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Mitos sociales del Barroco

y su envés en los Sueños y entremeses de Quevedo

Jesús G. Maestro

¿De qué manera ha de ser la verdad para que os agrade?


Quevedo, Sueños [1627/1984: 211].

0. Los entremeses de Quevedo


De la obra de Quevedo se ha dicho que puede interpretarse como una suma
de escenas o cuadros aislados, “verdaderos núcleos entremesiles”, en los que
“pululan un sinfín de figuras: lindos, valientes, maridos sufridos, mujeres pedi-
güeñas, tacaños, caballeros chanflones, etc., que el mismo Quevedo refundirá,
repetirá y hará revivir en sus entremeses”1. En efecto, como advierte E. Asensio
[1965], muchos de sus entremeses se identifican con varias escenas de los Sue-
ños o La vida del Buscón. Basta pensar, por ejemplo, en el Sueño de la muerte
[1622] y comprobar cómo los personajes de este relato desfilan casi como en un
entremés de figuras. Muchos de ellos cobran vida a partir de tipos y dichos po-
pulares, y en buena medida son los mismos personajes que aparecen en el en-
tremés de Los refranes del viejo celoso. Como en muchas obras de sus obras,
Quevedo parece tener en su mente una configuración teatral o escénica de los
hechos que narra, y así, al referirse al sueño que se apodera de la fatiga del
cuerpo, dice: “Luego que desembarazada el alma se vio ociosa sin la traba de
los sentidos exteriores, me embistió desta manera la comedia siguiente, y así la
recitaron mis potencias a escuras, siendo yo para mis fantasías auditorio y tea-
tro” [Quevedo, 1627/1984: 184].
A Quevedo se han atribuido, en diferentes momentos, hasta 16 entremeses.
En la edición que en 1932 hace Astrana de su obra completa, se consignan nue-
ve títulos: La venta, El marión, El niño y Peralvillo de Madrid, La ropavejera,
El zurdo alanceador (con el título de Los enfadosos en la Biblioteca de Evora)
y Los refranes del viejo celoso, por una parte, cuya atribución no ha sido discu-
tida; y por otra parte, los entremeses titulados Pan Durico, El médico y El hos-
pital de los mal casados2, cuya autoría quevedesca se ha cuestionado en más de
una ocasión durante las últimas décadas. A estos entremeses, Asensio añade en

1
Tomo la cita de C. García Valdés [1985: 34]. Comparten su misma opinión varios autores,
entre los que figuran F. Lázaro Carreter [1974: 95-96], R. Lida [1981], H. Ettinghausen [1982].
2
Atribución discutida por Crosby [1967].

1
1965 la publicación de cinco textos inéditos hasta entonces: Diego Moreno, La
vieja Muñatones, La destreza, La polilla de Madrid y Doña Bárbara, proceden-
tes de la Biblioteca de Evora. Y aún quedan, en opinión de varios autores, otros
títulos por consignar, como es el caso de El caballero de la Tenaza, publicado
en Flor de entremeses y sainetes (Madrid, 1657), y El marido fantasma, recogi-
do en Ramillete gracioso (Valencia, 1643).
Voy a referirme en esta exposición a los entremeses de Quevedo, y en cierto
modo a buena parte de su obra literaria, como un discurso caracterizado por el
concepto o la idea de la desmitificación. Quevedo alimenta casi toda su obra
con la presencia de mitos y referentes que se sitúan tanto en la vida cotidiana y
burocrática de los seres humanos como en el mundo trascendente y superior de
las formas morales. Muchas de las páginas escritas por Quevedo son cómicas,
grotescas, mordaces, y con frecuencia la crítica se ha detenido recreando y des-
cribiendo los procedimientos formales y semánticos de esta mordacidad. Temo
que a veces se ha insistido menos en las posibles consecuencias reales de esta
desmitificación.
Quisiera orientar mi propuesta en torno a tres vertientes o facetas que aquí
voy a considerar principales. En primer lugar, quisiera introducir algunas re-
flexiones sobre la risa y lo cómico en los entremeses quevedescos. En segundo
lugar, creo necesario insistir en las consecuencias prácticas que puede tener
para la crítica literaria una lectura de la obra de Quevedo como un discurso
desmitificador de realidades trascendentes, más que cotidianas o burocráticas.
Y en tercer y último lugar, me resulta inevitable plantear, en relación con Que-
vedo, una idea polémica, con la que los teóricos de la literatura —mis cole-
gas— probablemente no van a estar de acuerdo en absoluto: toda interpretación
literaria es una interpretación ética de la literatura, justificada metodológica-
mente según las corrientes teóricas dominantes.

1. La risa y lo cómico en los entremeses de Quevedo


Es indudable que todos nos hemos reído mucho leyendo varios pasajes de
los entremeses de Quevedo. Las canciones de Grajal al ventero, denunciando su
avaricia y raposidad; las figuras de la suegra, la esposa mandona y derrochado-
ra, el marido libertino y acobardado; las burlas, que hoy pueden parecernos cru-
delísimas, contra personajes que padecen una deficiencia o defecto físico (co-
jos, jorobados, ancianos, tullidos...), o contra instituciones, religiones u orienta-
ciones sexuales (el matrimonio, la homosexualidad, el judaísmo o el Islam3),

3
En el Sueño del Infierno Quevedo presenta al profeta Mahoma, sufriendo penalidades, y pone
su boca el siguiente discurso: “Y quise tan mal a los que creyeron en mí, que acá los quité la

2
tienen aspectos que nuestra conciencia de hoy, o una legislación “políticamente
correcta”, nunca podrían tolerar.
La risa, como tema, como motivo y consecuencia, tiene en la obra de Que-
vedo una presencia constante. En El sueño del juicio final (compuesto hacia
1605), el tono jocoso y satírico fue considerado ofensivo por la censura. Era la
primera vez, al menos en la literatura española, que el tema del juicio final se
presenta en un discurso literario, y de forma descaradamente cómica. Aunque el
autor siga en su estructura la disposición del teatro tradicional religioso y alegó-
rico, está claro que dispone en el texto una interpretación cómica y burlesca,
desde la cual el protagonista descarta por completo el miedo, la inquietud o la
tragedia: “y diome risa ver la diversidad de figuras” [Quevedo, 1627/1984: 88].
Y al final, casi como conclusión: “Diome tanta risa ver esto, que me desperta-
ron las carcajadas” [Quevedo, 1627/1984: 100].
Es curioso observar, como sucede también en varios entremeses, que mu-
chos de los personajes y figuras que desfilan a lo largo de El sueño del juicio
final no muestran precisamente arrepentimiento, ni ruegan perdón por las faltas
cometidas o imputadas, sino que tratan de justificarse, disimular o incluso dis-
culparse por lo que han hecho. De un modo u otro, una actitud picaresca susti-
tuye cualquier experiencia de arrepentimiento y de misericordia. Lamentan el
castigo, y se indignan en ese trance, pero no se arrepienten de su responsabili-
dad en la culpa: “los malos” —dice Quevedo— entreteníanse “en dar discul-
pas” [Quevedo, 1627/1984: 92]. El caso de los poetas y filósofos resulta más
elocuente en su comicidad, ya que lejos de arrepentirse de sus escritos, actitud
que haría de este sueño un discurso estrictamente moral, ofrecen argumentos
que disimulan o justifican los delitos que se les imputan: “Fueron juzgados filó-
sofos, y fue de ver cómo ocupaban sus entendimientos en hacer silogismos co-
ntra su salvación. Más lo de los poetas fue de notar, que de puro locos querían
hacer creer a Dios que era Júpiter y que por él decían ellos todas las cosas. Y
Virgilio andaba con su Sicelides musae, diciendo que era el nacimiento de Cris-
to” [Quevedo, 1627/1984: 95].
En otro lugar, desde el prólogo al “ingrato y desconocido lector”, la risa se
menciona en El sueño del infierno4 para ocupar un papel relevante a en la per-

gloria y allá los perniles y las botas. Y, últimamente, mandé que no defendiesen mi ley por
razón, porque ninguna hay ni para obecedella ni sustentalla; remitísela a las armas y metilos en
ruido para toda la vida. Y el seguirme tanta gente no es en virtud de milagros, sino solo en vir-
tud de darles ley a medida de sus apetitos, dándoles mujeres para mudar, y, por extraordinario,
deshonestidades tan feas como las quisiesen, y con esto me seguían todos. Pero no se remató en
mí todo el daño: tiende por ahí los ojos y verás qué honrada gente topas [Quevedo, 1627/1984:
155].”
4
Relato que recuerda claramente a la Divina commedia dantina, si bien en este caso el protago-
nista viaja solo por el Infierno, sin guías —salvo su ángel de la guardia— ni visiones de inten-

3
cepción e interpretación de todo cuanto sucede en este escenario, más infernal
por su nombre y su retórica que por las consecuencias emocionales presentes en
las formas del lenguaje del narrador. “Yo no he prometido risa”, declara Que-
vedo en el prólogo [Quevedo, 1627/1984: 116]. Y sin embargo su narración es
cómica e hilarante en cada secuencia. Por si esto fuera poco, el propio narrador
elige descaradamente el camino menos trabajoso porque el otro, el sendero del
bien y de la virtud, está transitado por gentes sosas y aburridas, algo a lo que no
se acomoda su personal sentido del humor: “—Pesia tal!— dije yo entre mí—,
pues tras ser el camino tan trabajoso, es la gente que en él anda tan seca y poco
entretenida. ¡Para mi humor es bueno! Di un paso atrás y salíme del camino del
bien...” [Quevedo, 1627/1984: 117].
Más adelante, la risa sigue siendo un motivo que estimula la acción del per-
sonaje protagonista: “[…] me pasara adelante, movido de admiración de unas
grandes carcajadas que oí. Fuime allá por ver risa en el infierno, cosa tan nueva
[…]. Cuando veo […] se hundían siete u ocho mil diablos de risa...” ¿De qué
se ríen los diablos, es decir, de qué quiere reírse Quevedo en su sueño? Pues
nada menos que de tres aspectos fundamentales en la sociedad de su tiempo: la
honra, la nobleza y la valentía. Estas tres cualidades aparecen encarnadas en un
hidalgo que comparece en el infierno con una ejecutoria que acredita su honra y
linaje, lo que provoca la mayor de las carcajadas. Esta es quizá una de las se-
cuencias más enérgicas del Sueño del infierno. Por boca de uno de los diablos,
Quevedo se refiere al concepto del honor en términos de absoluta desmitifica-
ción, comparable en cierto modo a los parlamentos de Falstaff en Henry IV de
Shakespeare, donde se califica al honor de “blasón funerario”, o del Sganarelle
de Molière, en Sganarelle ou le cocu imaginaire, donde el celoso fantoche pre-
fiere ser cobarde y cornudo antes que un posible valiente muerto:

Acabaos de desengañar, que el que desciende del Cid, de Bernardo y de Go-


dofredo, y no es como ellos, sino vicioso como vos; ese tal más destruye el linaje
que lo hereda. Toda la sangre, hidalguillo, es colorada, y parecedlo en las costum-
bres y entonces creeré que descendéis del docto, cuando lo fuéredes, o procuráre-
des serlo, y si no, vuestra nobleza será mentira breve en cuanto durare la vida
[…]. Reímonos acá de ver lo que ultrajáis a los villanos, moros y judíos, como si
en éstos no cupieran las virtudes que vosotros despreciáis. Tres cosas son las que
hacen ridículos a los hombres: la primera, la nobleza; la segunda, la honra; y la
tercera, la valentía […]. Y porque veáis cuáles sois los hombres desgraciados y
cuán a peligro tenéis lo que más estimáis, hase de advertir que las cosas de más
valor en vosotros son la honra, la vida y la hacienda. La honra está junto al culo
de las mujeres; la vida, en manos de los doctores, y la hacienda, en las plumas de

ción dramática, sino más bien cómica y satírica. La narración comienza con referencias a la
alegoría tradicional del bivium, al encontrarse el protagonista en una suerte de peregrinación
entre dos caminos bifurcados y opuestos en su apariencia, el bien y el mal.

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los escribanos […]. Así, los hombres, que todo lo entendéis al revés, bobo llamáis
al que no es sedicioso, alborotador, maldiciente, y sabio llamáis al mal acondicio-
nado, perturbador y escandaloso; valiente, al que perturba el sosiego, y cobarde, al
que con bien compuestas costumbres, escondido de las ocasiones, no da lugar a
que le pierdan el respeto; estos tales son en quien ningún vicio tiene licencia”
[Quevedo, 1627/1984: 129-132].

El personaje protagonista, narrador del sueño, y trasunto de Quevedo en la


obra, confirma, entre burlas y veras, su plena identidad con las palabras del dia-
blo: “Dije yo entre mí: —¡Y cómo se echa de ver que esto es el infierno, donde,
por atormentar a los hombres en amarguras, les dicen las verdades!” [Quevedo,
1627/1984: 131].
Es éste un discurso de fuerte desmitificación. Comienza con burlas y gra-
cias, con risa y mordacidad, pero termina en un sermón moral del más alto rigor
desmitificador. No es la primera vez que la literatura nos expresa la imagen de
un mundo al revés, y que las supuestas verdades hablan por boca de personajes
malignos, locos o simplemente nihilistas.
La burla funciona aquí como puerta de entrada hacia la ácida verdad.
Este uso de las formas de la agudeza adquiere en el lenguaje del entremés
extraordinarias posibilidades, que las corrientes morales del siglo XVII irán
progresivamente atenuando. Así, por ejemplo, los entremeses reunidos en la
colección de Cotarelo presentan ocho personajes arquetípicos fundamentales:
cuatro hombres —hablador, lindo, valiente, viejo coquetón— y cuatro mujeres
—la del guardainfante, la pidona, la viuda y la dueña—.
Quevedo caricaturiza al hablador en La hora de todos (IV), y con más deta-
lle en el Sueño de la muerte. Se burla del lindo en las Capitulaciones de la vida
de la corte, en el Sueño del juicio final y en el Sueño del infierno. Del valiente
denuncia o burla el carácter quimérico de las hazañas de los bravos. En La hora
de todos (X) parodia la mujer del guardainfante y el viejo coquetón. Asimismo,
la pidona, burlada por ofrecerle al galán unos supuestos regalos, es paradigma
que desarrolla en la Premática del tiempo y en el romance “Diéronme ayer la
minuta”. La viuda, prototipo tan difundido en las letras de fines del siglo XVI,
la trata Quevedo en el entremés de Diego Moreno. Y qué decir de la vieja y la
dueña, figuras predilectas del escritor.
Sin embargo, como ha escrito Máxime Chevalier, “si bien es seductora la
hipótesis de que las figurillas dibujadas por Quevedo invadieran el escenario
del entremés, pocas veces la podemos convertir en convicción. Tenemos dere-
cho a afirmar tratándose de la dueña y hasta cierto punto de la viuda. En otros
casos la filiación se va haciendo impalpable […]. Más clara es la conclusión de
que el entremés excluye la caricatura a base de apodos. A consecuencia de esta
opción, los entremeses de desfile se apartan radicalmente de la práctica de Que-

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vedo en el Sueño de la muerte […]. El propio Quevedo excluye la caricatura de
la dueña Quintañona del Entremés de los refranes del viejo celoso, recudiendo
la materia del Sueño de la muerte a un desfile de figurillas. Las formas elabora-
das de la agudeza verbal mal se compaginaban con la gesticulación, elemento
fundamental del entremés” [Chevalier, 1992: 225-226].
Lo cierto, como hemos indicado anteriormente, es que las formas de la agu-
deza, esenciales en Quevedo, resultarán progresivamente desestimadas por la
literatura posterior, especialmente desde la Ilustración. Esta influencia interpre-
tativa de la crítica post-ilustrada no puede ignorarse. De Francia proceden los
más violentos anatemas contra las figuras retóricas de la agudeza verbal (espe-
cialmente contra el equívoco). El siglo XVII es el siglo de las exclusiones: se
excluye a los judíos, a los moriscos, a los católicos, a los protestantes... El siglo
de la intolerancia. De la edad conflictiva, como dejó escrito Américo Castro. A
lo largo del siglo XVIII, tanto en España como en Francia, las formas de la
agudeza se consideran como vulgares, plebeyas, bajas. Dejan de ser formas
expresivas o conductoras del humor públicamente aceptable. Chevalier se pre-
gunta “¿Por qué se decretó, a partir de cierto momento histórico, que la agudeza
verbal era plebeya?” [Chevalier, 1992: 250]. Quizás porque el juego de ingenio
ha de apelar al intelecto, y no a los sentidos. Así queda fundado el ingenio se-
gún el siglo XVIII, tal como ha de codificarlo Voltaire: “L’envie de briller [...]
a produit les jeux de mots dans toutes les langues; ce qui est la pire espèce du
faux-bel esprit” (Encyclopédie, artículo Esprit). Chevalier atribuye este éxito
del intelecto frente a los sentidos al triunfo de la imprenta, al éxito de la escritu-
ra frente a la oralidad. Así, el cuento oral fue desterrado de los ámbitos cultos, y
quedó confinado al mundo de los analfabetos. Dice Chevalier que no fue Boi-
leau, sino Gutemberg, quien acabó con la agudeza verbal. Y no hay que olvidar
que en los siglos XVI y XVII convivieron escritura y oralidad, texto escrito y
discurso oral, antes de que este último se desprestigiara en el siglo XVIII.
Las formas de la risa pueden cambiar, pero la risa y la experiencia cómica
persisten. Y persisten quizá de forma estéril, por muy en serio que se lo tomen
los moralistas de todos los tiempos. Quiero decir, y esto es una idea muy provo-
cativa, que a pesar de las grandes teorías que sobre lo cómico han formulado los
pensadores de la modernidad, y pienso sobre todo en Bergson, Freud y Bajtín,
insistiendo, respectivamente, bien en una corrección didáctica y moral con con-
secuencias benignas para el progreso social; bien en una prueba de los rendi-
mientos psíquicos, impulsos inconscientes y necesidades corporales del ser
humano objeto de risa; o bien en una imagen de lo cómico como una forma de
inversión, afín sin duda a una expresión estética genuinamente carnavalesca, lo
cierto es que, tal y como se manifiesta en los entremeses, y sobre todo en los
entremeses de Quevedo, en cierto modo —y esta es una idea terriblemente po-

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lémica y desafiante—, no hay nada más inofensivo que la experiencia cómica.
Dígase lo que se quiera, la risa sólo afecta a los estados de ánimo, y muy mo-
mentáneamente: no cambia nada, los hechos, sociales y naturales, son por com-
pleto insensibles a la carcajada, y los seres humanos que se sienten suficiente-
mente protegidos por determinados poderes o derechos son igualmente indolen-
tes a la risa de los demás. La capacidad que tiene la tragedia para conmover y
para discutir legitimidades no la tiene la experiencia cómica. Si el discurso crí-
tico se tolera más a través de las burlas que a través de las veras es precisamente
porque sus consecuencias cómicas son mucho más insignificantes que cualquie-
ra de sus expresiones trágicas. Cuando la comedia es posible, la realidad ya es
inevitable. Sólo tolera la risa quien está muy por encima de sus consecuencias.
Quien, sin embargo, se siente herido por el humor, es decir, quien se toma en
serio el juego, es porque tiene razones para sentirse vulnerable. Su debilidad le
hace confundir la realidad con la ficción. No puede soportar una relación tan
estrecha, tan próxima, entre su persona y la imagen que de su persona le ofrecen
los burladores. El grado de poder humano se mide precisamente por la capaci-
dad de indolencia ante la risa de los demás. La comedia es una imagen duplica-
da de la realidad, que insiste precisamente en la objetivación de determinados
aspectos, hasta convertirlos en algo en sí mismo desproporcionado, pero siem-
pre característico de un prototipo totalmente despersonalizado y aún así perfec-
tamente identificable. Esta despersonalización, este anonimato, de la persona en
el arquetipo —que los entremeses de Quevedo llevan a su perfección en la lite-
ratura española—, hace socialmente tolerable la legalidad de la experiencia
cómica, del mismo modo que la verosimilitud la hace estéticamente posible en
la literatura, el teatro o la pintura.

2. La desmitificación en Quevedo
Quevedo dispone del mundo literario como un desmitificador dispone del
mundo real: destruye todos los prestigios humanos. Quevedo es más socrático
que sofista, más lucianesco que platónico. Destruye los mitos y cree en la ver-
dad.
Denuncia y desmitificación mueven la composición de todas sus obras, des-
de las más burlescas hasta las más intensamente moralistas. En el caso de los
Sueños, el título completo de la obra es sumamente revelador: Sueños de verda-
des descubridoras de abusos, engaños y vicios en todos los géneros de estados
y oficios del mundo. Desde el subtítulo la obra muestra un afán por la manifes-
tación y expresión pública de la verdad. Quevedo considera que la verdad no
debe ser simplemente declara o publicada, sino que debe ser sobre todo, con-

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sentida5. Los Sueños, al igual que las piezas entremesiles, que comienzan con la
pretensión de ser una denuncia de lo socialmente nocivo concluyen en una
desmitificación de lo comúnmente aceptado en todos los órdenes de la vida
humana, incluyendo los ámbitos más prestigiados y comprometidos, como la
religión, la política o la monarquía. No se discute el orden moral trascendente,
sino las formas de conducta humanas a través de las cuales ese orden se observa
e interpreta.
Por este camino precisamente se observan con frecuencia en la obra de
Quevedo aspectos que se identifican con los fines de la comedia molieresca, e
incluso con ciertos ideales sociales de la Ilustración, en que culmina un proceso
de moralización bien iniciado en el siglo XVII. En este marco de referencia
pueden entenderse las palabras que Quevedo dirige a Francisco Jiménez de
Urrea al comienzo de la edición zaragozana de los Sueños en 1627, al afirmar
que su libro “mezcla las veras y la corrección de las costumbres con cosas tan
de risa, sin embarazar el donaire el fin principal suyo, que es el bien universal y
la mejora de las repúblicas” [Quevedo, 1627/1984: 73]. Y concluye con una
afirmación de eterna actualidad: “En este siglo, en que solo se estima la lisonja,
la ignorancia y el vicio, y solo valen los entremetidos y artificiosos embusteros”
[Quevedo, 1627/1984: 74]. Ésta es la realidad mundana contra la cual Quevedo
dirige sin reservas la intención crítica y moral de su obra literaria.
De Molière se ha dicho que todo su teatro es una única lucha, una única
comedia, contra la hipocresía. Algo semejante podríamos consignar de la obra
de Quevedo, en relación con dos conceptos decisivos en esta propuesta: risa y
desmitificación, ante todo de lo que se oculta bajo la hipocresía, la mentira y la
demagogia.
En este sentido, el relato de El alguacil endemoniado (compuesto posible-
mente hacia 1607) es uno de los textos, de esquema ciertamente entremesil, en
los que Quevedo censura más explícitamente la hipocresía, y de forma especial
la hipocresía religiosa. Quevedo se aleja aquí de la expresión del somnium, y se
aproxima a la dispositio de los coloquios, con tres personajes o interlocutores
en escena. De los cuatro personajes que aparecen —un yo trasunto del autor, un
cura, un diablo y un alguacil— no deja de ser irónico que Quevedo ponga en
boca del diablo la verdad y el sentido del humor, presente al clérigo como un
hipócrita profesional, al alguacil como un sinvergüenza, corrupto y poseso, y a
sí mismo como una suerte de hombre ingenuo.
El clérigo “de bonete de tres altos”, llamado licenciado Calabrés, y que hace
en el relato el papel de exorcista, representa para Quevedo la expresión más

5
Así lo advierte en su dedicatoria de El sueño del juicio final al conde de Lemos: “estas desnu-
das verdades que buscan no quien las vista, sino quien las consienta” [Quevedo, 1627/1984:
87].

8
firme de hipocresía religiosa: “Este, señor, era uno de los que Cristo llamó se-
pulcros hermosos: por de fuera, blanqueados y llenos de molduras, y por de
dentro, pudrición y gusanos. Fingiendo en lo exterior honestidad, siendo en lo
interior del alma disoluto y de muy ancha y rasgada conciencia, era, en buen
romance, hipócrita, embeleco vivo, mentira con alma y fábula con voz” [Que-
vedo, 1627/1984: 103]. La situación es en cierto modo comparable a la que
presenta Molière en su Tartuffe, al tratar de desenmascarar la hipocresía religio-
sa. Esta ironía resulta fuertemente subrayada cuando el lector descubre que este
personaje, este clérigo hipócrita, es el confesor del personaje que cuenta la his-
toria, en la que finalmente, el hipócrita religioso califica de mentiroso al diablo
que tantas verdades ha revelado: “Mientes —dijo Calabrés— […]. Y ahora veo
que en todo cuanto has dicho, has mentido” [Quevedo, 1627/1984: 114].
El diablo representa aquí el personaje malvado por el que habla la verdad.
Se le presenta como un ser simpático y sincero —“yo, que había comenzado a
gustar de las sutilezas del diablo...”, dirá el trasunto del autor. Este diablillo es
la versión cómica del personaje nihilista, que alcanzará en el Mefistófeles del
Fausto goetheano su expresión más romántica y contemporánea, y cuyas gra-
cias persisten mágicamente en la literatura más reciente de Gonzalo Torrente
Ballester. Esta tendencia a poner en boca de personajes malvados, nihilistas o
simplemente proscritos, las grandes verdades de todos conocidas, y que por el
peso del poder establecido no pueden revelarse públicamente, se manifiesta en
el siglo XVII en el Persiles cervantino, obra en la que personajes como Clodio
descubren secretos y verdades que ponen en tela de juicio la legitimidad de la
autoridad vigente. Lo mismo podríamos decir de la mayoría de los personajes
de las tragedias shakesperianas, como Edmund en King Lear, Ricardo III en la
tragedia que lleva su nombre, o Falstaff en Henry IV y Henry V. Claros antece-
dentes de este tipo de personajes los encontramos en The Canterbury Tales de
Chaucer, especialmente en los cuentos del buldero y de la comadre de Bath.
Quevedo trata de acreditar finalmente las palabras del diablo con una breve
glosa llena de moral consejera: “Mire esto y no mire a quien lo dijo; que Hero-
des profetizó, y por la boca de una sierpe de piedra sale un caño de agua, en la
quijada de un león hay miel, y el salmo dice que a veces recibimos salud de
nuestros enemigos y de mano de aquéllos que nos aborrecen”[Quevedo,
1627/1984: 114].
De todos modos, este afán quevedesco por la verdad y su publicación tiene
ciertos límites expresivos, especialmente en lo concerniente a la religión católi-
ca y a la monarquía española. Así, por ejemplo, ante la pregunta de si “¿Hay
reyes en el infierno?”, la respuesta es moral y comprometida, es decir, genera-
lista pero genuflexa: “Todo el infierno es figuras, y hay muchos, porque el po-
der, la libertad y mando les hace sacar a las virtudes de su medio, y llegan los

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vicios a su extremo […]. Dichosos vosotros, españoles, que, sin merecerlo, sois
vasallos y gobernados por un rey tan vigilante y católico, a cuya imitación os
vais al cielo” [Quevedo, 1627/1984: 109-110]. También los valientes tienen sus
compromisos y sus miedos6.
En lo tocante a hipocresía, no podemos dejar de aludir a El mundo por de
dentro (La dedicatoria al duque de Osuna está fechada en abril de 1612), esa
suerte de entremés de figuras, narrado y protagonizado por personajes alegóri-
cos, y cuya acción se sitúa en un contexto desafiantemente realista. El personaje
principal, el Desengaño, pone de manifiesto la naturaleza dual de la realidad —
la apariencia y el desengaño—, que se experimenta al descubrir la mentira e
hipocresía que ocultan el mundo y su retórica. El texto, fuertemente mora, se
inicia con una digresión de corte senequista y cristiana, que propone atenuar los
deseos para hacer la vida más llevadera y feliz. Se advierte que el apetito y el
deseo nacen de “la ignorancia de las cosas. Pues si las conociera, cuando codi-
cioso y desalentado las busca, así las aborreciera, como cuando, arrepentido, las
desprecia” [Quevedo, 1627/1984: 160].
Pero el objetivo prioritario de este discurso quevedesco es el combate de la
hipocresía. Quevedo acude ahora al personaje del Desengaño, que como guía y
figura alegórica acompaña al protagonista en la revelación de las mentiras del
mundo y la desmitificación de las falsas virtudes que las encubren. Tal parece
que para Quevedo la virtud es solamente la cobertura y disimulación de un vi-
cio. Y sólo hay virtud allí donde, hipócritamente, hay un vicio que ocultar.

Pues todo es hipocresía. Pues en los nombres de las cosas, ¿no la hay mayor
del mundo? El zapatero de viejo se llama entretenedor del calzado. El botero, sas-
tre del vino, porque le hace de vestir. El mozo de mulas, gentilhombre de camino.
El bodegón, estado; el bodegonero, contador. El verdugo se llama miembro de la
justicia, y el corchete, criado. El fullero, diestro; el ventero, huésped; la taberna,
ermita; la putería, casa; las putas, damas; las alcahuetas, dueñas; los cornudos,
honrados. Amistad llaman el amancebamiento; trato a la usura; burla a la estafa;
gracia a la mentira; donaire la malicia; descuido la bellaquería; valiente al desver-
gonzado; cortesano al vagabundo; al negro, moreno; señor maestro al albardero, y
señor doctor al platicante. Así que ni son lo que parecen ni lo que se llaman, hipó-
critas en el nombre y en el hecho […]. De suerte que todo el hombre es mentira
por cualquier parte que le examinéis, si no es que, ignorante como tú, crea las ex-
periencias. ¿Ves los pecados? Pues todos son hipocresía, y en ella empiezan y
acaban y de ella nacen y se alimentan la ira, la gula, la soberbia, la avaricia, la lu-
juria, la pereza, el homicidio y otros mil […]. Pues, ¿hay más clara y más confir-
mada hipocresía que vestirse del bien en lo aparente para matar con el engaño?
¿Qué esperanza es la del hipócrita?, dice Job. Ninguna, pues si la tiene por lo que

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Lo mismo percibimos más adelante, en el Sueño del infierno, cuando entre los reyes y empe-
radores que pueblan el infierno, el narrador dice: “Miré por los españoles, y no vi corona nin-
guna española; quedé contentísimo, que no lo sabré decir” [Quevedo, 1627/1984: 157].

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es, pues es malo, ni por lo que parece, pues lo parece y no lo es. Todos los peca-
dores tienen menos atrevimiento que el hipócrita, pues ellos pecan contra Dios;
pero no con Dios ni en Dios. Mas el hipócrita peca contra Dios y con Dios, pues
le toma por instrumento para pecar” [Quevedo, 1627/1984: 163-165].

La afinidad con Molière es manifiesta, especialmente si pensamos en la ré-


plica que da Don Juan a su criado Sganarelle cuando éste le interpela sobre la
franqueza de sus palabras y sentimientos. La réplica de Don Juan es una de las
definiciones más sólidas que la literatura teatral ha hecho de la hipocresía
humana y su eficacia en la conquista del éxito públicamente aplaudido y reco-
nocido:

No, no; no he cambiado; mis sentimientos siguen siendo los mismos […]. Y
si he dicho que quería enmendar mi conducta y hacer una vida ejemplar, es un
propósito que he forjado por mera política, una estratagema útil, un gesto necesa-
rio a que quiero obligarme para contentar a un padre a quien necesito y ponerme a
cubierto, por parte de los hombres, de cien enojosas aventuras que pudieran ocu-
rrirme […] ¿Y por qué no? ¡Hay tantos como yo que se dedican a este oficio y
que utilizan la misma máscara para engañar al mundo! […]. No existe vergüenza
ahora en eso; la hipocresía es un vicio de moda, y todos los vicios de moda se
consideran virtudes. El personaje “hombre de bien” es el mejor de todos los per-
sonajes que pueden representarse. Hoy día la profesión de hipócrita posee venta-
jas maravillosas. Es un arte cuya impostura es siempre respetada, y aunque la des-
cubran, no se atreven a decir nada en contra de ella. Todos los demás vicios de los
hombres están expuestos a censuras, y cada cual tiene libertad para atacarlos
abiertamente; mas la hipocresía es un vicio privilegiado que, con su mano, cierra
la boca a todo el mundo y goza descansadamente de una soberana impunidad
[…]. Así es como hay que aprovecharse de las flaquezas humanas, así debe aco-
modarse todo espíritu sabio a los vicios de su siglo [Molière, 1991: 506]7.

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“Non, non, je ne suis point changé, e mes sentiments sont toujours les mêmes […]. Si j’ai dit
que je voulais corriger ma conduite et me jeter dans un train de vie exemplaire, c’est un dessein
que j’ai formé par pure politique, un stratagème utile, une grimace nécessaire où je veux me
contraindre, pour ménager un père dont j’ai besoin, et me mettre à couvert, du côté des
hommes, de cent fâcheuses aventures que pourraient m’arriver […]. Et pourquoi non? Il y en a
tant d’autres comme moi, qui se mêlent de ce métier, et qui se servent du même masque pour
abuser le monde! […]. L’hypocrisie est un vice à la mode, et tous les vices à la mode passent
pour vertus. Le personnage d’homme de bien est le meilleur de tous les personnages qu’on
puisse jouer aujourd’hui, et la profession d’hypocrite a de merveilleux avantages. C’est un arte
de qui l’imposture est toujours respectée; et quoiqu’on la découvre, on n’ose rien dire contre
elle. Tous les autres vices des hommes sont exposés à la censure, et chacun a la liberté de les
attaquer hautement; mais l’hypocrisie est un vice privilégié, qui, da sa main, ferme la bouche à
tout le monde, et jouit en repos d’une impunité souveraine […]. C’est aïnsi qu’il faut profiter
des faiblesses des hommes, et qu’un sage esprit s’accommode aux vices de son siècle” [Moliè-
re, Dom Juan, V, 2: 80-81].

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3. Conclusión metodológica.
La interpretación literaria es una interpretación ética de la cultura

Quisiera concluir con una reflexión metodológica sobre las posibilidades de


interpretación de los entremeses de Quevedo desde la teoría literaria actual.
Creo que los límites de la interpretación literaria son hoy día los límites de
la cultura contemporánea. Desde finales del siglo XVIII hasta prácticamente los
comienzos de la segunda mitad del siglo XX, la investigación literaria evolu-
cionó prestando atención al curso de las ciencias naturales, a sus descubrimien-
tos metodológicos y a sus logros experimentales. En nuestros días las ciencias
de la naturaleza, que parecen buscar para sí mismas nuevas denominaciones,
avanzan primordialmente por los terrenos de la cosmología y la biogenética.
Una y otra disciplina resultan de difícil acceso a la fragilidad de la epistemolo-
gía que, en la cultura contemporánea, caracteriza a las tradicionales ciencias del
espíritu. Los estudios literarios avanzan actualmente según los criterios metodo-
lógicos del culturalismo posmoderno. Probablemente desde los tiempos de la
escolástica nunca hemos estado tan lejos del empirismo científico y sus posibi-
lidades de raciocinio8.
¿Qué podemos esperar de la literatura, y concretamente del teatro —y en
particular de una obra tan provocativa y a veces cruel como son los entremeses
de Quevedo—, en un momento histórico en el que las posibilidades de interpre-
tación quedan exclusivamente en manos de métodos de recepción que hacen de
la especulación, el canon, la ideología o lo “políticamente correcto” sus princi-
pales criterios de codificación literaria? ¿Cómo abordar el tema del marión en
el entremés homónimo atribuido a Quevedo? La literatura está llena de temas
“políticamente incorrectos”. Siempre ha sido un discurso de provocación, para
todo tipo de moralistas, socráticos primero, cristianos después, posmodernistas
contemporáneamente.
Por otro lado, la especulación sobre la literatura no discurre por el campo
categorial de una determinada ciencia [Bueno, 1995], sino en relación con un
cierto estado de ánimo, humor o visión cultural del investigador. El canon se
impone no como un conjunto de autores modélicos, sino como un criterio “jus-
to” o “justiciero” de interpretación literaria, frente a las desigualdades de la

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Las fuerzas liberadoras que, a través de diferentes impulsos e inquietudes, se enfrentaban a los
fundamentos de la ortodoxia medieval habrían desaparecido o sucumbido de no haber sido por
el desarrollo de una realidad irreversible: la revolución de las ciencias experimentales. Por sí
sólo, el Humanismo habría perdido la batalla frente al poder de la intolerancia y el dogma reli-
gioso. Marsilio Ficino lo declaró firmemente: “Las posibilidades que negamos son sólo las
imposibilidades que desconocemos”. Tomo la cita de C. Fuentes [1976/1994: 18].

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historia. Se nos impone un canon de recepción literaria, no de creación artística.
En este contexto, la ideología se convierte en un discurso que se justifica por sí
mismo como recurso de interpretación literaria. Se ha evolucionado de la litera-
tura comprometida a la interpretación comprometida de la literatura, sin apre-
ciar en absoluto la falta de originalidad de esta transformación, pues todas las
interpretaciones están, y han estado siempre, comprometidas antes incluso de su
formulación. Con todo, hoy día se exige más que nunca una responsabilidad
social, no a la literatura, sino a la interpretación literaria, y especialmente al
intérprete. En resumidas cuentas, puede decirse que estamos ante el reemplaza-
do, en un proceso que actualmente no ha hecho más que comenzar, de la ciencia
de la investigación literaria por la ética de la interpretación cultural.
Vivimos sumidos en el mito de la interpretación literaria. Los resultados de
estas interpretaciones son, en muchos casos, de difusa calidad. Apenas resisten
el paso de un tiempo. Ningún texto literario es lo que parece que estaba desti-
nado a ser. Todo ejercicio de crítica literaria se convierte en una cita desde el
momento mismo de su escritura presuntamente original.
En las ciencias humanas, la interpretación nunca puede trascender los límites
del materialismo gnoseológico, al contrario de lo que sucede en las ciencias natu-
rales. Más allá de los formalismos, la interpretación literaria nunca puede incorpo-
rar a su discurso explicativo los “objetos reales” del discurso literario. El discurso
interpretativo no puede dar cuenta metodológicamente de la naturaleza real de los
objetos o referentes literarios, a menos que, desde el punto de vista de la ética de
la interpretación, el intérprete se los tome en serio, es decir, crea en ellos firme-
mente, como si se tratara de verdades o realidades innegables. El sodio, los astros
naturales, o el vacío, son objetos reales con los que trabaja la ciencia natural, y
forman respectivamente parte esencial y real de la química, la astronomía y la fí-
sica. Son sus contenidos reales. Las ciencias humanas sólo atrapan sus contenidos
formalmente, mediante palabras, imágenes o conceptos, es decir, mediante ficcio-
nes, por más que se trate de ficciones explicativas. Sólo a través del materialismo
gnoseológico las ciencias naturales pueden librarse de la concepción de la Ciencia
como re-presentación especulativa de la realidad y, en el mejor de los casos, como
re-construcción de la verdad. Sin embargo, las ciencias humanas no pueden tras-
cender los límites de un infinito idealismo gnoseológico, cuyo definitivo juez o
intérprete, en última instancia, es la ética del individuo. Algo así se advierte de
forma muy especial en la interpretación literaria contemporánea, que está tratando
de sustituir —insisto en ello— la Ciencia de la interpretación literaria por la Ética
de la interpretación cultural. Dado que la ciencia no puede ser reducida a “actos
de conocimiento”, es suplantada por éstos, en el caso de la investigación literaria,
desde la moral dominante. Siempre ha sido así, aunque hoy quizás el énfasis es
mayor que antaño, como menor es la disimulación moral del intérprete. La ética
no ha faltado jamás en la historia de las interpretaciones. Hoy su poder es tal, que
incluso ha conseguido subordinar a sus propios intereses algunas dimensiones
fundamentales del discurso y la metodología que tradicionalmente pertenecieron a
la ciencia. Desde Aristóteles hasta la posmodernidad, la interpretación literaria

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siempre ha sido un “acto de conocimiento”. Nada más. No ha curado ninguna en-
fermedad. No ha resuelto ningún problema social. No ha hecho a nadie más bueno
o más honrado o más sensible que su vecino.

Interpretación literaria es el nombre que los moralistas dan a su deseo de


dominar el sentido público de las obras literarias, es decir, la interpretación
codificada, el resultado de su lectura personal, o gremial, pero siempre podero-
sa o canónica —y siempre para un público consumidor y silente— de las obras
literarias. Interpretación literaria es el nombre que la Ética se reserva para sus
relaciones con la Poética. Relaciones de dominio, indudablemente. La literatura
seduce a la crítica, quizá sólo para burlarse de ella. El discurso literario sabe
muy bien, como lo saben especialmente los autores de obras teatrales, que al
poder sólo se le puede seducir, vencer o burlar.
De cualquier modo, la literatura es ininterpretable sin la ética. Es impenetra-
ble fuera de la moral. Quevedo —poeta y moralista— estaría muy de acuerdo
con esta observación. Buena parte de su obra es un desafío a nuestra ilustrada
moral contemporánea.
La fantasía de triunfo que se identifica en la comedia antigua, característica
de Plauto, en la figura del padre o del anciano, se transforma en Quevedo y en
Molière en la fantasía del cornudo y del vejete burlado. El motivo del cornudo
no aparece en la comedia antigua, quizá porque las leyes o la sensibilidad del
público no lo aceptaban. De estas peripecias surgen una serie de situaciones
dramáticas que obsesionan el teatro cómico desde la Edad Media: burladores,
mujeres adúlteras, maridos cornudos, padres burlados, galanes libertinos... La
mujer resulta siempre culpable: virgen, religiosa o esposa, sucumbe al pecado,
el sacrilegio o el adulterio, y en beneficio del placer rompe el contrato que la
subyuga a sus padres, a su dios o a su marido. De nuevo la literatura a vueltas y
a burlas con la moral.
Del mismo modo que un positivista radical puede negar las realidades que no
estén contenidas en las ciencias naturales, hasta concebir una ciencia futura como
una omnisciencia, abriendo ante nosotros una suerte de “fundamentalismo cientí-
fico”, el intérprete de las ciencias humanas puede afirmar las ficciones que están
contenidas en la literatura, y concebir de este modo una ética basada en un fun-
damento trascendental o metafísico, en el cual ha de encontrar confirmación y le-
galidad inmanente un determinado modo de vida, consistente en interpretar la fic-
ción como si se tratara de un hecho real. No debe sorprendernos algo así, pues es
el planteamiento en que se basa la totalidad de las religiones. Lo que una ciencia
positiva puede ofrecer es una visión científica de su campo categorial, pero nunca
una visión científica del mundo [Bueno, 1995]. De igual modo, lo que una inter-
pretación literaria puede ofrecer es simplemente la codificación de una ficción
explicativa, y no la legitimidad metafísica de un sistema moral, que en un mo-
mento dado puede usarse como marco de interpretación literaria o cultural. Si eso
se quiere constituir en credo, el engendro resultante se llamará dogma. La parado-

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ja del fundamentalismo de las interpretaciones éticas sobre la literatura reside pre-
cisamente en que ninguna de sus proposiciones puede ser confirmada de forma
unánime o definitiva en una obra literaria concreta.

El destino de toda interpretación, por muy ética y muy científica que sea, es,
sólo y siempre, la obsolescencia más absoluta. Es posible que, en el mundo oc-
cidental, el avance de la ciencia y del racionalismo sólo haya afectado a la or-
ganización social de los fundamentalismos, pero no al dogmatismo de sus prin-
cipios éticos, es decir, a su fe. Siempre habrá dogmas que las Iglesias no puedan
ceder, como la existencia de Dios, o la inmortalidad del alma. Siempre habrá
dogmas de los que la ética de la interpretación literaria no podrá prescindir,
como los conceptos de realidad o de belleza, el criterio de verdad, o simplemen-
te el más imprescindible de todos: la conciencia de la necesidad de un saber
sobre la literatura.
Intérpretes, moralistas, periodistas, críticos, sacerdotes, profesores..., todos
ellos tienen en común un fundamento: la realidad está en el verbo, puede expre-
sarse en las palabras. Lo que no cabe expresar con palabras no existe. Piensan
que sólo se puede prohibir el mal definido. Los poetas, sin embargo, basan sus
creaciones precisamente en lo contrario: las palabras son la única realidad dis-
ponible. Los primeros —moralistas— construyen un mundo lógico, y promue-
ven la proscripción del sujeto fuera de esas formas ordenadas de conducta,
compuestas de ficciones explicativas. Los segundos —poetas— confirman la
disolución de la realidad material detrás del lenguaje del que se sirven, detrás de
las formas sensibles en que objetivan y perciben la ficción de su propia obra de
arte. Aquéllos nos hablan de Ética; éstos, de Poética. Unos y otros olvidan que
la realidad nunca ha sido ni será verbal. No está hecha de palabras.

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