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Remanencia

Lo irreal intacto en lo real devastado.


René Char

VERANO

Después de largas vigilias han bajado de los montes. Quieren sumergirse en el


agua, que la luz los roce tan pronto despunte la claridad. Quieren apaciguar la
sed devorando moras y arándanos, frutillas del bosque que han brotado en la
duración de la lluvia. Ignoran que se alejan cada vez más. Que la renuncia al
deseo es su destino inaplazable. Llegarán pronto al olvido.

II

Tornan al temperamento del verano. Encuentran agilidad en los cuerpos y


beben la fertilidad del río. Hay un color en el que condescienden con el placer y
adoptan la claridad. Son semejantes al pájaro que el sol hincha y prepara para
la sumisión en el gozo del canto. Están paseando bajo la prueba del
encantamiento.

III

Bordean el lago. Advierten que es el verano de los nacimientos. Una música de


pájaros los conduce al interior de los frutos. Están presos en la locura de los
hongos. Ni siquiera el aroma del rosal ocultará el detritus para el que están
destinados. No saben que cosechan la traición.
 

IV

¿Cómo pueden mirarse con indiferencia un par de animales sosegados?


¿Cómo pueden suponerse colmados dos cuerpos a los que se les impone la
transparencia de unos labios expertos en vértigos y desapariciones? Han
morado lo suficiente en el deseo como para olvidarse. Pueden escapar a la
opacidad de una noche, y luego sobreponerse a la fugacidad. Pueden dejarlo
todo, sumidos en el residuo de un cause blanco entre las manos. Que la
humedad preserve esta serenidad de los cuerpos y que no se extinga la luz en
la posterioridad de la eyaculación.

Todo deseo se ha extinguido. Cada cuerpo reclama para sí la exhumación.


Antes podían atravesar a ciegas un cuerpo desconocido, beber las formas del
labio, deleitarse en el misterio de los contornos. Ya no responde igual la piel a
las manifestaciones de la luna en la penumbra. Animales cerrados a un verano
lleno de trasparencias y frutos a punto de caer. Animales cautivos en el peso
del plomo y la angustia de saberse plenos. ¿Cómo insisten en avanzar a la luz
que es ahora una presencia frugal?

VI

Para regresar al bosque les han dado un par de piedras, un sendero de hierbas
maltratadas, un río exacto en rumores y las vibraciones de la luz. Irán sordos
ante los designios de los pájaros y avanzarán silenciosos en la pureza del color
y se entregarán a las dádivas del verano. Después, acogerán la marca de un
ardor en las dos manos con que se aferran. Y por el temor con que fueron
rodeados, no les resultará distante este estigma ante el abandono.

VII
Han sido tragados otra vez por la oscuridad. Y son pacíficos ante las fieras
nocturnas. Ya se reconocen en el nombre impuro de las traiciones. Los aromas
en los que consultan la nostalgia es materia aborrecible. Se dejarán seducir por
las palpitaciones del bosque como lobos que cohabitan la irritación. Indiferentes
al oxido y al olvido, de la verdad solo conservan la lágrima.

VIII

Lo que tenían por decirse está clausurado por ciertas heridas. No eran
acusaciones bajo la intemperie. No eran inscripciones bajo tantos sueños
muertos o entre sombras que presagian las trasparencias. No era la invasión
de la memoria como un grito que atraviesa el umbral y escarba la señal de la
locura sobre el rostro. Eran caudales internos. Era algo semejante al desgarro
de la luz en el fondo de las entrañas.

IX

Nombrar este abrazo es cargarlo de aromas innecesarios. Pueden justificar el


transcurrir de las horas y recoger el calor en sus vientres y alentar un sabor
dulce en los dedos. Son ya animales ínfimos en la mansedumbre y han visto
desaparecer un ciervo herido en el interior del bosque. Las palabras han
penetrado como sombras extraviadas. El temor acrecienta esta docilidad.
Ahora el fulgor de dos cuerpos reposa como estampas vagas en la noche.

Desnudos. Tienen los ojos blancos y es casi como abrazar la lengua de un


muerto. Vienen manos cubiertas por el terror y se adentran por túneles
irreparables bajo la herrumbre. Temen. Es una soledad sucia en la que
tiemblan los residuos de la memoria. No hay palabras ante la destrucción. Esta
desolación inefable endurece las bocas.

Homenaje a Egon Sc
Poemas de David Marín

El gusano

Arthur Rimbaud, recostado en materias deleznables, persigue el ritmo


de la respiración. El aire de esta noche es su perpetua búsqueda.
Sumergido en la oscuridad, su único deseo es salir corriendo. Ahí está,
como la piedra y el metal, el cuerpo tocado por la fiebre. Ahí está el
grito sórdido de cada célula. La piel erizada. Pobre muchacho, toma
aire para arrebatarle la calma a las estrellas. Aspiras, entonces, el
vacío y el silencio. Mueves un ojo y luego otro para beber la imagen.
Percibes un leve mascullo del cerebro en la inmensidad de la tierra. A
tu mente llega la visión: un campo de rostros apretados, las manos
ocultan la boca. Un gusano húmedo y baboso se arrastra por tu pierna
derecha. Detrás de él hay una estela azul. Ahora se dirige al ombligo.
Penetra la carne lentamente como una verdad tibia. Sientes el ahogo.
Invadido por la sensación recuerdas el orgasmo. Los pulmones
vuelven a inspirar. El ojo vuelve a abrirse. La piel vuelve a erizarse.
Gimes. Miles de gusanos abandonan ese pedazo de cuero que se
desinfla y reposa en un montón de huesos.

***

La espera

Despierto en ese lugar del silencio. Me oculto en los pliegues del


espanto y el deseo de callar. Ojos que pasan y repasan el brillo de un
sol negro. Puerta de la noche que se abre al jardín del mutismo. A un
lado, un murmullo de hiedra. Al otro una melodía cercana al llanto.
Negras y más negras las miradas del ojo que todo lo ve. Mis manos en
la piel de las palabras. Humedad, bruma, vapor de locura. Celebración
del éxtasis en la punta de los dedos. También de la imagen que inhalo
desde la oscuridad. Y de aquella que asciende y se difumina. Me
pregunto si habrá algo más después del espejo nocturno. Sé que no
hay temblor entre los labios. Es esto una fiesta de la quietud. Alguien
debería inmolar el gemido de un veneno que se fermenta en la cabeza.
Otro, que ha escuchado, debería cortarse las orejas y arrojarlas hacia
atrás en su camino. Un soplo de calma recubre el escollo y el ensueño
de la expectativa. Ahí enfrente alguien se espera a sí mismo. Ahora es
el instante para comprender que no hay senda ni recorrido. Que la
permanencia es un temblor prístino alrededor del fuego nocturno. Que
toda espera es abolir la certidumbre.

***

La caricia

La muchacha es de costumbres árabes. Sus piernas desnudas traen el


brillo del desierto. El cuerpo es una manifestación de seducción que
intenta traspasarme. Puedo notar la elongación de sus ojos. Y más allá
esa mirada diciéndome: “Tu pasado es fulgor de sensaciones. Eres
línea celestial disipada en espanto. En tu piel, más que claridad,
encuentro ímpetu, anhelos de salir corriendo por los campos. Eres la
eternidad del poema, porque lejos del reconocimiento y la aceptación,
tú eres el propio poema. Nadie volverá a leer esos versos de la
infancia. Esos balbuceos de la adolescencia. Ya ni tú mismo los
recuerdas. Has olvidado las blasfemias, los escándalos del amor y el
desamor. La escritura que diste es una selección de hermetismo e
ingenuidad. Y de alguna manera se aferra a tu biografía para escapar
de la desilusión. Tu palabra no tiene la fuerza de esas ventiscas que te
ensimismaban en los bosques franceses. Porque tus revelaciones
provenían de esa relación casi mística con la naturaleza. Tus dioses
del parnaso te han desterrado de la geografía poética. Te creías ángel
rodeado de palomas blancas, cuando eres rebeldía cultivada en los
predios del egoísmo y la vanidad. ¿Qué misterio piensas desentrañar,
cuando la gangrena te masque y te escupa para devolverte a la nada
como una insoportable putrefacción? ¿Qué gemido prorrumpirás
cuando huelas a plenitud de bacterias y la sangre te abandone por los
orificios que fabriquen los gusanos? ¿Qué ay proferirás cuando la
mosca sea el único animal que se te arrime?”. Entonces la tomo por
las manos que huelen a jazmín. Una música de panderetas invade mis
oídos. Le pido que baile. Escucho los sonidos que producen sus
nalgas. Le doy una palmada en ellas y de su boca surge una sonrisa.
La muchacha pasa una mano por mi mejilla. Y en esa caricia sus
preguntas se han ido de mi mente.

***
El rostro

Tu pierna sangra. Tu tiempo va a ningún lado. Porque el tiempo se


desperdiga en el goteo. Hay moho en rincones de tu cuerpo. Moverte
sería provocar el cauce de líquidos viscosos que te invaden. Estás
acostado y a tu lado una ventana deja ver la dimensión del día. Tu
rostro es una dolencia que se alimenta de nostalgias. No persigues la
salvación porque no hay nada para preservar. Estar en algún lugar de
la incertidumbre es estar en los dominios de la muerte, piensas. Miras
a cada momento por el ventanal. Hay movimiento en las nubes. Se
forma una cadena de ellas y tú descubres allí el signo de la brevedad.
Porque el rostro que creías ver se ha convertido en el vuelo de un
cuervo. El ave traza el canto y en el puedes escuchar la desesperanza.
Prefieres, entonces, cerrar los ojos. Sientes que te surcan intensos
dolores. Pero te acoges al reino del silencio y caminas territorios
donde la placidez deja de ser una simple sensación. Sabes que no hay
cuerpo capaz de soportar el ardor de esta etapa incandescente de la
vida. Y mientras terminas de concebir ese pensamiento, te dejas llevar
por un soplo que entra y con el cual te sientes curado. Intentas
levantarte. Tus huesos traquean como una banca destartalada. El
movimiento es un grito que se disipa en gemidos. Es un lamento que
recorre la desolación y te lanza, de nuevo, a esa habitación olorosa.
Eres ningún sentimiento. Lo sabes porque al entrar en predios de la
muerte entras a ningún pensamiento.

Fuente:

Hincapié Marín, David. Abro la noche. Fundación Arte y Ciencia,


Medellín, 2011.

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