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INSTITUTO DE FILOSOFÍA
LAS TRANSFORMACIONES DE LOS CONCEPTOS PSICOANALÍTICOS EN EROS Y
CIVILIZACIÓN
NICOLÁS GRACIA VARELA
Introducción
El proyecto utópico expuesto en Eros y civilización no logra eludir los peligros inherentes a las
empresas críticas que abordan el análisis dialéctico de la sociedad industrial como una totalidad.
Me refiero, por ejemplo, a la abstracción en la exposición de las alternativas a los modelos
imperantes y a la resolución superficial de problemas teóricos y prácticos que el diagnóstico ha
mostrado en todo su peso e importancia. Específicamente, el contenido concreto del trabajo
como despliegue y como juego, así como la erotización total de la personalidad, no sólo son
construcciones conceptuales abstractas que niegan su contraparte (el trabajo enajenado y la
centralización de la sexualidad, respectivamente) de manera indeterminada, sino que parecen no
tener en la debida cuenta la profundidad con la que ha transformado el principio de actuación el
aparato psíquico de los individuos. Pero, sobretodo, son categorías que no señalan estados
intermedios que puedan dirigir la acción transformadora de la sociedad, sino que, más bien,
presuponen la transformación que su ejercicio alcanzaría. Esta circularidad en la argumentación,
que nos permite leer Eros y civilización más como la descripción de una utopía que como su
proyecto, fue expresada por Marcuse (1968) en un texto posterior de la siguiente forma:
[…] para desarrollar las nuevas necesidades hay que empezar por suprimir los mecanismos que
reproducen las viejas necesidades. Para suprimir los mecanismo que reproducen las viejas
necesidades tiene que empezar por existir la necesidad de suprimir los viejos mecanismos. Este es
exactamente el círculo aquí presente, y no sé como se sale de él. (p. 44)
El yo y el ello
El potencial crítico del psicoanálisis, al que Marcuse se refiere como su tendencia oculta,
consiste en que pone de manifiesto, de manera inmediata, el vínculo ineludible entre los
individuos y su sociedad, y por tanto, también la relación que poseen con su pasado particular y
generacional. El psicoanálisis prepara una nueva consideración de la subjetividad, en la que los
contenidos positivos del sujeto son cuestionados en tanto son reconocidos como productos de las
interacciones históricas entre los seres humanos. Así, también las instituciones, a partir de las
cuales se construyen las subjetividades particulares, quedan expuestas en toda su contingencia.
Los componentes del aparato psíquico, el ello, el yo y el superyó, son en este contexto
entendidos como el reflejo psicológico del trasegar de la humanidad de la animalidad hasta los
más altos niveles de cultura. Pero, al mismo tiempo que expone esta relativización del registro
sociológico, el psicoanálisis puede hacerse culpable de validar ciertas determinaciones históricas
específicas como naturales e inevitables. Es esto lo que sucede con el revisionismo freudiano que
critica Marcuse en el epílogo de Eros y civilización; el potencial crítico es anulado a favor de la
validación más o menos indirecta de la sociedad que les era contemporánea. Un abandono
similar parece ser adjudicado a Freud por parte de Marcuse, de manera directa cuando le acusa
de tomar como naturaleza de la civilización una configuración histórica específica de ésta (punto
que desarrollaré en el tercer apartado de este trabajo), y de manera indirecta cuando se le
adjudica al yo una dominación sobre el ello cualitativamente equiparable a la que opera el
principio de actuación sobre las libertades individuales. Pero una revisión del papel del yo en la
mente y de su relación con el ello, mostrará cómo tal adjudicación pasa por alto las funciones
constitutivas del yo, que tienen lugar no sólo en las configuraciones sociales en las que reina el
principio de actuación.
Por otro lado, la intermediación del yo no opera tan sólo de manera negativa, mediante
prohibiciones e inhibiciones. Otra de sus funciones es la ligadura de energía psíquica libre a
objetos (Cfr. Ibid, p.172), ligadura necesaria también para la operación del principio del placer:
Correspondería entonces a las capas superiores del aparato anímico la labor de ligar la excitación
de los instintos, característica del proceso primario. (…) Sólo después de efectuada con éxito la
ligadura podría imponerse sin obstáculos el reinado del principio del placer o de su modificación;
el principio de la realidad. Mas hasta tal punto sería obligada como labor preliminar del aparato
psíquico la de dominar o ligar la excitación, no en oposición al principio del placer, más sí
independientemente de él, y en parte sin tenerlo en cuenta para nada. (Freud, 1983, p.110)
Vemos que las relaciones entre el principio del placer y el principio de la realidad, y entre el ello
y el yo son ambivalentes y dialécticas. La ligadura que lleva a cabo el yo es una operación
positiva que puede equiparase a la elección y a la concreción del deseo, un prerrequisito para la
comunicación entre el mundo interior y el mundo exterior. Pero tal elección implica la negación
de una multiplicidad de objetos posibles del deseo, la dominación y canalización de la
excitación. La instancia en función de la cual se realiza tal negación no es, empero, el yo, sino el
superyó. Al yo le corresponde establecer la comunicación y acumular las relaciones posibles que,
de acuerdo a la experiencia, ofrecen mejores oportunidades de una satisfacción más intensa y
duradera. Aún bajo otra perspectiva, podemos delimitar la jurisdicción de un yo independiente,
es decir, libre aún de los mandatos del superyó, a los primeros años de vida del individuo, en los
que la dominación de los instintos obedece a la autoridad de los padres. En tanto intermediario,
no son los contenidos ni las funciones del yo los orígenes de la represión excedente.
Es importante anotar, además, que el principio del placer no es reemplazado por el principio de
realidad con la ayuda del yo:
El ello obedece al inexorable principio del placer; mas no sólo el ello se conduce así. Parecería
que también las actividades de las restantes instancias psíquica sólo consiguen modificar el
principio del placer, pero no anularlo; de modo que subsiste el problema — de cómo y cuándo se
logra superar el principio del placer, si es que ello es posible. (Freud, 1999, p.172)
El principio de la realidad, instaurado con la aparición del yo, no reemplaza el principio del
placer, sino que le modifica “sin tenerlo en cuenta”. Esta indiferencia no implica un desinterés
por la consecución del placer, sino una subordinación de la insistencia de la excitación de los
instintos a las posibilidades concretas de su liberación. Más allá de esto, el principio de la
realidad se presenta como la consecuencia directa en el aparato anímico de la no autosuficiencia
de los organismos vivos, del hecho constitutivo, fundamental, de que la satisfacción de los
instintos implica una relación con la exterioridad. El reinado independiente del ello ha de
limitarse entonces a aquella etapa en la que aún no se es consciente de aquel hecho fundamental,
es decir, a la más temprana infancia. Pero el reinado del principio del placer se extiende hasta la
madurez y, de hecho, la meta principal del desarrollo individual es seguir el programa del
principio del placer, es decir alcanzar la dicha, la satisfacción (Cfr. Freud, 1992, p.135). El papel
del principio de la realidad y del yo se limita entonces a entablar una relación con el mundo
exterior, a posibilitar la comunicación. De modo que, cuando Marcuse (1983) insinúa la
necesidad de retornar a los estados psíquicos anteriores que sobreviven en el ello (Cfr. p.136),
desconoce esta función constitutiva del yo, que es independiente a la represión excedente y a los
intereses de la dominación, y pasa por alto la realidad concreta patológica, incrustada en el
sufrimiento, que conlleva la primacía del ello:
Hasta ahora siempre nos hemos visto obligados a destacar que el yo debe su origen y sus más
importantes características adquiridas a la relación con el mundo exterior real; en consecuencia,
estamos preparados para aceptar que los estados patológicos del yo, en los cuales vuelve a
aproximarse más al ello, se fundan en la anulación o el relajamiento de esa relación con el mundo
exterior. (Freud, 1999, p.175)
La fantasía
Pero, sobretodo, realiza una distorsión de lo que implica la relación del ello con el pasado.
Refiriéndose al surgimiento del principio de la realidad, nos dice: “los procesos mentales
anteriormente identificados con el yo del placer son divididos ahora: su corriente principal es
canalizada dentro del dominio del principio de la realidad y es obligada a acomodarse a sus
exigencias” (Ibíd, p.136). El yo del placer al que se refiere parece tener la connotación de una
forma de vida específica, cuando, como queda expresado en el apartado anterior, aquel yo tan
sólo podría ser identificado con el yo narcisista y patológico que no logra la concreción de su yo
en relación con la realidad, o bien con el yo indiviso e inconsciente del niño de brazos. Se nos
muestra una vez más el inconveniente general de no distinguir entre aquello que es constitutivo,
formal, si se quiere, y aquello que posee un contenido susceptible a la crítica y a la
transformación en función de la liberación de lo reprimido en exceso. La confusión de ambos
niveles le hace afirmar que, en la descripción de los dos principios del suceder psíquico, Freud
muestra cómo “para él no había ninguna racionalidad más alta para medir a la prevaleciente”
(Ibíd., p.85). Pero la racionalidad descrita no es aún la racionalidad irracional e ideológica que
justifica la renuncia a la vida y la inequidad. Es la racionalidad humana constitutiva de la que se
servirá tanto el principio de actuación como cualquiera de sus transformaciones libertarias.
La imagen de una forma de realidad diferente ha aparecido como la verdad de uno de los procesos
mentales básicos (el fantasear); esta imagen contiene la perdida unidad entre lo universal y lo
particular, y la gratificación integral de los instintos de la vida mediante la reconciliación entre los
principios del placer y de la realidad” (Ibíd., p.140)
Vemos que, como comentábamos más arriba, no sólo se idealiza la pérdida del yo narcisista del
infante o el loco y se pasa por alto la dialéctica del principio del placer (a saber, que es
irreconciliable con el de la realidad a causa de la dependencia de los organismo a la exterioridad
y que al mismo tiempo no deja nunca de ejercer su dominio sobre los impulsos humanos), sino
que también se pone como imagen, verdad o, incluso, conocimiento (Cfr. p.138), aquello que
pertenece, más bien, al orden de la creación, de la construcción libre de contenidos a partir de
imágenes, verdades o conocimientos preexistentes. La preexistencia de la materia prima de la
fantasía, que también comporta una elección (consciente o inconsciente), así como el potencial
transformador que le es propio puede entenderse mejor a partir de su relación con la represión:
La cultura exige continua sublimación; por tanto, debilita a Eros, el constructor de la cultura. Y la
desexualización, al debilitar a Eros, desata los impulsos destructivos. Así, la civilización está
amenazada por una separación instintiva en la que el instinto de la muerte lucha por ganar
ascendencia sobre los instintos de la vida. Organizada mediante la renunciación y desarrollada
bajo la renunciación progresiva, la civilización se inclina hacia la autodestrucción. (Ibíb., p.83)
El progreso en el sentimiento de culpa, derivado del incremento en las renuncias de los instintos,
termina por instaurar un desbalance en las dinámicas de los impulsos de vida y de muerte, que
resulta no en la expansión de la civilización, en el crecimiento de la unidad cohesionada que es
su fin, sino en su destrucción. De una manera más concreta, esta tendencia autodestructiva
encuentra un reflejo en el malestar cultural imperante, fundado en la inseguridad económica y los
ciclos infinitos del consumismo, que ofrece satisfacciones sustitutivas y artificiales que no
alcanzan a compensar las renuncias a la gratificación que requiere el trabajo enajenado; se trata
de la destrucción de la vida que vale la pena ser vivida.
La civilización es algo que fue impuesto a una mayoría contraria a ella por una minoría que supo
apoderarse de los medios de poder y coerción. Luego no es aventurado suponer que estas
dificultades no son inherentes a la esencia misma de la cultura, sino que dependen de las
imperfecciones de las formas de cultura desarrolladas hasta ahora. (p.143)
De esta manera, Freud se guarda de ser inconsecuente con la determinación histórica de los
instintos y de las instituciones que los organizan. Pero, más allá de ello, tampoco se compromete
con el “prejuicio según el cual cultura equivaldría a perfeccionamiento; sería el camino prefijado
al ser humano para alcanzar la perfección” (Freud, 1992, p.95). Las insuficiencias propias a un
momento dado de la cultura no se habrán de solucionar mediante la necesidad lógica descrita por
una noción lineal del progreso. El criterio para la evaluación de la salud y la estabilidad de una
cultura no parecería distar mucho de aquel propuesto indirectamente por Marcuse: “En épocas de
mayor madurez, está más asegurada la vigencia del principio del placer” (Freud, 1983, p.136).
Surge entonces la pregunta por el sentido específico del aumento progresivo en el sentimiento de
culpa, es decir, por los motivos que llevan a Freud a afirmar al mismo tiempo la necesidad de
dicho aumento y la insuficiencia o el error cultural que representan las instituciones opresoras.
La respuesta a esta se pregunta se encuentra en la distinción que ya hemos mencionado al
discutir la relación entre el yo y el ello, aquella entre el dominio de lo constitutivo y el de lo
ideológico (que se refleja en la diferencia entre represión básica y excedente), pero también la
encontramos en lo que se muestra como un prejuicio que permea la teoría de la civilización de
Freud: aquel que asume que es intrínseco a toda formación cultural el afán de expandirse hasta
abarcar a toda la humanidad.
A raíz de esta hostilidad primaria y recíproca de los seres humanos, la sociedad culta se encuentra
bajo una permanente amenaza de disolución. El interés de la comunidad de trabajo no la
mantendría cohesionada; en efecto, las pasiones que vienen de lo pulsional son más fuertes que
unos intereses racionales. (p.105)
Esas multitudes de seres humanos deben ser ligadas libidinalmente entre sí; la necesidad sola, las
ventajas de la comunidad del trabajo, no las mantendrán cohesionadas. (p.118)
El superyó
El superyó asume una especie de posición intermedia entre el ello y el mundo exterior, reúne en sí
las influencias del presente y del pasado. En el establecimiento del superyó vemos, en cierta
manera, un ejemplo de cómo el presente se convierte en el pasado. (Freud, 1999, p.182)
La apropiación crítica del psicoanálisis con miras a un proyecto libertario tal vez pudiese
alimentarse más del planteamiento de modificaciones concretas del yo cultural que de la
reducción de la represión y la romantización de estados indeterminados de la vida anímica
pretérita. De hecho, probablemente la sublimación no represiva, la erotización de toda la
personalidad, se sirva más de tales modificaciones que de la apertura de las limitaciones sobre
los objetos y espacios posibles para la satisfacción. La dirección de la crítica al superyó cultural
nos pondría de frente con los fundamentos de la producción de la ideología, con los valores y las
formas de experimentar el mundo que sirven de sustento al principio de actuación, ofreciendo así
el primer paso para su transformación, que por la naturaleza propia al superyó, sólo podrá tener
lugar mediante la toma de conciencia. El esfuerzo subjetivo por la eliminación de aquellos
valores que reproducen la represión excedente serviría entonces como la herramienta que prepara
la construcción de nuevas necesidades, nuevos vínculos, nuevas formas de organización política.
Esta tarea está lejos de ser la adquisición de la comprensión de la dialéctica de la sociedad
capitalista global; en su forma más concreta, consiste simplemente en la apertura crítica que
ofrece una educación humanista.
Bibliografía
Freud, S. (1999). Esquema del psicoanálisis y otros escritos de doctrina psicoanalítica. Madrid,
España: Alianza
_______. (1911). Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico.
_______. (1992). Obras completas. Tomo XXI. Buenos Aires, Argentina: Amorrortu editores.
_______. (1983). Psicología de las masas. Madrid, España: Alianza
Marcuse, H. (1968). El final de la utopía. Barcelona, España: Ariel
_______. (1983). Eros y civilización. Madrid, España: Sarpe