormir y en la fila de la escuela, antes
de entrar a clase, se recitaba la siguiente oración:
Esclarece la aurora el bello cielo,
Otro día de vida que nos da,
Gracias a Dios creador del universo,
Oh, tierno Padre que en el cielo está.1

Aún no tenía ni los conocimientos, ni la capacidad de análisis suficiente para entender


estos mensajes. Oía hablar de Dios, del Cielo, del Infierno, del Diablo, del Alma. Oía los
relatos sobre mitos, espantos y costumbres que se narraban por las noches sentado en la
cocina de la Casa Grande. Historias que le gustaba escuchar en voz de excelentes
narradores que tenía su familia. Le atraía una virgen fosforescente que tenía su prima
Yazira. Muchas veces se quedaba a dormir con ella, tan solo para averiguar lo que tenía esa
figurita que daba luz en la oscuridad. Alumbraba de noche después de apagar la luz.
Parecía flotar suspendida en el aire luego de ponerla sobre la cómoda. Por algún tiempo
creyó que esa virgen era mágica. Mantenía los ojos abiertos y luchaba contra el sueño hasta
que la virgen se apagaba, hasta que cesaba la magia. Luego se dormía decepcionado.

1
Esclarece la aurora el bello cielo,
Otro día de vida que nos das,
Gracias a Dios creador del universo,
Oh, tierno Padre que en el cielo estás.1

Nuestras voces unimos al concierto


Que el universo eleva en vuestro honor;
Desde la tierra al cielo más profundo,
Tierno Padre magnífico hacedor.

Conservad nuestras almas sin pecado,


A nuestro cuerpo dad fuerza y salud;
Y nuestra mente iluminad piadoso
Con un rayo benéfico de luz.

Por nuestra amada patria suplicamos,


Por la Iglesia elevamos oración;
Por nuestros caros padres y familia
Siempre dichosos los hagáis Señor.

En tu santo nombre comenzamos


Este día de vida que nos das;
Haz que lo acabemos santamente
Oh, Padre Nuestro que en el cielo estás.
Hace mucho tiempo no permite explicaciones místicas para develar los misterios. Dejó
desde su pubertad las oraciones y los ritos. Permanece fascinado de la capacidad del
hombre para comprender e interpretar el universo, libre de misticismo y supersticiones y
por supuesto sin la presencia de dios. Cree con firmeza que el Hombre, es un producto
histórico, resultante de la evolución biológica de la materia, con Inteligencia, Conciencia,
uso de Razón, Memoria, Lenguaje y Pensamiento, capaz de entender el mundo, hacerlo
grato para la vida y conservarlo para su supervivencia. Está convencido de la capacidad
del cerebro humano para descifrar las leyes del Universo y resolver sus incógnitas, y cree
que ésta, ha de ser su principal tarea hasta la extinción de la especie. Dios no cabe en sus
ideas.

Un día, hasta su salón de clases llegó el Padre Millán, el cura párroco, vestido con sotana
negra, se hizo acompañar de varios niños y junto con su acólito, que vestía de blanco
tomaron el camino hacia La Estación. Abajo, a la derecha, encontraron un rancho de teja
de zinc, en donde, colgado de una viga, estaba el cuerpo de un hombre que se había
ahorcado con una soga. Era joven, tenía el torso desnudo y un pantalón gris ancho ceñido
a la cintura con una cabuya. Estaba descalzo. Su cuerpo estaba pálido y la lengua morada
sobresalía de su boca. El pantalón estaba mojado como si se hubiese orinado antes de
morir. El Cura, había ido por solicitud de la madre del difunto y aunque la religión católica
le impedía al padrecito orar por el suicida, acudió por solidaridad con su creyente familia.
El párroco se hizo acompañar de niños inocentes, quienes hicieron un circulo a su
alrededor, porque según su creencia espantarían al Diablo, quien debió ser el instigador
del suicidio. Fue la primera vez que vio un cadáver y esa imagen lo persiguió varias
semanas. No sabe si es verdad que el muerto abrió los ojos, lo miró y le hizo una mueca
burlona. ¿Acaso, daba vueltas en la cuerda de la que pendía?; ¿En algún momento quedó
solo con el difunto en ese rancho? No recuerda si se orinó del susto. Cada vez que evoca
ese episodio, lo rememora de distintas maneras. Eran los sueños recurrentes que lo
siguieron luego de esa experiencia.

Al traer a su memoria el recuerdo del pálido ahorcado, reflexiona sobre sus propios
sentimientos. Recuerda cuando en alguna ocasión, lleno de incertidumbre, pensó que el
suicidio era una excelente solución. ¿Acaso alguna vez, lo has creído posible?

Luchaba entre el amor a la vida y el temor al fracaso. Se debatía entre la sensación de


omnipotencia y el sentimiento de incapacidad. El mundo le parecía un caos y cualquiera
fuera su rol, lo acongojaba su impotencia para cambiarlo. Todo en aquel entonces era un
conflicto. Lo embargaba el miedo de morir, pero tenía miedo de enfrentar la vida. Todo era
vacío, insatisfacción. La vida no tenía para él significado. Lo agobiaba una total
incertidumbre. Miraba el futuro con fatalidad. Temía ser inferior a lo que de él se esperaba.
Se preguntaba: ¿para qué ser el mejor?
Un día fue a cumplir una cita médica y resultó internado en la clínica neuro psiquiátrica de
la ciudad de Doniestk. Le prohibieron las visitas de sus amigos y de su novia y la
comunicación con su familia. Querían quitarle la presión psicológica que nublaba su
mente, al sentirse inferior e incapaz de cumplir con las expectativas con las que había
partido hacía más de dos años atrás, cuando lo despidió una multitud de familiares y
amigos. Qué vergüenza defraudarlos. Lo asignaron a un pabellón en dónde estaban los más
sanos, los más cuerdos. Le dieron una cama en un salón que compartían doce pacientes. Él
era el único extranjero. El único que hablaba una lengua distinta al ruso o al ucraniano.

La primera semana estuvo bajo los efectos de la medicación y se la pasó durmiendo. Poco
a poco le mermaron la dosis de los somníferos y comenzó a relacionarse con sus
compañeros de cuarto. La mayoría de ellos eran hombres en proceso de desintoxicación
por alcoholismo. Todos mayores que él. Había con él, dos jóvenes soldados, que decían
pertenecer a un cuerpo elite especial del ejecito soviético y que su reclusión hacía parte de
un entrenamiento para poder soportar presiones psicológicas, puesto que prestarían el
servicio militar en territorio extranjero y que de ser capturados, estarían preparados para
tolerar torturas y no revelar secretos de estado. Vaya uno a saber que tan ciertas eran esas
afirmaciones.

Él siempre ha sido flaco pero, los médicos soviéticos que lo trataban, consideraron que lo
era en demasía.

- Дорогой товарищ: Bы очень худой, Bы должны есть.2

Comenzaron con él un tratamiento para estimularle el apetito y darle comida para que
engordara, en tanto continuaban suministrándole medicamentos para dormir que al cabo
de dos semanas suspendieron. Nunca supo el nombre de esos medicamentos. Para abrir
su apetito le aplicaban, todos los días a las seis de la mañana, una inyección de medio
mililitro de insulina en el antebrazo. En la enfermería se encontraba diariamente, con otro
paciente de un pabellón diferente al suyo, al que le aplicaban el mismo tratamiento. Era un
hombre que aparentaba muchos más años de los que tenía, podría tener, una edad similar
a la de sus padres.

Un cuarto de hora después de aplicada esa inyección, su cuerpo comenzaba a temblar de


pies a cabeza. En particular sus brazos y manos lo hacían compulsivamente. Ese era el
momento en que las enfermeras le obligaban a tomar un vaso de té caliente con mucho
azúcar, después de lo cual, mermaban los temblores y le sobrevenía un hambre atroz y

2
Traducción del ruso al español: “Querido Camarada. Tú estas muy flaco, debes comer”. (Transliteración: Daragoi Tavarich:Bui ochen judoi. Bui
dolzhne iect)
pavorosa. De inmediato le servían el desayuno. Devoraba en un par de minutos todo su
contenido e incluso se comía y repetía “Cacha”, que es un cereal de no muy buen sabor,
parecido a hervir afrecho en agua, escurrirlo y comerlo, que ningún estudiante extranjero
era capaz de comer. Hoy piensa que los “Rusos” fracasaron en sus experimentos, porque
sigue siendo igual de flaco.

Se levantó para ir a recibir la inyección de la mañana y lo sorprendió que su compañero


de tratamiento no estaba con él. Preguntó por Volodia y le respondieron que había muerto
la noche anterior. Volodia era un paciente esquizofrénico, delgado y taciturno con quien a
diario se encontraba en la enfermería. Después de recibir la dosis del día, regresó con
tristeza a su habitación. Volvieron a su mente preguntas sobre el sentido de la vida, lo
efímero de la existencia y otros interrogantes más que trataba de resolver con sus lecturas
de filosofía. En la tarde de aquel día, le pidieron un servicio social.

-Camarada, es necesario arreglar el cadáver del difunto Volodia. ¿Nos puede usted
colaborar?

Por su condición de estudiante de medicina, le solicitaron que en compañía de los dos


soldados que estaban recluidos con él, arreglaran el cadáver para su sepultura. Junto con
Maxím, entraron a la morgue y lavaron el cuerpo inerte de su compañero. Lo vistieron con
las prendas que su madre había traído y lo colocaron dentro de un rústico ataúd de forma
hexagonal. Antes de clavar la tapa superior, entró una anciana señora quien besó a Volodia
en la frente y en medio de lágrimas, pronunció algunas oraciones. La anciana se retiró.
Clavaron la tapa y salieron con el féretro camino al cementerio del hospital. El otro soldado
que no había participado en el arreglo del cadáver, junto con un funcionario, tenían la fosa
lista. La anciana madre arrojó el primer puñado de tierra. Mientras que los soldados y el
funcionario terminaban de llenar la fosa, la madre de Volodia, se despachó en groserías
contra los Nazis.

-Fueron los malditos alemanes quienes dañaron a mi muchacho. Ojalá ardan por siempre
en el infierno- Y escupió en el suelo.

A los cuatro acompañantes al sepelio de Volodia, la anciana les había contado que, durante
la segunda guerra mundial, cuando Ucrania fue invadida por el ejército alemán, a finales
de 1941, el muchacho, que entonces tenía doce años, opuso resistencia en defensa de su
madre quien estaba siendo ultrajada. Él era su única compañía, sus hijos mayores
prestaban el servicio en el frente. En medio del forcejeo, Volodia recibió un fuerte culatazo
de ametralladora en la cabeza, que le propinó un soldado Nazi. Desde allí empezaron sus
alucinaciones, sus episodios de miedo y sus gritos. En 1956 lo recluyeron en el neuro
psiquiátrico. Era de los pacientes más antiguos del hospital. En la cabecera de la tumba, su
madre clavó una cruz bizantina con la leyenda: - Volódia Asímovich Gabrilíuk, 1929-1976.
El tiempo de reposo en el sanatorio de Doniestk, más que la medicación y el ensayo de
ceba al que lo sometieron, reacomodaron sus ideas. Fortaleció su autoestima y supo que
jamás sería mediocre. Supo que era dueño de una fuerza interior potente y que el futuro
era conquistable. No volvió a temerle a la vida. En adelante se propuso dejar que los días
vinieran como llegaran. No le importaría la manera en que fluyeran, mientras pudiera
conservar el equilibrio. Se determinó a poder regocijarse con lo menos. Entendió que la
vida humana es absolutamente efímera y que en medio de esa brevedad, hay que
permitirle, a la amargura, el menor tiempo posible.

Durante su permanencia en el neuro psiquiátrico, no tuvo asistencia sicológica ni


evaluación psiquiátrica. Dormir, comer, descansar, leer y reflexionar era lo oportuno.
Fueron cuatro meses dedicados a la lectura que se convirtió en su mejor medicamento.
Leyó los clásicos rusos, filosofía, política y literatura científica. Durante el quinto mes se le
permitió pasar los fines de semana en casa pero, el domingo en la tarde, se recluía
nuevamente de manera voluntaria. Su casa era la habitación de la residencia estudiantil
del Instituto de Medicina de Doniestk.

Por fin le anunciaron que le darían el alta. Sus compañeros de cuarto, a quienes enseñó a
jugar póker holdem y con quienes apostaba Spichkii,3 le solicitaron que a su regreso de
casa, el domingo en la tarde, antes de su partida definitiva, les llevara vodka, vino o
cualquier bebida alcohólica. Le entregaron varios rublos para la compra y le prometieron
que a su regreso, cuando volviera a internarse, distraerían a las enfermeras para que
pudiera entrar con la preciada mercancía. Así fue como, dentro de las mangas del abrigo
de otoño, y dentro de las botas, logró llevarles el pedido que le habían solicitado. Por
supuesto, luego de cumplir el cometido, recibió la admiración y el agradecimiento de sus
compañeros de habitación, de quienes se despidió para siempre.

I.I.I.

El nivel del solar, estaba dos metros por encima del piso de la Casa Grande. A él se subía
por dos escaleras pendientes en piedra. Era el territorio de Etelvina, la Señora de la casa,
la abuela querendona, sonriente y elegante. Después de muchos años de colaborarle a su
esposo en las distintas actividades y oficios, ahora el solar era su reino y nadie subía a él
sin su permiso. Tenia una huerta con verduras y plantas medicinales que atendía
diariamente. La abuela era hija de un señor de nombre Vidal Salgado que junto con su
esposa Victoria Camelo, poseían gran cantidad de tierras. Vidal era de tez blanca, ojos

3 Спички. Una cerilla. Un fósforo de palo.


azules, cabello rubio y usaba un mostacho al estilo ingles que era la moda de las altas
esferas del imperio británico a finales del siglo XIX. La señora María Victoria era una mujer
de piel trigueña, pequeña y con una cabellera larga y abundante. Después de varios años,
por alguna circunstancia, la pareja dormía en camas separadas, no se hablaban entre sí y
se comunicaban a través de razones que, en voz alta, se enviaban con sus hijos, aunque
estuviesen cerca, de tal manera que el uno escuchaba lo que el otro le mandaba decir y
viceversa. En la cama en que ahora dormía Victoria, antes de la desavenencia que los
separó, en repetidas noches de placer e idilio, Vidal y Victoria concibieron a todos sus hijos.
La abuelita Etelvina, irradiaba ternura en su mirada y su semblante en general transmitía
una profunda sensación de paz. Siempre mantuvo en su expresión, una sonrisa dulce con
todos sus nietos y nunca permitió que los padres los reprendieran delante suyo. Era la
abuela alcahueta, la abuela cómplice. Se sentía feliz con la visita de sus nietos y nietas y los
mimaba con demasiado cariño.

Recuerda que, la abuela siempre tuvo en la cocina un plato de sopa para todo comensal
que visitara la Casa Grande, preferentemente, después de las seis de la tarde. Les brindaba,
unas veces mazamorra chiquita, otras cuchuco de cebada, ambas con muchos tallos, en la
mesa de la cocina en donde, casi siempre se encontraba terminando las tareas de clase.

Mientras llegaba la hora del arribo de los últimos buses, provenientes de Faca y de Bogotá,
la mesa, poco a poco, iba llenándose de comensales, familiares y amigos. Clodomiro,
Augusto, Agustín viejo, Vicky, Marlén y alguno que otro de los hermanos Corrales, eran los
visitantes más recurrentes. Lo interesante de esta congregación, era el intercambio que se
iniciaba con la intervención de cada uno de los contertulios. Se actualizaban las noticias
del día y los últimos chismes del pueblo. Se develaban las infidelidades de hombres y
mujeres siempre que no pertenecieran a la familia, aunque alguna que otra vez, se filtraban
datos reservados. Alguien llegaba con el periódico del día y leía los principales titulares.
Se comentaban las noticias políticas y deportivas. Otros, reportaban el avance de sus
tareas y proyectos, y por fin, alguno de los asistentes daba inicio al cuento de la noche,
cuya estructura central, recibía correcciones, ampliaciones y mejoras, con aportes a la
historia en construcción. Así aprendió que los rasguños y moretones con que aparecían
algunos hombres luego de noches de lujuria, no eran causados por la pasión de sus
compañeras de concupiscencia, sino por haberse enredado en alambres de púas y por las
fueteras que les propinaba el Diablo en su regreso a casa, después de haber libado en las
chicherías de Isaías Lancheros o de Siervo Orjuela. Casi todos los hombres mayores de la
familia, por fortuna, eran hombres santos o al menos así se lo creían.

Hombres santos como el abuelo, que en un descuido de Etelvina, preñó a su cuñada Sofía
y de aquella unión nació Ezequielito o como Agustín viejo que tenía más mujeres que un
gato e hijos en varios municipios o como Clodomiro que era más escurridizo que una fara
y que luego de preñar a una niña de las Guzmán, lo obligaron a casarse, amenazado y en
plena borrachera o Santiago Tópaga que fue descubierto al quedar atrapado en el intento
de escapar por una pequeña ventana, con medio cuerpo afuera y el culo adentro,
oportunidad que aprovechó la tía Etel para bajarle los pantalones y encenderlo a
chancletazos en las nalgas, además de los que ya se había ganado cuando borracho
acostumbraba a cagarse en los calzones y esto solo por contar algunas anécdotas de pleno
conocimiento, por que hay muchas otras que se reservan para ser narradas en otra
ocasión.

En el pueblo, hubo tres mujeres muy respetables y distinguidas, que aún con hijos, no
dejaron de ser Señoritas, porque nunca fueron mujeres casadas. Fueron damas que
aceptaron la infidelidad de hombres de alcurnia que no les dieron el apellido a sus hijos
por estar casados previamente. Ellas eran, la Señorita Julia Sánchez la Chata, la Señorita
Edelmira Muñetón y la Señorita Bertha Sarmiento, madres de prestantes personalidades
de Zipacón, como Rodolfo, Rubén y Miguel, hijos de Luis Ardila, Antonio María Garzón y
Siervo Orjuela respectivamente. Mujeres muy capaces y trabajadoras que supieron sacar
adelante a sus hijos, pero que finalmente fueron, como otras más, las que cargaron con la
culpa de la infidelidad de los Señores pudientes. Es esta generación, la que construye la
historia del pasado cercano del pueblo y con la que se enlazan las vivencias e historias de
la Casa Grande.

En algunas ocasiones, después del plato de sopa de la noche, Vicky, Marlén y Yazira, salían
a pasear en la noche y lo arrastraban con ellas. Durante el paseo saludaban a sus novios o
pretendientes y terminaban el recorrido en la escuela de niñas, porque en aquellas épocas
los niños y las niñas no debían estudiar juntos. En esta escuela se permitía, a cierto grupo
de personas, mirar la televisión. Recuerda que a la hora en que salían, el programa que
miraban era un noticiero en blanco y negro que presentaba un señor locutor que era
hermano de Carlos Pinzón. Con frecuencia una niña de nombre Ediza, que vivía, arriba del
solar de la Casa Grande por la calle superior, también iba a ver el noticiero. Le sentaban a
Ediza a su lado y tomando su mano la pasaban por detrás del cuello de la niña y la soltaban
en su hombro, logrando así, que los dos niños resultaran abrazados. Ediza era una niña
muy bonita, de cabello rubio y ojos azules, hija de Blanca y Rodolfo, nieta de la Señorita
Julia. Fue su novia a distancia, durante su infancia y adolescencia hasta terminar el
bachillerato entonces, la magia de ese amor inocente, terminó.

IV.

Antes de subir al solar, quedaba al aire libre, la alberca de lavar ropa, que tenía un gran
tanque de reserva. El agua amanecía casi congelada. Por alguna razón, la tía Vicky lo
levantó temprano, lo llevó hasta la alberca, lo hizo desnudar y le vacío una totuma de agua
sobre el cuerpo, lo enjabonó y terminó de bañarlo con agua helada. Años después,
compararía ese frio con las gélidas mañanas de invierno en Rusia, con temperaturas hasta
de cuarenta y cinco grados bajo cero. Definitivamente está convencido, que esa totuma de
agua sobre su espalda, ha sido el frío más extremo que ha sentido.

Luego de vestirse, se escuchó un barullo general dentro y fuera de la casa. - ¡Mataron a


Rosa! ¡Mataron a la hermana de los Pachón! - gritó Marlén.

Salieron a curiosear desde los balcones del segundo piso que brindaban la mejor
panorámica del espectáculo. El Comandante de la Policía, acompañado por un grupo de
personas que vociferaban - ¡Asesino, Asesino!, - llevaba a un hombre de pantalón negro
con una camisa blanca manchada de sangre, con las manos esposadas a la espalda. Le
seguían de cerca, los hermanos de la víctima, quienes con palos y machetes intentaban
agredir al homicida.

- ¡Matemos a este hijueputa ahora mismo!, - exclamó Eudoro, el Gallego, mientras que los
agentes Linares y Palomar, hacían lo posible por contener a la exaltada multitud, al tiempo
que el Comandante a trote, desaparecía con el detenido por la entrada de la Alcaldía, donde
quedaba el calabozo.

David sospechaba que Rosa María le era infiel. El día en que comprobó sus sospechas, su
vida cambió para siempre. Su hombría había sido mancillada. Consideró que no era justo
que la mujer a la que amaba se hubiera burlado de él. ¿Qué pensarían, sus hermanos,
amigos y quienes lo conocían en el pueblo? Seguro que él se convertiría en objeto de
comidillas y bromas y no tendría el valor para enfrentar esos agravios. Necesitaba
demostrar su valentía; vengar la humillación que las mentiras y el desprecio de su amada
le habían propinado. Sintió un dolor íntimo y profundo, se desintegró, se obnubiló.

Frustrado pasó la noche acurrucado entre unos arbustos, a la orilla de la calle que conduce
a La Estación, al terminar el potrero de la Iglesia, justo al frente de la esquina en donde
desemboca la calle que viene de arriba. Ahí aguardó. Intentó apaciguar la rabia y apagar
su sed de venganza, al fin de cuentas, Rosa era su amada. Era su mujer. Por ella hubiese
dado hasta su propia vida. La amaba con todos sus sentidos, con el corazón y con todas sus
vísceras. ¿Cómo podía ser cierto qué ella le entregara su cuerpo a otro hombre? ¡¿Porqué?

La niebla le ayudaba para no ser visto con anticipación. Ya era tarde para detener sus
impulsos de venganza. Vio salir a Rosa de su casa. De esa casa que era la de los dos, de su
nido de amor. En ese momento la decisión ya estaba tomada y no daría marcha atrás. Salió
de entre los arbustos. Temblaba de pies a cabeza. Alistó el puñal que guardaba en la cintura
y lo empuñó firmemente con la mano izquierda. Cuando Rosa llegó hasta él, pudo ver en
los ojos de David, su propia muerte. Comprendió que ese era su último día. La sorpresa del
encuentro la dejó paralizada. Tomó su postrer aliento en el momento en que David hundía
el puñal en su corazón. Al instante cayó muerta al suelo. David se lanzó de rodillas sobre
ella y le propinó una puñalada tras otra, hasta quedar sin aliento. Recostó su cuerpo sobre
el de su amada esposa y descansó.

A los pocos minutos se incorporó asustado por los gritos de la gente que descubrió el
crimen. Llegó la Policía, soltó el puñal que aún aferraba con fuerza y se entregó sin oponer
resistencia. Desde ese momento hasta cuando lo encontraron muerto, cerca de la carrilera
del tren, no pronunció palabra alguna. Su cuerpo presentaba innumerables, atroces e
indescriptibles signos de tortura. Pocos días después, él también estaba muerto. No se
pudo determinar, quiénes lo sacaron del calabozo ni quiénes fueron los autores de su
asesinato. Años después, fueron detenidos ocho hombres del pueblo; uno a uno rendió
indagatoria en el proceso de investigación que se adelantó para esclarecer, la tortura y
muerte de David. El caso se cerró, por falta de pruebas y la historia quedó en el olvido.

V.

Recuerda que los sucesos de 1964, al igual que las historias, cuentos y relatos que escuchó
de voz de sus abuelos y mayores, durante aquel año, en el que cursó, segundo de primaria
lejos de sus padres, lo marcaron de manera especial y positiva. Aprendió el origen de su
familia materna que tuvo cierta relación de amistad con la familia de su padre. Estas
experiencias le hicieron comprender la importancia del arraigo, de las costumbres, de las
tradiciones, del valor profundo de la sabiduría de los viejos, del cultivo de la honradez y
del respeto. Fueron muchas y mayores las enseñanzas recibidas en la Casa Grande que en
las paredes del aula de clase.

Sabe con certeza que podría escribir mil y más historias de sus antepasados y con cada
historia un mensaje vívido de esperanza, de sueños, de creencias, de drama o de suspenso.
Contar pudiera que, en ese año, aunque el pueblo ha sido un lugar pacífico, asesinaron a
Leonidas Parada, que como consecuencia de un accidente automovilístico, en aquel año
murió Clodomiro, quien le ayudaba con las tareas y con los trabajos manuales de la
escuela. El tiempo ha pasado y aún añora volver a aquellos gratos y extraños tiempos de
infancia. Los abuelos y muchos otros de los viejos y jóvenes de entonces murieron.

La Casa Grande la heredó su madre. Tuvo la oportunidad de celebrar en ella la fiesta de su


matrimonio, quizás fue la ultima celebración familiar en esa casa. La Casa Grande se
vendió, pero puede pasear de memoria por todos sus rincones. Desde su venta no ha vuelto
a entrar a ella, sin embargo, puede respirar, el olor de la mazamorra dulce o de la leche
con poleo preparadas por su abuela.
¿Recuerdan la cama de María Victoria? Él tiene esa cama, fue su cuna en 1964. Es la
representación de toda esta historia familiar pendiente de escribir. Sobre esta cama se
concibieron hijos de Ezequiel, hijos de Etelvina y su hijo mayor, cuatro generaciones de
amor y pasión. Doscientos años más la edad del cedro que dio su madera. Esta cama la
heredó a su segundo hijo, el primero de su segunda unión marital. Sus tres hijos, sobre los
que ha depositado la eternidad de su memoria, seguramente recrearan la historia.

EN TIEMPOS DE PANDEMÍA, Sopó 7 de abril de 2.020.

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