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Y finalmente ocurrió algo inesperado. A las pocas horas de rendir un parcial, mis
compañeros y yo recibimos un mail de la profesora indicando que los exámenes habían sido
robados, junto con su cartera. La profesora (cuya figura se incluiría en lo que anteriormente
denominé docente consumada) indicó que había decidido, al notificarnos de la pérdida, que
el parcial iba a ser efectuado nuevamente en la clase siguiente.
A raíz de la lista de contactos generada por la docente, los estudiantes pudimos tener
un lugar en el cual co-instituir sentido intersubjetivamente sobre aquella experiencia
colectiva por la cual atravesaban nuestros cuerpos propios o, si se quiere, sobre aquella
experiencia que nos atravesaba verticalmente a todos. ¿Fue por la ausencia de co-presencia
de nuestros cuerpos que la comunicación fracasaría o lo que fallaría sería la posibilidad de
generar un sentido-otro, quedándonos con el sentido en común que ya teníamos
incorporado por medio del habitus.
En aquella lista, una alumna consultó por la opinión de sus pares sobre la decisión
tomada por la profesora, aunque sin realizar un juicio propio sobre lo sucedido. La primera
respuesta, de un compañero, apuntó a deslegitimar el pedido, reduciendo la solicitud a
meras “opiniones personales”. La segunda y última respuesta, en cambio, señaló lo injusta,
arbitraria y vertical que había sido la decisión de la profesora, y además, informó que el
reglamento no contemplaba nada al respecto y que al mandar un mail a la dirección de la
carrera para consultar sobre esta situación de “anormalidad” nadie respondió.
El saldo de este primer capitulo fue una clausura de la significación. Como
individuos socializados que somos, fragmentos de una sociedad heterónoma, se hizo
imposible cuestionar la validez de las instituciones y significaciones sociales (en este caso,
el examen y la relación docente-alumno). Nosotros mismos, nos vimos encarnando lo
esencial de dichas significaciones. Y así el diálogo horizontal entre compañeros de la
práctica-cursante se cerró-enmudeció.
Acercándose la nueva fecha de evaluación, un nuevo mail de la docente informaba
que los parciales habían sido recuperados. Asimismo, agradeció a los estudiantes que se
habían solidarizado con ella por el robo. Pero la solidaridad se desplegaba únicamente de
forma vertical. Al momento de plantearse “ser solidarios” horizontalmente entre
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compañeros para enfrentar la decisión unilateral de la profesora y proponer colectivamente
otras soluciones ante la irregularidad de la situación, nadie participó.
Finalmente, llegó el día en que nuestros cuerpos debían hacerse presentes frente al
de la docente. La profesora relató que previamente a que informara sobre la recuperación
de los parciales, una alumna le había enviado un mail sugiriéndole que consensuara con los
estudiantes la fecha de un nuevo parcial, y que incluyera las mismas preguntas realizadas
en el examen previo u otras que mantuvieran la “misma facilidad” (lo que pareció molestar
fuertemente a la profesora).
Los gestos y movimientos de su cuerpo evidenciaban la intención significante de su
motricidad. La profesora se mostraba indignada por el mail; reconocía que la situación era
injusta pero que había buscado, junto con el titular de la cátedra (siguiendo la lógica de la
verticalidad), resolver la cuestión de la mejor manera. Sostuvo que el mail le hizo repensar
su rol de docente, al replantearse la imagen que los estudiantes tenían de ella (en relación al
vínculo establecido que permitió, según ella, que una alumna efectuase planteamientos
fuera de lugar). Manifestó también, que todos estaban al tanto de las reglas de la
universidad, que existían relaciones asimétricas y que, por más intento de horizontalidad
que promoviera, ella era la que en el aula tenía mayor poder.
Asimismo, refirió que le importaba poco lo que pensaran sus estudiantes de ella (“si
era garca o no”), y señaló que un mail así lo podía esperar de alguno de sus estudiantes de
escuela secundaria pero no de individuos adultos. La aparente charla-debate se cerró con el
comentario final de un compañero que, apelando al reglamento institucional, indicó que un
profesor puede tomar la cantidad de exámenes que desee.
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caso de anormalidad porque permite re-pensar y ver o re-ver, ahí mismo, el acuerdo que
genera el habitus, la regularidad, unidad y sistematicidad de las prácticas académicas.
Podríamos preguntarnos, inicialmente, cómo llegamos a realizar prácticas de
sumisión tan evidentes, al menos ante una observación analítica. Pues bien, si hiciéramos
memoria como estudiantes quizá recordaríamos que ya al entrar a instancias preescolares,
no sabiendo aún leer palabras y/o números, se nos empezó a indicar cuán bien íbamos por
la senda de la civilización, la senda hacia la conversión en hombres y mujeres
consumados/as. En aquella ocasión, dos simples íconos (carita contenta, carita triste) eran
los que comenzaban a evaluar y a determinar si teníamos futuro o no, como agentes del
campo. Éramos los recién llegados pero ya portábamos en nuestros cuerpos disposiciones
constituidas en nuestras familias y por ello éramos ya sensibles a los signos de
reconocimiento y consagración, implicando ello, como contrapartida, un reconocimiento
respecto al orden que otorga dichos signos. Luego de volverse específicas dichas
disposiciones, pasando por diversos ajustes, llegamos a la escuela, cuyo principal rito de
institución, la evaluación, nos propició la inversión inicial en el juego. Los diversos ritos se
instituyeron en nuestros cuerpos en forma de esquemas prácticos, principios de visión y
división comunes. Comenzaron a gestarse las categorías sociales de los “buenos alumnos”
y “malos alumnos”, instaurando diferencias simbólicas duraderas, definitivas y
universalmente reconocidas.
La prolongada escolarización por la que transitamos con una clase determinada de
regularidades objetivas, tuvieron como producto resultante nuestro habitus. Y éste
condicionó nuestras prácticas, engendrando conductas dentro de los límites que marcaba la
regularidad. Estas disposiciones duraderas que adquirimos, que incorporamos, hicieron de
nuestras prácticas en el campo, formas de reproducción. Todo esto tuvo como resultado
final una dependencia simbólica en la relación docente-alumno, en la que aceptamos ciertas
renuncias y sacrificios a cambio del reconocimiento, expresado por las notas de la
evaluación. El examen era una operación de selección y formación de los agentes del
campo.
Pero los esquemas prácticos que se instituyeron en nuestros cuerpos generaron
también ciertas disposiciones de reconocimiento práctico de las órdenes, de obediencia; una
sumisión a todo lo establecido, representaciones públicas de poder (que en nuestro caso, el
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ejemplo es el docente) y una capacidad del cuerpo para tomar en serio la magia
preformativa de lo social (la propiedad se apropia de su propietario: el docente es la
Academia). Y así llegamos a la universidad. Nuestro habitus, como sentido práctico, siguió
reactivando el sentido objetivado en las instituciones.
Estas breves aproximaciones esbozadas arriba quizá nos ayuden a dar una segunda
mirada sobre la vivencia relatada al comienzo. ¿Habrán sido las disposiciones inscritas en
nuestros cuerpos, que se expresan en la lógica del sentimiento y del deber, confundidos en
la experiencia del respeto, las que generaron la solidaridad vertical y el silencio horizontal?
Lo cierto es que nuestro lugar de estudiantes en el campo académico nos posiciona en el
lugar de los dominados. Tenemos implantados en el cuerpo una relación de dominación que
se traduce en disposiciones que nos hace aceptar tácitamente, por anticipado, los límites
impuestos contribuyendo a nuestra propia dominación. Dicho reconocimiento práctico, que
adquiere la forma de emoción corporal, ¿habrá sido el responsable de hacer que mis
compañeros experimenten un conflicto interno, en donde a pesar de sentir que la situación
era injusta, y yendo en contra de lo que les pedía el cuerpo, esa emoción se tradujo en cierta
culpabilidad que les impidió la solidaridad horizontal?
Por otro lado, objetivando el campo de nuestras prácticas cotidianas, en tanto
estudiantes, podemos hacer una separación analítica para examinar las reglas del juego
academicista. Si por un lado existe el conjunto de normativas explicitas que hacen cuerpo
en nuestro reglamento académico, por otro lado, se hallan aquellas reglas propias de la
estructura del campo que moldean nuestros cuerpos, por medio de los condicionamientos
asociados a la posición en ese espacio, inculcando estructuras cognitivas. Ahora bien, si
volvemos al ejemplo de evaluación que intento explicar(me), podríamos observar que las
reglas que verdaderamente rigen en el campo no son las pocas que contiene el reglamento
sino aquellas otras que permanecen ocultas tras nuestras prácticas. Hemos aprendido a
“jugar jugando” desde pequeños, sin ser concientes de las reglas del juego. Y el sentido,
nuestro habitus, permaneció implícito en el obrar de nuestras prácticas. Nuestro propio
sentido práctico ha hecho innecesarias las normas, pues ciertos valores de una pedagogía
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implícita se han hecho cuerpo. Las prácticas posibles en este marco sólo parecen ser
aquellas con sentido común, prácticas sensatas por un porvenir probable (si se roban los
parciales, se debe volver a evaluar); nos ajustamos anticipadamente a las exigencias del
campo, al sentido del juego.
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ver como “importante” para él, ya que eso, a la hora de la evaluación, será probablemente
lo que mayores puntos le provea.
Pero el mito no termina con las notas arbitrarias que pone el docente. Ya que el
estudiante, como parte del juego, irá contabilizando una a una las materias que habrá
aprobado, despreocupándose por la lógica de esta práctica y sólo basándose en sus
expectativas futuras de obtención del título.
Todo el campo se despliega sobre la lógica conjuntista-identitaria, haciendo que las
significaciones e instituciones sean coherentes, completas y regidas por la clausura de la
significación. Esta lógica determinista va a imponer en el pensamiento del individuo
marcos, categorías y contenidos, promoviendo una repetición social que se especifica en
una repetición singular. La clausura instituida hará que nadie se interrogue sobre prácticas
ancestrales, como la evaluación, o los roles que cumplen docentes y alumnos. Todo lo que
ya ha sido pensado se presenta como definitivo, no es cuestionado ni cuestionable.
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nosotros en seres imaginarios. Ser autónomos implica cuestionar lo admitido, actuarse
como actividad actuante, siendo pura actividad abierta como interrogante.
Es menester que nuestra reflexión quiebre la clausura de la significación. Pero
cuestionar los métodos de evaluación no debe darse sobre un vacío, sino abriendo brechas a
esa clausura, generando nuevas formas y figuras de lo pensable que nos permita salir del
cerco de organización, información y conocimiento ya dado.