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Gonzalez Prada y la (im)posibilidad de un positivismo criollo

Todo progreso significa dos cosas: una inconsciente continuación de lo pasado y una voluntaria
reacción contra él.
González Prada (tomo I, vol. 2, p. 199)
El síntoma González Prada
- 1 -La subjetividad escindida y multiforme de Manuel González Prada [1] pone de manifiesto la
heterogeneidad de las influencias culturales que atraviesan el siglo XIX peruano. En este texto
quisiera concentrarme en dos de las fuerzas que se confrontan en su mundo interior: la vieja
tradición criolla y el emergente positivismo Este encuentro resulta profundamente problemático por
los antagonismos radicales existentes entre ambas concepciones del mundo. Además es inédita pues
en el medio cultural peruano el conservadurismo criollo, lo que Mariátegui llamó el “colonialismo
supérstite”, había logrado debilitar la renovadora influencia del racionalismo. Ahora bien, González
Prada hereda la tradición criolla, nace dentro de ella, pero se apropia del credo positivista. Su
proyecto apunta a una crítica radical de la tradición criolla que, liberando a la sociedad peruana del
oscurantismo católico y clerical, genere las bases de una moralidad laica y democrática. En realidad
se trata de una colisión que es sintomática de la sociedad y la época. Una sociedad marcada por el
colonialismo pero ya abierta a las nuevas doctrinas revolucionarias que vienen, sobre todo, de
Francia. Vástago de la tradición criolla pero, por adopción, ciudadano del mundo, en González
Prada se registra un choque de sensibilidades que resulta, a la vez, fecundo y contradictorio,
renovador y paralizante. De la tradición criolla González Prada hereda el vector sarcástico, que lo
arrastra, aun en contra de su voluntad, a una posición casi nihilista. Igualmente, de la misma
tradición, hereda, respecto al mundo indígena, una mezcla de desprecio y culpabilidad; actitudes
propias de quien se considera superior pero que es, al mismo tiempo, consciente de que su posición
es injusta pues se ha construido sobre la base de la opresión y la crueldad. Del positivismo
emergente, González Prada se apropia el racionalismo y la crítica a la religión, concebidos ambos
como cara y sello de la misma moneda. Muy en especial, su ira va dirigida contra el clericalismo
entendido como la presencia asfixiante de un catolicismo que entroniza la superstición y perenniza
la barbarie. En su lucha por la integridad y la lucidez, González Prada no absolutiza la ciencia ni
reniega de la religión. Piensa en los límites de las dos, pues mientras la una, la ciencia, no puede
dotar a la vida de un sentido, la otra, la religión, no puede separarse del poder, ni tampoco ser
enteramente convincente. Entonces González Prada ensaya la elaboración de una síntesis en la que
reteniendo los ideales de justicia e igualdad del cristianismo, los trata de proveer, para su
realización, de las herramientas de la ciencia; es decir, el estudio y la crítica de la realidad social.
No obstante, a menudo, esta crítica está mediatizada por ese vector sarcástico, por ese goce criollo
que hace que esta crítica se enrede sobre sí, que se convierta entonces en un fin, en algo gratuito
cuando no cruel y destructivo. Entonces, con frecuencia, el sarcasmo predomina y la lucidez se
pierde. Pero en otras ocasiones la lucidez triunfa y González Prada se convierte en el profeta de un
mundo por venir. Anticipa la democracia como la única salida para construir una nación en el Perú;
advierte entonces que el camino para afirmar una vida civilizada pasa por integrar la mayoritaria
pero excluida población indígena. La sociedad que tendría que venir ya no sería la vieja sociedad
criolla. En realidad, para González Prada esa sociedad por venir todavía no tiene rostro. Pero su
necesidad histórica es ineludible. En este sentido González Prada se sabe aislado, su mensaje es
para “pasado mañana”. El imperativo de formar una nación es de orden moral, es una deuda que la
sociedad peruana se debe a sí misma; es su posibilidad de redención. No obstante las fuerzas que la
harán posible no están aún presentes. Los trabajadores y los indígenas no han tomado conciencia del
desafío que les aguarda. Por lo pronto sólo queda dirigirse, sobre todo, a la juventud ilustrada. De
sus filas tendrán que provenir los maestros que iluminen a esos actores relegados al oscurantismo
por la alianza conservadora de clérigos, gamonales y (seudo)aristócratas.
En este ensayo me interesa reconstruir la lucha de González Prada contra la tradición criolla.
Adelantando mis conclusiones trataré de demostrar que su proyecto de una ruptura radical con esa
tradición está interferido por la persistencia de continuidades inconscientes en las que se complace,
y que infiltran su obra, restándole lucidez pero dándole un sesgo lúdico y festivo que, sin embargo,
finalmente, oscurece su proyecto, favoreciendo la invisibilización de su aporte crítico.
I
Quizá el “error” de González Prada fue no desmontar la tradición criolla, pretender, como si ello
fuera posible, rechazarla en bloque. La negación categórica de la tradición en que uno se ha
socializado se nutre del deseo de una imposible automutilación. Un suicidio simbólico, una radical
no aceptación de lo que viene como dado por pertenecer a una sociedad, por estar inscrito en una
comunidad de significaciones. Paradójicamente este rechazo imposible, esta pretensión de una
ruptura total, no hace más que confirmar la vigencia de una de las actitudes más características del
mundo criollo: el (auto)flagelo, la (auto)crítica despiadada.
Sea como fuere la actitud sarcástica es la continuidad con el mundo criollo que González Prada no
puede controlar. Se trata de una actitud que le produce intenso goce. Es la burla despiadada en la
que el objeto de escarnio pasa a convertirse en un pretexto para hacer gala de un ingenio
decididamente agresivo y tanático. Spinoza, según Deleuze, consideraba que detrás del espíritu
satírico se oculta una pretensión de dominio, definitivamente autoritaria, destinada a rebajar la
potencia vital de las personas que son su blanco. Pero en González Prada las cosas son más
complejas pues la sátira es una suerte de principio sin objetivo definido. El humor y la agresión son
de alguna manera actitudes “flotantes”, que buscan fijarse en algún objeto que resultará, entonces,
ridiculizado. Cuando Spinoza se opone a la sátira lo hace porque la define como todo “lo que se
goza de la impotencia y el pesar de los hombres, todo lo que expresa el desprecio y la burla, todo lo
que se alimenta de acusaciones, malevolencias, desprecios, interpretaciones bajas, todo lo que
rompe las almas (el tirano necesita almas rotas así como las almas rotas necesitan al tirano)”
(Deleuze, p. 22). No obstante, como ya se ha dicho la sátira de González Prada se dirige sobre todo
contra los poderosos y, hecho aún más importante, antes que el deseo de hacer daño su temple
sarcástico busca el divertirse, dar rienda suelta a esa pulsión donde lo creativo y juguetón, están
ligados a lo agresivo. En este sentido a las ideas de Spinoza sobre la sátira, se puede contraponer las
propuestas de Bajtin sobre el humor carnavalesco. Para Bajtin el humor carnavalesco no busca herir
y jerarquizar sino acercar y reintegrar. En los días de fiesta la cultura popular toma la ciudad,
desplazando a la cultura de elite. La solemnidad y la distancia resultan neutralizadas por el gusto
por el disparate. Todos se mezclan y el sentimiento comunitario resurge con la reivindicación del
cuerpo y sus necesidades. La comida y el alcohol, la música y la danza, el humor y la risa forman
un complejo que significa una actualización inmediata de la utopía. Para Bajtín, a diferencia de
Spinoza, la sátira obedece más a un gusto por disparatar que a una intención de agredir.
Estas dos significaciones del humor están presentes en forma inextricable en la obra de González
Prada. En sus retratos de costumbres, por ejemplo, ambas vertientes se encuentran tan fusionadas
que resulta imposible determinar donde termina una y donde comienza la siguiente. El criollismo de
elite y el criollismo popular están pues profundamente entrelazados en su obra. En todo caso hay
una clave o criterio que permite identificar la presencia del humor popular. Se trata, otra vez, del
gusto por el disparate que se evidencia en la exageración increíble con que González Prada retrata
situaciones y personajes. La exageración resta verosimilitud y no es funcional a los intereses de
rebajar y despreciar propios de la sátira tal como la entiende Spinoza. Aún más, este “exceso” de
humor oculta el trasfondo de verdad de su crítica de manera que este trasfondo puede ser ignorado,
y el conjunto de la enunciación definirse como meramente resentida, o, también simplemente una
“humorada”.
En efecto, la fortuna crítica de la obra de González Prada está marcada por los equívocos que ella
misma alimenta. El desborde de lo satírico impide la recepción de lo novedoso y lo revolucionario
que ella contiene. Facilita su incomprensión o encasillamiento. De allí que se subraye su carácter
literario y se pase por alto su aporte sociológico. No obstante, superado el escollo del humor y la
risa, queda claro su importancia y su renovada vigencia. En realidad su obra es hoy, más que nunca,
absolutamente contemporánea. Su diagnóstico de un mundo social donde la moralidad pública y la
vigencia de la ley son realidades precarias, por obra -principalmente- de los grupos dirigentes, es
sorprendentemente actual.
II
Mariátegui, por ejemplo, postula que González Prada representa el “momento cosmopolita” en la
literatura peruana. Momento necesario para erradicar el “colonialismo supérstite” y preparar el
advenimiento consiguiente de una literatura “auténticamente nacional”. El juicio de Mariátegui
tiene mucho de cierto. González Prada renueva las formas literarias. Introduce nuevos géneros
poéticos junto con una teoría sobre la versificación que no tiene antecedentes en la literatura
peruana. No obstante este juicio implica un no detenerse en González Prada, un reducirlo a
dimensiones puramente literarias, considerándolo sólo un puente entre épocas, una necesaria purga
del colonialismo. Es decir, González Prada es apreciado sobre todo por sus escritos literarios, por
marcar una ruptura con el colonialismo. Aquí se desliza un doble error de perspectiva pues, primero,
se deja de lado la producción ensayística de afirmación doctrinaria y crítica social, y, segundo, no se
advierte que en su rechazo visceral al colonialismo, González Prada está, paradójicamente, aún
preso del colonialismo.
Este doble error se nutre del desborde sarcástico que infiltra y colorea la obra ensayística de
González Prada. De hecho el humor es ambiguo pues tan pronto subvierte el orden como también
desfoga el malestar que ese mismo orden causa. No obstante, como se ha visto, en González Prada
el sarcasmo se sitúa en el orden del exceso. Esta radicalización convierte al humor en un fin en sí.
No está, entonces, subordinado a denunciar y transformar, si no, básicamente, a hacer reír. La
genealogía de esta actitud remite en el Perú a Juan del Valle y Caviedes, y en las Letras Españolas, a
Francisco de Quevedo. González Prada era un entusiasta lector de Quevedo.
Por tanto la reacción anticolonial que González Prada encabeza, y la lucidez habitual de sus
escritos, tiene como “freno interior” su gusto por el disparate. Su ecuanimidad cede ante las
exigencias de su espíritu burlón. Resulta entonces una desfiguración sintomática de la realidad, la
incapacidad para visibilizar aspectos positivos, la generalización que simplifica. Lo curioso del caso
es que la coexistencia entre el ideal de lucidez y el humor desenfrenado produce en el lector una
escisión que neutraliza mucho de la eficacia comunicativa de González Prada. No sabemos hasta
que punto tomarlo en broma o en serio.
III
Para conceptualizar las “posiciones de enunciación” desde las que González Prada escribe ningún
camino más directo que el de comparar diferentes ensayos. En primer lugar nos referiremos a un
artículo donde la veta sarcástica se apodera de su escritura, restándole lucidez. En segundo lugar,
nos detendremos en otro texto, donde esta veta, sin dejar de estar presente, está controlada, de
manera que el mensaje de renovación ideológica está mucho más presente.
En el articulo “El Lima antiguo”, el autor bosqueja un panorama desolador de la capital del Perú.
En realidad, se trata de una caricatura con la que pretende enfrentar a la iglesia y a las clases altas
que construyen su narrativa identitaria sobre la base de la glorificación de la época colonial,
entendida ésta como el periodo de fundación del Perú, como momento en que se inicia la síntesis
que dará lugar a la nueva sociedad. Para González Prada, en cambio, lo que caracteriza a la colonia
es la “trinidad indisoluble” de “fanatismo, concupiscencia y crueldad”. Esta enunciación, que
pretende visibilizar verdades negadas, se quiere efectuar desde una base valorativa: desde un temple
liberal y científico, austero y auto controlado, y por último, caritativo y benevolente. Desde estas
identificaciones el autor arremete contra la glorificación de la colonia. No obstante, otra vez, el
dejarse llevar por la embriaguez satírica produce una descripción que atenta contra los valores en
los que pretende fundamentarse.
Veamos, por ejemplo, el cuadro que el autor bosqueja sobre la intimidad de la familia criolla:
Los padres no alcanzaban más respeto ni merecían infundirle. En su casa misma daban a sus hijos el
ejemplo de una inconcebible depravación moral. Los blancos tenían mancebas de color
(generalmente las esclavas), sucediendo muchas veces que esposas y mancebas cohabitaban es una
especie de serrallo bendito. Bastardos y legítimos crecían en una promiscuidad no sabemos si
patriarcal o porcina, donde abundaba el acoplamiento de los hermanos con las hermanas…
Y se comprende el incesto, dadas las costumbres. Los hijos de los amos vivían en la recámaras,
fraternalmente unidos a los descendientes de los esclavos; y si en el juego al escondite, el señorito
no dejaba ilesas a la negrilla ni a la mulatilla, la señorita no salvaba incólume de las travesuras a
media luz con el negrillo o el mulatillo. Cada familia representaba los diversos matices de la piel, la
mayor o menor abundancia de pigmento (tomo 1, vol. II, p. 29)
El sistema de imágenes que informa el texto tiene una impronta carnavalesca (serrallo bendito,
promiscuidad porcina, media luz) a la que se encuentra, sin embargo, adosada una actitud crítica y
moralista. Esta coexistencia es problemática pues si sustraemos la vena moralista lo que nos queda
es la imagen de un mundo feliz donde los impulsos son plenamente vividos y la gente, pese a las
jerarquías que las divide, está muy próxima entre sí. No obstante, la vena moralista es esencial pues
coloca a este “mundo feliz” bajo una mirada inquisitorial que lo desautoriza como salvajismo,
horror, o escándalo. Una sociedad animalizada donde el desorden es tan profundo que reinan el
incesto y la promiscuidad. No hay autoridad porque nadie puede dar un buen ejemplo. No hay
respeto. Lo problemático de la articulación entre el humor carnavalesco y la censura moralista es
que crea una situación “indecidible”, una disyunción radical, donde no sabemos si tomar partido por
el “salvajismo feliz” o por el juicio moral que lo descalifica. En realidad el retrato de la familia
criolla es una caricatura que resulta del cortocircuito entre el espíritu carnavalesco y el ímpetu
moralizante.
Otro de los rasgos de la sociedad colonial son el fanatismo y la superstición:
Usurpaba el nombre de catolicismo un cúmulo de supersticiones y practicas idolátricas.
Predominaba el culto, no al santo, sino a su imagen, que los cerebros no concebían nada más allá
del icono: Dios y santo sin figura material no eran Dios y santo. Hombres con apariencia de sesudos
creían en sueños, pronósticos y milagros. … La psicología del oidor al rezar su rosario se igualaba
con la del bandolero al repetir su oración del justo juez. La religión no consistía en el
perfeccionamiento moral, sino en la fe del carbonero, exteriorizada por una serie de actos
maquinales, pueriles, ridículos y hasta irreverentes. (1, II, p. 28)
Nuevamente encontramos en esta descripción el principio carnavalesco de la inversión del mundo.
Todo es de una manera contraria a la que debería ser. Idolatría en vez de religión, fe en lugar de
perfeccionamiento moral, la vivencia íntima de un encuentro con Dios es desplazada por el
ritualismo de los “actos maquinales”, de prácticas devotas sin contenido sustancial.
Finalmente, cierra la estampa de la sociedad colonial, otro rasgo no menos oprobioso -la crueldad:
La crueldad ofrecía carácter más odioso en las viejas. Las jubiladas del amor, al comparar su carne
fláccida y repelente con la carne dura y provocativa, se irritaban y se vengaban. A más, como las
secreciones liquidas representaban gran papel en la vida colonial, esas mismas viejas (cancerosas,
tísicas o diabéticas) no vacilaban en castigar a los muchachos, dándoles a beber orines. Por último
los patrones convertían al negrezuelo en el souffre-douleur del amito. … La amenaza tradicional de
hacer charqui el trasero de un hombre ha llegado hasta nosotros… las panaderías se encargaban de
flagelar a los negros, unas veces hasta la primera sangre, otras hasta despedazar las nalgas y llegar
hasta el hueso. (1, II, p.32)
En conjunto, tenemos un cuadro de horror: la estupidez, el sadismo, y la impulsividad no contenida,
son las características de la vida cotidiana en la sociedad colonial. Pero la unilateralidad de este
cuadro hace evidente que, paradójicamente, González Prada no escapa de los “vicios” que denuncia.
En efecto, el compromiso explícito con la verdad y la razón, con la justicia y el coraje no impiden
que haya en sus afirmaciones crueldad y fanatismo, junto con ese exceso burlón. Actitudes que, de
otro lado, representan un freno a su lucidez. En realidad el trasfondo de odio hacia la vieja sociedad,
junto con el gusto por disparatar, son dos de las pasiones que lo instituyen como escritor. Pasiones
que lo impulsan y limitan a la vez. Ese odio debe comprenderse desde los valores científicos y
cristianos que radicalizan la actitud autocrítica y flagelante propia del mundo criollo.
Es evidente que González Prada representa una ruptura en la tradición criolla. Un “acontecimiento”
en el sentido de un suceso que escapa a la trabazón de causas y efectos, a la repetición de lo dado.
Es decir, algo nuevo que, a la vez, reproduce y niega lo viejo. Sin embargo, no podría hablarse de
una síntesis, de una integración dialectizada entre la tradición criolla y el positivismo; más bien lo
sintomático es la tensión y la heterogeneidad. Es decir, la coexistencia paradójica de diversas
posiciones de enunciación en el interior de su obra. Pero ¿qué es lo nuevo? Básicamente la vocación
de intransigencia, la necesidad de romper el “infame pacto de hablar a media voz”. Elaborar, por
tanto, imágenes que se pretenden realistas de la situación peruana. En la base de este intento está el
tomar en serio los valores de verdad y justicia. Es decir, aproximarse a la realidad desde una
perspectiva que combina el positivismo con el cristianismo secularizado. ¿Y qué es entonces lo
antiguo? Básicamente la persistencia del sarcasmo y de la dimensión autocrítica propias de la
enunciación colonial. Esta combinación anuncia a un autor en el filo de dos épocas. Un
modernizador que no escapa de la tradición. En efecto, si lo más prominente es la distancia y la
crítica a la vieja sociedad, menos visible pero tan importante resulta el apego inconsciente al mundo
criollo. Este apego mediatiza su novedad. Es decir, si por un lado su obra implica una redescripción
en profundidad del mundo social, una nueva visión que trata de impulsar a la acción; del otro, sin
embargo, en forma más soterrada, se renueva el discurso colonial.
La actitud flagelante, y despiadadamente autocrítica, de la tradición criolla representa la
internalización de la mirada metropolitana. Desde la misma fundación de la sociedad colonial el
mundo criollo fue interpelado como una copia deteriorada del original español. Es necesario
remitirse aquí a los estudios de Bernard Lavalle. La corona deprimió la autoestima del criollo.
Apelando a razones climáticas, o a la abundancia de siervos, el caso es que el criollo fue retratado
como débil, afeminado, engreído, incapaz de un pleno esfuerzo, además de poco fiel e
inconsecuente. Ciertamente los criollos resistieron pues estas imágenes fueron contestadas. No
obstante estos estereotipos infamantes funcionaron como “acusaciones flotantes” de las que no se
podía escapar totalmente, contra ellas no quedaba más que defenderse. Pero, en todo caso, se trata
de una defensa que es posterior a la internalización. El criollo está pues arrinconado. Bajo sospecha,
se ve forzado a tratar de demostrar que no es como se dice. Pero, en el camino, acepta mucho,
demasiado, de la imagen que se le brinda de sí mismo. En realidad la descolonización nunca fue
exitosa. El propio González Prada rechaza el colonialismo español pero sólo para elaborar otra
imagen colonizadora. Dependiente esta vez de las nuevas metrópolis: Francia e Inglaterra.
IV
Pero la oscilación entre sarcasmo y lucidez no siempre resulta en la caricatura. Con frecuencia, a
contrapelo de las incrustaciones sarcásticas, se impone la lucidez. Entonces González Prada produce
descripciones memorables, de una gran fuerza interpelatoria. En realidad mucho de la eficacia de la
obra de González Prada se fundamenta en su sorprendente capacidad retórica. En la historia del
pensamiento político peruano el único antecedente comparable es Juan Pablo Vizcardo y Guzmán.
La “fuerza interpelatoria” de Vizcardo proviene sin duda de lo absoluto de sus convicciones. De allí
que muchos lo consideren más un propagandista que un ideólogo. En todo caso Vizcardo redescribe
la situación de la América Española en términos contundentes y seductores para los criollos
(Portocarrero). Resulta que los criollos han sido engañados por el despotismo. Han renunciado a su
libertad e interés en nombre de una supuesta lealtad a la corona sobre la que son convocados a basar
su identidad. Sólo la ingenuidad explica que se soporte un yugo que limita y explota, dice Vizcardo.
Pero la hora de alzarse contra el despotismo ha llegado. No hay porque mortificarse cargando
cadenas que maniatan sobre todo la mente. Basta un pequeño esfuerzo para liberarse de ellas. Dejar
de pensarse como súbditos para asumirse como agentes del propio destino.
La eficacia de la retórica de González Prada se funda en los valores que interpela tanto como en su
propio estilo, radical y contundente. Respecto al primer punto puede decirse que la “fuerza
interpelatoria”, constructora de subjetividad, de un discurso depende, más que de sí mismo, de la
existencia, en aquellos que son convocados, de presentimientos e insatisfacciones que pueden ser
“galvanizados”, traídos a la conciencia, para producir entonces certidumbres, identidades colectivas.
Tomemos como ejemplo el justamente famoso Discurso en el Politeama. Las circunstancias del
discurso son bien conocidas. En 1888 los colegios de Lima fomentan una colecta pública
protagonizada por los escolares. Se trata de reunir fondos para apoyar a las “provincias cautivas”,
Tacna y Arica en poder de los chilenos a consecuencia de la derrota peruana en la Guerra del
Pacifico. El discurso de González Prada es un llamado a una juventud que es invocada a cortar
radicalmente con un pasado que no representaría más que vergüenza. El discurso está construido
sobre la base de oposiciones binarias:
nuevo
antiguo
juventud
vejez
patriotismo
egoísmo
luchadores
resignados
ciencia
ignorancia
altivez
servidumbre
trabajo
burocracia
ahorro
despilfarro
libertad
servidumbre
esperanza
abatimiento
salud
enfermedad
Estas oposiciones implican una jerarquización. Además cada uno de los términos de las diferentes
oposiciones no puede entenderse sin el otro. Así el patriotismo se define como lo opuesto al
egoísmo, de la misma manera que la salud se entiende en referencia a la enfermedad. Los términos
de la “cadena significante” de la columna izquierda se definen como superiores y excluyentes
respecto a los de la columna derecha. No obstante ambas cadenas se pueden entender sólo a partir
de su diferencia. En realidad, de lo que se trata es de postular-producir una ruptura, un
acontecimiento. Algo radicalmente nuevo. Ahora bien la expectativa de una “novedad radical”
implica un rechazo total de la mezcla, una afirmación (imposible) de lo puro. Al dar por supuesto un
poder engendrador del discurso, González Prada aparece entonces como idealista y totalitario.
Idealista porque desde una lógica dominada por el deber ser no reserva ningún espacio para lo que
efectivamente es. Y totalitario porque postula que hay solo una opción legítima, fundada en la
ciencia y la moral, y que toda alternativa es un retroceso a la “asquerosa” realidad de ayer.
González Prada trata de predicar los dos sentimientos capaces de “salvarnos: el amor a la patria y el
odio a Chile”. El agente mesiánico de esta salvación es la juventud en tanto que no está enfeudada
al pasado. De allí que en uno de los momentos más vibrantes del discurso se diga: “los viejos a la
tumba, los jóvenes a la obra”. El recurrir a estos binarismos excluyentes es parte de una estrategia
movilizadora. La única manera de regenerar al país es rechazar el pasado. Se genera así un
entusiasmo que depende de visibilizar un futuro posible que es todo lo contrario de ese tiempo ido
cuyas consecuencias devastadoras no dejamos de sufrir. De un lado los viejos que representan todo
lo negativo, del otro, los jóvenes que significan la posibilidad un Perú altivo. Al postular la
necesidad de un cambio drástico, el Discurso del Politeama trasciende las coordenadas criollas de la
autocrítica flagelante y del humor sarcástico.
No obstante el momento decisivo donde el discurso va en contra del imaginario de su época se
produce cuando González Prada llama a sus contemporáneos a comprender que ellos no son el
“verdadero Perú”. La república criolla por sí misma poco puede, el problema de fondo del Perú es
la servidumbre indígena. Por tanto todo el futuro depende de la integración ciudadana del indígena:
No forman el verdadero Perú las agrupaciones de criollos i estranjeros que habitan la faja de tierra
situada entre el Pacífico i los Andes; la nación está formada por las muchedumbres de indios
diseminadas en la banda oriental de la cordillera. Trescientos años há que el indio rastrea en las
capas inferiores de la civilización, siendo un híbrido con los vicios del bárbaro i sin las virtudes del
europeo: enseñadle siquiera a leer i escribir, i veréis si en un cuarto de siglo se levanta o no a la
dignidad de hombre. A vosotros, maestros de escuela, toca galvanizar una raza que se adormece
bajo la tiranía del juez de paz, del gobernador i del cura, esa trinidad embrutecedora del indio.
(agregar la página: 1, I, p. )
En realidad González Prada es el primer intelectual en metabolizar las enseñanzas de la guerra del
Pacífico. Un país pobre y menos poblado, Chile, logró derrotar al Perú, un país con muchos más
recursos y población. La clave está en que la mayoría de los peruanos son indios sometidos a la
opresión feudal. Sin patria, ni libertad, los indios son disciplinados pero ignorantes. No pueden usar
la tecnología bélica y son fieles sólo a su patrón. No están preparados para ser soldados de un
ejército moderno y eficaz. Entonces el patriotismo criollo exige liberar al indígena del yugo de los
hacendados feudales. El Perú no se constituirá como nación hasta el “despertar indígena”. Nótese,
sin embargo, que la inclusión de los indígenas no es tanto un fin en sí cuanto la condición de
posibilidad de la afirmación criolla y de la venganza contra Chile. En realidad el punto remite a la
ambigüedad del autor respecto del racismo. Por momentos, en sus conceptualizaciones más
elaboradas el rechazo es categórico. La unidad de la especie humana es un postulado a la vez
científico y moral. No obstante, en sus escritos más tomados por la vena satírica lo negro y lo
indígena aparecen asociados a lo inferior, tanto en el plano estético como en el moral e intelectual.
Los estereotipos de la época no son contrariados. El negro es feo, bruto y servil pero fuerte y
sensual. El indio es también feo y bruto pero leal y laborioso.
Primer apéndice: fundamentos teóricos, un acercamiento a la escritura de González Prada
La presente ponencia tiene una fundamentación conceptual que está “trabajando” en el desarrollo
del texto. Entre la “muerte del sujeto” proclamada por el estructuralismo y, en el otro extremo, “el
sujeto dueño de sí”, propio de la Psicología del Yo (Erik Erikson), este ensayo se ubica en algún
punto medio. Es decir, parte de la idea de que el sujeto no se pertenece y que está dividido pero que
puede luchar por su integridad. El sujeto es un “efecto que excede sus causas” dice Zizek. Saturado
de indicaciones sociales, cargado de recuerdos, el sujeto puede sin embargo, escapar, hasta cierto
punto, de los determinismos, es decir actuar, producir acontecimientos, hechos nuevos que se
escapan del habitus (Bourdieu). De lo maquinal. Esta posibilidad de subjetivarse pasa por el que la
persona tome conciencia de su carácter de “cosa”, de ser un ensamblaje o automatismo de pulsiones
y valores sociales. En cualquier forma, el sujeto nunca es totalmente libre y transparente. Su
comportamiento desborda su intención reflexiva. En ese exceso no deliberado, pero presente en su
conducta, se expresa su inconsciente, aquello que siendo suyo no ha sido apropiado, subjetivado,
que escapa al control de su voluntad.
Conviene entonces “problematizar” el concepto de autor. Foucault ha señalado la necesidad de
despojar a este concepto de su aparente evidencia. A primera vista un autor es un hombre de carne y
hueso que elabora enunciados, textos. No obstante, la “problematización” de este concepto pone de
manifiesto sus fundamentos ocultos. En efecto, el autor es usualmente concebido como un sujeto
autónomo e integrado capaz de manejar una enunciación original y coherente. Pero resulta que un
autor es también una subjetividad dividida, un microcosmos donde se reproducen las tensiones
sociales de una época. De otro lado la autoría puede concebirse como produciendo ciertos
anudamientos entre las corrientes textuales propias de una época y sociedad. La autoría implica una
mezcla de repeticiones y rupturas. En todo caso la autoría es quizá, ante todo, una apuesta a
encontrar una voz propia; un camino personal, una perspectiva basada:
a) en el contacto con lo original de una sensibilidad,
b) la presencia de unos ciertos postulados ideológicos
c) finalmente, por una capacidad de simbolización o verbalización.
Ahora bien, una voz propia significa un “estilo”. Entonces no todo escritor es un autor. Quien no
hace más que enhebrar los tópicos del momento sin añadir algo que vaya más allá del sentido
común no calificaría como un autor.
De otro lado, conviene referirnos a las ideas de Giorgio Agamben. Aparentemente remotas, pero, en
realidad, muy cercanas a nuestra preocupación. Agamben ha llamado la atención sobre una figura
jurídica del derecho romano arcaico: el “homo sacer”. Se trata de un hombre colocado en una
situación totalmente excepcional. En efecto, el “homo sacer” no puede ser sacrificado ritualmente
pero puede ser asesinado por quien sea, sin que ello implique consecuencias legales o morales para
el perpetrador. Lo interesante del caso es que el “homo sacer” está a la vez dentro y fuera de la ley.
Para Agamben ésta es la misma situación de la autoridad soberana que hace cumplir la ley pero que
se reserva el derecho de reformularla. Caso clásico, y aún vigente, es la capacidad de muchos
presidentes, de otorgar una “gracia” o indulto a un condenado. El poder de indultar significa una
violación de la legalidad que está contemplada, sin embargo, como posibilidad en el mismo orden
legal. Se trata de una situación de excepción. Para Agamben estas excepciones son el terreno en que
se funda la ley. Entonces lo que existe antes de la ley es un poder soberano que la establece pero
que se reserva el derecho de revertirla en ciertas situaciones, llamadas, precisamente, “estados de
excepción”. En estas circunstancias la ley no es vigente: “El estado de excepción establece una
relación, oculta pero fundamental, entre la ley y la falta de ley, entre la ley y la anomia. Es un vacío,
un espacio vacío y en blanco que es constitutivo del sistema legal”. Para Agamben el estado de
excepción es una forma de gobernabilidad que ha adquirido una importancia creciente en el mundo
de hoy. Por ejemplo, los prisioneros talibanes de los norteamericanos en Guantánamo no tienen
status legal. No tienen derecho alguno. Se impone sobre ellos un poder totalmente soberano que no
reconoce ninguna restricción, que los reduce a “bios”, vida desnuda sin amparo legal alguno.
La idea que quiero formular es que la relación entre un autor y su obra puede ser entendida con la
ayuda de estos conceptos. En efecto, podemos concebir al autor como un poder soberano, una
agencia de enunciación, que se compromete con ciertas “leyes” o “regularidades”; es decir, con lo
que puede llamarse una perspectiva, que fundada sobre ciertos valores, dotan al conjunto de sus
textos de una estabilidad o coherencia. No obstante, este compromiso es “revocable”, sea porque el
autor cambie sus valores, o sea porque otros valores, usualmente subordinados, pasen, sin que acaso
el propio autor se percate, a primer plano, definiendo entonces una enunciación diferente.
Tendríamos entonces momentos de “excepción” que marcan la insurgencia de una discursividad
distinta. Una expresión más (in)fiel a la originalidad primordial de la experiencia de cada individuo.
No obstante, la coexistencia de perspectivas diferentes en el mismo texto, o en textos muy cercanos,
permitiría hablar de una escritura “anómica”, sin ley. Entonces la proliferación de “excepciones”
desdibuja todo intento de coherencia. En todo caso, la posibilidad de la excepción permite el
devenir original de un autor pues en la excepción se suspenden las regularidades o leyes de una
enunciación y se reafirma la autonomía del sujeto que se libera y renueva en un proceso (posible) de
(auto)creación. En síntesis un autor se define como un sujeto comprometido con ciertos valores
desde los que resulta posible una lectura del mundo que trasciende el imaginario de su época. La
“revocabilidad” de sus compromisos implica la posibilidad de revisar su enunciación, de
intensificar o contraer su “lucidez”.
Volvamos entonces a González Prada. El compromiso con la veracidad y la justicia son las
constantes con las que pretende definir su perspectiva. En efecto, se impone a sí mismo la lucidez
como el horizonte de su búsqueda. No obstante, a contrapelo de sus pretensiones, su obra está
recorrida por “situaciones de excepción” momentos en los que el compromiso original queda
abolido de manera que un trasfondo soberano se hace presente. Este trasfondo soberano no está
subjetivizado, permanece inconsciente, inapropiado. De allí surgen los numerosos fantasmas que
pueblan su obra: el goce satírico y el racismo, principalmente.
La desaparición de la instancia “autor” y el surgimiento de una pulsión cruel y soberana es una
situación recurrente en la obra de González Prada. La impulsividad satírica tiende hacia un goce que
desestabiliza su lucidez. A veces, sin embargo, este goce es controlado apareciendo, en todo caso,
como contrapunto menor a una visión más ecuánime y profunda del horizonte donde logra inscribir
lo inmediato.
Segundo apéndice: observaciones sobre el estilo de González Prada
La frase redonda, cristalina, categórica, feliz, es una de las marcas más distintivas de la escritura de
González Prada. Entonces hay que preguntarse ¿de dónde viene esta capacidad? ¿cuál es su
significado en términos de comunicabilidad? La musicalidad de su escritura, la precisión de los
períodos, el ritmo sostenido; todas estas cualidades de su prosa remiten a la influencia del verso.
Ahora bien, la capacidad de elaborar versos supone una “inspiración disciplinada”. En efecto, la
creación discursiva dentro de moldes dados implica una limitación pero también la apertura de un
camino dado por estas mismas restricciones. En la época de González Prada la escritura poética
supone la rima, el ritmo, la preservación del número de sílabas en el verso, y, finalmente, la sujeción
a un patrón o molde, llámese éste, letrilla, soneto, canción, triolet, balada, o cualquier otro género
de enunciación poética. Todas estas restricciones a las que tiene que someterse la discursividad
significan, sin embargo, también una facilitación. De hecho el verso está mucho más cerca de la
música que la prosa. La expresión está comprometida por numerosas convenciones formales pero
este compromiso alienta el desarrollo de una musicalidad donde lo que viene está ya anunciado por
aquello que lo precede. Ahora bien, esta enunciación poética se cultiva, es una capacidad que se
educa. Supone un cierto trance, un abandono a la espera de que surja esa frase que cumpla todas las
condiciones que le imponen las frases precedentes. Indudablemente la poesía está más cerca de la
oralidad y del sonido. La propia cadencia de la enunciación poética impone una continuidad que
disminuye la autoría, la posibilidad de personalizar la enunciación. Se presta por tanto al
estereotipo. Al dominio de la forma sobre el contenido. Pero, y es aquí donde quiero llegar, la
capacidad de versificación influye sobre la prosa. La hace más clara y musical. Pero también la
limita pues la vuelve más categórica, le resta capacidad para detenerse en los claro oscuros de la
realidad.
Sea como fuere en la prosa de González Prada están presentes las huellas de su capacidad
versificadora, precisamente en la claridad y contundencia de su enunciación, como también en
cierta enajenación de la cadena significante que adquiere una autonomía que se sitúa a contrapelo
de la reflexividad propia de la autoría.
El mundo popular de la época de González Prada se expresa mediante enunciados poéticos.
Especialmente, la sátira. Los sucesos cotidianos, especialmente los escandalosos, son presentados y
comentados en versos “anónimos”, donde no se reivindica una autoría pues de alguna manera en
ellos se cristaliza un juicio colectivo, una representación de “sentido común”. Por lo general
cargada de “malignidad”. Desmistificadora, lúdica, gozosa, festiva. Esta es una de las textualidades
de las que se nutre el estilo de González Prada. Pensemos por ejemplo en Presbiterianas, la
colección de sátiras donde el autor arremete contra la religión y el clericalismo. De hecho, todos los
grandes prosistas del XIX, llegando hasta el propio Mariátegui, han afinado su escritura en el
ejercicio del verso.
Tercer apéndice: Palma y González Prada
A su manera Ricardo Palma representa también un “evento” en la historia peruana. Pero para Palma
no se trata de dividir y condenar, de agitar conciencias y purificar, sino de mezclar y suavizar. Dos
estrategias distintas pero que concurren en la idea de fortalecer la nación peruana. Palma tratando de
inventar un pasado criollo que podía ser fuente de identidad para todos los peruanos. González
Prada rechazando tanto lo que fue, como lo que es, situando entonces la posibilidad del Perú en un
futuro que debería construirse en contra de la inercia colonial. Palma rescata el pasado fabulándolo,
desde la ternura y el humor, como inocente y pintoresco. En cierto sentido la actitud de Palma es
más sencilla y humana. Menos grandiosa, no quiere volar tan alto. Está prendido a la tierra. Su vena
satírica no llega a la crueldad, ni tampoco hace escarnio. Es más dulce y armoniosa. Es el criollismo
popular domesticado que recoge y elabora la tradición oral desde una perspectiva que evita la
confrontación radical y que apuesta por la integración social. En González Prada encontramos un
criollismo más aristocrático, o en todo caso, un criollismo popular menos domesticado. El desdén
sin límites, la burla sin piedad.
La tradición peruana se reduce a chismografía de ventanas entornadas, postigos entreabiertos y
alcobas a media luz; y naturalmente debía descollar en ella el hombre, que, en tiempo de Balta,
representó el papel de secretario privado, encubridor y celestina. (agregar el tomo y volumen, p.
205).
Es clara la alusión a Ricardo Palma.
Es muy significativo señalar el malestar de Ricardo Palma con el Discurso del Politeama. La frase
“Los jóvenes a la obra, los viejos a la tumba” estremeció al tradicionista. De otro lado González
Prada rechazaba categóricamente el género Tradición al que criticaba por la falta de una sustancia
ideológica, por el deleitarse en lo intrascendente. Claro está que Ricardo Palma podría objetar el
tremendismo de González Prada. No obstante, por debajo de las desavenencias ambos compartían
una actitud critica hacia su época, en especial, hacia el civilismo, el partido de los afortunados,
según decir de Jorge Basadre.
A diferencia de la visión edulcorada de la Colonia que elabora Ricardo Palma, la visión de
González Prada es cerrada y totalmente negativa. Pero este mismo rechazo, sin embargo, es parte
fundante del hecho colonial. En este sentido Ricardo Palma, al reivindicar el mundo criollo, elabora
una ruptura con el colonialismo que está ausente en González Prada.
En una de las cartas que Ricardo Palma escribe a Nicolás de Piérola le manifiesta que:
en mi concepto, la causa principal del gran desastre del 13 está en que la mayoría del Perú la forma
una raza abyecta y degradada que usted quiso dignificar y ennoblecer. El indio no tiene el
sentimiento de la patria; es enemigo nato del blanco y del hombre de la costa y, señor por señor,
tanto le da ser chileno como turco. Así me explico que batallones enteros hubieran arrojado sus
armas en San Juan, sin quemar una cápsula. Educar al indio, inspirarle patriotismo, será obra no de
las instituciones, sino de los tiempos.
Por otra parte, los antecedentes históricos nos dicen con sobrada elocuencia que el indio es
orgánicamente cobarde. Bastaron 172 aventureros españoles para aprisionar a Atahualpa, que iba
escoltado por 50 mil hombres, y realizar la conquista de un imperio, cuyos habitantes se contaban
por millones. Aunque nos duela declararlo, hay que convenir que la raza araucana fue más viril,
pues resistió con tenacidad a la conquista . ( p. 20)
Estos juicios sobre las causas del desastre en la Batalla de Miraflores contrastan radicalmente con
los elaborados por Manuel González Prada. En sus “Impresiones de un reservista”, González Prada
atribuye el desastre de las armas peruanas al diletantismo de Piérola y la consiguiente debilidad de
su estrategia para la defensa de Lima. A ello agrega la falta de liderazgo de los comandantes y la
cobardía de muchos oficiales. En cambio, González Prada se sorprende de la capacidad de lucha de
los indígenas, lanzados al combate a patadas, sin preparación militar alguna. Según el autor, la
oficialidad criolla, bajo la inspiración de Piérola, priorizó la educación religiosa al entrenamiento
militar. Si los indios defendieron con tanto denuedo la ciudad de sus opresores, ello fue por su
carácter sumiso y resignado pero finalmente batallador.
¿Cuáles son los supuestos implícitos de los juicios de Palma? El gran tradicionalista pareciera
pensar que los indios deberían tener un sentimiento de lealtad hacia una patria que apenas conocen
y a la que no le deben nada. Soslaya la responsabilidad de los comandantes y la descarga sobre los
indígenas que no están tan dispuestos a dejarse matar por lo que no acaban de entender. Es como si
Palma considerara que los indios fueran una suerte de “propiedad común” de los criollos. Y que
debieran, por tanto, una obediencia y pleitesía que llegara hasta la ofrenda de la propia vida. Como
Palma piensa que no se han portado así, juzga que son “orgánicamente cobardes”.
Muy distinta es la posición de González Prada que atestigua la lucha desigual de los batallones
indígenas contra la bien armada infantería chilena. Para el autor de Horas de lucha, el esfuerzo de
los indígenas excedió lo que razonablemente podía esperarse de ellos. Los indios no son una raza
degenerada, sino un pueblo oprimido brutalmente por la codicia de los gamonales.
El verdadero tirano de la masa, el que se vale de unos indios para esquilmar y oprimir a los otros es
el encastado, comprendiéndose en esta palabra tanto al cholo de la sierra o mestizo como al mulato
y zambo de la costa. En el Perú vemos una superpoblación étnica: excluyendo a los europeos y al
cortísimo número de blancos nacionales o criollos, la población se divide en dos fracciones muy
desiguales por la cantidad, los encastados o dominadores, y los indígenas o dominados. Cien o
doscientos mil individuos se han sobrepuesto a tres millones (2, III, p. 200).
Digamos que para Palma, como para el país criollo, el problema del Perú es la llamada “cuestión
indígena”, la presencia de una “raza degradada” y difícil de asimilar que ensombrece el porvenir del
país. Para González Prada, mientras tanto, el problema del Perú está en la rapacidad e inmoralidad
de sus estratos dirigentes. Los indígenas son sus víctimas tradicionales.
Cuarto apéndice: Manuel Pardo y Nicolás de Piérola según González Prada
Es muy revelador comparar las semblanzas de ambos personajes elaboradas por González Prada. En
el caso de Pardo la tensión entre lucidez y el humor sarcástico se mantiene de modo que el autor es
capaz de reconocer una serie de virtudes en Pardo. La primera es su capacidad de liderazgo:
supo allegarse fuerzas, organizarlas y prestar al Civilismo todo el aire de un partido regenerador.
Las circunstancias le favorecieron y las aprovecho con admirable suspicacia. (2, II, p. 325)
Manuel Pardo inicia reformas trascendentales y concibe grandes proyectos… Mucho bueno habría
realizado, merced a su carácter enérgico y emprendedor, si hubiera tenido auxiliares más aptos y
enemigos menos pérfidos. (328)
Parecía gigante por la talla microcoscópica de sus colaboradores. (329)
Pardo tenia figura simpática, modales finos, trato afable, conversación chispeante y una irresistible
atmósfera de atracción. Al tratarle una vez se deseaba tratarle a menudo, y al frecuentarle no se
dejaba de quererle. Inspiro afecciones tan sinceras y durables que se hallan intactas hoy mismo, a
los veinticuatro años de muerto. (p.335)
Por el lado de los defectos González Prada reprocha a Pardo su “metalización” excesiva.
Hijo del hombre que miraba como un baldón la igualdad política y social, crecido en una atmósfera
más aristocrática y española que democrática y nacional, no supo amar al pueblo ni hacerse amar de
pequeños y desheredados, su demofilismo no pasó de un ardid para granjearse partidarios en los
días de lucha electoral. (p. 330)
Adolecía de un gravísimo defecto: el amor al dinero, la metalización. Mas si poseyó la ciencia de
enriquecerse, no tuvo la de enriquecer al país. Las mayores faltas de su gobierno fueron
hacendarias… un empirismo financiero. (p. 331)
El balance: Pardo tenía “la frialdad serena de un burgués acaudalado”. Determinado y pragmático
pero lejano del pueblo y codicioso.
El retrato de Piérola es en cambio implacable. González Prada se deja llevar por el sarcasmo. No
hay una voluntad de ser mínimamente objetivo. Una aversión profunda da rienda suelta a su veta
satírica. Entonces Piérola aparece como un “bárbaro prehistórico”, “un hombre sólo entregado a sí
mismo”. Impetuoso e irreflexivo. Un aventurero. Pero soberbio hasta la ridiculez. La astucia y la
hipocresía son sus mejores armas.
Imposible no reírse de Piérola al verle recorrer las calles de Lima con estrechísimos pantalones de
gamuza, enormes botas de carabinero español, casco a la prusiana y dolman sin nacionalidad. Se
empinaba sobre descomunales tacones para disimular la deficiencia de estatura, echaba atrás la
cabeza, abombaba el pecho y avanzaba con pasos diminutos y acompasados, moviendo las piernas
no con la suavidad de un miembro que articula sino con la rigidez de un compás o la tiesura de una
barra que sube y cae de golpe. Separado de su cortejo, aislado para ofrecer mejor blanco a los ojos
de la concurrencia, miraba sin pestañear, a manera de las divinidades indostánicas, embebecido y
transfigurado como si en lontananza divisara los deslumbrantes resplandores de su apoteosis futura
(p. 343).
Es evidente que la mediación reflexiva entre el sujeto y la pulsión es muy diferente en ambos textos.
Digamos que, en el caso de Piérola, González Prada se descalifica como sujeto y aparece como
arrebatado por la antipatía. El compromiso con la objetividad y la ponderación que atraviesa el texto
sobre Pardo, no sin dejar espacio a pullas, está radicalmente ausente en el retrato de Piérola. El
autor desaparece ante el empuje de la impulsividad. Su texto carece de matices. De hecho González
Prada no da ningún elemento que permita comprender el liderazgo carismático de Piérola, el fervor
popular que suscita. Es probable que Piérola tuviera (casi) todos los rasgos negativos que González
Prada le achaca: soberbia, imprevisión, clericalismo. No obstante, se le escapan otras características
que explican su dilatado protagonismo en la política peruana: su audacia y su capacidad retórica,
cualidades que le permitieron lograr grandes simpatías. Así, pese a sus terribles errores [2] Piérola
murió pobre y en olor de santidad popular.
Quinto apéndice: Mariátegui y González Prada
Para apreciar los juicios de Mariátegui empiezo citándolos. Haré luego los comentarios respectivos.
González Prada es, en nuestra literatura, el precursor de la transición del período colonial al período
cosmopolita. Ventura García Calderón lo declara el “menos peruano” de nuestros literatos. Pero ya
hemos visto que hasta González Prada lo peruano en esta literatura no es aún peruano, sino sólo
colonial… Es la liberación de la metrópoli (p. 254).
González Prada no interpretó este pueblo, no esclareció sus problemas, no legó un programa a la
generación que debía venir después. Mas representa, de toda suerte, un instante – el primer instante
lúcido –, de la conciencia del Perú. Federico More lo llama un precursor del Perú nuevo, del Perú
integral (p. 254-255).
Mariátegui escribe que pese a la carga retórica de sus escritos, González Prada jamás desdeñó la
masa:
González Prada representa, particularmente, la influencia francesa. Pero le pertenece, en general, el
mérito de haber abierto la brecha por la que debían pasar luego diversas influencias extranjeras…
Percibió bien su inteligencia el nexo oculto, pero no ignoto que hay entre conservatismo ideológico
y academicismo literario. Y combinó, por eso, el ataque al uno con la requisitoria contra el otro.
El propio movimiento radical aparece en su origen como un fenómeno literario y no como un
fenómeno político. El embrión de la Unión Nacional o Partido Radical se llamó Círculo Literario…
Su espíritu individualista, anárquico, solitario no era adecuado para la dirección de una vasta obra
colectiva.
… no tuvo temperamento de conductor… el temperamento de González Prada era,
fundamentalmente, literario. (pág. 260).
La filiación literaria del espíritu y la cultura de González Prada, es responsable de que el
Movimiento Radical no nos haya legado un conjunto elemental, siquiera, de estudios de la realidad
peruana, y un cuerpo de ideas concretas sobre sus problemas.
El racionalismo, el cientificismo de González Prada no se contentan con las mediocres y pávidas
conclusiones de una razón de la ciencia burguesas. En González Prada subsiste, intacto en su
osadía, el jacobino.
Mariátegui cita a Mariano Ibérico, quien dice:
Y hay en éste como en Nietszche, la oposición entre un concepto determinista de la realidad y el
empuje triunfal de libre impulso interior.
Mariátegui considera que el positivismo cientificista de González Prada “…tiene un trasfondo
religioso, apasionado”:
Lo duradero en la obra de González Prada es su espíritu… Estimamos y admiramos, sobre todo, la
honradez intelectual, la noble y fuerte rebeldía.
La vida debe pensarse a partir de la herencia, escribe Derrida, dado que esta última da forma a la
primera. Es decir, querámoslo o no, igual heredamos. Ahora bien, la mejor manera de lidiar con
nuestro legado es conocerlo, inventariarlo, criticarlo. Finalmente, elegir nuestras fidelidades, pero
sin dejar intacto ni siquiera eso “que se dice respetar ante todo”. La apropiación de lo que se hereda,
según Derrida, debe llegar hasta el momento donde la escritura pensante excede la fertilidad de lo
heredado. Se trata de “anticipar en nombre de aquello que se nos anticipa”. O sea, ir siempre más
lejos de donde debemos comenzar.
Entonces, ¿cómo se sitúa Mariátegui frente a González Prada? ¿Cómo lo hereda? En realidad,
Mariátegui tiene una actitud ambigua frente a González Prada: de un lado lo considera un
“temperamento literario” que se involucra en política por un sentimiento de urgencia que no
corresponde, sin embargo, con su vocación íntima. No obstante, de otro lado, y paradójicamente, le
atribuye representar el primer “instante lúcido de la conciencia del Perú”. Entonces, digamos: niega
su impacto político y exalta su valor literario, pero, a la vez, reconoce la ruptura política que
significa y no se refiere a sus méritos artísticos.
En este desencuentro que impide la fecundación de la herencia de González Prada hay
responsabilidad de ambas partes. Es indudable el valor sociológico de los ensayos de González
Prada. No obstante, para tomar conciencia de este valor es necesario despojarlos de su veta
sarcástica que a menudo invisibiliza ese valor, trivializando sus contribuciones, pese a todo
decisivas. Mariátegui no logra calar en el núcleo más veraz de los ensayos de González Prada.
Quizá se asusta o se ríe demasiado del abuso de la sátira que efectúa González Prada. Es decir, no lo
toma en serio o no lo toma en cuenta. En todo caso, no percibe el trasfondo profundamente satírico
que recorre mucho de la obra de González Prada. Entonces recoge “sobre todo la honradez, y la
noble y fuerte rebeldía”.
Mariátegui no logra, pues, aprender de González Prada. Tampoco ubicarlo en la tradición cultural
peruana. En efecto, la caracterización de González Prada del Perú le pasa desapercibida y, de otro
lado, ignora la influencia de la cultura criolla en su obra. Le reconoce ser un momento de ruptura;
representar la influencia cosmopolita que permitiría el quiebre con el colonialismo para poner así
las bases de una literatura nacional. Pero, pese a todo, otra vez, Mariátegui no puede ignorar la
significación política de los escritos de González Prada de la cual él es un heredero inconsciente.
Finalmente, entonces, ¿qué es lo que impide que Mariátegui “reactive” la herencia de González
Prada? Quizá el desencuentro tenga que ver con cuestiones de época y temperamento. Aunque
ambos eran decididamente apasionados, y, además, comprometidos con la construcción de una
nación en el Perú; hay, sin embargo, una diferencia fundamental: González Prada, pese a su
cientificismo positivista, es también satírico y burlón; mientras que Mariátegui, pese a su vitalismo
romántico, es más austero y reflexivo. Mariátegui no puede dejar de constatar la significación
política de González Prada, pero no logra entender la causa precisa de este fenómeno. La
irreverencia de González Prada hace que se le escape lo sustancial en sus ideas. De otro lado, lo
exalta como literato, pero sin hacer un análisis que fundamente este juicio.
Sexto apéndice: Manuel González Prada ante el sentido último de la vida.
Sobre las cosas dudosas como Dios y nuestro destino, el verdadero pensador no vive aferrado a
creencias fijas sino fluctuando entre opiniones sucesivas.
González Prada (1, II, p. 198)
El sentimiento religioso no es más que la penumbra de lo desconocido (197)
Trozos de vida
Escritos seis meses antes de su muerte, los poemas agrupados bajo el título Trozos de Vida,
publicados póstumamente (en Obras, 3, V, p. 357-386) representan un espacio en que González
Prada se confronta al sinsentido primordial de la vida, tratando de representar sus vivencias más
entrañables. En el contexto de un racionalismo que ha eliminado cualquier horizonte de
trascendencia, se busca, en el aquí de la vida, las razones que hagan que merezca la pena seguir
viviendo. Por este discernimiento desfilan distintas posibilidades: los ideales de paz y justicia, la
opción de un encuentro gozoso con el otro, la grandeza de la patria, la exploración de un
sentimiento panteísta que nos religue al mundo y a lo viviente. No obstante, ninguna de estas
posibilidades llega a fundamentar un sentido. Prima, entonces, la desolación, la vivencia de una
vida que es fugaz, transitoria e insignificante, que tiene como única perspectiva la realidad última
de la muerte. Frente a una situación tan decepcionante sólo cabe el cultivo de la indiferencia para
evitar ser carcomido por el hastío; por esa necesidad de un sentido que no puede construir.
Yo he sido el cofre sellado:
Más allá de la epidermis
no he sufrido los contactos.
Los versos anteriores aluden a un dominio de la muerte sobre la vida: el “cofre sellado” semeja un
féretro, un espacio incomunicado, donde son imposibles los contactos y lo más sabio es una suerte
de anestesia vital, un tratar de no sentir, pues la desolación que produce lo absurdo se infiltra por
todos lo poros de la vida. El rechazo a la condición humana es contundente:
Madre Tierra, ¿dónde vas?
Vayas, Tierra, donde fueres,
La dicha en ti reinará,
Cuando muda y sola gires
Muerta al fin la humanidad
De ser hombre me avergüenzo
El mundo está sumergido en un caos moral: los buenos sucumben, los malos disfrutan y no hay
remedio a la vista.
La inminencia, siempre presente, de la muerte aborta en su origen cualquier ilusión, de manera tal
que comenzar a vivir es, sobre todo, empezar a morir.
Sin fe en la vida, vivimos;
sin esperanza, esperamos
El sinsentido se revela en la omnipotencia caprichosa del azar. Las ilusiones son quimeras,
mentiras. Y la mayor de ellas es “la esperanza en el bien y la justicia”:
Indiferentes vayamos
por los mares de la duda.
La rutina como sentido esclerotizado facilita la vida, pero vaciándola de sentido e intensidad.
La menos mala de las opciones es, en cualquier forma, entregarse a una quimera, que aunque se
sepa falsa permite, no obstante, remontarse “a la luz del firmamento”.
En realidad, en medio de este panorama tan sombrío la única luz que asoma es la de la rebeldía y la
libertad:
En mi Olimpo, ya sin Dioses,
Sólo perdura tu altar,
Sólo no muere tu culto,
Oh divina libertad
Esta afirmación de la libertad como posibilidad de autocreación de los hombres, deja esperar un
futuro mejor: “que este siglo no es visible: / yo debí nacer mañana”.
Un sobrecogedor tono melancólico domina los poemas de Trozos de Vida. Como se sabe, la
melancolía es un sentimiento de pérdida, al que no corresponde una idea precisa de lo que se ha
perdido, de manera que no hay una representación de objeto que vitalice al deseo, que le dé una
dirección, sólo una tristeza abrumadora. Todo se ha perdido pues nada tiene sentido. La impronta
depresiva de este poemario remite a una añoranza de absoluto, a la imposibilidad de realizar un
duelo por la muerte de Dios y todos los sentidos que dependieron de su existencia: los ideales, la
buena conciencia, la satisfacción consigo mismo. Finalmente, a la imposibilidad de reconciliarse
con la realidad de una inmanencia sin certezas. En la cual podrían, acaso, construirse sentidos que
aunque no fueran últimos y definitivos, sí fueran suficientes como para fundamentar un fervor de
vida.
La ciencia y la supuesta perfectibilidad humana no alcanzan a reemplazar al Dios muerto.
Paradójicamente, esta añoranza de Dios y sus certezas absolutas es un sentimiento profundamente
religioso.
Resulta claro que González Prada es un individuo aislado. Es un agnóstico en un mundo de
creyentes. No puede evitar la arrasadora añoranza de lo absoluto, de modo que queriendo creer no
cree. En este querer sin poder se ubica su última verba:
¿qué me importa si mi cielo
obscurece ya la noche?
no te amé jamás, oh mundo,
negro charco de vibriones[3]
al puede ser de la tumba
voy sin pena ni temores,
con el asco por la vida,
con el desprecio de los hombres.
No obstante, y otra vez paradójicamente, como lo señala Julia Kristeva, la lucha por expresar las
vivencias depresivas tiene un efecto catártico y consolador. En efecto, escribir es una apuesta a
representar la tristeza que termina aligerando algo de su peso abrumador. Sobre todo, en la medida
en que en esta lucha surge algo que podemos considerar “bello” y “veraz”. Entonces, escribir sobre
el sinsentido es una manera práctica de crear un sentido, pues la misma escritura permite estetizar y
diluir esas sombras que nos impiden ver la belleza de la vida. Se trata, ciertamente, de un ejercicio
“agónico”, de una lucha en el límite. Tratar de no ser engullido por la muerte a través de una
consolación trágica en la que reafirmando el absurdo de la vida, dando rienda suelta a toda nuestra
negatividad, logramos, no obstante, olvidarnos de esa pérdida que nos obsesiona.
Sétimo apéndice: culpa y resentimiento
Ambos sentimientos comparten la idea de una deuda. Una persona que se siente culpable piensa que
tiene una deuda con el mundo, que ha hecho mal, que ha traicionado una expectativa o un mandato.
El que se siente culpable busca un castigo. Mientras tanto, la persona que está resentida piensa que
algo se le adeuda, que tiene una acreencia contra el mundo. Se le debe algo. Se ha cometido una
injusticia, se ha defraudado una expectativa legítima. ¿Quién está en deuda con quién? Si la persona
lo está con el mundo se sentirá culpable, si siente que es el mundo el que le tiene pendiente una
deuda se sentirá resentido. En el fondo la deuda es una vivencia de defraudación, una traición de la
confianza. Entonces la idea de deuda remite al sentimiento de injusticia, a la creencia de una
asimetría en los intercambios.
En la culpa la violencia se vuelve contra quien la siente. En el resentimiento se dirige contra el
mundo, en especial, contra la persona que ha defraudado y que debe. La manera de superar la culpa
y el resentimiento es el perdón puro. Con el perdón la vida se desanuda.
Ahora bien ¿en qué medida la culpa entraña resentimiento? Y viceversa: ¿hasta que punto el
resentimiento implica culpabilidad?
El resentido tiende a hacer el “mal”, se cobra su deuda agrediendo a los otros. No necesariamente al
causante inmediato de su expectativa desengañada. El actuar del resentido se justifica como un
cobro pero puede pensarse que genera culpa pues no dejará el resentido de tener conciencia de que
está incurriendo en deudas que tendrá que pagar. De otro lado el culposo se agrede y aunque
conciba su dolor como un pago igual pensará que su sufrimiento no le es totalmente merecido.
Entonces sentirá resentimiento.
Es posible un culpable puro, un resentido puro. Un resentido puro será alguien que no ha hecho mal
alguno, que no tiene deudas pero que se tiene muchas cuentas por cobrar. Un culpable puro será
alguien que no habiendo recibido ofensa alguna ha, sin embargo, defraudado las expectativas de los
demás. Pero tan pronto como definimos así los términos caemos en la cuenta de que todo somos a la
vez ofendidos y ofensores. En distinta proporción desde luego.
La culpabilidad y el resentimiento son sentimientos soterrados. Están anclados, agazapados, en el
cuerpo y con frecuencia asaltan el ánimo y se proyectan en conductas que implican un tipo de
expresión o desfogue.
Desde el punto de vista social puede decirse que el resentimiento es más fundamental y originario
que la culpa. En efecto, el niño es prontamente destronado de su expectativa de omnipotencia. Se le
invita a “comprender” que las cosas no pueden ser tales como quiere. Están los otros y sus
derechos, está el mundo y sus limitaciones. Aunque lo quiera, el hombre no es Dios. La culpa en
cambio implica la internalización previa de valores y normas. Tampoco nunca podremos estar a la
altura de lo que se espera de nosotros. Siempre fallamos pero para fallar es tomar una decisión que
pudo ser otra. La culpa implica entonces la conciencia.
El niño se resiente sin acaso sentirse culpable. La pataleta o desborde emocional de quien se siente
estafado. La culpa viene después.
El resentimiento alivia la culpa pues justifica la actuación del odio. La culpa, mientras tanto, inhibe
el resentimiento, dirige la agresión hacia quien la siente. Cuando el sujeto está demasiado tomado
por el sentimiento de haber hecho mal entonces queda poco margen para sentir que el mundo lo ha
defraudado.
La culpabilización es parte esencial de la educación. Supone la internalización de una voz o
mandato social que dice ¡Haz esto! o ¡Haz lo otro!; porque eso y lo otro es lo “justo”, es aquello que
se espera; lo que todos debemos hacer. Desoir esa voz es exponerse al castigo de la conciencia. Esa
voz nos reclama buscar un castigo que nos redima del sentimiento de no estar a la altura.
En cambio la sociedad no fomenta el resentimiento. El mismo nombre “resentimiento” tiene una
connotación negativa. Está asociado a la impotencia y la oscuridad. Sería más propio hablar de una
“sed de justicia”. La socialización nos conduce a que acallemos nuestros resentimientos pero que
vivamos nuestras culpas. La sociedad es estructuralmente injusta porque la propia condición
humana es frágil y limitada. En efecto, somos llamados a no quejarnos, a pretender de que no
hemos sido defraudados. Es decir, a sentir que debemos pero que no se nos debe. Y tiene que ser así
puesto que la experiencia de ser defraudado es resultado necesario de la precariedad de la vida, de
que nuestros deseos siempre estarán en alguna medida insatisfechos puesto que, otra vez, ni somos
omnipotentes, ni, tampoco, el otro tiene que darnos todo lo que deseamos de él.
***
Ahora bien: ¿Qué tiene que ver toda esta discusión con González Prada? El punto es determinar qué
domina en su enunciación, ¿la culpa o el resentimiento? Luis Alberto Sánchez opina que González
Prada pertenece a aquellos hijos del orden que se sienten culpables por recibir privilegios que no
pueden renunciar aunque sean inmerecidos. Sus ideales cristianos de justicia y caridad son
confrontados por la realidad de abuso y miseria. Entonces se desata la culpa. El odio a su clase y a
sí mismo. Este sería el trasfondo emocional de la enunciación de González Prada. Recordemos que
González Prada pertenecía a una familia aristocrática. Además que era un hombre alto, blanco y
rubio. Sus críticas a la aristocracia serían también expresión de un odio hacia sí mismo y la
injusticia que su prosperidad y comodidades representan. Américo Ferrari, en cambio, percibe en el
impulso satírico del autor las huellas de un resentimiento. Quizá la vida no le dio todo lo que
esperaba. De hecho estas hipótesis no tienen porque ser excluyentes. Precisamente la disertación
que antecede este párrafo pretende mostrar que no tendría por qué haber oposición entre ambos
sentimientos. No obstante queda por determinar la fuerza relativa de cada uno de ellos. Se trata de
una tarea que no podemos abordar por el momento.
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paginación del capítulo.
[1] Los fundamentos teóricos de la presente ponencia aparecen en el primer apéndice
[2] Tanto Ricardo Palma como Ulloa, su amigo y su biógrafo, reprochan a Piérola un sentido de
grandiosidad inoportuno que rayaba en lo ridículo.
[3] Bacteria, microbio

gonzalo portocarrero

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