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Notas del autor

Somos cristianos. Lo afirmamos con la boca llena. La sentencia se asoma a


nuestra mente y a nuestro corazón. Así nos fue asignado desde que el agua de la pila
bautismal mojó nuestras cabezas y así se nos enseñó desde la más tierna infancia, hasta
labrar ese concepto en nuestro subconsciente. Vivimos asomados a las ventanas del
edificio magnífico de la Santa Madre Iglesia Católica Apostólica y Romana y desde
ellas vemos a los demás, a los menos afortunados por haber errado el camino de la
verdad absoluta. En nuestro limitado espacio veneramos a nuestras vírgenes, a nuestros
santos, a nuestros mártires; soportados todos por las columnas del Dios Único, del Hijo
Salvador, del Espíritu Santo: Santísima Trinidad tan incomprensible que solo se accede
a ella desde la fe. Estas columnas de las que hablo están revestidas de los mármoles de
los Sagrados Libros, de oraciones, ritos y símbolos. Y sin embargo, ¿qué sabemos
acerca de los cimientos en los que se asientan tan insignes pilares? ¿Estarán hechos
también de mármol, serán de granito, de tosca argamasa o de arcilla blanda? ¿Alguna
vez se nos ha ocurrido bajar a los sótanos del edificio? ¿Alguna vez hemos pensado que
pasó en los momentos primeros de la historia que nos ha traído hasta aquí?
Iniciamos un descenso a un pasado lejano en el que se forjó nuestro presente. A
lo largo de este libro se podrá apreciar que el cristianismo que ha llegado a nuestros
tiempos, en sus principios —y en su devenir casi siempre— ha sido fruto de intereses,
circunstancias y situaciones que nada tienen que ver con la fe, sino más bien con la
mundanal política, con el ansia de poder y con el control de ese poder; y con las
decisiones arbitrarias que personajes clave tomaron en momentos concretos de la
historia de nuestra civilización. Para el desarrollo de esta idea y de esta novela he
escogido uno de esos instantes cruciales: la muerte de Constantino el Grande (337). Tal
acontecimiento marca el final de un camino en el que los cristianos pasan de ser una
minoría perseguida en un mundo de paganos a ser tolerada primero (Edicto de
Tolerancia de Galerio en 311) y luego asumida por el propio poder (Conversión de
Constantino en 312, Edicto de Milán en 313, Bautismo de Constantino en 337). Los
cristianos se convierten en esta época en los principales enemigos de sí mismos,
concretando sus disputas a través de continuas controversias que se fueron resolviendo
algunas veces gracias a la intervención del propio emperador o camuflando a través de
concilios en los que se apartaba a los herejes; siendo el más reseñable el Concilio de
Nicea (325), el primer concilio ecuménico, que sentenció a los arrianos sentando las
bases de la Ortodoxia. Con la muerte de Constantino se inicia un nuevo tiempo incierto
y convulso en el que incluso hay un intento de volver al pasado. Así acontecerá con
Juliano. Recomiendo para quien quiera abundar en ese futuro la excelente novela
Juliano el Apóstata de Gore Vidal. Edhasa. Barcelona 2008.
Desde el punto de vista político el primer cuarto del siglo IV representa el último
intento de unificación del imperio en manos de un solo hombre: Constantino,
gobernante de extraordinarias cualidades que ve en la religión cristiana el aglutinante de
tal unificación y utiliza la fe en beneficio de la política. Con él se recobra el concepto
de imperio gobernado por un emperador autoritario y todopoderoso, camuflada su
ambición bajo los designios divinos de un único Dios. Él acumulará todo el poder,
transformando el Senado de Roma y el de Constantinopla en simples asambleas
consultivas repletas de aduladores y subyugando a los ministros de la iglesia bajo su
báculo; definiéndose a sí mismo como el obispo de los de afuera, el gran conciliador.
Para conseguir sus fines reforzó el ejército —en muchos casos con bárbaros de las
fronteras—, la policía y los servicios de información; centralizó la administración y la
llenó de funcionarios desarrollando una complicada burocracia organizada
jerárquicamente; se rodeó de una casta de eunucos que gestionaban los asuntos de
palacio hasta el punto de convertir al emperador en alguien inaccesible; ideó pomposos
ceremoniales destinados a ensalzar su grandeza acercándolo a la divinidad. Dios
hablaba a Constantino a través de sueños, visiones y premoniciones para guiarlo en su
gobierno. Desde el punto de vista económico reformó el sistema monetario sometido
durante el siglo anterior a una fuerte inflación y para ello utilizó una nueva moneda: el
sólidus; decretó el carácter hereditario de los oficios a fin de garantizar su continuidad;
sentó las bases de la servidumbre medieval a través de la vinculación de los colonos a la
tierra que ocupaban. Utilizando el cristianismo transformó el concepto de moralidad,
las costumbres sociales, los hábitos arraigados en la sociedad romana durante siglos;
convirtió una fe minoritaria y perseguida en un instrumento de poder; dotó a la iglesia
de estructura, de medios económicos, de soberbias construcciones, de tierras y
prebendas; manipulando incluso en su favor el sólido edificio del derecho romano
construido y perfeccionado durante los siglos precedentes. Con la muerte de
Constantino muere su propio sueño: el de la unidad. Pero tras él, el complejo cuerpo de
la iglesia se yergue magnífico renaciendo de las cenizas de sus propias disputas, para
regir los destinos del mundo.
Bajo este Signo Vencerás (In Hoc Signo Vinces) se nutre de las obras que de los
clásicos Eusebio y Lactancio han llegado a nosotros y también de las de
contemporáneos como Paul Veyne o Bárbara Pastor. Del primero he tomado su fervor
hacia la figura de Constantino el Grande, ya que Eusebio lo contempla como el
instrumento del que el Dios de los cristianos se valió para que su iglesia se hiciese
universal. Del segundo la narración y descripción de una época contemplada desde los
ojos de un creyente convencido, de un filósofo reconvertido en historiador. Sus ojos son
al principio de la narración, en cierto modo, los de Cornelio, el escribiente protagonista
la novela; personaje en el que van a convulsionar la religiosidad con el amor y el deseo
y; por si fuera poco, con la razón humanista que, intrusa, trata de inmiscuirse en los
asuntos divinos. Paul Veyne nos ofrece una visión original excelentemente
documentada de la vida de Constantino, acompañada de acertados juicios críticos.
Bárbara Pastor, un análisis excepcionalmente didáctico de la figura de Constantino y
de su época. Para los entusiasmados con el período histórico descrito aconsejaré: Vida
de Constantino. Eusebio de Cesarea. Ed. Gredos. Madrid, 1994. Sobre la muerte de los
perseguidores. Lactancio. Ed. Gredos. Madrid, 1982. El sueño de Constantino. Paul
Veyne. Paidós. Barcelona, 2008. Constantino: La Invención del Cristianismo. Bárbara
Pastor. Ed. Oberon. Madrid, 2007.
Este libro que comienzas a leer se estructura en antecapítulos y capítulos. Los
primeros se sustentan de manera fiel en la obra de Eusebio de Cesarea. En los segundos
se desarrolla la ficción y se integran en ella fragmentos de la versión copta del
Evangelio de Judas sobre los que se reflexiona a través del protagonista de la novela.
Para tal fin he utilizado la traducción al español que Fabio Guevara hizo de la versión
inglesa de Rodolphe Kasser, Marvin Meyer, y Gregor Wurst, en colaboración con
François Gaudard. Las vicisitudes del recorrido de este texto gnóstico, desde el
descubrimiento hasta su llegada al gran público, son dignos de un documental y
Nacional Geographic se dio cuenta enseguida de ello haciendo una reconstrucción
excelente del hallazgo para la televisión. El Evangelio de Judas Bart D. Ehrman. Ed.
Crítica. Barcelona, 2007 es un excelente complemento. Estos fragmentos a los que me
refiero serán el nexo que enlaza a Cornelio, el esforzado secretario de un obispo, con su
amada Tesira, la hija de un augur, en un bucle en el que laten al unísono el amor y la
fatalidad.
En todo momento deseo, estimado lector, que seas consciente de lo que es
realidad y de lo que es ficción en esta novela. Por ello se incluyen en cursiva todos
cuantos nombres de personas, lugares u otras circunstancias se hallan fidedignamente
documentados.
Quisiera, para terminar estas notas, expresar mi agradecimiento a los estudiosos
y eruditos que han fabricado los materiales que me han permitido construir esta historia
y lo hago extensible también a los amigos que, con sus comentarios y críticas, me han
ayudado a mejorarla.

Juanjo Lamelas

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