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DOWN-Nov. y Dic. de 2018; Abril, Agosto y Diciembre de 2019
I. EL JESÚS HISTÓRICO
No podemos usar luces eléctricas y radios o aprovecharnos de los modernos instrumentos
médicos y clínicos cuando estamos enfermos y, al mismo tiempo, creer en el mundo maravilloso
del Nuevo Testamento. (Rudolf Bultmann, teólogo alemán)
Jesús y sus discípulos fueron a las aldeas de Cesárea de Filipo. En el camino, Jesús les
preguntó: «¿Quién dice la gente que soy yo?». Ellos le respondieron: «Algunos dicen que eres
Juan el Bautista. Otros dicen que eres Elías. Y otros dicen que eres uno de los profetas». Jesús
preguntó de nuevo: «Pero, y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Pedro respondió: «Tú eres el
Mesías». Y Jesús les advirtió con severidad de que no debían decirle esto a nadie. (Evangelio de
Marcos)
Cuenta el historiador Tito Livio que Rómulo, fundador y primer rey de la ciudad de Roma,
pasaba revista a las tropas que desfilaban ante su palco cuando se desató una pavorosa
tempestad y fue rodeado por una espesa nube que ocultó su figura a la vista de todos, mientras
un enorme torbellino se alzaba hacia el cielo. Cuando se despejó la atmósfera y volvió a brillar
el sol, la silla de Rómulo estaba vacía: «No se lo volvió a ver sobre la faz de la Tierra», escribe
el cronista. Los soldados, aterrados y desconsolados al principio, se tranquilizaron pensando que
Rómulo se había convertido en «un dios, hijo de un dios, rey y padre de la ciudad de Roma». Un
ser celestial a quien ahora podían implorar favor y protección.
Tito Livio también dice que no todos los habitantes de Roma quedaron convencidos y algunos
hicieron correr la voz de que la ascensión a los cielos de Rómulo era una patraña. Afirmaban
que la repentina tempestad había servido para que Rómulo fuese capturado por orden de un
grupo de opositores del Senado; tras ajusticiarlo habrían desmembrado su cuerpo. Al oír sobre la
posibilidad de que el rey hubiese sido asesinado de manera tan terrible, la plebe empezó a
reunirse en las calles de Roma, presa de la indignación. Y también, lo más preocupante para el
orden, en el ejército volvía a cundir el nerviosismo.
Para acallar estos escandalosos rumores, el respetado prohombre Próculo Julio tomó la palabra
ante la multitud: «¡Ciudadanos! Hoy, al despuntar el alba, el padre de nuestra ciudad bajó del
cielo y se apareció ante mí. [Me dijo] “Ve y di a los romanos que la voluntad del cielo es que
Roma gobierne el mundo”». El pueblo y el ejército escucharon el discurso con asombro, pero
quedaron por fin tranquilos; aquello confirmaba la creencia de que su amado rey no había sido
descuartizado como un animal, sino que había alcanzado la inmortalidad que merecía. Livio, no
sin cierta sorna, comenta sobre aquella revelación: «Es maravilloso el crédito que se dio a la
historia que contó aquel hombre».
No sería la última vez que el repentino anuncio de una resurrección serviría para resolver un
problema imprevisto.
La milagrosa ascensión de Rómulo tuvo lugar, según la mitología romana, en el siglo VIII a.C.
Mucho después, a mediados del siglo I d.C., otro relato similar empezó a circular de boca en
boca entre pequeñas comunidades de diversas ciudades del imperio. El protagonista de aquel
relato era un palestino de clase baja que había pasado casi toda su vida ejerciendo como
carpintero en una insignificante población galilea llamada Nazaret. Este carpintero,
llamado Yeshúa, había abandonado su trabajo y su hogar para recorrer Galilea anunciando el
inminente cumplimiento de antiguas profecías recogidas en las escrituras sagradas del judaísmo.
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Después se había trasladado a Jerusalén, capital de Judea, donde tuvo un encontronazo con las
autoridades romanas que por entonces ocupaban el país. Puesto que se había hecho conocer
como el Mesías, los legionarios lo habían detenido bajo el cargo de sedición. Yeshúa fue
ejecutado mediante el procedimiento más humillante y brutal empleado por el imperio: la
crucifixión.
Algunos seguidores de Yeshúa, sin embargo, aseguraban que su tumba había sido encontrada
vacía. Había resucitado y ascendido a los cielos y, mediante apariciones a sus discípulos, había
prometido volver para cumplir las promesas mesiánicas que no había podido llevar a cabo
durante su ministerio. Aunque Yeshúa había sido judío y también lo eran sus primeros
seguidores, la creencia en su resurrección empezó a diseminarse entre pequeñas comunidades de
gentiles. Tras unas pocas décadas algunos nuevos seguidores del culto a Yeshúa, que vivían en
otros rincones del imperio, empezaron a escribir, en griego, las historias que habían oído sobre
él. Estas nuevas comunidades aguardaban la παρουσία, «parusía» o «advenimiento», es decir, la
segunda venida de Yeshúa. Bautizaron el anuncio de su resurrección e inmediato regreso o
como εὐαγγέλιον, «evangelio», término que significa «buena noticia».
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figura no fue un invento; cosa distinta es cuánto se parecía o se dejaba de parecer al de aquellos
textos que se han conservado.
El Jesús histórico es el campo de trabajo de esos historiadores, que admiten que nunca podremos
recuperar al Jesús real, como tampoco podemos recuperar al Sócrates real. Como dice el
estudioso Dale B. Martin, «para mucha gente supone un descubrimiento revolucionario el
concepto de que el pasado ya no existe». La única manera de averiguar cómo era el Jesús real
sería viajar en el tiempo. El Jesús histórico es, pues, un retrato imperfecto e incompleto que los
historiadores tratan de componer mediante el análisis crítico de la única información más o
menos cercana a su época de la que disponen: el Nuevo Testamento (y, en menor medida, algún
que otro texto que no está en la Biblia cristiana). ¿Por qué usar el Nuevo Testamento como
herramienta, si los propios historiadores son los primeros en afirmar que no es históricamente
fiable?
Primero, porque otros textos son más tardíos y, cuanto más tardíos, más improbable encontrar
en ellos un rastro de información fiable. En segundo lugar, porque creen que ciertas
informaciones sobre Jesús eran inconvenientes, pero conocidas por todos los cristianos de
entonces, y no podían ser omitidas en unos textos cuyos autores las recogieron precisamente con
el fin de adaptarlas a su propia visión de cómo debía retratarse a Jesús. Las informaciones
molestas están presentes en sus escritos de manera parecida a como los argumentos de un
político están presentes en el discurso de sus opositores, que citan esos argumentos no para
reforzarlos sino para intentar retorcerlos y conferirles un nuevo sentido. De hecho, el
cristianismo nació como la justificación de la más molesta de todas las informaciones sobre
Jesús: que había muerto colgado en una cruz de madera. Desde cualquier perspectiva de la
tradición judía tal cosa era impensable cuando se hablaba de un supuesto Mesías. Había que
explicar por qué el Mesías había sido ejecutado y por qué había hecho ciertas cosas que no
gustaban a los creyentes de la segunda generación, los que escribieron el Nuevo Testamento.
El hoy llamado «Antiguo Testamento», la Biblia hebrea, era un conjunto de libros que durante
siglos habían formado parte de la tradición del judaísmo previo a Jesús, pero de los que
provienen muchas de las características que se atribuyen a su figura, como el mencionado título
de Mesías. El Antiguo Testamento no gira en torno a ninguna figura en particular, exceptuando
al propio Dios padre y creador del universo, y es una mezcolanza de libros muy diferentes entre
sí. En el Nuevo Testamento, sin embargo, Jesús es la figura central. Ambos conjuntos de libros
forman lo que hoy es la Biblia cristiana. Hasta aquí, nada nuevo. Pero no siempre fue así. Los
veintisiete libros que hoy contiene el Nuevo Testamento eran solo una parte de los muchos
textos cristianos que circularon por el Imperio romano durante cientos de años, hasta que en el
siglo IV, después de mucho debate, las autoridades eclesiásticas seleccionaron esos veintisiete
como parte del canon, esto es, del conjunto de textos inspirados por Dios en los que los
creyentes debían centrar su atención. El resto de textos circulantes, incluyendo algunos que eran
muy populares, empezaron a ser tachados como herejías o, con suerte, como errores
bienintencionados, por una Iglesia cada vez más centralizada. Por suerte, unos cuantos de esos
textos descartados han sobrevivido hasta hoy y copias antiguas han sido descubiertas por
arqueólogos, o de manera accidental por otras personas, hasta tiempos muy recientes. Es posible
que en el futuro aparezca alguno más.
En cualquier caso, los cuatro evangelios canónicos no fueron seleccionados de manera
caprichosa. Están entre los textos cristianos más antiguos, ya que fueron escritos en el siglo I,
entre cuarenta y setenta años después de la muerte de Jesús. Habían sido conservados con mimo
por las diversas comunidades de creyentes y eran considerados piezas de autoridad. Uno de esos
textos, el Evangelio de Marcos, es la narración biográfica más antigua de la que se tiene noticia:
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los expertos suelen datarlo en torno al año 70. No existe ningún otro texto anterior que narre la
vida de Jesús, o no ha sido descubierto. Los dos siguientes, el Evangelio de Lucas y el
Evangelio de Mateo, fueron escritos muy poco después, en torno al año 80, y son adaptaciones
modificadas de Marcos que copian casi toda su estructura hasta el punto de que esos tres son
conocidos como «Evangelios sinópticos» («sinopsis» significa que los tres textos pueden ser
vistos el uno al lado del otro y parecen iguales). En el Nuevo Testamento está también el
Evangelio de Juan, datado en torno al año 95, aunque los estudiosos actuales no se ponen de
acuerdo sobre si su autor conocía alguno de los anteriores tres evangelios o si se basó en otras
fuentes.
No sabemos quiénes fueron los autores de los cuatro evangelios canónicos. El Evangelio de
Juan fue escrito por alguien que afirmaba llamarse así («Este es el testimonio de Juan»), pero
sin aclarar con exactitud quién era. Había muchos Juanes en la época. La tradición atribuyó este
texto a Juan el apóstol, uno de los doce discípulos de Jesús. Sin embargo, por varios motivos,
los estudiosos actuales descartan esa atribución. Los otros tres evangelios canónicos ni siquiera
están firmados, aunque la tradición los atribuyó a diversas personalidades bien conocidas entre
los cristianos de entonces: Mateo (otro de los doce discípulos de Jesús), Marcos (intérprete y
secretario de otro discípulo, Pedro) y Lucas (ayudante de Pablo de Tarso). Aunque hoy deben
ser considerados textos anónimos, por cuestión de comodidad nos referiremos a sus autores
como Marcos, Mateo y Lucas, siempre teniendo en cuenta que no fueron ellos quienes de
verdad escribieron esos textos o que, en el caso de Juan, fue simplemente alguien que se llamaba
así. El primero que mencionó esos cuatro libros asociados a esos cuatro nombres juntos fue el
obispo Ireneo de Lyon, en el año 180.
Aparte de las fechas, otro de los motivos para descartar que los evangelios hubiesen sido
escritos por discípulos de Jesús es que, pese a la creencia informal sostenida hoy por mucha
gente, estos libros no fueron redactados en hebreo, sino en griego. Como el resto del Nuevo
Testamento no son un producto de la Palestina judía, sino de comunidades cristianas mixtas
formadas por judíos y gentiles, situadas en diversos puntos del imperio, que usaban el griego
como lengua vehicular. El Antiguo Testamento sí había sido escrito en lenguas semíticas como
el hebreo y el arameo, pero hacía mucho tiempo que no era un texto exclusivo de los palestinos.
Los judíos de la diáspora, dispersos por el Mediterráneo y por lo general muy helenizados,
habían traducido el Antiguo Testamento al griego mucho antes de que Jesús naciera (la
traducción más famosa de la Biblia hebrea al griego es la llamada Septuaginta y data del siglo
III antes de nuestra era). En una futura entrega hablaremos del judaísmo en el Imperio romano,
algo que explica muchas cosas en cuanto a la temprana expansión geográfica del culto a Jesús.
Lo razonable es suponer que ni Jesús ni sus discípulos hablaban griego. Provenían de Galilea,
una región pobre de campesinos y pescadores, donde se ha estimado que el analfabetismo
afectaba a más del 95% de la población. Como en el resto del Imperio romano y del mundo
antiguo en general, la educación (en la que era básico el conocimiento del griego, lengua del
mundo intelectual) era un privilegio exclusivo de las clases altas; los pobres tenían que empezar
a trabajar en la infancia y no disponían ni del tiempo ni del dinero para educarse. Más allá de las
regiones donde se hablaba de manera autóctona solo hablaban griego los aristócratas y algunos
individuos formados de manera especial para ejercer determinados trabajos. Si Jesús era un
obrero y sus discípulos eran pescadores y gente humilde, es muy improbable que supiesen
hablar griego, no digamos escribirlo. El único idioma que debían de conocer era su lengua
materna, el arameo.
¿Por qué decimos que Jesús era galileo de clase baja si decimos que los evangelios no son
fiables como documento histórico y es de allí de donde obtenemos ese dato? Porque suponemos
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que hay informaciones que no debieron de ser manipuladas durante la transmisión oral de las
primeras décadas de cristianismo, puesto que no tenían implicación religiosa positiva ni
negativa, y a nadie le habría interesado inventarlas o cambiarlas. El nombre «Jesús» carecía de
significación especial; si alguien se hubiese inventado un profeta y hubiese querido rodearlo de
un aura mesiánica, quizá hubiera usado un nombre con mayor peso en la tradición, como David,
Daniel o Isaías.
El pasado laboral de Jesús es otra de las informaciones que la tradición oral pudo haber
conservado de manera fiable, puesto que no hay motivos religiosos o simbólicos para que los
primeros cristianos le asignaran el oficio de carpintero en vez otro más «idóneo» como el de
pescador o pastor, que fueron oficios simbólicos con los que se lo representaría en el futuro. En
el Nuevo Testamento Jesús es descrito como τέκτων, «tekton», que indica un trabajo relacionado
con la construcción y que podríamos traducir como «obrero» o «artesano». El motivo por el que
la tradición dice que fue carpintero es que otros trabajos que podrían ser incluidos en el término
τέκτων, como herrero, albañil o cantero, solían ser mencionados con términos más específicos
en los textos judíos traducidos al griegos (por ejemplo, en la Septuaginta), mientras que era más
habitual emplear τέκτων por defecto para los carpinteros. En realidad, es indiferente que
desempeñara cualquiera de esos trabajos, ya que el estatus social de Jesús no cambiaría fuese
carpintero o albañil. Digamos que, por las mencionadas cuestiones lingüísticas, la carpintería es
la que tiene más papeletas de haber sido su verdadera profesión.
El oficio de τέκτων sugiere que Jesús no recibió educación formal, así que es muy probable que
fuese analfabeto. Algunos autores especulan con la posibilidad de que supiese leer el hebreo,
dado que debió tener un buen conocimiento de las profecías judías de las escrituras, aunque
también es razonable la posibilidad de que fuese iletrado, pero inteligente y dotado de buena
memoria; si, como parece obvio, era un judío muy piadoso, podía haber aprendido mucho de las
escrituras por las enseñanzas orales de los rabís. En cualquier caso, es casi seguro que, siendo un
trabajador manual de familia pobre, no tuvo oportunidad de aprender el griego. Por ejemplo, en
el Evangelio de Marcos, sus últimas palabras son recogidas en arameo, lo que indica que los
cristianos grecorromanos eran muy conscientes de cuál había sido la lengua materna de su
Señor. Todo esto puede aplicarse a sus discípulos, también galileos humildes, y, además de la
datación de los textos, ayuda a descartarlos como posibles autores.
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biográficos intactos (nombre, procedencia, profesión, muerte en la cruz, y el núcleo de su
mensaje). La segunda conclusión es que, de manera paralela, el cristianismo pasó de ser una
creencia judía a otra que se alejaba progresivamente del judaísmo, manteniendo los textos y
terminología judíos, pero renunciando a casi todas sus normas y costumbres. Dicho de otro
modo, el cristianismo empezó siendo una variante de la religión que había practicado el propio
Jesús, pero terminaría siendo una religión distinta a la suya, aunque, cosa paradójica, lo tenía a
él como elemento central.
El efecto de todo esto fue una atomización del cristianismo. Las primeras disensiones entre
cristianos que conocemos —los debates entre la Iglesia de Jerusalén y Pablo de Tarso— datan,
como mucho, de unos veinte años después de la muerte de Jesús. En apenas unas décadas,
incluso antes de la escritura de los evangelios, ya habían surgido corrientes de todo tipo: judías,
projudías, antijudías y otras ambivalentes. Los creyentes romanos se preocupaban de eximir al
imperio de la responsabilidad de la crucifixión, como ejemplifica la muy improbable escena de
Pilatos lavándose las manos, pese a que la crucifixión era un castigo imperial. Además, algunos
pensaban que Jesús había sido humano, otros que había tenido carácter divino pero no
comparable al de Dios padre, y otros que era la encarnación del propio Dios padre. Había, quizá,
decenas de cristianismos diferentes y las pugnas ideológicas entre unos y otros se prolongarían
durante siglos.
El cristianismo nunca fue uniforme, salvo quizá en su primera década de existencia, cuando
todavía era un judaísmo típicamente palestino. Así pues se explica que los cuatro evangelios
canónicos, considerados en su conjunto e incluso con independencia de las distorsiones en los
manuscritos que citábamos antes, pincelen retratos de Jesús que no son compatibles entre sí. En
una próxima entrega intentaremos explicar por qué la incompatibilidad de estos retratos casi
nunca pareció incomodar a los cristianos, que se limitaron a fundir esos cuatro retratos en uno,
conformando así el Jesús tradicional, y por qué los estudiosos actuales coinciden en que, pese a
todo este galimatías, es posible extraer algo de verdad histórica sobre su figura de aquellos
textos. También veremos algunos mitos generalizados pero erróneos sobre su personaje y sobre
la propia evolución temprana del cristianismo, o sobre la relación entre el judaísmo y el mundo
romano, sin la que el Jesús hubiese caído en el olvido.
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es eterna, porque no tendrá fin, y su reino nunca será destruido. (Libro de Daniel, Antiguo
Testamento).
Jesús decía ser el Mesías. En el cristianismo actual se traduce esta afirmación según lo que
dictan casi dos mil años de tradición y elaboraciones teológicas. El Mesías cristiano es un
intermediario que se entregó al martirio para que el género humano pueda acceder a la salvación
espiritual después de la muerte: «Mi reino no es de este mundo».
En términos de fe, esto puede tener sentido para un creyente actual. En términos históricos, sin
embargo, el concepto de Mesías que se manejaba en tiempo de Jesús era muy distinto. No
existía tal cosa como una tradición cristiana, sino unos mil quinientos años de tradición israelita-
judía. Jesús era un devoto judío y lo que pretendía decir cuando se presentaba como el Mesías
era lo mismo que interpretaban sus contemporáneos: un rey cuyo reino sí iba a estar en este
mundo. El hombre destinado a vencer a los enemigos de Israel para ocupar el trono donde se
habían sentado Saúl, David y Salomón.
Para entender quién era ese «Rey Mesías» y de dónde había emergido su figura tenemos que
narrar esa tradición judía anterior a Jesús. Cuando Jesús nació, el Israel unido, fuerte e
independiente del que se hablaba en la Biblia era poco más que el recuerdo de un remoto
pasado. Habían transcurrido novecientos años desde su caída. Los libros de la Biblia hebrea
habían sido escritos y recopilados en épocas y circunstancias muy diversas (entre los siglos X y
II a.C.); su mera lectura demuestra que el judaísmo no fue uniforme a lo largo del tiempo. No
contienen una definición única de «Mesías», ni mucho menos una definición concreta que
encaje con la mentalidad judía del siglo de Jesús. Pensemos que transcurrieron doscientos años
entre la redacción del último texto del Antiguo Testamento (~160 a.C.) y el ministerio público
de Jesús (~30 d.C.). En esos dos siglos habían seguido produciéndose cambios políticos y
sociales. Y, por lo tanto, también cambios religiosos.
Pero el Mesías del que hablaba Jesús no hubiese existido sin aquellos mil años de nostalgia.
El bien y el mal
El celo que los israelitas habían demostrado a la hora de conservar su identidad en mitad de
periodos de esclavitud, servidumbre o desarraigo, así como el empeño en la conservación de sus
valores, habían sido premiados con la ansiada consecución de un reino propio.
Aquello demostraba que al dios supremo le agradaba la fidelidad y el cumplimiento de unas
normas morales. En la Antigüedad se juzgaba a los dioses por lo que hacían. El dios de los
israelitas, que aún no era único pero sí superior, había demostrado ser muy poderoso. Había
cuidado de sus fieles. Los había liberado de la esclavitud. Les había dado una patria. Era un dios
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bueno. Era un dios omnipotente. Y era un dios fiable, cosa extraña en los vodevilescos sistemas
politeístas.
Autores como el estudioso israelí Yehezkel Kaufmann han desarrollado una explicación
profunda acerca de dónde radicó la diferencia entre el monoteísmo/henoteísmo israelita y el
politeísmo de los demás pueblos de la época. Una diferencia que no estribó en el número de
dioses, sino en la naturaleza de los mismos.
En las antiguas religiones politeístas los dioses no eran la esencia primordial del universo. La
verdadera esencia primordial del universo era el ámbito de lo metadivino, algo, una sustancia o
concepto, que estaba más allá de los propios dioses. La esencia primordial podía cambiar su
presentación de una cultura a otra: podía estar hecha de agua, luz, oscuridad, éter, o de
conceptos más abstractos como destino y tiempo. Pero, en todas ellas, era la materia prima de la
existencia. Lo metadivino era el bosón de Higgs del politeísmo, la partícula elemental: todo lo
que existe ha nacido de la esencia primordial metadivina.
Esa esencia no es buena ni mala, es moralmente neutra. Por ello, las religiones politeístas
describen un universo amoral donde el bien y el mal combaten desde el principio de los
tiempos, ya que la esencia primordial no se encarga de propiciar un equilibrio. Así, en el
politeísmo, el ser humano es el testigo indefenso y la víctima sufridora de la eterna lucha que
protagonizan dioses, demonios y otras criaturas que viven en esferas superiores, pero cuyas
acciones tienen demoledores efectos sobre el ámbito terrenal habitado por los humanos. ¿Cómo
puede el hombre protegerse de estas guerras que están más allá de su alcance? Por un lado,
puede intentar deducir qué dioses (o demonios) están en auge, quiénes están «ganando la
guerra» en cada momento, para ofrecerles un sacrificio y rogar por su favor. La otra alternativa
es intentar acceder a la esencia primordial mediante procedimientos rituales, por lo general
envueltos en el secretismo; cuando un ser humano ha accedido a la esencia primordial y ha
obtenido algún tipo de poder de ella, puede imponer su voluntad sobre la naturaleza sorteando la
necesidad de hacer la pelota a los dioses para que sean ellos quienes actúen en su favor. En tal
caso, el ser humano está usando la magia. La magia es el mecanismo que permite, aunque sea de
manera limitada y momentánea, que un humano tenga poderes propios de un dios, recurriendo a
la única sustancia superior a los propios dioses, la esencia primordial del ámbito metadivino.
Si la esencia primordial no parece tener voluntad propia ni preferir el mal o el bien, ¿por qué
crea, por qué de ella surgen cosas? La respuesta politeísta es que toda creación es un acto de
reproducción sexual. La única manera conocida de crear vida es la unión de elementos
masculinos y femeninos: hombre y mujer, agua y tierra, etc. En la esencia primordial, de alguna
manera, siempre están presentes ambos elementos, que pueden llegar a interaccionar de manera
automática como en la reacción de dos elementos químicos. De la unión espontánea (o, más
adelante, dirigida) entre ambos principios, masculino y femenino, emergía el universo y todo lo
contenido en él. Los dioses, nacidos de la esencia primordial, habían obtenido sus poderes de
ella. Los humanos, creados por los dioses, tendrían solo aquellas capacidades que los dioses
hubieran querido darles, salvo que consiguieran recurrir a la magia.
La revolución de la religión de los antiguos israelitas consistió en sustituir esa esencia
primordial neutra por una nueva esencia primordial que ya no era neutra, sino consciente, dotada
de voluntad propia. Tampoco era moralmente neutra, sino equivalente al bien absoluto. Esta
nueva esencia primordial era el dios יהוה, «YHWH». Un nombre, el tetagrámaton, compuesto de
cuatro consonantes; como el hebreo arcaico se escribía sin vocales, nadie sabe con exactitud
cómo debe pronunciarse (por eso lo decimos de varias maneras: Yahvé, Jehová, Yah). El dios de
los israelitas no había sido creado, puesto que no había un ámbito metadivino superior a Yahvé
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y del que Yahvé pudiese haber surgido. La religión israelita carecía por tanto de teogonía, de un
relato biográfico de su dios.
Si Dios representa el bien absoluto y él es el origen de todo, existe una moral absoluta. La moral
ya no es el producto de una guerra caprichosa entre fuerzas del bien y del mal. Contradecir o
sortear la voluntad de la divinidad deja de ser un mecanismo de defensa legítimo y se convierte
en un acto perverso, una desobediencia hacia el bien absoluto. El ser humano ya no puede, ni
debe, recurrir a la magia. No hay forma de obtener poder legítimo que no provenga de Dios.
Tampoco se debe rendir culto a deidades inferiores, las cuales también deberían evitar
contradecir a Dios. Lo que el ser humano debe hacer es respetar la naturaleza moral del universo
cumpliendo las leyes que su creador ha dictado.
Una idea derivada de este nuevo modelo de esencia primordial divina era que la creación del
universo había sido un acto puro de la voluntad de Dios sin la necesidad de unir principios
contrapuestos. En otras palabras: un verbo. Dios actúa mediante el verbo decir: «Y dijo Dios,
hágase la luz, y la luz se hizo». Cuando Dios dice algo, esto se hace realidad, no necesita más.
Como Dios carece de género y no hay en él componentes masculinos ni femeninos, la
contraposición de principios es innecesaria. En religiones anteriores, como la egipcia, existían
antecedentes del verbo como acto creador, pero siempre estaban complementados por la
sexualidad. La cosmogonía israelita eliminó casi por completo la conjunción de lo masculino y
lo femenino como complemento al verbo (no del todo, pues quedaron rastros mitológicos de la
creación sexual en la mitología). Tomemos por ejemplo el caso de Adán y Eva: cuando el Dios
de la Biblia crea a la primera mujer, lo hace extrayendo una costilla del primer hombre. En ese
acto no hay oposición entre lo masculino y lo femenino; tampoco subordinación, como indica el
que Dios tome una muestra del costado del cuerpo del hombre y no de la parte inferior. Adán y
Eva han sido creados horizontalmente porque lo masculino y lo femenino son, en el universo
ideal de la cosmogonía israelita, dos muestras de la misma sustancia, no dos sustancias
complementarias. Esto refuerza la idea de unión, de unidad y de mismidad a la que, al menos
sobre el papel, aspiraba aquella religión.
Como sucede en todas las religiones cuyo esqueleto mitológico contiene gran elaboración
intelectual o complejidad esquemática, estos principios cosmogónicos eran distorsionados en las
creencias populares cotidianas. Yahvé no tenía rostro ni género, pues no era humano. En la
tradición, sin embargo, podía aparecer con forma humana. Podía crear solo con el verbo, pero a
veces lo hacía uniendo principios masculino y femenino (como en el acto de crear mediante el
modelado del barro). Y aunque no debía haber otras deidades dignas de adoración, la religión
israelita aún tardaría en ser monoteísta. La Biblia hebrea también carecía de opuestos
significativos a Dios y la figura de Satán, tan importante en el cristianismo, no cumple el mismo
papel en el Antiguo Testamento (la serpiente del Edén descrito en el Libro del Génesis no es una
representación satánica, por ejemplo). Aun así, en los textos aparecen demonios y los israelitas
podían seguir creyendo en viejas ideas como las posesiones diabólicas y las luchas eternas entre
el bien y el mal.
Los israelitas, pues, tardaron en adoptar de lleno todas las novedades revolucionarias de su
nueva cosmogonía. ¿Qué sentido tenía a la aparición de este nuevo concepto de un Dios
omnipotente y bondadoso, cuando los caóticos sistemas bélicos de los revoltosos dioses de los
politeísmos parecen encajar mejor con las turbulencias del mundo antiguo y las inseguridades de
sus habitantes? Parece que los israelitas se sentían recompensados, que el Reino Unido de Israel
debió de ser un periodo de gran bonanza, al menos en comparación con el resto de un mundo
mediterráneo que trataba de reponerse del caos reciente. Los israelitas, que habían vagado sin
tierra durante siglos, se sintieron lo bastante privilegiados como para imaginar que habían sido
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elegidos por un dios más poderoso que los dioses de sus esclavizadores. Un dios que había
decidido que los israelitas tuviesen su propio reino y que ese reino perdurase en el tiempo como
demostración empírica de su propio poder superior. Siempre, claro, que sus creyentes se
hiciesen merecedores de su protección.
Mapa mostrando los reinos de Israel (azul) y de Judá (naranja), antiguas fronteras levantinas y
ciudades como Damasco y Gerasa en torno al siglo IX a. C.
El Reino Unido duró apenas ciento veinte años. Como decía más arriba, su cohesión era frágil.
En el año 931 a.C. murió Salomón y las tribus del norte del país se negaron a aceptar a su hijo
Roboam como nuevo monarca. Israel quedó dividido en dos nuevos reinos: Samaria en el norte
y Judá en el sur.
Samaria fue independiente durante otros doscientos años, hasta que fue anexionada por el
imperio asirio en el 720 a.C. Muchos de sus habitantes fueron deportados y esclavizados
mientras llegaban colonos asirios ansiosos por establecerse. Los samaritanos originales
quedaron diluidos en una mezcla étnica y cultural entre israelitas y asirios. No queda mucho
rastro de lo que había sido Samaria antes de aquellas invasiones y repoblaciones, aunque se cree
que algunos de sus textos sagrados llegaron a Judá junto con los refugiados que huían de las
invasiones; algunos de aquellos textos de Samaria pudieron entrar, aunque de manera indirecta,
en la Biblia hebrea.
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En cuanto al reino de Judá, fue más longevo y duró cuatrocientos años. En él empezó a tomar
forma el judaísmo de los siguientes siglos cuando, en el año 622 a.C., el rey Josías decidió
centralizar la religión israelita, prohibiendo realizar sacrificios a Dios en santuarios locales o
itinerantes, así como la exposición de ídolos (cualquier deidad extranjera) en el Templo de
Salomón. Bajo Josías, Israel empezaba por fin a parecerse al reino de una sola fe, un solo dios y
un solo templo que generaciones posteriores confundirían, erróneamente, con el Reino Unido de
David y Salomón.
El sueño del Judá unificado de Josías también fue breve. Terminó un siglo después de sus
reformas, por causa de otra invasión extranjera. El rey babilonio Nabucodonosor II conquistó
Judá, asaltó Jerusalén y destruyó el Templo de Salomón en el año 589. Como había ocurrido en
Samaria dos siglos antes, muchos israelitas fueron objeto de cautiverio, forzados a abandonar su
tierra como exiliados o esclavos. Todas estas deportaciones fueron el inicio de la «diáspora», la
diseminación de israelitas hacia otros territorios del Mediterráneo. Todo resto político del
antiguo reino de Israel había desaparecido. Por entonces se empezó a conocer a los nativos del
extinto Judá como Yehudim, «judíos». La brutal llegada de Nabucodonosor fue incluso peor
para los filisteos, que habían mantenido su propia federación independiente con éxito, pero que
ya no sobrevivieron al asalto babilonio. Los filisteos vieron su identidad diluida entre los
invasores, como les había sucedido a cananeos y samaritanos antes que ellos. Su más visible
legado sería darle a la antigua región de Canaán un nuevo nombre: Palestina, la «tierra de los
filisteos».
La destrucción del Templo constituyó un cataclismo para la religión de los antiguos israelitas,
quienes sintieron que su Alianza con Dios se había roto. Puesto que Dios no podía incumplir su
palabra de manera caprichosa, dedujeron que la ruptura era un castigo provocado por sus
propias transgresiones de la ley mosaica. En concreto, los israelitas se acusaron de haber
cometido tres pecados capitales: adulterio, paganismo y asesinato. El adulterio se refería al
relajamiento de la moral sexual, aunque era el menos grave de los tres y no justificaba tan
grande castigo por sí solo. El pecado de paganismo era peor, pues implicaba la falta de
sometimiento a la autoridad del único Dios, siendo uno de sus síntomas la idolatría, el culto a
otras deidades (por extensión, se terminaría llamando «pagano» a todo aquel que no profesara la
religión monoteísta judeocristiana). El pecado de asesinato era el más imperdonable. Se refería a
los actos de violencia y demostraba la falta de aprecio por la vida humana. Según la tradición
religiosa israelita, la vida humana era sagrada porque era la creación cumbre de Dios. La
historia bíblica de Caín y Abel contenía la enseñanza de que, en la práctica, todo asesinato era
un fratricidio. Incluso el que se producía entre extraños.
El castigo divino en forma de invasiones y esclavitud reforzó entre los judíos la idea de que
necesitaban cumplir con mayor celo la ley de Moisés. Podían y debían mejorarse a sí mismos
para volver a ser dignos de la confianza de Dios. El Templo, que ya no existía como edificio,
adquirió un carácter espiritual: los santuarios locales no reaparecieron, pero no era necesario.
Cada individuo o cada comunidad podía convertirse en un templo metafórico en el que
demostrar fidelidad a Dios. Esto impulsó la aparición de congregaciones en las que se estudiaba
y se discutía la ley para ayudar a que los creyentes se convirtiesen en mejores personas. Estas
congregaciones terminarían siendo conocidas como «sinagogas», del griego συναγωγή,
«asambleas» o «lugares de reunión». Serían la base del judaísmo rabínico en el que se formó
Jesús medio milenio más tarde.
En el siglo IV, Alejando Magno conquistó la cuenca oriental del Mediterráneo, emprendiendo
un proceso de helenización que convertiría el griego en la lengua franca de las ciudades
conquistadas. En Palestina, como en muchas otras partes, el griego se convirtió en la lengua en
17
que estudiaban los ricos. Incluso en Jerusalén apareció un establecimiento formativo típico de la
cultura griega, el γυμνάσιον, «gimnasio». La helenización de las clases altas continuaría hasta la
época del Imperio romano, aunque la mayor parte de los judíos de a pie seguirían sin hablar
griego porque siendo pobres no tenían acceso a una educación formal. Aun así, esa helenización
fue un factor importante en el desarrollo de la religión judía debido a la infiltración de nuevos
elementos paganos, como la influencia de los filósofos griegos. Esto era motivo de debates entre
los judíos conservadores, opuestos a la helenización, y los reformistas partidarios de modernizar
Palestina, que eran progriegos. Los reformistas, por lo general, se salieron con la suya. Baste
decir que en el siglo II a.C. llegaría a haber sumos sacerdotes de nombre griego, como Jasón o
Menelao. Pero esa misma influencia griega estaba a destinada a producir los primeros conatos
de cisma en la religión judía y una profunda línea divisoria entre el judaísmo de las clases altas
urbanas y el de las clases bajas rurales.
III. EL MESÍAS
20
allegados. Por este motivo, cada Pascua se producía una gran afluencia de gente hacia Jerusalén
y los Evangelios cuentan que Jesús murió en Jerusalén porque había acudido allí para celebrar la
Pascua.
Los romanos no deseaban interferir en estas festividades y solo querían prevenir desórdenes, por
lo que trataban de llevarse bien con la casta sacerdotal, que era la encargada de organizar el
evento. Los saduceos, a su vez, también intentaban llevarse lo mejor posible con los romanos.
Primero por afinidad cultural, pues ya comentábamos en partes anteriores que las élites romanas
estudiaban en griego temarios muy parecidos a los que estudiaban las élites palestinas. Y
segundo, por conveniencia: los saduceos habían visto disminuido su poder institucional durante
el periodo macabeo-asmoneo, pero lo habían recuperado gracias a Roma.
Lo que los saduceos no habían recobrado era la influencia directa sobre las clases populares. El
Templo era reverenciado por todos los judíos y la institución del sacerdocio no era puesta en
duda, pero eso no significaba que los saduceos fuesen vistos con buenos ojos por el judío
común. Para los más conservadores o piadosos, los saduceos conformaban una cúpula impura,
colaboracionista, corrupta y avariciosa. Su amistad con los ocupantes romanos, su presunto uso
ilegítimo de las donaciones al Templo para engrosar sus fortunas personales o su indecorosa
vida conyugal y social eran algunos de los motivos de desaprobación por parte de otras
facciones. Las diferencias eran también doctrinales: los saduceos insistían en que la Torá escrita
era la única guía de conducta de inspiración divina que los judíos debían seguir. Por supuesto,
pretendían reforzar la idea de que ellos, como custodios de las escrituras, constituían la única
autoridad moral. Sin embargo, también esta era una idea muy discutida.
Las sinagogas no habían dejado de canalizar la religiosidad cotidiana del pueblo. Continuaban
sin tener carácter sagrado y, por trazar otra analogía, se parecían más a escuelas parroquiales
desprovistas de santuario que a parroquias propiamente dichas, pero sus líderes, los maestros de
la Torá o «rabís», eran figuras cruciales en las comunidades locales, sobre todo en el ámbito
rural. Dado que la Biblia hebrea solía hablar en términos de narraciones o metáforas que apenas
contenían guías de creencias concretas o catecismos (del griego κατηχισμός,
«adoctrinamiento»), los rabís ayudaban a que el ciudadano pobre y sin educación formal pudiese
navegar en la inconcreta complejidad de su antigua religión. Los rabís tampoco negaban la
importancia del Templo como centro ceremonial y admitían que las guerras religiosas entre
judíos eran cosa del pasado. Si los saduceos se sentían cómodos y protegidos por el amor que
sus amigos romanos demostraban por el orden, los fariseos, alejados del poder, habían hecho lo
único que podían hacer: volverse mucho más espirituales y pacifistas. Aun así, la diferenciación
entre el judaísmo rabínico y el sacerdotal era muy profunda, resultado inevitable de siglos de
evolución paralela.
Los fariseos no eran la única vertiente del judaísmo rabínico, pero sí lo dominaban y su visión
conservadora era la imperante. No eran un grupo uniforme, no había una «iglesia farisea» como
tal, pero compartían un núcleo de creencias y las diferencias entre fariseos eran menos que las
cosas que tenían en común. Pese a la mala fama que los posteriores textos cristianos crearon en
torno a los fariseos (causa de que el término haya sido usado como sinónimo de hipócrita o
malvado), en su tiempo eran vistos como una alternativa de mayor estatura moral frente al
establishment saduceo. No solo eran partidarios de una observación más estricta de las leyes,
sino que habían aprendido a convencer antes que imponer. Pensaban que las leyes no se
limitaban a los antiguos y no siempre útiles preceptos de las escrituras. Para ellos, la tradición
oral era también una fuente de doctrina y también formaba parte de la Torá. Dado que había que
saber interpretar esa tradición oral, los fariseos favorecían el debate y veneraban la razón como
herramienta para alcanzar la sabiduría, más allá de la lectura pasiva de los textos sagrados.
21
Todavía rechazaban la helenización de las élites. Su pensamiento tenía una pátina nacionalista,
ya que rechazar el uso del griego era como hoy rechazar el uso del inglés, una forma de darle la
espalda a lo que sucede en la esfera intelectual internacional. Esto tenía sentido; para el
palestino medio, la «esfera internacional» no existía más que como una ignota máquina de
fabricar invasores.
Otra diferencia clave era que los fariseos creían en la vida después de la muerte y afirmaban que
los hombres serían recompensados o castigados por sus actos en el más allá, posibilidad
desdeñada por el dogma oficial de los saduceos (quienes, por ejemplo, tampoco creían en la
existencia de ángeles). Debido a esto, los fariseos concedían especial importancia al libre
albedrío, a la capacidad humana para decidir entre el bien y el mal, por lo que predicaban la
caridad, la humildad, la mansedumbre y otras virtudes personales que ayudasen a que cada
individuo pudiese salir indemne del juicio divino al que sería sometido cuando muriese.
Si los saduceos eran un equivalente aproximado de la jerarquía católica y los fariseos eran
antecedentes del judaísmo rabínico posterior o de los primeros grupúsculos cristianos, los
esenios eran un antecedente de las órdenes monacales. Todavía más obsesionados por la pureza
moral que los fariseos, los esenios se alejaban de la sociedad, retirándose a pequeñas
comunidades en las que compartían sus bienes y hacían voto de pobreza o castidad. Su
aislamiento los hacía irrelevantes desde el punto de vista político, aunque tienen gran
importancia en el estudio histórico debido a los textos que dejaron atrás, como los famosos
«pergaminos del Mar Muerto».
En cuanto a los zelotes, eran la facción más nacionalista del judaísmo palestino. Les disgustaba
que los saduceos hicieran migas con los ocupantes romanos. También es de suponer que el
pacifismo de los fariseos debía de parecerles insuficiente. Los zelotes, de hecho, se alzaron en
armas contra los romanos al poco de nacer Jesús. Su líder, Judas de Galilea, lideró una rebelión
fallida contra los nuevos impuestos imperiales. Sesenta años después, en el año 66 d.C., los
zelotes volvieron a impulsar una revolución que terminaría degenerando en una desastrosa
guerra (durante la cual, para variar, los romanos demostraron una implacable dureza). Se
identifica a los zelotes por su extremismo político hasta el punto de que uno de sus subgrupos
más agresivos es conocido como «los hombres del puñal» o sicarios (del término sica, un arma
a medio camino entre el puñal y la espada corta). La tradición dice que uno de los discípulos de
Jesús era zelote, aunque es difícil imaginar a un zelote convencido siguiendo a un pacifista
como Jesús.
Estas cuatro perspectivas ni siquiera eran las únicas, lo cual muestra que el judaísmo palestino
del siglo I no puede ser considerado una religión homogénea. Era tal su antigüedad y había
atravesado por tantos procesos de cambio que no existían dos maneras iguales de interpretar las
escrituras o la tradición. Eso sí, algunos conceptos estaban muy extendidos entre casi todos los
creyentes. Uno de ellos era la relativamente nueva figura del Rey Mesías, que personificaba la
necesidad de recuperar la autonomía y unidad del reino de Israel.
22
manera concreta de imaginar esa figura dependía, pues, de la visión particular de cada corriente
religiosa, incluso de cada individuo concreto.
Muchos judíos de la época imaginaban al Mesías como un líder político y militar que estaría al
mando de un ejército. Otros lo imaginaban como un sumo sacerdote dotado de grandes poderes.
Había incluso quienes esperaban una figura celestial que descendería de entre las nubes rodeado
de ángeles, en cuyo caso podían asimilarlo al enviado de Dios que vendría a la Tierra para
juzgar a los creyentes en el fin del mundo (el uso que se le da al título «Hijo del Hombre» en el
Nuevo Testamento deriva de esta visión). Mesías diferentes con un objetivo común: reimplantar
la dinastía de David. El establecimiento del nuevo reino de Israel podía estar asociado también a
fenómenos sobrenaturales. Por ejemplo, podría haber una serie de desastres en los que se
purgarían los pecados de la humanidad, antes de que se produjese la resurrección física de los
muertos y los creyentes gozasen de una vida eterna (también física) en un Israel convertido en
paraíso terrenal desprovisto de enfermedades, hambre, guerras y, por supuesto, de romanos. Así
pues, el Mesías necesitaba vencer a los enemigos de Israel, ya fuese por la espada o mediante
milagros al estilo de Moisés. ¿Y quiénes eran los enemigos de Israel en el siglo I? Los
susodichos romanos. Por descontado, a una mayoría de judíos les parecía insensata la sugerencia
de enfrentarse a las poderosas legiones imperiales. Los zelotes lo ansiaban, pero muchos otros
palestinos tenían bastante con intentar cumplir los preceptos religiosos más básicos en mitad de
una vida pobre y sin expectativas como para además ganarse la ira de los romanos.
Entre los saduceos y las clases altas la aparición de un Mesías era desdeñada como una
superstición. Entre las clases populares había posturas variadas. Para algunos, la llegada del
Mesías era una esperanza abstracta más que una certeza sobre un hecho inminente que iba a
suceder en el mundo real. Para otros sí era una esperanza concreta y, así, surgía de vez en
cuando algún aspirante a Mesías que podía reunir un pequeño grupo de seguidores. También se
encontraría con detractores, aunque anunciarse como Mesías constituía más una extravagancia
que una grave ofensa religiosa.
Si se hablaba de un futuro Rey Mesías era, desde luego, porque alguien lo había estado
anunciando. Desde unos ciento cincuenta años antes del nacimiento de Jesús abundaban ciertos
personajes que anunciaban la inmediatez del cumplimiento de las profecías bíblicas mediante la
pronta llegada del Rey Mesías. Eran los llamados «profetas apocalípticos». Hoy asociamos la
palabra «apocalipsis» con el fin del mundo, pero su significado literal es «revelación»; la
confusión proviene del hecho de que estos profetas solían anunciar el fin del mundo o, más bien,
el fin del mundo como lo conocían. En realidad sus anuncios eran apocalípticos porque
procedían de una revelación y el término preciso para definir sus visiones sobre el fin del mundo
es «escatológico», que significa «lo que trata sobre lo último». Como curiosidad, en español
también se usa «escatológico» para lo relacionado con la materia fecal por una simple
casualidad, ya que hay dos palabras griegas, éskatos y skatós, que suenan casi igual y han tenido
la misma transcripción fonética en nuestro idioma.
Los profetas apocalípticos judíos podían anunciar la llegada de un Mesías o podían presentarse
como Mesías ellos mismos. Jesús fue un profeta apocalíptico porque predicaba un mensaje que
le había sido revelado directamente por Dios, y escatológico porque trataba sobre el inminente
fin del mundo conocido. En esto, Jesús no era una figura anómala ni inusual: una divertida
escena de La vida de Brian parodia esta proliferación de profetas apocalípticos y, pese a la
exageración cómica, la secuencia tiene base histórica. Jesús también anunciaba el cumplimiento
casi inmediato de las profecías bíblicas y hablaba de algo que debía ocurrir en años o, como
mucho, en décadas. En los propios Evangelios se lo retrata insistiendo sobre esa inmediatez,
como cuando dice a sus discípulos: «No conoceréis la muerte antes de que estas cosas sucedan».
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La inminencia del cumplimiento de las profecías mesiánicas también está recogida en los textos
cristianos más antiguos conocidos, las epístolas de Pablo de Tarso, quien también parecía
pensar que todo lo anunciado por Jesús iba a suceder en aquella misma generación.
La famosa frase «Mi reino no es de este mundo» es una evidente adición posterior al mensaje
original de Jesús. El reino del que hablaba Jesús solo tenía sentido para sus seguidores si era el
reino de Israel de un milenio atrás, el de David. Cambiado y repleto de prodigios, pero terrenal.
Porque ese era el reino del que hablaría cualquier aspirante a Mesías en el primer tercio del siglo
I. No en vano, incluso la tradición cristiana recuerda que los romanos ejecutaron a Jesús bajo la
acusación de presentarse como un rey (con el famoso letrero de la cruz que exponía con sorna el
nombre del reo y la causa de su ejecución: Iesus Nazarenus Rex Iudaeorum, «Jesús de Nazaret,
rey de los judíos»). Esto demuestra que a ojos de los romanos no había otra manera de
interpretar lo que era un Mesías sino un aspirante a rey, aunque se puede discutir si la sola
mención del título «rey de los judíos» bastaba para provocar a los romanos si no venía
acompañada de algún otro incidente.
El judaísmo de Jesús
Recordar que Jesús practicaba la religión judía puede parecer insistir sobre lo obvio, pero aún
subsiste la idea errónea de que Jesús se separó del judaísmo para fundar una nueva religión. No
hay ningún indicio de que lo hiciera. En el Evangelio de Marcos, el más temprano, escrito
décadas después de su muerte por un autor que no era palestino, Jesús aparece retratado como
un judío piadoso desde casi cualquier punto de vista. Muestra respeto a las leyes mosaicas.
Predica en sinagogas y cita la Biblia hebrea. No intenta convertir a romanos ni a los griegos,
sino a sus compatriotas de Galilea y a sus congéneres de Judea. Su mensaje original parece
haberse conservado bien en las décadas de tradición oral, puesto que en los escritos del ámbito
grecorromano que conocemos hoy Jesús tiene poco de grecorromano. El núcleo mollar de su
prédica en esos textos es muy característico de lo que cabría esperar de un profeta apocalíptico
palestino del siglo I. Su mensaje es un mensaje judío.
Tampoco existen motivos de peso para creer que Jesús pensó que ese mensaje fuese aplicable a
los gentiles. Le hubiese sorprendido, y quizá incluso escandalizado, saber que terminaría
convirtiéndose en el centro de la religión oficial del Imperio romano. Gracias a las cartas de
Pablo de Tarso sabemos que los primeros seguidores judíos de Jesús —liderados por su
discípulo Simón Pedro y su propio hermano Santiago— ni siquiera querían admitir a gentiles
en su grupo. De la actitud de los discípulos de Jesús, que hoy calificaríamos de xenófoba y que
era criticada con tanta acritud por Pablo, cabe deducir que el propio Jesús había hablado de
cosas que concernían solo a los judíos y que, o bien se había opuesto a la salvación de los
gentiles, o bien ni siquiera se había molestado en aclarar si los gentiles eran dignos de formar
parte del futuro reino de Israel. Hay episodios de los Evangelios muy ilustrativos al respecto,
porque parecen estar ahí para justificar que los gentiles sí pueden merecer la salvación. Un gran
ejemplo es el episodio de la mujer fenicia a la que Jesús niega su ayuda por ser una extranjera
(al menos hasta que ella le hace cambiar de idea, ¡el único momento del Evangelio de Marcos
en que Jesús está equivocado y termina reconociendo su error!). La escena parece una
rectificación del evangelista a la mentalidad original de los cristianos de Jerusalén, pero ya
hablaremos de ello más detalle.
Lo que sí se ha debatido mucho es la corriente concreta de judaísmo que Jesús practicaba.
Algunos han llegado a especular con la idea de que fuese un zelote, recordando que, según la
24
tradición, uno de sus discípulos pertenecía a ese partido. También recuerdan que en la vida de
Jesús debió de haberse producido algún incidente turbulento que fue recogido por la tradición
oral y que podía haber justificado su crucifixión, como su arrebato agresivo en el Templo.
También señalan el hecho, aceptado por los historiadores, de que los romanos lo ejecutaron bajo
la acusación de sedición, cosa que quizá requería algo más que una simple declaración religiosa
sobre su identidad mesiánica. Sin embargo, aunque sí pudo haber alguna trifulca provocada por
él (el incidente del Templo parece verosímil), no hay indicios de que Jesús defendiera una
revolución. Su tono debió de ser el de alguien que habla también de paz, humildad y
mansedumbre, pues en la tradición temprana no hay rastro alguno de mensaje combativo.
Además, si él se consideraba el Mesías, no podía pretender expulsar a los romanos por medios
violentos, cosa que de todos modos hubiese sonado extraña en boca un carpintero galileo que no
estaba precisamente al frente de un ejército y cuyo número de seguidores nunca debió de ser
muy grande, no lo bastante como para que sus contemporáneos escribiesen sobre él como sí
hicieron sobre otro profeta apocalíptico, Juan el Bautista.
Es tal el pacifismo que impregna casi todo el mensaje de Jesús que otros han defendido la
posibilidad opuesta de que Jesús fuese un esenio o perteneciese a un grupo cuasi monástico.
Citan sus periodos de retiro, el hecho de que no estuviese casado o el que dijese a sus seguidores
que pusieran sus bienes en común. Sin embargo, según la tradición temprana, Jesús no huía de
una posible contaminación moral, sino que gustaba de juntarse con el pueblo y parece ser que ni
siquiera rechazaba a reconocidos pecadores en su entorno. No se le conoce pareja —tampoco se
afirma que fuese célibe—, pero admitía a mujeres entre sus discípulos y no parecía muy
preocupado por la moral sexual. En sus dichos no hay casi nada sobre sexualidad, algo que
contrasta mucho con la doctrina de algunos de los primeros patriarcas cristianos (como Pablo de
Tarso, quien sí parecía obsesionado con los temas carnales). Los Evangelios, aunque escritos en
comunidades influidas por el legado de Pablo, no retratan a un Jesús puritano, sino a un Jesús
preocupado por cuestiones de justicia social y económica. El Jesús del Nuevo Testamento,
recordemos, condena con énfasis a los ricos, pero no a prostitutas, adúlteros u homosexuales. De
hecho, por ejemplo, su mención al divorcio y el adulterio contrasta tanto con el resto de su
mensaje que algunos estudiosos sostienen que se trata de una interpolación. El asunto es
complejo, porque otro pasaje del que sí se sabe con seguridad que fue inventado con
posterioridad (el momento en que Jesús detiene la lapidación de una mujer adúltera), aun siendo
falso, demuestra que en la tradición cristiana primitiva no se veía a Jesús como alguien que
considerase el sexo un problema relevante. El puritanismo sexual de muchos cristianos siempre
ha tenido que basarse en otros textos, porque es casi imposible deducir una moral sexual
estructurada de los dichos atribuidos a Jesús.
El Jesús de los primeros textos cristianos, que habla mediante parábolas y pretende convencer
antes que imponer, pero que defiende la necesidad de cumplir la Torá, encaja mucho mejor con
otro grupo religioso. Esto, dadas las ideas inculcadas en el imaginario por la tradición cristiana,
puede sonar muy sorprendente, pero hoy se sugiere que Jesús fue un fariseo. O, al menos, un
fariseo sui generis. Muchas de sus ideas concretas son ideas farisaicas. Como mínimo es
innegable que el judaísmo de Jesús es el judaísmo rabínico de las sinagogas, lo cual encaja con
un hombre de clase humilde que había crecido en una pequeña población galilea, y ya hemos
visto que el rabinismo estaba dominado por el pensamiento fariseo.
Los historiadores también suelen coincidir en una idea recogida en los Evangelios, pero muy
incómoda para los propios autores de aquellos textos: que Jesús fue discípulo de Juan el
Bautista, quien predicaba el arrepentimiento porque esperaba algún acontecimiento inminente,
que muy bien podía ser la llegada del Mesías. Es dudoso que Juan llegase a creer que Jesús era
el Mesías como cuentan los Evangelios (y mucho más dudoso que fuese su primo), pero el
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hecho de que Jesús fuese bautizado por Juan —esto es, admitido entre sus seguidores— es algo
que los historiadores consideran muy probable, por motivos que ya explicaremos.
En todo caso, Jesús no fue una figura revolucionaria, ni siquiera inusual, dentro del judaísmo
palestino del siglo I. Se formó en las sinagogas. Se convirtió, como otros, en creyente del
anuncio apocalíptico de Juan. En algún momento decidió que él mismo era el protagonista de
ese anuncio. Todo esto encaja en el judaísmo de su generación. Incluso en la tradición temprana
de los cristianos alejados de Palestina, Jesús es tan característicamente judío que resulta difícil
encontrar elementos paganos en su mensaje (aunque sí los hubo luego en su biografía, cada vez
más adornada por los distintos autores de los Evangelios conforme transcurrían las décadas).
Fueron más bien los seguidores de Jesús quienes, después de su ejecución, dieron una vuelta de
tuerca a su figura para crear un nuevo concepto: el Mesías crucificado y penitente, el «cordero
de Dios». Esto sí constituía una novedad porque, por primera vez, algo relacionado con Jesús
chocaba de manera frontal con la visión religiosa de la mayoría. Un Mesías derrotado por los
romanos sonaba tan absurdo que pudo haber sido olvidado, pero su crucifixión inspiró un
sorprendente proceso religioso: el Mesías ya no estaba aquí para restaurar el reino de Israel, sino
para cumplir unas promesas que empezaron a volverse cada vez más abstractas y que se fueron
retrasando en el tiempo hasta terminar en el único lugar donde todavía podían ser sostenidas: la
eternidad.
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El tabú de la sangre
La violencia se convertiría en una de las principales ofensas a Dios, si acaso la más grave.
Aunque, cabe aclarar, la delimitación del alcance de los preceptos morales extraídos de los
textos religiosos israelitas es difícil, si no imposible, en la práctica. El Antiguo Testamento, al
igual que el Nuevo, es una compilación heterodoxa de textos escritos por diversos autores en
diferentes épocas y contiene contradicciones flagrantes. La violencia es condenada en algunos
pasajes, pero alentada, incluso conminada, en otros. Además, los libros de la Biblia hebrea no
solo son de autoría diversa, sino que varios de ellos fueron creados como compilaciones de
fuentes diferentes. Algunos libros contienen relatos paralelos sobre un mismo hecho que pueden
llegar a contradecirse, de lo que se deduce que esos dos relatos no proceden de una única fuente
y que ese libro fue dos, o más, en el pasado. Por ejemplo, existen dos mitos de la creación en el
Génesis. Y no son idénticos.
El Génesis, no obstante y como ya hemos dicho, nunca pretendió ser una crónica histórica, sino
la traducción de ideas complejas al lenguaje sencillo de narraciones metafóricas que cualquiera
pudiera entender. De manera idéntica a los Evangelios cristianos, los textos bíblicos judíos
estaban pensados para ser leídos, ya que en las congregaciones abundaban los analfabetos. Ese
es el espíritu de los mitos: explicar de manera sencilla por qué la realidad es como es. Los
creyentes más ingenuos podían interpretar los mitos de manera literal (algunos aún lo hacen hoy
en sus respectivas religiones), pero eso no significa que esos mitos fuesen concebidos como otra
cosa que elaboraciones simbólicas.
Aun así no siempre es fácil reconstruir la interpretación original de quienes plasmaron aquellos
mitos en pergamino. En la religión israelita, como después en la cristiana, no basta con el
análisis de los propios textos tal y como han llegado hasta nosotros. También hay que intentar
reconstruir las ideas que estaban detrás de esos textos. Un ejemplo: la Biblia, en determinados
pasajes, aboga por el asesinato, la esclavitud, la violación y el expolio. Impone penas de muerte
por transgresiones morales que para nosotros son triviales. Sugiere la mayor fiereza contra los
enemigos. Sin embargo, estas reglas eran difíciles de aplicar a rajatabla incluso en el mundo de
los antiguos israelitas. En la práctica, un seguimiento estricto de la normativa bíblica tal como
estaba escrita podía atentar contra la estabilidad social. En ocasiones se producían ejecuciones
brutales por motivos religiosos, ya fuese buscando la ejemplaridad o como efecto de la crueldad
de algún dirigente concreto, pero también había una clara tendencia a soslayar los aspectos más
severos de la ley.
La tradición cristiana se empeñaría después en retratar la justicia religiosa judía como
despiadada, pero incluso el alto tribunal del Sanedrín solía aplicar medidas garantistas en los
procesos religiosos y no era fácil que unos acusadores pudiesen obtener una condena a muerte.
Entre los judíos, como después entre los propios cristianos, la ley solía ser más extrema cuando
leída en los textos sagrados que cuando aplicada en la vida cotidiana. Si los israelitas hubiesen
aplicado las leyes bíblicas al pie de la letra se hubiesen extinguido en unas pocas generaciones.
Como en todas las religiones, el día a día forzaba la adaptación de las normas al sentido común
y los judíos se limitaban a hacer caso omiso de aquellos mandamientos que chocaban con la
convivencia básica. Entre ellos, como en cualquier otro pueblo, la violencia estaba mucho peor
vista en la vida real que lo sugerido por los más brutales pasajes de sus textos religiosos. De
hecho, como ya vimos en capítulos anteriores, en el judaísmo abundaban los movimientos
pacifistas. El fariseísmo, escuela de la que casi con toda probabilidad bebió el propio Jesús,
obviaba los llamamientos bíblicos a la violencia y el castigo físico, abogando por una visión
mucho más humanista y racional de la ley religiosa.
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Siguiendo con las contradicciones en los textos judíos, la misma Biblia que recomendaba la
violencia en unas páginas caracterizaba el asesinato como el peor de los pecados en otras. Esto
hacía que la Biblia y la propia ley religiosa judía careciesen de consistencia interna, por
supuesto, pero la consistencia o la lógica no eran los criterios bajo los que fueron escritos
aquellos textos. Según la mitología de los antiguos israelitas, de hecho, los seres humanos son
hermanos entre sí. Todos son hijos de Dios. La historia bíblica de Caín y Abel ilustra la idea de
que todo asesinato es un fratricidio y esa idea fue tanto o más importante en la tradición israelita
que las exhortaciones a la masacre de enemigos o la aplicación de la pena de muerte por
infracciones menores. Según una visión pragmática de la vida no solo la paz era preferible a la
violencia, sino que el propio fundamento teológico del pacifismo era más sólido que el de la
belicosidad. Todo esto nos lleva a recordar que la sangre humana, que contiene la esencia de la
vida, era sagrada para los israelitas. Derramarla constituía la peor ofensa contra Dios porque
suponía despreciar y desperdiciar el más sagrado de los dones que Dios ha concedido a sus
hijos. Recordemos que cuando los humanos se enfrentaron entre sí, Dios los castigó con dureza
mediante el diluvio universal (la idea de una inundación como castigo provenía también de otras
mitologías anteriores).
Uno de los puntos críticos que la mitología israelita se vio obligada a resolver sobre la marcha
era justo eso, el castigo universal. Dado que el ser humano nunca deja de pecar y su carácter
violento nunca lo abandona, siguiendo la lógica impuesta por el Génesis cada generación
merecería ser castigada con su propio diluvio. Y, claro, la idea un diluvio universal cada treinta
o cuarenta años no tenía sentido, entre otras cosas porque resultaba evidente que no se producían
tales diluvios generacionales. Así que apareció una idea novedosa en la mitología de la todavía
incipiente Biblia hebrea. Yahvé terminó entendiendo que la agresividad formaba parte de la
naturaleza del hombre y que castigar a toda la humanidad de manera cíclica suponía entrar en un
círculo vicioso que podría ser interpretado, además, como un fracaso de su creación. ¿Qué
hacer, pues, para canalizar la agresividad de sus hijos? La respuesta era permitir cierto grado de
violencia. Contra los animales.
En la vida edénica de Adán y Eva, como en la de Enkidu, el ser humano era imaginado como
vegetariano. No porque el vegetarianismo fuese visto como una opción moral superior, sino
porque en el estado salvaje, tal como lo veían los israelitas y otros pueblos antiguos, el ser
vegetariano no era una opción, sino el símbolo de que el humano edénico era alimentado por
Dios. No cazaba a otros animales para comérselos ni sentía el impulso de matar porque Dios ya
le proporcionaba alimento. Así pues, en el Edén, los seres humanos no derraman la esencia
sagrada de la vida, la sangre. Cuando el ser humano obtiene la consciencia y la libertad, sin
embargo, se despierta su faceta violenta. Yahvé la castigó una vez con el diluvio, pero en lo
sucesivo tuvo que hacer concesiones. ¿Los seres humanos son violentos? Pues se les autoriza a
que maten animales con el fin de alimentarse y vestirse; de ese modo pueden desahogar su lado
agresivo sin recurrir al asesinato de sus congéneres. Así pues, cazar (o su equivalente, matar
ganado) es una violencia que, si no del todo deseable, es inevitable. Así nació la idea del
sacrificio animal como sublimación de la violencia entre humanos, una idea que entraría a
formar parte de los ritos y textos de la antigua religión israelita. El sacrificio, por descontado, no
era algo nuevo. Era un elemento común de todas las religiones antiguas. En las religiones
paganas el sacrificio era un soborno que se ofrecía a los dioses para tenerlos contentos y obtener
su favor. No tenía por qué consistir siempre en la muerte de un animal; a los dioses se les
entregaba también oro, incienso, flores, frutos, grano, etc. El sacrificio pagano era como una
transacción comercial: bienes materiales a cambio de favores divinos. En cierto modo, incluso
en el cristianismo actual pervive esa idea primitiva (y pagana) del sacrificio como transacción,
por ejemplo cuando se ofrendan bienes a algunos santos o vírgenes. Es una costumbre popular
30
que funciona bajo una lógica pagana, pero que, dentro de ciertos límites, fue tolerada y
sancionada por la Iglesia católica de origen grecorromano.
En la religión israelita, sin embargo, el sacrificio no era solo una transacción, sino también, y
sobre todo, una devolución. Era una transacción que, a la manera de los modernos pagos a
plazos, servía como recordatorio de la alianza entre Yahvé y su pueblo. Pero también era una
devolución porque cuando Dios autoriza a los humanos a comer carne animal, lo hace con una
condición: la esencia de la vida, la sangre, no puede ser consumida y ha de serle devuelta. Por
ello, desde tiempos muy antiguos, los israelitas llevaban animales a los santuarios para que los
sacerdotes los matasen. El animal no era un regalo para Dios (solo algunas partes grasas eran
entregadas a los sacerdotes como pago por su intervención); lo más importante del sacrificio era
la devolución de aquello que solo a Dios pertenecía: la sangre, esencia de la vida, que debía
quedarse en el altar. Derramando la sangre del animal bajo supervisión de los sacerdotes, los
israelitas asumían el recordatorio de que eran ellos, y no Dios, quienes estaban recibiendo un
regalo: la posibilidad de matar animales para poder comer. Por supuesto esta era solo una de las
varias ideas subyacentes que conformaban la relación de los israelitas con Dios, no tan basada
en los sobornos paganos como en el nuevo concepto de alianza. Pero sí fue la idea que le dio
forma al rito del sacrificio pascual, sin el que es imposible entender la concepción de Jesús
como resucitado.
Antes del siglo VII a. C. los sacrificios tenían lugar en pequeños templos diseminados por la
región o incluso a manos de sacerdotes itinerantes. Sin embargo las reformas religiosas del rey
Josías condujeron a la prohibición del sacrificio en los templos locales, que fueron
desmantelados. La matanza ritual pasó a ser un rito que ya solo podía realizarse en el Templo de
Jerusalén. El judaísmo pronto adoptaría como suyo el nuevo dogma de que solo había un
templo. La memoria colectiva recordaría, aunque de manera errónea, que ese centralismo
religioso se remontaba al añorado Reino Unido de Israel del rey David (en época de David, el
Templo de Salomón había sido el núcleo indiscutible de la fe israelita, pero no el único
escenario de sacrificios. Pese a ello, la tradición se empeñaría en recordar aquello de «un solo
Dios, un solo reino, un solo templo»). La reforma de Josías institucionalizó las peregrinaciones
hacia Jerusalén.
Siglos después de Josías, en tiempos de Jesús, cada Pascua los creyentes llevaban un animal
(por lo general, un cordero) al templo de Jerusalén para matarlo y devolver a Dios la esencia
vital, la sangre. Tampoco entonces el animal muerto se quedaba en el templo. Cada creyente se
llevaba su cordero para cocinarlo en una cena conmemorativa de la alianza con Dios. Una cena
pascual no era parecida a nuestras cenas navideñas, pues tenía un carácter mucho más solemne y
se celebraba atendiendo ciertas normas de obligado cumplimiento. Por ejemplo, no se debía
quebrar ningún hueso del animal sacrificado durante su preparación. Antes de cenar los
comensales debían saciar su apetito con otros alimentos, pues el cordero no debía ser consumido
para saciar el hambre. La carne no debía ser desperdiciada y ningún resto de ella debía quedar al
día siguiente, por lo que se podía invitar a la cena a cuantas personas fuesen necesarias para dar
cuenta del animal. Cada comensal debía consumir una cantidad mínima de carne, aunque en la
práctica, como atención a personas débiles o enfermas, esa cantidad mínima era simbólica:
apenas un bocadito del tamaño de un dado bastaba para cumplir con el rito.
Detrás de todas estas normas estaba la necesidad de recordar, entre otras cosas, que el cordero
que comían los judíos era la víctima inocente de un sacrificio realizado para expiar las culpas de
los humanos. En otras palabras, matar al cordero estaba mal, pero era un mal menor.
Puesto que el tabú del consumo de la sangre no había existido en las religiones que influyeron
en el desarrollo de la fe israelita y en las que también se habían realizado sacrificios animales, se
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deduce que dicho tabú no fue una idea derivada del propio acto ancestral del sacrificio animal,
sino una abstracción elaborada que los israelitas incorporaron a ese ritual. ¿En qué momento
histórico concreto reinterpretaron los israelitas el sacrificio? Es difícil decirlo, pero tuvo que ser
antes de que el cuerpo textual del Antiguo Testamento tomase su forma definitiva.
33
Aún hubo otro problema que los primerísimos cristianos, que eran todos judíos, necesitaban
resolver. Incluso conociendo la noticia de la resurrección, que el Mesías hubiese sido
crucificado necesitaba una explicación. ¿Por qué morir para después volver? Aquí es donde se
introdujo la segunda idea que separó el culto a Jesús de otros cultos similares: combinar la
figura del Mesías triunfante —el único Mesías admitido por los judíos— con otras figuras de las
que hablaba su tradición religiosa, como aquel enviado de Dios que expiaría los pecados de la
humanidad y que, en principio, no estaba identificado con el Mesías (aunque había maneras de
identificar ambas figuras a posteriori). Recordemos que, según las viejas profecías, la llegada
del nuevo reino de Israel de manos del Mesías vendría precedida por un periodo de purificación
en forma de desastres varios, los últimos castigos divinos antes de la salvación de los piadosos.
Los primeros seguidores de Jesús propagaron la idea de que Jesús, con la preminencia que le
confería ser el Mesías (esto es, un enviado de Dios), había intercedido ante el propio Yahvé para
evitar que la dolorosa purificación involucrase al resto de sus congéneres. Para evitar ese último
periodo de desastres y sufrimiento, Jesús se había entregado de manera voluntaria al sacrificio,
permitiendo que todos los pecados fuesen expiados en su propia persona. Jesús, de esta manera,
se había convertido en el Cordero de Dios.
La novedad de esta visión no consistía en la novedad de sus partes, todas ellas extraídas de la
tradición judía, sino en la unión de todas ellas. La conversión del Mesías triunfante en un Mesías
sufriente que moriría y resucitaría antes de regresar para triunfar. Esta idea fue sin duda una
elaboración posterior a la crucifixión, pero queda claro que apareció muy pronto porque las
cartas de Pablo de Tarso, escritas unos veinte años después de la muerte de Jesús (y anteriores
por décadas a cualquier Evangelio), ya contienen una visión muy elaborada de este concepto.
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opinión por única vez en todo el relato). Esta información básica acerca del indiscutible
judaísmo de Jesús estaba tan imbuida en la tradición temprana que el cristianismo posterior,
incluso en sus periodos de mayor antisemitismo, jamás pudo modificarla. De haber sido Jesús
una creación pagana, no hubiese sido modelado con tanta precisión sobre la típica plantilla de un
profeta apocalíptico judío de Palestina.
Los elementos paganos que sí aparecieron después en el cristianismo fueron adaptaciones a la
mentalidad romana o reinterpretaciones de elementos que la tradición judía había tenido en
común con otras religiones antiguas. Por ejemplo, el que la fiesta de la Navidad tenga raíces
paganas y no celebrase en origen el nacimiento de Jesús es algo que nada tiene que ver con la
tradición cristiana temprana. Muchos elementos navideños como el portal, la estrella de Belén o
los Reyes Magos están en los Evangelios y tienen claro simbolismo judío (en especial la
asimilación de Jesús al linaje real de David), pero el celebrarlos en determinadas fechas o
asociarlos a otros elementos que no son judíos se explica mejor por conveniencia cultural
posterior que por la idea de que la figura de Jesús en su forma original fue modelada en torno a
mitos paganos, porque no lo fue. Lo mismo sucede con elementos procedentes de los dioses
solares, etc. Leyendo el Evangelio de Marcos es imposible pensar que el autor de la narración se
basó en elementos paganos para retratar la figura de Jesús. Lo que el texto describe, insisto, son
las andanzas de un característico profeta apocalíptico judío del siglo I.
Eso sí, el que la idea judía del Cordero de Dios fuese a obtener tanto éxito en el mundo pagano
grecorromano es algo que requiere explicación. La veremos con detalle más adelante, pero, por
anticipar, se puede decir que no fue un fenómeno tan sorprendente. Lejos de considerar la
extensión del cristianismo como un «milagro» —como decían los apologistas cristianos en
tiempos pasados—, cabe pensar que estuvo propiciada por dos características básicas del propio
culto a Jesús. El cristianismo grecorromano ofrecía cosas que ninguna otra religión de la época
podía ofrecer, exceptuando al judaísmo, del que las había tomado. Pero además ofrecía algo que
ni siquiera el judaísmo estaba dispuesto a conceder: la salvación universal. Al contrario que el
judaísmo tradicional, el cristianismo no requería de costosos requisitos de entrada ni de pesadas
cargas en forma de normativas estrictas. El Mesías tradicional de los judíos había pedido
grandes cosas para considerar a alguien digno de salvación, pero —gracias a la insistencia e
influencia de Pablo de Tarso— el nuevo Mesías, Jesús, no pedía casi nada. Todos los sacrificios
necesarios los había asumido sobre su propia persona, en la cruz. Satisfecho Yahvé con el
derramamiento de la sangre del Mesías, el Cordero de Dios, el cristianismo podía prometer la
salvación a un precio asequible: bastaba con la fe.
Pilato preguntó a la multitud: «¿Qué debo hacer, pues, con este Jesús al que llaman el
Mesías?». La multitud respondió: «¡Crucifícalo!». Pilato preguntó: «¿Qué mal ha
cometido?». Ellos continuaron gritando: «¡Crucifícalo!». Habiendo visto Pilato que nada
podía conseguir excepto provocar una revuelta, tomó agua y se lavó las manos ante la
multitud, diciendo: «Yo no soy culpable de que se derrame la sangre de este hombre.
Vosotros veréis». Y la multitud respondió: «¡Que su sangre caiga sobre nosotros y sobre
nuestros hijos!». (Evangelio de Mateo)
Pilato temía que pudieran destituirlo debido a varios aspectos de su gobierno: sus actos
de insolencia, su rapiña, su hábito de insultar al pueblo, su crueldad, sus continuos
asesinatos de gente sin juicio ni condena, y su interminable, gratuita y gravísima
inhumanidad. (Filón de Alejandría, Legatio ad Gaium)
La creencia de que los principales instigadores de la crucifixión de Jesús habían sido los judíos
y no las autoridades imperiales empezó a extenderse muy pronto por las comunidades cristianas
del ámbito grecorromano. A finales del siglo I era ya una idea extendida, como se deduce de los
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primeros Evangelios escritos. Durante los siglos II y III empezó a derivar en un abierto
antisemitismo y más adelante serviría para justificar exilios, pogromos e incluso matanzas de
judíos. La ironía es que todos los cristianos, incluso los más antisemitas, sabían que Jesús había
sido judío y que había practicado esa misma religión que no pocos de sus nuevos seguidores se
empeñaban en condenar. Sin embargo, había muchas formas de racionalizar esta incongruencia,
pues era necesaria para resolver la incomodidad que producía entre los cristianos romanos el
hecho de que su principal referente religioso había sido ejecutado por el mismo sistema legal
bajo el que ellos vivían.
Los intentos por disculpar al imperio empezaron por un lavado de cara (y de manos) de Poncio
Pilato. Había sido el prefecto de Judea —esto es, el gobernador y comandante de la provincia
ocupada— entre los años 26 y 36, el periodo en el que Jesús predicó y fue crucificado. Pilato
había determinado la dureza de las políticas de seguridad en Judea, así que había sido como
mínimo el responsable de la ejecución en términos legales, hecho que los primeros Evangelios
escritos no se molestaban en negar. Cualquier romano, incluso uno que viviese lejos de Palestina
décadas después de los sucesos narrados por la tradición oral, sabía que una crucifixión era un
castigo imperial que no podía aplicarse sin el beneplácito, explícito o implícito, del gobernador
de la provincia o de los oficiales que respondían ante él. Sobre todo teniendo en cuenta que
Jesús fue ejecutado en Jerusalén, la capital no solo de Judea sino de toda la religión judía, y
durante la Pascua, que era la festividad más multitudinaria del año y la que más preocupaba a la
prefectura por cuestiones de orden público.
Los textos evangélicos retratan a Pilato como un gobernador benevolente que no entendía el
empeño que los jerosolimitanos, los habitantes de Jerusalén, mostraban por enviar a un hombre
inocente a una muerte horrenda. Ese retrato amable de Pilato es más que discutible y las fuentes
no cristianas recuerdan al personaje de modo muy distinto: historiadores como Flavio Josefo y
Filón de Alejandría denostaban a Pilato y lo comparaban muy negativamente con sus cuatro
predecesores en el cargo, que habían sido más respetuosos con las costumbres y sensibilidades
de los nativos. Pilato no tuvo tanta consideración; por ejemplo, plantó insignias y estatuas
imperiales en el Templo de Jerusalén, acto que los palestinos consideraron un insulto
innecesario. También usó el dinero del templo para sus propios fines. Sus diez años en Judea no
fueron los de un gobernador amable y sus arrebatos tiránicos provocaron manifestaciones,
protestas, campañas de desobediencia civil y conatos de rebelión. De hecho, Pilato terminó su
mandato debido a un suceso sangriento, la matanza de samaritanos en Gerizim, que escandalizó
a sus propios superiores.
Los samaritanos formaban un grupo escindido de israelitas que, al contrario que los judíos del
Segundo Templo, no aceptaban más textos sagrados que los del Pentateuco, desechando todo el
resto de la Biblia. Tampoco consideraban Jerusalén el centro de su religión. Su lugar sagrado era
el monte Gerizim donde, creían, estaban enterrados objetos que habían pertenecido a Moisés. En
el año 36, muy poco después de la muerte de Jesús, los samaritanos se congregaron en torno al
monte Gerizim siguiendo la llamada de su propio aspirante a Mesías, un líder carismático que
había prometido desenterrar el Arca de la Alianza para instaurar el nuevo reino de Israel. Esto
es, un profeta apocalíptico cuyas promesas eran similares a las de Jesús, pero con una
interpretación distinta de las viejas creencias israelitas y con la intención, quizá, de promover un
alzamiento armado. O ese fue el aviso que Poncio Pilato recibió de sus consejeros; el prefecto,
temiendo una revuelta, envió a Gerizim un destacamento de caballería e infantería pesada.
Los samaritanos, en realidad, no estaban iniciando un levantamiento armado, entre otras razones
porque su particular Mesías no había hecho acto de presencia; según parece, en cuanto supo que
los legionarios estaban de camino, el profeta samaritano cambió de rumbo y embarcó hacia el
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extranjero. Esto no cambió los planes de los soldados romanos, que tenían órdenes de sofocar
una revuelta y estaban dispuestos a cumplirlas. Cargaron contra la multitud, matando e hiriendo
a muchas personas, y detuvieron a varios líderes samaritanos que después fueron crucificados
sin juicio. Tras la masacre, la comunidad samaritana envió una embajada al legado de Siria
Lucio Vitelio, inmediato superior jerárquico de Pilato y encargado de supervisar la labor de este
como prefecto. Vitelio atendió las quejas de los samaritanos y depuso a Pilato, ordenándole
embarcar hacia Roma para ofrecer explicaciones al emperador Tiberio en persona. Cuando
Pilato llegó a Roma, sin embargo, Tiberio acababa de fallecer. No se sabe con exactitud qué fue
del prefecto destituido. El relato tradicional cuenta que el nuevo emperador Calígula lo envió al
exilio en la Galia, donde se suicidó al poco tiempo, bien por decisión propia, bien porque el
emperador lo había obligado a hacerlo. Su cuerpo, cuentan, fue arrojado a un río.
Como se ve, la crucifixión de Jesús bajo la acusación de sedición expresada en la inscripción
burlona INRI, «Jesús de Nazaret, rey de los judíos», no desentona con los métodos habituales
que Pilato empleaba para mantener el orden en Judea. Lo que cuadra menos con el estilo del
prefecto hubiese sido el actuar bajo presión de los saduceos del templo, cuya opinión no solía
tener en cuenta, o el haber recurrido a una votación supuestamente «tradicional» para indultar a
un preso, como se narra en la historia de la liberación de Barrabás, una costumbre de la que no
existe noticia alguna previa a los Evangelios. Pero, aunque la falta de mano izquierda de Pilato
disgustó incluso a sus propios superiores, los autores cristianos dulcificaron su recuerdo porque
necesitaban descargar a Roma de la muerte de Jesús y la única alternativa era inculpar a los
judíos palestinos.
Los cristianos romanos se tomaron muchas preocupaciones para sentirse cómodos rindiendo
culto a la figura de un judío casi desconocido que había sido ejecutado de manera ignominiosa
por el mal gobernador de una exótica e insignificante provincia oriental. Pero, ¿por qué este
empeño en mantener vivo ese culto? ¿A qué se debió su éxito entre los romanos? No había nada
de grecorromano en la figura de Jesús que recogieron los primeros Evangelios. Durante siglos,
los autores cristianos calificaron el lento, pero siempre progresivo proceso de conversión del
imperio como un «milagro evangélico». No hubo tal milagro; el imperio era de antemano un
terreno abonado para la extensión de aquella nueva religión directamente derivada del judaísmo
palestino. Era cuestión de tiempo que las religiones politeístas dejasen sitio a un sistema de
pensamiento metafísico más complejo y evolucionado; la prueba es el interés que ciertas clases
sociales romanas mostraban por el judaísmo, una religión cuyas normas hacían casi imposible la
llegada de nuevos conversos, pero que despertaba curiosidad y admiración.
V. EL JUDAÍSMO EN ROMA
Se estima, aunque todos los números son aproximaciones, que la población del Imperio romano
en tiempos de Jesús sumaba entre cincuenta y sesenta millones de personas. Los practicantes de
la religión judía constituían una minoría muy visible de entre el cinco y el diez por ciento de la
población total. Casi todos los judíos del imperio vivían en la cuenca oriental del Mediterráneo.
En Palestina había un millón de judíos, que constituían el grueso de la población local. Otro
millón vivía en Siria, la cuarta parte de la población local. Un millón más en Egipto, donde eran
una octava parte, aunque en ciudades como Alejandría llegaban a ser la mitad. Estos tres
territorios constituían el núcleo demográfico de la religión hebrea, pero había otro millón y
medio de judíos repartidos por casi todas las grandes ciudades del Mediterráneo. Así pues, los
romanos no pensaban que «judío» fuese sinónimo de «palestino», ni siquiera sinónimo de
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«oriental». El judaísmo era una religión con la que los romanos de los ámbitos urbanos llevaban
mucho tiempo conviviendo.
Es difícil generalizar sobre los judíos del siglo I, como es difícil generalizar sobre los propios
romanos. El imperio era muy extenso y de una punta a otra cambiaban costumbres, idiomas y
maneras de vivir. El judaísmo del siglo I no era monolítico, como ya vimos en partes anteriores,
pero sí es verdad que mantenía un cierto grado de cohesión al que las religiones politeístas no
podían aspirar. El estudio mandatorio de la Torá y el apego a la tradición ceremonial permitía
que los calendarios, festividades y normativas de los judíos estuviesen bien sincronizados entre
comunidades muy alejadas entre sí. La costumbre de recopilar, copiar y transmitir textos había
permitido que el judaísmo fuese un culto duradero y, siempre en términos relativos, poco
tendente a los cambios. Podría decirse que era una religión más evolucionada que el resto y que
parte de los romanos politeístas, al menos los que tenían cierta formación cultural, podían
sentirse atraídos hacia el judaísmo por su antigüedad y su riqueza textual, así como por la
actividad social y cultural de las sinagogas.
La organización de las sinagogas grecorromanas era similar a la de las sinagogas palestinas,
aunque con algunas diferencias: las sinagogas grecorromanas usaban términos griegos en vez de
hebreos para enumerar los títulos de sus integrantes y, al contrario que las palestinas, carecían
de atribuciones disciplinarias en asuntos de índole vecinal. La sinagoga romana no era un
templo, pues el judaísmo había prohibido siglos atrás construir otro que no fuese el de Jerusalén,
y se parecía más a una combinación entre parroquia, escuela y club social. En ella se rezaba,
pero no tenía carácter sagrado, así que podía estar situada en cualquier local comunitario. Cada
sinagoga estaba controlada por un consejo de ancianos, la gerusía, cuyo presidente apoyaba su
gestión en un grupo de arcontes o gobernadores. Había un tesorero, un encargado del
mantenimiento del local, y varios escribas. El rango de actividades iba mucho más allá de lo
religioso: además del rezo y ciertos actos ceremoniales, se estudiaba y se debatía sobre asuntos
terrenales, se emprendían campañas sociales y de beneficencia, y se realizaban actividades
lúdicas a las que podían acudir también quienes no eran judíos. La comunicación con los grupos
educados del entorno era fluida gracias al uso del griego y esa mayor apertura hacia los no
creyentes era la diferencia fundamental respecto de las sinagogas palestinas. Los judíos ni
siquiera usaban un término descriptivo para englobar a quienes practicaban otras religiones y se
referían a ellos como «gentiles», término latino derivado de gens («familia» o «linaje») que
hacía referencia al hecho de que los no judíos eran «otros pueblos». Fueron los cristianos
quienes más tarde empezaron a referirse como «paganos» a quienes no eran cristianos ni judíos;
por eso hoy, al menos cuando hablamos de la época anterior a Jesús, podemos emplear «gentil»
y «pagano» de manera indistinta.
El concepto que los romanos gentiles tenían de sus vecinos judíos variaba según el lugar y la
clase social. Para la mayoría, el judaísmo era una de tantas religiones del imperio, aunque con la
peculiaridad de rendir culto a un solo dios, una extravagancia insólita por entonces. En
ocasiones podía haber desconfianza o recelo hacia los peculiares usos religiosos de los judíos,
aunque no un antisemitismo feroz. De hecho, para algunos ciudadanos de clase alta que habían
recibido una educación formal, la actividad cultural de las sinagogas recordaba, por lo menos de
manera aproximada, a lo que todo romano consideraba las más altas instituciones de
pensamiento que hubiesen existido: las academias de los filósofos griegos. Si a esto sumamos el
sincretismo pragmático del romano para todo lo religioso, no es extraño que algunos gentiles
desearan conocer la mitología hebrea. Circulaban ediciones de la Biblia traducida al griego que,
aunque estaban pensadas para las sinagogas, también facilitaban la difusión de sus contenidos
entre los gentiles de clase alta. Por ejemplo, la Septuaginta (la «Biblia de los Setenta») era una
especie de bestseller en la época de Jesús y ayudaba a difundir la mitología hebrea entre los
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lectores de clase alta. En términos, claro está, de lo que permitía el ritmo pausado al que se
podía publicar en aquellos tiempos anteriores a la imprenta, cuando toda copia de un libro debía
ser manuscrita de manera muy laboriosa.
Los gentiles no solo llegaban a participar de las actividades de la sinagoga, sino que a veces
aportaban dinero, por lo que eran reconocidos con inscripciones conmemorativas, algunas de las
cuales han sido encontradas después en restos arqueológicos. Lo mismo sucedía a la inversa:
había judíos que ofrecían dinero o sacrificios a los dioses olímpicos. La Biblia prohibía de
manera expresa el culto a otros dioses que no fuesen Yahvé y la religión olímpica no era
obligatoria en el ámbito privado, pero sí aparecía en todos los actos importantes de la vida civil
romana. Cualquier judío que quisiera conseguir ciertas metas políticas o administrativas
necesitaba rendir algún tipo de pleitesía pública a los dioses olímpicos, aunque fuese de manera
fingida. Esto, desde luego, hubiese sido impensable en las regiones rurales de la Palestina, pero
podía suceder en el resto del imperio.
La práctica del judaísmo era legal, pues el imperio tenía como costumbre el permitir toda
religión que no amenazase con perturbar la paz social, pero además gozaba de un estatus
especial. Las autoridades imperiales, en general, tenían un muy buen concepto de las
comunidades judías, a las que veían como un patrimonio digno de conservar. A finales de la
época republicana, Julio César firmó un decreto por el que el Estado garantizaba protección y
una total libertad de culto para los judíos. El primer emperador César Augusto ratificó ese
decreto y lo amplió, otorgando diversos privilegios fiscales a las sinagogas. No obstante, existen
relatos sobre expulsiones de judíos en la ciudad de Roma, pero son confusos y los motivos que
se aducen no siempre parecen tener sentido. En el año 19, cuenta Flavio Josefo, el emperador
Tiberio ordenó expulsar a los judíos de la ciudad de Roma porque convertían a demasiada gente.
El motivo es dudoso porque los judíos no hacían proselitismo y, como veremos, no facilitaban
las conversiones, sino todo lo contrario. En el año 49, el emperador Claudio decretaría otra
expulsión que, según Suetonio se debió a los disturbios que los judíos habrían provocado como
reacción al ascenso del cristianismo. De nuevo, es un motivo discutible, pues en el año 49 las
comunidades cristianas eran grupos minúsculos que apenas estaban empezando a formarse en
algunos puntos del imperio y cuyo líder, un judío, predicaba en las sinagogas. Sin mucho éxito,
pero también sin gran escándalo.
¿Por qué algunos emperadores concedían una consideración especial al judaísmo? Primero,
porque era una religión y una cultura que tenía sus raíces en tiempos muy anteriores a la propia
fecha de fundación de Roma. Este hecho, por sí solo, impresionaba a los romanos, que
veneraban todo lo antiguo, ya fuese Egipto, Grecia o la Biblia. Esa antigüedad era también una
garantía de estabilidad, un signo de que los judíos eran un colectivo bien estructurado, amante
de la tradición y, por tanto, respetuoso del orden. Pero el judaísmo nunca llegó a propagarse
entre los romanos como lo haría el cristianismo. Los gentiles tenían difícil convertirse si no eran
judíos de nacimiento; las comunidades judías aceptaban la interacción, pero sin mucho interés
en engrosar sus filas con recién llegados.
Los judíos se consideraban un «pueblo elegido» y para ellos no tenía sentido incluir en su
religión a quienes no descendían de los antiguos israelitas. El judaísmo tenía un marcado
carácter étnico que se expresaba no en el color de la piel o el lugar de nacimiento, sino en la
herencia familiar y, sobre todo, la costumbre de circuncidar a los bebés varones al poco de
nacer. La circuncisión era el signo de identidad de los varones judíos y los varones paganos,
claro, no contemplaban la posibilidad de someterse a ella. Una cosa era ser circuncidado cuando
bebé, de lo que no quedaba recuerdo, y otra muy distinta era que un adulto quisiera someterse a
una intervención quirúrgica que, si tenemos en cuenta la rudimentaria medicina de la época,
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inspiraba comprensibles reparos, por no decir un sincero horror. Esto conllevaba que tampoco
las mujeres paganas pudiesen convertirse, porque Roma era un patriarcado y era siempre el
varón con más autoridad de cada hogar quien determinaba cuál era la religión «oficial» de la
familia. Algunas mujeres podían tener intereses religiosos particulares y se sabe que no pocas se
sentían atraídas por las sinagogas, a las que acudían con regularidad. Pero, incluso cuando
contasen con la tolerancia del padre, marido o hermano mayor, de cara a la sociedad seguían
siendo paganas mientras el cabeza de familia lo fuese también.
La circuncisión, pues, hacía que el judaísmo, en la teoría muy atractivo para cierto sector de
gentiles cultivados, no lo fuese tanto a la hora de dar el paso de convertirse. Si los seguidores de
Jesús hubiesen necesitado circuncidarse para optar a la salvación, es muy posible que el
cristianismo jamás hubiese llegado a triunfar en Roma. El cristianismo empezó a ganar terreno
porque era una forma de judaísmo en la que no había que circuncidarse. Por eso se puede
considerar que la figura más importante del cristianismo primitivo, después del propio Jesús, fue
Pablo de Tarso, el hombre que eliminó ese requisito.
La revolución paulina
De los veintisiete libros que conforman el Nuevo Testamento, trece son cartas atribuidas a Pablo
(aunque hoy solo se consideran auténticas siete) y un decimocuarto libro, Hechos de los
apóstoles, está dedicado en buena parte a su figura. Esto da buena idea de la enorme importancia
que tuvo en el cristianismo primitivo, que fue edificado según sus ideas, no según las ideas de
quienes habían caminado junto a Jesús.
Su nombre hebreo era Shaul, aunque en el ámbito grecolatino usaba también la versión griega
Paulos o la latina Paulus; por eso en español lo podemos llamar de manera indistinta Saulo o
Pablo. Era quizá artesano; en Hechos de los apóstoles se dice que se dedicaba al cuero y la
confección de tiendas y, aunque es un texto cuya fiabilidad es discutida, no es un dato
inverosímil. Sabemos, porque lo dice el propio Pablo en sus cartas, que continuó trabajando
mientras predicaba de ciudad en ciudad «para no suponer una carga» a las comunidades que
fundaba, lo que sugiere un oficio artesanal o comercial cuya actividad fuese fácil de trasladar.
Provenía de una familia de judíos piadosos y él mismo era un fariseo que había estado muy
comprometido con la ortodoxia religiosa. Como la mayoría de los judíos, pensaba que era
absurda la idea de que un crucificado fuese considerado el Mesías, aunque en su propia familia
había dos conversos, sus parientes Andrónico y Junia. Durante un periodo que pudo durar
entre dos y cinco años Pablo fue, según sus propias palabras, un «perseguidor» de los judíos
cristianos. En algún momento cercano al año 40, Pablo tuvo una visión en la que se le apareció
Jesús resucitado. La famosa escena en que cabalga de camino a Damasco y se le aparece Jesús
diciendo «¡Saulo, Saulo! ¿Por qué me persigues?», haciéndole caer de su caballo, no procede de
su testimonio, sino que es una construcción posterior incluida en Hechos de los apóstoles. Pero,
fuera como fuese aquella visión, debió de ser un momento conmovedor, pues Pablo se convirtió
en un devoto creyente del Mesías crucificado al que había denostado. Esto no implica que
estuviese delirando, ni siquiera que estuviese mintiendo. En aquella época, ciertas experiencias
místicas podían ser interpretadas como verdaderas apariciones. Un sueño, por ejemplo, podía ser
visto como una señal divina o una revelación, en especial por alguien que procedía de Tarso.
Pablo nunca conoció a Jesús en vida, pero sí conoció a Jacob (Santiago), que era el hermano de
Jesús, y a Simón (Pedro), que había sido su discípulo más importante. Ambos lideraban la
«Iglesia de Jerusalén», la comunidad cristiana más antigua de la que tenemos noticia, aunque en
realidad seguía siendo una comunidad típicamente judía. Todos sus miembros cumplían las
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leyes mosaicas y, aunque se relacionaban con normalidad con los gentiles, hacían como todos
los demás judíos y no los admitían como miembros de pleno derecho en su comunidad de
creyentes. Pablo, pese a ser judío él mismo, se quejaba con amargura de esa actitud. Era
partidario de que el mensaje de Jesús fuese llevado también a los gentiles porque entre ellos
habría justos que, teniendo fe, deberían encontrar un sitio en el nuevo reino de Israel.
El que la idea de universalizar la fe en el Mesías crucificado fuese rechazada por los discípulos
directos de Jesús podía significar dos cosas. Una, que Jesús también se había opuesto a la
salvación de los gentiles, o dos, la más probable, que no nunca había considerado necesario
mencionar a los gentiles porque, a fin de cuentas, nunca había predicado más allá de Galilea y
Judea. Esto no significa que Jesús justificase el desprecio a quienes no eran judíos o a los
extranjeros, y no hay indicio razonable de que hubiese existido algo parecido en su mensaje.
Parece más bien que Jesús se limitó a continuar una tradición religiosa milenaria que estaba
únicamente centrada en el pueblo de Israel. En el contexto geográfico y cultural de Jesús no
había motivos para considerar lógica la salvación de los gentiles quienes, a fin de cuentas, eran
«no creyentes» y estaban fuera del pacto con Yahvé. Gracias a Pablo, deducimos que Jesús
nunca pretendió fundar una religión nueva, sino culminar las profecías de la religión con la que
había crecido, y que Santiago y Pedro, pese a relacionarse con gentiles, continuaron esa misma
senda religiosa. Dice Pablo en la Epístola a los Gálatas:
Cuando vino Pedro a Antioquía me enfrenté con él, pues su actitud era digna de
reprensión. Antes que llegaran algunos del grupo de Santiago, Pedro comía en compañía
de los gentiles. Sin embargo, una vez llegó Santiago, Pedro se separó de los gentiles por
temor a lo que dijesen los otros circuncisos. Los demás judíos imitaron su falsedad (…).
En cuanto vi que Pedro no procedía con la rectitud que dicta la verdad evangélica, le dije
delante de todos: «Si tú, Pedro, siendo judío, vives como gentil y no como judío, ¿cómo
pretendes obligar a que los gentiles se conviertan en judíos? Tú y yo somos judíos de
nacimiento y no pecadores gentiles. Y, a pesar de ello, somos conscientes de que el
hombre no justifica su salvación por cumplir la ley judía, sino únicamente por su fe en
Jesucristo. También tú y yo hemos creído en Jesucristo para justificarnos mediante la fe y
no mediante las obras de la ley, pues mediante las obras de la ley ningún hombre será
justificado.
Así pues, en uno de los textos cristianos más antiguos, que precede en unas tres décadas a la
redacción del primer Evangelio escrito, Pablo revela que el círculo más cercano de Jesús
rechaza la admisión los no circuncisos; en otra ocasión los llama «hipócritas». Pero Santiago y
Pedro no eran hipócritas, al menos no en la cuestión de la circuncisión. Pablo provenía de un
entorno geográfico y cultural distinto, Asia Menor, donde se hablaba griego y donde la
mentalidad era más cosmopolita. En la ciudad de Tarso había una universidad y una gran
tradición filosófica que incluyó a estoicos como Antípatro y Zenón, cuyo pensamiento pudo
influir en la mentalidad de Pablo (por ejemplo, en la mencionada interpretación de los sueños
como visiones o apariciones). También se deduce del fluido trato de Pablo con los cristianos
palestinos que sabía hablar arameo —no era de esperar que palestinos pobres del ámbito rural
hablasen griego—, pero sin duda su equipaje cultural era muy distinto.
El conflicto doctrinal entre el universalismo de Pablo y la ortodoxia judaizante de Pedro y
Santiago encontró una solución bien sencilla: cada bando siguió por su camino. Pablo se
proclamó «apóstol de los gentiles», dedicándose a predicar por otros lugares del imperio,
dejando que Santiago y Pedro, los «apóstoles de los judíos», continuaran predicando en
Palestina. Como sabemos hoy, Pablo obtuvo mucho más éxito. El problema para Pedro y
Santiago era que sus congéneres palestinos encontraban difícil de procesar la afirmación de que
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el Mesías, una figura que debía haber triunfado sobre los enemigos de Israel, hubiese sido
ejecutado por los romanos. Si algunos se convirtieron, como el propio Pablo de Tarso, debieron
de ser muy pocos. De hecho, Pablo tampoco consiguió que los judíos de la diáspora aceptaran al
Mesías crucificado; de nuevo, si convenció a algunos, también fueron muy pocos. El éxito de
Pablo radicó en la conversión de los gentiles, quienes sí empezaron a sentirse atraídos hacia su
discurso. Si Pablo hubiese seguido el ejemplo de Pedro y Santiago (y del propio Jesús) y se
hubiese empeñado en predicar únicamente para los judíos, hoy no habríamos oído hablar del
cristianismo y la cultura occidental hubiese sido muy distinta.
Entre los años 40 y 60, Pablo fundó o inspiró la fundación de varias comunidades de creyentes
que iban desde Asia Menor hasta la propia ciudad de Roma. Por lo que parece, Pablo llegaba a
una ciudad, establecía su puesto comercial y empezaba a trabajar mientras predicaba en las
sinagogas (de manera estéril), y ante grupos de paganos (reducidos, pero convencidos). Se cree
que Pablo murió en torno al año 65 y que sus seguidores, pese a la amplia extensión geográfica
de las comunidades, debían de ser unos pocos cientos, quizá unos pocos miles. En torno al año
100 había quizá unos diez mil cristianos en el imperio; aún pocos, pero los suficientes para que
algunos historiadores paganos empezasen a mencionar su existencia. En el año 150 había unos
cuarenta mil cristianos. En el año 250 había más de doscientos mil, aunque suponían todavía
una ínfima minoría del 2 % de la población. Sin embargo, parece que esa era la masa crítica
requerida para la explosión definitiva, porque en el año 300 había seis millones, que eran ya la
décima parte de la población total. Ese repentino ascenso condujo a la desconfianza y el
agravamiento de las persecuciones contra los cristianos, pero también, a finales del siglo IV, a la
adopción del cristianismo como religión oficial del imperio y, poco después, como la única
permitida.
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rasgado de las cortinas del templo que habría coincidido, según estos nuevos autores, con el
último suspiro de Jesús en la cruz.
Habían transcurrido solamente cinco décadas desde la crucifixión de Jesús, pero la Iglesia de
Jerusalén, la comunidad judía de Pedro y Santiago, estaba desapareciendo debido a la dificultad
para convertir a otros judíos palestinos. En cambio, los cristianos gentiles, aunque todavía eran
pequeños grupos marginales en el imperio, habían heredado el timón dentro del culto a Jesús.
Libros como Hechos de los apóstoles crearon un nuevo relato sobre el conflicto entre el
cristianismo de Jerusalén y el cristianismo paulino. Los propios Evangelios incluyeron pasajes
como el de la mujer sirofenicia que consigue que Jesús se retracte de su mentalidad etnocéntrica
(muy significativo que en el Evangelio de Marcos sea la única ocasión en que un infalible Jesús
admite estar equivocado, y que lo haga en referencia a su empeño en salvar solo a los judíos). A
finales del siglo I, el Mesías judío —Hijo de Yahvé, pero plenamente humano— en que habían
creído Pedro y Santiago, estaba derivando hacia un nuevo concepto de Mesías que terminaría
siendo identificado con el propio Yahvé. El proceso de divinización de Jesús no iba a ser
uniforme en toda la cristiandad y no se completaría sin nuevas disputas doctrinales que se
alagarían durante varios cientos de años entre quienes pensaban que Jesús era el mismo Yahvé y
quienes pensaban que Jesús era un ser sin duda divino, pero inferior en estatura a Dios padre. En
lo que todos los cristianos estaban de acuerdo era en que el culto a Jesús ofrecía una respuesta
distinta a los sinsabores de la vida terrenal: la posibilidad de una salvación eterna.
V. LA DIVINIZACIÓN
Los cobardes, los descreídos, los abominables, los asesinos, los lascivos, los magos, los
idólatras y los embusteros, todos ellos irán a un lago que arde con fuego y azufre. Esa
será su segunda muerte. (Libro del Apocalipsis).
La salvación
En el Imperio romano, como en todas las naciones del mundo antiguo, la vida del ciudadano
humilde era muy dura. Las recompensas al trabajo, la honradez y la bondad eran escasas.
Muchos hombres y mujeres debían de sentir honda indefensión ante una existencia miserable
cuyas circunstancias no podían controlar, indefensión agravada por la mentalidad politeísta que
describía un universo amoral donde no importaba el destino de un ser humano anónimo. No es
que los romanos no creyesen en la existencia de dioses bondadosos; los había, pero no eran los
únicos dioses en los que creían. También había dioses caprichosos e incluso malvados, así como
demonios y demiurgos. En las esferas celestes se libraba una guerra entre fuerzas divinas que no
tenía en cuenta los intereses del ser humano, cuya posición en la escala de la dignidad estaba
solo por encima de la posición de los animales. Todo esto aplastaba la autoestima de los sufridos
habitantes de la Tierra, quienes sentían una desesperada necesidad de protección.
Las religiones politeístas del antiguo Mediterráneo no eran mecanismos para la salvación eterna,
sino herramientas de autodefensa para la vida cotidiana. Se basaban en la constante negociación:
mediante ofrendas, sacrificios y ceremonias, las personas pedían favores a los dioses esperando
que estos se molestasen en responder otorgándoles cierto grado de protección frente a los males
del mundo. Ofrendas concretas para pedir favores concretos. El ateísmo era casi inexistente y se
daba por hecho que las divinidades, aunque invisibles, no eran distantes y se ocupaban de
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manera activa en el funcionamiento de todo lo que el universo contenía: el clima, los ciclos
agrícolas, los nacimientos, la salud, etc.
Esta visión utilitaria de los dioses facilitaba cierto tipo de apertura religiosa pues cada persona,
en función de sus necesidades concretas, tenía derecho a elegir a qué dioses realizar ofrendas.
Los romanos del siglo I rezaban a los grandes dioses del panteón olímpico, pero también a
pequeñas divinidades locales y familiares, incluso a otras procedentes de religiones extranjeras.
Cualquier divinidad era válida si se le podía pedir algo. El culto activo, el acto de realizar
ofrendas y sacrificios, constituía el motor de la vida religiosa. En el Imperio también formaba
parte de la vida pública y política, aunque la fusión entre religión y Estado era sobre todo
ceremonial. En Roma, y en los politeísmos en general, no había creencias homogéneas ni
dogmas firmes. Tampoco había una moralidad religiosa inmutables, pues la moral provenía
sobre todo de la ética secular y de conceptos cívicos y terrenales.
El judaísmo del siglo I era otro tipo de religión. Se suele hacer énfasis en su carácter monoteísta
como principal peculiaridad, aunque esto es una media verdad. Podría decirse que el judaísmo
era de carácter henoteísta, una monolatría; esto es, una religión en la que se rendía culto a un
único dios (Yahvé), pero donde se concedía la posibilidad de que pudiesen existir otros dioses.
El judaísmo prohibía adorar a otros dioses que no fuesen Yahvé, pero no existía una posición
única sobre la existencia o inexistencia de esos otros dioses. Esto se debía a la preponderancia
del cumplimiento de las leyes mosaicas, de la moral, sobre la fe. El judaísmo, al contrario que
los politeísmos, sí era una religión dogmática y contenía un sólido cuerpo de normas morales de
origen divino. Aunque los israelitas realizaban sacrificios y ofrendas, no correspondían a un
proceso de negociación, sino al cumplimiento de un pacto que habían firmado con Yahvé. Un
pacto con un objetivo concreto: el establecimiento de un reino paradisíaco en Israel. Las leyes
mosaicas, comunicadas por Yahvé a su pueblo elegido, conformaban la moral porque eran la
parte del trato que los israelitas debían cumplir para aspirar a ese prometido reino. Los judíos
debían cumplir aquellas leyes para hacerse merecedores del cumplimiento de las profecías sobre
el Reino de Dios. Nada de esto concernía a quienes no eran judíos, que podían interesarse por
estas cosas, pero no participar en ellas. Hasta que apareció Pablo de Tarso en escena.
La buena noticia
Pablo empezó a viajar por diversas ciudades del Imperio propagando la noticia de que el dios de
los judíos, Yahvé, acababa de intervenir de manera espectacular en los asuntos terrestres. Había
sucedido en aquella misma generación, en Palestina. Un enviado de Yahvé, llamado Jesús de
Nazaret, había prometido acoger en el futuro reino de Israel a todos los que creyesen en su
mensaje. A todos, no solo a los judíos. Esto contradecía lo que defendían los seguidores
originales de Jesús, pero estos se encontraban relativamente aislados en Palestina y no tenían
influencia sobre las afirmaciones que Pablo realizaba en otros puntos del Imperio. Pablo insistía
en que Jesús había obrado el mayor de los milagros: regresar de la muerte. Sus seguidores
habían encontrado vacío su sepulcro y después Jesús se les había aparecido en visiones. El
propio Pablo aseguraba haber visto a Jesús resucitado también. Dado su celo misionero, es muy
posible que de verdad creyese haberlo visto.
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Pablo no siempre tenía éxito. Trabajo debía de costarle hacer nuevos conversos. Encontraba
especiales dificultades a la hora de intentar convencer a los judíos en las sinagogas porque,
como vimos en partes anteriores, para los judíos carecía de sentido la idea de un mesías
crucificado. Solo los judíos que pertenecían al círculo más cercano de Jesús y aquellos que
como Pablo no fueron cercanos, pero sí tuvieron visiones, creían en el carácter mesiánico de
Jesús. Entre los gentiles Pablo consiguió más adhesiones. No muchas, pero las suficientes como
para crear pequeñas comunidades que perduraron y prosperaron. El motivo de la conversión era
simple: quien creía en las palabras de Pablo, creía que la resurrección demostraba que Jesús era
el enviado de un dios muy poderoso, lo cual podía llamar la atención de cualquier romano. La
gente no resucita. Y el balance de poder, la comparación entre lo que unos dioses podían hacer y
otros no, era un elemento importante a la hora de decidir a cuáles rendir culto. Además, como
los romanos paganos no compartían la idea preconcebida que los judíos tenían sobre lo que
debía ser el Mesías —esto es, un rey triunfante—, pudieron aceptar que dicho Mesías hubiese
sido crucificado. Cierto, era una muerte vergonzosa a ojos de un romano, pero los propios
romanos podían entender que alguien con la pretensión de ser el «futuro rey de Israel» acabase
clavado en unos maderos. Así, los judíos centraban la mirada en la crucifixión y eso los volvía
escépticos hacia el mesianismo de Jesús; los paganos, en cambio, centraban la mirada en la
resurrección como demostración de poder del dios que lo había enviado a la Tierra. Eso explica
la rápida implantación del cristianismo en pequeñas comunidades grecorromanas y su posterior
expansión, progresiva pero imparable, por todo el Imperio.
Los primeros seguidores de Jesús, incluido Pablo, no pensaban que Jesús ofrecía una salvación
que tendría lugar después de la muerte. La muerte es incierta y nadie sabía lo que hay después.
El mensaje de Jesús había sido otro: la salvación de sus seguidores iba a ser un suceso físico y
no exclusivamente espiritual. El Reino de Dios sería un reino paradisíaco, pero terrenal, donde
los justos vivirían por siempre. Según Jesús, iba a suceder en aquella misma generación. Así
pues, Jesús había resucitado, pero sus seguidores no necesitarían resucitar porque nunca
llegarían a morir. Esta idea no fue desmentida por los primeros Evangelios, escritos cuando aún
cabía la posibilidad de que quedasen vivos algunos de los primeros discípulos de Jesús. En esos
textos se recoge esta idea cuando se narra que Jesús les dice a sus discípulos «no conoceréis la
muerte antes de que se cumplan estas cosas». En la década de los setenta del siglo I, la Parusía o
segunda y definitiva venida del Mesías era una esperanza todavía inmediata y tangible, algo que
debía suceder en pocos años. La perspectiva de librarse de la muerte y ser recompensado con
una vida plena y feliz en el reconstituido reino de Israel, el «Reino de Dios», se convertía en un
gran aliciente para reconocer a Jesús como un verdadero profeta. Y Pablo, el apóstol o
«mensajero» a quien conocían los grecorromanos, aseguraba que ese reconocimiento de Jesús
como enviado de Dios era requisito suficiente para formar parte de su reino. No hacía falta ser
judío ni cumplir con las leyes mosaicas.
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Otro aliciente para la conversión de paganos grecorromanos era el orden y armonía de la
teología judeocristiana tal y como era expresada en bellos escritos que no encontraban parangón
en las religiones politeístas. También, y sobre todo, un sistema moral con el que manejarse en la
vida cotidiana. Esto era algo que solo había ofrecido el judaísmo —al que los romanos no
podían convertirse con facilidad, como ya explicamos—, pero que no estaba presente en las
religiones politeístas, donde la confusión cosmogónica y teológica impedía la formulación de
preceptos duraderos. La moral romana era, sobre todo, una ética cívica y terrenal. Pero a finales
del siglo I ya estaba muy extendida la opinión de que el Imperio había perdido su integridad
moral. En el recuerdo permanecían los ecos de la Roma de los inicios, cuando la ciudad había
heredado valores sencillos y honestos propios del entorno agrario. Esta nostalgia de un pasado
más decente circulaba desde los estertores de la República, pero fue agudizada en el siglo I por
la inestabilidad política y el negro historial de algunos emperadores. Hoy los historiadores
afirman que no todo lo que se contaba sobre aquellos emperadores tenía por qué ser cierto, pero
muchos romanos de entonces sí creían las peores habladurías. De Tiberio se decía que en su
retiro se había entregado a toda clase de aberraciones sexuales, incluidas prácticas
sadomasoquistas y pederastia. De Calígula se decía que practicaba el incesto, cometía
asesinatos y otras cosas terribles, algunas de las cuales, para colmo, resultaron innegables
incluso para sus antiguos partidarios porque ellos mismos habían sido testigos de ellas. Ambos
emperadores habían muerto asesinados. Otros emperadores se suicidaron o fueron depuestos
mediante la fuerza, como Nerón. La incertidumbre política se sumaba a la incertidumbre vital.
La figura de Jesús, aunque todavía generaba un culto minoritario, ofrecía una salida. Primero,
ofrecía la posibilidad de adoptar ese sistema moral que los romanos siempre habían visto como
superior, el judío, pero sin la necesidad de circuncidarse ni de cumplir sus más fastidiosas
normas. De hecho, y siguiendo el ejemplo de Pablo, los cristianos podían despojar al judaísmo
de todo aquello que no les gustaba para adaptarlo a su propia mentalidad. El neojudaísmo de
Pablo se convirtió en pseudojudaísmo y más tarde en una secta tan diferenciada ya no podía ser
considerada una secta judía. El título de Mesías, el «ungido», fue traducido al término griego
equivalente Χριστός (Xristós) y después al latín Christus. Los seguidores de Jesús el Cristo
empezaron a ser conocidos como «cristianos», cuyo significado literal es «seguidores del
Mesías».
Como contrapartida a este abandono de ciertas leyes judías, se empezó a endurecer un aspecto:
el del castigo. Los judíos no creían en el infierno o, más bien, albergaban conceptos difusos
sobre un inframundo común para justos y pecadores, el Sheol, o sobre una especie de purgatorio
punitivo, el Gehena. Pero no eran elementos centrales de su religión, pues no existía una idea
unitaria sobre la otra vida. No era el castigo tras la muerte lo que más les preocupaba, sino el
castigo en vida, pues en la Biblia hebrea Dios suele aplicar su castigo en la esfera terrenal
(incluyendo, cosa no desdeñable, los propios castigos religiosos aplicados por las autoridades).
Jesús no había insistido en los castigos terrenales. Los cristianos, no obstante, tardaron poco en
idear castigos aterradores y eternos en el infierno. Si la salvación se había vuelto fácil, pues
bastaba la fe, también fácil se volvería la condenación eterna ganada por la falta de fe. El
concepto de infierno se haría más sólido al mismo tiempo que otro concepto nuevo: la idea de
que Jesús era Dios.
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En el mundo antiguo no existía una frontera clara entre lo humano y lo divino, no había un
abismo abrupto, sino toda una escala de diferentes gradaciones de divinidad. Un ser podía ser
divino en su totalidad, divino a medias, o ser humano con unas trazas de divinidad.
Había dioses inaccesibles, inmateriales o misteriosos, pero lo divino también podía manifestarse
en dioses intermedios, ángeles, demiurgos, demonios y espíritus de toda índole. Algunos seres
divinos descendían a la esfera terrenal; era la encarnación que les permitía cumplir
determinadas misiones o satisfacer ciertos caprichos. Si, por ejemplo, un dios se encaprichaba
de una mujer humana y se encarnaba en cuerpo terrenal para mantener relaciones sexuales con
ella, el hijo engendrado por ambos sería un semidiós a medio camino entre lo humano y lo
divino. Un semidiós también podía nacer de una madre virgen a la que un ser divino hubiese
impregnado sin acto sexual, mito que se le aplicaría a Jesús en los Evangelios de Mateo y Lucas.
El proceso inverso a la encarnación era la exaltación. Un ser humano era elevado a la categoría
de dios en atención a circunstancias o cualidades extraordinarias. Se podía divinizar a reyes,
faraones y emperadores, así como a profetas y otros personajes importantes. Otras personas
podían ser exaltadas debido a su inteligencia, su sabiduría, su valentía, su belleza o alguna otra
cualidad. Todo esto variaba según culturas y épocas, pero la ausencia de una frontera delimitada
entre lo humano y lo divino era común en todas las mitologías, incluso en la israelita. El que un
individuo humano tuviese una faceta divina no lo convertía siempre en el equivalente de un
dios. Sí le concedía una dignidad superior o poderes extraordinarios. El Mesías que esperaban
los judíos no era una encarnación de Yahvé, sino un enviado humano cuya faceta divina podía
manifestarse en su visión profética y la capacidad para realizar actos prodigiosos. De hecho, en
el siglo I no solamente esperaban los judíos que el Mesías fuese humano, sino que debía
descender de una estirpe humana concreta que se remontaba mil años hasta el rey David. Por
supuesto, también se esperaba que su parte divina lo hiciese capaz de cumplir con las grandiosas
profecías bíblicas; esa parte divina se la concedería Yahvé a modo de arma o herramienta para
cumplir sus fines. Pero el Mesías no era Dios, esa idea no hubiese tenido sentido para los judíos.
Los cristianos grecorromanos se basaban en las escrituras de la Biblia judía, pero las
interpretaban de otra manera, ayudados por la creciente circulación de textos nuevos que
reinterpretaban esa mitología judía desde una perspectiva más acorde con su mentalidad. Eso sí,
los cristianos todavía no concebían usar la cruz como símbolo, porque hubiese sido como usar
una bala para rendir homenaje a Martin Luther King. La cruz solo tenía sentido como símbolo
conceptual en los textos teológicos, pero no como signo visible que emplear en la vida
cotidiana, donde se hubiese considerado una exhibición de muy mal gusto (la cruz como
símbolo visible solo se haría omnipresente después de que el imperio aboliese la crucifixión).
Los cristianos primitivos preferían otras maneras de referirse a Jesús. Como el famoso pez, pues
es sabido que la palabra «pez» en griego, ΙΧΘΥΣ, servía como anagrama de Ἰησοῦς Χριστός
Θεοῦ Υἱός Σωτήρ, «Jesús el Mesías, hijo de Dios y salvador». Esto no se hacía al principio, por
cierto, como una manera de ocultarse porque el cristianismo estuviese proscrito, pues las
persecuciones generalizadas tardarían tiempo en llegar.
Al final, cuando la Iglesia se centralizó, se impuso la versión de que Jesús era una encarnación
de Yahvé, pero hubo muchas otras ideas que tuvieron popularidad en épocas y regiones
concretas. Los debates (como los que tuvieron lugar en el Concilio de Nicea sobre si Jesús
estaba subordinado a Dios o si era un igual a Dios o si era Dios mismo) fueron cerrados con el
tiempo más por efecto de ejercicios de autoridad que de una verdadera demostración
incontestable en el campo de la teología. La idea victoriosa fue la de que Jesús es un igual a
Dios y no un subordinado de Dios. Quienes discrepaban, como los arrianistas o los marcionitas,
tenían sus buenos motivos para no estar de acuerdo. Por ejemplo, el concepto de la Trinidad era
tan incomprensible que muchos cristianos lo rechazaban de manera abierta por considerarlo
absurdo. La mera identificación de Jesús con Yahvé presentaba muchos problemas de índole
lógica e intelectual. Por eso, aunque la divinización de Jesús comenzó de manera temprana,
durante siglos hubo muchos cristianos que no quedaron convencidos por lo que hoy
consideramos la ortodoxia. Hasta que los discrepantes fueron perseguidos como herejes, esas
herejías fueron, de hecho, la ortodoxia en determinados ámbitos geográficos y temporales.
La idea de que Jesús fuese Dios era discutida, pero poderosa desde el punto de vista mitológico.
En especial porque los cristianos empezaron no solo a abandonar el culto a otros dioses, sino a
convertir la fe, la creencia en Jesús, en una virtud principal. Como tal virtud principal, esa
creencia en Jesús no solo condujo a su identificación con Dios, sino que empezó a requerir
exclusividad, llevando al rechazo de la noción de que pudiese haber otros dioses. Sin embargo,
como sucedía en el judaísmo, el cristianismo tenía (y aún tiene) mucho de henoteísmo. Figuras
como los ángeles, los santos o la propia Virgen María se encuentran en estadios intermedios de
la escala de divinidad y la barrera infranqueable entre lo divino y lo humano existía más en la
mente de los cristianos que en sus prácticas religiosas. Aún hoy se le ofrecen sacrificios a santos
y vírgenes para pedir favores o la intercesión ante Dios, reconociendo que esas figuras ocupan
un lugar intermedio entre la esfera humana y el Dios supremo, pero habiéndoles retirado la
divinidad más de manera nominal que conceptual. Incluso Satanás es un ente que, en lo
funcional, pertenece a la esfera divina, aunque de manera nominal no se lo considere una
divinidad. El monoteísmo cristiano es, como poco, ambiguo. Y el obstáculo para que el
cristianismo admitiese ser una monolatría plagada de divinidades intermedias era la concepción
del universo como una monarquía absoluta. Si Jesús-Dios reinaba sobre toda la Creación, nada
podía escapar a sus designios. Todos los mecanismos de lo natural y lo sobrenatural, antes
repartidos entre un sinnúmero de dioses que los manejaban según intereses dispares, estaban
ahora bajo el mando único de Jesús-Dios. Las contradicciones, como la creencia en elementos
angelicales o diabólicos que ejercían sus propias acciones sobre partes del universo, eran
resueltas con piruetas teológicas o simplemente nominales.
FIN
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