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La novelística sobre los colegios de curas y frailes nació, como todo el mundo sabe, en
Francia con una obra de excepcional calidad y valentía, Sebastián Roch, de Octave Mirbeau,
publicada en 1890 – todo un alegato contra los abusos sexuales en los centros docentes
regentados por la Iglesia Católica –, a la que cinco años después siguió otra, también
ambientada en un colegio de curas – jesuitas, en ambos casos – del ingeniero y escritor
Édouard Estaunié, L´Empreinte (“La huella”), publicada en 1895.
Pero algunos años antes de la eclosión de esta literatura anticlerical, incluso antes de
que Octave Mirbeau publicara en París su inolvidable Sebastián Roch, justo el año 1888, un
escritor español, Alejandro Sawa (Sevilla 1862, Madrid 1909), ya nos había dado una novela,
aunque de pequeñas dimensiones, que en cierta manera podemos considerar como el
precedente de todas las novelas anteriormente mencionadas. Su título es Criadero de curas.
Pero, antes de entrar en el contenido de esta novela, considerada como una de las obras más
anticlericales de todo el siglo XIX español, me parece indispensable dedicar unas líneas a su
autor.
Alejandro Sawa
Muy pronto sintió la vocación literaria y con sólo quince años funda con otros amigos
un efímero semanario, Ecos de juventud, – “revista de Literatura, Ciencias y Arte” – en la que
él es principal redactor y colaborador. Cae esta revista y funda otra, junto con su hermano
Manuel, El Siglo XIX, “Revista Decenal de Ciencias, Literatura y Artes”, de vida tan efímera
como la anterior. Estudia un curso de Derecho en Granada, – curso 1876-77 –, y a los
diecisiete años marcha a Madrid con la ilusión de abrirse camino como escritor. Algunos
autores ya consagrados, como Pedro Antonio de Alarcón, Ramón de Campoamor o José
Zorrilla, le prestan apoyo. Sus primeras colaboraciones se publican en El Globo. Más tarde
colabora en La Política y El Resumen. Desde el comienzo muestra una honestidad intelectual
que lo distingue en el Madrid de entonces y que en cierta manera, remontando fronteras, nos
recuerda a Mirbeau. Esto explica que, por ejemplo, al hablar de de Núñez de Arce, el poeta
“oficial” del momento, siempre mimado por la crítica de entonces, lo trate de "huero,
sobradamente sonoro, rectilíneo y seco...". Crítica que entonces debió levantar ampollas y
hoy nos parece totalmente válida y acertada Vive la vida bohemia del Madrid de la
Restauración y, en 1885, publica su primera novela, La mujer de todo el mundo, a la que muy
pronto le sigue Crimen legal (1886), ambas muy influidas por la corriente naturalista que
había iniciado en Francia el escritor Émile Zola (1840, 1902) y se hallaba en pleno apogeo en
el Madrid de entonces. Criadero de curas no lo publicará hasta dos años después, 1888. A
esta etapa de su vida corresponde el retrato que el escritor granadino Gregorio Morales nos
ofrece de él: Efebo disfrazado de sileno hasta su madurez, con las guedejas alborotadas,
cayéndole a los lados, su nariz clásica, su ancha frente y sus eternos bigote y perilla. Hay en
sus ojos ciegos una niebla, un sueño que taladra el mundo para vislumbrar el extremo
escondido de la realidad.
El siglo XXI coincide con un marcado interés por la obra de Alejandro Sawa. La
investigadora Amelina Correa le ha dedicado una extensa biografía, en la que aporta muchos
datos nuevos e interesantes, y las editoriales de Madrid, tras muchos años de olvido,
comienzan a reeditar sus obras.
Criadero de curas.
Como ya hemos dicho esta novelita, acaso un esbozo de otra obra más extensa que
Sawa nunca llegó a escribir, se publicó en 1888. Consta de ocho capítulos, todos muy breves,
y la acción se sitúa en Ávila, una ciudad muy católica, conservadora y rodeada de murallas. El
poeta Gustavo Adolfo Bécquer, que la visitó en 1864, la define con estas dos palabras:
“silenciosa y estancada” y Federico García Lorca, que la visitó en 1916, nos retrata Ávila así:
Quedó decidido. Aquel niño no podía ser otra cosa que cura .El padre y la madre
acaban de acordarlo así en una conferencia breve y dañina, que fue conjugación de
fatalidades contra un destino humano. Decidieron del porvenir que reservaban a la
pobre criatura como un juez decide de la vida de un reo.
En seguida, a todos cuantos hemos leído las novelas de Mirbeau, nos viene a la mente
Sebastián Roch. En ambas novelas el protagonista es un niño y en ambas novelas el niño va a
un centro de formación (seminario – en el caso de Manolito –, internado de jesuitas – en el
caso de Sebastián –),en contra de su voluntad. Son las respectivas familias las que deciden de
una manera dictatorial y, lo mismo a Manolito como a Sebastián, no les queda más solución
que obedecer. Pero hay más coincidencias: en ambas novelas el centro a donde van a parar
estos niños semeja una prisión – una prisión o un infierno, aclara Sawa – y los niños en los
dos casos son guapos e inteligentes. “Beau comme un ange”, dice el jesuita de Kern de
Sebastián. Respecto a Manolito, éste es el comentario de vecinas y beatas.
En seguida, a todos cuantos hemos leído las novelas de Mirbeau, nos viene a la mente
“Sebastián Roch”. En ambas novelas el protagonista es un niño y en ambas novelas el niño va
a un centro de formación (seminario –en el caso de Manolito-, internado de jesuitas –en el
caso de Sebastián-) en contra de su voluntad. Son las respectivas familias las que deciden de
una manera dictatorial y, lo mismo a Manolito como a Sebastián no les queda más solución
que obedecer. Pero hay más coincidencias: en ambas novelas el centro a donde van a parar
estos niños semeja una prisión –una prisión o un infierno, aclara Sawa- y los niños en los dos
casos son guapos e inteligentes. “Beau comme un ange”, dice el jesuita Le Kern de Sebastián.
Respecto a Manolito, éste es el comentario de vecinas y beatas.
Tampoco sabemos mucho del ambiente en que los padres de Manolito se mueven. Por
las alusiones del narrador intuimos que esta familia, de la mediana burguesía local, vive y
actúa en un ambiente beato, siempre rodeada de curas y frailes, que corresponde al espíritu de
una pequeña ciudad castellana en la segunda mitad del siglo XIX. Así lo confirma también el
testamento de la madre de Manolito que deja cuanto tiene, incluido su hijo, en manos de los
curas.
Desde el comienzo de la novelita llama la atención de todo lector los dardos que aquí,
allá y acullá lanza Sawa contra los curas y la Iglesia. He aquí algunos ejemplos. “El sacerdote
es un organismo sin músculo ni sexo”. “La coronilla requiere eunucos o idiotas”.”En aquel
instituto carceral o lo que sea la juventud está perdida”, “El sacerdote es incapaz de amar algo
que no sea su sotana”. Y quizá la mejor de todas sea éste sobre el papa :
Pero la amistad entre los dos niños, de la que un novelista con más garra que Sawa
hubiese obtenido copiosos frutos, al final se queda en mero boceto, prácticamente en nada. Ni
merece la pena compararla con la amistad entre Sebastián y Bolorec en la mencionada novela
de Mirbeau.
Muy pronto una idea peregrina surge en la mente de Manolito : huir, escapar de aquel
antro de perversión. Esta idea poco a poco se convierte en una obsesión y, si al comienzo no
la lleva a cabo, se debe a su amistad con Federico. ¿Qué va a ser de él –se pregunta- si yo me
voy? Pero al fin su deseo de libertad se impone sobre la amistad y decide escapar. Aunque
Sawa lo ha presentado como un niño inteligente en ningún momento se le ocurre pensar en
algo esencial : ¿dónde se va a cobijar y qué va a comer cuando esté fuera del seminario? Al
fin Manolito logra escaparse y muy pronto, después de atravesar las calles de la ciudad,
disfruta de las delicias del campo en plena primavera. Pero, ¡ay!, el pequeño desertor, en su
precipitación, no ha calculado las consecuencias de su huída ni ha pensado en el castigo que el
seminario le va a imponer en cuanto lo cojan; y, mientras él disfruta de las delicias del campo,
contemplando las florecillas silvestres y oyendo los trinos de los pajaritos, en el seminario se
reúnen en claustro secreto los curas para estudiar el castigo que le van a imponer a esta oveja
díscola que ha huido del aprisco. Todos los curas están de acuerdo en que el castigo debe ser
ejemplar. La felicidad de Manolito es muy breve. Muy pronto un campesino da con él y,
deseoso de cobrar la propina que han prometido los curas, lo lleva al seminario. Allí los curas
lo encierran en un calabozo que tienen en los sótanos del edificio que Sawa nos describe así :
Manolito enferma antes de cumplir los dos meses de castigo a que le había sometido
el claustro del seminario y entonces los curas, antes de que se muera en la mazmorra. deciden
subirlo a la enfermería. Demasiado tarde : el niño ya no tiene salvación y fallece poco
después. Las últimas palabras que pronuncia son :”Mamá, mamá mía”. Con la muerte del
protagonista termina la novela. Esta muerte, en la enfermería del seminario, impide que
podamos saber qué hubiera ocurrido si el niño hubiese continuado vivo hasta llegar a adulto,
ya fuese dentro o fuera del centro, algo esencial en la novela de Mirbeau, que aquí no aparece.
Es posible que, después de publicada la novela Sawa comprendiese que podía haber sacado
más partido a su protagonista porque poco después publicó otra novela, Banderín de
enganche, en la que utiliza gran parte de los materiales de Criadero de curas, pero el
protagonista muere ya adulto y completamente fanatizado por el seminario, enrolado como
soldado en una de las guerras carlistas. Esto nos lleva a la siguiente pregunta : ¿hubiese
terminado Manolito, de haber vivido más tiempo, fanatizado como todos sus demás
compañeros? Imposible saberlo.
La crítica del siglo XIX – y también la actual – colocan Alejandro a Sawa dentro del
naturalismo español y la novela Criadero de curas como una de las obras más significativas
de ese naturalismo importado de Francia. Creo que a esta innegable realidad, (innegable a
pesar de que algunos postulados del credo naturalista no se dan en Criadero de curas), habría
que añadir otra claramente perceptible : un evidente parentesco con el ya entonces moribundo
romanticismo del XIX. El irreprimible deseo de libertad y la exaltación de la naturaleza,
llevados a los últimos extremos, nos inclinan a esta conclusión. El estilo, un tanto
declamatorio, a veces rozando la llamada novela larmoyante y siempre lejos de la concisión y
precisión que ya había introducido el gran maestro del realismo español, Benito Pérez Galdós,
y seguirían después los grandes autores de Generación del 98, también nos hace pensar más
en la caterva romántica que en los naturalistas. Ahondando en este aspecto llegaríamos a la
conclusión de que Criadero de curas es un híbrido que lo mismo se alimenta del
romanticismo que muere que del pujante naturalismo que, como una última vanguardia, nos
llega de Francia.
Respecto a la crítica contra la Iglesia y los curas, Alejandro Sawa se queda a mitad de
camino. Su crítica se limita a señalar la brutalidad de la vida en el seminario de Ávila,
trasunto sin duda de lo que él vivió en Málaga, y a recoger algunos de los tópicos que ya se
venían repitiendo desde los tiempos del Lazarillo contra los curas, especialmente el del amor
de los clericales al dinero. Ni una palabra sobre el contenido de las enseñanzas de la Iglesia. A
diferencia de Mirbeau, que realiza una crítica feroz contra la confesión, la comunión y el
infierno, incluso contra el Dios bíblico, (“… un Dios inexorable y grotesco, con la barba
erizada, siempre furioso y tronando, una especie de bandido poderoso y omnipotente, que no
se sentía feliz más que matando”), en el libro de Sawa no aparece ni una sola palabra sobre
esos temas. Mucho menos sobre los abusos sexuales que también debieron existir en aquel
seminario de Ávila. También en el calado psicológico se queda a mitad de camino, lo mismo
que las breves alusiones que hace al mundo onírico. En resumen, una novela que se queda en
boceto, precursora de otras más logradas, sin llegar a más. No obstante sí hay un punto en el
que Sawa y Mirbeau coinciden: en la preocupación por la infancia y el deseo de una
enseñanza más humanista, menos agresiva y en la que el niño no se sienta en una cárcel. –