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UNIVERSIDAD DE ANTIOQUIA

INSTITUTO DE FILOSOFÍA
LAS TRANSFORMACIONES DE LOS CONCEPTOS PSICOANALÍTICOS EN EROS Y
CIVILIZACIÓN
NICOLÁS GRACIA VARELA

Introducción

El proyecto utópico expuesto en Eros y civilización no logra eludir los peligros inherentes a las
empresas críticas que abordan el análisis dialéctico de la sociedad industrial como una totalidad.
Me refiero, por ejemplo, a la abstracción en la exposición de las alternativas a los modelos
imperantes y a la resolución superficial de problemas teóricos y prácticos que el diagnóstico ha
mostrado en todo su peso e importancia. Específicamente, el contenido concreto del trabajo
como despliegue y como juego, así como la erotización total de la personalidad, no sólo son
construcciones conceptuales abstractas que niegan su contraparte (el trabajo enajenado y la
centralización de la sexualidad, respectivamente) de manera indeterminada, sino que parecen no
tener en la debida cuenta la profundidad con la que ha transformado el principio de actuación el
aparato psíquico de los individuos. Pero, sobretodo, son categorías que no señalan estados
intermedios que puedan dirigir la acción transformadora de la sociedad, sino que, más bien,
presuponen la transformación que su ejercicio alcanzaría. Esta circularidad en la argumentación,
que nos permite leer Eros y civilización más como la descripción de una utopía que como su
proyecto, fue expresada por Marcuse (1968) en un texto posterior de la siguiente forma:

[…] para desarrollar las nuevas necesidades hay que empezar por suprimir los mecanismos que
reproducen las viejas necesidades. Para suprimir los mecanismo que reproducen las viejas
necesidades tiene que empezar por existir la necesidad de suprimir los viejos mecanismos. Este es
exactamente el círculo aquí presente, y no sé como se sale de él. (p. 44)

En el presente trabajo no pretendo desarrollar la inconsistencia de esta utopía en términos de la


circularidad propia a su exposición. Intentaré, más bien, contrastar algunos puntos de la
propuesta con los conceptos psicoanalíticos, tal como aparecen en la obra de Freud, con el
propósito de señalar aquellos momentos en los que una interpretación desafortunada por parte de
Marcuse termina por encubrir un problema. Mi objetivo no consiste en corregir la interpretación
de Marcuse en favor de una visión doctrinaria del psicoanálisis, en tanto Eros y civilización
busca más una expansión de la metapsicología de Freud que una exégesis precisa; mi objetivo
será entonces tan sólo señalar los problemas conceptuales de la argumentación de Marcuse a la
luz de la obra de Freud. Para llevarlo a cabo, me serviré de cuatro momentos: 1) Desarrollo de la
relación entre el yo y ello. 2) El papel de la fantasía entre las facultades mentales. 3) La
consideración de la tesis de Freud según la cual a mayor civilización, se hace necesario un
aumento progresivo en la represión. 4) Consideración del concepto de superyó como
componente del aparato psíquico a partir del cual realizar la crítica a las estructuras sociales que
reproducen la represión excedente.

El yo y el ello

El potencial crítico del psicoanálisis, al que Marcuse se refiere como su tendencia oculta,
consiste en que pone de manifiesto, de manera inmediata, el vínculo ineludible entre los
individuos y su sociedad, y por tanto, también la relación que poseen con su pasado particular y
generacional. El psicoanálisis prepara una nueva consideración de la subjetividad, en la que los
contenidos positivos del sujeto son cuestionados en tanto son reconocidos como productos de las
interacciones históricas entre los seres humanos. Así, también las instituciones, a partir de las
cuales se construyen las subjetividades particulares, quedan expuestas en toda su contingencia.
Los componentes del aparato psíquico, el ello, el yo y el superyó, son en este contexto
entendidos como el reflejo psicológico del trasegar de la humanidad de la animalidad hasta los
más altos niveles de cultura. Pero, al mismo tiempo que expone esta relativización del registro
sociológico, el psicoanálisis puede hacerse culpable de validar ciertas determinaciones históricas
específicas como naturales e inevitables. Es esto lo que sucede con el revisionismo freudiano que
critica Marcuse en el epílogo de Eros y civilización; el potencial crítico es anulado a favor de la
validación más o menos indirecta de la sociedad que les era contemporánea. Un abandono
similar parece ser adjudicado a Freud por parte de Marcuse, de manera directa cuando le acusa
de tomar como naturaleza de la civilización una configuración histórica específica de ésta (punto
que desarrollaré en el tercer apartado de este trabajo), y de manera indirecta cuando se le
adjudica al yo una dominación sobre el ello cualitativamente equiparable a la que opera el
principio de actuación sobre las libertades individuales. Pero una revisión del papel del yo en la
mente y de su relación con el ello, mostrará cómo tal adjudicación pasa por alto las funciones
constitutivas del yo, que tienen lugar no sólo en las configuraciones sociales en las que reina el
principio de actuación.

El yo cumple la función de intermediar entre el ello y el mundo exterior. El ello, en tanto


depositario de las tendencias instintuales más originarias, pero también más indeterminadas,
pretende alcanzar la satisfacción sin consideración de las particularidades materiales del entorno
del sujeto. El yo, por su parte, también busca tal satisfacción, pero teniendo en cuenta las
limitaciones impuestas por la realidad. Esta función reguladora puede entrañar una connotación
represora y opresora de los anhelos individuales, sin embargo, la represión que lleva a cabo ha de
entenderse como represión básica, en la medida en que el yo, en esta primera acepción, pertenece
a un registro preideológico. Esto en el sentido de que lo que está en juego es la adquisición de la
racionalidad instrumental más básica, despojada aún de contenidos concretos. Cuando digo
preideológico intento separar esta función del yo de la del superyó, instancia mental que sí posee
contenidos concretos que reflejan la tiranía institucional en el interior del individuo. La represión
excedente que pueda procurar el yo ha de ser entendida entonces como producto indirecto del
superyó que le subordina. La función intermediaria del yo consiste tan sólo en “la
autoconservación, que parece ser desdeñada por el ello” (Freud, 1999, p.173). El yo afinca al
individuo en la realidad concreta y no tan sólo en la realidad simbólica fracturada de la
enajenación.

Por otro lado, la intermediación del yo no opera tan sólo de manera negativa, mediante
prohibiciones e inhibiciones. Otra de sus funciones es la ligadura de energía psíquica libre a
objetos (Cfr. Ibid, p.172), ligadura necesaria también para la operación del principio del placer:

Correspondería entonces a las capas superiores del aparato anímico la labor de ligar la excitación
de los instintos, característica del proceso primario. (…) Sólo después de efectuada con éxito la
ligadura podría imponerse sin obstáculos el reinado del principio del placer o de su modificación;
el principio de la realidad. Mas hasta tal punto sería obligada como labor preliminar del aparato
psíquico la de dominar o ligar la excitación, no en oposición al principio del placer, más sí
independientemente de él, y en parte sin tenerlo en cuenta para nada. (Freud, 1983, p.110)
Vemos que las relaciones entre el principio del placer y el principio de la realidad, y entre el ello
y el yo son ambivalentes y dialécticas. La ligadura que lleva a cabo el yo es una operación
positiva que puede equiparase a la elección y a la concreción del deseo, un prerrequisito para la
comunicación entre el mundo interior y el mundo exterior. Pero tal elección implica la negación
de una multiplicidad de objetos posibles del deseo, la dominación y canalización de la
excitación. La instancia en función de la cual se realiza tal negación no es, empero, el yo, sino el
superyó. Al yo le corresponde establecer la comunicación y acumular las relaciones posibles que,
de acuerdo a la experiencia, ofrecen mejores oportunidades de una satisfacción más intensa y
duradera. Aún bajo otra perspectiva, podemos delimitar la jurisdicción de un yo independiente,
es decir, libre aún de los mandatos del superyó, a los primeros años de vida del individuo, en los
que la dominación de los instintos obedece a la autoridad de los padres. En tanto intermediario,
no son los contenidos ni las funciones del yo los orígenes de la represión excedente.

Es importante anotar, además, que el principio del placer no es reemplazado por el principio de
realidad con la ayuda del yo:

El ello obedece al inexorable principio del placer; mas no sólo el ello se conduce así. Parecería
que también las actividades de las restantes instancias psíquica sólo consiguen modificar el
principio del placer, pero no anularlo; de modo que subsiste el problema — de cómo y cuándo se
logra superar el principio del placer, si es que ello es posible. (Freud, 1999, p.172)

El principio de la realidad, instaurado con la aparición del yo, no reemplaza el principio del
placer, sino que le modifica “sin tenerlo en cuenta”. Esta indiferencia no implica un desinterés
por la consecución del placer, sino una subordinación de la insistencia de la excitación de los
instintos a las posibilidades concretas de su liberación. Más allá de esto, el principio de la
realidad se presenta como la consecuencia directa en el aparato anímico de la no autosuficiencia
de los organismos vivos, del hecho constitutivo, fundamental, de que la satisfacción de los
instintos implica una relación con la exterioridad. El reinado independiente del ello ha de
limitarse entonces a aquella etapa en la que aún no se es consciente de aquel hecho fundamental,
es decir, a la más temprana infancia. Pero el reinado del principio del placer se extiende hasta la
madurez y, de hecho, la meta principal del desarrollo individual es seguir el programa del
principio del placer, es decir alcanzar la dicha, la satisfacción (Cfr. Freud, 1992, p.135). El papel
del principio de la realidad y del yo se limita entonces a entablar una relación con el mundo
exterior, a posibilitar la comunicación. De modo que, cuando Marcuse (1983) insinúa la
necesidad de retornar a los estados psíquicos anteriores que sobreviven en el ello (Cfr. p.136),
desconoce esta función constitutiva del yo, que es independiente a la represión excedente y a los
intereses de la dominación, y pasa por alto la realidad concreta patológica, incrustada en el
sufrimiento, que conlleva la primacía del ello:

Hasta ahora siempre nos hemos visto obligados a destacar que el yo debe su origen y sus más
importantes características adquiridas a la relación con el mundo exterior real; en consecuencia,
estamos preparados para aceptar que los estados patológicos del yo, en los cuales vuelve a
aproximarse más al ello, se fundan en la anulación o el relajamiento de esa relación con el mundo
exterior. (Freud, 1999, p.175)

El relajamiento de la relación con la realidad no significa en este contexto la relajación de los


vínculos ideológicos con la sociedad contemporánea, sino una incapacidad del yo para ligar su
deseo a objetos concretos y para reconocer los límites de su interioridad. Por tanto, la victoria del
ello en los conflictos que entabla con la realidad tal vez no resulte en la reivindicación de los
deseos originarios del individuo, sino en su ingreso en la enfermedad. Enfermedad que nace de
una incapacidad constitutiva (la de ligar energía psíquica libre) y que hay que separar de aquella
que es producto de las exigencias excesivas de una sociedad particularmente represiva. Es esta
distinción la que queda por fuera o insuficientemente determinada en muchas instancias de lo
que podríamos llamar la romantización del ello y de la fantasía que realiza Marcuse en Eros y
civilización.

La fantasía

La fantasía es imprescindible en la transformación del mundo. Permite poner en comunicación el


universo de lo posible con la limitación de las vidas concretas; realiza de manera inmediata la
unificación de lo universal y lo particular en su juego con la proyección del deseo, y en
circunstancias más sublimadas, con la construcción de universos de sentido inagotables, como
sucede con la poesía y la literatura. La liberación de la humanidad de la dominación del capital,
la realización de las potencialidades más altas del ser humano tiene que hacer uso de esta
facultad, principalmente porque implica la subversión de la realidad en un sentido muy concreto:
derrumba sin problemas cualquier limitación material. Esta independencia, que asegura al mismo
tiempo su poderío y su impotencia, surge de la distancia que toma del principio de la realidad.
Los deseos que satisface la fantasía no tienen que pasar por la prueba de la realidad por la que
pasan otros impulsos que culminan en la acción (Cfr. Freud, 1911, p.5). Cuando Marcuse idealiza
las posibilidades explosivas de la fantasía desde la teoría de Freud, nuevamente pasa por alto el
registro constitutivo y básico en el cual se mueve la argumentación de este último. Así, haciendo
caso omiso de la impotencia de la fantasía como facultad, es decir, del hecho de que sólo en
comunicación con las otras facultades puede transformarse en acción, Marcuse (1983) pasa a
romantizar el ello y a emplear una retórica según la cual el surgimiento de las diferentes
instancias del aparato psíquico constituye una “división y mutilación de la mente” (Cfr. p.136),
matiz positivista y racionalista que no aparece en Freud.

Pero, sobretodo, realiza una distorsión de lo que implica la relación del ello con el pasado.
Refiriéndose al surgimiento del principio de la realidad, nos dice: “los procesos mentales
anteriormente identificados con el yo del placer son divididos ahora: su corriente principal es
canalizada dentro del dominio del principio de la realidad y es obligada a acomodarse a sus
exigencias” (Ibíd, p.136). El yo del placer al que se refiere parece tener la connotación de una
forma de vida específica, cuando, como queda expresado en el apartado anterior, aquel yo tan
sólo podría ser identificado con el yo narcisista y patológico que no logra la concreción de su yo
en relación con la realidad, o bien con el yo indiviso e inconsciente del niño de brazos. Se nos
muestra una vez más el inconveniente general de no distinguir entre aquello que es constitutivo,
formal, si se quiere, y aquello que posee un contenido susceptible a la crítica y a la
transformación en función de la liberación de lo reprimido en exceso. La confusión de ambos
niveles le hace afirmar que, en la descripción de los dos principios del suceder psíquico, Freud
muestra cómo “para él no había ninguna racionalidad más alta para medir a la prevaleciente”
(Ibíd., p.85). Pero la racionalidad descrita no es aún la racionalidad irracional e ideológica que
justifica la renuncia a la vida y la inequidad. Es la racionalidad humana constitutiva de la que se
servirá tanto el principio de actuación como cualquiera de sus transformaciones libertarias.

Sin intermediación, de la distancia de la fantasía de la realidad, se deriva (se supone) un


contenido específico que entraría en concordancia con un principio de la realidad no represivo. A
la oposición que se fragua entre el principio de la realidad y la fantasía se añade artificialmente la
oposición de la fantasía con el principio de actuación. Es claro, por ejemplo, cómo el soñar
despierto se opone al principio de la realidad en tanto la satisfacción derivada de la ensoñación
no requiere de un correlato material. Pero no es tan claro cómo esta distancia de lo concreto se
opone al principio de actuación, el mismo que ha ingresado con soltura en el interior del deseo de
los individuos y que determina de antemano una forma específica de desear, algo que alcanza
mediante la industria del entretenimiento y el bombardeo de la publicidad, entre otros medios. El
prejuicio reside en crear un contenido específico, libertario, para una función, que, como
apuntaré más adelante, adquiere su materia prima de fuentes distintas a sí misma:

La imagen de una forma de realidad diferente ha aparecido como la verdad de uno de los procesos
mentales básicos (el fantasear); esta imagen contiene la perdida unidad entre lo universal y lo
particular, y la gratificación integral de los instintos de la vida mediante la reconciliación entre los
principios del placer y de la realidad” (Ibíd., p.140)

Vemos que, como comentábamos más arriba, no sólo se idealiza la pérdida del yo narcisista del
infante o el loco y se pasa por alto la dialéctica del principio del placer (a saber, que es
irreconciliable con el de la realidad a causa de la dependencia de los organismo a la exterioridad
y que al mismo tiempo no deja nunca de ejercer su dominio sobre los impulsos humanos), sino
que también se pone como imagen, verdad o, incluso, conocimiento (Cfr. p.138), aquello que
pertenece, más bien, al orden de la creación, de la construcción libre de contenidos a partir de
imágenes, verdades o conocimientos preexistentes. La preexistencia de la materia prima de la
fantasía, que también comporta una elección (consciente o inconsciente), así como el potencial
transformador que le es propio puede entenderse mejor a partir de su relación con la represión:

La represión permanece omnipotente en la fantasía; logra inhibir representaciones in statu


nascendi, antes de que puedan ser advertidas por la conciencia, cuando su investidura pueda
provocar el desprendimiento de displacer. Este es el punto más débil de nuestra organización
psíquica, y el que puede ser aprovechado para llevar de nuevo bajo el principio del placer
procesos de pensamiento ya ajustados a la ratio. (Freud, 1911, p.7)

La libertad de la fantasía ante el principio de la realidad no implica libertad ante la represión.


Ésta, aunque sea un producto de las dinámicas intersubjetivas de las sociedades, es un
mecanismo de resistencia que reside en el interior del sujeto, que obedece menos a las
imposiciones explícitas de la realidad que a la tiranía del superyó. Aun cuando en la fantasía
tenga lugar la reconciliación inmediata del impulso y la gratificación, el primero no elude el
filtro aplicado por el superyó. La imagen de la realidad que propone la fantasía no es autónoma,
sino que está subyugada a los contenidos del superyó. Por esto, cuando Marcuse (1983) afirma
que la dirección del desarrollo de un principio de la realidad no represivo “es indicada por
aquellas fuerzas mentales que, de acuerdo con Freud, permanecen esencialmente libres del
principio de la realidad (p.133)”, cabe precisar que esto sólo sería posible de llevarse a cabo una
modificación profunda en las normativas introyectadas en el superyó. No es la fantasía
compartida por todos, la mera facultad, la que insiste en que una sociedad sin represión
excedente “puede y debe llegar a ser real” (Ibíd., p.138), sino tan sólo un uso específico de ella
en el que se ha hecho consciente la tarea de aniquilar la ideología opresora dentro del superyó.
De otro modo, esa susceptibilidad de la fantasía de llevar de nuevo bajo el principio del placer
procesos de pensamiento ya ajustados a la razón no sería más que el simple desenfreno, la
búsqueda asocial del placer personal.

A mayor civilización, mayor sentimiento de culpa

Con el objetivo de fundamentar la posibilidad de una configuración no represiva de la sociedad,


Marcuse aborda la tesis de Freud según la cual un incremento progresivo en el sentimiento de
culpa constituye la condición fundamental para el progreso de la civilización. Bajo esta
perspectiva, la alternativa a la que se enfrenta la humanidad es aquella que se produce entre un
universo social cada vez más represivo y la liberación total de los instintos que conduciría
irremediablemente a la barbarie. La crítica de Marcuse se concentra en mostrar cómo, a través de
la teorización al rededor de ciertos prejuicios en torno al trabajo y al papel antisocial de la
sexualidad, Freud identifica “el principio de la realidad establecido (por tanto, el principio de
actuación) con el principio de la realidad como tal” (Marcuse, 1983, p.126). Si la sexualidad
debe ser domeñada e instrumentalizada como fuente de la fuerza de trabajo que asegura la
satisfacción material de la necesidad, una liberación de tal dominación resultaría en detrimento
de la capacidad para suplir tal necesidad. La represión que produce y reproduce el trabajo con
esfuerzo, el único considerado por Freud, según Marcuse, queda entonces justificada y adherida
a la esencia de la cultura y no a las instituciones contingentes que le dan forma. Pero, si “tal
condición natural, y no ciertas condiciones sociales y políticas, da la razón para la represión, esta
ha llegado a ser irracional” (Ibíd., p.93). Irracionalidad que debe entenderse como el seguimiento
de las tendencias autodestructivas de la sociedad, como el ceder de la totalidad de la humanidad
a los impulsos destructivos que le son constitutivos:

La cultura exige continua sublimación; por tanto, debilita a Eros, el constructor de la cultura. Y la
desexualización, al debilitar a Eros, desata los impulsos destructivos. Así, la civilización está
amenazada por una separación instintiva en la que el instinto de la muerte lucha por ganar
ascendencia sobre los instintos de la vida. Organizada mediante la renunciación y desarrollada
bajo la renunciación progresiva, la civilización se inclina hacia la autodestrucción. (Ibíb., p.83)

El progreso en el sentimiento de culpa, derivado del incremento en las renuncias de los instintos,
termina por instaurar un desbalance en las dinámicas de los impulsos de vida y de muerte, que
resulta no en la expansión de la civilización, en el crecimiento de la unidad cohesionada que es
su fin, sino en su destrucción. De una manera más concreta, esta tendencia autodestructiva
encuentra un reflejo en el malestar cultural imperante, fundado en la inseguridad económica y los
ciclos infinitos del consumismo, que ofrece satisfacciones sustitutivas y artificiales que no
alcanzan a compensar las renuncias a la gratificación que requiere el trabajo enajenado; se trata
de la destrucción de la vida que vale la pena ser vivida.

No obstante la validez de la crítica de Marcuse cuando se refiere a la forma de operación de la


represión excedente y a sus productos, un análisis de cuán justificada esta su crítica en relación a
los planteamientos de Freud, puede arrojar luz sobre un problema para el cual Eros y civilización
ofrece pocas herramientas: el de la determinación de los criterios que den cuenta de la diferencia
entre represión excedente y básica, o, bajo otra perspectiva, el de la consideración del carácter
positivo y necesario de la represión en la construcción de las sociedades. Refiriéndose a las
conflictos derivados de la dominación, Freud (1983) nos dice:

La civilización es algo que fue impuesto a una mayoría contraria a ella por una minoría que supo
apoderarse de los medios de poder y coerción. Luego no es aventurado suponer que estas
dificultades no son inherentes a la esencia misma de la cultura, sino que dependen de las
imperfecciones de las formas de cultura desarrolladas hasta ahora. (p.143)

De esta manera, Freud se guarda de ser inconsecuente con la determinación histórica de los
instintos y de las instituciones que los organizan. Pero, más allá de ello, tampoco se compromete
con el “prejuicio según el cual cultura equivaldría a perfeccionamiento; sería el camino prefijado
al ser humano para alcanzar la perfección” (Freud, 1992, p.95). Las insuficiencias propias a un
momento dado de la cultura no se habrán de solucionar mediante la necesidad lógica descrita por
una noción lineal del progreso. El criterio para la evaluación de la salud y la estabilidad de una
cultura no parecería distar mucho de aquel propuesto indirectamente por Marcuse: “En épocas de
mayor madurez, está más asegurada la vigencia del principio del placer” (Freud, 1983, p.136).
Surge entonces la pregunta por el sentido específico del aumento progresivo en el sentimiento de
culpa, es decir, por los motivos que llevan a Freud a afirmar al mismo tiempo la necesidad de
dicho aumento y la insuficiencia o el error cultural que representan las instituciones opresoras.
La respuesta a esta se pregunta se encuentra en la distinción que ya hemos mencionado al
discutir la relación entre el yo y el ello, aquella entre el dominio de lo constitutivo y el de lo
ideológico (que se refleja en la diferencia entre represión básica y excedente), pero también la
encontramos en lo que se muestra como un prejuicio que permea la teoría de la civilización de
Freud: aquel que asume que es intrínseco a toda formación cultural el afán de expandirse hasta
abarcar a toda la humanidad.

Para clarificar estas relaciones me permito la siguiente simplificación: Freud, concentrado en


elucidar las características constitutivas de las sociedades, aquellas dificultades y conflictos que
le son inherentes en todas sus variantes, enfatizó la dificultad primordial de balancear
económicamente los deseos de todos los individuos partícipes de una comunidad. Este énfasis,
en conjunción con el prejuicio de que toda cultura tiende a expandirse, resulta en la tesis del
aumento progresivo de la represión, y justifica también la alternativa planteada entre la represión
y la barbarie. Por su parte, Marcuse (1983), concentrado en la crítica del principio de actuación y
de la represión excedente, subestima tal conflicto y resuelve su problemático carácter con una
distinción vaga y problemática entre represión excedente y básica:

Dentro de la estructura total de la personalidad reprimida, la represión excedente es esa porción


que es el resultado de condiciones sociales específicas sostenidas por el interés específico de la
dominación. (…) La diferencia es equivalente a la que existe entre las fuentes biológicas e
históricas del sufrimiento humano. (p.91)

Determinar negativamente la represión excedente, explicitarla en función de las limitaciones que


impone sobre el libre desarrollo de los individuos, de la subyugación y esclavitud al dinero y a
los ideales de la producción económica, no parece ser demasiado problemático. Pero identificar
la represión básica con la organización instintual producto de la historia del animal hombre,
afirmar que esta sólo surge en y es sostenida por el nivel sociológico (Cfr. Ibíd., p.128),
desconoce o subestima la indiferenciación progresiva entre lo sociológico y lo biológico en la
historia de la humanidad. Como más tarde apunta, “el desarrollo del animal hombre llega a ser,
sobre la base de la historia natural, el sujeto y el objeto de su propia historia” (Ibíb., p.130); a
diferencia de otros seres vivos, el ser humano ya no confía su acción a las demandas de los
instintos que se han desarrollado, mediante el impulso de repetición, a través del tiempo. Su
acción se confía, más bien, a su interacción específica con el universo simbólico e intersubjetivo
en el que habita y con su correlato material: el mundo de la técnica. En otras palabras, nuestra
conciencia histórica impide derivar de la información biológica los criterios que den cuenta de la
represión básica necesaria. Es importante notar, sin embargo, que el reclamo que se hace a
Marcuse no comporta la voluntad de determinar con precisión este criterio, ya que una
determinación tal supone la resolución de todos los problemas en torno a la vida común de los
seres humanos. El reclamo aspira, más bien, a considerar consecuentemente el problema de los
intereses individuales conflictivos, insistiendo en que su desarrollo se presenta no sólo en el
principio de actuación, sino también en el principio de la realidad como tal.
La tendencia de Marcuse a no considerar la represión en su faceta positiva y necesaria, se
expresa aún en otro punto. Vimos cómo la refutación de la tesis del aumento progresivo de la
represión se fundaba en la contingencia propia a la configuración de la necesidad, en que la
desproporción en la repartición de los bienes que la suplen puede modificarse y superarse
históricamente. Pero tampoco para Freud (1992) es la necesidad la única justificación para la
represión:

A raíz de esta hostilidad primaria y recíproca de los seres humanos, la sociedad culta se encuentra
bajo una permanente amenaza de disolución. El interés de la comunidad de trabajo no la
mantendría cohesionada; en efecto, las pasiones que vienen de lo pulsional son más fuertes que
unos intereses racionales. (p.105)
Esas multitudes de seres humanos deben ser ligadas libidinalmente entre sí; la necesidad sola, las
ventajas de la comunidad del trabajo, no las mantendrán cohesionadas. (p.118)

La continua sublimación que requiere la cultura no solamente funciona a favor de la


instrumentalización de los cuerpos, sino que produce los vínculos eróticos que otorgan cohesión
al entramado social. En este sentido, la represión se hace también una herramienta de Eros, al
servicio de la vida y el amor posibles. Por esto, tal vez la liberación de los instintos tenga menos
que ver con una reducción en la represión que con una transformación cualitativa de sus
productos y sus criterios, es decir, con la apropiación y transporte a la conciencia de los
contenidos del superyó.

Esta última connotación de la sublimación y la represión como herramientas de cohesión social


también permite una consideración crítica adicional al planteamiento freudiano. El prejuicio
según el cual la cultura es la ruta que va de la familia a la humanidad implica, por un lado, la
imposición de obstáculos de gran importancia para el poder unificador de la sublimación, y por
el otro, hace que toda formación cultural deba culminar en el proyecto imperialista europeo,
occidental. Los obstáculos son claros: entre más grande la masa de seres humanos que debe unir,
más impositiva será la normalidad que se expresa en la sublimación requerida, mayores
sacrificios habrá de ofrecer el individuo particular para lograr adaptarse a su entorno. De esta
forma, Freud sí toma como perteneciente a la esencia de la civilización algo que no es más que
un rasgo propio de la occidental, pero no por sus prejuicios en torno al trabajo con esfuerzo ni a
una naturalización de la distribución injusta de la necesidad, sino por la adopción de la tesis de la
expansión. Pasa por alto la posibilidad de una configuración social en la que el progreso en la
represión sea detenido en favor de vínculos eróticos más firmes, libres y autónomos; de que la
tendencia unificadora de Eros en su versión más saludable pueda buscar la unificación como
medio para la gratificación y no como un fin en sí mismo.

El superyó

En diversos puntos de la exposición he hecho referencia a la forma en que el superyó aparece


como la instancia que otorga el contenido y la cualidad a los procesos anímicos, en la que
cristalizan las dinámicas mentales en su comunicación con la exterioridad, no ya simplemente
como límite material, sino como ideología. Es el dominio del superyó el que genera el síntoma
con sus requerimientos desmedidos, con su omnipotencia en la interioridad del individuo y en su
deseo, al cual vigila y castiga aun cuando no haya acción transgresora ni satisfacción pulsional.
Pero también en él se conserva el vínculo con el pasado, y en su función intermediaria puede
radicar la superación del síntoma, del malestar:

El superyó asume una especie de posición intermedia entre el ello y el mundo exterior, reúne en sí
las influencias del presente y del pasado. En el establecimiento del superyó vemos, en cierta
manera, un ejemplo de cómo el presente se convierte en el pasado. (Freud, 1999, p.182)

La apropiación crítica del psicoanálisis con miras a un proyecto libertario tal vez pudiese
alimentarse más del planteamiento de modificaciones concretas del yo cultural que de la
reducción de la represión y la romantización de estados indeterminados de la vida anímica
pretérita. De hecho, probablemente la sublimación no represiva, la erotización de toda la
personalidad, se sirva más de tales modificaciones que de la apertura de las limitaciones sobre
los objetos y espacios posibles para la satisfacción. La dirección de la crítica al superyó cultural
nos pondría de frente con los fundamentos de la producción de la ideología, con los valores y las
formas de experimentar el mundo que sirven de sustento al principio de actuación, ofreciendo así
el primer paso para su transformación, que por la naturaleza propia al superyó, sólo podrá tener
lugar mediante la toma de conciencia. El esfuerzo subjetivo por la eliminación de aquellos
valores que reproducen la represión excedente serviría entonces como la herramienta que prepara
la construcción de nuevas necesidades, nuevos vínculos, nuevas formas de organización política.
Esta tarea está lejos de ser la adquisición de la comprensión de la dialéctica de la sociedad
capitalista global; en su forma más concreta, consiste simplemente en la apertura crítica que
ofrece una educación humanista.

Bibliografía
Freud, S. (1999). Esquema del psicoanálisis y otros escritos de doctrina psicoanalítica. Madrid,
España: Alianza
_______. (1911). Formulaciones sobre los dos principios del acaecer psíquico.
_______. (1992). Obras completas. Tomo XXI. Buenos Aires, Argentina: Amorrortu editores.
_______. (1983). Psicología de las masas. Madrid, España: Alianza
Marcuse, H. (1968). El final de la utopía. Barcelona, España: Ariel
_______. (1983). Eros y civilización. Madrid, España: Sarpe

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