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Los dioses no pueden estar equivocados

Por: Aurora Seldon

¿Qué es la Navidad? Es la ternura del pasado, el valor del presente y la esperanza del
futuro.
Agnes M. Pharo

1
Corría el año 1763 y el Puerto del Callao seguía siendo el principal centro de comercio
entre los virreinatos de América del Sur y España. El San Damián, navío portador de
pliegos de la corona destinados al virrey don Manuel Amat y Juniet, atracó en la bahía
del Callao, procedente de la península ibérica, un cálido día de noviembre, en el que la
neblina que cubría la costa comenzaba a disiparse.
Los pasajeros del barco contemplaron con admiración la impresionante edificación
que constituía la Fortaleza del Real Felipe, culminada en 1761, luego de veintisiete años
de construcción.
Las conversaciones variaban desde las críticas a la administración del virrey Amat y
sus devaneos amorosos con La Perricholi, actriz que había llegado a la fama gracias a
esa comentada relación; hasta las opiniones encontradas sobre el modo en el que se
debería modificar la administración de los Corregimientos, diseminados por el
virreinato del Perú.
Sólo un hombre no prestaba atención a las conversaciones y, apartado de todo,
miraba el mar.
Se llamaba Sebastián de Arellano, un joven de veinticuatro años que venía por
segunda vez al Perú para hacerse cargo de la cuantiosa herencia que dejara su tío.
Sebastián era un joven idealista y melancólico, de rostro tan agraciado que solía
atraer las miradas femeninas y la envidia masculina, sin que esto pareciera interesarle
demasiado. Apoyado en la barandilla del barco, alzó una mano para acomodar sus
rubios cabellos, agitados por la brisa del mar. Se había visto forzado a interrumpir sus
estudios de Jurisprudencia en España, para venir a lo que sería sin duda una larga
estancia, pues como único heredero, debía hacerse cargo de administrar las posesiones
del difunto Joaquín de Arellano, propietario de una mina en el Alto Perú, una hacienda
en las afueras de Lima y una casona solariega en pleno centro de La Ciudad de los
Reyes.
Pero no era la perspectiva de la importante herencia lo que lo tenía tan pensativo. No.
Eran los recuerdos.
El joven había pasado su niñez en Lima, ya que su padre, militar de profesión, había
sido destacado a esa ciudad cuando él contaba con tres años de edad y su madre,
conocedora de las licenciosas vidas que llevaban los militares en las colonias, decidió
acompañarlo. Así, habían transcurrido diez años en los que el pequeño vivió en la
enorme hacienda que ahora heredaría, contando como único compañero de juegos con
el niño Diego, hijo natural de don Joaquín de Arellano y de Palla Yupanqui, bautizada
como María Luisa, descendiente, según se decía, del Inca Túpac Yupanqui1.
Los recuerdos de Sebastián sobre su infancia eran lejanos. Sabía que esa había sido
una época feliz y sin preocupaciones, en la que ninguna travesura de las que hacía con
Diego parecía suficiente, pues siempre estaban inventando algo más, donde siempre
había tiempo para jugar y reír, y en la que las diferencias sociales y raciales no tenían
ningún sentido para ellos.
Pero también había algo en lo que no debía pensar. ALGO MALO, como decía
cuando era pequeño. Había desterrado ese recuerdo en lo más profundo de su ser, puesto
que sólo pensar en ello era pecado.
Volvió a acomodarse el cabello y respondió, distraído, a una pregunta de otro
pasajero, quien luego de echarle una ojeada se alejó, dejándolo sumido en sus
cavilaciones.
Sí, su infancia en el Perú había sido dichosa. Sin embargo, cuando tenía trece años,
su padre había sido destacado a España y la familia había vuelto a su patria. Allí,
Sebastián procuró olvidar su vida en las colonias, enterrando el recuerdo de ALGO
MALO. En los siguientes años hizo nuevos amigos, asistió a un importante colegio
religioso, sepultó a sus padres y comenzó a estudiar en la universidad. No se enamoró
jamás, no había tenido tiempo para eso.
Y ahora estaba de vuelta, sin haberlo pedido, intentando hacerse la idea de iniciar
una nueva vida, procurando no pensar en su recuerdo proscrito. Era rico, desde luego,
pero viniendo de una familia acomodada, imaginaba que la posición de su tío sería
similar al de sus padres en España.
En eso se equivocaba.

2
La llegada del San Damián fue acogida con entusiasmo por la alta sociedad limeña,
puesto que las noticias que traía de la Madre Patria eran esperadas con mucho celo y
proporcionaban abundante tema de conversación en las habituales tertulias de la capital.
Don Marcial Cisneros, letrado en quien había recaído la custodia de la herencia hasta
que el joven heredero se presentara, esperaba a Sebastián en el puerto. Don Marcial era
lo que en esa época se denominaba criollo, un hijo de españoles, nacido en el Perú. Era
un hombre bajito y sonrosado, que parecía satisfecho con la vida misma, pues no dejaba
de sonreír y de frotarse las manos con complacencia.
El hombrecillo se hizo cargo rápida y eficientemente del equipaje, dando órdenes a
los esclavos mulatos que lo acompañaban de acomodarlo todo en el carruaje que los
conduciría a la casona ubicada en la Calle Pardo, famosa por estar junto al lugar de
residencia de La Perricholi, amante del virrey Amat.
En el trayecto a la casona, don Marcial le informó puntualmente las posesiones que
había heredado y Sebastián comprendió con sorpresa que era el poseedor de una vasta
fortuna, al menos cinco veces superior a la que su familia poseía en España.

1
Túpac Inca Yupanqui fue el décimo inca, hijo de Pachacútec. Sus descendientes perduraron hasta la
época del virreinato, siendo el más destacado Garcilaso de la Vega, quien nació en los primeros años de la
conquista.
Esa noticia le hizo cobrar mayor interés a lo que don Marcial relataba. El
hombrecillo buscaba impresionarlo y se enfrascó en una larga perorata sobre la
arquitectura de la ciudad, cuya parte principal estaba formada por la Plaza de Armas,
Catedral, Municipalidad y otros edificios oficiales, alrededor de los cuales se situaban
las residencias de élite y donde el estatus social de los individuos estaba marcado por su
cercanía a la plaza.
Sebastián se enteró sin demasiado entusiasmo de que su casa estaba ubicada a tres
calles de la Plaza de Armas, aunque en esos momentos contemplaba las desoladas
viviendas cercanas al puerto, marcado contraste con las grandezas que describía don
Marcial.
—… por supuesto que después del terremoto del cuarenta y seis, se prohibieron los
edificios de más de dos pisos…
El terremoto…
Sebastián conservaba un recuerdo que comenzó a hacerse más nítido en su mente.
Había escapado una noche para jugar con Diego en un apartado rincón de la enorme
hacienda, que consideraban sus dominios, cuando la tierra comenzó a moverse. Se había
quedado inmóvil, pensando quizá que si él se quedaba quieto, todos los demás
movimientos cesarían, pero eso no ocurrió.
Aterrorizado, había visto a Diego correr hacia él y gritarle.
—¡Ve hacia

ese árbol!
El niño mestizo lo sujetó de la mano y raudo como una vicuña, lo llevó bajo una
enorme higuera, casi al mismo tiempo en que un viejo nogal se desplomaba justo donde
había estado parado Sebastián. Las lágrimas fluyeron de sus ojos, asustado por el ruido
y por los gritos que comenzaban a oírse por toda la hacienda. Quiso correr hacia la casa,
pero Diego no lo dejó.
—Quédate conmigo, la higuera nos protegerá —dijo Diego con firmeza y su rostro
sereno hizo que las lágrimas de Sebastián se detuvieran. Si Diego no lloraba, él tampoco
lo haría.
Abrazados al grueso tronco de la higuera, esperaron lo que les pareció un siglo, y que
en realidad fueron seis minutos, hasta que al fin la tierra dejó de temblar. Algunos
árboles cayeron, pero esa vieja higuera resistió, cobijándolos bajo sus ramas.
—¿Cómo sabías que estaríamos bien? —preguntó Sebastián, con la asombrada
curiosidad de un niño.
—La higuera tiene madre. Me lo dijo mi abuela —respondió Diego, con la autoridad
de la sabiduría infantil incuestionable2.
Y Sebastián le creyó.

2
En algunos lugares de la sierra y selva, se atribuyen espíritus protectores a determinada flora nativa,
como en el caso de la higuera. Estos espíritus se conocen como “madre”.
4

—… y nuestro Excelentísimo Virrey, don Manuel Amat, conocedor de las innovaciones


europeas de tecnología urbana, las ha aplicado muy acertadamente en la última etapa del
proceso de reconstrucción…
Sebastián asintió, distraído. El traquetear del carruaje, unido al cansancio del viaje,
estaban haciendo su parte y comenzó a sentirse soñoliento.
Habían llegado a una zona distinta, donde las estrechas callejuelas del puerto se
convirtieron en extensas alamedas empedradas uniformemente. Lima había cambiado,
sí… él guardaba el recuerdo de una ciudad mucho más pequeña.
—… ya veréis vuestra casa, que fue una de las primeras en contar con el sistema de
alumbrado público, hace apenas un año, y...
—La hacienda —dijo Sebastián sin pensar y su interlocutor interrumpió su perorata
para mirarlo fijamente.
—¿La hacienda, vuestra merced?
—Así es. Recuerdo la hacienda... pasé mi niñez en ella —dijo Sebastián, sin
atreverse a preguntar por Diego. No era correcto ni educado preguntar por la vida de un
niño mestizo. Quizá Diego ni siquiera seguiría allí.
—«Las Palmas» es una de las haciendas más prósperas de Ate —comenzó de nuevo
la perorata de don Marcial—. Produce algodón y frutas y posee ochocientos obreros,
entre esclavos e indios. Vuestro difunto tío, don Joaquín, la tenía como una de sus más
preciadas posesiones. Sin embargo… —El hombrecillo pareció incómodo, carraspeó un
par de veces y miró la alameda, como si las palmeras pudieran darle las palabras que
buscaba—. Existe… existe un asunto que vos deberíais conocer —finalizó.
—Pues hablad entonces, don Marcial. El camino es largo y soy todo oídos.
—Vuestro tío jamás se casó —comenzó nuevamente, con nerviosismo—, pero
siguiendo una arraigada costumbre entre los hacendados de esta zona, tuvo un hijo —
informó don Marcial y a Sebastián se le aceleró el pulso.
—Estoy al tanto de ello —dijo para visible alivio del otro—. No olvidéis que viví en
esa hacienda hasta los trece años.
—Sí, sí. —El hombrecillo volvió a frotarse las manos y recobró los colores—.
Entonces, ¿estáis al tanto que vuestro tío, una vez fallecida la madre del muchacho, lo
reconoció como ahijado?
—No lo sabía —murmuró Sebastián, las manos del hombrecillo volvieron a quedarse
quietas.
—Don Joaquín le tenía mucho aprecio al muchacho. Tanto aprecio que lo hizo
educar y lo convirtió en administrador de la hacienda; sin embargo, al producirse su
muerte intempestiva, no dejó testamento. El muchacho sigue allí y corresponde a
vuestra merced decidir si debe continuar.
Diego… Diego seguía en la hacienda, a menos que su tío hubiera tenido otro hijo,
pero no lo creía. Don Joaquín era bastante mayor cuando engendró a Diego y era poco
probable que hubiera habido más hijos. Debía tratarse de Diego, tenía que serlo.
—Me ocuparé de ello —dijo entre complacido y atemorizado, mientras otro recuerdo
se abría paso en su mente.
Durante la cena, un dieciocho de diciembre de 1752, su padre había anunciado a don
Joaquín que partiría a la capital en quince días y que luego se embarcaría para España.
Diego, que cenaba en la cocina con los sirvientes, se había enterado por los comentarios
de éstos y había salido corriendo en medio de la noche.
Sebastián, con un nudo en la garganta, supo que la despedida se acercaba y buscó a
su amigo por toda la hacienda, hasta que

5
lo encontró sentado junto al estanque, con lágrimas en los ojos.
—¿Diego?
El muchacho se apartó las lágrimas de un manotazo y dijo simplemente:
—Te vas. —El reproche en su voz caló hondo en el ánimo de Sebastián.
—Mi padre vuelve a España —respondió, sentándose junto a su amigo.
Por un momento se quedaron en silencio, roto solamente por las piedrecillas que
Diego arrojaba furiosamente al agua.
—Seguiremos siendo amigos —aventuró Sebastián.
—No sé. —La voz de Diego, habitualmente tan segura, sonó rota y dolida.
—Claro que lo seremos —replicó Sebastián.
—¿Cómo lo sabes? Te irás en un barco y no volverás jamás. Te olvidarás de la
hacienda y de todo y te quedarás en España. —El resentimiento asomó en la voz de
Diego. Para él, España representaba todo lo que le había sido negado en la vida y ahora
le arrebataba a su mejor amigo.
Sebastián pensó frenéticamente, él sabía que no olvidaría, pero necesitaba darle a
Diego una prueba de que decía la verdad. Entonces recordó los libros de aventuras que
leían a veces a escondidas, y esbozó una sonrisa.
—Podemos hacer un pacto.
—¿Qué clase de pacto?
—Un pacto de sangre.
Y así ocurrió. Luego de discutirlo brevemente, Diego sacó su navaja e hicieron
sendos cortes en las palmas de sus manos. La mano morena de Diego junto a la blanca
mano de Sebastián, unidas por un lazo de sangre.
«Amigos

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por siempre», habían repetido varias veces, en español y en quechua, hasta que la madre
de Sebastián envió un esclavo mulato a buscarlos.
Pero la cicatriz seguía allí.
—¿Os sentís bien? —la perorata de don Marcial se detuvo y el hombrecillo lo miró
con preocupado interés.
—Sí, claro —Sebastián se las arregló para lucir compuesto, aunque el calor estaba
haciendo estragos en él—. Preferiría no charlar, si no os molesta. Me encuentro un poco
fatigado.
Don Marcial asintió gravemente y el resto del trayecto lo hicieron en silencio.
Sebastián contemplaba las calles emparedadas y largas de la zona residencial
capitalina, interrumpidas por grandes y elegantes puertas talladas de las residencias
señoriales. Por todas esas calles pasaban acequias, llevándose las aguas residuales para
regar los huertos y jardines.
Eso era Lima, de la que conservaba poquísimos recuerdos, y mientras pensaba en
ello, se durmió.

7
—Vuestra merced, hemos llegado.
La voz de don Marcial lo sacó de su placentero sueño, en el que era de nuevo un niño
libre que corría por el campo.
—Gracias —murmuró, frotándose los ojos.
Habían entrado al patio de una enorme casona y los criados estaban alrededor del
carruaje, afanosos en descargar el equipaje del nuevo patrón. Algunos, curiosos,
miraban de reojo el interior del carruaje.
Sebastián se estiró disimuladamente y, ayudado por don Marcial, bajó.
El joven contuvo una exclamación. La casa era magnífica. Un palacete de inspiración
renacentista con amplios patios, arquerías y altos zaguanes. La fachada conservaba los
blasones de la familia, permanente recordatorio para sus habitantes del lugar de quienes
eran los amos.
La servidumbre aguardaba, en respetuoso silencio, y don Marcial fue presentando a
cada uno. Para Sebastián fue un extraño conjunto de negros y mestizos que lo miraban
con una curiosidad que podría haberse considerado ligeramente impertinente. Había
veinte, pero no consiguió retener los nombres de todos.
En la casa lo esperaba un fabuloso banquete que compartiría con don Marcial; y
Catalina, el ama de llaves, comenzó a dar órdenes para que acomodaran su equipaje en
la mejor habitación, preparada para el amo con varios días de anticipación.
Sebastián comió, descansó y tomó un baño en la enorme bañera que le tenían lista.
Un criado lo ayudó a vestirse y dedicó el resto del día a informarse por don Marcial
sobre los usos y costumbres de la ciudad.
Por la noche, cómodamente instalado en la enorme cama con dosel, bañada en pana
de oro, se preguntaba cómo sería su vida en ese lugar. Había indagado sobre la hacienda
a los criados, pero no se había atrevido a informarse en mayor detalle sobre Diego.
«Las Palmas», según le habían dicho, era una hacienda próspera y rendía beneficios,
aunque con las reformas introducidas por el virrey, estos quizá se verían reducidos al
finalizar el año.
Pensaba en la hacienda, dándole vueltas a sus recuerdos seguros y libres de pecado,
sus juegos de la niñez, sus travesuras. Se fue quedando dormido en medio de esos
recuerdos, sonriendo…
Diego y él eran incansables, a los diez años no había rincón de la hacienda que no
conocieran, pero su favorito en los meses de verano era la laguna. «Laguna» era un
nombre ambicioso para el gran estanque oculto en medio de la propiedad de don
Joaquín, rodeado de altas hierbas y rocas que el caballero español había colocado y que
le daban al estanque la privacidad necesaria.
Casi podía volver a ver el estanque, de aguas cristalinas y diáfanas, donde su risa y la
de Diego se mezclaban con los chapoteos de ambos. Diego tenía su misma edad, pero
era más bajo y robusto, y su piel tenía un tono canela que contrastaba con la blanca piel
de Sebastián, aunque para ellos sólo constituía un rasgo característico como el color de
ojos (gris de Sebastián, azul de Diego) y no un motivo de casta.
Podía recordar un día, cuando ambos tenían once años, en que la espuma que se
formaba con los pataleos de Diego, se deslizaba, blanca, por la espalda de su joven
amigo como si fuera un manto de armiño. Diego reía y su risa diáfana de diablillo era
contagiosa; sin embargo, ese día, Sebastián no reía, había sido regañado por su padre a
causa de un comentario impertinente y le estaba dando vueltas a eso, hasta que su
amiguito le habló:
—Entonces,

8
¿hacemos la carrera? —dijo Diego, con los ojos brillantes de excitación.
—¿Ahora? —preguntó Sebastián, pero ya Diego se había puesto en posición, riendo
y desafiándolo entre bromas.
—Ahora —repitió su compañero y Sebastián se puso junto a él—. Listos… ¡Ya!
La carrera terminó con la victoria de Diego, ligero como un pez, y su alegría logró
contagiar a Sebastián, que le saltó encima, tratando de hundirlo.
Sus cuerpos se entrelazaron en un roce que habría parecido obsceno si alguien los
hubiera estado mirando, pero para ellos era simplemente un juego infantil.
—Te ha crecido el pito —dijo Diego una vez que se sentaron en la orilla del
estanque, a descansar.
Sebastián se miró, comparándolo con el de su amigo. Diego lo tenía más grueso, pero
él lo tenía un poco más grande y se echó a reír.
—Cuando tenga el pito bastante grande, me casaré y tendré hijos —observó.
—Yo no me casaré —declaró Diego—. Cuando sea grande, me iré al oriente3 y me
quedaré allí —iba agregar «donde no haya españoles», pero calló para no ofender a su
amiguito.
—Tienes que casarte —lo regañó Sebastián—. Nuestra misión en el mundo es
formar familias y engendrar hijos, es lo que Nuestro Señor Jesucristo nos encomendó y
lo que el rey desea.

3
Oriente es la denominación que recibe la selva peruana, que queda al oriente de la capital.
—Engendrar hijos… —dijo Diego en voz baja—. ¿Tú sabes cómo se hace? —
preguntó con los ojos llenos de picardía.
—No… —confesó Sebastián—. No sé cómo.
—Tienes que estar con una mujer —dijo Diego con aire entendido—. Se quitan la
ropa y entonces tu pito se te hincha y crece más, y entonces se lo metes a ella allí abajo.
—¿Abajo? —Sebastián pareció sorprendido.
—Oh sí… y luego lo frotas y lo frotas hasta que sale algo blanco y se lo metes en el
ombligo. Así se hacen los bebés —finalizó Diego.
—¿Y… a ellas les gusta ESO?
—Claro que sí —repuso con suficiencia Diego.
—¿Cómo lo sabes? —dijo Sebastián—. No te creo.
—Me lo dijo Pedro, ¿lo recuerdas? Es el nuevo cochero.
Sebastián tuvo por un momento la visión de Pedro, el enorme chofer de color, y
Elvira, su esposa, haciendo lo que decía Diego y tuvo que reprimir un gesto.
—No sé… quizá para «ellos» funcione así —murmuró, pensativo—. Pero se te
olvida algo, primero hay que casarse —finalizó, radiante por haber descubierto algo que
se le pasara a su amigo.
—No hay que casarse —dijo tercamente Diego—. Es tal y como te he dicho.
—Pero el padre Eusebio dice…
—No es así —replicó Diego—. Mi madre no se casó… y aquí estoy —dijo
orgulloso, como si su existencia misma fuera la prueba de que lo que decía era verdad.
Sebastián iba a replicar, pero se le ocurrió que eso también podría funcionar así para
«ellos», los indios. Y por primera vez pensó que había importantes diferencias entre
Diego y él. Diferencias que lo entristecieron sin saber por qué.

9
Despertó intranquilo entre los almohadones de plumas y se sentó en la cama. El
recuerdo había sido muy vívido y lo había dejado lleno de melancolía. Se dijo que en
ese momento quizá había comprendido que Diego no era como él, que nunca lo sería.
Sobre su mesa de noche había una Biblia que había pertenecido a su madre y la
abrió, recorriendo con ternura las delgadas páginas ilustradas con hermosos grabados.
Leyó por un momento los Salmos y su espíritu se tranquilizó. Palabras de fraternidad,
igualdad, amor… cosas que eran posibles para los jóvenes idealistas como él, lo
confortaron, y se durmió de nuevo, esta vez sin pensar en Diego.
La mañana lo sorprendió acurrucado en la cama, pero los sonidos de los pregoneros
hicieron que parpadeara, confundido, hasta que se dio cuenta donde estaba.
Pasó ese y los siguientes siete días ocupándose de su herencia y fue presentado a la
sociedad limeña por don José de Córdoba y Soriano, capitán de arcabuceros al servicio
de la corona, quien era su vecino.
José era un joven alegre y algo calavera, que frecuentaba la mejor sociedad, la cual lo
había recibido con los brazos abiertos a causa de su fortuna y valentía, y estaba
prometido con doña Engracia de Toledo, hermosa limeña que hizo rápida amistad con
Sebastián y que lo presentó a su vez a las más bellas damas de la capital.
Sebastián frecuentó los salones de tertulias más populares, siempre en compañía de
José. Sus modales refinados y lo atractivo de su porte hizo suspirar a más de una joven,
y los paseos en carruaje, luego de la misa diaria, se hicieron parte habitual de su vida. El
español se entregó en cuerpo y alma a su nueva vida, dejando de lado recuerdos que
prefería olvidar y se sumergió en la vorágine del lujo capitalino.
Con la llegada de diciembre, la capital se comenzó a preparar para las festividades
navideñas y nuevamente la melancolía se apoderó de Sebastián. La Navidad siempre lo
ponía nostálgico, añorando algo que no se atrevía siquiera en pensar. No había sido
siempre de ese modo, se dijo con tristeza. Había sido la mejor época del año por mucho
tiempo, hasta que ocurrió ALGO MALO y echó para siempre un velo de vergüenza
sobre el alma de Sebastián.
No deseaba pasar la Navidad en Lima, rodeado del frívolo lujo de la sociedad que
frecuentaba, pero tampoco quería ir a la hacienda en esa fecha. Se sentía especialmente
vulnerable, con ganas de desaparecer
(en oriente)
en donde fuera, en el fin del mundo, lejos de todo y de todos.
Sin embargo, fue don Marcial quien involuntariamente decidió la cuestión.
El hombrecillo había actuado de buena fe, y había comprometido la palabra de
Sebastián para resolver de una vez la situación de Diego como administrador, además
de programar la rendición de cuentas antes del nuevo año, como era tradicional.
Sebastián habría podido postergar la visita, pero la habría tenido que realizar tarde o
temprano… Quizá el destino quería que la hiciera en esa fecha, además, eso le daba la
excusa para salir de la capital. José lo intentó convencer de quedarse en Lima, pero el
joven español se había decidido.
Se enviaron las comunicaciones y la mañana del veinte de diciembre, Sebastián
partió a «Las Palmas».

10
«Las Palmas» era una hacienda modesta comparada con las haciendas circundantes,
pues contaba sólo con ochocientas personas. La casa estaba situada junto a la carretera,
en el extremo opuesto de las casitas de los obreros y las barracas de esclavos. Como era
costumbre en la época, había una pequeña capilla y un capellán que acudió a presentar
sus respetos.
Sebastián había insistido en viajar solo, sin la agobiante compañía de don Marcial,
pero sus deseos no se pudieron realizar. El letrado debía hacerse cargo de ciertos
documentos de la hacienda y había partido con él.
Luego de un fatigoso viaje por una carretera polvorienta, fueron recibidos por los
criados que se ocupaban de la casa. Allí le informaron que el administrador se
encontraba ausente, había partido a Ica4 a caballo y volvería al día siguiente. La noticia

4
Ica es una ciudad cercana a Lima, caracterizada por sus enormes fundos y plantaciones algodoneras. El
intercambio comercial entre ambas es cosa corriente hasta ahora.
contrarió a Sebastián, quien había hecho comunicar su llegada con anticipación, pero se
contuvo de expresar su molestia y aceptó la invitación del capataz para recorrer la
hacienda a caballo.
Luego del recorrido, el joven español quedó gratamente impresionado. El trabajo de
Diego era impecable. Incluso el capataz se había arriesgado a decir algunas palabras a
favor del joven, resaltando el hecho de que era huérfano y no se le conocía familia, y
que la hacienda era su vida.
Esto extrañó a Sebastián, quien había supuesto que lo encontraría casado, pues era
cosa corriente que los jóvenes mestizos desposaran a muchachas de su misma
condición, para continuar trabajando en las haciendas.
Y recordó, sin poder evitarlo, su antigua conversación sobre el matrimonio.
Yo no me casaré. Cuando sea grande, me iré al oriente y me quedaré allí.
Despidió al capataz y se instaló en la habitación que había pertenecido a su tío, la
mejor de la hacienda, aunque no se comparaba con la suntuosidad de la que poseía en la
ciudad.
Esa noche, recostado en la cama, con el balcón abierto, contemplaba el cielo
estrellado, tan puro en esa parte de la ciudad. Hacía calor y Sebastián, vestido con una
ligera camisa de dormir, pensaba.
Pensaba en España y todo lo que había dejado atrás, pero también pensaba en el
presente y en el futuro que tendría que enfrentar. Con José, había frecuentado los
principales burdeles de Lima, placeres que medía en España, pero que en Perú llamaron
su atención. Sin embargo su amigo lo había regañado por buscar prostitutas mestizas,
pues esa práctica, aunque común, se hacía entre bastidores y no en el salón principal del
prostíbulo. Sebastián se había encogido de hombros, era nuevo en la ciudad y su osadía
sería disculpada con indulgencia, pero no podía olvidar la piel cobriza de la prostituta,
cuya espalda desnuda le había recordado la piel de Diego, un Diego de trece años de
cuyo cuerpo había tomado conciencia por primera vez un veinticuatro de diciembre.
En esa época, los dos procuraban pasar el mayor tiempo juntos, conocedores de la
pronta separación. Por la noche habían hecho su habitual escapada para nadar en el
estanque, alejándose de las celebraciones. Luego de chapotear y reír en el agua, se
habían estado persiguiendo para ocultar sus respectivas prendas, pero Diego era más
ágil y Sebastián había tenido que derribarlo arrojándose encima. Sus sexos se habían
rozado… había sido un roce inocente, como el de sus tantos juegos, pero Sebastián
había visto algo en la mirada de Diego que lo hizo retirarse, avergonzado.
—Lo siento —había dicho, con su atado de ropa en la mano, y lentamente se había
comenzado a vestir.

11
—Espera —Diego lo detuvo con una sonrisa y Sebastián dejó la ropa—. No pasa nada
— y se recostó en la hierba, invitándolo a recostarse junto a él.
Miraron al cielo, en completo y confortable silencio, hasta que Sebastián murmuró:
—No deberíamos hacerlo.
—¿Hacer qué?
—Estar así, desnudos. Alguien podría venir… —pero no hizo ademán de vestirse.
—¿Y qué? Siempre lo hemos hecho —repuso Diego pero Sebastián percibió algo
distinto en sus palabras y eso lo hizo cobrar consciencia de que su amigo lo miraba con
otros ojos. Antes habían comparado sus cuerpos con infantil curiosidad, ahora le parecía
que eso era malo, pecaminoso.
—No lo sé… pronto iré a Lima y luego a España a estudiar, no creo que allí esté bien
hacer lo que hacemos.
Diego gruñó algo y se encerró en uno de sus últimamente frecuentes silencios.
Sebastián no lo sabía, pero el joven mestizo sufría por la inminente separación, él había
entendido mucho antes que el español sus diferencias sociales.
Quizá fue eso, quizá la claridad de la luna que hacía del cuerpo de Sebastián una
visión pálida y atractiva, quizá fue simplemente el deseo de probar lo prohibido.
La mano de Diego se posó en la entrepierna de Sebastián.
—Quita —exclamó sobresaltado el español, pero no lo apartó.
—No quiero —replicó Diego, sin retirar la mano, probando, tocando la textura del
cuerpo que había tocado otras veces en sus juegos. Esa noche sus dedos tenían vida
propia y no se podía detener.
—Esto no puede ser —protestó Sebastián.
—Mira, se te ha puesto dura, como la mía —dijo Diego con voz triunfante—.
Tócala, siente lo dura que está.
Sebastián dudó, pero su mano ignoró las protestas de su razón y se adelantó hacia la
entrepierna de Diego. Tocó, palpó, acarició… Lo que hacía era un pecado, lo sabía, pero
en ese momento no entendía por qué ¿Por qué eso podía estar mal? ¿Por qué, si era tan
agradable, si quería tanto a Diego, por qué?
Se tocaron, ansiosos y excitados, saboreando el placer de lo prohibido y a la vez
deseando hacer más. Sebastián se sentía estallar de placer, tocar a Diego le pareció lo
más maravilloso del mundo y tuvo la loca idea de besarlo «allí», de tomar entre sus
labios esa carne canela erguida como una torre, de
(lamerla)
acariciarla hasta hacerla arrojar el líquido blanco del que le habían hablado. Diego
gimió y su gemido fue música en los oídos de Sebastián. Se sintió poderoso… Diego
siempre lo derrotaba en cualquier actividad física, pero ahora… Sebastián podía tener el
control.
Si tocarlo lograba esa reacción, imaginó lo que sería lamerlo…
Iba a poner en práctica su idea cuando salió de entre los matorrales el padre Eusebio,
hecho un huracán, gritando algo que Sebastián no entendió.
—¡Sodomía! ¡Pecado!

12
¡Abominación!
Sebastián despertó bañado en sudor, con una culpable y grandiosa erección entre las
piernas, y las palabras del sacerdote resonando aún en sus oídos.
Sí... ese era el recuerdo que su mente había estado evitando, el recuerdo de ALGO
MALO que tanto temía…
No había pensado en eso desde que tenía trece años, demasiado atemorizado por la
reacción del capellán y la de sus padres. Había luchado por olvidar y casi lo había
conseguido hasta esa noche en que el culpable sueño le recordó su pecado.
Temblando por la intensidad de su recuerdo, Sebastián se levantó y caminó descalzo
hacia el balcón abierto, dejando que el frío aire de la madrugada calmase el ardor que
sentía en sus entrañas y en su cabeza, recordando...
Había pasado esa nefasta noche encerrado en la capilla y al día siguiente, su padre lo
había llamado para sostener su primera conversación de adultos.
—La sodomía es pecado —había dicho—. Es el pecado más abominado por la
iglesia y constituye un delito contra el rey, ya que nuestra misión es contribuir a
incrementar la población.
—Pero, padre… —había protestado débilmente, intentando explicar que lo que él
había sentido era distinto, que no podía estar mal.
—He hablado con Joaquín largamente y lo que debí hacer hace mucho tiempo lo
haré ahora. Este no es un ambiente propio para criar a un muchacho, adelantaré la
partida y en dos días iremos a Lima.
Y eso había sido todo, el padre no oyó razones, la madre tampoco.
Sebastián fue confinado a su habitación, donde escuchó largos sermones en los que
se le dijo que al no haber consumado el acto, éste podía ser expiado y quizá olvidado.
También se le dijo que existían severos castigos mandados por la ley, los cuales iban
desde los azotes públicos, el destierro, la confiscación de los bienes, e incluso la
amputación del pene y quema en la hoguera.
El muchacho rezó, recibió azotes, ayunó y meditó mucho en esos dos días. También
se enteró por la ama de llaves de que Diego había recibido un castigo mucho más severo
y que estaba postrado en cama sin poderse levantar.
De nada sirvieron sus protestas, su padre lo subió en un carruaje y lo envió a Lima
sin haberse podido volver a despedir de Diego. De hecho, no lo había vuelto a ver.
Hasta esa noche…
Una sombra pasó raudamente por debajo del balcón, hacia el patio principal de la
casona.
Diego.
Más que verlo, lo adivinó en la alta silueta de anchas espaldas, cuyo cabello largo y
negrísimo ondeaba libre con la brisa de la madrugada.
Sebastián se aferró a la barandilla.
—Diego, Diego —susurraron sus labios y avergonzado por su debilidad, cerró el
balcón.
13
La mañana trajo noticias al cansado y ojeroso Sebastián, aunque ya las sabía. Diego
había llegado esa madrugada y lo esperaba en la biblioteca para rendirle cuentas de la
situación de la hacienda.
Despidió a los criados, se vistió solo, y luego de un desayuno en el que casi no probó
bocado, se reunió en la biblioteca con el infaltable don Marcial y con Diego.
El mestizo estaba de pie, como una silenciosa estatua de bronce, mirando hacia el
patio, mientras don Marcial revisaba los libros. Apenas Sebastián entró, Diego se volvió
hacia él.
Había cambiado. Su semblante no tenía la picardía de la niñez, sus ojos azules
reflejaban cosas que Sebastián no pudo interpretar y que le supieron a rebeldía y algo
que no podía definir. Seguía siendo un poco más bajo, pero su complexión era más
robusta, más fuerte. Se había convertido en un hombre
(apuesto)
indómito. Sí, esa era la palabra.
Vestía sencillamente, pero con corrección, como si se hubiera preparado para el
encuentro. Sin embargo no hizo ningún gesto que indicara que había reconocido en
Sebastián al compañero de juegos de su niñez.
Fueron presentados como si se tratara de dos extraños y el español sintió que algo se
encogía en su interior cuando los ojos de Diego lo miraron inexpresivamente.
—Vuestra merced querrá ver los libros —dijo el mestizo—. He procurado llevar las
cuentas del modo más detallado, según las órdenes de vuestro difunto tío.
—Desde luego —dijo Sebastián, acercándose al enorme escritorio de caoba donde se
hallaba el detalle de ganancias y gastos de la hacienda.
Pasaron la mañana revisándolo todo, sin que en ningún momento hiciera Diego señal
alguna de haberlo reconocido, al punto en que Sebastián comenzó a hacerse la idea de
que sus recuerdos formaban parte de un sueño muy lejano.
Ahora eran patrón y empleado, español y mestizo, ¿amigos? No… eso había sido una
fantasía. Uno no puede ser amigo de un mestizo, por más hijo ilegítimo de su tío que
fuera.
La actitud de Sebastián fue conspicua y correcta, sin lugar a ninguna familiaridad, tal
como se debía tratar a la servidumbre, y aunque quedó sorprendido por el orden con el
que Diego llevaba las cuentas, con una escritura impecable y prolija, no dijo ninguna
palabra de elogio.
Al finalizar la revisión, Diego pidió permiso para retirarse, pues había asuntos en la
hacienda que requerían su atención. Sebastián lo despidió, ligeramente irritado,
comenzó a repasar nuevamente las cuentas. El carraspeo de don Marcial lo sacó de su
concentración.
—Vuestra merced, como os dije, vuestro tío no dejó instrucción alguna respecto al
joven Diego, Corresponde a vuestra merced decidir su destino como administrador de
«Las Palmas».
—Lo haré luego —dijo Sebastián—. Después de las fiestas — determinó, dando por
zanjado el asunto.
14
Las fiestas en «Las Palmas» estaban llenas de ceremonias que Sebastián debía cumplir.
El veinticuatro por la mañana el capellán fue a buscarlo y recorrieron el camino hacia
las barracas de los esclavos con Diego como silencioso guía a caballo delante de ellos.
Había pobreza y desolación entre la gente negra, hacinada en condiciones que
distaban mucho de ser las adecuadas. Sebastián dispuso enseguida la construcción de
nuevos silos y de un ala más de viviendas, so pretexto de prevenir las infecciones
derivadas del hacinamiento y la falta de higiene. Le pareció por un instante ver en los
ojos de Diego la misma luz de antes, cuando corrían desnudos a la luz de la luna, pero
no estaba seguro. El mestizo permanecía silencioso e indiferente a todo.
Acudieron luego a la capilla y las viviendas de los criados mestizos y mulatos que no
dormían en la casa. Las condiciones eran mejores allí, pero tampoco eran comparables a
las de la casona principal y mucho menos a las de la casa capitalina. Sebastián ordenó
varias importantes reformas, sin perder de vista los ojos de su administrador.
—Diego, ¿podríais enseñarnos vuestra vivienda? Así podré obsequiaros en esta
Navidad con alguna mejora.
Los rostros de los otros mestizos se volvieron hacia él, con algo en la mirada que lo
hizo dudar, como si supieran algo que él no sabía.
—Vivo en la casa solariega, vuestra merced. Eso fue lo que dispuso don Joaquín; sin
embargo si vuestro deseo es otro, me plegaré gustosamente a él.
Sebastián enrojeció como niño pillado en falta, pero asintió magnánimamente, como
quitando importancia al asunto.
—Ya veo —replicó—. De momento, no veo necesidad de alterar ese orden de las
cosas.
El capellán acudió en su auxilio sin darse cuenta, al comentarle que se celebrarían
varios bautizos en las próximas horas, y la atención fue desviada hacia ese tema.

15
El veinticuatro por la noche, Sebastián estaba agotado.
Había seguido fielmente las tradiciones navideñas, cumpliendo con los diezmos,
atendiendo reclamos, condonando castigos y disminuyendo azotes; había asistido a los
bautizos, escuchado interminables calendas5 en improvisados teatros en la capilla de la
hacienda, y departido con los demás hacendados durante prácticamente todo el día.
Incluso había probado un preparado gelatinoso de color morado6, ofrecido con orgullo
por la cocinera negra, y que tuvo que admitir era delicioso.
Se había atiborrado de dulces, panes y mazapán, preparados por las exquisitas manos
de las monjas del Convento de Santa Clara, y traídas de Lima especialmente por
encargo del administrador.

5
Las calendas eran representaciones religiosas, usualmente realizadas en los atrios de iglesias y en los
conventos durante la navidad en el virreinato.
6
Se refiere a la Mazamorra Morada, postre limeño tradicional, preparado con maíz morado.
Sin embargo, luego de la visita a las viviendas, Diego no se había dejado ver.
Cuando Sebastián llegaba a algún punto de la hacienda, le informaban que el
administrador acababa de irse al punto siguiente.
Si no hubiera sido por la convicción de Sebastián de que Diego había olvidado lo que
pasó en su infancia, habría dicho que lo estaba evitando.
El joven español, educado por jesuitas, era plenamente consciente de los privilegios
de su raza y aunque no era déspota, el pensamiento de que Diego dependía
exclusivamente de él, lo alegraba secretamente.
Aun en plena Misa de Gallo, pensaba en las amplias espaldas del mestizo y en la
fortaleza de sus brazos, y apartaba violentamente esos pensamientos cada vez que la
palabra sodomita irrumpía en su mente. Era una soberana tontería, lo sabía; y aunque
pensar no lo pondría en la misma situación comprometedora que hacerlo, le era
infinitamente incómodo.
—El polvo del verano se mueve en su órbita, guiado por la misma mano que dispersa
a las estrellas a lo largo del cielo; las gotas de rocío tienen su padre, y cubren el pétalo
de la rosa conforme Dios lo ordena; sí, las hojas secas del bosque, cuando son
desparramadas por la tormenta, tienen una posición asignada donde caen, y no pueden
modificarla. En lo grande y en lo pequeño, allí está Dios: Dios en todo, haciendo todas
las cosas de acuerdo al consejo de Su propia voluntad; y aunque el hombre busca ir
contra su Hacedor, no puede7.
Las inspiradas palabras del sermón calaron hondo en el ánimo de Sebastián. Si Dios
ordenaba «creced y multiplicaos», no era concebible la clase de deseo que su cuerpo
sentía, pues no contribuiría a dispersar la semilla del hombre dentro de la tierra. No
podía ir en contra de Dios.
—El que Dios se haya hecho hombre es la manifestación de un amor inconcebible.
La Navidad hace que recordemos ese sacrificio de amor, y nos unamos, ricos y pobres,
libres y esclavos, hombres, mujeres y niños, todos juntos para alabar al señor.
El joven recorrió la pequeña capilla con la mirada. El banco donde se sentaba, en
primera fila, había sido especialmente traído de la casona. Don Marcial se hallaba junto
a él, y detrás de ellos, los criados de mayor jerarquía. Los esclavos y los mulatos
estaban afuera, escuchando el sermón respetuosamente de pie, pues no había asiento
para ellos.
Al fondo de la capilla estaba Diego, silencioso y grave, junto a los demás mestizos
que componían la servidumbre de la casa.
Sebastián se preguntó cuánto de lo dicho por el capellán era cierto y cuánto duraría
más que esos minutos de sermón en los que todos creerían por un breve instante que
eran iguales. Quizá lo fueran a los ojos de Dios, pero en la Tierra eran dolorosamente
distintos.
Había convivido con las diferencias raciales, las aceptaba como un hecho, si no
natural, inevitable. Sin embargo sabía que dentro de él había otras diferencias más
marcadas. Diferencias que lo unían a Diego más que a José y otros de sus conocidos.
Y por una vez, deseó que esas diferencias no existieran.

7
Sermón tradicional católico por Navidad.
Porque… ¿Dios no castigaba la crueldad? ¿No bendecía el amor? Si había amor, ¿no
tendría salvación aquél que amara?
Amor. Jugó con la palabra unos momentos, saboreando la frontera de lo prohibido…
Hablar de deseo era malo, pero no era malo hablar de amor. El amor era sacrificio y
entrega, era querer estar por siempre con una persona, era querer hacerla feliz y cubrirla
de pequeñas atenciones. Eso era lo que le había dicho su madre… pero él no podía
asociar el amor con lo que había sentido por las mujeres que conoció en España y las
limeñas que había conocido en el Perú.
«El amor va más allá de las clases sociales», fue el atrevido pensamiento que se le
ocurrió. «Y también va más allá del género», fue su corolario inevitable. Sabía que los
antiguos griegos habían practicado la sodomía.
La palabra volvió a asaltarlo, con todas sus pecaminosas connotaciones.
Era un traidor, un pecador.
Y para colmo, no era correspondido.
La misa acabó entre bendiciones y nuevamente el público abrió paso, para dejarlo
salir. Algunos esclavos tocaron las mangas de su camisa, como queriendo llevarse un
recuerdo suyo, otros lo miraron con reverencia, algunos más, con resentimiento.
Y fueron esos últimos rostros los que recordaría cuando, insomne, intentara dormir.

16
La celebración continuaba en la hacienda, pero la parte oeste, donde se encontraba el
estanque, estaba desierta. Todas las almas se hallaban presenciando los fuegos
artificiales y degustando los platos y postres y el vino que se servían gratis para todos.
Al día siguiente no se trabajaría y Sebastián estaba seguro de que la hacienda daría un
penoso espectáculo por la mañana.
Llegó al estanque casi a las tres, caminando de prisa y acalorado por el paseo. Aún
no se acostumbraba a la idea de una navidad sin nieve, que las fogatas encendidas
hacían más cálida aún.
Hacía calor…
Se quitó la chaqueta y la arrojó como con descuido sobre la hierba, para luego
recogerla y doblarla cuidadosamente. Aspiró el aire del campo, puro como sólo en esa
parte del mundo podía ser.
El calor aumentaba y Sebastián añoró un chapuzón como antaño. No lo pensó
demasiado, no había nadie y la luna iluminaba débilmente el estanque.
Se desnudó y luego de ocultar su ropa, se metió al agua.
Desnudo, nadó en silencio, sintiéndose libre por fin. La caricia del agua a la luz de la
luna era algo maravilloso, familiar a la memoria y sin embargo nueva. De vuelta a su
infancia, nadó hacia las piedras en el borde del estanque, donde el agua era más honda y
se detuvo para recuperar el resuello. Iba a nadar de nuevo cuando le pareció oír algo y
se quedó estático. Desde donde se hallaba no era visible, y con un poco de cuidado
podía ver quién se acercaba a la laguna.
Atisbó con cautela.
Era Diego.
Diego, que ignorante de su presencia había tenido acaso la misma idea.
El mestizo se desnudó sin dudar y dejó sus ropas en la orilla. Su cuerpo refulgía
como oro líquido bañado por la luz de la luna. Su pene pendía laxo de entre una mata de
cabello negrísimo y a Sebastián se le antojó bello.
Ruborizado, quiso apartar de su cabeza los pensamientos pecaminosos, pero no podía
dejar de mirarlo.
Diego se lanzó al estanque en un perfecto clavado.
Sebastián, inmóvil, no se atrevía a respirar. Desde su escondite podía ver al otro
nadar en círculos hasta que desapareció bajo el estanque y el español luego de un rato,
hasta temió que se hubiera ahogado.
De pronto, Diego apareció junto a él, con una mirada extraña.
—Vuestra merced.
—Diego.
—Pensé que estaríais descansando. Me excuso…
—¿Quieres dejarte de esas cosas? —reclamó Sebastián—. Nosotros solíamos
bañarnos aquí, ¿lo has olvidado?
Una mirada indefinible se posó en los ojos de Diego.
—No… pensé que vos lo habríais olvidado.
Y arrancó nadando tan rápido que no oyó la respuesta de Sebastián.
—Nunca.
El español dudó un momento y luego empezó a nadar, persiguiendo a Diego como
antaño, buscando alcanzarlo en vano, pues el mestizo seguía siendo más rápido que una
anguila e igual de audaz. Nadar era divertido y el estanque le parecía más pequeño,
aunque la verdad era que había crecido.
Sebastián olvidó por momentos su posición en la casa y comenzó a reír como si
volviera a tener diez años, con una carcajada fresca y espontánea y riendo, nadó hasta el
peñasco.
—Me rindo —dijo simplemente y se apoyó en la roca, buscando recuperar el aire.
Casi al instante, Diego apareció junto a él.
—Todavía no sabes nadar —dijo el mestizo con un tono indulgente y los ojos
brillantes, volviendo al tuteo como la cosa más natural del mundo—. ¿Qué, en España
no tenéis lagunas?
—Las tenemos —replicó Sebastián—. Pero no tenía con quien nadar… Y no pueden
compararse con ésta.
Ambos recorrieron con la mirada la ribera de la pequeña laguna donde la alta hierba
la hacía casi invisible. No era un paisaje de ensueño, pero era suya. La laguna era de
ambos.
—Extrañé este lugar —confesó Sebastián al cabo de un rato y con esa confesión la
última barrera que lo separaba de Diego esa noche, cayó.
La sonrisa del mestizo brilló a la luz de la luna, sus ojos azules refulgieron como
gemas y Sebastián se encontró mirándolo fascinado. La luna hacía travesuras de luz en
sus hombros desnudos, su piel tenía un brillo que contrastaba con la palidez del español.
—Sabía que volverías —dijo Diego en voz baja.
Sebastián se sorprendió.
—¿Cómo pudiste saberlo?
—Los Apus —respondió Diego, mostrándole la cicatriz en la palma de su mano—.
Me lo dijeron los Apus.
Sebastián negó con la cabeza, escandalizado ante la blasfema declaración. Los Apus
son el espíritu de la tierra, la Pachamama, personificados en forma de cerros, quienes
cuidan y protegen a sus hijos. Sabía eso por las leyendas de su infancia, pero su estricta
educación católica le había enseñado que se trataba de una blasfemia.
—No puedes decir eso… no existen. Es blasfemo.
—¿Quién lo dice?
—Dios.
—¿Quieres que crea en tu dios? —replicó Diego—. Tu dios… —dijo
amargamente—. El sermón de hoy habló de la igualdad, de que todos somos iguales a
sus ojos. Pero tu dios no es el mismo para los indios y esclavos. Tu dios permite que nos
quitéis nuestra tierra, que nos sometáis, que nos hagáis renegar de las tradiciones de
nuestros ancestros. Y dices que es el dios del amor… Si lo fuera, no permitiría esto.
Sebastián sintió que volvía a abrirse entre ellos un abismo aún más profundo y quiso
decir que no, que eso no era cierto, pero se quedó sin palabras porque Diego tenía razón.
Quiso decirle que debía aceptarlo que eso era así, que el vencedor siempre oprime al
vencido, que es la ley de la vida, pero no pudo porque él no lo sentía así.
—No podemos cambiar el mundo —dijo muy bajo—. El mundo siempre ha sido
así… no lo podemos cambiar.
Diego no dijo nada, pero nadó hacia el otro lado del estanque, se sentó desnudo en la
orilla y esperó, silencioso.
Sebastián no tardó en unírsele y ambos se recostaron, desnudos sobre la hierba. El
español reconoció el lugar donde hacía años habían estado, poco antes de que el padre
Eusebio los encontrase.
—No podemos cambiar el mundo —repitió, como convenciéndose a sí mismo.
—El mundo no es sólo esto. También hay otros lugares —repuso Diego con
amargura.
—¿Qué dices? ¿Qué lugares?
—El oriente —dijo Diego—. Siguiendo el curso del Amazonas. Es el camino
señalado por los Apus.
Entonces Sebastián volvió a pensar en las palabras dichas antaño por el niño:
Yo no me casaré. Cuando sea grande, me iré al oriente y me quedaré allí.
—No puedes irte —murmuró, con un hilo de voz.
—¿Por qué? Mi situación en esta hacienda es incierta. No tengo nada ni nadie a
quien pueda importarle. Debo seguir mi camino y no mirar atrás.
—Diego. —La voz de Sebastián tembló. Antes de empezar esa conversación había
creído que todo marcharía como antes y que mientras estuviera en la hacienda, podían
ser amigos de nuevo. Ahora veía lo equivocado que estaba, era como haber recuperado
a Diego y haberlo vuelto a perder en cuestión de minutos—. Puedes quedarte en la
hacienda. No es mi intención hacer cambio alguno en la administración, confío en ti.
—La hacienda ha sido mi vida por diez años, pero ya no más. Escuché la voz de los
Apus, deseo ser libre. Deseo alejarme de todo.
—¿Ser libre? Serías un vagabundo, un proscrito. ¿Qué clase de libertad sería esa?
—Sería libre para hacer lo que mi corazón me pida. No como tú, Sebastián,
prisionero en tu jaula dorada, sin poder ser quien eres a causa del estigma que ese dios
que adoráis os puso. Sin poder tocar al ser amado puesto que te llena de temor ser
llamado sodomita. Sin atreverte a expresar con los labios lo que tus ojos gritan.
Sebastián enrojeció, sintiéndose vulnerable en su desnudez pálida, disminuida ante la
belleza dorada de la piel del mestizo.
—La sodomía es un pecado —repitió como si recitara el catecismo de su infancia.
—Es un pecado para vuestro dios —replicó Diego—, o quizá para quienes creen
saber interpretar a vuestro dios. Los Apus son infinitamente más sabios que vuestros
sacerdotes, ellos saben que el amor puede existir de muchas formas y que puede
manifestarse entre las criaturas sin importar su género. Y saben que ni los azotes ni las
penitencias pueden borrar lo que uno es.
—Lo recuerdas…
—Claro que lo recuerdo. Recuerdo todo… —dijo Diego con la voz ronca—.
Recuerdo que te toqué y me tocaste y he vivido esperando terminar lo que el padre
Eusebio nos impidió esa noche.
—No, Diego —exclamó Sebastián, echándose instintivamente hacia atrás, pero no se
puso de pie. Se quedó mirando la gloriosa desnudez de Diego, arrodillado frente a él.
—Me iré al alba —dijo el mestizo—. Prometí a los Apus que me iría si te encontraba
cambiado y así ha sido. Yo me iré, pero antes quiero mostrarte el amor que vuestro dios
no comprende.
—Diego… —La protesta de Sebastián se transformó en gemido cuando la mano del
mestizo se apoderó de su sexo.
—Te gusta, tu cuerpo me dice que te gusta —susurró Diego, iniciando un lento
masaje que generó nuevos ahogados gemidos.
—Pecado —murmuró Sebastián—, es un pecado… Dios nos castigará, la ley lo
prohíbe…
—No puede ser un pecado algo tan bello —dijo Diego—. Eres infinitamente
hermoso, Sebastián, déjame mostrarte cuánto te quiero.
El español jadeó, recostado en la hierba y Diego lo cubrió con su cuerpo. Cerró los
ojos, temeroso de ver la ira de dios caer sobre ellos y unos suaves labios se posaron
sobre su boca.
—No cierres los ojos, quiero verte y que me veas. Es la última vez que te tendré
entre mis brazos —dijo Diego—. He soñado contigo durante diez años, déjame
transformar mi sueño en realidad. Tócame…
—No… —negó débilmente el español, sobrepasado por lo que había comenzado a
sentir. Su estricta educación religiosa actuaba como una barrera que él, a pesar de
desearlo, no se atrevía a romper.
—Tócame, vamos… no seas mojigato. Lo deseas igual que yo… toma lo que te
pertenece desde esa noche en que nos separaron. Tómalo…
Sebastián no pudo luchar más con su deseo. Sus febriles manos abrazaron a Diego y
fueron guiadas por manos ansiosas hacia la entrepierna del mestizo, cuya dureza lo hizo
gemir.
—Sigues teniéndolo más grueso —murmuró Sebastián avergonzado, masajeando su
recién descubierto tesoro—. Es… tan hermoso… eres tan hermoso…
Un dulce beso interrumpió sus palabras. Un beso muy distinto a todos los que había
recibido. Un beso de amor… el primero.
Sin poder cerrar ya los ojos, llenos de la presencia de Diego, lo tocó, palpando los
firmes músculos que el trabajo en la hacienda había formado. Se acariciaron
mutuamente, reconociéndose, sintiendo por primera vez un cuerpo masculino y desnudo
entre sus brazos.
La erección de Diego rozaba la suya, palpitando de deseo insatisfecho. Las manos
del mestizo le abrieron las piernas y Sebastián se sobresaltó.
Sodomía…
Pecado…
Abominación…
—No… no, por favor —El temor volvió a asaltarlo, pero Diego mantuvo firme su
abrazo.
—Sebastián, no me niegues este recuerdo… te amo.
El español negó con la cabeza, sin poder creer las palabras que acababa de oír.
Amor… Diego hablaba de amor y él había estado pensando en el amor durante la misa
¿Qué era el amor? Entrega y sacrificio… y estaba a punto de entregarse a Diego cual
mártir en el altar de la inmolación.
Pero no quería evitarlo. No podía… lo deseaba tanto como Diego a él.
Su miedo y sus dudas no se habían disipado, pero las palabras de Diego lo hicieron
desear con toda su alma consumar el acto así fuera pecado. Lo besó, tomando la
iniciativa del beso y sorprendió a Diego con su actitud. Las manos ahora seguras de
Sebastián, acariciaron al mestizo. Sus piernas se abrieron anhelantes y se estremeció
cuando un dedo humedecido con saliva tentó su abertura.
—Relájate —susurró Diego—. No te muevas y déjame a mí. —Un dedo se agregó al
primero y el joven inició un lento movimiento de tijeras.
Sebastián apretó los dientes, pero el dolor inicial cedió para dar paso a una placentera
sensación que fue en crescendo hasta que el español gimió de nuevo.
—Sigue… sigue con eso, Diego.
El joven obedeció, gimiendo por el placer que le provocaba a su amigo, pero el
momento imponía una unión más concreta y los dedos de Diego fueron reemplazados
por su caliente erección.
Sebastián se obligó a relajarse, sabiendo que el acto sería consumado. Pero sería la
última vez… Sí… Diego se iría pero a él le quedaría el recuerdo. No podía ser malo
algo tan bello y con gemidos quedos animó a su compañero a penetrarlo.
Sodomía.
Pecado.
Abominación.
¿Qué importaba?
Importaba el aquí y el ahora y la sensación de pertenencia que lo embargaba. Diego
le pertenecía a los Apus, a la costa, a la cordillera y a la selva de oriente, pero también le
pertenecía a él, era su cuerpo el altar del supremo sacrificio. Le pertenecía… ¿Cómo
algo tan sublime podía ser pecado?
Gimieron al unísono, perdidos en aquel mundo privado que sólo los amantes están
llamados a habitar. Sus voces se entremezclaron, sus cuerpos se hicieron uno, sus almas
se unieron durante ese efímero momento que dura el placer del orgasmo.
Lo amaba. Entendió eso mientras gritaba su nombre entre sus brazos. Había amado a
Diego durante todos esos años, ocultándoselo a sí mismo y a todos.
Lo amaba.
¿Cómo podía dejarlo ahora que lo había descubierto?
Los ojos de Sebastián se llenaron de lágrimas, y se mezclaron con las de Diego que
también lloraba. Despacio, lentamente, salió de su cuerpo y se quedaron abrazados en
medio del pasto con el rumor del agua susurrándoles al oído las palabras de amor que
Sebastián no se atrevía a decir.
El amanecer los sorprendió abrazados y Sebastián se levantó lentamente, en busca de
sus ropas. Ninguno de los dos habló mientras se vestía, la campana de la capilla
comenzó a llamar a la primera oración de la mañana.
—Feliz Navidad —dijo Sebastián, la cicatriz en su palma comenzó a arder y Diego
posó su mano sobre ella. Las viejas heridas se volvieron a unir.
—Adiós —musitó Diego, la orgullosa mirada baja, el alma sangrándole—.
Amanece…
—¿Te volveré a ver? —preguntó Sebastián con el alma pendiendo de un hilo.
—Los Apus lo dirán.
Y Diego se perdió en la mañana navideña de la hacienda que comenzaba a despertar.

17
—Don Sebastián, ¿habéis decidido… ? —la vocecilla de don Marcial interrumpió el
trabajo en que el español se había sumergido luego de Navidad. Era la mañana del
veintiséis de diciembre, las fiestas habían terminado, la hacienda volvía a su ritmo
habitual.
Pero faltaba algo…
Ya no estaba Diego recorriendo la finca en su caballo, distribuyendo tareas,
asignando responsabilidades, vigilando… esperando.
Porque Diego había esperado. Y aquél al que esperaba había llegado realmente esa
noche junto al estanque, cuando perdió todas sus inhibiciones para unirse a él. Pero el
alba les trajo a ambos la certeza de que mientras vivieran en un mundo como el suyo,
sus caminos estarían separados.
El mestizo había partido, llevándose tan sólo el recuerdo de los besos de Sebastián y
el desengaño. En sus sueños más locos había creído que el español partiría con él, pero,
¡qué equivocado estaba! Sebastián amaba su casta, amaba su vida y sus posesiones. No
lo dejaría todo por defender un amor que creía maldito.
Diego se había ido sin despedirse de nadie más que de Sebastián.
—No me siento bien, don Marcial —dijo el español—. Esperaremos unos días
más… no deseo tomar otro administrador aún.
—Vuestra merced, hay asuntos que no pueden esperar. La cosecha…
—Esperarán —cortó Sebastián—. Es preciso… él volverá.
Pero cinco días más pasaron y Diego no volvió.
Sebastián esperó y esperó, pero al cabo de una semana se vio forzado a tomar un
nuevo administrador y a volver a Lima, donde asuntos urgentes lo reclamaban.
La melancolía se había apoderado de él y su amigo José no dejó de notarlo.
Una tarde en que ambos caminaban por la Alameda de los Descalzos en busca de la
prometida de José, éste no pudo evitar tocarle el tema.
—Querido amigo, vuestros ojos han perdido su brillo, tenéis ojeras y sé por las
criadas que no podéis dormir. Los síntomas están allí, estáis enamorado.
—No… no... —protestó Sebastián—. Es el cansancio del viaje…
—Habéis llegado hace tres días. ¿De qué cansancio habláis? Os conviene sinceraros,
un hombre de mundo como yo sabrá aconsejaros bien.
—No es consejo lo que preciso, José. Preciso olvido.
Y el capitán no pudo sacarle una palabra más.

18
Un año pasó como un suspiro mientras Sebastián expiaba su culpa. Se había apartado de
la vida social, entregándose al grupo de los Nazarenos, dedicados a practicar la caridad
en las zonas pobres de Lima.
José lo había instado a dejarse de tonterías, pero al cabo de un tiempo de inútiles
discusiones, renunció a convencerlo. Luego, su boda lo alejó más de su amigo.
Y tal como había hecho hacía un año, Sebastián partió para «Las Palmas» a pasar la
Navidad, interrogando con la mente a los Apus, rogando por que Diego estuviera allí.
Efectuó las visitas a criados, esclavos, repartió indulgencias y otorgó la libertad a
muchos, siempre con la mirada fija en el polvoriento camino esperando ver la figura de
Diego a caballo.
Pero eso no sucedió y el joven pasó la noche de Navidad sentado junto al estanque
que había perdido ya su frescura, pues nadie se ocupaba de él. Las aguas cristalinas
estaban ahora verdosas e infectadas de mosquitos, pero a Sebastián no le importó.
Aguardó hasta el alba, recordando los besos y caricias prohibidos, rezando para que
su año de penitencia hubiera expiado su culpa, y muy en el fondo, para que Diego
volviera a él.
Pero la mañana no le trajo a su amante.
Sebastián se puso de pie para volver a la hacienda y faltando poco para llegar a la
casa, se desmayó, víctima de la fiebre.

19
Fueron días de angustia. Perdido en el delirio de la fiebre, llamaba a Diego.
Los criados tuvieron que atarlo a la cama para que no corriera por la hacienda
buscándolo. El escándalo se desató y las viejas criadas murmuraban, santiguándose.
Los médicos meneaban la cabeza y le administraban pócimas que no tenían el menor
efecto. Había sido picado por un mosquito del paludismo y su mal no tenía cura
conocida.
En medio del delirio de su fiebre, Sebastián lloraba.
Lloraba por todo lo perdido, por su cobardía, por su necedad.
«Navidad es amor», era el cántico que resonaba en sus oídos. «No os alejéis de la
senda del amor, es lo que ha pedido Nuestro Salvador.»
Y cruel destino, él se había alejado, negándose la felicidad.
Su fiebre lo hizo más lúcido, logró que sus emociones afloraran dejando de lado sus
prejuicios y pudo al fin entender que Diego tenía razón…
Los dioses no podían estar equivocados.
—Perdóname, Diego —susurró con la boca reseca de fiebre y la criada que lo atendía
se acercó a ponerle un paño. Entonces, la puerta se abrió de par en par y la muchacha
huyó como si hubiera visto una aparición.
—Estoy muriendo —jadeó Sebastián, presa de la fiebre—. Quiera Dios que te vea
antes de morir —rogó, con los ojos desenfocados.
—¡Sebastián!
Los ojos del enfermo se abrieron, sus sentidos no daban crédito a lo que veía. Frente
a él se hallaba Diego, con la ropa sucia y cubierta por el polvo del camino. Diego…
—Mi amor —murmuró febrilmente—. Mi amor, mi bien… —sollozó en medio de
temblores—. Llévame… llévame contigo.
Los labios de Diego se posaron sobre sus labios resecos, sus manos apartaron el
cabello sudoroso de su frente y lo recostó en la cama.
El mestizo actuó con rapidez, llamó a los criados y pidió agua caliente, disolvió en
ella un extraño polvo gris y se lo dio a beber al enfermo.
—Cerrad las ventanas y traed mantas —ordenó—. ¡Daos prisa!
Toda la casa se puso en movimiento con la llegada de Diego, sus órdenes fueron
cumplidas sin dudar y Sebastián fue liberado de sus ataduras y arropado. La habitación
ardía y el enfermo comenzó a transpirar, inconsciente aún.
Al cabo de varias horas de angustiosa espera, en las que Diego vigiló su sueño,
entrelazando sus manos, Sebastián comenzó a abrir los ojos lentamente.
—¡Diego!
La fiebre se había ido milagrosamente, gracias al polvo del árbol de la quina. Las
criadas se santiguaron a escondidas y murmuraron, mirándolos a los dos.
Pero ellos no tenían ojos para nadie más.
Se miraron intensamente. El rostro de Sebastián estaba marchito y demacrado, pero
era a los ojos de Diego lo más hermoso del mundo.
—¿Cómo llegaste?
—Los Apus me enviaron —dijo sencillamente Diego y esta vez, Sebastián no lo
regañó por su blasfemia—. En realidad nunca me fui muy lejos —continuó—. Llegado
el momento, me faltó el valor… Me quedé en la zona, viajando entre Lima e Ica,
trabajando como jornalero en las haciendas. Quise venir para Navidad, pero no pude
llegar a tiempo…
—Llegaste a tiempo —sonrió Sebastián—. Me salvaste la vida. No pudiste llegar
más a tiempo.
Se besaron larga y dulcemente, un beso tanto tiempo esperado.
—Te amo — confesó el español—. Te he amado siempre… pero tenía demasiado
miedo.
—Reconocerlo es difícil… Aceptarlo lo es más…
—Lo he aceptado —dijo Sebastián—. Los Apus y mi dios no están equivocados…
El amor no puede estar equivocado.
—Lo has entendido al fin —sonrió Diego—. Hay cosas con las que no se puede
luchar.
—¿Qué haremos? —preguntó Sebastián—. Somos dos sodomitas —dijo,
entendiendo a cabalidad cada letra de la palabra.
—La ley nos hace proscritos —repuso Diego.
—Entonces seremos fugitivos —declaró resuelto Sebastián.
—¿Qué hay tu herencia, tu fortuna?
—No son nada si me apartan de ti —dijo el joven español—. No son nada… Hasta
hoy no lo había entendido… Mi dios, tus dioses… en realidad no son distintos. Pero los
dioses no necesitan intermediarios si pueden hablar en nuestros corazones. Nuestros
dioses están en la ternura del pasado, el valor del presente y la esperanza del futuro.
Creo que es el verdadero significado de ese sermón de navidad.
—¿No va a pesarte?
—Lo único que me pesa haber perdido un año —susurró Sebastián.

20

El sofocante calor de la selva hacía que la carrera de Sebastián fuera más dificultosa. Su
tronco desnudo lucía un bronceado propio de esas regiones tropicales. Llevaba tan sólo
unos pantaloncillos holgados y calzaba botas de piel. Su rostro no tenía nada de la
palidez cadavérica y ojerosa con la que se había despedido de Lima, dos años atrás.
Era feliz.
Podía decirlo a gritos entre los árboles de esos lejanos parajes donde el cielo era
todos los días una explosión de colores al ocultarse el sol.
Podía gritar su amor a la cascada a la que se dirigía, persiguiendo a Diego, porque
vivían libres, lejos de reglas y prejuicios, de religiones y leyes.
Había dejado su hacienda, su casa y todas sus posesiones materiales a sus criados, a
pesar de las protestas de todos sus conocidos, pues lo que hacía era inaudito. De nada
valieron reclamos, había heredado en buena ley y bajo ésta podía disponer de su
herencia con total libertad.
No hizo lo que solía hacerse: entregar sus bienes a un convento y que fueran los
sacerdotes quienes lo distribuyeran.
No, no quería intermediarios.
Él mismo se había ocupado de repartir hasta la última moneda de su herencia y
cuando no le quedó nada más que la ropa que llevaba puesta, partió con Diego a lomo
de caballo, en busca de su destino.
Fue perseguido por un tiempo y se dictó contra él la orden de destierro, pero no tenía
intenciones de volver a Lima y luego de haber desaparecido en el Amazonas, se lo había
dado por muerto.
—Apúrate, comenzará a llover —le gritó Diego desde la piscina natural formada en
las cataratas.
Sebastián rió y se quitó la ropa sin interrumpir su carrera. Llegó desnudo a la piscina,
donde ya lo esperaba Diego y se arrojó de un salto. A lo lejos un trueno resonó.
Desnudos en medio del agua recibieron la caricia de la lluvia. El agua estaba tibia,
producto de la evaporación, y ellos se besaron de pie en medio de las aguas.
—¿Te arrepientes? —preguntó Diego, como hacía todos los años en Navidad.
—Jamás —respondió Sebastián—. Los dioses no pueden estar equivocados.
Y con un nuevo beso, renovaron sus votos de amor como cada año, el veinticuatro de
diciembre.

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