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Hablar
de
dispositivos
escénicos
puede
parecer
tautológico,
ya
que
la
caja
escénica,
por
sí
misma,
es
un
dispositivo
que
acoge
representaciones
(sean
artísticas
o
no,
sean
teatrales
o
no).
Sin
embargo,
lo
que
ha
ocurrido
en
los
últimos
años
es
que
numerosos
artistas
han
comenzado
a
reflexionar
sobre
el
dispositivo
en
sí
mismo,
focalizando
la
atención
sobre
la
relación
entre
los
cuerpos
y
la
maquinaria
escénica.
Y
de
esa
reflexión
han
derivado
numerosos
modos
de
profanación.
Las
profanaciones
han
resultado
en
construcción
de
contradispositivos,
metadispositivos
o
dispositivos
externos
a
los
disponibles
en
los
espacios
escénicos.
En
este
ejercicio
de
profanación,
los
artistas
escénicos
se
han
cruzado
con
artistas
visuales
y
cineastas,
pero
también
con
ciudadanos
preocupados
por
pensar
y
vivir
modos
de
participación
diferentes
en
la
maquinaria
social.
En
los
últimos
años
se
ha
producido
una
eclosión
de
propuestas
escénicas
de
las
que
han
desaparecido
los
actores
como
presencias
necesarias
para
la
representación.
En
ocasiones,
los
actores
han
sido
sustituidos
por
participantes
que
ya
no
interpretan,
sino
que
simplemente
hacen.
Estos
participantes
pueden
ser
invitados,
extras
o
los
espectadores
reconvertidos
en
hacedores.
En
ocasiones,
no
se
trata
de
que
no
haya
actores,
sino
de
que
los
actores
(que
pueden
ser
los
mismos
autores)
ocupan
una
posición
secundaria
respecto
al
dispositivo
que
condiciona
su
actuación
y
sus
movimientos.
En
otras
ocasiones,
la
presencia
humana
en
escena
se
vuelve
innecesaria,
y
las
piezas
escénicas
se
presentan
en
formatos
más
propios
a
lo
que
podemos
comprender
como
instalación,
aun
conservando
una
temporalidad
propia
e
inalienable,
que
es
lo
que
las
integra
en
la
tradición
de
las
artes
escénicas.
Teatro
sin
actores
ha
habido
siempre.
El
teatro
de
máquinas
y
de
objetos
ha
sido
lugar
recurrente
de
encuentre
entre
teatro
y
artes
visuales.
En
el
Barroco
se
buscaba
la
espectacularidad:
los
seres
humanos
quedaban
empequeñecidos
ante
el
esplendor
de
las
carrozas
y
las
escenografías,
y
se
jugaba
a
recuperar
un
mundo
excesivo,
habitado
por
dioses,
por
monarcas
y
por
arquitectos
descorporeizados.
En
el
siglo
dieciocho,
los
ingenieros
buscaban
el
secreto
del
movimiento,
jugaban
a
ser
dioses,
y
en
los
sueños
de
algunos,
los
muñecos
podrían
llegar
a
convertirse
en
seres
vivos.
La
vida
de
los
muñecos
relativizaba
la
exclusividad
del
ser
humano,
igualaba
el
ser
humano
a
los
objetos,
al
tiempo
que
permitía
a
los
objetos
o
a
los
muñecos,
tener
un
alma
En
el
período
de
vanguardias,
la
deshumanización
del
teatro
fue
resultante
de
un
pensar
al
ser
humano
en
relación
con
los
sistemas
de
organización
social,
política,
industrial,
arquitectónica.
Se
trataba
de
integrar
los
cuerpos
pasionales
en
estructuras
racionales
de
producción
o
estructuras
racionales
de
organización,
fueran
del
signo
que
sea.
La
fábrica,
el
Partido
o
la
Comunidad
eran
más
importantes
que
los
individuos,
y
éstos
debían
convertirse
en
pseudo-‐objetos
para
garantizar
el
funcionamiento
de
los
sistemas.
Podríamos
continuar
esta
relación,
y
hacerla
más
compleja
indagando
en
casos
particulares.
Pero
no
tendría
sentido,
porque
no
es
esto
lo
que
nos
interesa
exactamente.
Es
cierto
que
podemos
establecer
algunos
paralelismos
entre
cada
uno
de
esos
momentos
y
ciertas
prácticas
contemporáneas.
Sin
embargo,
observo
una
diferencia
muy
importante:
en
tanto
el
teatro
de
dispositivos
en
esos
tres
momentos
implicaba
una
renuncia
de
las
singularidades
humanas
(incluidas
las
del
rey
y
el
arquitecto
barrocos,
determinados
no
a
ser
singulares,
sino
a
ser
rey
y
arquitecto),
en
las
práctica
contemporáneas,
la
relación
con
lo
inerte
en
el
interior
de
los
dispositivos
apunta
en
una
dirección
contraria:
es
decir,
una
valoración
de
lo
humano.
Se
diría
que
si
en
los
casos
anteriores,
el
ser
humano
aparecía
en
conflicto
con
la
naturaleza
y
con
la
tecnología,
y
que
debía
asumir
las
leyes
de
ambas
para
integrarse
en
los
sucesivos
sistemas,
en
la
actualidad,
esa
relación
se
da
más
bien
en
términos
de
diálogo.
El
diálogo
puede
ser
tenso,
puede
ser
agónico,
pero
también
puede
ser
lúdico.
De
lo
que
se
trata
finalmente
es
de
poner
en
valor
al
ser
humano,
a
los
seres
humanos,
desde
una
nueva
definición
de
humanismo
que
aboga
por
prescindir
de
las
jerarquizaciones
tradicionales,
tanto
las
jerarquizaciones
entre
seres
humanos
(por
raza,
posición
social,
territorio,
etc.)
como
las
jerarquizaciones
entre
seres
humanos,
seres
vivos
y
seres
inertes.
Antes
de
continuar,
quizá
sea
útil
detenernos
un
poco
más
en
un
ejemplo
concreto
de
los
múltiples
que
he
citado
anteriormente,
para
poder
establecer
con
más
claridad
el
tema
que
nos
interesa.
Se
trata
de
33
giros
y
algunos
segundos,
de
Rabih
Mroué
y
Lina
Saneh.
Los
espectadores
eran
confrontados
a
una
escenografía
que
representaba
la
vivienda
de
un
conocido
director
de
teatro
libanés.
La
información
sobre
su
identidad,
así
como
sobre
su
reciente
suicidio,
venía
dada
por
medio
de
una
dramaturgia
compuesta
por
noticias,
anuncios,
músicas
y
mensajes
que
llegaban
y
se
reproducían
en
los
distintos
dispositivos
que
su
propietario
no
se
había
molestado
en
desconectar:
el
contestador
automático,
la
televisión,
el
fax,
el
teléfono
móvil,
el
ordenador.
Por
medio
de
una
dramaturgia
basada
en
emisiones
de
televisión,
canciones,
voces
grabadas,
sms,
correos,
notas
de
Facebook
y
páginas
de
fax
(amplificadas
o
proyectadas
sobre
una
pantalla
al
fondo
del
escenario)
los
espectadores
accedían
a
las
circunstancias
que
rodearon
la
muerte
del
director
así
como
a
las
reacciones
de
sus
allegados
y
conocidos.
El
teatro
se
convertía
en
instalación
para
representar
la
ausencia.
Receptáculo
de
mensajes
sin
destinatario,
tentativas
de
diálogos
ya
imposibles.
El
artista
mismo
no
era
representado:
sólo
se
representaba
su
muerte.
Y
la
ausencia
de
un
cuerpo
que
habría
sido
necesario
para
participar
junto
a
otros
cuerpos
en
la
revolución
que
en
Líbano
nunca
tuvo
lugar.
“A
mí
me
parece
que
hay
dos
tipos
de
imágenes:
la
que
confirma
la
presencia
y
la
que
afirma
la
ausencia.
En
mi
caso,
cuanto
utilizo
las
imágenes
en
mi
trabajo,
lo
hago
para
demostrar
la
ausencia”1.
El
de
Mroué
y
Saneh
no
es
un
teatro
de
fantasmas,
sino
de
cuerpos
en
busca
de
cuerpos
en
fuga.
Se
diría
que
en
muchas
de
sus
piezas
Rabih
y
Lina,
entrenados
como
actores
dramáticos,
tratan
en
vano
de
ponerse
al
servicio
de
fantasmas
que
rehúsan
convertirse
en
personajes.
Interrupciones
y
repeticiones
son
síntomas
de
una
memoria
que
se
resiste
al
recuerdo.
En
tanto
la
dificultad
para
recuperar
los
rostros
o
las
figuras
de
los
cuerpos
a
representar
refieren
a
la
1
Rabih
Mroué,
Fabrications.
Image(es),
mon
amour,
CA2M,Madrid
2013,
101.
proscripción
del
individuo
(y
de
la
representación
del
individuo)
en
una
sociedad
donde
el
único
cuerpo
reconocido
es
el
cuerpo
colectivo.
Esto
me
parece
importante
ser
subrayado,
y
aclara
lo
que
quería
plantear
al
principio
en
relación
con
los
nuevos
dispositivos,
distintos
a
los
teatros
escenográficos
o
mecánicos.
Porque
los
dispositivos
no
anulan
la
individualidad,
ni
tampoco
la
singularidad,
en
relación
al
conjunto,
en
relación
a
la
máquina
o
al
sistema.
Sino
que,
más
bien,
pueden
contribuir
a
poner
de
relieve
las
singularidades,
aunque
esas
singularidades
se
manifiesten
en
ausencia.
33
giros
y
algunos
segundos
aparece
entonces
como
un
ejemplo
paradigmático
de
representación
del
individuo
singular
ausente.
Podríamos
pensar
que
se
trata
de
una
evocación.
Yo
creo
que
es
más
preciso
sostener
que
se
trata
de
una
representación
de
la
ausencia,
de
la
construcción
de
un
vacío
que
reclama
precisamente
la
singularidad
del
ser
humano
que
ya
no
está.
Y
esa
ausencia
sólo
puede
ser
representada
del
modo
fantasmatico:
es
decir,
la
representación
requiere
de
cuerpos
presentes
que
otorguen
corporalidad
a
la
ausencia
(al
fantasma):
esos
cuerpos
presentes
somos
nosotros
como
espectadores.
A
quienes
se
nos
exigen
comportarnos
como
testigos,
no
meramente
como
espectadores,
a
quienes
se
nos
exige
por
tanto
una
implicación.
El
teatro
de
Rabih
y
Lina
me
trae
el
recuerdo
del
relato
del
escritor
argentino
Bioy
La
invención
de
Morel
(1940).
El
cuento
narra
la
experiencia
de
un
fugitivo
que,
tras
refugiarse
en
una
isla
desierta,
se
ve
sorprendido
por
la
aparición
de
una
serie
de
personas
a
las
que
considera
“turistas”.
Agazapado
en
los
pantanos,
el
fugitivo
observa
los
movimientos
de
los
intrusos
y
espía
sus
conversaciones.
Identifica
a
Morel,
el
científico,
y
a
la
joven
Faustine,
cuya
belleza
le
cautiva.
Una
vez
perdido
el
miedo
a
ser
denunciado
por
los
turistas,
el
fugitivo
decide
tomar
contacto,
pero
ellos
parecen
no
advertir
su
presencia.
Intrigado
por
tal
comportamiento,
regresa
al
edificio
abandonado
donde
pasó
sus
primeros
días
en
la
isla,
el
“Museo”,
y
en
los
sótanos
descubre
el
mecanismo
que
explica
la
extraña
“vida”
de
los
desconocidos.
El
propio
Morel
había
ideado
y
construido
un
complicado
dispositivo
de
registro
y
reproducción
audiovisual
que
permitía
superponer
a
la
realidad
material
de
la
isla
una
realidad
virtual,
eternamente
repetida,
que
preservaba
algunos
momentos
de
su
propia
vida
en
compañía
de
Faustine
y
otras
personas.
El
fugitivo
entiende
que
había
convivido
sin
saberlo
con
fantasmas
mecánicos.
Enfurecido
contra
Morel,
pero
ya
irremediablemente
enamorado
de
Faustine,
el
fugitivo
decide
rehacer
la
filmación
e
infiltrarse
él
mismo
en
el
dispositivo,
a
la
espera
de
que
otro
testigo
dé
vida
a
su
propia
imagen
y
haga
así
posible
el
encuentro
con
la
imagen
de
su
amada.
Los
fantasmas
de
la
isla
son
falsos
fantasmas,
pues
carecen
de
presencia;
son,
por
tanto,
meras
representaciones.
A
diferencia
de
los
fantasmas
pre-‐tecnológicos,
los
turistas
no
se
producen
a
sí
mismos
como
imagen,
tampoco
son
producidos
por
el
cuerpo
que
los
observa,
sino
por
un
dispositivo
externo,
que
no
les
otorga
presencia
y
mucho
menos
alma.
Los
fantasmas
sólo
existen
en
tanto
el
cuerpo
que
los
observa
es
ignorante
del
dispositivo
mecánico
y
pone
su
propio
cuerpo
a
disposición
de
su
vida.
Es
en
ese
cuerpo
extraño
(el
de
un
futuro
visitante
a
la
isla)
en
el
que
el
fugitivo
confía
para
la
realización
de
su
amor
por
Faustine.
La
invención
de
Morel
es
un
dispositivo
de
pervivencia
independiente
del
cuerpo,
pero
que
sólo
funciona
de
manera
efectiva
cuando
afecta
a
un
cuerpo
y
gracias
a
la
intervención
de
ese
cuerpo.
“La
invención
de
Morel”
es
en
sí
mismo,
en
cuanto
relato,
una
fantasía,
que,
siendo
inmune
a
cualquier
criterio
de
falsación,
plantea
al
lector
un
juego
y
un
problema,
e
invita
a
pensar
en
la
falsa
vida
de
las
representaciones
y
la
incompatibilidad
de
la
imagen
virtual
con
el
fantasma.
La
isla
en
la
que
se
repite
eternamente
la
invención
de
Morel
es
también
un
teatro
sin
cuerpos,
un
teatro
de
ausencias,
un
teatro
que,
como
soñaran
los
visionarios
de
principios
de
siglo
XX,
no
precisa
de
los
actores
para
darse
a
la
visión.
A
diferencia
del
teatro
dramático,
donde
los
personajes
parecen
poder
vivir
una
y
otra
vez
en
los
cuerpos
de
los
intérpretes,
en
el
teatro
de
ausencias
lo
que
se
pone
de
relieve
es
la
desaparición
misma.
Las
apariciones
representan
la
desaparición.
Las
formas
animadas
representan
la
muerte.
Pero
no
son
fantasmas,
porque
carecen
de
memoria
y
porque
quien
las
observa
es
ajeno
a
la
memoria
que
deberían
preservar.
El
lector
de
Bioy
Casares
es
el
único
que
puede
restituir
corporalidad
y
humanidad
al
espectáculo
final
que
pretende
crear
el
fugitivo.
El
lector
asume
la
función
que
durante
un
tiempo
desempeñó
el
fugitivo.
Este
pensaba
que
estaba
ante
seres
humanos,
y
descubre
que
se
trata
de
cosas,
de
imágenes
virtuales
activadas
por
sofisticados
mecanismos
de
proyección.
Sorprendentemente,
para
realizar
su
amor
por
una
de
esas
cosas
(llamada
Faustine),
pretende
convertirse
él
mismo
en
cosa.
Pero
convertido
en
cosa
(en
representación),
reclama
la
mirada
de
nuevos
testigos,
pues
su
voluntad
es
seguir
siendo
cuerpo.
2.
Profanaciones
y
contradispositivos
En
su
ensayo
sobre
Michel
Foucault,
Gilles
Deleuze
describía
el
dispositivo
como
“una
especie
de
ovillo
o
madeja,
un
conjunto
multilineal
[…]
compuesto
de
líneas
de
diferente
naturaleza”
2.
Los
dispositivos
articulan
saber,
poder
y
subjetividad
en
un
mecanismo
de
apariencia
confusa
y
por
ello
difícilmente
representable,
cuya
función
es
“hacer
ver”
y
“hacer
hablar”.
La
subjetividad
resulta
difícilmente
pensable
en
el
exterior
del
dispositivo,
pues
el
dispositivo
es
también
un
mecanismo
de
subjetivación.
Y
ello
resta
a
los
individuos
la
capacidad
de
originalidad,
pues
ésta
sólo
se
da
como
novedad
de
los
regímenes
de
enunciación
establecidos
por
los
dispositivos.
Agamben,
por
su
parte,
propone
la
siguiente
definición,
muy
sintética:
“llamo
dispositivo
a
todo
aquello
que
tiene,
de
una
manera
u
otra,
la
capacidad
de
capturar,
orientar,
determinar,
interceptar,
modelar,
controlar
y
asegurar
los
gestos,
las
conductas,
las
opiniones
y
los
discursos
de
los
seres
vivos”
3.
Releyendo
a
Foucault,
Agamben
describe
el
dispositivo
como
una
red
compuesta
por
elementos
heterogéneos
(discursos,
instituciones,
edificios,
leyes,
protocolos,
proposiciones),
en
el
que
se
realiza
“el
cruzamiento
de
relaciones
de
poder
y
de
saber”
4.
Los
seres
vivos
no
forman
parte
de
esa
red,
pero
tampoco
son
independientes
de
ella,
pues
sólo
en
relación
con
los
dispositivos
los
seres
vivos
devienen
sujetos.
Vivimos
rodeados
de
dispositivos.
O
más
bien,
vivimos
en
dispositivos
que
tratan
de
conformar
y
controlar
nuestra
subjetividad,
dispositivos
cuya
función,
entre
otras,
es
precisamente
provocar
la
desubjetivación
de
los
seres
humanos
para
que
ya
no
sea
posible
distinguir
entre
seres
vivos
y
cosas.
Un
ser
vivo
no
puede
relacionarse
con
el
dispositivo
como
un
objeto,
ya
que
es
la
relación
con
el
dispositivo
la
que
le
permite
actuar
como
sujeto.
Si
no
puede
situarse
como
sujeto
al
margen
de
la
relación
con
el
dispositivo,
tampoco
podría
crearlo
o
destruirlo.
En
cambio,
sí
puede
resistir
la
2
Gilles
Deleuze,
“¿Qué
es
un
dispositivo?”,
en
VVAA,
Michel
Foucault,
Filósofo,
Gedisa,
Barcelona,
1990,
155,
3
G.
Agamben
“Qué
es
un
dispositivo?”,
en
Sociológica, año 26, número 73, pp. 249-264
mayo-agosto de 2011, 250.
4
Ibidem.
progresiva
colonización
de
los
seres
vivos
por
parte
de
los
dispositivos,
dirigida
a
un
debilitamiento
máximo
de
las
subjetivaciones
singulares.
El
modo
de
resistencia
al
dispositivo
es
la
“profanación”:
“la
restitución
al
uso
común
de
aquello
que
fue
tomado
y
separado
en
ellos”
5.
Pero
la
profanación
difícilmente
puede
ser
una
empresa
individual,
requiere
la
colaboración
en
la
comprensión
de
los
mecanismos
que
producen
separaciones,
desposesiones
y
desubjetivaciones,
y
colaboración
en
el
desmontajes,
desactivación
y
subversión
de
los
mismos.
Podríamos
considerar
que
una
tarea
confiada
al
pensamiento
crítico
es
la
de
diseñar
contra-‐dispositivos.
Y
por
pensamiento
crítico
debe
entenderse
filosofía,
sino
también
prácticas
sociales,
políticas,
educativas
y
artísticas
que
trabajen
en
esa
dirección.
El
arte
no
es
nada
más
que
un
sucedáneo
de
sí
mismo
si
no
es
concebido
como
pensamiento.
La
práctica
artística
participa
en
la
profanación
alterando
momentáneamente
las
condiciones
de
enunciación,
haciendo
visible
lo
escondido,
cometiendo
actos
de
sabotaje
selectivos,
reorganizando
hasta
el
absurdo
las
piezas,
deteniendo
temporalmente
el
funcionamiento
del
mecanismo,
invirtiendo
el
sentido
de
los
líneas
o
los
giros,
produciendo
maquetas
efímeras
entendidas
como
objetos
de
observación
o
como
experimentos
de
subjetivación
alternativos.
La
profanación
se
hará
efectiva
si
estas
tácticas
consiguen
superar
el
estadio
del
entretenimiento
y
alcanzan
el
de
la
experiencia
y
el
discurso.
De
lo
contrario,
corren
el
riesgo
de
verse
reducidas
a
ofertas
de
servicio
social,
proveedoras
de
descansos
artificiales
o
sucedáneos
de
experiencia,
y
por
tanto
subsidiarias
de
los
procesos
de
desubjetivación
producidos
por
la
acción
colonizadora
de
los
dispositivos
a
profanar.
Superar
el
estadio
del
entretenimiento
(aquello
susceptible
de
ser
asimilado
por
la
industria
del
“entertainment”)
no
implica
renunciar
a
una
función
irrenunciable
del
arte,
que
es
la
de
entretener
(“unterhalten”).
Bertolt
Brecht
estaba
convencido
de
que
el
teatro
sólo
podría
cumplir
su
función
estética
y
política
si
triunfaba
como
medio
de
diversión
(“Vergnügung”)
6.
Pues
el
arte,
efectivamente,
nos
entretiene.
Y
la
cuestión
radica
en
que
ese
entretenimiento
sea
un
entretenimiento
del
pensamiento,
y
de
la
5
Idem,
264.
6
B.
Brecht
“Kleines
Organon
für
das
Theater”,
en
Gessammelte
Werke
nº
16,
Suhrkamp
Verlag,
Frankfurt
am
Main,
1967,
663.
sensibilidad,
en
la
que
la
subjetividad
se
activa,
o
un
entretenimiento
de
la
subjetividad
misma,
en
la
que
el
individuo
abdica
de
ésta
y
se
entrega
plenamente
al
dispositivo,
en
este
caso
llamado
arte
(o
teatro).
El
arte,
sea
teatro,
cine,
acción
o
instalación,
es
un
entretenimiento
que
produce
conocimiento,
que
atraviesa
experiencias,
que
genera
pensamiento,
que
resiste
los
procesos
de
desubjetivación.
Los
artistas
se
entretienen
en
indagaciones,
conversaciones
o
sabotajes
que
nadie
les
ha
demandado,
del
mismo
modo
que
sus
interlocutores
se
entretienen
participando
en
dispositivos
profanados
sin
que
nadie
les
obligue.
Unos
y
otros
se
encuentran
en
redes
disposicionales
configuradas
en
torno
a
líneas
tensionadas
por
la
curiosidad,
la
crueldad,
la
expansión
sensorial,
la
risa,
la
memoria,
la
mirada
activa,
la
rabia,
la
sorpresa.
Se
trata
de
dispositivos
de
pensamiento,
es
decir,
de
entretenimiento,
que,
sin
sustituirla
y
mucho
menos
dispensar
de,
contribuyen
a
la
acción.
La
primera
profanación
del
dispositivo
escénico
constituye
la
subversión
del
espacio
escénico
convencional.
Esto
ha
sido
practicado
durante
siglos,
desde
el
mismo
momento
en
que
diferentes
instancias
de
poder
intentaron
establecer
dispositivos
escénicos
hegemónicos.
A
los
autos
representados
por
cofradías
religiosas
(tanto
en
Europa
como
en
América)
respondía
la
teatralidad
popular
y
el
carnaval,
a
los
teatros
de
corte
respondía
el
teatro
de
tablados,
los
cómicos
de
la
legua,
los
bufones;
al
teatro
burgués
respondía
el
cabaret,
el
circo.
Los
artistas
de
vanguardia
a
principio
de
siglo
XX
subvirtieron
el
dispositivo
burgués
inventando
relaciones
de
todo
tipo
entre
actores,
escena
y
espectadores,
recuperando
los
modos
del
circo,
el
cabaret,
el
espectáculo
de
masas,
pero
también
diseñando
dispositivos
específicos
de
observación
o
participación,
algo
a
lo
que
se
dedicaron,
entre
muchos
otros,
Moholy-‐Nagy,
Gropius,
Ojlopkov,
Piscator,
pero
también
Grotowsky,
Kantor,
Malina,
Gurrola,
Brook,
Mnouckine…
La
lista
sería
interminable.
En
algunos
casos
se
buscaba
la
inmersión
física
y
subjetiva
del
espectador
en
la
experiencia
de
la
pieza
y
consecuentemente
en
su
discurso.
En
otros,
más
bien
del
distanciamiento
crítico:
convertir
al
espectador
en
observador,
en
testigo
escondido.
En
otro,
se
buscaba
la
participación
activa,
incluso
la
activación
física
del
espectador.
Lo
importante
de
todas
estas
experiencia
es
que
no
concebían
al
espectador
como
un
cuerpo
extraño
a
la
producción
artística,
sino
como
parte
de
la
producción
artística.
ES
decir,
no
se
trataba
de
construir
una
escenografía
para
unos
actores,
sino
de
rediseñar
el
dispositivo
de
comunicación
entre
quienes
asumían
la
responsabilidad
de
comunicar,
expresar
o
proponer
un
discurso
y
quienes
acudían
espontáneamente
o
no
a
escucharlo
o
compartirlo.
Sin
embargo,
en
la
concepción
de
estos
dispositivos,
la
subjetividad
de
los
espectadores
o
participantes
seguía
teniendo
una
función
muy
débil.
La
subjetividad
de
los
espectadores
o
participantes
no
era
tenida
en
cuenta
en
el
diseño.
Se
trataba
de
diseños
para
cuerpos,
y
se
confiaba
en
un
efecto
del
dispositivo
sobre
los
cuerpos,
que
podría
afectar
o
no
la
subjetividad
de
los
presentes.
En
el
pensamiento
contemporáneo
de
los
dispositivos,
es
precisamente
esto
lo
que
se
pretende
cuestionar,
la
unidireccionalidad
de
la
determinación.
Precisamente
por
ello
hablamos
de
“profanación”.
La
“profanación”
no
es
sólo
una
acción
del
autor
o
del
director
que
construye
el
dispositivo
para
que
otros
se
inserten
en
él.
La
profanación
resulta
de
la
relación
de
los
cuerpos
participantes
con
el
dispositivo
mismo.
La
autoría
resulta
ahora
tan
irrelevante
desde
el
punto
de
vista
del
funcionamiento
de
la
máquina
como
la
subjetividad
de
los
espectadores
en
los
dispositivos
anteriores.
Traigamos
otro
ejemplo
concreto
para
entender
cómo
funciona
este
nuevo
modo.
En
este
caso
propongo
atender
al
Desplazamiento
del
Palacio
de
la
Moneda
(2014),
propuesto
por
Roger
Bernat.
El
proyecto
consistía
en
la
construcción
de
una
maqueta
del
palacio
de
la
Moneda,
y
el
traslado
de
la
misma
por
las
calles
de
la
ciudad
en
una
procesión
laica,
que
sustituía
la
figura
sagrada
por
la
representación
simbólica
del
poder
presidencial.
El
palacio
de
la
Moneda
fue
desplazado
el
día
14
de
enero
de
2014
desde
la
Plaza
de
la
Constitución
a
la
tumba
de
Salvador
Allende
en
el
cementerio
General
y
al
día
siguiente,
desde
el
colegio
Paulo
Freire
hasta
la
Plaza
Salvador
Allende,
de
la
Legua.
Todo
en
esta
procesión
profana
era
representativo:
Allende,
de
un
proyecto
político
y
social
truncado
por
la
oligarquía
chilena
a
través
de
sus
representantes
armados;
Freire,
de
un
proyecto
educativo
emancipador
igualmente
interrumpido
por
la
dictadura
instaurada
en
Brasil
en
1964;
la
Legua,
de
la
resistencia
ciudadana
y
de
la
creatividad
inquebrantable,
en
un
barrio
de
tradición
obrera
marginalizado
por
la
dictadura
pinochetista
y
castigado
por
la
violencia
ocasionada
por
el
proceso
de
degradación
económica
y
social.7
El
Palacio
fue
trasladado
por
grupos
de
voluntarios,
integrantes
de
diferentes
colectivos
sociales
y
activistas,
que
en
sucesivas
paradas
pudieron
tomar
la
palabra
para,
desde
el
interior
de
la
maqueta,
convertida
en
atrio
popular,
enunciar
sus
propuestas,
sus
denuncias,
sus
reivindicaciones.
La
procesión
fue
también
un
lugar
de
encuentro
de
colectivos
muy
diferentes:
activistas
de
género,
sindicalistas,
ecologistas,
colectivos
por
la
memoria,
en
defensa
de
los
derechos
humanos,
ciclistas,
bomberos,
grupos
folklóricos,
asociaciones
juveniles,
colectivos
educativos.
A
todos
les
unía
la
rabia
contra
quienes
en
el
pasado
abortaron
un
proceso
de
transformación
social
(simbolizado
en
el
bombardeo
al
palacio
de
la
Moneda)
y
contra
quienes
aún
desde
diferentes
posiciones
del
poder
retienen
privilegios
injustos
y
socialmente
dañinos;
pero
también
les
unía
la
alegría
del
ocupar
juntos
la
calle
para
manifestar
un
deseo
común
de
vida,
con
bailes,
risas,
canciones,
imágenes
y
alimentos
compartidos.8
Bernat
había
diseñado
otros
dispositivos
con
anterioridad.
Domini
Public
(2009)
solicitaba
a
los
espectadores
que
se
implicaran
en
un
juego
de
preguntas
a
las
que
respondían
con
gestos
o
movimientos
corporales.
Como
las
preguntas
se
realizaban
a
través
de
auriculares
inalámbricos,
sólo
quienes
participaban
podían
comprender
y
al
mismo
tiempo
divertirse.
Se
trataba
de
un
dispositivo
que
imposibilitaba
el
espectáculo,
pues
para
alguien
situado
fuera
resultaba
completamente
indescifrable,
y
que
al
mismo
tiempo
situaba
a
los
participantes
en
una
posición
muy
vulnerable:
la
diversión
derivaba
de
sus
propios
movimientos,
pero
éstos
no
eran
propiamente
acciones,
pues
carecían
de
agencia.
Pendiente
de
voto
(2012)
transformaba
el
espacio
escénico
en
un
parlamento,
donde
los
espectadores,
armados
con
un
mando
a
distancia,
eran
responsables
mediante
su
voto
del
desarrollo
de
la
acción,
que
dependía
a
su
vez
de
la
capacidad
de
convencer
mediante
la
palabra
que
tuviera
cada
uno
de
los
participantes
en
sus
discursos
individuales.
Númax-‐Fagor-‐Plus
(2013)
actualizaba
el
documental
filmado
por
Joaquín
Jordá
en
1979
e
invitaba
a
los
7
O.
Cornago,
“Teatralidades
y
dispositivos.
Desplazamiento
del
Palacio
de
la
Moneda,
un
proyecto
de
Roger
Bernat
en
Santiago
de
Chile”,
en
J.
A.
Sánchez
y
E.
Belvis,
No
hay
más
poesía
que
la
acción,
ed.
cit.,
p.
XX.
8
Roger
Bernat,
Txalo
Toloza
y
Pamela
Albarracín,
“Vídeo
del
Desplazamiento
de
la
Moneda”
(2015),
en
http://rogerbernat.info/shows/video-‐del-‐desplazamiento/
(10/01/2015)
espectadores
a
participar
en
un
juego
de
rol
y
asumir
ellos
mismos
la
representación
que,
desde
las
manifestaciones
del
15-‐M,
se
negaba
reiteradamente
a
sindicatos,
patronal
y
políticos.
El
cierre
de
la
fábrica
de
electrodomésticos
Fagor
servía
de
punto
de
partida
para
la
recuperación
del
trabajo
de
dramatización
y
relación
propuesto
por
Jordá
tras
el
cierre
de
otra
fábrica
de
electrodomésticos,
Númax,
treinta
y
cinco
años
antes.
En
estas
cuatro
propuestas,
la
ruptura
de
la
representación
estética
(dramática
y
escénica)
coincide
con
una
puesta
en
cuestión
de
la
representatividad
y
la
representación
política.
Domini
public
es
un
juego
basado
en
la
representatividad,
sobre
la
formación
de
mayorías
y
minorías
estéticas.
Pendiente
de
voto
es
una
reflexión
práctica
sobre
la
representación
política:
¿el
parlamentario
representa
a
sus
votantes
o
al
partido?,
¿la
representación
es
inmune
al
razonamiento?
Númax-‐Fagor-‐
Plus
es
un
reto
a
los
espectadores
para
que
representen
dramáticamente,
en
un
juego
de
rol,
a
ciudadanos
que
se
niegan
a
ser
representados
en
la
enunciación
de
sus
demandas
e
intereses.
Finalmente,
Desplazamiento
de
la
Moneda
es
una
profanación
del
dispositivo
de
representación
política
y
una
restitución
simbólica,
pero
también
concreta,
de
representatividad
a
los
colectivos
participantes
en
la
procesión
festiva.
Los
artistas
ya
no
son
autores,
del
mismo
modo
que
los
participantes
no
son
espectadores.
Los
artistas
son
en
primer
lugar
fabricadores
de
un
dispositivo
material,
discursivo
y
lúdico,
y
en
los
momentos
de
visibilidad
de
estas
propuestas,
facilitadores
del
funcionamiento
y
testigos
de
una
acción
que
escapa
a
su
control.
Los
participantes
deben
implicarse
corporalmente
en
el
dispositivo,
pues
de
lo
contrario
éste
no
podría
funcionar;
sin
embargo,
no
por
ello
tienen
garantizado
sobrevivir
en
relación
a
él
como
sujetos:
la
agencia
es
resultado
de
una
decisión
individual
y
sólo
se
alcanza
colectivamente.
El
dispositivo
vuelve
obsoleta
la
representación
al
tiempo
que
continúa
produciendo
representaciones.
En
el
ámbito
político,
los
dispositivos
de
votación
telemática
podrían
en
algunas
ocasiones
llegar
a
evitar
la
representación;
si
bien
sería
más
realista
suponer
que
su
efecto
será
el
de
transformar
el
modo
en
que
la
representación
se
ejerce,
fortaleciendo
los
mecanismos
de
control
y
desviando
una
parte
de
la
acción
política
a
la
lucha
por
la
hegemonía
en
la
programación
de
las
propuestas
o
preguntas
dominantes
en
el
dispositivo.
En
el
ámbito
estético,
los
dispositivos
dan
prioridad
al
conocimiento
de
las
reglas
sobre
el
conocimiento
de
las
representaciones;
estas
pierden
su
condición
de
objetos
de
contemplación
y
se
convierten
en
cosas
que
pueden
ser
usadas
por
quienes
se
relacionan
con
el
dispositivo,
lo
cual
no
salva
a
éstos
de
verse
insertos
ellos
mismos
en
nuevos
modos
de
representación.
En
el
ámbito
escénico,
los
dispositivos
liquidan
la
idea
de
representación
dramática,
en
cuanto
el
funcionamiento
del
dispositivo
no
responde
al
movimiento
de
las
acciones
humanas,
pero
pueden
seguir
produciendo
actuaciones
con
distintos
grados
de
representabilidad.
La
posición
de
los
artistas
sufre
un
desplazamiento
como
consecuencia
de
concebirse
a
sí
mismos
como
diseñadores
de
dispositivos.
En
algunos
casos,
los
artistas
ponen
en
funcionamiento
el
dispositivo
y
se
retiran.
En
otros
casos,
se
sitúan
al
mismo
tiempo
dentro
(como
actores
/
manipuladores
/
ayudantes
/
técnicos)
y
fuera
(como
diseñadores
/
fabricadores
/
ideadores).
Se
trata
de
un
nuevo
modo
de
entender
la
distancia
brechtiana,
en
este
caso
por
medio
de
la
ironía
o
por
medio
de
la
modestia.
A
diferencia
de
la
soberbia
subjetiva
que
aún
dominaba
en
la
concepción
del
sujeto
crítico
del
teatro
brechtiano,
aquí
estamos
hablando
de
una
modestia
irónica,
pero
igualmente
crítica.
Es
una
crítica
que
prescinde
de
los
restos
de
la
concepción
ilustrada
o
moderna
del
autor,
pero
no
de
la
responsabilidad
crítica
del
artista
–ciudadano.
Que
las
piezas
escénicas
de
muchos
de
estos
artistas
puedan
funcionar
sin
actores,
bien
porque
se
conviertan
en
instalaciones,
bien
porque
sean
concebidas
en
ausencia
de
intérpretes
es
un
indicio
de
que
pueden
ser
mejor
descritas
como
dispositivos
que
como
representaciones.
La
mayoría
son
conscientes
de
no
ser
autores,
pues
no
son
dueños
de
la
forma,
sino
en
todo
caso
de
las
reglas
y
muchos
de
los
materiales
que
se
ponen
en
juego
llegan
cargados
de
determinaciones
históricas,
legales
y
afectivas
que
no
pueden
y
no
quieren
controlar.
3.
Cuerpos
y
máquinas
Si
los
dispositivos
determinan
nuestras
relaciones,
si
son
el
medio
por
el
que
devenimos
sujetos,
cualquier
tentativa
de
modificar
nuestras
relaciones
pasa
por
la
modificación
de
los
dispositivos.
No
se
trata
de
destruir
las
máquinas,
se
trata
de
hacerlas
funcionar
de
otra
manera.
No
se
trata
de
sustituir
unas
máquinas
por
otras,
porque
si
traemos
unas
máquinas
fabricadas
por
otros
estamos
perdiendo
toda
relación
orgánica
con
los
dispositivos.
Podemos
pensar
los
dispositivos
como
máquinas
legales,
que
condicionan
el
funcionamiento
de
las
máquinas
físicas.
Pero
podemos
pensar
también
los
dispositivos
como
máquinas
orgánicas.
El
escritor
francés
Boris
Vian
inventó
numerosas
máquinas.
Como
era
ingeniero,
tenía
una
relación
muy
natural
con
el
mundo
de
lo
mecánico.
En
sus
novelas,
los
objetos
adquieren
literalmente
vida,
se
comportan
como
seres
vivos.
Y
las
máquinas
pueden
ser
inteligentes.
El
pesimismo
poético
de
Boris
Vian
le
llevó
a
concebir
una
relación
de
amor-‐odio
con
las
máquinas.
Probablemente
donde
esto
se
manifestó
con
mayor
claridad
fue
en
su
novela
La
hierba
roja.
Ahí,
la
máquina
cumple
la
función
de
dispositivo
terapéutico,
dispositivo
psicoanalítico:
es
una
máquina
que
le
permite
volver
al
pasado,
repetir
los
traumas
del
pasado.
Pero
en
esa
repetición,
el
ser
humano
va
siendo
colonizado
por
la
máquina.
La
máquina
le
va
sorbiendo
el
jugo
vital
y
cuando
Wolf
ya
no
tiene
memorias
que
compartir
con
la
máquina-‐psicoanalista,
es
expulsado
como
cuerpo
inerte,
cuerpo
sin
vida,
cuerpo
inhumano.
El
dispositivo
vence
sobre
la
subjetividad.
También
en
el
cuento
de
Bioy
Casares
se
describe
algo
similar,
aunque
con
algunos
matices,
ya
que
se
acentúa
la
responsabilidad
del
lector,
podríamos
decir:
del
cuerpo
lector.
El
lector
de
Bioy
Casares
es
el
único
que
puede
restituir
corporalidad
y
humanidad
al
espectáculo
final
que
pretende
crear
el
fugitivo.
El
lector
asume
la
función
que
durante
un
tiempo
desempeñó
el
fugitivo.
Este
pensaba
que
estaba
ante
seres
humanos,
y
descubre
que
se
trata
de
cosas,
de
imágenes
virtuales
activadas
por
sofisticados
mecanismos
de
proyección.
Sorprendentemente,
para
realizar
su
amor
por
una
de
esas
cosas
(llamada
Faustine),
pretende
convertirse
él
mismo
en
cosa.
Pero
convertido
en
cosa
(en
representación),
reclama
la
mirada
de
nuevos
testigos,
pues
su
voluntad
es
seguir
siendo
cuerpo.
Tanto
la
novela
de
Boris
Vian
como
la
narración
de
Bioy
Casares
muestran
las
huellas
de
un
viejo
conflicto
del
hombre
y
la
máquina,
que
podríamos
reformular
como
una
resistencia
al
dispositivo.
Decía
anteriormente
que
el
dispositivo
se
compone
de
una
parte
inerte-‐mecánica
y
una
parte
viva-‐orgánica.
Cuando
la
parte
mecánica
impone
su
ley
y
amenaza
la
subjetividad
o
incluso
la
supervivencia
de
la
parte
viva-‐orgánica,
el
dispositivo
está
funcionando
mal
y
hay
que
repararlo.
Sólo
el
ser
humano
tiene
capacidad
de
alterar
el
funcionamiento
del
dispositivo
(por
el
momento
y
así
debería
seguir
siendo.
Qué
terrible
mundo
aquel
en
que
los
dispositivo
se
corrijan
a
sí
mismos
mecánicamente)
Un
primer
modo
de
resistencia
consiste
en
desposeer
tecnológicamente
al
dispositivo,
crear
dispositivos
tecnológicamente
precarios.
Esto
constituye
una
impugnación
en
toda
regla
a
la
tecnología,
cuyo
principio
es
el
del
avance
infinito,
en
términos
de
rendimiento,
eficiencia,
velocidad,
disminución
de
ruidos,
de
residuos,
etc.
Al
frenar
la
máquina,
obtenemos
máquinas
precarias,
con
las
que
el
cuerpo
humano
se
relaciona
más
fácilmente.
Podríamos
contemplar
la
El
caso
del
espectador
como
un
ejemplo
de
precarización
de
la
dimensión
mecánica
del
dispositivo.
Esto
no
produce
una
vuelta
a
primer
plano
del
cuerpo
subjetivo
de
la
intérprete,
pues
la
“ideadora”
del
dispositivo
funciona
en
el
interior
del
mismo
como
un
cuerpo
manipulador,
no
libre
en
términos
absolutos.
Es
un
cuerpo
que
simultáneamente
crea
y
asiste,
acciona
y
reacciona
en
relación
con
los
objetos,
las
imágenes,
los
textos,
su
propia
fisicalidad.
Algo
similar
podríamos
observar
respecto
a
las
piezas
de
La
Ribot.
En
las
piezas
distinguidas,
es
habitual
que
el
cuerpo
se
comporte
como
una
máquina.
Podríamos
decir
que
el
cuerpo
usurpa
el
lugar
de
la
máquina.
En
algunos
casos
esto
es
explícito,
como
“Manual
de
uso”.
Aunque
quizá
la
integración
del
cuerpo
en
el
dispositivo
se
haga
más
evidente
en
la
ideación
de
las
presentaciones
completas
de
las
series:
“Panoramix”
o
“Despliegue”.
La
idea
de
una
acción
que
se
desarrolla
de
manera
necesaria,
como
si
estuviera
determinada
por
un
mecanismo
inapelable,
estaba
ya
en
las
primeras
piezas
de
La
Ribot.
Pero
en
“Despliegue”,
la
determinación
del
dispositivo
se
hace
más
evidente.
Podríamos
describir
en
términos
de
Dispositivo
muchas
de
las
piezas
de
La
Ribot:
sin
duda
El
gran
game,
Los
40
espontáneos,
pero
sobre
todo
sus
piezas
cinematográficas.
O
más
bien,
el
proceso
de
producción
de
las
piezas
cinematográficas.
El
cuerpo
operador
constituye
uno
de
los
puntos
de
llegada
de
esa
tentativa
de
usurpación
de
la
máquina
por
parte
del
cuerpo.
Aquí
ya
no
se
produce
usurpación,
sino
simbiosis.
La
precarización
del
dispositivo
no
lo
es
tanto
por
la
tecnología
de
los
aparatos,
sino
por
los
determinantes
que
se
imponen
al
uso
de
los
aparatos:
que
sean
suficientemente
ligeros
como
para
ser
parte
del
cuerpo,
que
la
filmación
sea
en
plano
secuencia,
que
el
número
de
planos
corresponda
al
número
de
cuerpos
operadores
implicados,
etc.
La
precarización
de
la
tecnología
permite
la
simbiosis
del
cuerpo
orgánico
y
el
aparato
mecánico
en
dispositivos
humanos,
dispositivos
profanados.
Esto
no
implica
que
el
cuerpo
humano
vuelva
a
ser
sujeto
moderno.
Porque
los
cuerpos
operadores
activos
en
las
piezas
de
La
Ribot
no
son
sujetos
absolutos,
sino
individuos
conscientes
de
que
su
subjetividad
sólo
existe
en
relación
con
el
dispositivo,
y
que
fuera
del
mismo
no
cabe
hablar
de
subjetividad,
sino
en
todo
caso
de
intimidad
o
de
mismidad.
Ni
la
intimidad
y
mucho
menos
la
mismidad
permiten
el
juego
social.
Pero
hay
modos
más
drásticos
de
respuesta
a
la
pretensión
de
imponer
la
lógica
de
la
máquina
en
el
interior
del
dispositivo
cancelando
cualquier
subjetividad.
Se
trata
de
detener
la
máquina.
Interrumpir
el
funcionamiento
del
dispositivo
podría
ser
un
modo
de
profanación.
Las
máquinas
se
construyen
para
que
funcionen,
no
para
que
estén
paradas.
Una
máquina
parada
es
un
absurdo.
Ahora
bien,
una
máquina
cuyo
funcionamiento
requiere
la
atención
y
el
trabajo
del
humano
no
se
puede
pretender
que
tenga
un
funcionamiento
constante
y
a
velocidad
creciente.
Esa
es
una
máquina
vampírica,
como
la
máquina
de
Boris
Vian.
Las
máquinas
se
crearon
para
liberar
de
trabajo
al
ser
humano.
Eso
nos
dijeron.
Aunque
como
bien
sabemos
por
las
consecuencias
de
la
revolución
industrial,
de
las
grandes
construcciones
o
del
desarrollo
informático,
la
máquinas
no
sirven
tanto
para
liberar
de
trabajo
cuanto
para
acelerar
la
producción.
En
esa
aceleración,
el
ritmo
de
las
máquinas
pone
a
prueba
la
resistencia
de
los
cuerpos:
estos
sucumben
como
consecuencia
de
jornadas
de
trabajo
inhumanas,
accidentes
con
consecuencias
multiplicadas
por
causa
de
la
tecnología
o
por
incompatibilidad
entre
el
diseño
de
las
máquinas
y
las
normas
de
la
ergonomía
del
ser
humano.
Byung
Chul
Han
describe
la
actual
como
una
“violencia
de
la
positividad,
que
resulta
de
la
superproducción,
el
superrendimiento
o
la
supercomunicación”.9
El
exceso
de
trabajo
y
rendimiento
se
agudiza
y
se
convierte
en
autoexplotación.
Esta
es
mucho
más
eficaz
que
la
explotación
por
otros,
pues
va
acompañada
de
un
sentimiento
de
libertad.
Sin
embargo,
tal
sentimiento
es
ficticio,
pues
se
basa
en
una
liquidación
de
lo
que
antes
entendíamos
como
vida
privada
y
como
tiempo
de
ocio,
que
son
precisamente
las
condiciones
para
que
exista
una
verdadera
libertad.
En
términos
de
Han,
esta
transferencia
del
trabajo
al
ámbito
privado
produce
la
sociedad
del
cansancio:
individuos
que
son
privados
del
descanso,
pues
su
vida
consiste
en
inventarse
su
propio
trabajo
y
así
reivindicar
su
derecho
al
trabajo,
que
en
realidad
es
más
bien
una
ocupación.
Los
individuos
se
convierten
en
explotadores
de
sí
mismos,
agentes
de
su
propia
colonización,
y
en
ese
permanente
estar
ocupados
pierden
tanto
la
capacidad
del
asombro
(de
la
escucha)
como
de
la
rabia
(de
la
acción).
El
problema
se
agudiza
si
consideramos
que
lo
que
sufrimos
no
es
un
exceso
de
trabajo,
sino
más
bien
el
agotamiento
del
estar
ocupados
sin
sentido
y
cada
vez
más
sin
remuneración.
Hito
Steyerl
propuso
distinguir
entre
“trabajo”
y
“ocupación”.
A
diferencia
de
Arendt,
que
identificaba
gran
parte
del
trabajo
en
las
sociedades
contemporáneas
como
“labor”
(es
decir,
satisfacción
de
necesidades
relacionadas
con
el
vivir),
Steyerl
propone
identificar
gran
parte
del
trabajo
en
las
sociedades
posindustriales
como
“ocupación”.
El
objetivo
no
es
trabajar
(esforzarse
con
objetivos
prácticos
y
con
sentido),
sino
estar
ocupados.10
9
Byung-‐Chul
Han,
La
sociedad
del
cansancio
(2010),
Herder,
Barcelona,
2012
(edición
electrónica)
10
Hito
Steyerl,
Art
as
Occupation:
Claims
for
an
Autonomy
of
Life
(2011)
Este
“estar
ocupados”
propio
de
las
sociedades
posindustriales
delata
sociedades
en
las
que
los
individuos
se
integran
acríticamente
en
los
dispositivos
de
producción
y
ocio
y
ceden
a
la
tendencia
programada
del
dispositivo
cuyo
objetivo
es
robarles
la
subjetividad:
convertir
los
cuerpos
subjetivos
en
máquinas
orgánicas.
Se
hace
creer
a
los
individuos
que
sus
vivencias
son
experiencias
y
que
su
individualidad
les
asegura
la
singularidad.
Nada
más
lejos
de
la
verdad.
La
vivencia,
por
sí
es
idiota:
los
grandes
placeres,
los
grandes
sufrimientos,
las
ansiedades,
las
frustraciones,
las
alegrías
y
tristezas
son
insignificantes
privadas
de
subjetividad,
es
decir,
privada
de
esa
tensión
que
conecta
a
los
individuos
con
otros
seres
vivos
y
les
hace
reconocerse
diferentes
a
las
máquinas.
Sólo
mediando
la
subjetividad,
y
por
tanto,
la
relación
social,
la
vivencia
se
transforma
en
experiencia.
Sólo
mediando
la
subjetividad,
y
por
tanto,
la
relación
social,
la
individualidad
deviene
singularidad.
La
desubjetivización
de
los
pueblos
y
de
las
masas
ha
sido
el
objetivo
de
los
grandes
proyectos
de
dominación.
Los
expresionistas
lo
representaron
plásticamente
en
forma
de
pesadilla
totalitaria.
Pero
el
neoliberalismo,
tan
defensor
de
las
individualidades,
encontró
formas
más
sutiles
de
producir
invisiblemente
la
desubjetivación
por
medio
de
la
colonización
del
deseo
y
la
standardización
de
las
construcciones
subjetivas,
la
generación
del
gran
catálogo
de
subjetividades
pret-‐a-‐porter.
Resistir
ese
proceso
de
colonización
requiere
la
ralentización
del
proceso
de
reproducción
de
los
dispositivos
dominantes
y,
de
modo
extremo,
la
detención
misma
del
dispositivo.
Han
propone
redescubrir
la
potencia
del
ocio,
del
aburrimiento,
del
gran
cansancio.
El
aburrimiento,
escribió
Benjamin,
es
el
“pájaro
de
sueño
que
incuba
el
huevo
de
la
experiencia”
11.
El
aburrimiento
profundo
corresponde
al
punto
álgido
de
la
relajación
espiritual.
Han
Recupera
las
ideas
de
Handke
en
su
Ensayo
sobre
el
cansancio,
donde
contrapone
el
cansancio
elocuente,
capaz
de
mirar
y
reconciliar,
al
cansancio
sin
habla,
sin
mirada
y
que
separa.
“La
aminoración
del
Yo
se
manifiesta
como
un
aumento
de
mundo.
[…]
El
cansancio
fundamental
inspira.
[…]
El
cansancio
devuelve
el
asombro
al
http://www.e-‐flux.com/journal/art-‐as-‐occupation-‐claims-‐for-‐an-‐autonomy-‐of-‐life-‐12/
11
Han,
o.
cit.
pos.
310.
mundo.”
(pos
603)
“La
hiperactividad
es,
paradójicamente,
una
forma
en
extremo
pasiva
de
actividad
que
ya
no
permite
ninguna
acción
libre.
Se
basa
en
una
absolutización
unilateral
de
la
potencia
positiva.”
(pos.
530)
“Perder
el
tiempo”
y
“no
hacer
nada”
son
la
condición
“sine
qua
non”
de
la
práctica
artística,
pero
también
del
pensamiento.
El
pensamiento
más
original
emerge
de
una
disposición
a
“perder
el
tiempo”.
Si
esto
es
así,
podríamos
pensar
que
una
utopía
social
es
aquella
en
que
los
individuos
tienen
derecho
a
perder
el
tiempo
sin
por
ello
ver
peligrar
las
condiciones
de
su
supervivencia.
La
lucha
contra
la
explotación
de
la
ocupación
actualiza
la
refutación
del
derecho
al
trabajo
de
Lafargue.
No
es
el
trabajo
aquello
a
lo
que
aspiramos,
sino
a
una
vida
digna.
El
trabajo
es
un
medio
para
una
vida
digna,
pero
no
el
fin,
ni
el
valor
que
otorga
el
derecho.
Lafargue,
tirando
de
tópico,
escribía:
“Para
el
español,
en
quien
el
animal
primitivo
no
está
atrofiado,
el
trabajo
es
la
peor
de
las
esclavitudes.
Al
igual
que
los
griegos
de
la
gran
época
que
no
tenían
más
que
desprecio
por
el
trabajo:
solamente
a
los
esclavos
les
estaba
permitido
trabajar;
el
hombre
libre
no
conocía
más
que
los
ejercicios
corporales
y
los
juegos
de
la
inteligencia.”
12
El
hambre
era
a
principios
del
siglo
XIX
lo
que
obligaba
al
trabajo.
El
deseo
es
lo
que
a
principios
del
siglo
XXI
obliga
a
la
ocupación.
No
hay
teatralidad
en
el
trabajo
forzado,
por
el
hambre
o
por
el
deseo,
sino
más
bien
coreografía.
Una
coreografía
impuesta
a
los
cuerpos,
o
una
coreografía
que
los
cuerpos
voluntariamente
asumen
creyendo
que
es
resultado
de
la
libertad
de
movimiento.
Una
consecuencia
de
la
detención
del
dispositivo
es
que
nos
permite
observar
las
máquinas
en
su
ser
mismo.
Una
máquina
detenida
es
un
objeto
extraño.
Deja
de
ser
instrumento
para
convertirse
en
cosa.
Y
entonces
muestra
su
ser.
Paradójicamente,
12
Paul
Lafargue,
El
derecho
a
la
pereza.
Refutación
del
derecho
al
trabajo
(1848),
,
p.
4
esa
interrupción
que
libera
al
ser
humano
(o
al
ser
vivo)
de
la
tiranía
de
la
máquina,
libera
también
a
la
máquina
de
su
condición
de
instrumento
al
servicio
de
los
seres
humanos
(aunque
sea
de
unos
pocos
seres
humanos
que
se
benefician
de
la
productividad
alocada
impulsada
por
el
capitalismo
neoliberal).
Entonces,
las
máquinas
y
los
objetos
que
la
componen
pueden
ser
contemplados
en
su
ser,
y
no
en
su
funcionamiento.
El
realismo
filosófico,
ese
movimiento
surgido
en
la
estela
del
pensamiento
del
filósofo
Bruno
Latour,
tomó
la
reflexión
de
Heidegger
sobre
el
instrumento
roto
como
uno
de
los
núcleos
para
pensar
las
cosas
y
la
relación
entre
los
seres
humanos
y
las
cosas.
Cuando
una
herramienta
o
máquina
funciona,
no
prestamos
atención
a
su
ser,
sino
a
su
uso,
a
su
funcionamiento.
Pero
cuando
se
rompe,
su
ser
se
muestra.
La
herramienta
que
funciona
es
no
obtrusiva;
en
cambio,
la
que
no
funciona
se
muestra
rudamente
a
la
vista.
En
esta
nueva
situación
de
ruptura,
obtenemos
una
visión
de
lo
que
antes
dábamos
por
hecho.
La
máquina
ya
no
es
un
trabajador
silencioso,
se
revela
como
un
poder
visible.
se
muestra
como
una
herramienta
“como”
herramienta.
La
herramienta
ya
no
es
usada,
sino
que
es.13
Bruno
Latour
trató
de
pensar
la
realidad
prescindiendo
de
la
división
tajante
que
tradicionalmente
ha
dividido
el
mundo
entre
lo
animado
y
lo
inanimado,
lo
“real
natural”
y
lo
“socialmente
producido”,
el
mundo
es
un
duelo
de
entidades
discretas
genuinas.
De
este
modo,
la
filosofía
se
transforma
sutilmente
en
lo
que
Latour
llama
“actor-‐network
theory”.
Según
Latour,
nuestro
mundo
está
compuesto
por
“realidades
híbridas”,
que
el
pensamiento
moderno
ha
tratado
de
purificar,
abordándolas
desde
disciplinas
independientes.
Primero
se
construyen
parejas
monstruosas,
después
se
trata
de
purificarlas
mediante
diferentes
procedimientos:
naturalización
(realismo
ingenuo),
socialización
(Bourdieu),
deconstrucción
(Derrida).
En
contraste
con
la
división
entre
sujeto
y
objeto,
Latour
propone
el
término
“actor”,
que
no
es
ni
objeto
ni
sujeto
o
puede
ser
ambas
cosas.
Siguiendo
a
Serres,
utiliza
también
el
término
“casi-‐
objeto”
13
Graham
Harman,
Towards
speculative
realism.
Essays
and
lectures,
Winchester
y
Washington,
2009,
9.
Quentin
Meillassoux,
por
su
parte,
trató
de
demostrar
la
necesidad
y
la
posibilidad
de
pensar
un
mundo
de
las
cosas
sin
seres
humanos,
un
mundo
sin
pensamiento:
se
trataba
de
superar
el
círculo
correlacionista
y
recuperar
para
el
pensamiento
racional
la
posibilidad
de
pensar
lo
absoluto,
de
modo
que
éste
pueda
ser
pensado
de
modos
diferentes
a
lo
absoluto
sagrado,
monopolio
por
las
religiones
(aunque
el
absoluto
filosófico
no
responda
a
la
imagen
de
Dios,
sino
a
la
imagen
imposible
del
Caos).
La
empresa
de
quienes
apuestan
por
esta
vía
neo-‐realista
está
justificada
en
la
necesidad
de
plantar
cara
desde
el
pensamiento
racional
al
retorno
de
lo
religioso
en
el
espacio
desocupado
de
lo
absoluto.
En
la
novela
de
Don
de
Lillo,
Punto
Omega
podríamos
encontrar
una
aplicación
de
este
pensamiento,
llevado
a
la
experiencia
del
nihilismo.
Los
dos
personajes
centrales
tratan
de
perderse
de
sí;
el
espectador
de
la
instalación
de
Douglas
Gordon,
abismándose
en
el
tiempo
lento
de
las
proyecciones
ralentizadas
y
disociadas
de
Psicosis.
El
segundo,
retirándose
al
desierto,
tratando
de
identificarse
con
la
permanencia
del
paisaje,
de
las
piedras,
abandonándose
al
ritmo
cíclico,
el
sol
cegador,
el
calor
que
quema
su
cuerpo.
Del
primero
no
sabemos
nada;
del
segundo,
Elster,
sabemos
que
es
un
intelectual
conservador,
que
durante
dos
años
estuvo
encerrado
en
una
sala
del
Pentágono
con
otros
militares
e
intelectuales,
construyendo
la
ficción
sobre
la
que
se
sustentó
la
guerra
de
Irak
y
la
que
habría
de
diseñar
la
postguerra.
Este
segundo
hombre
ha
publicado
un
ensayo
titulado
“Rendición”
y
ha
pronunciado
conferencias
en
Suiza
sobre
la
“El
sueño
de
la
extinción”.
En
un
momento
de
la
novela
reflexiona
sobre
el
“punto
omega”,
ese
momento
en
que
se
produce
una
inflexión
en
la
evolución,
cuando
el
movimiento
de
la
materia
hacia
la
consciencia
es
interrumpido
por
un
deseo
de
la
consciencia
de
volver
a
la
materia.
El
deseo
de
Elster
de
un
retorno
a
la
materia
orgánica
implica
el
pensamiento
de
un
mundo
sin
consciencia,
pero
que
sigue
obedeciendo
a
las
leyes
de
la
matemáticas.
¿No
será
entonces
la
hiperconsciencia
el
punto
más
próximo
a
la
ausencia
de
consciencia?
Lo
que
queda
en
medio
es
el
campo
de
la
vida.
Y
es
que
la
matemática,
por
definición,
excede
lo
orgánico,
excede
el
límite
de
lo
experimentable.
El
exceso
de
consciencia
produce
un
deseo
de
no-‐consciencia.
Hiperconsciencia
y
no-‐consciencia
son
inhumanas:
crean
un
espacio
en
que
la
vida
no
es
posible.
El
personaje
anónimo
que
busca
su
aniquilación
en
la
instalación
24
hours
Psycho
es
inofensivo
(de
hecho
es
posible
que
retorne
de
su
abismamiento
en
la
proyección
y
consiga
una
cita
con
la
mujer
desconocida).
El
que
busca
su
aniquilamiento
en
la
realidad
histórica
es
altamente
peligroso
y
en
cualquier
caso
culpable.
Ninguna
instancia
trascendente
podrá
juzgarle,
pero
es
culpable
de
acuerdo
a
la
moralidad
de
las
gentes.
Something’s
coming.
But
isn’t
this
what
we
want?
Isn’t
this
the
burden
of
consciousness?
We’re
all
played
out.
Matter
wants
to
lose
its
self-‐
consciousness.
We’re
the
mind
and
heart
that
matter
has
become.
Time
to
close
it
all
down.
This
is
what
drives
us
now.
[…]
We
want
to
be
the
dead
matter
we
used
to
be.
We’re
the
last
billionth
of
a
second
in
the
evolution
of
matter.
When
I
was
a
student
I
looked
for
radical
ideas.
Scientists,
theologians,
I
read
the
work
for
Mystics
through
the
centuries,
I
was
hungry
mind,
a
pure
mind.
I
filled
notebooks
with
my
versions
of
world
philosophy.
Look
at
us
today.
We
keep
inventing
folk
tales
of
the
end.
Animal
diseases
spreading,
transmittable
cancers….
14
¿Pero
a
quién
le
interesa
pensar
esto
cuando
hay
tanto
dolor
que
atender,
tanta
belleza
por
admirar
y
tanto
conocimiento
por
descubrir?
De
hecho,
en
la
novela
de
Don
de
Lillo
se
manifiesta
una
necesidad
de
relación
que
el
pensamiento
del
personaje
protagonista
no
puede
ocultar.
Los
artistas
que
trabajan
para
mostrar
el
ser
de
los
objetos,
no
lo
hacen
sólo
desde
una
voluntad
contemplativa,
sino
que
en
esa
contemplación
hay
también
un
esfuerzo
de
relación.
El
último
ejemplo
que
traeré
hoy
será
el
último
proyecto
en
proceso
de
Cuqui
Jerez:
The
dream
Project.
Cuqui
Jerez
construye
dispositivos
que
profanan
los
dispositivos
productivistas
para
mostrar
las
entrañas
mismas
de
éstos.
Se
trata
de
dispositivos
que
ponen
de
manifiesto
el
ser
de
las
cosas.
Para que esto sea así, Cuqui recurre procedimientos anteriormente descritos.
14
Don
De
Lillo,
Point
Omega,
Picador,
London,
2010,
51
1.
Precariedad
tecnológica.
Se
trata
de
jugar
con
los
recursos
propios
de
la
máquina
teatral,
pero
prescindiendo
de
la
tecnología
de
la
caja
escénica.
Todos
los
movimientos
se
producen
manualmente,
implicando
al
cuerpo
o
a
los
cuerpos.
2.
Precariedad
de
las
cosas.
Los
materiales
que
se
utilizan
son
objetos
cotidianos,
sin
glamour,
baratos,
porque
deben
poder
ser
usados,
y
deben
poder
mostrarse
como
objetos.
Resonancias
de
Kantor.
3.
Representación
de
la
simbiosis.
No
se
produce
una
simbiosis
de
cuerpo
–
máquina.
Porque
ya
no
se
trata
de
máquinas,
sino
de
cosas.
Y
lo
que
sí
se
produce
es
un
intercambio
irónico
de
funciones:
el
cuerpo
se
vuelve
mecánico
y
las
cosas
adquieren
vida.
El
cuerpo
presta
su
vida
a
las
cosas
inertes.
Se
crea
una
ilusión
de
vida,
que
es
en
cualquier
caso
una
representación,
entendida
como
juego,
y
no
como
propuesta
discursiva
o
metafórica.
Ahora
bien,
estas
cosas
que
se
revelan
en
las
piezas
de
Cuqui
no
son
realmente
el
anuncio
de
un
mundo
sin
seres
humanos,
sino
más
bien
el
anuncio
mudo
del
mundo
de
los
seres
humanos.
Porque
todas
las
cosas
utilizadas
por
Cuqui
son
objetos
producidos,
diseñados,
rediseñados,
ideados,
reinterpreatdos
y
sobre
todo
utilizados
por
decenas,
cientos,
miles,
millones
de
seres
humanos.
Y
es
la
vida
de
esos
millones
de
seres
humanos
lo
que
se
revela
en
la
vida
de
las
cosas
tanto
como
la
mismidad
de
las
cosas,
que
por
sí
misma
es
idiota.
De
modo
que
la
belleza,
el
asombro,
el
desconcierto
que
produce
la
contemplación
de
las
cosas
va
necesariamente
ligada
al
descubrimiento
de
que
esas
cosas
son
nodos
recurrentes
en
una
red
invisible
de
encuentros
inmanentes.
1.
Las
cosas
no
son
autoproducidas.
Ni
siquiera
los
naturales.
Todos
tienen
una
historia,
en
unos
casos
de
diseño,
producción
y
uso.
En
otros,
de
observación,
recorrido,
utilización
simbólica.
Una
montaña
no
es
meramente
natural,
está
cargada
por
las
miradas
de
quienes
la
observaron
antes
que
nosotros,
atravesada
por
sendas
o
rutas,
representada
en
pinturas
y
fotografías,
sembrada
de
construcciones
o
bien
intervenida
por
las
huellas
o
las
manos
de
los
seres
humanos.
Un
objeto,
incluso
si
es
nuevo,
está
también
cargado
por
una
historia.
La
relación
con
cualquier
cosa,
sea
natural
o
artificial,
es
ya
una
relación
inmanente
con
otros
que
han
estado,
que
están
o
que
estarán.
2.
Las
cosas
no
están
aisladas.
En
el
momento
en
que
las
cosas
se
ponen
juntas
obligan
también
a
una
relación
entre
las
personas
que
interactúan
o
se
ven
afectadas
por
el
ser
o
el
movimiento
de
esas
cosas.
Hace
unas
semanas
en
Ciudad
de
México,
Cuqui
Jerez
pidió
a
un
grupo
de
personas
que
participaran
en
una
prueba
(que
no
un
ensayo)
de
su
último
dispositivo.
Se
trataba
de
manipular
cosas:
papeles,
telas,
palomitas,
claras
de
huevo,
etc.
Los
participantes
en
la
prueba
no
éramos
actores,
o
bien
éramos
actores
al
modo
de
Latour.
Del
mismo
modo
que
las
cosas
no
eran
cosas,
sino
también
actores.
Lo
que
importaba
era
que
un
grupo
de
cuerpos
humanos
sirvieran
a
la
transformación
de
un
conjunto
de
cosas.
Había
una
idea
de
trabajo,
de
taller.
Un
trabajo
socialmente
inútil,
lo
que
Hito
Steyerl
llamaba
una
“ocupación”.
Pero
ese
trabajo
socialmente
inútil
producía
una
transformación
de
la
realidad,
que
daba
lugar
a
una
transformación
de
la
percepción
del
espectador.
Los
participantes
en
la
“prueba”
no
podíamos
ver,
sólo
Cuqui
(y
Juan
Domínguez
que
actuaba
como
asistente)
podía
ver.
Por
tanto
el
placer
estético,
si
lo
había,
estaba
reservado
a
ellos.
En
cambio,
lo
importante
en
este
ensayo
no
era
la
estética,
pues
no
se
trataba
de
ver,
sino
la
poética,
pues
se
trataba
más
bien
de
asistir
a
una
transformación.
La
transformación
de
las
cosas
(de
los
huevos
a
la
nube,
del
papel
liso
a
la
bola,
de
las
telas
desordenadas
a
la
torre
de
telas
dobladas,
etc.)
venía
acompañada
de
una
transformación
de
la
percepción,
pero
también
de
una
transformación
de
la
relación.
Se
trataba
de
un
conjunto
de
cosas
que
ocupaban
a
un
grupo
de
personas
en
estar
juntos
y
en
ese
estar
juntos
acontecía
una
transformación.
Podríamos
describir
esa
transformación
como
poética,
porque
produce
una
nueva
realidad.
Las
cosas
permiten
una
transformación
poética
que
se
percibe
en
estar
juntos,
y
que
no
podría
acontecer
si
no
estuviéramos
juntos.
La
poética
se
revela
entonces
como
un
acto
colectivo,
necesariamente
colectivo,
en
contraste
con
la
experiencia
estética,
que
puede
ser
individual.
Y
este
tránsito
de
la
estética
a
la
poética
es
una
tensión
que
se
manifiesta
con
fuerza
en
los
trabajos
de
muchos
creadores
escénicos
contemporáneos.
La
participación
en
la
prueba
no
fue
una
experiencia
estética,
sino
una
experiencia
poética.
El
movimiento
poético
es
iniciado
por
una
artista
individual,
pero
sólo
acontece
en
la
colectividad
del
estar
juntos
de
individuos
y
cosas.
Lo
poético
es
coherente
con
el
arte
de
los
dispositivos,
o
bien
con
el
arte
como
profanación
de
dispositivos,
o
construcción
de
dispositivos
de
la
profanación.
Lo
que
se
profana
en
la
pieza
de
Cuqui
Jerez
es
el
dispositivo
productivista.
Pero
el
resultado
no
es
una
detención
de
los
sujetos
en
la
contemplación
de
las
cosas
inertes,
sino
la
participación
en
una
experiencia
poética
que
devuelve
las
cosas
a
una
relación
equitativa
con
los
seres
humanos.
La
construcción
de
la
democracia
exige
el
pensamiento
de
nuevos
dispositivos
que
articulen
equitativamente
la
relación
entre
los
seres
humanos,
las
leyes,
los
medios
de
producción
y
comunicación,
sin
que
ningún
poder
totalitario
(sea
neoliberal
o
comunista
al
viejo
estilo
del
siglo
XX)
determine
su
funcionamiento.
Pero
la
construcción
de
la
democracia
exige
también
la
permanente
profanación
de
los
dispositivos
y
la
perseverancia
en
la
generación
de
dispositivos
poéticos
que
constantemente
nos
devuelvan
al
asombro,
al
juego,
a
la
consciencia
de
nuestra
libertad
singular
y
a
la
de
nuestra
potencia
discursiva,
sin
por
ello
caer
en
la
soberbia
de
creernos
superiores
a
otros
seres
humanos
y
tampoco
superiores
a
las
cosas
mismas.
José A. Sánchez, Ciudad de México – La Habana, junio de 2015.
Profesor,
investigador
y
autor
de
libros
y
textos
sobre
estética
y
práctica
artística
contemporánea
en
el
ámbito
de
la
literatura,
las
artes
escénicas
y
el
cine.
Doctor
en
filosofía
y
catedrático
de
la
Facultad
de
Bellas
Artes
de
Cuenca
(www.uclm.es).
Miembro
fundador
de
Artea
(www.arte-‐a.org).
Entre
sus
libros
figuran:
Brecht
y
el
expresionismo
(1992),
Dramaturgias
de
la
imagen
(1994
y
1999),
La
escena
moderna
(1999),
Cuerpos
sobre
blanco
(2003),
Prácticas
de
lo
real
(2007,
2012
y
2014
-‐
versión
inglesa)
y
Ética
y
representación
(2015).
Profesor
invitado
en
Universidades
de
Argentina,
Brasil,
Chile,
Colombia,
México
y
Reino
Unido.
Fundador
y
director
del
Archivo
Virtual
de
Artes
Escénicas,
(www.artescenicas.org).
Director
de
Cairon.
Revista
de
Estudios
de
danza
(2007-‐2011).
Miembro
del
Consejo
Editorial
de
diversas
revistas
internacionales
y
series
de
libros
de
artes
escénicas.
Co-‐director
del
Máster
en
Práctica
Escénica
y
Cultura
Visual
(2009-‐2014)
y
del
curso
de
prácticas
críticas
Teatralidades
Expandidas
(2013-‐14),
ambos
en
colaboración
con
el
Museo
Reina
Sofía.
Comisario
de
proyectos
como
Desviaciones
(Madrid
2001
–con
Blanca
Calvo
y
La
Ribot),
Situaciones
(Cuenca,
1999,
2001,
2002),
Seminario
Internacional
sobre
nuevas
dramaturgias
(Murcia,
2009)
Arte
es
acción
=
acción
es
producción
(Madrid,
2010
–
con
Tamara
Alegre),
Jerusalem
Show
(Jerusalén
y
Ramala,
2011
–
con
Lara
Khaldi),
“No
hay
más
poesía
que
la
acción”
(MNCARS,
Madrid,
2013)
y
"Habitar
la
dispersión"
(MNCARS,
Madrid,
2014
–
con
Fernando
Quesada)
www.josea-‐sanchez.com