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FACULTAD DE FILOSOFÍA Y LETRAS  UNIVERSIDAD NACIONAL DE CUYO

Guillermo GASIO y María C. SAN ROMAN.


La Conquista del Progreso, 1874-1880.
Ed. Astrea, Buenos Aires,1984, pp. 93-112.

Capítulo IV.
La conciliación de los partidos.

La génesis de la Liga de Gobernadores


Corría el año 1877. Se había capeado el temporal del año anterior, y Avellaneda
iniciaba el nuevo al frente del gobierno. Mientras se había estado luchando contra
la crisis económica, el ministro del Interior, Simón de Iriondo, había realizado una
prolija tarea para consolidar y en algunos casos acomodar las situaciones
provinciales en favor del oficialismo. Sin duda alguna, había contado para ello con
la preciosa ayuda del coronel Octavio Olascoaga en Santiago del Estero y del
general Julio A. Roca en las provincias de Cuyo. Después de vencida la Revolución
de Setiembre, Santiago había asistido a la huida en masa del círculo de los
Taboada. Absalón Ibarra, último títere de los caudillos, había sido reemplazado
por Octavio Gondra, adicto a Avellaneda, con lo cual la provincia estaba
prácticamente perdida para los nacionalistas.

El general Roca, que a su habilidad en el campo de batalla sumaba aptitudes no


menos brillantes en el manejo político de los hombres, había extirpado de los
puestos oficiales al grupo mitrista puntano. El vencedor de Arredondo se iba
convirtiendo poco a poco en el principal respaldo de la autoridad presidencial en
el área donde ejercía sus funciones de comandante de fronteras. Para poder
apreciar en su verdadera dimensión los trabajos que realizó en provecho del
Presidente y en el suyo propio, es necesario relatar brevemente la evolución
política operada en la provincia de Córdoba durante este año.

Desde 1873, la provincia estaba en manos del grupo avellanedista local. A las
elecciones del año 1877 se presentaron dos fórmulas: el binomio Felipe Díaz-
Gerónimo del Barco, representando los restos del Partido Nacionalista que había
respondido en su oportunidad al presidente Mitre, y la fórmula oficial constituida
por Clímaco de la Peña y Antonio del Viso. El primero era amigo personal del
presidente Avellaneda, y del Viso venía perfilándose como el próximo líder del
partido oficialista local. Una estrecha amistad lo unía con Juárez Celman,
concuñado de Roca.

El resultado de los comicios dio el triunfo a esta última fórmula; pero la repentina
y aún no aclarada muerte de De la Peña planteó un serio problema al Colegio
Electoral. Las dos opciones posibles eran que los electores practicaran una nueva
elección o que asumiera del Viso. El gobernador Rodríguez se decidió por lo
primero, y ordenó al presidente del Colegio, Natal Crespo, que volviera a
convocar al cuerpo. Este funcionario, que además de ser pariente de del Viso
pertenecía al mismo grupo político, demoró lo más que pudo la orden impartida
por el Gobernador. Rodríguez sorteó elegantemente la situación delegando el
mando en el vicegobernador Zavalía. Éste, compartiendo los planes del
candidato, le trasmitió el mando de la provincia el 17 de mayo de 1877. Juárez
Celman ocupó la cartera del ministerio de Gobierno en el nuevo Gabinete. No
creemos que haga falta aclarar que Córdoba se convirtió así, y como lo
denunciaran los contemporáneos de estos hechos, en el “campamento político del
general Roca”, desde donde se empezaba a trabajarla eficiente Liga de los
Gobernadores, que tan buenos resultados diera tres años después.

En cuanto a las provincias del Norte, el oficialismo tuvo un eficiente custodio en


la persona del comandante Napoleón Uriburu, quien controló las situaciones
políticas en Salta y Jujuy, para asegurar resultados favorables en las elecciones
locales. Si en Salta no tuvieron demasiado éxito sus gestiones, en Jujuy no
sucedió lo mismo.

A principios del 77 se inició en esta provincia un enfrentamiento entre la


Legislatura local y el Gobernador, con motivo de la elección de senadores
nacionales.

El sector mayoritario de la Legislatura, con su Presidente a la cabeza y apoyado


por el ejército de Uriburu, eligió como senadores a José Benito Bárcena y Pablo
Carrillo, en oposición abierta a los restantes legisladores, que votaron al
gobernador Cástulo Aparicio. Este último intimó al comandante Uriburu su retiro
de la provincia, y lo acusó ante el Ejecutivo Nacional de injerencia electoral. En
el ínterin, el Presidente de la Legislatura pidió a Uriburu su intervención, para
asegurar la libre actuación de la Legislatura. El Comandante no se hizo de rogar,
apresó a uno de los jefes de la milicia provincial que respondía al Gobernador, y
entró en la capital con sus tropas. El ministro Alsina, desde Buenos Aires, no puso
reparos a estos procedimientos. A pesar de que el presidente Avellaneda mandó
sucesivas notas a Uriburu en las que desaprobaba su conducta, los senadores
Carrillo y Bárcena ocuparon sus bancas en el Congreso. El conflicto entre los
poderes locales se solucionó poco después, gracias a la mediación pacífica de un
interventor federal.

Buenos Aires no era ajena a estos hábiles manejos en las demás provincias.
Tampoco ignoraba la creciente popularidad del general Roca, y ya se rumoreaba
que el Presidente se apoyaría en él para contrarrestar el decidido liderazgo de
Alsina dentro del ejército. Lo cierto es que el Ministro de Guerra y el Comandante
de frontera mantenían un permanente y amable diálogo respecto del problema
aparejado por las continuas invasiones de los indios. Aunque disentían en las
tácticas a emplear, Roca era lo suficientemente hábil como para respetarlos
lineamientos que imponía su superior.

La conciliación. Sus entretelones


En febrero de 1876, los nacionalistas aceptaron el tibio acercamiento que intentó
el gobernador Casale5 con la nueva ley electoral. Aunque, como vimos, el grupo
mitrista había mantenido una actitud abiertamente hostil, no por ello, había
dejado de capitalizar la idea de un acercamiento que le permitiera materializar
una posible alianza. Con cautela y sin abandonar sus posiciones de ataque, La
Nación la había insinuado a través de sus columnas: “¿ Qué tiene que hacer el
Gobierno para producir confianza y economía? se preguntaba en uno de sus
editoriales. Es claro: volver al pueblo sus libertades, proclamar él imperio de la
Constitución e inaugurar una política de amplia reparación que permita a los
partidos, sin confundirse, coexistir bajo la ley de la confraternidad, y al amparo
de sus grandiosas instituciones”.(1)

“Mientras el Partido Autonomista marchaba hacia eI desmembramiento, el


nacionalismo se vigorizaba”.(2)

El año 1877 se iniciaba en la provincia de Buenos Aires con las elecciones para
renovar la Legislatura local, que se llevarían a cabo en marzo, y a fines de año
tendrían lugar las elecciones de gobernador. Estas últimas tenían una importancia
fundamental, dada la influencia que la primera provincia argentina mantenía en
el escenario político nacional.

En las filas autonomistas surgieron dos listas de candidatos a legisladores,


representativas de las dos tendencias en que se había dividido el partido. Por un
lado, el ala moderada proponía la candidatura de Antonino Cambacères, mientras
que el sector que se denominaría luego Partido Republicano, trabajaba por el
triunfo de Aristóbulo del Valle, ministro de Gobierno de Casares. A pesar de que
Alsina trató por todos los medios de salvar la integridad de su partido, sólo logró
formar una lista mixta que debió aceptar competir con las dos anteriores.

El 25 de marzo el pueblo bonaerense concurrió a las urnas, y se dieron una vez


más los acostumbrados cuadros de fraude y violencia. El triunfo correspondió a
los devallistas, y el corolario fue el distanciamiento definitivo del grupo
republicano. El gobernador Casares separó del mando del regimiento 7 de la
Guardia Nacional a Leandro N. Alem, uno de sus dirigentes, quien se pasó a la
oposición más encarnizada.

“En los primeros días de mayo de 1877 debía estallar la nueva revolución o
conspiración del Partido Nacionalista, que era como la trepidación final de la
revolución de 1874.

A las doce de la noche, antela madrugada del día del estallido, fue convocada la
junta Revolucionaria a sesión especial... El doctor don Daniel María Cazón, en
medio del más profundo silencio, declaró abierta la asamblea y convocó la
comparecencia ele la persona del jefe militar de la revolución...”.(3)

Acto seguido le fue preguntado al general Ignacio Rivas si juraba por los Santos
Evangelios y sobre el puño de su espada desempeñar fiel e irrevocablemente el
cargo para el que había sido designado. Después de la respuesta afirmativa, que
fue saludada con los acostumbrados vítores al general Mitre y a la Patria, pidió la
palabra el doctor don Norberto Quirno Costa, secretario general del Comité,
quien traía el encargo del Jefe Supremo de invitar a los presentes a una reunión
esa misma noche en su casa particular.(4)

Una vez reunidos con el jefe nacionalista en uno de los salones de la casa de la
calle San Martín (hoy, Museo Mitre), éste expuso detalladamente la conferencia
que había tenido con el presidente Avellaneda, por la cual había decidido
aceptarla conciliación, claro está, si la junta Revolucionaria, no disponía lo
contrario. Sin demasiado esfuerzo, la junta se avino a la voluntad del jefe, y se
guardaron los fusiles para otra oportunidad. “La política del acuerdo, o de
conciliación de los partidos, es la gran política argentina, de antiguo linaje..., no
ha sido sino un método empírico y eficaz para dar ejecutivamente participación
en el gobierno a las minorías...”.(5)

El hombre clave que había programado el encuentro entre Mitre y Avellaneda era
José María Moreno: “alejado de la lucha activa de los partidos políticos, pero con
vinculaciones personales en la oposición, y ligado al doctor Avellaneda por una
estrecha amistad”,(6) era el personaje neutro más indicado para este tipo de
quehaceres.

“...aquella evolución no significaba, en manera alguna..., la fusión de dos


partidos antagónicos, o sea su desaparición como tales, sino, pura y
simplemente, el abandono por el opositor de su eterna protesta airada con la
abstención sistemática como confesada actitud, y la conspiración permanente
como arma inconfesable... De la habilísima maniobra resultaba, por una parte,
el desarme del Partido Nacionalista, quedando como rehenes en el Ministerio dos
de sus miembros más conspicuos (ingresaron al ministerio de Culto e Instrucción
Pública José María Gutiérrez, y al de Relaciones Exteriores, Rufino de Elizalde),
y por otra parte, gracias a esta presencia, la neutralización de la tutela,
aparentemente ejercida en el gobierno nacional por el Partido Autonomista”.(7)
Las demás condiciones pactadas fueron: la reincorporación de los jefes y oficiales
del ejército dados de baja con motivo de la revolución del 74; la elección de un
candidato potable para ambos grupos en las elecciones de gobernadores de
Buenos Aires, y el compromiso de presentarse unidos para las elecciones de 1878
que renovarían una parte del Congreso Nacional.

Con esta maniobra el presidente Avellaneda perseguía el cumplimiento de un


doble objetivo: impedir en lo sucesivo las revoluciones, y afirmar sobre los
partidos su autoridad.

Un testigo de aquellos acontecimientos, Paul Groussac, apunta: “No es dudoso


que, vista por su faz más estrecha y práctica, la conciliación así realizada
significaría para el Presidente conforme a la clásica sentencia (¡hija de tantos
padres putativos!) Divide et impera, un positivo triunfo político... Pero nadie
está autorizado para reducir a ese cálculo de maquiavélico egoísmo (el cual, si
existió, sólo hubo de ser accesorio) las vistas más altas y amplias del estadista y
del patriota”.(8)

Una gran concentración ciudadana selló esta política: en esa ocasión


pronunciaron elocuentes discursos Avellaneda, Alsina y Mitre. “El acercamiento
de Mitre y Alsina significaba en la práctica la reconstitución del Partido
Liberal”.(9)

Sin embargo, hay que destacar que tanto Mitre como Avellaneda tuvieron que
trabajar mucho entre sus filas, para lograr el apoyo de sus hombres al convenio.
En cuanto al Presidente, “su primera batalla fue con su ministro de Guerra,
doctor Alsina, que con sus hondas pasiones de hombre de partido y sus
tendencias nativas a la lucha, no había visto con simpatía el proyecto”.(10) Pero,
una vez aceptada, la conciliación vino a reforzarse cuando la noticia del
fallecimiento de Rosas en la lejana Southampton revitalizó la opinión liberal en la
execración de su memoria, y en Buenos Aires se prohibió una misa en sufragio del
extinto, realizándose, en cambio, y por cuenta de los poderes públicos de la
Nación y de la provincia de Buenos Aires, un funeral “por el eterno reposo de las
almas de los que fueron sacrificados durante la bárbara tiranía de don Juan
Manuel de Rosas”.(11)

La conciliación, a pesar de sus logros, dejaba un margen de riesgo a consecuencia


de la doble incógnita que planteaba su viabilidad:

1º) ¿Cuál sería la suerte que correría el devallismo republicano, ante la eventual
coalición del autonomismo y el mitrismo?

2º) ¿Qué cambios de fisonomía dentro del Pardo Nacional podrían surgir ante una
alianza incierta con los núcleos liberales mitristas en el Interior, o sea qué
destino tendría la conciliación fuera de los círculos porteños y bonaerenses que la
habían forjado?(12)
Sarmiento, desde las columnas de El Nacional, convertido en órgano del Partido
Republicano, la fustigaba en estos términos: “las ideas no se concilian..., las
conciliaciones al derredor del poder público no tienen más resultado que
suprimirla voluntad del pueblo para substituirla por la voluntad de los que
mandan”.(13)

En cuanto al Interior, surgieron algunos focos de oposición que temían la


resurrección de figuras del mitrismo que se consideraban nefastas.

De aquí en más asistiremos a lo que podríamos llamar el copamiento de


ministerios por parte de los mitristas. En septiembre renunciaba Iriondo, y
Avellaneda nombraba en su lugar a Bernardo de Irigoyen, que, si bien pertenecía
a las filas alsinistas, era más potable al gusto de los nacionalistas.

Tejedor, gobernador de Buenos Aires


Los hombres más prominentes del mitrismo: Eduardo Costa, Ignacio Rivas, José C.
Paz, Arredondo, los hermanos Elizalde, iniciaron de inmediato la reorganización
del partido en la provincia de Buenos Aires.

Una nueva conferencia ahora, entre Mitre y Alsina fue el principio de largas
conversaciones tendientes a acordar un candidato común para las elecciones de
gobernador de la provincia. Los alsinistas tuvieron que sacrificar la candidatura
de Antonio Cambaceres, y la fórmula de los conciliados quedó formada por Carlos
Tejedor para la gobernación, y Félix Frías para la vicegobernación. Los
republicanos mantuvieron la candidatura de Aristóbulo del Valle.

“La candidatura Tejedor significó un desenlace inesperado. Carente en la


emergencia de capital político propio, la masa autonomista la aceptó con
frialdad; la nacionalista, por disciplina partidaria; la prensa en general... no
demostró ningún entusiasmo ante la solución... En realidad, Tejedor no tenía
arrastre en ninguno de los dos partidos”.(14)

Con todos los elementos oficiales en su favor, los conciliados obtuvieron un fácil
triunfo. Sus candidatos fueron proclamados por el Colegio Electoral el 15 de
febrero de 1878. Félix Frías prefirió una banca en el Congreso antes que la
vicegobernación, por lo cual se. eligió en su lugar a José María Moreno. Después
de todo, la conciliación había sido, en gran parta, obra suya. “El proceso porteño
se había solucionada tranquilamente; pero quienes conocían el temperamento
político del gobernante elegido, en su pasión localista y fanática, presintieron
graves amenazas para la conciliación nacional”.(15)

La muerte de Alsina
Con fecha 28 de diciembre leemos entre los escritos personales del presidente
Avellaneda el siguiente párrafo: “Adolfo Alsina está agonizando. Delira y da voces
de mando a las fuerzas de la frontera. Esta mañana tuvo un momento lúcido y
pronunció dos veces mi nombre, llamándome con palabras de cariño. No ha
recordado a ninguna otra persona... Cuando más se desespera de las afecciones
humanas, la voz de un moribundo puede darnos aliento y esperanzas... estos son
los misterios de la vida”.(16)

Al día siguiente, 29 de diciembre de 1877, dejaba de existir el Ministro de Guerra


y Marina. Los funerales demostraron, por última vez, que había sido el caudillo
del pueblo. Todo Buenos Aires se volcó en las calles y siguió los pasos del cortejo.
Se dieron cita alrededor de su tumba, como es de costumbre, amigos y enemigos;
y, también, como es de costumbre, exaltaron sus virtudes y olvidaron sus
defectos. Avellaneda lo definió en estos términos: “Creía en las fuerzas populares
y respetaba los grandes intereses sociales”.(17) Mariano Varela lo hizo a través
del relato sencillo de un episodio que presenciara horas antes: “Un pobre negro
se acercaba ayer a su féretro, y con la vacilación natural del hombre humilde
que teme llegar hasta el más alto, solicitó de los que custodiaban el cadáver del
ilustre muerto consentimiento para besar su frente helada, dobló la rodilla y sus
ojos se anegaron en llanto. Recogió sus lágrimas con un pañuelo que llevaba, y
con el acento sincero del dolor exclamó: «Esto es todo lo que tengo y puedo
dar», y colocó el pañuelo que contenía el tesoro de aquel corazón noble bajo la
cabeza del muerto”.(18)

“Uno de los sucesos que precipitaron la ruptura de la conciliación fue la muerte


del doctor Alsina..., él habría sido, probablemente, el candidato de éstos (los
partidos conciliados) para la presidencia de la República...”.(19) Esta opinión,
sostenida en el momento de los hechos por no pocos políticos, tanto mitristas
como alsinistas, tiene para el historiador el único valor que pueden tener las
suposiciones, cuando se intenta hacer historia seriamente. La desaparición de
Alsina de la escena nacional anulaba el tercer soporte de un trípode. Sin
desmerecer la autonomía de las decisiones presidenciales, podemos decir que
Alsina había sido el brazo fuerte de Avellaneda. Desde el Ministerio había cubierto
un rol nada fácil. El Presidente debería buscar ahora quien, por sus
características personales, pudiera cubrirlo, si no en todos, al menos en algunos
aspectos. Ese hombre no estaba muy lejos. Como hemos dicho en páginas
anteriores, desde su campamento en la frontera cordobesa había hecho los
méritos necesarios para que se lo considerara un fiel defensor del Ejecutivo
nacional.

El 4 de enero de 1878, el general Julio Argentino Roca recibía el nombramiento


de ministro de Guerra y Marina. El Presidente de la República anunciaba al
General su decisión con estas palabras: “Acabo de firmar el decreto nombrándolo
ministro de la Guerra. V. S. conoce mi programa político. Quiero la conciliación
de los partidos, lo que significa decirla no exclusión de ninguno y la admisión de
todos en el gobierno político y administrativo de la Nación”.(20)

Una parte del rol estaba cubierta: quizá, la que más le interesaba al Presidente,
decidido a proseguir con su objetivo de afirmar su autoridad más allá de
conflictos localistas o de revoluciones de entre casa.
Pero había otro aspecto fundamental que Alsina jugaba dentro del Gabinete, y
era el de aglutinar las fuerzas del autonomismo, regulando de esta forma su
participación política en el poder. Es aquí donde Avellaneda no encontraría
sustituto. De aquí en más, las crisis ministeriales se sucederán violentamente, y
como reflejo directo de los avatares políticos que precedieron a la ruptura de la
conciliación. El Partido Autonomista terminaría por anarquizarse a tal punto, que
sus miembros se verían enfrentados en las trincheras de la revolución del 80.

Deterioro de la conciliación.
La intervención a Corrientes
En febrero y marzo de 1878 tuvieron lugar las elecciones de diputados nacionales
y de legisladores bonaerenses, respectivamente. En ambos casos, las
convenciones partidarias del autonomismo y del mitrismo se reunieron y
confeccionaron listas comunes: las listas de los conciliados triunfaron en Buenos
Aires en ambas elecciones.

Dos meses después, Tejedor asumía el gobierno de la provincia. En su discurso, el


día de tomar el cargo, se declaraba ferviente partidario de la conciliación; pero
al mismo tiempo cometía el error, intencional o no, de referirse a los poderes
nacionales calificándolos de huéspedes de la ciudad capital de la provincia.
Comenzaba así a flotar en el ambiente el viejo enfrentamiento que Buenos Aires
tenía con el resto del país con respecto al problema de la localización de la
capital de la República, tema que surgía casi inevitablemente con cada
renovación presidencial.

Si bien el discurso no pasó inadvertido para nadie, no tuvo tampoco


consecuencias inmediatas. En su libro La defensa de Buenos Aires, el mismo
Gobernador diría años después: “La palabra huésped del mensaje, que no hacía
más que determinar con exactitud un hecho legal, causó por eso gran sorpresa.
La misma palabra había sido usada sin llamar la atención, en el mensaje
provincial de 1869; y entonces era presidente el Sr. Sarmiento. Pero el señor
Avellaneda necesitaba esta vez mostrar enojo, y la palabra fue explotada en el
Interior por sus insinuaciones y su prensa”.(21)

La muerte de la conciliación vendría, sin embargo, por otros caminos. Utilizando


los beneficios que la apertura política les había permitido, los mitristas habían
tratado de reconstruir en el Interior sus antiguos círculos. Corrientes era la
provincia donde más eficazmente lo habían logrado. Con motivo de las elecciones
de gobernador practicadas a fines del año anterior, se habían presentado, en
abierta lucha, las dos tendencias. El candidato autonomista Manuel Derqui había
ganado por escaso número de votos a Felipe Cabral. Por esas peculiaridades
propias de la lucha electoral, se constituyeron en la provincia dos colegios
electorales, cada uno de los cuales entendía ser el legal, y, por lo tanto, ambos
proclamaron su respectivo candidato. La Legislatura provincial reconoció el
triunfo de Derqui, y Cabral solicitó la intervención federal. Avellaneda mandó
como mediadores, y con precisas instrucciones de llegar a una conciliación
amistosa entre ambos bandos, a dos de sus ministros: José María Gutiérrez y
Victorino de la Plaza, representantes del mitrismo y del autonomismo,
respectivamente.

Derqui se avino a permitir que la gente de Cabral entrara en su Gabinete; pero los
liberales, no conformes con esto, decidieron levantarse en armas, y el
Gobernador pidió la intervención federal, Como el Congreso estaba en receso,
ésta fue conferida por decreto del Presidente en la persona de Victorino de la
Plaza. Éste dio amplias facultades al coronel Hilario Lagos para reprimir a los
sublevados, lo que disgustó a los ministros Elizalde y Gutiérrez, quienes
presentaron la renuncia a sus respectivas carteras.

Del texto de las mismas se desprende que Avellaneda había convenido con sus
ministros evitar la acción directa de Lagos, por cuanto apoyaría decididamente a
la fracción de Derqui, prefiriéndose dejar los aspectos militares de la
intervención a cargo del coronel Arias. El nombramiento de Lagos, según
explicara luego el Presidente, se había hecho sin su injerencia. Pero ya era tarde
para remediar malentendidos. A las renuncias antes mencionadas se agregaba
ahora la del ministro del Interior, don Bernardo de Irigoyen, también envuelto en
las consecuencias de estos hechos.

“El coronel Arias, destacado un mes antes por Avellaneda para hacer más
efectivo el desarme, no compartía el criterio del Interventor. El vencedor de La
Verde había comprendido, finalmente, que desde antes del 74 estaba en juego la
gravitación de Buenos Aires, amenazada por la acción concertada de los
gobiernos provinciales, estimulada y aprovechada por el Presidente. De ahí su
evolución hacia el Partido Liberal, a cuyo desplazamiento había contribuido tan
decisivamente cuatro años antes. Él era fundamentalmente porteño. No disimuló
en Corrientes sus propósitos de procurar una solución favorable a los
rebeldes...”.(22)

Avellaneda optó entonces por derivar el problema al Congreso, que acababa de


inaugurar sus sesiones ordinarias. Al mismo tiempo reorganizaba su Gabinete
deshecho, tratando de conservar en las representaciones un equilibrio político
que cada vez se hacía más difícil. Asumían así la cartera de Hacienda, Bonifacio
Lastra; la del Interior, Saturnino Laspiur, y la de justicia e Instrucción Pública,
Manuel A. Montes de Oca; mitristas declarados los (los primeros, y autonomista el
tercero.

La cuestión Corrientes no llegó a su fin sino al promediar el año, y no


precisamente por medios pacíficos. Después de arduos debates que ocuparon casi
tres meses, las Cámaras nacionales aprobaron el proyecto de retirar la
intervención. Durante este tiempo, Arias había quedado dueño de la situación en
la provincia, y había aprovechado para armar a los liberales y desarenar las
milicias oficialistas; todo esto, claro está, con el visto bueno del Ministro del
Interior.

Con las manos libres para actuar una vez retirada la intervención, los liberales
sitiaron la capital correntina, depusieron al Gobernador y llamaron a nuevas
elecciones, que por supuesto ganaron. El 27 de octubre asumía Felipe Cabral.
Avellaneda no había podido hacer nada para impedirlo. Corrientes quedaba como
un firme baluarte mitrista.

En Buenos Aires, centro neurálgico de este proceso, se disolvía definitivamente el


efímero Partido Republicano, y empezaban tramitaciones tendientes a formar un
nuevo partido nacional que reemplazara a la conciliación, con el aporte de
sectores disidentes del autonomismo y del mitrismo.

Paralelamente a estos acontecimientos se gestaba en el Interior una liga de


gobernadores. La muerte definitiva de la conciliación llegaría en este juego al
echarse sobre la mesa las cartas de las candidaturas en cierne, que, a la postre,
harían desembocar el proceso en la Revolución del 80.

Notas
1. Diario La Nación, Buenos Aires, 10.IX.1878.
2. C. Heras, Presidencia..., p. 157.
3. J. A. Costa, Roca y Tejedor, Segunda Parte de Entre dos batallas.
4. Ibidem, p. 77.
5. Ibidem, pp. 70-71.
6. M. M. Zorrilla, Recuerdos..., t. I, p. 203.
7. P. Groussac, Los que pasaban, p. 218.
8. Ibidem, p. 218.
9. J. A. Noble, Cien años..., tomo I, p. 307.
10. M. M. Zorrilla, Recuerdos..., pp. 206-207.
11. D. Peña, La materia religiosa..., p. 295. La cita encomillada corresponde al
decreto suscrito por Avellaneda, casi en los mismos términos que el
producido por el gobernador Casares. La transcripción es textual, y se cita
íntegra en el libro de Peña.
12. Cf. H. Zorraquín Becú, Tiempo y vida..., p. 272.
13. A. Saldías, Un siglo de instituciones..., tomo II, p. 252-253.
14. C. Heras, Presidencia..., p. 166.
15. J. Aramburu, Historia..., tomo III, p. 136.
16. N. Avellaneda, “Notas y fragmentos inéditos”, publicados en La Biblioteca,
año I, tomo II, p. 332.
17. A. Alsina, Folleto en su homenaje.
18. Ibidem.
19. M. Zorrilla, Recuerdos..., t. I, p. 242.
20. N. Avellaneda, Escritos..., tomo VI, p. 227-28.
21. C. Tejedor, La defensa..., p. 43.
22. J. A. Noble, Cien años..., tomo I, p. 302.

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