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Todo conduce hacia su propio camino. No admiten otro recambio, ni otra meta que
la propia. Son los todopoderosos administradores de creencias, celosos de sus
poderes atribuidos. Pretendidos regidores de cielos y tierras (por delegación
celeste), cuerpos y espíritus. O, al menos, se conducen como si lo fueran. Han
terminado sublimándose en la quintaesencia de la soberbia. Todo ha de brillar en su
entorno, con fulgores dorados.
Esto sirve para justificar la pompa y el boato usual, que utilizan, efectivamente,
para encandilar voluntades. El efecto psicológico de las ceremonias, coloca a los
oficiantes por encima de las cabezas del pueblo, demostrando su eficacia durante
milenios. No hay motivo alguno para disminuir la pompa de las mismas.
Habiéndose demostrado que, las ceremonias impresionantes, son rentables. Todas
las creencias explotan la belleza tradicional de los actos de afirmación masiva,
para crear el ambiente propicio a la solemnidad. Es el teatro, antes del teatro. ¡Qué
enorme escuela de directores de escena!
Desde las danzas tribales más primitivas, alrededor del fuego, pasando por las
ceremonias mágicas de todas las civilizaciones habidas, el fin de todos estos actos
se considera sagrado. Sea cual fuere la línea de creencias que les sirva de base. El
objeto del protocolo, que ha de respetarse escrupulosamente, para alcanzar el fin
pretendido, es propiciar la intervención de los espíritus superiores, a favor de los
humanos que los honren. Esto siempre implica dádivas a los oficiantes y ofrendas
de sacrificios a los dioses. Que, con regalos por delante, al parecer, se vuelven más
propicios al oferente. Siempre ha sido así. ¡Los pobres de solemnidad deben
tenerlo difícil!
Quienes suelen servirse de las creencias ajenas, para explotarlas como propias,
son, en general, los políticos. Al político no le importa la verdad de los otros. Sólo
pretende hacer valer la suya. Parte de certezas asumidas, que se van adaptando a
las circunstancias.