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12/5/2020 LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA EN LA GESTIÓN LOCAL

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EDICIÓN ELECTRÓNICA DE TRABAJOS PUBLICADOS
SOBRE GEOGRAFÍA Y CIENCIAS SOCIALES

LA PARTICIPACIÓN CIUDADANA EN LA GESTIÓN LOCAL. LECCIONES DE UNA


EXPERIENCIA DE CONTROL FISCAL CÍVICO EN BOGOTÁ

Thierry Lulle
Investigador del CIDS (Centro de investigaciones sobre dinámica social)
Universidad Externado de Colombia
Thierry.Lulle@uexternado.edu.co

Publicado originalmente en: Gouëset, V.; Cuervo, L. M.; Lulle, Th.; Coing, H. “Hacer metropoli. La región
urbana de Bogotá de cara al siglo XXI. Bogotá: Universidad Externado de Colombia, 2005, 339 p.

Introducción

La idea de recurrir a la participación de los habitantes en el proceso de ordenamiento de los espacios construidos
surge en el Renacimiento occidental, a través de las primeras manifestaciones de un discurso específico sobre la
arquitectura y la ciudad. Se trata de establecer un diálogo entre el arquitecto y su cliente, el futuro usuario de la
casa, edificio, palacio o espacios públicos que se están realizando, y de caracterizar socialmente a los habitantes,
con el fin de responder lo mejor posible a sus necesidades, deseos y usos (Choay, 1980). Desde entonces esta
preocupación es recurrente pero es a partir de los años 60 y 70 que vuelve a expresarse en los discursos teóricos
de la arquitectura y del urbanismo (por ejemplo, en la obra de C. Alexander), o en discursos más políticos que
derivan de los principios de la auto-gestión (cfr. J. Turner) o que se inscriben en un contexto de luchas urbanas.
Los debates que generó el tema durante este periodo fueron a veces bastante polémicos: el poder de los “sabios”
cuestionado fuertemente por el derecho de los “profanos”. Poco a poco, sin embargo, los antagonismos se
matizaron, y a pesar de una gran variedad de enfoques e interpretaciones no siempre explícitos (cfr. el número de
Les annales de la recherche urbaine, 1998, sobre el tema de las formas de gobernar); la invocación a la
participación de los habitantes parece ser hoy día compartida por el conjunto de los actores involucrados, incluso
por instituciones anteriormente criticadas debido a sus prácticas excluyentes. Esta evolución se debe
particularmente a las nuevas orientaciones y presiones de las organizaciones internacionales, las cuales dicen
valorar la descentralización, la democratización, la governance, la participación y la concertación[1].

Al lado de este carácter unívoco de los discursos se desarrollan una gran diversidad de experiencias y prácticas
que, si bien son más y más numerosas y complejas tanto en los países del Norte como en los del Sur (CNUAH,
1996), presentan también dificultades, limitaciones, e incluso fracasan. En efecto, estas experiencias pueden
surgir de “abajo” como de “arriba”, lo que cambia radicalmente las reglas del juego; también pueden ser
utilizadas por los gobiernos para demostrar su cumplimiento con las exigencias de las organizaciones
internacionales o, al contrario, por los actores locales para reivindicar su posible autonomía en la gestión de sus
asuntos (por ejemplo, el presupuesto participativo de Porto Alegre). Evaluaciones de estas experiencias, pasadas
y presentes (Blanc, 1995; Lorcerie, 1995; Atkinson, 1998), evidencian numerosos obstáculos. Cuando el
enfoque participativo es partícipe de un proceso de racionalización política más amplio, viene a menudo
revolver una estructura socio-política que reposa en principios de otra índole (Vidal, 1998). También pueden
surgir diferencias profundas, inclusive posturas antagónicas, entre los actores involucrados en estos procesos
participativos, que se derivan de una diversidad demasiado grande de sus intereses, sus lenguajes así como sus
interpretaciones y formas de apropiación de estos mismos procesos. Por otra parte, estas experiencias pueden ser

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poco duraderas, pues a menudo se desarrollan con el fin de responder a necesidades básicas pero específicas y
coyunturales.

Este contraste entre un discurso laudatorio y unívoco y unas prácticas variadas y difíciles despierta una cierta
sospecha sobre este mismo discurso e invita a diferenciar en él sus fundamentos y a plantear varios
interrogantes: ¿En qué medida la participación es percibida por los responsables como apta para modificar las
modalidades de toma de decisión o más bien para neutralizar lo social y facilitar los cambios económicos
globales y locales? ¿La aparente voluntad de favorecer la democracia participativa estaría ligada a la supuesta
crisis de la democracia representativa? ¿En otros términos, cuáles son las tensiones entre democracia
representativa y democracia participativa? ¿Qué retos plantea el recurso a la participación en la planificación y
gestión urbana, cuando éstas mismas son reconocidas cada vez más como necesarias y cuando al mismo tiempo
su objeto, el crecimiento urbano, entendido como sociodemográfico y espacial, tiende a adoptar nuevas formas?

Estas preguntas son particularmente pertinentes en los países en desarrollo. A pesar de tentativas de gestión
participativa que se dan en ellos, a veces tan exitosas que se vuelven ejemplares tanto para otros países del Sur
como los del Norte, muchas otras experiencias se basan en modelos impuestos que son a menudo diseñados por
las grandes potencias económicas. En estas condiciones, ¿Qué esperan las organizaciones internacionales de la
generalización del discurso participativo? ¿Un maquillaje “políticamente correcto” de los reajustes económicos
que ellas exigen? ¿Será que la participación siempre beneficia a los poderes locales? ¿No puede perjudicarlos
también? ¿Qué pasa con las formas de representación popular a menudo cuestionadas por estas nuevas formas
de planificación y gestión urbana? ¿Se ven alteradas, resisten o se recomponen? ¿De qué formas? ¿Qué
significan las nociones demasiado generales de “ciudadanía”, “comunidad”, “sociedad civil”, pocas veces
definidas con claridad y cómo están interpretadas por los actores urbanos dada su gran diversidad de intereses y
problemáticas?

En Colombia, se iniciaron a finales de los años 80 fuertes procesos de descentralización y democratización, así
como una redefinición de los contenidos y formas de la planeación y la gestión del desarrollo urbano. En esta
texto nos proponemos analizar la puesta en marcha de la gestión participativa en Bogotá, tratando de destacar las
formas de su apropiación por el conjunto de los actores del desarrollo urbano y evaluar su impacto. Centraremos
nuestro análisis sobre un programa llamado “control fiscal cívico”, el cual fue implementado por la Contraloría
de Bogotá entre 1997 y 1999 en cuatro localidades de la ciudad. Este programa apoyaba el ejercicio del control
en la ejecución de las inversiones públicas por parte de los ciudadanos beneficiarios de ellas. Después de una
contextualización general y un análisis del desarrollo de las democracias representativa y participativa a través
de la reorganización politico-administrativa de las localidades en Bogotá, abordaremos la cuestión más
específica de la participación local a partir de una evaluación de dicho programa[2]. Probablemente porque fue
poco exitosa, esta experiencia ni se divulgó ni se analizó, cuando precisamente es bastante reveladora de la
complejidad de las dinámicas sociales y políticas vigentes en la Bogotá contemporánea. Figura entre otras
experiencias del mismo tipo en Bogotá o en otras ciudades colombianas, que se multiplicaron en el transcurso de
la última década, varias de ellas habiendo sido evaluadas en trabajos específicos u otros más generales sobre la
descentralización, las luchas urbanas y las formas de organización popular, el poder local, y el clientelismo[3].

1. Algunos cambios políticos promovidos desde adentro y afuera con consecuencias en el desarrollo de la
capital

Mientras que se agudizan y se vuelven cada vez más complejos los conflictos armados en el país, la
democratización aparece en los últimos quince años como un reto cada vez más importante, en particular a
través de la Constitución de 1991. Esta nueva carta parece responder a necesidades locales específicamente de
reconciliación (la constituyente incluyó al M19 así como a las minoridades étnicas), pero se inscribe también en
un contexto latinoamericano marcado por la descentralización, la transferencia de competencias y recursos de la
Nación a las entidades locales, una reorganización político-administrativa, la puesta en marcha de procesos de
planificación y gestión locales, el apoyo de formas de participación de la ciudadanía en la toma de decisiones y
en el control de la adecuada ejecución de éstas. Se trata no solamente de volver a dar legitimidad a las
instituciones públicas sino también de favorecer la apertura económica iniciada a principios de los años 1990. A
pesar de sus problemas (o, según la opinión de algunos analistas, gracias a uno de ellos, el narcotráfico), el país
mantuvo hasta hace poco, una economía internacionalmente considerada como equilibrada, poco afectada por la
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crisis internacional de 1985, con una inflación bastante inferior a la de la mayoría de los otros países de la
región. Sin embargo, a finales de los años 90 surge una crisis económica de una amplitud desconocida hasta
ahora, la cual genera un fuerte aumento del desempleo y subempleo.

La democratización política concierne tanto al dispositivo de representación (a partir de la elección popular de


los alcaldes y gobernadores en 1988) como a la participación de los ciudadanos. Afecta un sistema político
atravesado tanto por la crisis de los partidos tradicionales, los cuales siguen apoyándose en redes socio-políticas
clientelistas activas, como por la emergencia de figuras nuevas llamadas independientes, las cuales difícilmente
se fortalecen. Si en los años 60 se expresó una intensa movilización social en gran parte motivada por las
reivindicaciones de legalización de los barrios ilegales y auto-construidos y de su equipamiento en servicios,
canalizadas por las Juntas de Acción Comunal (JAC) creadas en este mismo periodo. Estos movimientos
sociales sufren durante los años 90 una cierta degradación.

Bogotá refleja algunas dinámicas del conjunto del país, pero también tiene propias. Una tasa de crecimiento
demográfico muy alta, a la cual contribuye la llegada masiva de migrantes, explica una expansión muy rápida en
los años 50 y 60. Esta expansión se produce a menudo de forma ilegal pues la no o parcial aplicación de
políticas y planes por parte de los poderes públicos abre una brecha entre una demanda vertiginosamente
creciente y una oferta insuficiente. Estas dinámicas acentúan la segregación en la estructura socio-espacial. A
partir de los años 70, mientras cambian los comportamientos demográficos (disminución de la natalidad y la
mortalidad, reducción y diversificación de la migración[4]), las formas de crecimiento de la ciudad también se
modifican: la expansión sigue desarrollándose más allá de los límites del Distrito, incorporando municipios
vecinos y constituyendo así un área metropolitana (todavía no formalizada), pero al mismo tiempo las zonas ya
construidas dentro del Distrito se densifican. En este contexto el laxismo de los poderes públicos agrava el ya
caótico funcionamiento de la ciudad (congestión del tráfico automóvil, inseguridad, degradación de los espacios
públicos, etc.).

A partir de los años 90, en gran parte gracias a las nuevas herramientas de la democratización y
descentralización, la gestión de la ciudad se ve mejor controlada. Cada alcalde elegido por sufragio universal
desde 1988 favorece este cambio, cada uno con su estilo propio: Jaime Castro (1992-1994) interviene en el
campo político-administrativo y financiero, Antanas Mockus (1995-1997 y 2001-2003) desarrolla un discurso
sobre la cultura ciudadana, Enrique Peñalosa (1998-2000) realiza cuantiosas y amplias obras de recuperación de
los espacios públicos. Sin embargo, esta indudable reorganización se encuentra a veces limitada por el peso de
lógicas clientelistas tradicionales que ligan a los concejales del Distrito con su electorado (el sector económico,
los agentes de la administración pública o algunas organizaciones de habitantes).

2. La innegable pero difícil apertura de espacios democráticos locales

En el transcurso de los años 80 pero sobre todo a partir de la Constitución de 1991 y la abundante jurisdicción
que deriva de ella, numerosas reformas se están iniciando tanto en favor de la representación de los ciudadanos
como de su participación. Algunas conciernen directamente a la elaboración y ejecución de los planes de
desarrollo urbano : por un lado, la creación a nivel de la localidad (de ahora en adelante usaremos los términos
“localidad” y “local” refiriéndonos a la escala intermedia entre la del Distrito y la del barrio) de una nueva
instancia política, la junta administradora local (JAL), un Concejo de ediles elegidos por el conjunto de los
ciudadanos, y por el otro, con instituciones (la Personería, la Contraloría), varias formas de organización
ciudadana (por ejemplo, la veeduría) y unos nuevos o redefinidos procedimientos, que permiten un mejor control
de la gestión pública.

Estos cambios de diferente naturaleza generan una multiplicación de experiencias en el país a todas las escalas
territoriales (de la Nación al barrio pasando por el departamento, el municipio y la localidad) de amplitud,
eficacia y divulgación con resultados muy variables. Estas experiencias favorecen la emergencia de una nueva
cultura de la planificación y la gestión en los actores urbanos, ya que favorecen la capacitación de los
funcionarios públicos, los elegidos y los líderes comunitarios, la cual es proporcionada por varias entidades
(sector público, ONG, organizaciones internacionales, universidades, oficinas de consultores, etc.).

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Tanto para entender mejor las nuevas formas de democracia representativa como para contextualizar la
experiencia de democracia participativa aquí considerada, importa enfocarse sobre los cambios que se impulsan
en las localidades a partir de principios de los años 1990. En efecto, encontramos a este nivel territorial la nueva
JAL, la cual, no sin ambigüedad alguna, tiene también la misión de estimular la participación ciudadana.

En el Distrito de Bogotá, las JAL constituyen una de las piezas fundamentales del programa del alcalde Castro
quien las crea en 1993 en aplicación de la Ley 11 de 1986 (cfr. Dcto. 1421, Estatuto orgánico del Distrito
Capital). Influenciado por el modelo de las localidades parisienses y la organización político-administrativa
francesa, Castro redefine la partición del territorio del Distrito en 20 localidades (que pueden agrupar varios
centenares de barrios) y les transfiere competencias y recursos que son manejados por la JAL y el alcalde local.
Los ediles de la JAL son elegidos por sufragio universal cada tres años (un cuarto periodo empezó a principios
de 2001), de igual forma y al tiempo que el alcalde mayor y los concejales del Distrito; mientras el alcalde local
es escogido por el alcalde mayor en una terna propuesta por la JAL. Las funciones de la JAL son numerosas : la
adopción del plan de desarrollo local (PDL) a partir de la formulación por parte de la población de sus
necesidades pero también en articulación con el plan de desarrollo del Distrito, el control de la prestación de los
servicios públicos, la gestión y el control de la ejecución de las inversiones del Distrito a nivel de la localidad, la
presentación de los proyectos de inversión, la aprobación del presupuesto anual, la promoción de la participación
ciudadana en el control de los asuntos públicos, etc. En cambio, los recursos con que cuentan el conjunto de las
localidades por transferencia del Distrito, si bien tienden a aumentar paulatinamente, son reducidos, pues no
corresponden sino a cerca del 10% de los recursos del Distrito.

La principal actividad de la JAL gira entonces alrededor de la elaboración del PDL y del seguimiento de su
ejecución. Los proyectos que aparecen en estos planes consisten muy a menudo en construcción o mejoramiento
de infraestructuras (viales principalmente) y de edificios a función social (educación, salud, deportes y cultura,
etc.) y poco en actividades de trabajo comunitario, desarrollo institucional o animación socio-cultural. Esta
preferencia puede ser ligada al hecho de que numerosos barrios tienen todavía necesidades importantes en estos
campos. Pero proviene también del hecho de que los elegidos consideran ser evaluados por sus electores con
base en resultados “visualmente” identificables, tangibles, como lo permiten obras de concreto (García y
Zamudio, 1997).

La puesta en marcha de las JAL se efectúa mientras el tejido socio-político pre-existente es fuertemente
organizado entre el Concejo Distrital y las juntas de acción comunal (JAC) (cfr. cuadro 1), garantizando la
elección de muchos concejales gracias a sus nexos con las JAC. Desde los años 60, las JAC representan los
habitantes a nivel del barrio. Sus miembros son elegidos sólo por los habitantes del barrio que se afilian a ellas
(el grado de afiliación puede ser muy variable de un barrio al otro). Su movilización depende mucho de la
naturaleza de las necesidades del barrio. Es así como las JAC juegan a menudo un papel determinante en los
procesos de legalización de los barrios ilegales y de consecución de equipamiento en infraestructura y servicios
públicos. En los años 90, la acción de estas organizaciones populares evoluciona, mientras que la movilización
social y política en la sociedad en general se debilita, que las necesidades de la población cambian, las básicas
encontrándose progresivamente satisfechas, y que otras formas de organización se desarrollan. Sin embargo, en
algunos sectores las JAC siguen siendo bastante arraigadas y potentes. Del otro lado, el Concejo del Distrito
queda más bien estable, si bien la llegada en su seno de nuevas corrientes llamadas independientes favorece la
búsqueda de nuevos equilibrios. Esta estabilidad se debe en parte a su relación con las JAC. Después de un
arranque bastante confuso e improvisado, poco a poco las JAL definen su espacio no tanto en paralelo sino como
nivel intermedio entre el Concejo y las JAC (Velásquez, 1996, García y Zamudio, 1997). Hoy día, después de
cuatro elecciones, los tres niveles parecen ser articulados. Si, como las localidades mismas, las JAL no tienen
todavía una visibilidad muy grande para los ciudadanos, y por consiguiente, son elegidas con una tasa de
participación baja, ésta no se diferencia mucho de las de elecciones de Alcalde Mayor y Concejo (González,
1999).

Cuadro No 1 Sistema de representación política de la población en Bogotá

Nivel territorial* Elegidos Modalidades

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Distrito Alcalde mayor Sufragio universal


Concejo Sufragio universal
Localidad Alcalde menor Escogido por alcalde mayor en una terna propuesta por la JAL
JAL Sufragio universal
Barrio JAC Elegida por afiliados a la JAC

* No se menciona el nivel metropolitano por no tener representación política propia.

Bajo los mandatos de los alcaldes Mockus y Peñalosa dos proyectos grandes contribuyen, aún con dificultades, a
que las JAL encuentren su legitimidad : la elaboración de los PDL y de los planes de desarrollo del Distrito;
estos dos planes tienen que concordar y los PDL deben ser concertados, para lo cual se crean los llamados
encuentros ciudadanos; enseguida, a partir de 1997, se da la elaboración del primer plan de ordenamiento
territorial (POT) de Bogotá que cuenta con el concepto del consejo territorial de planeación (CTP) conformado
por cuarenta miembros, la mitad de ellos siendo veinte ediles, uno por cada localidad, y la otra mitad por
representantes de los diferentes gremios y ONG de la ciudad.

No obstante, las JAL y la administración local no han dejado de ser objeto de debates a veces muy polémicos,
los alcaldes mismos teniendo opiniones no siempre claras sobre ellas. Castro creó las JAL dotándolas de
numerosas funciones, a pesar de que la coexistencia de algunas de ellas (la definición de proyectos en el PDL, la
gestión y el control de su ejecución) pudo ser ambigua. Con Mockus aparece el encuentro ciudadano (Dcto. 425
de 1996), lo que pudo ser interpretado como una estrategia para contrarrestar el poder de las JAL a través de la
valoración de una participación directa de la ciudadanía; pero, de hecho, los participantes a estos encuentros eran
más bien miembros de las redes de los ediles, de tal forma que estos últimos lograron controlar la dinámica de
estas asambleas. Por lo tanto, fue de parte de la alcaldía que se da una sobrevaloración, casi una idealización, del
poder de la ciudadanía, mientras no se había definido con claridad qué era la comunidad y en qué condiciones
podía participar dependiendo de sus características. Peñalosa, de su lado, expresó una gran reserva inclusive
oposición respecto al papel que desempeñaban las JAL. Con el pretexto del riesgo mencionado más arriba
respecto a la coexistencia, entre las funciones de las JAL, de la definición de proyectos en el PDL y de la gestión
y control de su ejecución, tan pronto se posesionó este alcalde les quitó a las JAL su competencia de
contratación. Atribuyó esta competencia a las unidades ejecutoras locales (UEL), una nueva instancia creada
dentro de la Secretaría de Gobierno (Dcto. 176 de 1998), es decir, a nivel del Distrito, lo que centraliza de nuevo
el poder municipal. También modificó el funcionamiento de los encuentros, tratando de darles una dinámica más
racional con la definición de criterios objetivos para la priorización de los proyectos solicitados por la
ciudadanía (Dcto. 730 de 1998). Sin embargo, aunque bastante amenazadas por estas medidas, las JAL
intentaron sacar provecho de la lentitud con la cual las UEL se pusieron en marcha para demostrar la
importancia de su papel de intermediación para una contratación más ágil; y en los encuentros siguieron
controlando el perfil de los participantes.

Se constata entonces una cierta confusión en la puesta en marcha de las reformas en materia de democracia
representativa a nivel local, no sólo por la naturaleza de sus interacciones con el sistema pre-existente sino
también por sus tensiones con la implementación de la democracia participativa. Esta implementación tampoco
se hace de forma muy clara como lo muestra el análisis del nuevo procedimiento de control fiscal cívico,
promovida por la Contraloría de Bogotá y diseñada para ser ejercida a nivel de la localidad.

3. El control fiscal cívico: un procedimiento a priori innovador

La misión de la Contraloría de Bogotá es controlar el “buen manejo” de los fondos públicos tanto a nivel del
Distrito como de la localidad. Se trata entonces de luchar contra la corrupción en las distintas etapas de la
contratación, incluso cuando ésta se hace en el marco de las licitaciones supuestamente consideradas como
transparentes, y contra cualquier anomalía en la ejecución de dichos contratos (en donde la peor anomalía es el
contrato pagado pero no ejecutado). Su papel principal es detectar estas fallas pero no sancionar los autores, por
lo tanto esta institución actúa en complementariedad con las otras principales instituciones del derecho penal y
público (la Fiscalía y la Procuraduría). Ella dispone de recursos bastante importantes pero insuficientes ya que
debe examinar no sólo las ejecuciones de la administración distrital sino también las de la administración local.
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En 1997 la Contraloría es dirigida por Camilo calderón (el contralor es elegido por el Concejo) que tiene una
visión algo idealista e innovadora de la misión de su institución y está en fase con Mockus, el alcalde de ese
entonces. Adhiriendo con convicción a los principios de la nueva Carta Política, el contralor busca incorporar el
control ciudadano de la ejecución de los fondos públicos en cada etapa de los procesos de la planificación y
gestión distritales y locales. Éste es el marco en el cual él va a promover el control fiscal cívico, pero este
programa se desarrolló también en los ámbitos nacional y departamental.

El control fiscal consiste en la revisión de los contratos desde un punto de vista jurídico (según las reglas
prescritas en la Ley 80 de 1993, de contratación pública, cuyo objetivo es evitar cualquier clase de malversación
de fondos), financiero (correspondencia entre las operaciones realizadas y las transacciones de fondos) y de
gestión (cumplimiento de los proyectos previstos en los planes de desarrollo, eficacia en el desarrollo del
contrato, etc.). El ejercicio del control fiscal cívico lleva a la consagración del derecho que tienen los ciudadanos
de vigilar la cabal ejecución de los proyectos de financiamiento público, soporte del supuesto mejoramiento de
su entorno cotidiano; la evaluación de esta ejecución basándose en varios criterios como los de economía,
eficacia, eficiencia, equidad, y costos ambientales. Por ser los más directamente concernidos, los ciudadanos son
considerados como los más motivados en exigir cumplimiento de parte de los contratistas y la administración
pública local.

Por otra parte, en ese entonces un aspecto del programa de control fiscal cívico está muy presente: este control
puede ser correctamente ejercido por los ciudadanos sólo si ellos conocen claramente el conjunto de los procesos
de planificación y gestión urbana. Es decir que se trata de promover una nueva cultura para los ciudadanos que
se apoye no tanto en la actitud de la denuncia (corriente en una sociedad en la cual los conflictos entre clanes
políticos son a menudo canalizados por la justicia) sino de responsabilización (difícil cuando las prácticas de la
planificación y gestión eran anteriormente mucho menos elaboradas y muy a menudo encerradas en las esferas
administrativas).

La Contraloría llevó a cabo este programa desde varios enfoques. El primero consistió en la selección (con base
en las candidaturas presentadas en el marco de una licitación) de una organización cívica en cada una de las
cuatro localidades escogidas: Usaquén, Kennedy, Tunjuelito, Rafael Uribe[5]. Por lo tanto estas organizaciones
eran contratadas y remuneradas por la Contraloría. Luego de una capacitación específica, las organizaciones
debían examinar alrededor del 70 % de los contratos establecidos en su localidad durante el año anterior dentro
de la ejecución de los fondos locales y presentar los resultados de sus investigaciones en varios informes y en el
marco de dos audiencias públicas (una al final de cada semestre).

Después de haber iniciado el proceso en las tres primeras localidades, se dio un primer reajuste debido a que
para la Contraloría se había vuelto problemático: la complejidad de las labores, pero sobre todo el
comportamiento conflictivo de la organización cívica de la primera de las cuatro localidades. En efecto, en
Usaquén, la apropiación del procedimiento no fue fácil y, según la Contraloría, la organización vio en el control
fiscal cívico un medio para “ajustarle a uno (el alcalde local) las cuentas”. Aunque en el caso de las demás
localidades (Kennedy y Tunjuelito) la situación no parece haber sido tan difícil, para la última localidad (Rafael
Uribe) se decidió recurrir a universitarios (considerados como más neutros y competentes) con el fin de que
asuman al tiempo el ejercicio del control fiscal y su transmisión progresiva a la población a través de una
sensibilización, información y capacitación. El equipo de universitarios (el núcleo provenía de la entonces
facultad de Trabajo social de la Universidad Externado de Colombia) fue también seleccionado en el marco de
una licitación. Esta evolución evidenciaba la dificultad para concretar el reto principal del programa: volver la
población capaz de ejercer una actividad “sabia”... Poco después de este reajuste tuvo lugar la elección del
alcalde Peñalosa, y luego la de un nuevo contralor, José Oviedo Claros. Como fue señalado más arriba, Peñalosa
cambió netamente de actitud frente a la administración de las localidades, privándolas de la competencia en
contratación. Esta medida volvió caduco el ejercicio del control fiscal cívico en el ámbito local a partir de 1998,
de tal forma que el nuevo contralor, con nuevos intereses, dejó el programa acabarse en las condiciones iniciales
(los contratos examinados siendo todavía anteriores a 1998), y adoptó otro enfoque para su continuación,
privilegiando esta vez la capacitación masiva de todos los líderes comunitarios en torno al conjunto de los
nuevos procedimientos de la planificación y de la gestión (entre otros el del control fiscal, pero en detrimento de
su práctica).

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4. La práctica del control fiscal cívico: relato de una experiencia compleja

Vamos a presentar a continuación una parte de este programa, la que fue realizada por el equipo de universitarios
que coordinamos en la localidad de Rafael Uribe en 1998. Si bien la Contraloría consideró que este contrato se
había llevado a cabo cabalmente, el balance es bastante complejo.

A. Unos compromisos iniciales muy específicos

El contrato tenía dos objetivos: la realización del control fiscal en sí mismo y la sensibilización de la población a
esta práctica. Más precisamente, la intervención de nuestro equipo consistía en las siguientes tareas:

Una capacitación inicial en torno al plan de desarrollo, la ley de contratación, el presupuesto, la lectura y análisis
jurídicos de los contratos.

La definición de la muestra de los contratos a examinar (el 70% del conjunto de los contratos ejecutados en el
transcurso del año 1997 por la administración de la localidad Rafael Uribe, es decir cerca de 210 contratos) y la
definición de herramientas de lectura y análisis de los contratos (la jurídica examina 35 aspectos distintos).

El ejercicio directo del control fiscal a través del análisis jurídico de los contratos así como, en el caso de los
contratos cuyo objeto era una obra de construcción (alrededor del 50% de los contratos), una visita técnica de la
obra.

La realización de dos audiencias con la presentación de los resultados de las investigaciones.

Los trabajos de sensibilización y capacitación de la población de la localidad en torno al control fiscal y a los
procesos de planificación y gestión urbana en curso, a partir de encuestas con los habitantes beneficiarios de los
contratos evaluados.

Para llevar a cabo nuestra actividad, conformamos un equipo de varias personas, de las cuales ninguna vivía en
la localidad, pero con formaciones y experiencias (especialmente en trabajo social e ingeniería civil) que
permitían cumplir con estos objetivos. Suponiendo que los funcionarios de la Contraloría podían apoyarnos en
materia jurídica, ningún jurista participó en nuestro equipo.

B. Rafael Uribe: una localidad entre pericentro y periferia

La localidad de Rafael Uribe se ubica en el pericentro sur de la ciudad (cfr. mapa 1) alrededor de una colina y
reúne 125 barrios. Se urbanizó en su parte baja en los años 50 con la ocupación legal o no de tierras por
numerosos migrantes (en el caso de ilegalidad la situación se regularizó entre tanto), pero también con barrios
planificados para clases medias hoy empobrecidas. La parte alta se urbanizó más tarde. En ella se encuentran
barrios ya consolidados pero también barrios muy precarios, los cuales siendo mucho más recientes aparecen en
los últimos intersticios disponibles, es decir a menudo en zonas de alto riesgo de desastre natural
(deslizamientos, inundaciones, etc.); estos barrios son poblados sobre todo por personas víctimas de
desplazamientos forzados o por hogares en situación de alta inestabilidad económica y social. La población de
Rafael Uribe (cerca de 300.000 habitantes en 1997) pertenece en su mayoría (72.5%) al estrato socio-económico
3, es decir a las clases medias bajas, pero viven problemáticas sociales que varia según el tipo de barrio.

Mapa 1. División político-administrativa de Bogotá

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Es el caso, por ejemplo, de tres barrios vecinos ubicados en la parte alta de la localidad (ver Caldas, Cuenca y
Gómez, 1999; Yepes y Quintero, 1999). El primero, creado de forma planificada hace veinte años, está hoy día
ocupado por una población más bien estable en su empleo y sitio de residencia, la cual dice sentirse bien
representada por su JAC. El segundo, creado en el mismo periodo pero de forma ilegal, se consolidó y legalizó
gracias a las luchas de sus fundadores quienes, en el presente, no son ni activos ni representativos de una
población que cambió parcialmente entre tanto. Estos fundadores parecen haber sido remplazados por
organizaciones nuevas, más independientes. Por último, un tercero, también urbanizado informalmente, pero
más recientemente, está poblado por habitantes con difíciles problemáticas sociales (en especial con la llegada
de desplazados por la violencia a partir de mediados de los años 90) y muestra una movilización colectiva muy
débil y confusa, una cierta anomia, y dificultad para expresar sus necesidades.

La política local, tal como se manifiesta en las elecciones de los once ediles de la JAL, sigue muy marcada por el
bipartidismo. Sin embargo, algunos independientes intentaron penetrar el juego electoral. Las relaciones entre la
JAL y los alcaldes locales han sido a veces muy tensas. Y las entre la JAL y los dos otros niveles de
representación de la población son estrechas : de un lado, con los líderes de las JAC quienes, dependiendo de su
grado de organización, pueden desempeñar un papel muy determinante en el juego clientelista (a través de la
expresión de necesidades de la población y en el seguimiento de su satisfacción); y del otro, con los concejales
del Distrito quienes han sabido utilizar con frecuencia este nuevo nivel intermediario en la estructura del poder
local, si bien a veces siguen apoyándose directamente en las JAC.

Como en la mayoría de las otras localidades, los proyectos formulados en el PDL de este periodo responden a
las necesidades expresadas previamente por las organizaciones barriales, principalmente las JAC, y consisten
por lo tanto en pavimentación de vías que no lo son todavía o están muy degradadas, en construcción,
ampliación o mantenimiento de colegios o centros de salud, en arreglos de parques, canchas de deportes, etc. El
hecho de que el plan haya sido modificado dos veces después de su adopción oficial, deja pensar que su
elaboración fue obstaculizada no sólo por la improvisación que reinó en ese entonces en las localidades –
acentuada por la exigencia de cuadrar los objetivos del plan local con la nueva formulación del plan del Distrito
– sino también por diversas presiones políticas locales.

C. Un procedimiento inacabado

Una vez adquiridos los conocimientos básicos e identificadas las diversas dinámicas locales, hemos empezado a
ejercer el control fiscal en sí. Esta actividad fue muy fastidiosa: todos los miembros del equipo trabajaron de
medio tiempo durante un año, cada uno habiendo a la vez consultado los contratos y realizado visitas de campo.
El aprendizaje de la lógica jurídica propia del control, presente tanto en el examen de los contratos como en la
redacción de los informes, fue muy difícil. Más todavía cuando el apoyo de los funcionarios de la Contraloría,
después del periodo inicial de formación, estuvo bastante desigual, estos funcionarios se encontraron
sobrecargados de trabajo o insuficientemente competentes para poder transmitir eficazmente su práctica. Por otra
parte, hemos encontrado varios obstáculos, institucionales o no, en el acceso a los contratos: la administración
local temía, sobre todo al comienzo, la intromisión de personas exteriores a los juegos de poderes locales e
“incontrolables”. Por lo tanto habíamos subestimado mucho el tiempo previsto al desarrollo de esta actividad. En
estas condiciones, el trabajo de sensibilización de la población tuvo que ser reducido (recurriendo al final del
trabajo a la realización de un video presentando los objetivos y la práctica del control) : si bien pudimos divulgar
nuestro trabajo a través de las encuestas de campo (212 personas residentes cerca de 50 obras cuyos contratos
fueron analizados por nosotros) y las audiencias públicas y, así mismo, mostrar el interés del procedimiento,
quedó claro que una transmisión colectiva y directa del método del control se había vuelto imposible.

Además, las dos audiencias públicas dominicales durante las cuales fueron presentados y discutidos nuestros
resultados y en las cuales intervinieron el contralor y sus funcionarios de un lado, la administración local del
otro, han reunido pocos participantes (alrededor de 60 entre los cuales se encontraban ediles, líderes de JAC y
participantes de otras organizaciones pero muy pocos habitantes independientes). Los debates que allí se
llevaron a cabo se centraron poco sobre nuestros propios resultados. Esta situación se debió a los ediles, quienes
supieron movilizar sus propias redes para estar en capacidad de canalizar mejor cualquier ataque en contra de
sus actuaciones.

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D. Unos resultados diversos

Respecto al objetivo principal de lucha contra la corrupción, hemos detectado pocos casos susceptibles de ser
objeto de una encuesta más detallada: cerca de 20 contratos, es decir el 10% del conjunto de los contratos
revisados. Estos contratos consistían principalmente en obras inconclusas, es decir obras para las cuales los
contratistas recurrían al pretexto que la financiación inicialmente prevista ya no alcanzaba para hacer lo que se
había definido en principio (no hay duda que en algunos casos los plazos entre contratación e iniciación de obra
podían ser suficientemente largos para que los valores monetarios estuviesen desfasados, pero en muchos otros
casos no era una razón válida sino un pretexto). Por ello, se pudo modificar la calidad de los materiales o su
cantidad haciendo menos obra (en el caso de una carretera reduciendo la longitud, el ancho y el grosor). De otra
parte, pudimos constatar que la mayoría de los contratos habían sido ejecutados de manera confusa, en gran
parte por el desconocimiento del proceso de planificación y por las modificaciones sucesivas hechas al plan de
desarrollo por la administración local. Sin embargo, la confusión provenía también de numerosos errores (de
procedimiento, presentación, redacción, etc.) en los contratos mismos: en la definición de su objeto (no
coincidencia entre el objeto del contrato y la necesidad a la cual pretendía responder, localización incorrecta,
presupuestos descriptivos y cotizaciones erróneos), en su ejecución y en los diversos seguimientos que suele
generar esta ejecución, y en su evaluación final. Era a menudo difícil de detectar si, a la evidente pero
comprensible falta de cultura técnica, no se sumaba también un despiste provocado intencionalmente tanto por
los contratistas como por la administración local, lo cual sí era sancionable.

Si el trabajo de sensibilización de la población se desarrolló mucho menos de lo previsto inicialmente, las visitas
de campo y las entrevistas, realizadas poco después de la adquisición del método de análisis de los contratos, nos
permitieron sin embargo entender las condiciones de apropiación de este programa por los habitantes. Algunos
aspectos pueden ser destacados. El primero es la capacitación de los habitantes. Como lo hemos dicho más
arriba, el procedimiento de control fiscal es difícil y delicado, no puede ser manejado sin una formación inicial
sólida y sobre todo sin un estrecho acompañamiento por los expertos. Se evidencia aquí una profunda
contradicción, propia de este tipo de programa participativo: proviniendo de “arriba”, se exige que conceptos,
métodos, lenguajes “sabios” sean reutilizados tal cual por la gente de “abajo”, por “profanos”. Hace falta un
trabajo pedagógico específico que podría tener en cuenta mejor la diversidad de los habitantes y las dinámicas
sociales en las cuales están inmersos y, por tanto, las condiciones de su receptividad y apropiación de estos
saberes. A pesar de su complejidad creciente, estas dinámicas sociales y culturales son hoy día más fácilmente
identificables gracias a los censos, encuestas de hogares, de pobreza y calidad de vida o a investigaciones más
cualitativas. Por otra parte, cabe subrayar que el relevo puede ser parcialmente tomado por habitantes que tengan
una sólida formación general (de abogado, economista, arquitecto, contador) o más específica (en torno a los
nuevos procesos de planificación y gestión urbanas). La población no es tan unificada como lo dejan suponer los
discursos que apoyan la participación y las nociones demasiado generales de “ciudadanía” o “comunidad”. La
falta de precisión en estos discursos puede ser asociada a un idealismo demasiado grande, a una profunda
ingenuidad (con la representación de una comunidad siempre “pura y victima”) o, al contrario, a un
maquiavelismo político. En este último caso, este tipo de operación sería utilizada más bien como prueba de una
aplicación cabal de los nuevos principios de gestión, necesaria para la obtención de financiamientos, sabiendo al
tiempo que el procedimiento tendrá fuertes probabilidades de auto-neutralizarse.

El segundo aspecto concierne al interés general que los habitantes tendrían en participar en estos procesos y en
el de control fiscal en particular. Si bien hemos constatado el bajo grado de su información sobre estos nuevos
procedimientos, hemos percibido su motivación para contribuir (más que para asumir) a la realización del
control fiscal. En efecto, mientras los testimonios sobre las condiciones de realización de los contratos eran de
calidad desigual o a veces sesgados (aprovechando la oportunidad de la entrevista para apoyar o criticar a la
JAC), quedó claro que algunos habitantes hubieran podido prestarse a este juego fácilmente. Sin embargo, como
lo dijimos más arriba, también estaban a veces presos de conflictos y alianzas que podían llevarlos a ver en el
control fiscal no un procedimiento tendiendo al mejoramiento de su entorno local, sino más bien un medio para
denunciar a sus adversarios.

El tercer aspecto deriva directamente de estas ambigüedades. Se trata de la integración de una parte de la
población con lógicas clientelistas mientras que uno de los objetivos del control fiscal es precisamente luchar

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contra los efectos de estas mismas lógicas.Las visitas de campo y las entrevistas nos permitieron imaginar
retrospectivamente cuáles habían podido ser las dinámicas de participación en la elaboración del PDL. Los
proyectos inscritos en este plan no respondían siempre a las necesidades prioritarias. Era especialmente el caso
con las pavimentaciones de vías que no accedían sino a unas pocas casas, a menudo una de ellas siendo ocupada
por un miembro (o familiar de un miembro) de la JAC del barrio, mientras que la ampliación o remodelación de
una escuela o un centro de salud utilizados por el conjunto de los habitantes eran esperados desde hace tiempo.
El papel de estos juegos clientelistas (con una red asociando líderes de JAC, ediles de JAL, concejales del
Distrito) se mantuvo predominante, a pesar de las nuevas reglas implementadas en las fases iniciales de la
planificación, la de la identificación de las necesidades, y luego, en respuesta a la anterior, la de la definición y
selección de proyectos. Al percibir esta profunda contradicción, hemos sido llevados a releer nuestra experiencia
desde otra perspectiva.

5. ¿A quién le sirvió el control fiscal cívico?

Importa reubicar este programa en un sistema de actores que lo perciben como una ganancia o una amenaza y,
por consiguiente, se organizan, se alían o se oponen entre sí. Este sistema es constituido aquí por tres actores
principales : la JAL y la administración local, los habitantes, la Contraloría; secundariamente, por la
administración distrital directamente involucrada en la planificación y gestión locales (el DAPD – Departamento
Administrativo de Planeación Distrital -, el DAAC - Departamento Administrativo de Acción Comunal-, la
Secretaría de Gobierno, etc.), el equipo de universitarios, los concejales y los empresarios o prestatarios de
servicios con los cuales se establecen los contratos. En la lógica del control fiscal cívico, el primero de los
principales es sospechoso, el segundo es la víctima, y el tercero es el justiciero. Sin embargo, la lógica parece
haber sido otra.

Pensamos que el proceso tal como se desarrolló en Rafael Uribe, es decir de una manera relativamente neutral,
sin generar o acentuar conflictos entre la administración local y los habitantes[6] (lo que sí sucedió en la
localidad de Usaquén) le sirvió a un sistema socio-político basado en el modelo tradicional del clientelismo y
que relaciona diferentes niveles de poder (de la JAC al Concejo incluso el congreso, pasando por la JAL). En
este sistema se encuentran involucrados la mayoría de los elegidos pero también los electores mismos. Sigue
todavía activo. Se dice en crisis pero parece más bien estar en vía de recomposición. En otros términos, mientras
que el objetivo principal del control fiscal cívico era precisamente luchar contra las prácticas clientelistas,
suponiendo que éstas van en contra de los intereses de los habitantes, el resultado sería al contrario : un
fortalecimiento del sistema del cual son partícipes también algunos grupos de habitantes. De otra parte, no se
podía esperar que los beneficiarios del clientelismo denuncien el funcionamiento del mismo... Es así como el
espacio del joven pero frágil poder participativo parece haber sido neutralizado, incluso fagocitado, por el
desgastado pero hábil poder representativo. La relectura del comportamiento de los tres principales actores
involucrados en esta experiencia tiende a comprobar nuestra hipótesis.

A. Una administración local solidaria

La JAL de Rafael Uribe estaba atravesada por varias tendencias políticas tradicionales y marginalmente por las
nuevas e independientes. Pero frente al control existió entre los 11 ediles un relativo consenso de defensa. En
efecto, para los ediles, el control constituía una amenaza pues hacía pesar sobre ellos un clima de sospecha,
cuestionando sus prácticas en la definición de los contratos. Esta amenaza los llevó a movilizar un conjunto de
fuerzas socio-políticas, y de esta forma pudieron afirmarmejor el papel de la JAL. Este papel no fue el de
administrador del desarrollo sino de relevo en la mecánica representativa, lo que el Alcalde Mayor hubiera
podido ver con buenos ojos pues siempre necesitaba de un Concejo a su favor.

Esta actitud de defensa de parte de los ediles se manifestó en dos puestas en escena distintas : en el recinto
mismo de la JAL, es decir en su propio territorio con reacciones unánimes frente a nuestras preguntas sobre su
papel en los nuevos procesos de gestión, rechazando cualquier sospecha sobre sus posibles actuaciones en la
gestión de los contratos; y en las audiciones públicas, durante las cuales algunos ediles dirigían de forma
estratégica varias dolencias a la Contraloría – de manera que las JAC movilizadas por estos mismos ediles los
percibían como muy valientes – pero muy generales, y enseguida hacían expresar por sus “socios” líderes de las
JAC [7] fuertes dudas sobre la real viabilidad y eficacia del programa.
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Igualmente notamos una cierta solidaridad de la JAL con la administración local que era también cuestionada.
Los alcaldes locales cometen errores en su gestión o actos ilegales (muchos fueron revocados por este motivo)
por desconocimiento de sus funciones, por procedimientos erróneos, por ser llevados a delegar algunas de sus
tareas a funcionarios no siempre competentes o, finalmente, por ser realmente corruptos y querer utilizar la
administración pública al servicio de intereses propios. Dichos alcaldes saben que estas fallas serán muy
fácilmente explotadas por sus inevitables rivales (incluso en algunos casos ediles) y son cada vez más prudentes.
Fue el caso de la alcaldesa de Rafael Uribe quien se posesionó cuando ya habíamos empezado nuestro programa:
nos facilitó el acceso a la información mientras habíamos encontrado anteriormente varios obstáculos, y supo
utilizar las audiencias para valorizar su función y promocionar sus compromisos.

B. Unos habitantes cómplices

En medio de la población, importa diferenciar al menos dos tipos de habitantes : los primeros están ligados a
organizaciones sociales, principalmente las JAC, los segundos, independientes, están o suficientemente
formados y/o informados para participar en los nuevos procesos de gestión; y los terceros se encuentran
completamente perdidos, despistados; estos últimos reflejan la situación de su propio grupo social, fuertemente
marcado por la precariedad inclusive la exclusión social. Son los primeros los que nos interesan a continuación.

Como ya se ha señalado, a través de nuestras encuestas de campo y en el transcurso de las audiencias, nos
pareció que estos habitantes tenían nexos directos con los ediles, lo que fue determinante desde la elaboración
del plan local. En las audiencias hemos asistido a algo bastante extraño, una negación de cierta forma de lo que
se pretendía hacer con el control fiscal cívico : en las preguntas, solicitudes de aclaraciones, debates, que podían
expresar los asistentes, en reacción a la presentación de nuestros resultados, se hacían pocas referencias a los
contratos realizados en los barrios bajo la responsabilidad de la alcaldía local, sino a la ausencia de proyectos en
materia de servicios públicos, sociales o domiciliarios, a pesar de que muchos de estos proyectos relevaban de la
administración distrital. El desfase entre el objeto mismo de las audiencias – el control de la ejecución de las
inversiones en el ámbito local - y la naturaleza de las críticas en ellas formuladas – la no-planificación y
ejecución de inversiones del Distrito -, no se interpreta fácilmente : ¿Proviene de otro desfase, entre una
planificación y gestión cada vez más “elaboradas”, que suponen de parte de la población una información
bastante precisa sobre los diferentes niveles de toma de decisión, y las expectativas de esta misma población,
que sin lugar a dudas son fundadas pero todavía expresadas de forma inadecuada ? o ¿Será que estas
reivindicaciones pretenden desviar la atención sobre el funcionamiento clientelista del cual esta misma
población es directamente beneficiaria y así protegerlo? El perfil de las personas que intervinieron (indicado en
la lista de los asistentes) nos hace pensar que se trata más bien de la segunda opción.

C. Una Contraloría ambigua

A pesar de la naturaleza de su misión, la Contraloría se inscribe también en el juego político puesto que el
contralor es elegido por el Concejo del Distrito. Por lo tanto, sus programas pueden ser utilizados con otros fines
que los enunciados oficialmente. Por otra parte, como lo hemos destacado en lo anterior, dos contralores se
involucraron en este programa, con objetivos y estrategias diferentes, el segundo heredando de un programa
completamente diseñado por el primero. Ahora bien, hemos intervenido poco después de la salida del primero, a
quien nunca encontramos en este contexto. Y el segundo, aunque haya sido presente en las dos audiencias
públicas, nunca presentó un balance (solo el “paz y salvo” del cumplimiento del contrato), de tal manera que no
conocemos una evaluación del proceso que hubiera sido hecha por la Contraloría misma.

Es importante contextualizar aquí la acción de cada contralor. La del primero se inscribió en una política
municipal enfocada hacia la “cultura ciudadana”, es decir la formación de un ciudadano “responsable”,
independiente de las corrientes políticas tradicionales y de los juegos clientelistas, comprometido con su
localidad y dispuesto a ejercer un contra-poder respecto de la JAL, pero siempre tratando de no perjudicar a su
“comunidad”. La del segundo se relacionó con unas tensiones entre el Distrito, las localidades, el Alcalde Mayor
que controlaba desde su posesión las modalidades de contratación con la creación de las UEL en la Secretaría de
Gobierno; además del regreso a un cierto sistema de relaciones entre Alcaldía y Concejo. En este último
contexto, la orientación que tomó el segundo contralor fue bastante coherente puesto que se trató, a través de la
formación masiva de los líderes de JAC, de reactivar la relación directa Distrito – barrio, sin que sea
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necesariamente en detrimento del nivel intermedio de representación constituido por las JAL, pero sí
representando utilidad en la perspectiva de aspiraciones políticas personales (de hecho, al finalizar su mandato,
este contralor se presentó a las últimas elecciones legislativas y logró ser elegido representante a la Cámara).

La posición de la Contraloría ante la universidad (la cual en cambio no encontraba en este contrato algún interés
político) nos parece retrospectivamente ambivalente: ¿Esperaba realmente que nuestro equipo desempeñe un
papel de facilitador en la transmisión del procedimiento a la población o, al contrario, un papel de intermediario
que neutralizaría el conjunto del proceso?

Conclusión

Las insuficiencias de la acción pública frente a la demanda de los habitantes en vivienda y servicios durante las
décadas de fuerte crecimiento poblacional tuvieron consecuencias graves sobre el desarrollo de las ciudades
colombianas en los años 70 y 80. Fue especialmente el caso de Bogotá cuya expansión urbana y enseguida
metropolitana se hizo en gran parte de forma ilegal. Si bien la administración distrital trató de planear las formas
de esta expansión, generalmente no pudo o no supo ejecutar sus planes. Se presentaban debilidades tanto a nivel
político como técnico. A partir de finales de los años 80 dos procesos nuevos empezaron a desarrollarse de
forma articulada: de un lado, la descentralización y la democratización que se dieron a nivel nacional con
implicaciones a nivel municipal y, del otro, la racionalización de la planificación y gestión urbana. Es así como
los ciudadanos pudieron expresar sus necesidades en la etapa de elaboración de los planes y controlar el
cumplimiento cabal de las inversiones del Distrito.

En este contexto, se multiplicaron experiencias impulsadas desde arriba o surgidas desde abajo. El programa de
control fiscal cívico llevado a cabo por la Contraloría de Bogotá entre los años 1996 y 1998 fue promovido
desde arriba e intervenía en la última etapa del proceso de planeación y gestión. El análisis de la experiencia que
desarrollamos en este marco nos permite evidenciar algunas de las dificultades que se presentan en la puesta en
marcha de semejantes procesos participativos.

En primer lugar, se confirma que la práctica misma de la participación es más compleja que lo enunciado en los
discursos sobre el tema. En segundo lugar, este programa resultó ser excluyente: aunque se ejerció el control
fiscal, éste, concebido inicialmente no solo como un procedimiento jurídico sino también una “evaluación” del
papel de la planeación y gestión local en el mejoramiento de los espacios públicos y servicios sociales de las
localidades, no fue fácilmente apropiado por los ciudadanos. Además, los habitantes más necesitados, a menudo
menos organizados, poco accedieron a estos procedimientos y poco se beneficiaron de este mejoramiento. En
cambio, pese a que la administración distrital, a través de la Contraloría, y el sistema socio-político municipal y
local, a través de la JAL y las JAC, podían correr el riesgo de ser fiscalizados, dado que sus prácticas
tradicionales, a menudo marcadas por el clientelismo, no se prestaban a una gestión racional, transparente e
incluyente, supieron utilizar este programa para consolidar el funcionamiento de sus redes, aprovechándose
hábilmente de los nuevos espacios así propiciados.

Esta constatación nos invita a reflexionar no tanto sobre la planeación y la gestión participativas y sus
mecanismos, sino sobre el lugar de la participación dentro de los nuevos procedimientos y espacios políticos
promovidos a través de la descentralización y la democratización. No se puede disociar la participación
ciudadana de la representación política, más todavía cuando en la planeación y gestión locales interviene
directamente la JAL, nueva instancia cuya misión reposa en una combinación de poderes facilitados por la
representación y la participación, ambas nuevas en este contexto local. Inicialmente la JAL, en un contexto de
fortalecimiento del territorio de la localidad, pudo ser vista como un eslabón entre el nivel distrital y el nivel
barrial al servicio del acercamiento entre la administración y los habitantes, mientras el fuerte crecimiento de la
ciudad había obstaculizado las interacciones entre ellos. Sin embargo, esta misma combinación de poderes
resultó ser más bien confusa, ambigua, inclusive contraproducente. El componente representativo de la JAL que
iba a renovar el sistema socio-político distrital tradicional, parece haber contribuido, al contrario, a su
permanencia. El componente participativo fue objeto de mucha idealización en los discursos oficiales, lo que
tuvo varios efectos: no pudo ser evaluado de forma objetiva, su percepción como amenaza por algunos
responsables políticos no pudo ser explícitamente señalada, opacó los intentos de renovación de la
representación política acorde con los cambios sociales y culturales vividos por los ciudadanos, incluso fue
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utilizado para mantener el carácter tradicional de la representación política. En otros términos, ni el primer
componente se renovó ni el segundo se desarrolló; la democratización no pudo ser tan efectiva como se había
deseado, y por lo tanto la planeación y gestión participativas no se consolidaron. Es probable que estos mismos
problemas hayan dificultado tanto la conformación del área metropolitana de Bogotá o por lo menos de nuevas
relaciones político-institucionales dentro del aglomerado de municipios que de hecho la constituyen, como la
participación ciudadana en la elaboración del POT y luego en su aplicación.

Obviamente los reajustes necesarios dependen de las dinámicas propias del sistema socio-político bogotano e
incluso regional y nacional, pero podrían apoyarse en evaluaciones más sistemáticas de las experiencias mismas,
así como en una revisión de las definiciones y usos de las nociones de “ciudadanía”, “comunidad”, “sociedad
civil”, “político”, etc. en una coyuntura local particularmente compleja.

Notas

[1] Este texto consiste en una nueva versión de la presentación de resultados de una misma experiencia. Otras dos versiones fueron
publicadas anteriormente en las revistas Autrepart y Economía, Sociedad y Territorio (cfr. bibliografía).
[2] Como se aclara más adelante, he participado directamente a este programa no como investigador sino coordinador del equipo que fue
contratado para manejarlo en una de las localidades.
[3] En la bibliografía se encuentran referenciados algunos de estos estudios, pero no de manera exhaustiva.
[4] Más recientemente creció el fenómeno de llegada a Bogotá, como a otras grandes ciudades del país, de una población rural victima del
conflicto armado y sometida al desplazamiento forzado.
[5] Nunca supimos cuáles habían sido los criterios de escogencia de estas localidades.
[6] Importa precisar que, en el imaginario colectivo - y también en la realidad - las eventuales sanciones que resulten de estas indagaciones
no se aplican sino mucho más tarde, cuando la administración concernida ya no está en servicio, lo que altera la motivación de la
población.
[7] Fuera del caso de un edil que acumulaba esta función con la de vice-presidente de JAC (la trayectoria política del presidente de JAC
elegido edil y luego concejal se ha vueltocorriente), hemos podido identificar segmentos de redes a partir de informaciones obtenidas en la
lista de los asistentes a las audiencias y en las encuestas realizadas en los barrios.

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