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01_ E n t r e v i s t a /

por Álvaro Giménez, Íñigo Gómez, Daniel Rietti y María Utrilla

PEDRO G. ROMERO
Pedro G. Romero (Aracena, Huelva, 1964) es un artista que ha desarrollado su trabajo en torno a diferentes áreas, distantes en apariencia pero cercanas entre
sí. Una de sus obras más reconocidas es el Archivo F.X., que comenzó en el año 1999 como la recolección de un amplio fichero de imágenes en relación a la
iconoclastia antisacramental española entre 1845 y 1945. Además, forma parte de la PRPC (Plataforma de Reflexión de Políticas Culturales), es miembro del
equipo de contenidos de UNIA arteypensamiento en la Universidad Internacional de Andalucía, flamencólogo, comisario del proyecto Tratado de Paz para
DSS2016EU, y ha desarrollado también su labor en torno a la crítica del arte y el mundo editorial.
ACTA: Tu trabajo con el Archivo F.X., principalmente, pero
también con otros proyectos de clasificación y conexión
de datos e imágenes, tiene un interés, creemos, más allá
de la propia temática que tratan. Nos gustaría que nos
explicases su origen teórico y la relación con autores
como Warburg y Bataille. ¿En qué medida tiene una
potencialidad como herramienta historiográfica dentro
del análisis de una cultura visual tan compleja como a la
que nos enfrentamos actualmente?

PEDRO G. ROMERO: Bueno, y el Walter Benjamin de


los P​assagem Werk.​En realidad, dediqué algunos años al
estudio de estos proyectos, el mencionado, M​nemosyne de
Warburg, y la revista Documents que dirigía Carl Einstein y
guiaba Georges Bataille. En parte, las primeras impresiones
aparecen en el proyecto E​l fantasma y el esqueleto, que hice
para Arteleku entre 1997 y 1999. Fue una experiencia
importante. Me sirvió para replantear absolutamente la
relación de mi trabajo con las imágenes, la producción
material y el conocimiento sensible. En ese ámbito, más allá
de mediaciones y de marcos relacionales, la experiencia me
demostró que la circulación de imágenes y conceptos apenas
tenía que ver ya con la voluntad del artista y sus capacidades
expresivas, se trataba más bien de establecer resistencias,
pautas de lecturas y un continuo resituarse frente al
infatigable flujo de imágenes que gestiona el mundo.
Ninguno de los tres autores es un historiador o teórico
típico, muchas veces se les desprecia por el componente
artístico y excéntrico de sus distintos pensamientos y eso es
precisamente lo que me permitía trabajar con sus legados.
Para empezar, los tres rompían con la rigidez y diferenciación
epistemológica que se pretende entre las bellas artes y las
vanguardias heroicas. Indudablemente, el modelo para esa
separación está en las dinámicas del capitalismo cultural
y eso lo supieron ver con claridad estos tres pensadores,
ninguno dentro de la ortodoxia izquierdista, digámoslo así.
Pero, además, los tres son pensadores contra la historia, no
relativistas, no, pensadores que saben del peso aplastante
de la Historia, con mayúsculas, de su carácter ideológico
como arma de los vencedores para configurar la realidad.
Y ninguno, sin embargo, opta por relativismo ni juegos
especulares manieristas, eso que después llamaremos
posmoderno. Más bien trabajan por las historias, por las
narraciones múltiples y menores, por las lecturas a contrapelo,
como posibilidad benjaminiana de enfrentarse a los grandes
relatos del pasado.

A: En cuanto a su desarrollo, ¿cómo ha ido evolucionando


el A​rchivo desde su comienzo hasta ahora? Nos referimos
aquí en su relación con los cambios tecnológicos que
afectan a los sistemas de producción de imágenes y a las
relaciones sociales.

PGR: Bueno, el Archivo es hijo de los malentendidos del


momento y de los dispositivos tecnológicos de mediación
que posibilitan ese malentendido. Evidentemente el propio
nombre de Archivo F.X. tenía algo de paródico, señalaba
al Archivo, al Museo, que es una forma de archivo en su

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sentido común de colección de cosas, en el preciso, de
ejercicio de taxonomías y clasificaciones y, también, en el
más profundo, de a​rjé,​de mandato. Archivo F.X. claudicaba
ante la hegemonía del archivo como el verdadero
organizador de lo sensible, administrando el lugar que
ocupan las formas en su aparición en el mundo.
El Archivo F.X. es en gran medida una descripción del
triunfante universo del arte moderno como modernidad,
administración financiera de las cosas y gestión de los
imaginarios que aparecen en el mundo real. Con esa
misma melancolía, el proyecto se desplazó en los medios
y canales existentes, el museo, la sala de exposiciones,
las revistas, las publicaciones, la web, la reproducción
digital, etc. Es interesante que las herramientas digitales de
comunicación –Twitter, Facebook, etc– han marcado un
cierto límite, han dado al Archivo una dimensión precisa.
En cierto sentido, el Archivo F.X., aun con sus esfuerzos
paródicos, se ha mantenido dentro de los límites políticos de
la representación, desde el Museo a la página web. A veces
se sitúa en sus límites, pero trabaja en estos, ahí dentro.
En cierto sentido, Máquina P.H., el proyecto en el que
trabajo con formas de cultura popular, con los flamencos,
por ejemplo, se sitúa más en el afuera, tiene al menos
esa voluntad de escapar a lo representativo, a una cierta
política de las formas que también me interesa aunque no
me colma.

A: Una de las preocupaciones que se muestra en tu


obra se corresponde con la sociedad de la imagen
y el “desdoblamiento del yo” que esta sociedad
sobrerrepresentada provoca. ¿De qué forma traduces
estos desdoblamientos en tu obra?

PGR: Desde siempre he trabajado con heterónimos, grupos


más o menos anónimos y un sin fin de voces: Jota Gracián,
José Luis Borja, Juan del Campo, El flamenco enmascarado...
Pedro G. Romero, ¿qué nombre es ese? Indudablemente la
práctica artística nos puede enseñar que las obras que se
hacen dependen de una serie de circunstancias que no se
corresponde con un yo fuerte y continuado.
Hay una escisión –hay excepciones, los artistas paranoicos,
y admiro a muchos de ellos, actúan en ese continuo
obsesivo que a veces se confunde con egolatría, pero nada
tiene que ver– en la forma de aparecer que necesita una
cierta dramatización, dotarte de las cualidades de un actor,
establecer reglas teatrales para aquello que haces.
Desde luego, hay una obsesión en mi trabajo, desde siempre,
por esos desdoblamientos, Artaud, Roussell, Ramón; pero
también la imagen dialéctica tal y como lo entiende Walter
Benjamín y que para mí reconcilia ciertas operaciones
marxistas, hegelianas, con estos experimentalismos poéticos
ligados al arte de vanguardia, a las escisiones del sujeto
moderno que no es capaz de asimilar el cambiante mundo.
La parodia operativa del Archivo F.X. nace ahí, precisamente,
imágenes leídas por homofonía entre el contexto del arte
y el de la violencia iconoclasta, textos que hablan de una
cosa y se refieren a una imagen diferente, digresiones sin
fin...

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A: Si nos adentramos en el problema de la memoria
histórica en España, ¿cómo es la perspectiva desde tu
trabajo de un territorio que parece no haber podido
abordarse de otro modo que no sea la nostalgia? ¿Cuál ha
sido, a tu juicio, su tratamiento en las artes visuales de los
últimos años respecto a su gestión en el proceso político
de la Transición y en las políticas que han ido tomándose
al respecto en los sucesivos años?

PGR: Bueno, hay una fetichización del asunto, es evidente, y


su crítica se ha manifestado en un neofolklore antifranquista,
sea en fibra de vidrio o en bronces, Franco se convierte en
una forma de escapar del verdadero significado del trabajo
político del arte. El problema de las estatuas de Franco es el
bronce y no Franco. Alguna vez lo he dicho. A la gente debía
transmitírsele la idea de que en nuestras calles hay próceres
de todas las épocas, que son bastante hijos de puta aunque
escapen a la llamada Ley de Memoria Histórica. Por supuesto
que no hay que homenajear en el viario público a ciertas
figuras del negro pasado reciente, pero es más interesante
enseñar a sospechar de aquellos que dan nombres a
nuestras calles y de aquellos que pueblan nuestros históricos
palacios y monumentos públicos que andar todo el día
dando el cambiazo al callejero. Pero estos accidentes que
la memoria histórica provoca son, evidentemente, solo un
síntoma. Todos aquellos que señalan lo malo que era Franco
y el franquismo –que lo era– parecerían decir a la vez,
casi por un efecto, quizás ajeno, del lenguaje, lo bien que
estamos hoy. No es así desde luego. El conflicto es hoy, sí.
Por ejemplo, el efecto Desacuerdos,​supongo que conocéis
el proyecto que iniciaron hace unos años MACBA, Arteleku
y Unia arteypensamiento. No sé..., allí, en sus desarrollos
críticos, se hacía evidente que la transición, la llamada
cultura de la transición no había sido sino una especie de
vuelta al orden, de regresión en unas formas culturales,
críticas y subversivas que ya se extendían por España
desde los años 50. Hablo de 20 años antes a la muerte del
dictador. Fue en esa incipiente liberalización de la economía
y en esa capitalización de la cultura donde empiezan a
darse las transformaciones estéticas e ideológicas del
régimen y no con la proverbial llegada de la democracia.
Sin embargo, se fetichiza la transición como un momento­
monumento, e incluso voces críticas como las de Podemos
y cía se empeñan en señalar que ese fue un momento de
transformación, bueno o malo, pero el momento. ¡Cómo
si para la gestión biopolítica de nuestras vidas fuera más o
menos detonante la democracia representativa!

Fijaos en una cosa: muchos artistas y críticos de fuera de


España, sobre todo en la onda deleuziana, para entendernos,
se sorprenden, de pronto, del nivel casi analfabeto, política
y filosóficamente hablando, de los artistas del conceptual
político en el estado español y que los pintores de Trama
en Barcelona leyeran a Althusser o los esquizos de Madrid
fueran los primeros en descifrar las consecuencias estéticas
de los escritos de Deleuze y Guattari, tan actuales ahora
mismo en las reflexiones sobre lo sensible. Es interesante en
un contexto de democracia representativa, pues, aunque
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parezca mentira, los problemas de representación son los
mismos en el plano político que en el plano de la pintura.
Ahí si que hay una potencia y complejidad en el discurso,
mientras que en la crítica política que se efectúa, digamos,
desde Equipo Crónica a los conceptuales catalanes
de la transición, hay de facto una aceptación de las
representaciones de la publicidad, la propaganda, por más
que quieran ser críticos y con la mejor de las voluntades
y el más noble de los corazones, la propia mediología
sobre la que, suponíamos, tan reflexivos estaban siendo,
los ha traicionado y son otro soporte más, el soporte de la
institución arte, con el que transmitir aquellos valores de
consenso, crítica, disensión amable, capitalismo cognitivo...
están muchos más asimiladas estas voces críticas que, por
ejemplo, las salvajes pinturas esquizo del Manolo Quejido de
aquellos años.

A: Hoy la iconoclastia en España y en todo el mundo


parece ser una cuestión de sumo interés. ¿Cuál fue el
punto de partida de esa decisión, retomando de nuevo el
Archivo F.X.? ¿Observabas que no se había investigado lo
suficiente sobre el tema o que había una aproximación
pobre? ¿Esta revalorización se entiende como una
contrahistoria necesaria?

PGR: Ninguna motivación redentora, me temo. Vivo en


Sevilla, una ciudad donde las imágenes aún mandan. De
una forma natural, desde los años 80, iba comprando y
guardando todo lo que tenía que ver con la iconoclastia local,
cosas de la guerra civil, también de Barcelona, de la Semana
Trágica, en fin. A mediados de los años noventa replanteé
mi relación con el trabajo, no tenía claro esta dedicación,
el estudio, la galería, el museo, no me iba mal, si hablamos
de vivir de esto, pero ni sabía cómo había llegado a esa
industria. Dedicaba más tiempo a otras cosas, entrevistas
con viejos militantes anarquistas, las cosas flamencas, esta
colección de imágenes, en fin, durante un proyecto que
me brindó Arteleku, El fantasma y el esqueleto, pude madurar
fórmulas bastante autónomas de trabajo, fuera del mercado
más evidente, de cierta cosificación y normalidad que,
digamos, me extrañaba. Empecé a presentar los trabajos
sobre imágenes en charlas, talleres, ponencias, textos y
poco a poco tomó su propia circulación y empezaron a
operar figuraciones interesantes en el modo de presentar
el trabajo, las prácticas instituyentes y demás. Pero nunca
quiso ser un trabajo de archivo positivo, ningún almacén de
emancipación y otros manierismos de los publicistas del arte
político. Colateralmente, empezaban a llegarme consultas,
invitaciones de historiadores, actividades relacionadas con
la incipiente investigación que acabó llamándose memoria
histórica. El trabajo con Manuel Delgado o Francisco
Espinosa, de muy diversos modos, fue fundamental.
Recuerdo una sesión en El Escorial, estaba entre el público
Remo Bodei y en las preguntas, después de ver unas 500
imágenes y películas sobre la iconoclastia en España, dijo que
no tenía nada que decir, solo que tenía que reconsiderar su
opinión sobre la historia de las imágenes, que desde luego
esa circulación tenía que haber tenido consecuencias, que
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no sabría explicar. Recuerdo que, después, se fue de la sala.
Evidentemente, apenas se sabe nada de ese fenómeno
histórico, se asume como un anacronismo, un irracionalismo
nihilista, una acción política y criminal de los comunistas, en
fin, se simplifica y deja de prestársele atención. En grandes
exposiciones recientes, estimables sin duda, Iconoclash,
por ejemplo, en el ZKM, el fenómeno ni se tocaba, en fin,
tampoco tocaban las variantes más recientes en la historia
alemana reciente, el enfrentamiento Kultur/Civilización, por
ejemplo, pero Weibel y Latour estaban empeñados en una
tesis y no querían materiales que impidieran su rotunda
afirmación. El caso es que sí, si apenas se sabía nada dentro,
entre los historiadores locales del país, cómo iban a adivinarlo
fuera. Aún recuerdo como Hans Haacke me sometió a un
tercer grado para obtener una veracidad absoluta de que las
Chekas de la Iglesia de Vallmajor en Barcelona habían existido
realmente. En fin, en parte es esa incomodidad a izquierda
y derecha la que ha mantenido estos sucesos, imágenes,
documentos, en el limbo. Yo sigo convencido de que con
esta caja de herramientas es más fácil entender cosas como
la barbarie anti patrimonial del ISIS o el delirante atropello
de dos titiriteros este mismo año en Madrid, por señalar
ejemplos evidentes.

A: Dentro del marco de discusión acerca de la


institucionalidad cultural, nos gustaría conocer tu
posición en torno a la manera de reconstruir la historia y
la posibilidad de construir extrainstitucionalmente.

PGR: No es la expresión que más me gusta. Sí que creo que


extrainstitucionalmente hay que mantener historias frente
a esa Historia con mayúscula que en un momento dado
se hace Institución. Ese enfrentamiento entre historias e
Historia es fundamental, especial y curiosamente para los
que aún creemos en un mínimo de veracidad de las cosas,
en que hay un resto de verdad en lo que ha sucedido y
en lo que no. Ya me he referido a esto, frente al cinismo
de los vencedores de la historia, que decía Benjamin, o al
relativismo posmoderno, ese combate entre historia y gran
Historia me parece fundamental. No es tanto imponer una
historia sobre otra, ni que los vencedores de la historia sean
otros, más bien, creo, mantener esa fricción historias/Historia
de forma permanente.

A: Si nos centramos en el perfil de la institución, existe la


posibilidad de que el museo de nueva tendencia politizada
–​c​omo es el caso de muchos museos españoles de arte
contemporáneo desde hace pocos años–​o esa nueva
institucionalidad artística preocupada por lo político no
integre determinados discursos, precisamente por su
propia posición hegemónica o porque le sean incómodos.
De esta manera, ¿no crees que esa intención agente
encuentra ahí su agotamiento/limitación?

PGR: Joaquín Vázquez lo llama, en España, el Efecto


Desacuerdos, si, un desastre total. Las programaciones
progres del CAAC de Sevilla o el IVAM de Valencia, agitando
las banderas de la crítica y la disidencia y perpetuando

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modelos museísticos caducos, tan cómodos a las
administraciones que los amparan, son un ejemplo de esto.
Todo es archivo, todo es política, ¡claro! ¡Ya lo sabíamos!
Pero la política no es una trade mark –o sí, quién sabe– la
política es un efecto y estas exposiciones paralizan en vez
de politizar, convierten el branding institucional en mera
decoración política, como aquellos retratos de los próceres
decimonónicos con que abrían sus puertas los museos
del siglo XIX, pues ahora, se trata de que circule por los
medios la foto del político de turno con la buena causa
que el artista recoge, sean los inmigrantes o la violencia de
género. Son formas de anestesia. Y el caso es que el político,
las más de las veces no tiene alcance para ver este efecto.
Él o ella tan solo se suma con su buenismo, la más de las
veces; pero el profesional del arte sí lo sabe, conoce los
efectos anestesiantes de sus operaciones, al menos tiene
a su alcance una abundante literatura sobre esto, y opera a
sabiendas.

Pero es importante entender que la politización de la


institución no es algo nuevo y tiene una lógica aplastante.
La institución es el lugar de la política, es una definición
clásica. Cuando se habla de instituciones no políticas en los
medios es que son de derechas y, afortunadamente, esa
implicación política, aun en la superficialidad de la moda y
el ornamento del momento, en medio de la crisis, tiene una
lógica aplastante. Incluso esa visibilidad de lo político, esa
canalización representativa fue un modelo para la institución
parlamentaria. La potencia política que parecía circular
por fuera de las instituciones, vamos, de las instituciones
gubernamentales pues circulaban como otras formas de
institución, llegó antes a algunos museos que al parlamento,
pero el camino, la representatividad es la misma.
Otra cosa es que la función del arte sea la de politizar el
mundo. Amador Fernández Savater ha recogido hace unos
días la oposición entre politizar y habitar el mundo, Una
disquisición compleja, claro. Me recordó inmediatamente
esa misma polémica en boca de Ángel González, el
historiador del arte, que para mí fue un amigo y un maestro.
El trabajo del arte, ese habitar el mundo es, en primera
instancia, un trabajo no politizado, literalmente, aún no es
una experiencia ciudadana, no se mueve por la p​olis,​está
ligado a un momento lingüístico primero, un hablar casi sin
comunicación. Pero esa habitación tiene su circulación, sus
espectadores, no digamos ya sus mercados: institucional,
capitalista, universitario y ahí, sí, ya es plenamente
político; y una cosa no existe sin la otra pero tener claro
esos momentos me parece importante y necesario para
que no se produzcan esos efectos que mencionáis:
agotamiento, limitación... Claro, ¿por qué la universidad no
es un lugar de potencia, de tensión del conocimiento? No
podemos resignarnos a su condición institucional puesto
que la universidad es una institución, sí, una importante
institución social, debe ser posible superar esos límites de
los que habláis, salir del supuesto agotamiento. Muchas
veces la queja se convierte en un lugar de cierto confort,
una manera como otra de no moverse, vaya, ¡si pasa hasta
con la queja en el flamenco!

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A: En alguna ocasión has señalado la idea de lo popular
como un media ¿Cómo ves la posibilidad de agencia a
través de la cultura popular? ¿Qué grado de vigencia
mantiene hoy la dialéctica alta/baja cultura?

PGR: Primero la Ilustración con su separación y después el


Capitalismo, reconvirtiéndola en industria y en espacio de
públicos, consumidores, etc., en efecto, la han convertido en
un media. No es algo nuevo, desde luego, la complejidad de
lo popular se debe a sus distintos agenciamientos. Agamben
en L​a lengua y los pueblos explora bien la doble condición de
pueblo y populacho y de esa dicotomía sigue formado el
amplio y difuso funcionamiento de la cultura popular. A mí
me interesan especialmente los lugares donde se da esa
condición, la incluyente (incluso institucional) de pueblo
y la excluyente, casi delincuente, de populacho. Para mí
es ejemplar, y el flamenco, especialmente, una fuente de
ejemplos. Y claro que se mantiene la dialéctica alta y baja
cultura, precisamente como eso, como una dialéctica –a la
manera de la imagen dialéctica benjaminiana– y no como
dos esferas totalmente separadas que anden en tensión.
Cuando se relativizan esas diferencias en nombre del
mercado, de los populismos, del folklore, de las identidades
nacionales o étnicas, el agenciamiento se debilita y pierde
sus propiedades. Lo alto y lo bajo son, desde mi punto de
vista, otra manera de entender esa tensión entre pueblo y
populacho que late en toda cultura popular. En efecto, hay
que avivar, trabajar esa tensión.

A: Respecto al museo, ¿qué problemas existen a la hora


de erigirse como un actor más en la red cultural de su
entorno, en un ejercicio de una suerte de descenso a la
realidad artística en conexión con lo popular?

PGR: No sé si entiendo bien la pregunta. El problema


del museo como un actor más de la red cultural, en fin,
ya me gustaría, un actor más. Me temo que el aparato
museo es tan hegemónico que no se trata de un actor
más, excepto en la escala, quizás. Desde lo popular se han
desarrollado herramientas de asimilación y resistencia a
la institución, sea el museo, el teatro, la casa de discos,
la industrialización de la artesanía, etc. Creo que hay
que aprender de sus formas y actitudes, para mí son
ejemplares. No sé si servirá el ejemplo: el baile flamenco
es un arte teatral desde sus inicios, empezó encima de las
tablas, pero por muy diversas razones, no es el momento
ahora de extenderme en ese sentido, de muy diversas
maneras, digo, desarrolló fórmulas para que el ajuste entre
su trabajo y el de la institución teatral no fueran nunca
cómodos, siempre hubiese fricciones, se desnaturalizara
esa relación, se dieran incomodidades y desajustes.
Todo el mundo imagina que eso que ve, en realidad,
naturalmente, tiene lugar en otro sitio y que tan solo
por un momento y de forma no del todo completa, está
dándose allí, en el teatro, en el lugar, ya digo, donde se
han ensayado desde los orígenes todas sus maneras.
Esa doble condición de la representación me parece una
herramienta potentísima.

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A: Por otro lado, no solo has desarrollado tu actividad
como artista: participas en UNIA arteypensamiento
y en PRPC (Plataforma de Reflexión de Políticas
Culturales) de Sevilla, estás trabajando en el proyecto
Máquinas de Vivir en torno al flamenco, y eres comisario
del proyecto Tratado de Paz para DSS2016EU, entre
otras exposiciones. ¿Cuál es el encaje que tienen las
prácticas interdisciplinares, como es tu actividad,
en el funcionamiento actual del arte? ¿Con qué
contradicciones aprecias su desarrollo y cómo te
enfrentas a ellas?

PGR: Bueno, ya es un lugar común decir que el arte no


es una práctica disciplinada, pero es que es verdad, más
que multidisciplinar, como si yo manejara, fuera experto
en varias disciplinas distintas, es que no atiendo a ninguna
disciplina, no sé de nada y hago de todo, lo que se ajustaría
perfectamente al medio sin fin del que hablaba Giorgio
Agamben. Pero es que la práctica expandida del arte, lo
que son giros conceptuales, p​erformativos o relacionales (es
lógico que el arte se llene de palabrería, sí, pues también
esa es su materia de trabajo), pienso que trata de eso. Lo
que se trabaja son ciertas herramientas, gestos, formas de
cristalización, figuraciones, apariciones de saber, afectos
y efectos sensibles y se disponen de muy distinto modo.
Parecen muchas cosas pero son una sola, una caja de
herramientas y a esta me aplico aquí y allá, con mayor o
menor fortuna. Pero claro que son herramientas concretas
y tienen unos determinados funcionamientos y me ejercito
en ellas y tomo experiencia, saber y aplicación, vaya, como el
carpintero que hace una mesa y, como decía Marx, es capaz
después de que la mesa se ponga a bailar.

A: En cuanto a tu labor como crítico de arte, has


mencionado en ocasiones la situación de impasse de
la crítica de arte en España. ¿Por dónde pasa para ti la
respuesta a esta crisis? ¿De qué manera debe encararse
este problema?

PGR: En realidad, creo, que la he señalado como síntoma


de una crisis más general del arte en España, del trabajo de
los artistas y de su relación de peso con las instituciones,
universidades, museos, etc. En efecto, no existieron, en
su momento, cuando el papel aún era un medio posible,
revistas ni foros de alcance donde se replanteara nuestro
propio trabajo, la tradición, la modernidad particular que
se dio en esta parte del mundo, más allá de los grandes
éxitos europeos de Picasso, Miró o Dalí. Este último me
parece un ejemplo clave, un nudo importante. ¿a qué
dedicamos nuestro tiempo de saber y conocimiento? La
universidad, por ejemplo. En mi época, entre los círculos más
avanzados e interesantes, solo se hacían tesis doctorales
sobre Beuys, Richter o Polke, y sin saber alemán, que era un
hándicap importante, así que esa herramienta tradicional de
especialización del conocimiento se convertía en una suerte
de revista de divulgación, más o menos acertada, nada
reseñable, claro. Mientras tanto, de las formas que la

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modernidad tomó en este país, en los diversos focos
nacionales, en Barcelona, Bilbao, Madrid o Sevilla, apenas
sabemos nada. Se han convertido en saberes melancólicos
y son, en el contexto anglosajón o europeo, la base del vigor
de sus escenas artísticas y, más exactamente, en los últimos
treinta años, de su constante renovación. Pero pensemos,
por ejemplo, en situaciones nada excepcionales, prosaicas,
incluso banales. En Estados Unidos, en Brasil, en México,
en Alemania, en Francia, en fin, en todos esos lugares hay
siempre una bienal, una gran exposición que mide el estado
de la cuestión, que hace acontecer la mirada de los medios
sobre lo que se está haciendo, que pone atención en nuevos
trabajos, en la llegada de nuevas formas de hacer y para la
que concursan, no solo los expertos, críticos e historiadores
del arte, desde luego, las instituciones y el mercado también
participan, pero es el lugar de los conocedores, incluso
diría es una suerte de neo academia. En fin, en España,
en un país sin mercado del arte o con un mercado del
arte débil, ha sido ARCO, una feria de arte, el evento que
durante años ha tomado ese protagonismo. Y, para colmo,
¡celebran tamaño ridículo! Ya digo, estamos en un momento
en que las bienales son antesalas de las ferias de arte y
hasta la Documenta no es otra cosa que una superbienal
desde hace años. En algún momento hubo una tensión
entre el mercado y el saber, los señores de las tiendas y los
señores del conocimiento friccionaban y en esa refriega nos
colábamos. Creo que no hay nada que hacer, verdad, ahí está
Bolonia que quiere a toda costa hacer un matrimonio fijo y
perdurable de esa relación de saber y mercado. ¡Bolonia no
quiere el divorcio!

Al Archivo F.X., como a otras instituciones, el MACBA o el


MNCARS, por ejemplo, no le ha quedado otro remedio que
crear su propio departamento de saber, su departamento
de actividades públicas, su PEI particular. Más allá de las
escalas, que no son comparables, ya lo sé, lo que sí es verdad
es que, en un momento dado, muchos artistas nos tuvimos
que remangar y ponernos a estudiar, hacer crítica, investigar,
hacer historia del arte, no podíamos esperar a que las
instituciones dedicadas a esto dieran ningún fruto. Perdimos
y ganamos tiempo y dinero, no me arrepiento, pero sí creo
que fue una necesidad acuciante, que en una situación
normalizada quizás no se hubiera producido y estaríamos
instalados en especulaciones sobre el sexo de los ángeles o
el campo expandido del arte político... preocupaciones, por
cierto, en las que, no obstante, estamos instalados.

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