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¿Por qué la crítica feminista a la teoría política de Rawls

es importante? Del velo de ignorancia al techo de cristal

(Why feminist critique of Rawls's political theory is important? From the


veil of ignorance to the glass roof)

Juan Manuel García Garduño


“You tell me it's the institution. Well, you
know. You better free your mind instead.”
Lennon-McCartney

Con esta ponencia sólo intento poner el acento en dos cosas. En primer lugar, ofrecer una
descripción breve de las críticas feministas más notables a la teoría política rawlsiana y, en
segundo lugar, a partir de este bosquejo, tantear la idea de que el republicanismo y el
feminismo, lejos de oponerse, quizá guardan una relación alternativa más armónica y coherente
que entre este último y el liberalismo, si bien no excluyente, ya que ambas posturas políticas
gozan de una enorme capacidad explicativa de los fenómenos sociales y, sobre todo, de un
enorme potencial emancipador.
Desde los orígenes de la filosofía, la pregunta respecto a cómo se construye una
sociedad justa ha recibido una variedad de respuestas. En consecuencia, han tenido lugar un
conjunto de teorías que tratan de explicar cómo ciertos criterios toman forma en el desempeño
y comportamiento de la estructura básica de la sociedad. Pero ¿qué es precisamente lo que las
teorías de la justicia tratan de reglamentar? Según Jon Elster, una respuesta aproximada es que
éstas regulan tanto un sistema de libertades y obligaciones como una distribución de los
ingresos, y la mayoría de las teorías, en efecto, parece coincidir con este planteamiento. En lo
que difieren, sin embargo, es en la relevancia que otorgan a estos distintos tipos de cargas y
beneficios sociales. Así, para los utilitaristas el bienestar es primordial, en tanto que John Rawls
destaca el autorrespeto o Amartya Sen y Martha Nussbaum proponen que los bienes moral-
mente relevantes son las aptitudes básicas.
La teoría contractualista con la que Rawls hace historia, como es sabido, advierte que la
idea principal del utilitarismo, según la cual la sociedad es justa cuando sus instituciones están
dispuestas de modo tal que permiten obtener el mayor equilibrio neto de satisfacción distri-
buido entre todos los individuos pertenecientes a ella, es inapropiada y contraintuitiva en las
democracias liberales modernas, a causa de su falta de respeto por los individuos, pues cada uno
es juzgado como una gota en el océano de la utilidad social general y algunos deben de aceptar
niveles muy bajos de utilidad, si eso redunda en la maximización de la utilidad total.

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Por el contrario, Rawls plantea que los individuos aceptan por anticipado un principio
de igual libertad y lo hacen sin un conocimiento de sus fines más particulares, conviniendo en
adecuar sus concepciones del bien a los requerimientos del sentido público de la justicia o, al
menos, en no insistir en pretensiones que violen directamente su capacidad moral para juzgar
cosas como justas, apoyar esos juicios en razones, actuar de acuerdo con ellos y desear que otros
actúen de igual modo. De ahí que afirme que: “Un individuo que se dé cuenta de que disfruta
viendo a otras personas en una posición de menor libertad entiende que no tiene derechos de
ninguna especie a este goce.” Dicho de otro modo, como liberal que es, advierte que cada
individuo quiere favorecer sus propios intereses, pero para eso tiene que trabajar junto con los
otros y establecer normas que sean equitativas y aplicables por igual, al margen de su condición
social, y esto sólo es plausible tras un velo de ignorancia.
Por lo tanto, propone una teoría normativa de la justicia, cuyo mérito, por ser pura-
mente procedimental, reside, según él mismo asegura, en la posibilidad de contar con alguna
noción de lo que es justo para evaluar, a partir de ahí, la gravedad de las imperfecciones reales y
establecer el mejor modo de acercarse a ese ideal. Su teoría es, pues, un rasero imparcial que deja
poner a prueba nuestros enfoques de la justicia y, si estos no dan la talla, darnos cuenta de que
no sólo es nuestro sentido de la caridad lo que falla, sino nuestra misma razón. Con todo,
autoras como Margarita Cepeda piensan que Rawls admite dos limitaciones de su teoría: la
primera es su presunción de la sociedad como un sistema cerrado, aislado de otras sociedades, y
la segunda es que su carácter ideal sólo contempla dos principios que regularían las libertades
básicas y las desigualdades socioeconómicas en una sociedad bien ordenada, es decir, una
sociedad en la que sus miembros actúan equitativamente y cumplen con el sostenimiento de
sus instituciones.
Como cualquier autor clásico, Rawls genera repercusiones positivas y negativas. El
liberalismo más conservador, encabezado por Robert Nozick, rechaza enérgicamente cualquier
política redistributiva basada en la lotería natural, y alega que si Rawls hubiera sido consis-
tente, no sólo tendría que haber aceptado la redistribución de recursos y oportunidades, sino
también de órganos (un Estado rawlsiano debería de extirpar riñones a los sanos para
transplantarselos a los enfermos). El utilitarismo reprocha la arbitrariedad con la que Rawls
deriva sus principios de justicia en la posición original, afirmando que en una situación de
incertidumbre, lo racional no es que los desaventajados merezcan alguna preferencia especial,
sino simplemente maximizar la utilidad promedio. El comunitarismo cuestiona su pretensión
de alcanzar valores universales, a la que considera ilusoria, pues lo justo depende siempre del
contexto histórico. El marxismo critica que Rawls no coloque el problema de la propiedad de
los medios de producción en el centro de la escena y que sostenga que una sociedad justa es
compatible tanto con la propiedad privada como con la propiedad estatal de los medios
productivos, debido a que, en el fondo, limita su postura a la nación entendida en su aspecto
restrictivo y burgués, como un conjunto de fuerzas productivas técnicas, más que como ese
ámbito de gran potencia vital que preserva a los seres humanos y los hace nacer. La mayoría de

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las reacciones, entonces, procuran evidenciar ciertas deficiencias de la teoría de Rawls y
formulan algún modo de resarcimiento. En contraste, las objeciones del feminismo, en
numerosos casos, aparecen dirigidas a la totalidad del contractualismo rawlsiano, enfatizando su
descuido de la familia como institución básica de la sociedad y, por ende, como entidad
reproductora de injusticias y prejuicios.
En efecto, si Rawls parte de la noción de que la primera virtud de las instituciones
sociales es la justicia, puesto que éstas constituyen la estructura básica de la sociedad y asignan
las principales disposiciones socioeconómicas mediante las que los individuos tienen distintas
posiciones y, por lo tanto, gozan de diferentes expectativas de vida, entonces cualquier injus-
ticia radica en el modo en que tales instituciones proceden frente a ciertos hechos, como las
condiciones efectivas de los ciudadanos o la distribución natural de talentos, aptitudes y
capacidades. Las objeciones feministas recalcan, precisamente, lo espinoso que resulta para
Rawls lidiar con las iniquidades de género que se originan y refuerzan de manera arbitraria en el
hogar, pero permean y moldean la esfera pública, dado que la familia tiene la confusa
peculiaridad de ser, al mismo tiempo, una esfera privada y una parte de la estructura básica de la
sociedad que, como señala Nussbaum, tiene una enorme influencia para cultivar o minar el
desarrollo humano, a pesar de que los principios de justicia no sean aplicables en su vida
interna, igual que ocurre con las universidades y las iglesias, por lo intolerante que resultaría ese
grado de interferencia estatal, esa violación flagrante a la neutralidad del Estado.
A decir de Friedrich Engels, esta actitud liberal sería de lo más normal, puesto que la
familia moderna, atrapada en un círculo vicioso, contiene en germen no sólo la esclavitud, sino
también la servidumbre; encierra en miniatura todos los antagonismos que se desarrollan más
adelante en la sociedad y en el Estado. Las concepciones de bienestar dentro de la sociedad
capitalista han sido creadas desde una perspectiva masculina y con base en una injusta división
sexual del trabajo, supuesta, sostenida y consolidada por el Estado, antes que ser erradicada por
él. Para el marxismo, la familia monogámica entra en la historia de la humanidad como una
forma de esclavizamiento del sexo masculino al femenino, y sirve como una válvula de escape
para que el asalariado, humillado a diario, pueda desahogarse humillando a quienes dependen
de él, gracias al dogma de que el trabajo doméstico no es una actividad digna de remuneración
ni de respeto.
Respecto al dilema de la familia como esfera privada e institución básica, Rawls se
preocupa por aclarar que los “adultos de las familias y otras asociaciones son, en primer lugar,
ciudadanos iguales”, por lo que ninguna institución o asociación en la que se involucren
“puede violar sus derechos como ciudadanos”, y niega también que existan esferas privadas
exentas de justicia. “De allí que la esfera de lo político y lo público, de lo no público y lo
privado, caen todas dentro del contenido y aplicación de la concepción de justicia y sus
principios. Si alguien alega que la así llamada esfera de lo privado constituye un espacio exento
de justicia, lo cierto es que no existe tal cosa.” Nussbaum, por su parte, afirma que el enfoque
de Rawls se detiene antes de llegar a lo que la justicia exige porque le cuesta reconocer, en

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primer lugar, que las decisiones tomadas al interior de cualquier relación asimétrica con
dificultad pueden ser descritas como plenamente voluntarias, y en segundo lugar, que la analogía
entre las iglesias y las universidades con las familias no es la más idónea, ya que las dos primeras
tienen una vida fuera del Estado, pero las familias, por ser “una construcción legal y social de
una manera mucho más fundamental y general que esas otras organizaciones”, no pueden
tenerla.
La solución propuesta por Nussbaum descansa en el principio de la capacidad de cada
persona, es decir, en la capacidad de cada uno para “escoger relaciones apropiadas de amor y de
cuidado (y las otras funciones centrales)”, y en el principio de restricción moral, según el cual
“todo lo que sea cruel o injusto, aunque tenga lugar en la familia, no merece ser incluido en lo
que valoramos cuando valoramos y protegemos la familia.” De ahí que el abusador se coloque a
sí mismo fuera de la familia y no merezca invocarla en su defensa. De esta forma, aunque su
enfoque en clave de promoción de capacidades determina que el Estado no debe “intervenir en
la conducta de los miembros de la familia sin un interés urgente”, tal como pasa con el enfoque
de Rawls, también consiente que las capacidades y las libertades de los individuos “estén in-
corporadas en la estructura legal que constituye y regula la familia”, al asumir que ninguna
agrupación afiliativa es central o prioritaria y al cuestionar la coherencia entre las distinciones
exterior/interior y acción/inacción. En sus propias palabras: “Hacer que las cosas adquieran su
status quo antes de la propia acción es elegir un curso de acción, es no ser completamente
neutral. […] el interés del Estado […] siempre conduce a una construcción positiva de la
institución familiar. Esta construcción debería realizarse de manera que sea compatible con la
justicia política.” Se trata, pues, de una advertencia similar a la del Concilio de Matronas de la
Confederación Iroquesa de los Estados Unidos, citada en un texto de Graciela Hierro: “La raíz
de la opresión es la pérdida de la memoria.”
Con la crítica expuesta en su libro Hacia una teoría feminista del Estado, Catharine
MacKinnon reúne algunas de las réplicas más rigurosas, corrosivas y radicales al liberalismo en
general, y al liberalismo igualitario, en particular. En general, rechaza la idea de “autonomía”
tal como se despliega dentro de esta corriente de pensamiento político, aduciendo que debería
de ser dejada de lado para comenzar a pensar desde un enfoque teórico más radical con el que
pueden crearse mejores relatos y análisis de la situación de las mujeres en la actualidad, al que
denomina “el enfoque de la dominación”, ya que presta mayor atención a la distribución
desigual del poder entre hombres y mujeres, a la vez que impugna la subordinación femenina,
que nada tiene que ver con la biología, sino con la política.
Las objeciones de MacKinnon pueden resumirse en cinco tesis principales. Con la
primera reprocha el individualismo que lo caracteriza y se adhiriere al clásico ataque según el
cual esta posición no permite reconocer que las personas son algo más que átomos inconexos ni
que, por pensar de ese modo, pueden sufrir múltiples formas de discriminación. La segunda
tesis se opone al “naturalismo” liberal, mediante el cual ciertas “características sociales [...] son
reducidas a características naturales”, tratando de remarcar su orientación eminentemente des-

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criptiva que “toma como dadas” situaciones que son, en verdad, producto de la dominación
masculina. La tercera acusa al liberalismo por su “voluntarismo”, es decir, porque asume como
elecciones irreprochables, elecciones que no deben ser consideradas de tal modo. Por ejemplo,
el hecho de que si una mujer golpeada no abandona su hogar, es porque ella “elige” quedarse
ahí.1 La cuarta reprueba el “idealismo” liberal, señalando que dentro de dicha concepción “la
realidad material se transforma en ideas sobre la realidad”. Con esta tesis, MacKinnon alude a
casos en los que los liberales tienden a adoptar posturas dudosamente tolerantes, soslayando los
daños reales resultantes, como en el caso de la industria pornográfica o los matrimonios concer-
tados con menores de edad. Por último, la quinta tesis impugna el moralismo liberal por
menospreciar la importancia de las posiciones de poder “concretas”, siendo indiferente respecto
a la carencia básica de poder de negociación, distintiva de ciertos grupos.
Will Kymlicka no sólo diría que estas objeciones son legítimas, sino que obedecen a la
propia ordenación histórica del liberalismo. De acuerdo con él, esta corriente y sus teorías de la
justicia están construidas sobre la base de dos ámbitos de acción: el público, en el que el Estado
decide e interviene, y el privado, en el que el individuo ejerce ampliamente su autonomía. En
este sentido, por supuesto, la teoría de la justicia de Rawls no es la excepción. El problema de
esta escisión, sin embargo, es su incongruencia subyacente al tratar de proteger las libertades
individuales en cualquier espacio, menos en el privado, sobre todo, considerando que la familia
es donde los varones ejercen aún un dominio efectivo. Para este autor, “el hecho de que no se
examinen las desigualdades en razón del sexo existentes dentro de la familia puede considerarse
una traición a los principios liberales de autonomía e igualdad de oportunidades”. La justicia
como equidad, por lo tanto, ignora la posición de las mujeres en la sociedad, empleando de
entrada las circunstancias naturales y sociales de los sexos para beneficiar a los varones. Por lo
tanto, no arranca de una posición original igualitaria, como se presume, y además omite las
desigualdades de género al plantear que los principios de justicia se seleccionan dando por
sentados los roles existentes, pese a que nadie sabe cuál es su posición social ni cómo están
distribuidas las ventajas. Kymlicka se pregunta cómo este estado de cosas puede calificar como
el óptimo para garantizar acuerdos imparciales, si de entrada la asignación arbitraria de cargas y
deberes a un grupo específico de la sociedad es admisible. Así, el velo de ignorancia se asemeja,
más bien, al techo de cristal, es decir, a todo el conjunto de prácticas y estrategias que dan
como resultado que las mujeres sean desestimadas por los sistemas de cooptación formales e
informales, pues el esquema de libertades básicas de las madres y las hijas no es semejante al de
los demás miembros de la familia y, por si fuera poco, las desigualdades socioeconómicas
permisibles tampoco resultan ventajosas para ellas. Entonces, aunque para Rawls la familia
funge como una escuela moral dentro de la sociedad y es la primera formadora de ciudadanos
justos, persisten las diferencias inicuas para su organización y, en consecuencia, el desarrollo
moral a su interior es cuestionable.

                                                                                                               
1No obstante, el mismo Rawls enfatiza la necesidad de poner bajo análisis la cuestión de la volunta-

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A decir de Kymlicka, la permisión al Estado de intervenir en las relaciones familiares
sólo con objeto de asegurar la autonomía individual no supone ni implica la idea de trasladar el
dominio o potestad del cabeza de familia a los órganos gubernamentales, manejados también
por varones, sino más bien supone asegurar la redistribución equitativa de cargas y beneficios
dentro de la familia. La protección de los derechos de las personas de cualquier sexo, conside-
radas como seres individuales y autónomos, tiene que ser defendida a pesar de las instituciones
de las que éstas formen parte, y el liberalismo tiene que ser congruente con sus propios
principios, procurando la libertad y los derechos de todos, dentro y fuera de la familia, tanto en
el ámbito público como en el ámbito privado, atendiendo a las particularidades de cada género.
Otra clase de crítica feminista al contractualismo rawlsiano es la que subraya que las
partes que participan en la célebre “posición original” representan, en realidad, el punto de
vista masculino y, por lo tanto, tienen una mirada tradicional sobre la organización familiar.
Esa es la razón por la que Carole Pateman argumenta que “hacer insignificantes las diferencias
es un proyecto con carácter masculino” y que los derechos nacen viciados al ser concebidos
como el resultado de un pacto del que las mujeres, con sus características propias y diversas, son
excluidas de facto. En buena medida, esta también es la razón por la que Sen considera que la
adopción de principios justos y equitativos no debe realizarse tras un velo de ignorancia; antes
bien, es necesario que estos sean elegidos sobre la base del entendimiento racional de las
circunstancias de la justicia.
En este tenor, con base en algunos estudios sobre los primeros años de existencia,
Nancy Chodorow sostiene, en sus dos libros La reproducción de la maternidad y El feminismo y
la teoría psicoanalítica, que varones y mujeres conciben la vida de un modo muy diferente y,
por ende, sus ideas de la justicia son enteramente antagónicas. Mientras que las mujeres buscan
una conexión con el prójimo, los varones son proclives a valorar más el distanciamiento recí-
proco. Sería durante la infancia cuando se consolidan estas actitudes y, por eso, los varones
tienden a relacionar la justicia con los valores de separación, mientras que las mujeres tienden a
relacionarla con los atributos de cada caso concreto, más que con la enunciación de reglas
decisivas y abstractas.
Esta falta es reconocida por el propio Rawls, quien intenta enmendarla afirmando que,
a lo sumo, es resultado de su condición de varón, más que tratarse de una negligencia propia
del liberalismo, pues el objeto primario de la justicia es la estructura básica de la sociedad, o sea,
el modo en que las grandes instituciones sociales, determinadas por el sistema político y las
circunstancias económicas, distribuyen con imparcialidad los derechos y deberes entre los
miembros de una colectividad entendida como un sistema de cooperación. No obstante, la
concepción de libertad que es patrimonio del liberalismo, entendida en su sentido negativo
como la capacidad que tiene un individuo para actuar sin ser coaccionado por los demás, en
efecto, parece darle la razón a Chodorow, pues el otro es advertido como un obstáculo, antes
que como un igual. Por otro lado, filósofas como Jean Hampton, Ruth Abbey y Susan Moller
Okin, concuerdan con Rawls y sostienen que una interpretación razonable puede mostrar que

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su teoría es perfectamente compatible con las principales exigencias e inquietudes feministas.
Aunque en su libro Justicia, Género y la Familia, Okin se opone a las modernas teorías de la
justicia por considerarlas escritas desde una perspectiva masculina que supone erróneamente
que la institución de la familia tradicional es justa, a pesar de sus reparticiones ilícitas,
perpetuadas en la sociedad mediante los valores e ideas que los niños adquieren y luego
divulgan en su edad adulta, también trata de probar que los agentes de la “posición original” no
hacen abstracción de las diferencias y contingencias que al feminismo le atañe destacar, ni son
sujetos apáticos, meramente interesados en sí mismos, pues sólo “poniéndose en el lugar de los
demás” son capaces de optar por principios válidos para todos los individuos y grupos. Ella
piensa que, en última instancia, la lógica de la justicia como equidad lleva indirectamente a
poner en crisis la organización tradicional de la familia.2
Diez años más tarde, en su antología ¿Es el multiculturalismo malo para las mujeres?,
también en defensa del pensamiento político liberal, sostiene que la preocupación por la
preservación de la diversidad cultural no debe eclipsar el carácter discriminatorio de los roles de
género en muchas culturas tradicionales y que el término “cultura” no debe utilizarse como
excusa para hacer retroceder el movimiento de los derechos de las mujeres.
En suma, las objeciones hechas por el feminismo que controvierten el sentido integral
de la teoría política de Rawls son relevantes en sí mismas, no sólo por evidenciar las omisiones
que la teoría comete, sino por constatar que importantes conceptos de los que echa mano no se
aplican a otros individuos que no sean los varones, y en tal caso, para decirlo con Brian Barry,
“el liberalismo no es tan imparcial como pretende.” A fin de cuentas, no es casualidad que el
significado etimológico de la palabra familia sea “servidumbre casera”. Como dice Amelia
Valcárcel, el sufragismo universal, nacido del liberalismo, termina por oponerse frontalmente al
naturalismo amparado por esta misma corriente, gracias a la mística de la feminidad, ese
conglomerado ideológico que sirve para mantener en el hogar y en oficios subalternos a la masa
enorme de nuevas ciudadanas, y que incluye la apelación a su “falta de formación”.
Pero considerando que el feminismo es “el democratismo radical”, que es “una filosofía
política de la igualdad” que se atreve a cuestionar cuál es la razón para que “la mitad de los seres
humanos […] no tenga los mismos derechos reconocidos a tales bienes que tiene el colectivo
completo humano”, estas objeciones también son notables porque, con base en ellas, parece
viable extender fuertes lazos entre el feminismo y el republicanismo, compatibles con las
exigencias liberales de autonomía personal, e incluso sostener que si el feminismo no es repu-
blicano, corre el riesgo de anquilosarse, pero más importante aún, que si el republicanismo no
es feminista, entonces es puro fingimiento.

                                                                                                               
2Okin propone que tracemos una línea entre lo político y lo no político, a partir de la perspectiva de las
partes en la posición original. Rawls propone que tracemos esa línea, en última instancia, desde la
perspectiva de las doctrinas comprehensivas que caracterizan la cultura de fondo. Sin embargo, como
muestra Amy R. Baehr, mientras que la primera es una propuesta inflexible, la segunda es flexible, pero
en la dirección equivocada y carece de una visión crítica.

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Podría decirse, junto con el marxismo, que la lucha de clases y la desigualdad de género
son dos caras de la misma moneda, a saber: la subordinación política ejercida por el hetero-
patriarcado que goza de superioridad económica. Ambas obedecen, pues, al mismo fenómeno
histórico de enajenación. Aunque ya desde el humanismo cívico renacentista, la corrupción es
entendida como el momento en que empieza a repartirse la igualdad fundamental de todos a
participar en las decisiones colectivas, debido al incremento desbocado de las desigualdades
materiales con la que los ricos ponen a los demás bajo su dependencia de hecho, si no de
derecho. En pocas palabras, desde temprano, el republicanismo define a la corrupción como “el
particularismo de la ley y la acción pública”, para usar las palabras de Andrés de Francisco. “Lo
cual es perverso, porque convierte al Estado en un sistema al servicio de la dominación […], en
un aparato de poder en que unos intereses [...] quedan sobrerrepresentados mientras que los
intereses de los grupos más débiles y vulnerables quedan fuera de la representación política”.
Como expresa Nancy Fraser, hay que revalorar el concepto de “espacio público”
propuesto por Jürgen Habermas,3 ya que proporciona una senda para sortear algunas de las
confusiones que han plagado a los movimientos sociales y sus teorías políticas asociadas.4 La
confusión atinente a los feminismos implica el uso de la misma expresión “ámbito público” en
un sentido impreciso y poco útil para referirse a todo aquello que está fuera del ámbito domés-
tico o familiar y que combina tres cosas analíticamente distintas: el estado, la economía oficial
del trabajo asalariado y los espacios del discurso público. La retórica de la privacidad doméstica,
piensa ella, busca excluir algunos temas e intereses del debate público al presentarlos como
asuntos domésticos o personales en oposición con los asuntos públicos y políticos, del mismo
modo que la retórica de la privacidad económica busca excluir algunos temas e intereses del
debate público al economizarlos. En ambos casos, el resultado es escudar ciertos asuntos del
debate público general y de la discusión, en ventaja de los grupos e individuos dominantes y en
desventaja de sus subordinados.
Entendido así, por lo tanto, el mismo concepto de ámbito público o bien es un instru-
mento de dominación, es decir, una pieza de ideología masculinista burguesa que no puede
arrojar ninguna luz genuinamente crítica sobre los límites de la democracia realmente existente,
o bien es un ideal utópico, una buena idea que infortunadamente no logra concretarse en la
práctica, auque retiene cierta fuerza emancipatoria. Fraser propone lo que juzga como una
alternativa más matizada de este concepto, para poner en cuestión cuatro supuestos que son
centrales para su defensa “masculinista burguesa”: el supuesto de que la igualdad social no es
una condición necesaria para la democracia, el supuesto de que la proliferación de una multipli-
cidad de públicos en competencia está necesariamente más alejado de una mayor democracia, el
supuesto de que la aparición de “asuntos o intereses privados”es siempre indeseable el discurso

                                                                                                               
3Habermas, Jürgen. The Structural Transformation of the Public Sphere, 1962.
4Por ejemplo, el largo fracaso del marxismo socialismo para apreciar la distinción entre los aparatos de
Estado, por un lado, y los terrenos públicos del discurso y la asociación ciudadana por el otro.

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en los ámbitos públicos y el supuesto de que el ámbito público requiere de una separación entre
la sociedad civil y el Estado.
Para Fraser, entonces, en oposición al punto de vista liberal individualista, hay que
rescatar un enfoque cívico republicano del “ámbito público” que ve a la política como un
grupo de personas que razonan juntas para promover un “bien común” que trasciende la
simple suma de preferencias, intereses e identidades individuales y que, por medio de la delibe-
ración, llegan a descubrir o a crear dicho bien común.5
Por lo tanto, si la postura republicana pretende ser contraria al faccionalismo, es decir, a
los “equilibrios constitucionales favorables a determinados grupos de poder” y al clientelismo
del que éste depende, pues sólo así “la facción que ostenta el poder […] puede transferir favores
y prebendas a sus clientes a cambio de apoyo”, entonces el equilibrio constitucional debe incor-
porar una síntesis pluralista de intereses que contemple a toda la sociedad. La rotación y la
brevedad de los gobernantes, con las que se corrige o frena las tendencias de organizar intereses
faccionales y formar clientelas legitimadoras, sólo tienen sentido sino son privilegios de los
varones. No se trata de que “las mujeres también tengan derecho a ser mediocres y, por lo
tanto, deban formar parte de la vida y la administración públicas”, como dijera una activista de
la ciudad de donde vengo, sino de hacer efectivo ese recelo republicano tanto del poder
prolongado cuanto de su acumulación. Pues sólo de este modo, es factible que el ejercicio del
poder deje de ser irracional e imprudente, por más transitorio, disgregado y rotativo que este
sea de por sí, ya que la participación política, la rendición de cuentas y la deliberación plural y
abierta, como procesos de transformación creativa que hacen “entrar en razón al poder”, al
fundar intereses nuevos y transformar los existentes, pueden ser tales si están libres de exclusión.
En última instancia, mientras que el pensamiento republicano lucha por la igualdad
política como único aval de la libertad, es decir, de la ausencia de dominación, el pensamiento
feminista resalta que esta lucha sólo es legitima si todas las personas son dueñas de sí mismas,
sin importar su sexo, género o preferencia sexual. Dicho de otro modo, los dos se articulan y
complementan, pues mientras que el primero declara que “lo político es personal”, el segundo
advierte que “lo personal es político”.

                                                                                                               
5 La deliberación ocasiona que los participantes se transformen de un conjunto de individuos privados
egoístas en una colectividad con un espíritu público, capaz de actuar en conjunto por el interés común.
Y como no hay modo de saber si el resultado del proceso deliberativo es el descubrimiento de un “bien
común” en el que los conflictos de interés se evaporan como meramente aparentes o, más bien, en el
que se muestran reales y, por tanto, parecen hacer del “bien común” algo quimérico, entonces no hay
ninguna garantía para poner ningún tipo de censura sobre qué temas, intereses y opiniones son acep-
tables en la deliberación. Además, la “fuerza de la opinión pública” sólo se fortalece cuando el cuerpo
que la representa tiene el poder de traducir dicha “opinión” en decisiones con autoridad.

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Bibliografía

Brian, Barry. Democracy and power. Essays in political theory I. Oxford: Oxford University Press, 1991.

Elster, Jon. The multiple self. Cambridge, MA: Cambridge University Press, 1986.

Fernández Liria, Carlos & Luis Alegre Zahonero. El orden de El Capital. Por qué seguir leyendo a Marx.
Madrid: Editorial Akal, 2010.

Gargarella, Roberto. Las teorías de la justicia después de Rawls. Barcelona: Editorial Paidós, 1999.

Moore, Stanley. Crítica de la democracia capitalista. (Tr. Marcelo Norwersztern.) México: Siglo XXI
Editores, 1985. 7º edición.

Virno, Paolo. Gramática de la multitud. Para un análisis de las formas de vida contemporánea. (Tr.
Adriana Gómez et al.) Madrid: Editorial Traficantes de sueños, 2003.

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