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Las Ciencias de lo Impreciso

Abraham A. Moles
Con la colaboración de Elisabeth Rohmer

Presentación por Javier Covarrubias

Las experiencias de la vida diaria parecen confirmarnos que la proporción de lo que


llamamos “exacto” es insignificante. De hecho, para resolver nuestros pequeños (o grandes)
problemas cotidianos no apelamos a las ciencias “exactas” porque, abrumadoramente, lo
vago, lo incierto, lo blando, lo confuso, supera a lo preciso; además, medir toma su tiempo y
tiempo es lo que no tenemos. En la práctica la precisión es un ideal, y nuestros esfuerzos para
medir con toda exactitud las cosas que pasan se quedan cortos: sólo medimos de manera
aproximada, de tal suerte que la tolerancia se convierte en nuestro ardid durante el proceso de
la medición. Aun así, las escalas con que contamos para medir dimensiones o pesos
difícilmente nos sirven para medir lo vago, lo fluctuante, aquello que va más allá del
concepto mismo de la escala. Para aprender a medir lo impreciso requerimos otra categoría de
escalas que rebasen, al menos, la idea de linealidad y la de unidimensionalidad.
No obstante, la lucha empecinada de Occidente por conquistar la exactitud
(sacralizada mediante el ritual de la medida y ennoblecida con el ropaje de las matemáticas)
nos condujo -en palabras del autor- al “vértigo de la precisión”, a “confundir la medida con la
cosa, creer que basta con medir para dominar con conocer para hacer, con explicar para
comprender”. Y así, “de la medida como método se pasa a la medida como frenesí, y del
frenesí de la medida al de la precisión (el ‘frenesí de lo racional’ no es en sí una
racionalidad)”. Por ello, “pasamos de una constatación ‘la precisión es buena’, a una
ideología: ‘sólo lo preciso es bueno’. Aquí, la imprecisión se percibe como el mal, como el
error, como la negación provisional de lo bueno, de lo justo, de lo exacto.
Al pasar el tiempo, el dogma se fue desmoronando, entre otras cosas, el cálculo de
probabilidades y la mecánica cuántica, minaron nuestra fe en el ideal de la precisión. La
nueva concepción de las leyes estadísticas legitimó el azar porque encontró una nueva forma
de orden donde antes sólo se veía el caos. A partir de entonces surgió una singular forma de
conocimiento objetivo: el azar dejó de ser la ausencia de la ley para convertirse en su
auténtico representante, y el concepto de ​normalidad de Queteler y Durkheim se entendió
como lo bueno o lo correcto. Al citar el ​principio de incertidumbre de Heisenberg, Moles
remata: “fue al investigar la precisión donde se encontró la imprecisión; siendo un mal
necesario se transformó en una necesidad del mal (¿juega Dios a los dados, o no?).”
Así, pareciera que la idea de lo preciso se encuentra más en nuestra mente que dentro
de la naturaleza de las cosas. Se diría que se trata de una apuesta cultural, de una creencia, de
un constructo que nos permite interpretar al mundo, darle un sentido y una dirección, hacerlo
coherente, inteligible y creíble. Sin embargo, durante algún tiempo, la ciencia occidental
prefirió aliarse a un estilo de pensamiento que huyó de lo vago (de lo blando), para refugiarse
en el espejismo de lo exacto (de lo duro). Al encaminarnos por esa “penosa lucha de la mente
para reducir la nube de lo vago” construimos, ciertamente, culturas y mucho de lo que
podemos enorgullecernos, pero, quizá, el enfoque pudo ser también algo diferente: en lugar
de evitar y rechazar lo impreciso, pudimos atacarlo de frente; en lugar de ignorarlo, pudimos
construir con él. Nuevamente el Moles provocador se pregunta: ¿no suponen las ciencias
exactas una traición a la Ciencia al despreciar lo impreciso?
Para el autor, la metodología de las ciencias de lo impreciso pertenece más al universo
de la “ciencia en construcción” que al de la “ciencia establecida”, deambula mejor por los
laberintos del conocimiento que por las sólidas rutas previamente establecidas en el libro de
la coherencia universal, construye vagamente sus senderos con tabiques moldeables hechos
de infralógica antes que con los rígidos prefabricados modulares de la lógica acabada que
-como “lujo del pensamiento” – nos resulta prácticamente inaccesible en las situaciones
cotidianas donde la carencia crítica de tiempo se suma a la multitud de cosas que tenemos que
hacer. En general, primero actuamos con nuestro antiguo y bien probado “cerebro de lo
irracional, de lo sensible, de lo vivido” (de respuesta inmediata y poco dado a las cadenas
deductivas) y después – si tenemos tiempo- apelamos al reciente “cerebro de lujo” (de
respuesta lenta, racional, que busca reglas inflexibles de deducción y persigue los
presupuestos de la lógica universal y del pensamiento matemático) para explicar o dar cuenta
de las acciones intuitivas, subjetivas o irreflexivas de nuestro cerebro primitivo. Esta
metáfora del “cerebro en dos pisos” recuerda, respectivamente, los conceptos de ​complejo
reptiliano y neocorteza dentro de la terminología empleada por MacLean para el ​mamífero
tricerebredo​, es decir, para nosotros.
Entre otras muchas cosas, esta lógica de lo impreciso se apoya, para lograr sus
propósitos, en los principios de la Gestalt, en la jerarquización de conceptos, en la
esquematización del pensamiento (”pensar es esquematizar”), en la prioridad de lo ordinal (el
rango) sobre lo cardinal (la cifra), en la prioridad de “la universalidad de la idea antes que en
la exactitud de la cifra”, en la evidencia vívida… es decir, se apoya en todos aquellos
procesos característicos de la “ciencia en construcción” cuya verdadera metodología queda
todavía por definirse, pero que afirma su “voluntad de respetar lo vago como elemento
esencial de las formas mentales”. Llenar el vacío existente en la explicación científica del
mundo acerca de los fenómenos vagos es el objeto de la micro psicología, que irónicamente
nuestro autor define como “el estudio racional de la irracionalidad aparente del hombre”.
Dentro de una atmósfera donde se apunta que el error no es fruto de lo real sino de
nuestra inconsistencia mental, cuando distingue entre “error creativo”, Moles nos habla de su
naturaleza contradictoria: entendido a la vez como el “Mal absoluto… e mismo Diablo en la
epistemología… y la fuente del Bien absoluto, sinónimo de creatividad”. Por ello, se hace
camino al errar, y crear es también errar, es transgredir temporalmente, ya que “los lugares
del pensamiento sólo existen hasta después de haberse recorrido”.
Antes, al postular su ​principio de incertidumbre en relación a la fotografía, abunda en
los problemas de interacción débil que ocurren en las ciencias sociales (v.g. en
fotoperiodismo ya que “toda observación es una acción”), y se pregunta: “¿Se puede hacer
una teoría del mundo sin tocarlo?” Destaca, así mismo, la nueva dimensión de lo que llama la
“visualización temática del mundo” en un momento en que la revolución de la imagen
digitalizada plantea en esta era post fotográfica, problemas inusitados de veracidad, éticos,
legales, económicos y otros. Señala, sin embargo, que se presenta una emergencia
epistemológica: “saber pensar con la computadora, guardián de la verdad lógica” y “Gran
Inquisidor de la epistemología”. Plantea también que el conocimiento alcanzado mediante
modelos es un saber en sí mismo, que “la síntesis de la imagen por computadora es un
conocimiento fundamental”, que podría concebirse reemplazar las bibliotecas por galerías de
modelos (cibernética) que “la simulación se convierte en uno de los enfoques más
importantes del conocimiento científico” y la modelización en el método científico del futuro.
Por otro lado, Moles estudioso de los problemas de la creatividad propone senderos
que podrían iluminar algunos de nuestros problemas en relación a los procesos cognitivos del
diseño. Tal es el caso de los quince puntos propuestos en su “infralógica visual”. Otro es la
concepción del dibujo (o el esquema) como un modelo -como el equivalente de una función
matemática o de una secuencia de ecuaciones- y del dibujante como modelizador que extrae
los factores fundamentales del objeto diseñado (ejemplificando con el ​cactus candelaria​).
Aquí, “Explicar ya no es analizar: es construir un modelo”.
En síntesis, este libro nos habla de esa parte de la realidad cotidiana respecto de la
cual no contamos con escalas adecuadas para medirla, fundamentalmente porque los
fenómenos involucrados son tan vagos y fluctuantes que, en la práctica, escapan a toda
posibilidad de hacerlo.
Más allá de la extensa y no pocas veces irónica reflexión sobre el tema, el autor
propone un muestrario de metodologías, conceptos y estrategias mentales para lidiar con lo
impreciso, esboza su enfoque micro psicológico y señala la importancia futura de los métodos
de simulación. Advierte sobre los límites prácticos de la ciencia experimental, denuncia las
desviaciones científicas y las crecientemente acentuadas tendencias deontológicas que exigen
“frenar la ciencia y detener la invención”. Finalmente apunta posibles horizontes del
conocimiento propiciados por las nuevas tecnologías. Al exponer lo arriba mencionado,
plantea con vigor sus puntos de vista sobre el tema: el conocimiento de lo vago, y revisa el
estatuto, así como las diferencias de enfoque entre la epistemología de lo preciso y la de lo
impreciso.
Cuando la época es de cambios, las fronteras entre las diversas disciplinas se hacen
borrosas y las sólidas murallas que separan hasta entonces los campos del conocimiento
cambian de lugar o, simplemente, se diluyen. Moles, testigo de su tiempo, no se ubica en una
sola parcela; yerra por los laberintos del saber que él mismo construye y propone alianzas,
nuevas relaciones, nuevos paradigmas. Personaje mezcla de formación universitaria ecléctica,
y con una posición naturalmente heterodoxa, nos deja un texto estimulante, crítico, polémico,
audaz, transdisciplinario, exigente que, para aquellos que lo asistimos en sus últimos días en
México, poco antes de morir, nos deja el sabor de su testamento científico. Su juego siempre
inquisidor, irónico, de frases largas y cursivas emocionales nos propone, por ejemplo: “hacer
patente la naturaleza exacta de nuestra ignorancia”. Se dirige a un público no dogmático,
capaz de poner a prueba sus creencias y reestructurar su paisaje mental. Presupone intereses
multidisciplinarios y personales que gusten de saltar el abismo que, casi desde siempre,
nuestra civilización ha creado entre esas “dos culturas”: entre la “dura” y la “blanda”, entre la
“precisa” y la “imprecisa”.
Algunos en la UAM apreciamos esta era magnífica y dramática de cambios y
transformaciones, así como la oportunidad que nos brinda para despertar de nuestras
creencias, rituales o dogmas, y ser propositivos. Quizá no nos identifiquemos (con toda
precisión) con algunos de los planteamientos moleanos, pero no podemos estar en contra de
su aliento, de su espíritu indagador que, al menos, tiene la virtud de plantear problemas desde
puntos de vista tan ​sui generis que, al liberarnos de la ortodoxia estéril, son reveladores de
nuevos horizontes, de nuevos paisajes epistemológicos.
En la división de diseño de nuestra Institución, nos interesa la posibilidad de erradicar
los juicios de valor (v.g. los caprichos formales) de nuestras disciplinas allá donde se puedan
aplicar métodos más responsables. Por ello, nos interesa evaluar toda posibilidad de
incorporar ideas que puedan contribuir a aclarar las partes no explicadas del diseño.
Para nosotros, las partes blandas (o subjetivas) del diseño son aquellas que no se han
podido reducir tradicionalmente a escalas “lineales”, “cuantificables” y “objetivas”. Los
aspectos creativos, estéticos y psicológicos, por ejemplo, configuran el territorio borroso,
vago, impreciso, “humanista” del diseño.
Así pues, creemos, el diseño tiene partes blandas que han permanecido ocultas por
“pudor” durante mucho tiempo. No se admitiría hablar de ellas más que en términos
metafóricos, poéticos, permitidos socialmente; hablar de la artisticidad del diseño ha sido un
eufemismo para no hablar de la arraigada creencia en la irracionalidad de la parte creativa del
mismo. Arte no es ciencia, y blando no es duro, es una hipótesis que tendríamos que verificar.
Al hablar del universo de las partes blandas del diseño podríamos decir, parafraseando a
Moles, que pasamos de una constatación “no encontramos sus leyes” a una ideología “las
leyes no existen”. Esto ha ocurrido en otras ocasiones: antes de la extraordinaria aportación
de los hombres universales del renacimiento el espacio se percibía de una manera peculiar,
después de ellos la perspectiva renacentista encontró leyes que ordenaron a su manera las
relaciones espaciales.
En la creencia de que estamos viviendo una de esas épocas de transformaciones
civilizatorias, consideramos oportuno revisar nuestros discursos anteriores y atacar las partes
blandas del diseño, describir las interacciones desconocidas entre ellas y nosotros – las leyes
hoy todavía ocultas- pero cuya contundencia afecta cotidianamente nuestra calidad de vida.
Dadas las tendencias actuales podríamos, incluso, preguntarnos: ¿Cuál será la nueva relación
ecológica entre el hombre y su emergente universo de objetos artificiales, inteligentes y
virtuales del próximo futuro? En el momento en que el espacio artificial se empieza a volver
inteligente (se habla de edificios y objetos “inteligentes” cuyo número se incrementa
aceleradamente en nuestro ambiente cotidiano), en un mundo que gana en artificial lo que
pierde de natural, los profesionales deberían dejar de ser meros artesanos del diseño para
transformarse en auténticos artistas, además de involucrarse como ingenieros o científicos del
mismo ya que, en el futuro mundo de lo artificial y de la realidad virtual, la responsabilidad
social de los hacedores de objetos será cada vez mayor. Seguramente la Comisión de
Derechos humanos tomará cartas en el asunto y la Procuraduría del Ambiente del mañana
reglamentará los delitos atribuidos al diseño y tendrá el poder para consignar a los culpables.
Ahora bien, las nuevas épocas aparecen con sus nuevos ropajes. Ideas tales como
geometría fractal, caos (ordenado), vida artificial, realidad virtual o ciencias cognitivas, le
quitan el sueño a algunos y suscitan las suspicacias de otros. Si, por ejemplo, los fractales
demostraran en la práctica que son una herramienta que describe más elegantemente que la
geometría euclidiana las formas y procesos complejos de la naturaleza, y si se revelara que
sirven todavía mejor para diseñar los objetos complejos que poblarán los universos materiales
y sensoriales del tercer milenio, nuestras estructuras mentales, así como nuestros planes de
estudio deberán cambiar en consecuencia. Pero, ¿será posible franquear el umbral de la
geometría euclidiana de lo simple (postulada como la geometría natural del diseño) a la
geometría fractal de lo complejo, incluida la de las ciudades o las de las nuevas máquinas
inteligentes? Diseñar de tal suerte sería como si descubrieramos o como si “recordaramos”
(para Platón: conocer es recordar) los eternos barrocos adormecidos desde siempre en las
sinuosidades matemáticas de una ecuación fractal, así como en el pasado descubrimos
planetas, continentes o especies biológicas.
Por otro lado, desde Descartes y los fabricantes de autómatas del siglo XVIII ha
perseverado una “voluntad prometeica de rehacer lo real para comprenderlo”. Del paradigma
galileano: “esto es verdad porque aquí está el experimento científico que lo demuestra”, al
paradigma en ciernes de la realidad virtual: “esto es verdad porque aquí está la simulación
que lo avala” existe un cambio dramático de visión. El diseño, concebido como simulación
cultural de la naturaleza, no puede quedar excluido de estas circunstancias. Todo ello presagia
una nueva forma de cultura que nos lanza – para bien o para mal- al descubrimiento de
universos insospechados.
Todavía usamos la geometría de Euclides, pensamos como Galileo (paradigma
experimental) y concebimos el espacio a la manera del Renacimiento. Sin embargo, a la
usanza de las grandes épocas, la nuestra es una cultura de metamorfosis, de conmoción
espectacular de las ideas. Esto nos conducirá probablemente a reconsiderar paradigmas que
fueron buenos para culturas del pasado. ¿Tendremos como en los momentos históricos de
cambio revolucionario, las agallas para revisar ideas heredadas que nacieron para satisfacer
problemas diferentes?
¿Tendremos la misma audacia de Galileo o de Albeti para aventurar una idea nueva,
incluso cuando la evidencia y el consenso indiquen lo contrario? ¿Lograremos una nueva
concepción de la perspectiva, del espacio o del diseño?
Contagiados por este espíritu y convencidos de que la nueva cultura exige nuevas
herramientas y nuevas metáforas para interpretarla, organizamos en la UAM un seminario
dedicado a explorar el presente texto con el propósito de buscar su eventual aplicación a
nuestras disciplinas. Participaron en él miembros de las Divisiones de Ciencias Básicas y de
Diseño. Entre ellos destacó la activa participación de Luis Bossano y de Jaime Grabinski.
Laura Salinas convivió conmigo infatigablemente los momentos críticos de la traducción y
revisión final del texto.
Agradecemos al señor Miguel Ángel Porrúa su gentileza por respetar ciertas
sugerencias de diseño editorial solicitadas expresamente por el autor, aunque esto significará
cambiar parcialmente el estilo de la línea editorial de esta colección. Finalmente, quedamos
en deuda con Elisabeth Rohmer por haber participado y colaborado con Abraham André
Moles (1920 – 1992) en ésta que fue su última aventura editorial.

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