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DUEÑOS DEL DESTINO

Guillem López
Para mi hermano Alex,
pequeño gran guerrero.

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CAPÍTULO 1

La vida había pasado ante los ojos del viejo de la misma forma
que el incansable vendaval arrasa todo a su paso, sin origen
ni destino. Como hojas llevadas por la ventisca, los años
cayeron en el pozo de los falsos recuerdos, aquellos que
apenas se sabe de dónde salieron, si alguna vez tuvieron lugar
o eran una invención de la cordura.
El Burz Hatur era un páramo maldito y muerto que acababa
con las esperanzas, los sueños y la memoria de los que una
vez llegaron allí para asentarse como colonos. Con la soledad
por compañera y sin una excusa para permanecer en aquel
lugar, la carne se reblandecía y los sentimientos se resecaban.
Llegados a aquel punto, el viejo ya no recordaba si alguna vez
tuvo ilusiones, pues al final de sus días se encontraba preso
en la frontera de lo posible, con la vista puesta en la muerte
acechante.
Apenas distinguía una sombra difusa en el horizonte
brumoso, caminando a trompicones, contra el temporal, y sin
conocerlo ya sabía quién era y qué quería. Un golpe de viento
barrió una vez más la tierra seca del Burz Hatur y golpeó las
paredes de la cabaña con un millar de pequeños guijarros. Se
cerró la gruesa pelliza sobre el cuello, encogió los hombros y
permaneció impasible, sin mover un músculo, a cubierto bajo
la desvencijada techumbre de la entrada. Tenía los ojos de
hielo, incoloros, como dos cráteres en la cara abrasada, rajada
por un abanico de arrugas y piel cuarteada. El largo pelo cano
ondeaba con cada bandazo del temporal, acompañado de una
hirsuta barba sucia. Todavía tenía tiempo, todo el tiempo del
mundo, antes de que el monje alcanzara el buen refugio de
Max, el loco Max.
Rumió un instante más, escrutando la figura que se
acercaba, y entró en la cabaña. Era un hogar lóbrego aunque
cálido, acogedor a pesar de los huesos y las pieles curtidas y
polvorientas que colgaban de las vigas. En la chimenea ardían
unos pocos troncos y el aire se impregnaba del acre olor de la
ceniza cada vez que la tormenta ululaba en el respiradero.
Max se acercó a un malogrado cesto, lleno de ramas
secas con el aspecto de fibrosos animales despellejados, y
dispuso unos pocos sobre la escuálida llama. Después se
quitó el abrigo, lo colgó de unos grandes cuernos de macho
cabrío, y se sentó en una butaca remendada con parches y
remaches a los que asomaban clavos oxidados y madera
carcomida.
Se llevó la larga pipa a los labios y la encendió con una
brasa ardiente. La hoja seca se consumió en un chisporroteo,
crepitó y expulsó una breve pero apestosa humareda ocre.
Estiró los pies hacia el fuego. Al poco sintió el calor sobre la
recia piel repujada de las botas. El invierno estaba cerca, otro
invierno más en el Burz Hatur. El viento lo anunciaba a voz en
grito, aullando la llegada del exterminador, el cruel dueño de
aquel yermo desamparado en que vivía. Al fin y al cabo, Max
solo estaba de paso, como todos los colonos, breves
apariciones que se acabaron esfumando en el viento.
La puerta se abrió con un golpetazo y un brazo ventoso
sacudió los huesos colgantes en una caótica melodía. Max no
prestó atención, apenas desvió la mirada desde el ángulo de
los párpados. Dio varias chupadas cortas pero intensas, cruzó
un pie sobre otro y se rascó la costrosa piel del cuello. La
figura del clérigo era una rocosa silueta oscura tras la que
flameaba la capa. Ataviado con la gran armadura de su orden,
el petate en una mano, un hacha de doble filo en la otra y el
yelmo calado entre las hombreras cubiertas de afiladas púas.
Se agachó al traspasar la portezuela y cerró tras él.
La ventisca asomaba su impertinente silbido a los
irregulares maderos y barría el polvo a sus pies. El clérigo
permaneció en silencio, estático como una reliquia religiosa de
tiempos pasados. Su enorme tamaño se veía encajonado bajo
la techumbre de la cabaña y la oscura silueta armada
recordaba un siniestro tótem pagano. Max dio una calada
profunda y observó el fuego durante un largo instante. Con un
quejido ahogado se incorporó, tomó un par de retorcidas
ramas y las arrojó al hogar. Después se dejó caer contra el
respaldo y suspiró.
—Puedes sentarte —dijo, con la pipa entrechocando en
los desgastados y sucios dientes.
El monje caminó hasta la mesa y tomó asiento en un
pequeño taburete. Sus recias pisadas fueron acompañadas
por el quejido de la madera. Las placas de la armadura
rechinaron contra la malla metálica en un repentino
estruendo. Se quitó el yelmo cerrado, con una estrecha rendija
por visor, y lo dejó a un lado. Era un hombre joven, quizá
envejecido por el cansancio acumulado bajo los ojos y en la
boca, rodeada de barba incipiente. La piel quebrada, abrasada
por el incansable viento del Hatur, apenas reflejaba el brillo de
la escasa lumbre. Se quedó quieto, en silencio, con los rasgos
desaparecidos en las sombras y los pensamientos devorados
por el famélico remordimiento.
La pipa se había apagado, pero Max continuó mordiendo
la caña y saboreando el amargo regusto de la hoja en los
labios. Algunas maderas prendieron en el hogar y una
repentina claridad iluminó la estancia. Las sombras se
retiraron a los rincones y extrañas formas corrieron de un
lado al otro con el balanceo de los huesos colgantes. El viejo
apoyó la cabeza contra los nudillos y carraspeó sin apartar su
atención del fuego.
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—¿Cuántos días llevas? —preguntó, de la misma forma
en que se lanza un pensamiento al aire, sin emoción alguna.
El monje levantó la frente y lo miró sin pestañear. Se
pasó la lengua por los labios y sintió el sabor de la tierra y la
sangre bajo las llagas y las costras.
—Diecisiete —respondió. Su voz resultó ser tan seca
como el viento helado que arrasaba el yermo erial al otro lado
de las paredes.
Max se incorporó y vació la cazoleta de la pipa con unos
pacientes golpecitos. Después echó mano a la bolsa de cuero y
añadió un nuevo pellizco de hoja seca que prensó con la larga
uña del dedo meñique.
—No te queda mucho —afirmó, lleno de parsimonia—.
¿Vas de vuelta?
El clérigo pareció meditar la respuesta, paseó sus
pensamientos por la habitación, oculto tras un velo taciturno
y exhausto.
—Sí —respondió, finalmente—, voy de vuelta.
El viejo asintió, severo, balanceando la cabeza como si
paladease el significado de aquellas palabras. Prendió el
extremo de una ramilla seca y bizcó los ojos, oculto tras las
vaharadas de humo. Masticó el sabor de la hoja ardiente y sus
mejillas se hincharon antes de caer descolgadas bajo los
pómulos.
—Frente a ti hay licor de espino blanco —dijo antes de
acomodarse en su butaca y continuar su aburrido pasatiempo
frente al fuego—. Lo destilo yo mismo. Es la cosa más horrible
que me he echado al gaznate, pero te mantiene caliente el
cuerpo y fríos los pensamientos. Te irá bien.
—No me está permitido embriagarme —masculló el
clérigo entre dientes.
En esta ocasión, y por primera vez, el viejo se volvió hacia
su invitado y lo observó de pies a cabeza. Sus ojos vidriosos
destellaron una fuerza inusitada, ofendida pero cauta, tras un
guiño suspicaz. Separó la pipa de los labios y apuntó con ella
al clérigo.
—¿Sabes cuántos monjes antes que tú me han dicho lo
mismo?
El clérigo se volvió hacia el retador anciano.
—¿Acaso crees que eres el único? —continuó Max,
entrecerrando los párpados, receloso—. Muchos han pasado
por esta casa. Otros se te adelantaron y abrieron esa puerta.
Cruzaron el umbral y se sentaron a mi mesa. Muchos, sí; es
probable que todos. ¿Qué ocurre? ¿Sientes ofendida tu fe? No
seas tonto, acepta mi licor y también mi comida. Tengo un
queso de cabra excelente y galletas de centeno que guardo
para el invierno.
—No puedo aceptar nada.
—Entonces, ¿por qué has venido? Dime, ¿no tienes
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respuesta? —Max chasqueó los labios y su boca se vino sobre
la barbilla. Después regresó al fuego y acomodó sus viejos
huesos en el asiento—. Siempre igual. Venís cargados de
culpa y apeláis a mi hospitalidad. Desde que era niño.
Recuerdo a mi padre sentado aquí mismo y algunos de los que
ahora son tus maestros, monjes que han convertido su
nombre en leyenda, sentados donde estás tú. Todos con la
misma expresión derrotada y los ojos tristes. Convencidos de
encontrar una muerte honrosa luchando contra la nada. —Se
volvió apenas y sonrió desde las arrugas de los párpados—.
¿Te sorprenden mis palabras? Lo que te espera ahí fuera es la
nada, el vacío despiadado del Hatur. Eso te matará antes de
que regreses de… ¿cómo lo llamáis?
—El Tránsito.
—Eso. El Tránsito. Tantos días en la soledad del Hatur
para qué…
—Para llegar a ser un hermano templado —saltó el
monje. Su boca se había vuelto una tensa marca que
rebosaba adusto orgullo—. Para uno de los nuestros es un
gran honor emprender el Tránsito y enfrentarse durante
veintitrés días a los peligros del páramo. Al regresar seré
ordenado clérigo templado y ocuparé un lugar acorde junto a
Hakkad el Castigador.
—Hakkad… —masculló Max, enredando los dedos en la
barba—. Él también fue uno de los que sentó en esa mesa. En
aquella época todavía no ceñía su cuello con esa espantosa
cicatriz. Era un monje joven, bastante más que tú, pero tenía
la misma culpa en los ojos. Recuerdo que comió y bebió y
después se marchó a dormir fuera, con la helada ventisca
arañando su armadura. Pensamos que no lo lograría, que lo
encontraríamos muerto a la mañana siguiente, postrado en su
último rezo. Pero era obstinado y terco, tanto como la rabia
que lo consumía por dentro. Lo consiguió y ahora es vuestro
jefe…
—Padre de armas.
—Lo que sea. La última vez que lo vi no me reconoció.
Fue hace dos años, quizá tres; sí, fueron tres años. Cuando
viajé a Tróhengeimm en busca de provisiones. Sus ojos habían
cambiado, ya no era el mismo. Aunque supongo que para eso
sirve el Tránsito, para convertiros en otra cosa.
—Volvernos fuertes al lado de Dios o quedarnos con la
muerte.
—No parece que haya mucha diferencia entre una cosa y
otra. Muchos de tus hermanos descansan ahí fuera. Los que
jamás regresaron a Tróhengeimm y dejaron sus huesos para
que se blanqueasen al sol mortecino del páramo.
—Ese era su destino.
—No me malinterpretes. Respeto mucho a los muertos.
Más que a los vivos. Son más sinceros y mi única compañía.
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Pero acepta la ayuda que vienes a buscar. Muchos otros lo
hicieron antes que tú. Para eso estoy aquí. Esa es mi misión
en este lugar. Deberías aprender a recibir, especialmente
cuando viniste en busca de ello... —El viejo se puso en pie y
caminó a un lado, apartando en su camino algunas plumas y
huesos polvorientos. Tomó de un estante una cazuela de barro
y un paño aceitoso anudado con soga—. Debes comer algo.
Aunque tu vergüenza, tu dios o ambas cosas te impidan pedir
bocado, yo te lo ofrezco, ese es mi papel. Siempre ha sido así y
siempre lo será.
El clérigo observó el queso y la carne ahumada frente a
él, las resecas galletas y también higos en confitura. La boca
se le llenó de saliva. Hacía dos días que había agotado las
viandas de su morral y un monje no se entrena para cazar y
subsistir en la agreste adversidad del Hatur. Estaba
preparado para luchar, convertir su cuerpo en un arma y su
mente en una puerta abierta al castigo de Dios. Costara lo que
costara, había elegido convertirse en una imagen divina o
perecer en el intento. Ser nombrado monje Templado y
continuar con la labor de aquellos que lo precedieron, proteger
los pasos del norte de cualquier amenaza.
Alargó la mano hasta el queso, dudó un instante y la
retiró. Cerró los ojos y musitó un rezo entre dientes.
—Dios ama a sus fieles, pues ellos son los defensores del
norte. Es justo y piadoso con los rectos y valientes. Es el arma
en mi mano, el escudo que me protege. Dios es padre, único,
que me acogerá en su reino cuando todo acabe. Mi fe es su
deseo, La Palabra mi camino.
Entonces cogió un pequeño bocado y lo masticó sin prisa.
Max se sentó frente a él, apoyó los codos en la mesa y
cabeceó, perdido en sus recuerdos. De espaldas a la lumbre
sus facciones se acentuaron y la máscara de la vejez se deslizó
sobre su rostro. La piel ajada, espejo de unas emociones
desterradas con el paso de los años, barridas por el
inclemente ostracismo del anacoreta. El clérigo se preguntó si
aquel hombre había sido alguna vez joven, si realmente había
tenido una vida. Observó alrededor mientras comía; el sucio
cuchitril que tenía por morada, las deshilachadas mantas en
un revoltijo sobre el lecho, los sacos de grano, las polvorientas
pieles curtidas, y supo que no era así, que no se podía tener
una vida en aquel lugar. Uno nacía viejo al helado clima del
norte y moría solo, duro como una roca, pero solo.
—¿Por qué continúas aquí? —lo interrogó el clérigo. Su
fuerte vozarrón sonó juvenil, casi tímido—. Todos se han
marchado.
Max levantó las cejas y recorrió los labios con la boquilla
de su pipa. Los recuerdos se volvieron sombras que corrían en
el vidrio de sus ojos. No respondió, no todavía. La hoja se
había apagado y él la observó con un repentino gesto
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taciturno. Respiró varias veces y su voz sonó rota al principio.
—Mi abuelo fue colono. Mi padre también. Ambos
murieron en esta casa y también sus mujeres. Mi hermano
abandonó hace tiempo. Como el resto de colonos. Ya no queda
nadie. Soy el último.
—Puedes volver conmigo a Tróhengeimm si lo deseas. El
páramo no es lugar para un viejo. ¿Qué puedes hacer aquí?
—Lo que he hecho siempre.
—No seas loco. En nuestra hermandad te buscaremos
una ocupación. Estarás bien alimentado y dormirás al cobijo
de Dios hasta el final de tus días.
—Como sabrás —concedió tras desplegar una sardónica
sonrisa—, loco es mi segundo nombre. No me interesa tu
oferta.
—Mi oferta es la única que recibirás. Tu momento ha
pasado. Nada queda para ti en este lugar.
El anciano desvió la mirada y recorrió la habitación,
impregnado de repentina melancolía.
—Antes… hace años —explicó—, cazaba hombres bestia
con mi padre. Los colmillos de K’ari eran bien valorados por
los brujos y los arcani de las ciudades. Algunos vendían
dientes de lobo o incluso hiena albina, pero nosotros nunca
hicimos eso. No necesito ser un monje para saldar mis
cuentas con Dios. He matado tantos K’ari que perdí la cuenta.
—Levantó una ceja y, con un leve movimiento, le descubrió el
enorme espadón que descansaba a un lado, contra el muro—.
Aunque eso no duró siempre. Hace muchos años, un buen
día, los K’ari desaparecieron. Debieron de irse más al norte.
Todos los clanes se esfumaron y sin hombres bestia que
matar… ya no había mucho que hacer por aquí.
El monje observó durante un largo momento la espada
del viejo. Tenía el filo oxidado y el cuero de la empuñadura
estaba ajado y reseco, reparado con paños harapientos.
—Sé muy bien lo que dices —dijo, asintió despacio, casi
haciendo un ejercicio de sinceridad a su propia conciencia.
Sin embargo se mordió los labios y caviló sus siguientes
palabras—. Cada vez nos cuesta más encontrar una razón
para continuar protegiendo los pasos. Todo ha cambiado. La
amenaza está del otro lado de las montañas, entre los mismos
hombres. Los reyes luchan los unos contra los otros y, en su
codicia, desafían el poder de Dios. ¿Sabes que hay una
guerra?
—No lo sé —dijo, despreocupado—, aunque no me
sorprende.
—Dios llama a los suyos a la batalla. Nada queda en el
Burz Hatur, regresa conmigo y deja este lugar.
—Siempre puedo esperar.
—¿Esperar a qué? ¿A la muerte? Eso no es propio de un
creyente.
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—Todavía tengo cosas pendientes, no con Dios, sino con
el Burz Hatur, asuntos a solucionar antes de dejar este
mundo.
—Tus únicas deudas son con Dios y por las muescas de
tu espada ya fueron pagadas hace tiempo. No tienes nada que
hacer aquí, vuelve conmigo, no insistiré mucho más.
El viejo retuvo la respiración y bajó la cabeza. Una
siniestra sonrisa se dibujó en su fláccido mentón cuando se
inclinó hacia delante.
—Han vuelto —susurró en una confidencia.
El clérigo detuvo un higo confitado en el aire, frente a la
boca, y estudió el ladino semblante del viejo con detenimiento
avieso. Sus ojos se encontraron en un choque fortuito. El
clérigo dudó y detuvo una pregunta en los labios. Después,
sin apartar la mirada de aquellos ojos marchitos, se comió el
higo y lo masticó sin prisa. Se observaron mutuamente,
esperando, aguardando algo que los dos conocían pero
ninguno se atrevía a convocar. Había algo en el ulular ventoso
que corría a sus pies, una risa insultante que ofendía el
silencio de aquellos hombres.
—¿Por qué dices eso?
—Porque es cierto.
—Ya no hay hombres bestia por aquí; desde hace
décadas.
—Sabes muy bien que no es así. ¿Te sientas a mi mesa y
llenas mis oídos con tus mentiras? Han vuelto, ambos lo
sabemos.
—Aunque así fuera, no eres más que un anciano. Tus
días como cazador y guerrero ya pasaron. No creo que puedas
levantar tu arma…
—Pues moriré con ella entre los dedos.
—Una decisión valerosa.
—Mucho mejor que pasar mis últimos años limpiando los
establos de vuestros caballos. Porque… Para eso has venido,
¿verdad? Has venido por mí, para llevarme al sur y alejarme
de aquello que no te atreves a confesar.
—Solo era una propuesta…
—No puedo acompañarte en el Tránsito. Soy viejo, no
tonto. Tus sutilezas resultan grotescas para mí. Me propones
que huya de mi casa, que abandone el lugar en que vivieron
mis antepasados. ¿Por qué?
—¿Para qué vivir solo tus últimos años?
—Todos morimos solos.
—Eso enseña la escritura…
—Pero sabes que es cierto lo que digo. Han vuelto. No
puedes ocultarme la verdad. Sabes que estoy en lo cierto.
—Quizá.
—¿Quizá?
La penumbra creció alrededor del clérigo y, por un
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instante, sus facciones se volvieron una máscara oscura,
funeraria.
—Hace un mes una de nuestras patrullas se topó con…
algo. No te precipites, viejo, no encontraron hombres bestia o
salvajes del páramo. Era… otra cosa. Algo que nadie ha visto
en esta parte del mundo.
—Sí —murmuró la voz rajada del viejo, alargando,
satisfecho, aquella simple sílaba.
—Deberías replantearte mi ofrecimiento y volver al sur
hasta que sepamos qué nueva amenaza nos ronda.
El viejo se volvió de costado y cruzó los pies el uno sobre
el otro. Su perfil, lleno de curvas por dentro y por fuera, se
asemejó a un madero reseco, gris como el plomo, dispuesto a
arder en su propia pira funeraria. Una ligera sonrisa apareció
en sus párpados y en las arrugas de la nariz.
—Poco puedes enseñarme —dijo, cabeceando—. Yo ya los
conozco.
El clérigo contuvo el aliento y sus labios temblaron.
—Los escucho, desde hace noches. Susurran en el
páramo, tras las rocas. Su voz se desliza hasta mi cama, esa
voz que es como el viento; todos ellos son como el viento. Las
últimas tres noches no han faltado a su cita. Ayer me robaron
una cabra. Ahora los esperaré despierto, con la espada afilada
y dispuesta para la última cacería.
—Esta lucha queda por encima de tus posibilidades,
viejo.
—Una buena manera de presentarme ante Dios.
—La mejor. Pero no sabes a lo que te enfrentas.
—¿Acaso tú sí?
—Solo sé que casi le cuesta la vida a Hakkad. He visto el
espadón de uno de esos monstruos. Solo un gigante puede
levantar un arma de ese tamaño, y no me refiero a un
estúpido Dachalan. Eran demonios, venidos del más allá,
sedientos de almas mortales. No son de este mundo. Ven
conmigo y abandona este lugar.
—El Hatur se lleva en el pecho, golpeando por dentro.
Esta tierra muerta es parte de todos nosotros, monje.
—No insistiré más.
—De nada serviría.
—Viejo estúpido. Escucha lo que digo.
—Ya es demasiado tarde.
Max se acarició los labios con la húmeda boquilla de la
pipa. En esta ocasión sus ojos se desviaron al suelo, con los
párpados caídos y las arrugas casi desaparecidas. Abrió y
cerró la boca, varias veces, antes de hablar.
—He elegido mi destino, monje. —Su voz pasó de la
confesión a la amenaza, y se rasgó como una tela raída—.
¿Qué harás tú con el tuyo?
En ese momento el viento arreció con ímpetu, y finas
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cascadas de polvo cayeron de la techumbre. Ambos hombres
miraron arriba, como si esperaran que, en cualquier momento
un dios sanguinario arrancase el tejado y reclamara sus vidas
para saciar su sed. La corriente de aire avivó las llamas del
hogar y la habitación tomó el aspecto de un rompecabezas
desordenado y roto. Los huesos pendientes se balanceaban a
uno y otro lado en una algarabía aguda y hueca, con multitud
de tonos enloquecidos. Un remolino creciente arañó las
paredes de la cabaña en el exterior. Las cabras balaron. El
clérigo se puso en pie, mirando a todas partes, y su taburete
salió despedido al tiempo que tomaba su gran hacha entre las
manos. Max, el viejo loco, hacía honor a su nombre y
contemplaba, fuera de sí, la furia intempestiva de aquella
tormenta sobrenatural que azotaba su casa.
De repente, todo se detuvo. Tal y como había aparecido,
el viento cesó en su empeño y se volvió un peligroso bisbiseo
que se colaba entre la argamasa de las paredes. La respiración
reptiliana de un depredador invisible que tienta a su presa
acorralada. Casi podía sentirlo al otro lado de los muros, en
torno a la casa, avanzando hacia la puerta, paso a paso,
acariciando con su amenaza las paredes.
El monje miró al anciano, que había dejado su pipa sobre
la mesa y seguía con la cabeza el avance de aquella presencia
invisible. Se detuvo en la puerta. Levantó el hacha y pasó la
lengua por los labios, en lugar de la plegaria olvidada.
—Ya están aquí —musitó el anciano.
La portezuela creció y creció frente a él. Se expandió
hasta lo imposible y, en las rendijas y boquetes, la luz
desapareció tras la oscura figura. Finas motas de polvo
flotaban en el aire y desaparecían devoradas por la sombra
tras la madera. En esta ocasión el rezo asomó a los labios del
clérigo como una letanía murmurada que se esfumó al
escuchar la creciente risa tras él. Desde el ronquido sordo de
su pecho cavernoso, Max había comenzado a reír, de forma
nerviosa, casi involuntaria. El clérigo lo observó en un gesto
ceñudo, hacha en alto, dispuesto a asestar un golpe mortal en
nombre de Dios a lo que quiera que fuese a entrar por aquella
puerta.
Con un ligero golpecillo, la madera bailó en sus goznes y
se desplazó en un chirriante arco. La figura apareció al
umbral de la misma forma en que la noche llega a la tierra
arrasada del Hatur, con una advertencia muda pero llena de
soberbia y seguridad. Tenía los miembros estilizados y largos,
como el cuerpo, embutido en una armadura de cuero repujado
y metal teñido de negro. Su atavío estaba cubierto de diseños
radiales que trepaban por el delgado talle, en torno a los
hombros, hasta el cuello, y se extendían en una máscara tan
alargada como su cabeza y a la que asomaban guedejas
plateadas a las correas posteriores. La máscara era un vacío
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de negrura sembrado por mil líneas que tan pronto parecía un
rostro venido del infierno, como un remolino de espirales
finamente elaboradas. En la estrecha cintura una espada
curva se balanceaba en su funda. El pomo representaba una
garra que atrapaba una gran piedra engarzada, roja como la
sangre de un volcán, brillante como una estrella.
—Vanaiar —murmuró el monje al recordar las historias
que contaban sus hermanos sobre aquellos demonios
surgidos del frío hielo del norte.
En un movimiento leve y estilizado, la criatura levantó la
diestra y extendió la garra hacia el clérigo. Tenía los dedos
largos, enguantados en la protección de unos brazales que
sembraban de finas cuchillas y afiladas agujas sus manos,
como la piel de un reptil antiguo renacido en metal y cuero.
Las uñas se recogieron, tal que un águila atrapa a su presa, y
casi al instante el enorme hacha del clérigo cayó al suelo en
un estrépito repentino. El joven guerrero se llevó las manos a
la frente al tiempo que un gemido asomaba a su boca,
sorprendido y confundido, quizá temeroso en un último
pecado. Las venas surcaron su cráneo, los ojos se salieron de
las órbitas, irritados y enloquecidos cuando el gemido se
volvió grito y la confusión, dolor.
El viejo Max se puso en pie y dio un paso atrás mientras
contemplaba al monje retorcerse con la cabeza entre las
manos. Cerró los ojos cuando sintió la explosión, pero llegó
tarde a cubrirse. Restos de sangre y hueso y gelatinosos sesos
le salpicaron la barba y la camisa. El descabezado cuerpo del
clérigo cayó sobre la mesa y la sangre borbotó del cuello hecho
trizas como en una fuente viscosa.
No dijo nada. Se pasó las manos por la barba y el pecho y
observó los dedos manchados. En el suelo, pedazos de lo que
antes era una cara, retales del hombre que había comido
frente a él. Sin poder evitarlo, su atención se desvió un
instante al viejo espadón que reposaba contra la pared, en un
rincón, tan lejos como los recuerdos de la última vez que
había usado aquella arma.
La criatura bajó la mano y miró al viejo de arriba abajo
desde la negrura de su rostro cambiante. Después descubrió
la mellada hoja del arma a un lado y caminó hasta allí. Sus
pasos eran largos, delicados, casi felinos en su descuidado
deambular. Acarició el arma antes de tomarla. Era un recio
mandoble norteño, de metal sin brillo, antiguo aunque todavía
afilado y cubierto de rayaduras y muescas. Lo levantó,
deleitándose en un placer extraño. Entonces habló y su voz
era un ronco aspirar sembrado de chasquidos y dentelladas
ocultas tras la siniestra careta.
Max, el loco Max, se pasó la mano por la camisa una vez
más, arrastrando las manchas de sangre y restos
blanquecinos. Levantó su pipa, apagada, y la llevó a los labios.
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Las manos le temblaban y cerró los puños con todas sus
fuerzas. Después trató de hablar, pero la voz se le trabó en un
ronquido que amagó tras una mueca y un soplido lleno de
fastidio. Guiñó un ojo y apuntó al extraño ser con la barbilla.
—¿Vas a matarme con mi propia arma? —preguntó.
La criatura dio un paso al frente y levantó el mandoble
sobre su cabeza. La máscara de cuero devoraba toda luz
alrededor y sus finos diseños parecían cambiar y moverse
sutilmente en la superficie.
—Bicho del demonio —escupió el viejo lleno de orgulloso
desdén—. ¿Matar a un viejo desarmado te hará sentir mejor?
O es por placer, ¿es eso? Matar por matar. Por estrujar un
insecto entre los dedos. ¿Es eso? ¡Responde de una vez! Has
venido a matar, solo matar. ¿Es eso? Es eso…

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CAPÍTULO 2

Su pelo refulgía destellos ígneos, aunque tenía la piel pálida y


el mohín triste, agotada por la atropellada huida desde Villas
del Monje. Al perfil asomaba la nariz pequeña y un pómulo
manchado de pecas casi transparentes como un mar de
estrellas bajo los ojos extenuados. No podía negar que aquella
mujer tenía algo especial. Salió malherida, sin apenas fuerzas
para caminar por ella misma y, sin embargo, días después, el
cálido rubor había vuelto a sus mejillas. A pesar de las
heridas y el cansancio, Trisha había sorprendido a todos los
clérigos que la tomaron como una carga en su escapada al
norte. Incluido Anair, quien observaba desde un lado a la
pelirroja.
Trisha se había recostado contra el tronco de una encina
retorcida de aspecto pétreo y oteaba, tras el llano que seguía
la última línea boscosa, la ciudadela de Dromm. En su mano,
una ramita sin hojas acariciaba lentamente el tronco en que
se apoyaba. Su mirada desaparecía al abandonar el refugio
del bosque, quizá tratando de perseguir unos pensamientos
mucho más lejanos y evadidos. La vertical arquitectura de
Dromm la devolvía a la realidad, a la verdad de un camino que
no habría elegido de conocer el futuro.
Dromm se encontraba al final de un angosto valle en
forma de media luna cubierto por campos de cultivo. De los
pequeños aljibes que se veían aquí y allá, surgían
canalizaciones de piedra que recorrían el plano y lo convertían
en un inmenso tablero de casillas desiguales. Los muros de
piedra construidos por los humanos llegaban a las laderas de
los montes, incluso arriba, más arriba de lo que podía haberse
esperado, de forma que todas las alturas alrededor de la
ciudadela habían sido transformadas en sucesivos muros de
piedra y escalones de tierra labrada. En la cara interior de esa
media luna el camino ascendía sinuoso hasta la puerta de la
muralla de Dromm, cada vez más escarpado. Y tras la
muralla, la ciudad y la montaña se hacían una sucesión de
arcos, contrafuertes, torres y ventanucos abiertos en la misma
roca, como una espiral coronada, no por la cima, sino por el
más alto de los torreones, el Lucero de Dromm.
Anair mantuvo la penetrante mirada en Trisha incluso
después de que esta percibiera su presencia y, sobresaltada,
dejara caer la rama y se incorporase. Ella se sintió
visiblemente incómoda por la intrusión, en especial ante el
impasible rostro del inquisidor y la fría y leve sonrisa en la
comisura de los labios.
—Hace rato que suenan las campanas en Dromm —dijo,
inclinando la cabeza hacia la ciudad.
—Están llamando a los campesinos del llano —respondió
el inquisidor—. Corren a protegerse tras los muros de piedra.
—¿No deberíamos acudir también?
Anair avanzó unos pasos hasta ella. Había perdido
mucho peso desde la traición de sus hermanos en
Campoalegre y los pómulos parecían desgarrar la piel de la
cara. Sus ojos claros se encontraban vidriosos en la oscura
profundidad de las cuencas y las manos asomaban a la túnica
como las extremidades de un insecto. Hacía días que su cota
de malla era transportada por otro monje y, a través de las
ropas desgarradas, el pecho se veía enjuto bajo los vendajes
sucios y ensangrentados.
—Debemos esperar —explicó Anair—. Todavía no han
regresado todos nuestros hermanos. No falta mucho. Esta
noche dormirás al cobijo de Dios.
Trisha arrugó los labios y devolvió la mirada de soslayo a
Dromm. Pequeños grupos de personas se veían en la
distancia, atravesando los campos, conduciendo el ganado o
empujando un carro cargado de cestos. Suspiró.
—Hace días que deseaba hablar contigo —murmuró
Anair—. Pero me has evitado. Ni siquiera sé tu nombre.
—Me llamo Trisha —dijo.
—¿De dónde eres, Trisha? —La voz del inquisidor tenía
una inflexión pausada, casi amigable.
Trisha se enfrentó a él y colocó las manos en la cintura.
Resopló en un gesto de indignación y un mechón rojizo se
descolgó sobre su rostro.
—¿A qué viene tan repentino interés? —lo interrogó de
forma suspicaz.
—Solo pretendía ser amable.
—No me gusta tu mirada, ni tus preguntas, ni esa
sonrisa falsa, inquisidor —dijo ella, atropelladamente.
—Mi nombre es Anair.
—Conozco a los de tu calaña —escupió.
—No. —Anair chasqueó la lengua contra el paladar—.
Crees conocer mis pensamientos y prever mis actos. Pero te
equivocas, Trisha. Yo, ahora, estoy en tu mismo bando, no sé
por qué, pero así es. Los propósitos de Dios escapan a nuestro
entendimiento.
—Créeme —continuó ella con un aire escéptico—, si
pudiese elegir no estaría aquí.
—Puedes hacerlo, puedes elegir. —Una mano huesuda
abandonó la manga y extendió un dedo hacia la claridad tras
el bosque—. Vete con tus amigos y con la niña. Marchad al
sur. Sois libres de hacerlo.
La mujer dio media vuelta y bajó el rostro.
—Sabes que no llegaríamos muy lejos —murmuró.
—No llegarías a Róndeinn. —La sonrisa de Anair retornó
a sus labios—. Es una buena elección correr al cobijo de Ela
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Adjiri, pero ahora estás demasiado lejos, Trisha.
Ella le dirigió una mirada de soslayo, rabiosa y cargada
de odio que no perturbó al inquisidor.
—Tienes mi palabra de que nada le ocurrirá a la niña ni a
ti mientras estéis en Dromm. Tengo cosas más importantes en
que concentrarme. —Anair desplegó la capucha sobre su
cabeza y se recostó contra un árbol—. Hay asuntos que
requieren mi atención urgentemente. Como sabrás nos
encontramos en guerra, aunque no sé todavía quién es amigo
o enemigo. Rókesby te dio una certeza. No se celebran
demostraciones de fe en Dromm y no es momento de
perseguir razaelitas. Estaréis tan seguras como yo mismo
puedo estarlo. Pero recuerda, siempre, que la gente es
supersticiosa y necesita explicaciones para aquello que no
comprende. No les des una excusa si no puedes ponerlos de
tu lado.
—Te lo agradezco —asintió con un ligero movimiento de
barbilla—. Por el momento es suficiente —musitó Trisha sin
mirarlo.
—¿Acaso esperas algo más?
—Me conformo con la indiferencia de los tuyos.
—El destino nos depara extraños compañeros de viaje —
musitó pensativo.
—Eso es bastante cínico por tu parte, inquisidor.
—Atrapada en tu huida con monjes caídos en desgracia,
perseguida por los más fanáticos guerreros de Dios y
protegida bajo la mano de un inquisidor de Vanaiar. —Anair
amagó una risa que se convirtió en una ahogada tos. Se
cubrió la boca y respiró antes de continuar con la mano sobre
los costrosos vendajes de su costado—. Me gustaría saber qué
opina tu señora Adjiri de la suerte que corres.
—Yo no tengo ninguna señora.
—Claro —guiñó un ojo—, y yo no soy un siervo de Dios.
—Trisha abrió los labios para replicar, pero él la interrumpió
al tiempo que alzaba un dedo—. No te disculpes. Llevas tanto
tiempo ocultándote que ya no eres capaz de aceptar la
realidad y mostrar tu verdadero rostro.
Trisha abrió los ojos, entre la indignación y la sorpresa.
—¿Me estás dando lecciones de sinceridad, inquisidor?
—Solo digo que puedo ver más allá de las palabras,
Trisha.
—Pues entonces deja de mirarme o quizá yo vea más allá
de las tuyas —escupió ella.
—No eres tan importante como crees, aunque nunca
admitirías algo así. —Paladeó las palabras antes de continuar
—. Eres demasiado... orgullosa. De todas formas, mal que te
pese, también me fijo en aquellos que te acompañan. En
especial esa chiquilla. Kali. ¿Dónde la encontraste? —
preguntó el inquisidor—. Es evidente que no es tu hija.
16
—Eso no es asunto tuyo —respondió con sequedad.
—Ela Adjiri suele enviar a sus discípulos en busca de
nuevos «marcados» —continuó Anair con su voz sinuosa—.
¿Es así como la encontraste o fue casual?
—Tus preguntas me ofenden. Déjame tranquila —lo
recriminó ella y se enfrentó a él.
—Pero a pesar de ello me respondes, con evasivas, pero lo
haces. Comprendes tu situación. Pero ¿por qué te ofendes? —
Aun en la oscuridad, bajo la capucha, veía sus finos labios y
la piel cérea y aceitosa—. Ya te he dicho que solo pretendo ser
amable y conocerte mejor.
—Tienes la lengua venenosa, Anair. Mantén alejada tu
amabilidad de Kali —exclamó Trisha antes de darse media
vuelta y abandonar, enfurecida, aquel lugar.
El monje inquisidor descansó la cabeza contra la corteza
oscura de la encina y escuchó el tañer de las campanas a lo
lejos. La pelirroja era una mujer fuerte, aunque tal vez ella no
lo creyese, y se encontraba lejos de su tutora, sola. Las
debilidades de ella serían las armas del inquisidor para
llevarla a su terreno. Aunque quizá no fuera tan fácil. Era
protectora, una figura maternal y guerrera que no
abandonaría a Kali por nada del mundo. Podía presentir ese
vínculo en ellas, algo invisible que las unía. Nunca permitiría
que la niña se acercara a él, a no ser que fuera la misma
chiquilla la que lo desease.
Suspiró y un ataque de tos le hizo incorporarse
rápidamente. Entre toses escupió flemas sanguinolentas al
tiempo que intentaba contener la respiración. Los puntos de
sutura que Suthwell le había practicado se habían infectado y
la carne se veía gris y muerta, ceñida por el grueso hilo
ennegrecido.
—¿Te encuentras bien, maestro? —preguntaron a su
espalda.
Sobre el hombro, Anair encontró al joven Tasha con su
perenne expresión taciturna. Su aspecto había cambiado y,
lejos de la juventud de hacía solo una semana, el ceniciento
rostro parecía envejecido. Caminó hasta su lado y se arrodilló
junto a él.
—¿Está todo bien, maestro? —insistió.
Anair le tomó las manos entre las suyas y dejó caer la
cabeza a un lado.
—No, Tasha —respondió con el habitual tono irónico que
confundía al joven—, nada está bien.
—¿Vuestras heridas os preocupan? —Desvió su atención
a la desgarrada y sucia túnica—. Pronto os atenderán en la
ciudad.
—No es mi cuerpo el que me desvela, Tasha. —Dio unos
golpecitos en el dorso de su mano—. No he de morir todavía,
lo sé.
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—Es por la mujer pelirroja y la extraña niña, maestro —
asintió Tasha, decididamente—. Los monjes hablan. No fue
buena idea traerlas con nosotros. Ocultan algo en ellas, una
fuerza extraña.
—Cuéntame, Tasha… ¿Qué dicen los monjes? —Anair se
incorporó en su asiento.
Tasha miró a los lados y bajó la voz.
—Murmuran sobre sus ojos. No son normales. Apenas
tiene color en ellos y eso es una marca, una señal. Suave pasa
mucho tiempo a su lado, y Tull también. Sin embargo Lestick
no le dedica la misma atención que antes. La evita, y eso pesa
en la niña. Algo pasó durante el rescate de la mujer y sus
amigos. Tull no quiere hablar de ello, aunque sus evasivas
muestran más secretos de los que él cree. Es seguro que tiene
la marca de Razael en ella.
—La mujer quiere llevarla al sur… —meditaba Anair.
—Pues dejemos que se marchen. Los impuros solo
pueden traer la maldición con ellos —añadió Tasha, alarmado.
—Quizá es una ventaja que debiéramos aprovechar,
Tasha —sonrió el inquisidor, lleno de bondad—. Dios tiene un
plan para cada uno y ella nos encontró a nosotros. Estaba en
Campoalegre antes de que cayéramos en la trampa. Mi caballo
perdió el juicio frente a ella como si hubiera visto al peor de
los demonios. Era un animal excelente, valiente como pocos
hombres y acostumbrado a la batalla. Más tarde, Kali regresó
y nos sacó a todos de allí; seguimos vivos por ella. No hay
casualidad en todo este asunto. Dios sabe lo que hace.
—Sí, claro. —Tasha bajó la mirada como un niño
desilusionado.
—Mis plegarias están perdiendo fuerza —dijo Anair—. Les
está pasando a todos los demás. Nuestras oraciones ya no
surten el efecto de antes.
—Dios ya no nos escucha —se quejó Tasha y cerró los
puños—. Es la condenación. Somos herejes ahora.
—No digas tonterías. —El inquisidor apretó los dientes—.
Recuerda a Raben y el respeto que le debes. Ofendes todo lo
que te enseñó. La fe no desaparece, tan solo se transforma y,
en estos momentos, todos los hermanos están perdidos en la
oscuridad. Hay que encontrar una luz que ilumine el camino
de los hermanos. —Anair se detuvo y desvió su atención al
suelo, tomó airé y continuó en un susurro—: Tengo una
misión para ti, Tasha.
—Lo que ordenéis, maestro —asintió el joven y entrecerró
los ojos.
—Tras el concilio de Rodstel, los reyes misinios y el
Consejo de la Ira se encargaron de requisar y confiscar todos
los manuscritos arcanos y textos sagrados que había en el
norte. Nadie escapó de aquella persecución. Los textos fueron
llevados a Davingrenn y almacenados en la gran biblioteca
18
arcana del Lévvokan. Solo dos ciudades se negaron a entregar
los libros: Bremmaner y Dromm.
—¿Deseáis esos textos?
—Cuando estemos a salvo quiero que encuentres unos
libros y me los traigas. No será fácil. El consejo ciudadano de
Dromm los guarda en lugar secreto, pero es de vital
importancia para nuestra misión recuperar esos textos.
—Los encontraré, maestro.
—Especialmente uno de ellos. —Anair acercó su rostro al
del joven y murmuró—: Las profecías de Jansen que seguía tu
anterior maestro, Raben.
El muchacho alzó la mirada inundada en lágrimas. Se
sentía abandonado y solo, lanzado contra la violenta realidad
del mundo. La pasión con que había defendido las ideas de
Raben se había convertido en un agrio sentimiento de derrota.
Convertido en hereje, perseguido y rodeado de muerte y dolor.
Forzado a descubrir la verdadera cara de aquellos que había
considerado hermanos en la fe. No cabía esperanza en sus
ojos.
Anair acarició su mejilla en un gesto compasivo.
—No te preocupes muchacho —dijo con un guiño—,
vamos a levantar una fe.
La poderosa voz de Rókesby y el ajetreo en el bosque
llamó la atención de ambos. El grupo se ponía en movimiento
y, antes de tener tiempo a incorporarse, Osprey se deslizó
silenciosamente tras la vegetación. Se movía con pasos
sinuosos y en silencio, como era habitual en el espía de Anair.
—Los exploradores han regresado —dijo con voz siniestra
—. Es el momento.
Tasha ayudó a Anair a ponerse en pie y regresar al lugar
donde esperaban el resto.
Entre las encinas y el brezo espigado aguardaba una
veintena de monjes de Vanaiar. Su aspecto, sucio y
desharrapado, les daba la apariencia de asaltadores o
ladrones en lugar de guerreros santos. La mayoría no vestía
más que una túnica cochambrosa; pocos guardaban su cota
de malla o el yelmo, la mayoría estaban desarmados y sin
escudo. Sus rostros desnutridos, agotados y faltos de fuerza.
Los exploradores, a cargo de Hill, habían vuelto.
—Hay tropas de Dosorillas en el valle —dijo el aukano,
resollando por la carrera—. Pero el grueso de su ejército
todavía está lejos.
El monje explorador había rasgado las mangas de su
túnica, y los brazos morenos se veían fibrosos y fuertes,
surcados por venas oscuras. En la diestra transportaba un
arco recurvo, al estilo aukano, aunque en la aljaba, a la
espalda, solo asomaba el plumón de dos flechas.
—No hay tiempo que perder —anunció Rókesby—. Todos
a Dromm.
19
Tras los monjes podía verse la figura del gigante llamado
Reid y, siempre cerca, su compañero Olen. A su lado, aunque
en un segundo plano, Trisha y la callada Kali. Durante el viaje
no se habían relacionado mucho con los clérigos, a excepción
quizá de Suave y Tull. El primero hablaba animadamente con
Kali y siempre andaba bromeando con ella, de hecho, era el
único capaz de sacarle una sonrisa, incluso en ocasiones
contadas una breve carcajada. Tull, quizá por su rudo
carácter reservado había compenetrado con el gigantón Reid,
y ambos cargaron con Trisha durante los primeros días de
marcha.
Abandonaron el bosque y recorrieron los campos
cercanos a paso vivo hasta alcanzar el primer sendero. Los
monjes de vanguardia, como el barbudo Solon, o Everard
Bakster con su largo mandoble, debían retrasar la marcha
para mantener el grupo unido en todo momento, pues era fácil
romper la formación y dejar atrás a los heridos. A pesar de
todo, antes de haber recorrido una cuarta parte del camino,
los de Rókesby, quizá por la cercanía de sus hermanos en las
murallas, comenzaron a trotar y la columna se dividió en tres.
Kali y Trisha se encontraron entre la primera avanzada y
el pequeño grupo que comandaba Anair. Con ellas estaba
Olen, Reid, Tull y Suave. Caminaban todo lo rápido que sus
llagados pies les permitían, sin mirar atrás más que para
comprobar cómo la distancia entre ellos y Anair aumentaba.
Las campanas resonaban en el valle con un eco agudo y
sostenido que se clavaba en sus oídos. Pronto el murmullo de
los campesinos se convirtió en un estruendoso alboroto. Los
senderos confluían a un camino principal que ascendía
directo a las puertas fortificadas, donde un río de gente se
aglomeraba en busca de protección.
Habían perdido de vista a los hombres de Rókesby y
enseguida fueron ellos también engullidos por la marea de
campesinos, carromatos y ovejas que avanzaba a trompicones
en el desbordado sendero. Trisha cogió de la mano a Kali y
Reid se abrió paso a trompicones, pero aquello no hizo más
que empeorar la situación. El griterío se convirtió en pánico
cuando los cuernos de las murallas resonaron sobre las
campanas y se escucharon algunos gritos. Por un instante
asomó la voz de Rókesby sobre la multitud, pero fue acallada
por un centenar de voces.
—¡No te sueltes! —dijo Trisha a Kali entre los cuerpos
agolpados. Habían perdido a Olen y Reid. Sobre la multitud, el
gigante buscaba alrededor a la pelirroja.
Un carromato cargado de provisiones se despeñó por un
terraplén contiguo al camino ascendente y algunos hombres
se fueron tras él. Gritos de terror y empujones y uñas que
trataban de aferrarse a la carne para llegar a lugar seguro.
Las campanas seguían doblando cada vez más y más cerca.
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Trisha recibió empujones y arañazos y su pierna quedó presa
entre la multitud. Ya casi veía la puerta en la barbacana,
donde la gente se agolpaba en un cuello de botella. Vio a
Rókesby trepar a lo alto de una plataforma. Era un carro
cargado con barriles. Movía los brazos y daba órdenes, pero
no escuchaba su voz. La entrada estaba bloqueada, los
monjes se apresuraban a apartar las maderas vencidas en el
camino. La masa de cuerpos se le vino encima, incapaz de
oponerse a tal fuerza. Vio a Reid levantar una rueda del carro
sobre su cabeza. Tenía el rostro enrojecido por el esfuerzo. La
gente gritó y ella cayó al suelo entre pisotones. Entonces Kali
se escurrió de entre sus dedos y desapareció.
Ya no lo soportaba más. Dejó la mano de Trisha y se
deslizó entre las piernas de la multitud. Kali no podía
escuchar nada, excepto el griterío y las campanas en su
incesante llamada metálica. Salió a empellones y aterrizó de
bruces sobre la tierra a un lado del camino, en una pendiente
de tierra que resbalaba desde la curva. Se arrastró todo lo
rápido que pudo, clavando los dedos entre guijarros y tierra
reseca, hasta dejarse caer boca arriba y recuperar la
respiración. Cuando observó, desde la distancia, comprendió
qué había pasado.
Un grupo de monjes trataba de desmantelar un carro y
abrir el paso del camino, justo bajo el portón. Los guardias de
la ciudad amenazaban con sus armas al gentío que se
agolpaba a las puertas, aunque la masa empujaba como una
onda marina, incontrolable, y a cada embestida el gran
carromato volvía a su posición. De repente el gran Reid, que
había lanzado una rueda sobre su cabeza fuera del camino,
apoyó la espalda contra los maderos e hincó los pies en el
suelo con las rodillas flexionadas. El enorme peso se levantó
brevemente, y parecía que la fuerza de Reid se vería vencida
por el carro y los barriles. Varios monjes se lanzaron contra el
obstáculo y, finalmente, cayó por el borde del camino. La
puerta había quedado despejada, y las voces aliviadas
sustituyeron brevemente al pánico.
Sin embargo, Kali no podía sentirse aliviada. El obstáculo
arrojado por Reid y los clérigos caía, dando vueltas y más
vueltas, por el terraplén, directo hacia ella. Se formó un
torbellino de piedras y tierra que se desintegraba entre polvo y
maderas astilladas. El rostro de su enorme amigo se
descompuso.
—¡Kali! —gritó el gigante de Brönt desde la puerta al
comprender su tremendo error.
Ella sintió que los ojos se le salían de las órbitas. Dio un
brinco y corrió, tan rápido como pudo, montaña abajo. Pero la
pendiente era pronunciada y la tierra suelta resbaladiza.
Tropezó y recuperó el equilibrio, saltó un arbusto seco y pensó
que debería correr hacia un costado. El ruido fue
21
ensordecedor. Antes de resbalar y caer al vacío, creyó
escuchar la voz de Reid una vez más.
El golpetazo contra las rocas la dejó aturdida, se
acurrucó y esperó el carromato sobre su cuerpo. Recogió las
piernas contra el pecho y cerró los ojos. Se cubrió la cara con
las manos sucias. Llegó el desprendimiento de piedras, la
madera quebrada en mil pedazos, el fino polvo invadió su
olfato. Pero no ocurrió nada más.
Las campanas continuaron sonando, y el griterío había
disminuido su intensidad. Ahora sí escuchaba la voz de
Rókesby dando órdenes, maldiciendo y llamando a unos y
otros. «Debería estar muerta —pensó—, no había escapatoria.»
Lentamente salió de su cobijo y quedó arrodillada con la
capucha caída sobre los hombros. Los restos del carromato y
el desprendimiento que había provocado aterrizaron a unos
pocos pasos de ella, lentamente, sin ruido ni violencia.
Todavía algunos de los maderos flotaban en el aire hasta
posarse, delicadamente, sobre el montón de piedras y restos
de barriles rotos. El más grande de los pedruscos que rodó
hacia ella resbalaba por la pendiente, saltó los maderos
quebrados y, casi levitando, dio la vuelta hasta reposar en
tierra firme.
Reid continuaba en el linde del camino con la expresión
aterrada, incluso cuando vio que se ponía en pie sin ningún
daño. Tras él, el camino había sido despejado y los
campesinos entraban a toda prisa en la fortaleza, conduciendo
su ganado con ayuda de los monjes de Rókesby. Olen llegó
junto a Reid y lo miró desconcertado, sin comprender qué
había ocurrido. Ella se pasó la mano por la frente y el pelo, y
se sacudió el polvo, hasta que vio a Trisha.
La raída capa de la mujer ondeaba al viento de la misma
forma que su pelo rojizo. Todavía tenía la vista puesta en el
montón de escombros que se había abalanzado contra ella y el
brazo en alto, con la mano paralela al suelo y los dedos
ligeramente flexionados. Desde el terraplén, Kali vio a Trisha
recortada contra un cielo ocre y verde, mucho más alta y
atlética de lo que le había parecido antes. Sus ojos se habían
vuelto oscuros y los labios estaban tensos en un poderoso
gesto que no hubiera esperado en ella. La última de las
piedras se detuvo y, cuando volvió su mirada a Trisha, había
vuelto a ser la de antes. Bajó deslizándose desde el camino y
la abrazó al llegar a su altura.
—Creí que te había perdido —murmuró Trisha.
—¿Cómo has hecho eso? —preguntó la chiquilla, en un
gesto todavía sorprendido.
—Ahora no es momento —exhaló agotada con un ojo
puesto en algunos curiosos que habían contemplado lo
ocurrido—. Debemos entrar con el resto.
El sonido de los cuernos retumbó de nuevo y,
22
sobresaltadas, volvieron sus miradas al llano.
En los cercanos campos se alzaban las primeras
columnas de humo. Algunas de las granjas ardían en la
distancia y familiares siluetas corrían aquí y allá, lo
suficientemente lejos como para no escuchar los gritos,
aunque sí como para diferenciar el pánico de aquellos que
habían quedado atrás. Hombres a caballo galopaban tras el
disperso ganado y alcanzaban los lindes del bosquecillo que
hacía un momento les había servido de cobijo. Cerca del
horizonte, en el lugar en que las faldas de los montes se
convertían en pliegues que ocultaban el camino al sur, una
suave niebla se confundía con el cielo; la marca de un ejército.
Kali sintió que Trisha la tomaba por los hombros y la
empujaba de vuelta al camino, pero ella no podía apartar la
vista del valle. Los estandartes y banderas aparecieron a su
vista como un recuerdo de muerte. Azul y gris, con el puente
de tres arcos coronado, al igual que la noche en que murió
Jared. El humo, turbio entre el polvo y las cabalgadas de los
jinetes, daba un halo fantasmagórico a la masacre de
campesinos. Podía verlos correr con las armas en alto y Jared
indefenso, sin ayuda, con la lanza en el costado y el rostro
marmóreo. De nuevo estaba ocurriendo, allí mismo, frente a
ella. El corazón lo golpeó con fuerza en el pecho, tanto que le
impedía respirar. La frente se le sembró de sudor frío, helado,
y una rigidez mortuoria se hizo con sus músculos.
—¡Kali! —gritó Jared sobre su hombro— ¡Corre, Kali,
corre!
Pero ella no podía moverse. Debía quedarse allí y verlo de
nuevo. En los campos los hombres escapaban hasta caer
ensartados por las flechas y las mujeres eran atrapadas por
decenas de manos que desgarraban sus ropas. Jared gritaba
aunque moriría de nuevo, Kali sabía eso. Y también sabía que
después vendría la rabia y el calor y la muerte para todos.
—¡Kali! —exclamó Trisha—. ¡Hay que entrar!
—No voy a dejarte otra vez, padre —murmuró ella con la
vista perdida en el llano—. No puedo dejarte otra vez.
Trisha la tomó por los hombros y la sacudió con fuerza.
—Kali —dijo—. ¿Qué te pasa? Necesito que vengas
conmigo.
Ella parpadeó varias veces y su respiración se agitó,
repentinamente, en los labios. Algunos dardos silbaron sobre
sus cabezas. Desde la parte baja del camino unos pocos
arqueros disparaban sus flechas contra los últimos rezagados
en el portón. Las campanas cejaron en su llamada y una
sensación de alivio recorrió su cuerpo. Trisha mantenía el
rostro frente a ella y las manos sobre sus mejillas,
enfrentando las pupilas verdes al vacío de los extraños ojos de
Kali.
—Estamos juntas —susurró la mujer pelirroja—. Nada va
23
a pasar.
Kali cerró los labios en un gesto decidido y asintió antes
de trepar por el terraplén de vuelta al camino.
La pareja de mercenarios se había negado a entrar hasta
asegurarse de que Kali y Trisha estaban bien. Aturdidos por la
escena, quizá sorprendidos por la habilidad de Trisha,
esperaban en el camino, agazapados junto a los restos de la
desbandada.
Olen saltó, se deslizó en la tierra hasta ellas y cogió a la
pelirroja por la cintura, protegiendo a Kali con el otro brazo.
Juntos corrieron tan agachados como pudieron mientras
algunos dardos se estrellaban contra el suelo o los muros de
piedra. Reid había tomado unos maderos que levantó a forma
de pantalla y con los que cubrió a sus amigos en los últimos
pasos hasta la seguridad del portón.
—¡Me debes una, pecosa! —Olen se incorporó tras pasar
la puerta, pero sus palabras se desvanecieron ante el caótico
bullicio del interior.
Docenas de hombres y monjes armados corrían a las
escalinatas y ascendían a los adarves defensivos tras las
almenas. Cestos cargados con flechas se subían a la muralla
mediante poleas. Rókesby gritaba órdenes y, rodeado de unos
cuantos hombres que no habían visto todavía, gruñía
maldiciones, braceaba y golpeaba su puño contra la mano.
Gestos de dolor y desánimo a su alrededor; también de rabia y
sed de sangre. El portón chirrió sobre los goznes metálicos y
media docena de monjes prepararon unas enormes traviesas
de madera reforzada, pero se detuvieron en seco cuando por la
estrecha abertura se colaron los últimos monjes.
Todos se hicieron a un lado cuando Anair entró
acompañado por Osprey y Tasha. Las puertas de Dromm se
cerraron a su espalda y él caminó los últimos pasos, apoyado
en una retorcida vara que le servía de bastón. Se le veía lívido,
agotado y débil, con el aspecto que tiene un hombre cercano a
la muerte. Rókesby y el resto de canónigos, hombres de fe y
clérigos armados, habían dado la vuelta, en dirección al
escarpado centro de la ciudad. Un monje joven, vestido con un
manto y sin armadura, se acercó al inquisidor.
—Dejad que os ayude, hermano —se ofreció.
—Quiero hablar con el Consejo ciudadano de Dromm —
ordenó Anair, ignorando su amabilidad. Hablaba con un jadeo
rasgado, domando su desaliento.
—Acaban de partir hacia el Lucero con el padre Rókesby
—indicó el monje y descolgó un odre de agua que
transportaba al hombro.
—Vayamos pues al Lucero. —Anair escupió las últimas
palabras. En su rostro demacrado, los ojos resaltaban tal que
esferas de vidrio que contenían una furiosa determinación
bajo una ceñuda arruga.
24
—Pero... hermano... —tartamudeó el joven, mostrando el
odre de agua—, habéis sufrido graves heridas. Necesitáis
ayuda.
—Y Dios necesita una venganza —replicó—. Lo más
pronto posible.
El monje inquisidor clavó la vara en el adoquinado de
Dromm y comenzó a ascender hacia las alturas de la ciudad
conquistada a la roca. A su lado, Osprey y Tasha, caminaban
despacio, con las capuchas de sus sucios y desgarrados
hábitos sobre las cabezas.
—Osprey —dijo Anair al tiempo que levantaba un
huesudo dedo—. Quiero una lista con los nombres de los
monjes que se han dejado llevar por el pánico en la entrada.
El siniestro monje asintió en silencio y ocultó las manos
en las mangas.
Kali y Trisha habían presenciado toda la escena frente a
ellas. A su lado, Olen y Reid se habían hecho a un lado, tan
lejos como pudieron del inquisidor y sus secuaces, hasta dar
con la espalda contra el muro. Olen arrugó la nariz a su paso
y carraspeó sin disimulo alguno.
—Esos tres me dan escalofríos —murmuró el mercenario,
dio un codazo a Trisha en el costado y se apartó un mechón
descolgado sobre la frente. Aunque su ironía se congeló en el
instante en que Anair miró sobre el hombro y su gélida
sonrisa asomó hacia ellos.
—Nos vamos descubriendo, Trisha. Nada se puede
ocultar por demasiado tiempo. Te advertí que fueses cauta —
dijo el inquisidor—. Y sigo esperando hablar contigo, Kali de
Bruma.
Todos los monjes guerreros a su alrededor clavaron su
atención en ella.
Se sintió pequeña y frágil. Intentó devolver la mirada,
pero no pudo y bajó el rostro. Además de los monjes, sin verlo,
sabía que todos los otros la miraban también. Olen y Reid no
podían evitar escudriñarla de reojo, Lestick ni siquiera la
había vuelto a dirigir la palabra. Suave y Tull, tan amables
como eran con ella ocultaban sus temores y rechazo. Trisha,
tras la cándida manera en que la acariciaba bajo el pelo, temía
el poder desatado que albergaba Kali. Esa era la verdad. Todo
seguía siendo culpa suya. Podía presentir el miedo en los
demás cuando descubrían sus ojos sin iris. Y ahora, aquel
inquisidor, de nuevo la descubría el día en que todo comenzó
y su caballo se espantó frente a ella. Una mirada acusadora
que le llegaba al más oculto de sus secretos.
De repente todos aquellos pensamientos se esfumaron.
La mano de Trisha se deslizó entre ellas y tomó la de Kali con
fuerza, llevándola contra su cuerpo. Kali alzó la mirada y
descubrió que sus amigos no la miraban. Los tres mantenían
la vista fija, desafiante y rígida en el inquisidor. Trisha parecía
25
esplendida, fuerte y orgullosa. Tras ella, Olen cruzó los brazos
frente al pecho y Reid, tan grande como el muro, lo imitó tras
cerrar los puños.
Anair, inmutable, amagó una risita altiva, quizá
aceptando un reto no pronunciado, torciendo el gesto al
tiempo que miraba de pies a cabeza a los tres guardianes de
Kali. Dio la vuelta seguido por Osprey y Tasha, y retomaron su
largo ascenso hacia el lugar de reunión del Consejo ciudadano
de Dromm, el Lucero, en busca de venganza para su Dios.

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CAPÍTULO 3

Browen Levvo, príncipe de Misinia y único heredero del rey


Abbathorn, fue observado con admiración y respeto por la
tropa agolpada a ambos lados del campamento. El ajetreo
previo a la secreta reunión que se celebraba había convertido
la verde colina en un lodazal oscuro cubierto de hierba
pisoteada que apestaba a orines. Sobre ellos, el cielo se
ocultaba tras aterciopeladas nubes grises que apagaban los
colores y ensombrecían el rostro de Browen. Tenía el pelo muy
corto, oscuro como los ojos, los pómulos redondos y la nariz
afilada, apuntando a la crin de su montura, un esplendido
animal cubierto por una sobrevesta ajedrezada en verde y
plata. Ignoraba los murmullos a su alrededor que especulaban
sobre cuál sería el próximo paso del ejército misinio en la
conquista de Aukana, pues ese era el propósito de tal
asamblea: llevar a la práctica las ambiciones de su rey.
Tras él montaba Gavein, su guardaespaldas fiel. Un
hombre del linde de Nueva Misinia, de piel abrasada y
frondosas patillas como la nieve, cabeza afeitada, gruesos aros
dorados en las orejas y la empuñadura de su cimitarra
asomando a la espalda. Ambos parecían agotados, aunque la
leyenda que los acompañaba los convertía, a ojos de los
simples guerreros, en leones saciados de carne y sangre.
Juntos habían matado tantos hombres durante los últimos
días, que la soldadesca les había otorgado el sobrenombre de
Castigadioses. Un apodo ridículo a oídos de alguien que
nunca había concedido un minuto a lo divino, ni siquiera al
maldecir. Browen no disfrutaba de tal renombre, aunque
reconocía su utilidad a la hora de sembrar el miedo en el
enemigo. Ahí radicaba la verdadera utilidad de ser quien era.
Gavein se lo enseñó desde joven: un enemigo temeroso ha
perdido media batalla.
El mercenario había entrado al servicio de Browen
cuando éste no era más que un chiquillo. Por aquella época
Gavein había demostrado su valía luchando por los Levvo
contra los clanes bárbaros de El Linde, al servicio del Otko de
caballería. Era un hombre apátrida, conquistador de grandes
extensiones de tierra para un rey al que no conocía, y que,
como muchos de los Nuevos Misinios, se deleitaba en la
competición y la batalla. Su sorpresa fue mayúscula cuando,
durante su primera visita a Davingrenn, el rey en persona le
confió el adiestramiento y protección, hasta la mayoría de
edad, de su único hijo. Gavein no menospreciaba sus
habilidades con las armas pero, entrenar al hijo de un rey era
mucho más de lo que esperaba. Al poco supo que Abbathorn
no lo había elegido por su destreza con el acero, sino más bien
27
por alejar a su primogénito lo más posible de Davingrenn. Algo
que Browen cargaba sobre su espíritu y que lo hizo merecedor
de la compasión del mercenario, convirtiéndose al tiempo, en
servidor, amigo y compañero de lucha.
Gavein condujo su montura tras el príncipe, hacia el
pabellón que se levantaba en el centro del campamento.
Browen vestía la armadura de placas abollada y sucia de
barro y sangre seca. Los bordes de su capa verde se habían
convertido en brunos jirones enredados en el escudo que
golpeaba la grupa del caballo. Permitía a su animal caminar al
paso, sin prisa, al tiempo que relajaba sus manos
enguantadas sobre el pomo de la silla, dejando las riendas
flojas. Sin embargo sus labios se contraían como si, a pesar de
la dejadez del paso, su camino requiriera la más estricta
determinación. Y era esa mezcla de levedad y rocosa
apariencia la que le granjeaba la admiración de todos los que
lo veían.
Junto al pabellón se alzaban los coloridos estandartes de
los señores que esperaban en el interior. A la izquierda el
emblema carmesí y plata con el halcón y la espiga de Kregar
Kikkuril, como anfitrión, pues la reunión se celebraba al sur
de sus dominios. A la diestra, el blasón de los Levvo, con el
águila real coronada sobre ajedrezado en gules y plata. El
decoro mandaba el lugar que cada emblema ocupaba tras
ellos. Desde los estandartes más importantes, como el de
Dosorillas o Ursa, hasta los de aquellas casas menores,
banderizos y leales a caballeros misinios y aukanos, como el
macho cabrío de Bardok Levvoil, o el azur y oro de los Bakster
de Entreríos.
Un paje tomó el bocado de su montura y Browen
desmontó en un lento movimiento. Los escarpes metálicos de
su armadura se hundieron en el fango y sintió que lo
aprisionaban durante un instante eterno. Gavein se colocó a
su espalda, en silencio, mientras él contemplaba la veintena
de estandartes frente a él. Comprimió los labios y bajó una
ceja al ladear el rostro.
«Todos los honores para mi Casa —pensó—. Los hombres
necesitan de la guerra para unirse. Mi padre es un gran
pastor de almas, conoce el alimento de la codicia humana.»
Chasqueó los labios y entregó los guanteletes a uno de
los sirvientes que esperaba junto a una bacinilla llena de agua
limpia. Se refrescó las manos tan ligeramente que apenas
afectó a la suciedad incrustada en su piel, suspiró y atravesó
el umbral de entrada.
En el interior el aire estaba cargado de denso humo y
agrio aroma a sudor. Sus ojos se tomaron unos segundos
hasta acomodarse a la penumbra, aunque antes de poder
distinguir rostro alguno, la acalorada discusión de una docena
de voces se silenció al instante.
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—¡Larga vida a Abbathorn Levvo! —gritó alguien— ¡Toda
la gloria para su hijo!
A lo que siguió un coro y el retumbar de puños sobre la
mesa.
—¡Levvo, Levvo, Levvo!
El primero en acercarse y tomarlo por el hombro, el
mismo que había coreado su nombre, fue Ealard Skol, señor
de Uddla. Era un hombre de mediana edad, pelo color heno
recorrido por mechones plateados, rostro redondo y ojos
grandes de un intenso color azul. Golpeó varias veces la
hombrera de su armadura antes de atraerlo hacia él y
empujarlo al centro de la tienda mientras murmuraba, con
voz nasal, bravatas guerreras.
—Este es el león misinio que todos esperábamos,
muchacho, mi príncipe —dijo.
El recinto formaba un irregular octógono y, en varios de
los ángulos, grandes braseros de metal contenían maderos en
llamas que caldeaban la estancia, demasiado para el gusto de
Browen. En el centro una tosca mesa de madera sobre la que
se desplegaban diferentes mapas del norte, pergaminos y
rollos de órdenes que eran redactados y sellados por tres
escribas sentados en pequeños taburetes de tres patas.
Alrededor de la mesa una veintena de hombres golpeaban con
los puños los petos de sus armaduras y se acercaban a
saludarlo entre sonrisas y elogios. Tanto sonoro cumplido,
reverencia y halago, lo incomodó además de confundirlo entre
la plétora de rostros.
Reconoció al gigantón Enro Kalaris, señor de Ursa, por su
caracoleado pelo naranja y su aspecto severo, remarcado por
la imponente armadura negra y carmesí. También a Oliver
Rjuvel, de Dosorillas, de aires adustos y marcial rostro
subrayado por un denso bigote negro. Guardó un saludo para
el joven Bardok Levvoil, cuya salvaje melena dorada se
enroscaba en las hombreras metálicas de su coraza. Y apenas
intercambió algunas palabras entrecortadas con la sucesión
de señores y guerreros que le salieron al paso, hasta que el
grupo se abrió y, frente a él, con los brazos en jarras y el brillo
punzante en la mirada, apareció Brákenholm, el comandante
del Otko de caballería.
—¡Por todos los viejos dioses muertos! —rugió el rudo
guerrero sin despegar los dientes— ¿Es esa sombra que veo en
tu cara una barba? Traedme un cuchillo y yo mismo lo
afeitaré.
—Preferiría un barbero manco y ciego, caracortada —
respondió él, haciendo alusión a las cicatrices que rompían
sus mejillas—. Tu pulso ya no es lo que era.
Brákenholm explotó en una sonora carcajada y tomó
entre sus brazos a Browen, animado por los vítores de los allí
reunidos.
29
—¡Traed vino y putas, y más vino! —exclamó— El joven
león quiere presumir de ser hombre.
Browen tensó la mandíbula y trató de contener el rubor
en sus mejillas. Durante años lo habían adiestrado para
reprimir sus emociones, especialmente frente a aquellos que le
debían lealtad. La política le parecía cosa de comerciantes.
Poder, riqueza, influencia, tratos que llevaban a guerras que
concluían con más tratos. Mejor mantenerse imperturbable,
pues cualquier signo de debilidad podía ser aprovechado en
un futuro, y los hombres eran débiles, aunque lo llamaran
príncipe y león.
Llegaron las copas de vino tinto, dulce y especiado, y las
baladronadas guerreras. Unos adularon a otros al recordar el
Hoyo de Kansel, y todos rieron al rememorar los combates.
Browen felicitó a cada uno y se alegró de que nadie resultara
herido. Aquella era una guerra fácil, y podían congratularse
por las refriegas ganadas. Para eso estaba el vino y las
mujeres y los músicos, para olvidar la cercanía de la muerte y
celebrar la vida con los aliados y los amigos. Él era el futuro
rey y, además de muchas otras cosas, debía saber eso.
Finalmente, entre la algarabía, quedó solo, rodeado de
Brákenholm y unos pocos.
—Dicen que luchaste bien contra Khymir y su ejército —
le confesó Brákenholm con la complicidad y el orgullo vueltos
la máscara del viejo guerrero.
—Fuimos los vencedores pero no luchamos mejor —
respondió él—. Khymir escogió el lugar y nosotros el
momento. Perdimos más hombres de los que hubiera deseado.
—Estos aukanos huyen como conejos asustados —
intervino Ealard Skol.
—Es verdad —asintió Brákenholm—. Durante todos mis
años en El Linde, luchando contra los clanes salvajes, no
había visto nada igual. No tienen organización, ni plan de
batalla. No sé quién está de nuestro lado y quién del suyo.
Desde la muerte de Khymir se retiran en desbandada. Muchos
vuelven a su casa, como si esta fuera una guerra perdida.
—¿Acaso no lo es? —sonrió Enro Kalaris tras alzar su
copa.
—Realmente es un pueblo de cobardes —masculló Skol
entre sus rechonchos labios, pero la veloz réplica de alguien
hizo callar a toda la audiencia y convirtió la conversación en
centro de todas las miradas.
—Es un pueblo descabezado. Pronto tendrá una cabeza a
coronar y recuperará su honor.
Kregar Kikkuril se abrió paso hasta Browen y levantó un
pichel hasta la ligera sonrisa maliciosa. Su bruñida armadura
reflejaba la llama de los braseros y la confundía con el vivo
tono ocre de su cabello. Al contrario que Browen, el aukano se
veía limpio e inmaculado, sin un rasguño, con su capa roja y
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plata derramada en pliegues perfectos desde los hombros. Era
el único que cambiaba su armadura al final de cada jornada;
varios armeros reparaban su equipo y sus pajes cuidaban de
que las ropas siempre estuvieran limpias.
—Bromear sobre un rey muerto… A los reyes se les sirve
y se los honra. Corona solo hay una en el Imperio Misinio —
ladró Brákenholm con toda su brusquedad norteña, mirando
a otra parte.
—A eso me refiero —replicó Kregar y arqueó una fina ceja
—. Aukana necesita un líder fuerte que le haga olvidar su
desafortunada deriva bajo el mandato de reyes extranjeros.
Pronto el norte volverá a ser uno, como antaño.
Kregar levantó su copa y sonrió a los nobles misinios al
tiempo que miradas suspicaces corrían entre ellos.
—Brindo por eso —afirmó Ealard Skol, y todos bebieron
con él.
—No os vi al entrar, Kregar —se disculpó Browen.
—Y yo preferí dejaros a merced de vuestros súbditos —
respondió al tiempo que señalaba al círculo de caballeros—.
Todos necesitamos ser alagados alguna vez.
—Kregar luchó bien en el Adah Nah —concedió Browen
con un gesto amigable—. No puedo decir que los jinetes de
Kjionna estén faltos de arrojo. Los vuestros hicieron honor a
su fama.
—Nada comparado con mi príncipe. —Encogió los
hombros el aukano—. Solo deseo servir.
—Khymir encontró una mala muerte. —Oliver Rjuvel
chasqueó los labios bajo el bigote.
—No es noble final para un rey verse sesgado por un
virote de ballesta —añadió Brákenholm.
—Ordené castigar al ballestero que lo derribó —explicó
Kregar de forma orgullosa—. Perdió dos dedos de cada mano y
otros dos en los pies. Esa presa era mía.
—Doy fe de ello —continuó Browen—. Kregar se lanzó
sobre el rey y sus hombres como un auténtico halcón.
—La fe es un bien escaso en estos tiempos, mi príncipe —
dijo el comandante con la vista en el suelo—. Deberías
depositarla en mejores templos.
—Presiento cierta envidia en esas palabras —añadió
Kregar.
—¿Envidia? —saltó Brákenholm con su voz cavernosa—.
Falta mucho para que envidie tus batallas.
—En Kansel no había más que hombres borrachos y
campesinos armados con palos —dijo Kregar—. Unos se
enfrentan a reyes y otros a bandidos harapientos y desertores.
—Yo mismo vengo de perseguir a esos desertores. —Se
envaró Browen al percibir la creciente tensión entre ellos. Pero
sus palabras se diluyeron en un silencio que aullaba una
violenta amenaza.
31
—No me gusta escuchar chanzas y sinsentidos. —
Brákenholm sonrió de forma animal, mostrando los dientes y
comprimiendo las cicatrices de su rostro.
—¿Chanzas? —exclamó el de Kjionna con un mohín
sorprendido.
—¿Acaso no fuisteis derribado durante la lucha?
Kregar afiló la mirada y bebió un sorbo de vino.
—Fue culpa de la infantería —explicó—. Los muy idiotas
se interpusieron entre Khymir y yo. Entorpecieron la carga de
los míos y, en la refriega, nos vimos atrapados en poco
espacio. Caí por la avalancha que causó el pánico del
enemigo, no por su ataque.
El veterano comandante dio un paso al frente con los ojos
encendidos y los labios húmedos de vino.
—Cuando el Otko carga la tierra retumba, los hombres se
orinan los pantalones y los infantes corren a esconderse entre
las faldas de sus madres —escupió Brákenholm—. Nadie
detiene la carga de la caballería.
La mandíbula de Kregar, el aukano, se cerró con tanta
fuerza que casi se podía escuchar el rechinar de dientes.
Ambos nobles se mantuvieron las miradas, tal que
depredadores que se retan y esperan el menor movimiento del
otro para enzarzarse en una pelea a muerte. Brákenholm era
un viejo lobo, grande y rocoso, cubierto de cicatrices de
escaramuzas pasadas y con la piel cuarteada como el cuero
viejo por el sol y el hielo de la Nueva Misinia. Sin embargo,
Kregar era apuesto y hermoso, de apariencia ligera y de perfil
estilizado. Uno frente al otro, con las llamas de los braseros
recorriendo los petos metálicos de sus armaduras y
acariciando los orgullosos ojos, parecían una mortal y afilada
daga de exquisitos metales, enfrentada a un gran mazo de
guerra norteño.
—Rivalidad de jinetes —rompió el silencio Ealard Skol,
conciliador hasta el final—. Deberíamos buscar unas buenas
mozas y que se desfoguen montando, si es lo que quieren.
El resto rio de forma comprometida, intentando obviar la
tensión entre aquellos dos hombres. Browen miró a ambos
con cierta sorpresa y puso el dorso de la mano sobre el pecho
de Brákenholm.
—No quiero más peleas que las del campo de batalla,
Brak —dijo el joven príncipe. Era un palmo más bajo que el
veterano comandante, pero su voz sonó tan imperativa como
la orden de un rey—. Todos luchamos bajo el mismo
estandarte, y no tengo que recordar los colores de mi Casa.
—Y yo no ocultaré mi antipatía por este mal llamado
halcón cazaliebres —replicó el grandullón y arrugó la nariz en
gesto de desagrado.
Kregar lanzó el contenido de la copa al suelo, cubierto de
paja seca, y su rostro se contrajo en una mueca. Durante un
32
breve instante su mano derecha buscó la empuñadura del
puñal, pero se detuvo al tiempo que un denso silencio tomaba
el interior del pabellón. Muchas miradas cayeron sobre él, y
una docena de manos se deslizaron hasta las vainas en que
dormían las armas. Los ojos de Kregar viajaron de un lado a
otro y su labio inferior tembló de forma imperceptible al verse
rodeado por los más poderosos señores misinios. Sin
embargo, sin retroceder un paso, sus carnosos labios
acompañaron con una arruga el rubor colérico que tomó su
rostro.
Browen había pasado de la sorpresa y el desconcierto, al
más iracundo de los enfados. Empujó con ambos brazos a
Brákenholm, el comandante dio un paso atrás y se revolvió de
su señor. Antes de que el príncipe alzara la voz y llamase a la
calma, su guardaespaldas, Gavein, ya se había interpuesto
entre ambos.
—¡¿No habéis tenido bastante lucha?! —exclamó Browen.
Aunque al observar a Gavein enzarzarse en un intercambio de
empellones con Brákenholm volvió atrás e intercedió en la
menuda reyerta— ¡Parad, idiotas!
—Tu sirviente necesita una lección de modales —rugió
Brákenholm.
Browen hizo una mueca a Gavein y agitó la mano cual
abanico. El mercenario asintió, dio media vuelta y regresó a
las sombras anaranjadas de los lados.
—Te recuerdo que tú también juraste lealtad a mi
nombre —masculló Browen, entre dientes.
Brákenholm bajó la mirada y asintió al tiempo que
engullía su orgullo.
—Kregar es nuestro anfitrión —continuó Browen—. La
tierra que pisas es suya. La carne que comes se alimentó de
su hierba. ¡Es nuestro aliado! Muestra un respeto y serás
respetado.
Kregar expiró el aire pesadamente y recogió un mechón
descolgado sobre su frente.
—Discúlpate —ordenó Browen.
Brákenholm torció el gesto y dio un paso al frente.
—Mis disculpas al señor de Kjionna —murmuró con la
vista en el suelo.
El joven Levvo asintió hacia Kregar en espera de una
respuesta.
—Acepto —dijo al tiempo que la fría sonrisa volvía a sus
labios.
—¿A qué viene vuestra enemistad? —los interrogó
Browen.
—El viejo Brákenholm lleva muchos años luchando.
Cuando él mataba hombres nosotros todavía éramos niños de
pecho. Se deja llevar por la antigua moral del guerrero —
concluyó Oliver Rjuvel y reposó una mano en el hombro del
33
comandante.
—¿Qué significa eso? —preguntó Browen, impaciente—.
No estoy de humor para acertijos.
—Hay que respetar al oponente caído —rugió
Brákenholm—. Dios reconoce a los valientes, antes y después
de la batalla. Y aquí el halcón conserva para él el cuerpo de
Khymir. Anda por ahí con su trofeo, como si fuese un ratón
muerto.
—¡Esa lengua! —exclamó Browen antes de enfrentarse a
la gélida sonrisa de Kregar— ¿Es eso cierto?
Kregar Kikkuril dudó un instante y se trabó al observar
las miradas de todos sobre él.
—¿Acaso merece otra cosa el rey extranjero? —respondió,
cargado de ironía.
—No me parece incorrecto —agregó el joven Bardok
Levvoil con una mueca de desprecio—. Deberíamos
desmembrar su cuerpo y enviarlo al frente de los ejércitos. Así
sabrán qué les espera a los que no se sometan al poder
misinio.
—¡No he preguntado tu opinión! —escupió Browen,
henchido de rabia.
—El pueblo viene a verlo desde lejos —explicó Kregar en
tono calmado—. Para ellos es el principio del cambio. Un
símbolo ha caído. Qué se vayan acostumbrando a sus nuevos
señores.
—Eso no me importa —lo acalló Browen—. Es un rey y
debe recibir honores como tal. Envía el cuerpo a Kivala, hay
una reina, una esposa y una hija que esperan su regreso.
—Pero... —gimió Kregar.
—Es una orden —masculló el príncipe—. Y los señores al
servicio de mi padre suelen obedecer mis mandatos. Por la
lealtad que juraste al rey misinio, acatarás lo que te exijo.
—Así lo haré —concedió Kregar y dio un paso atrás.
Browen se irguió y esperó, aturdido por la excitación y el
calor. Suspiró y contuvo los acelerados latidos de su corazón.
Todos lo miraban expectantes, con las copas detenidas frente
al pecho. Hombres mucho mayores que él, líderes de ejércitos
y señores de sus tierras. Incluso Bardok Levvoil, con su gran
tamaño y la cabellera rubia, aparentaba más edad a pesar de
ser dos años menor. Se sintió abatido y cansado. Una
sensación agria le rasgó la garganta y los ojos le abrasaron los
párpados por la falta de sueño.
Avanzó hasta la mesa cubierta de mapas y dejó la copa
con un golpe seco.
—Hemos perdido demasiado tiempo entre halagos y
disputas estúpidas —dijo—. Libramos una guerra para mayor
gloria de mi padre. Hagamos honor a nuestros juramentos y
pasemos a discutir los verdaderos asuntos que nos reúnen
aquí, que no son el vino ni las historias de muerte. La gloria
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está en el campo de batalla. Discutamos de guerra. ¿En qué
situación nos encontramos? —preguntó al concentrarse sobre
la decena de pergaminos garabateados.
Nadie respondió. El joven príncipe tomó entre sus dedos
algunos de los mapas y descartó las cartas manuscritas con el
sello real impreso en cera carmesí. Desde las cejas esperaba
una respuesta que no llegó hasta que Ealard Skol se aproximó
a la mesa mientras carraspeaba, tratando de aclarar la voz.
—Una situación inmejorable, alteza —explicó al tiempo
que desplegaba un gran plano de ambos reinos norteños—.
Mediante la rápida y aplastante victoria de Kansel el ejército
del norte ha aprisionado a los aukanos en retirada contra la
fortaleza de Rajvik. En el este estamos dispuestos para
asediar a Jornealven en Akkajauré. Y tras la batalla de los
campos bajos y la muerte de Khymir, Kokkujia se resguarda
protegida por el río.
—Tengo un gran destacamento de halcones a dos días de
aquí —anunció Kregar tras él—. Una orden vuestra y Kivala
será mía.
—Podemos dar por acabada la primera fase del plan, mi
príncipe —apuntó Brákenholm—. Pronto la plata de
Akkajauré será acuñada con el rostro de vuestro padre.
Browen recorrió con la mano desplegada el grueso papel.
—¿Qué hay de las tierras al sur? —Preguntó sin alzar la
mirada.
—Ylarnna falló a su palabra —explicó Skol—. No se
opusieron a nuestra ofensiva y tampoco acudieron a la
llamada de Khymir. Nuestros informes dicen que algunos de
sus banderizos se han alzado contra los Eana, aunque son
informaciones contradictorias. De todas formas, parece claro
que algo oculta el de Ylarnna.
—Ankal, el señor padre de Khymil Eana, ha fallecido y su
heredero no cumplió con el trato —añadió Kregar.
—Tampoco nosotros cumplimos con nuestra parte —
arrugó Browen el cejo—. Solicitaron un rehén.
—Todavía no se ha hecho pública la fuga de Earric de
Bruswic —apuntó Skol—. A no ser que los Eana tengan espías
en Davingrenn, deberíamos suponer que han roto el acuerdo
por su propio interés.
—Ese hombre casi mata a mi hermana durante su
escapada. —Browen cerró el puño—. También secuestró al
consejero de mi padre. Quiero que tras la caída de Kivala su
familia pague con dolor las heridas que causó él. Y Khymil
Eana deberá responder por su falta de honor.
—Yo mismo me encargaré de eso, alteza. —Se adelantó
Kregar con su perenne sonrisa en el rostro—. He enviado
mensajeros a Ylarnna y pronto recibiremos respuesta.
—Bien —asintió el joven príncipe. Se enfrentó a Kregar y
lo miró de pies a cabeza—. Si esperabas una orden mía para
35
tomar Kivala, ya la tienes. Conoces el plan de mi padre. Todo
el territorio que conquistes será adjudicado a tu casa, excepto
Akkajauré y los campos más allá del río. Y soluciona pronto el
asunto de Ylarnna.
—Así lo haré —asintió el apuesto halcón.
—Y una cosa más —añadió Browen tras un instante—.
Devolverás el cuerpo de Khymir a su viuda, que es ahora la
reina. Si tienes honor le debes un respeto. Y puedes
conquistar Kivala, y gobernarla en un futuro, pero no será
tuya. No olvides al rey al que sirves ahora.
Kregar cabeceó y, por un momento, Browen sintió la
gélida mirada vacía de aquel hombre que había traicionado a
su rey y su patria por el poder y la riqueza. No sentía más que
desprecio por él. Había luchado a su lado frente a los mal
armados guerreros de Khymir, pero no lo quería como aliado,
ni siquiera cabalgando a su lado. Era ladino, frío y astuto,
pero no le pareció un líder carismático, incapaz de levantar
lealtades y apoyos más que por la fuerza. Su padre había
hecho bien buscando en Aukana el mejor de los aliados, un
hombre corrupto, avaro, perdido en su egocentrismo aunque
condenado a servir por su propia vileza. Sin embargo, él
hubiera buscado hombres buenos, pasionales, justos y
honorables, hombres que con el tiempo hubieran competido
por el poder en el norte. ¿Cómo podía adivinar quién era el
aliado correcto en el momento correcto? Sin dudarlo, Browen
disfrutaba de la compañía de Brákenholm y de sus
enseñanzas, como mentor y amigo. Su padre, el rey, lo
apartaba de Davingrenn, conocedor del peligro que alberga el
más poderoso señor de Nueva Misinia y líder del Otko de
caballería. ¿Era eso la política? ¿Desconfiar de cualquier
hombre en su camino al trono?
—¿Ocurre algo, mi príncipe? —La voz de Skol lo sacó de
su ensoñación.
—Quiero que el cerco a Akkajauré se cierre cuanto antes
—dijo tras tomar aire en un suspiro y pellizcarse el entrecejo
—. Necesitaremos todos los hombres contra las murallas de
Jornealven. La ciudad de plata es la mejor presa en esta
cacería y mi padre desea su piel antes del invierno.
—No tomará mucho acabar con la resistencia en Porkala
—explicó Oliver Rjuvel—. Tan solo son grupos dispersos que
huyen a las montañas. Los aplastaremos como insectos.
—¿Quién los comandaba? —preguntó Browen.
—Koldo Hajkl —intervino Kregar—. Un necio, un
borracho y un patán. Yo mismo me aseguré de que él fuera el
encargado de defender el norte. Sus tropas estaban
acampadas a las afueras de Porkala. No tiene la más mínima
idea de táctica.
—Quiero que el Otko se encargue de acabar con toda
resistencia entre Bremmaner y Rajvik. Los monjes de Vanaiar
36
se ocuparán de tomar la fortaleza. No nos entrometeremos en
sus asuntos.
Brákenholm dio un paso al frente y asintió de forma
marcial.
—Douglas Bakster y los suyos irán contigo —dijo
Browen.
Un joven caballero se abrió paso desde las sombras hasta
la mesa en que el príncipe apoyaba los brazos.
—Mi señor —dijo con una discreta reverencia—. Preferiría
marchar al sitio de Akkajauré que luchar cerca de Rajvik.
Browen levantó la mirada de los mapas y observó a
Douglas. Un hombre joven, de aspecto fornido, pelo castaño y
una barba bien recortada en torno a un mentón estrecho.
—¿Es por tu hermano? —preguntó.
Douglas Bakster tenía un hermano menor que había
jurado los votos como clérigo de Vanaiar y ahora se
encontraba entre los capítulos declarados herejes y enemigos
de la corona. Browen no tenía ningún hermano. Pero supuso
que si fuese el caso también preferiría morir en una muralla
que alzar la espada contra él.
—Sus propios actos lo han llevado a la condenación —
anunció el joven príncipe Levvo—. No debes sentirte
responsable por ello, pero te concedo tu petición. —Bakster
expiró antes de asentir—. Marcharás con Oliver y Ealard Skol.
Bardok irá en tu lugar.
—Yo también prefiero luchar en Akkajauré —masculló el
norteño y dio una gran zancada hasta colocarse al lado de
Bakster, al que sacaba dos palmos de altura.
—Tú irás al norte, con Brákenholm, y acabarás con toda
resistencia Aukana hasta que los monjes reclamen para ellos
la venganza —replicó Browen.
Bardok Levvoil dio un paso más y levantó junto a su
cintura un puño enguantado, sólido y compacto como una
roca.
—Permite que vaya a Akkajauré y en dos días Jornealven
abrirá sus puertas para ti, mi príncipe —dijo con un gesto
depredador—. Mataré tantos de sus hombres que el río se
teñirá de rojo, los campos quedarán yermos y los guerreros
misinios podrán fornicar con una multitud de viudas.
Browen sonrió con simpatía y dio un golpe al hombro del
joven guerrero. Un rumor de risas, que aturdió a Bardok,
nació entre sus señores.
—No dudo que lo harías, Bardok. —Browen se encogió de
hombros y bajó el puño de su súbdito con suavidad—. Pero si
alguien tiene que matar al hermano de Douglas prefiero que
seas tú. Y él también lo prefiere.
El rumor se convirtió en una carcajada, y el aturdido y
suspicaz Bardok volvió a su lugar con el cejo prieto y una
mueca en los labios. El príncipe sonrió y se irguió al tiempo
37
que contemplaba a sus señores entre las sombras y claros de
la tienda. Alzó una de las copas y esperó que todos repitieran
su movimiento.
—¡Toda la gloria para Abbathorn Levvo y el Imperio
Misinio! —dijo a voz en grito.
—¡Levvo, Levvo, Levvo! —clamaron todos.
Los escribas redactaron los documentos que serían
enviados a Davingrenn antes de que el campamento fuera
desmantelado y los generales misinios regresaran al frente de
sus ejércitos. Todo estaba dicho. El plan de su padre, el rey,
seguía su cauce, como los mandatos de un dios omnipresente
desde la lejanía del salón del trono. Todos callaban y acataban
las órdenes, convencidos y devotos de aquella fe ciega hacia el
monarca, algo de lo que él mismo dispondría algún día. El
sueño del Imperio Misinio se había convertido en una
realidad. O, de forma más realista, estaba en camino de ello.
Pronto todo el norte formaría parte de una nueva nación
regida por el férreo puño de su nombre. Aunque todavía
quedaban ciertos compromisos por cumplir.
Tras el vino y las despedidas, la claridad del exterior le
pareció cegadora. Gavein había preparado su montura
personalmente y supervisado el equipo necesario y la escolta
que los acompañaría hasta su nuevo destino, la ciudad ducal
de Bremmaner. Como representante de su padre, debía acudir
a sellar el pacto con el duque Lórean y agradecerle su apoyo
contra el rey aukano y los herejes de la Orden de Vanaiar. Su
misión: mostrar al duque su buena fe y el premio por su
lealtad. Él mismo. Como hijo del rey misinio, pronto se
desposaría con la pupila del duque, Leana Hornavan, sellando
así el final de la antigua rivalidad entre las dos casas. Tan solo
era un súbdito más que se sometía sin objeciones, sin
discusión. Pues así lo habían educado; siervo e hijo, nunca al
contrario.
—¿Rumbo al norte? —preguntó Oliver Rjuvel, que ya
montaba un corcel cubierto por una gualdrapa larga azur y
plata.
—Los asuntos de la corona me llaman en Bremmaner —
respondió, dando media vuelta—. Me reuniré con vosotros en
el asedio de Akkajauré.
—Los asuntos de alcoba, querrás decir. Una boda
siempre es motivo de alegría. —Sonrió bajo el tupido bigote
oscuro.
—Así debería ser. Pero son asuntos, al fin y al cabo. —
Browen guiñó un ojo de forma involuntaria, bajó el rostro y
dirigió una seria mirada a Oliver—. Tu hermano se encargará
de la toma de Dromm. Me han dicho que está haciendo un
buen servicio a tu casa. Le deseo la mejor de las suertes. Y a ti
también, Oliver.
—Mi hermano es un buen político, y como tal su meta es
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el poder, no trepar escalinatas de asalto. —Asintió con aspecto
sombrío y una amarga sonrisa—. Confiemos en su capacidad
para esquivar las flechas como esquiva la sífilis y a los
maridos enojados —suspiró y retomó su tono cordial—. Te
deseo lo mejor con tu nueva esposa. Que sea ardiente en la
cama, dueña de su casa y una buena madre.
—Solo la he visto una vez —añadió él—. Y no puedo
asegurar nada de eso a simple vista. Es un matrimonio
político y yo un siervo fiel de mi padre y su causa. Si es su
deseo desposaré a esa mujer y le daré hijos que heredarán un
imperio.
—Me han hablado de su cuerpo —confió Oliver con una
mueca desdeñosa—. Y también de su mal humor. La
Hornavan es una mujer guerrera. Que no te rompa ningún
hueso en vuestra primera noche. O en la segunda.
El joven Levvo torció el gesto.
—No pareces muy satisfecho.
—La satisfacción no es más que un lastre a la realidad.
—Browen chasqueó los labios—. En los pactos no se desea la
satisfacción, tan solo el buen término de lo pactado. Si no
hubiera desencuentro, si yo eligiese a esa mujer, los
sentimientos alterarían el trato y la mercancía de la lealtad
perdería su valor. No puedo estar satisfecho.
El noble hijo de Dosorillas se devoró los labios bajo el
bigote y meditó aquellas palabras.
—Eres demasiado serio, mi príncipe —dijo, moviendo la
cabeza a los lados—. Todavía eres joven para pensar como un
rey viejo. Y además eres un romántico. Valoras en demasía el
amor. El matrimonio es un pacto por la supervivencia, el amor
llega con el tiempo. Y si no, siempre están las mujeres de los
otros —concluyó con una breve mueca sarcástica que se
esfumó al instante—. Es broma, mi príncipe. Sabes que yo
nunca haría algo así.
Browen sonrió, acarició la montura de Oliver bajo la
capizana metálica y tendió la mano derecha hacia él.
—Ten cuidado en Bremmaner —añadió el hombre con
rigidez—. Ten mucho cuidado.
Oliver era un gran guerrero, heredero de Dosorillas por
derecho, pero demasiado rígido y no muy inteligente. Desde
que Browen lo conocía, había regido su vida por estrictos
valores de lealtad a sus padres, códigos de honor y
comportamiento. Tenía un aura de rectitud, incapaz de
mostrar otra cosa más que la que perturbaba su mente. Un
hombre plano y sincero por obligación. Al contrario que su
hermano, Verneil, un tipo con dos caras, o más bien una
multitud de ellas. Oliver y su comportamiento le resultaban
irritantes y necesarios al mismo tiempo. La lealtad y los
valores también podían ser equivocados en según qué
hombres, aunque eso Oliver nunca se lo cuestionara.
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Pequeños destacamentos armados corrieron de una parte
a otra, en una barahúnda de gritos y órdenes y el trasiego de
desmontar un campamento. Los estandartes cabalgaron hasta
la primera línea de colinas y desaparecieron contra el
temprano atardecer de Aukana. Antes de la noche la elevación
donde se habían reunido no sería más que una mota
enfangada entre los apagados campos de hierba ocre. Un
soldado acercó su montura a Browen. Un hermoso alazán
llamado Kokoil, furioso, en uno de los dialectos de El Linde. Se
encontraba tan agotado como él, magullado y anhelante de un
baño y el sueño reconfortante que le hiciera olvidar las
imágenes de la guerra. Rostros deformados por el terror se
sucedían frente a Browen cuando cerraba los ojos. Hombres
que habían muerto bajo su espada durante los últimos días.
Aunque para eso todavía debería esperar mucho tiempo.
—Cuando lo desees podemos partir, príncipe Levvo —dijo
alguien a su espalda.
Enro Kalaris, señor de Ursa, esperaba tras él, con el
caballo por el bocado y su perenne gesto altivo y fuerte.
—Voy hacia el norte —respondió él—. ¿No deberías haber
partido con Oliver y Skol?
Kalaris rio de forma gutural, como un ronquido surgido
desde el estómago.
—Llegó un mensaje de tu padre esta misma mañana —
explicó satisfecho—. Vuelvo a Davingrenn para desposar a tu
hermana cuanto antes. No quiere verla viuda antes de casarla.
—Todavía estaba en cama tras la huida del De Bruswic
—objetó Browen.
—Pues entonces será tu padre el que no quiere
entregarme una hija muerta y desea que me apresure —
respondió Kalaris y a su sonrisa asomó de nuevo el ronquido
jocoso.
Browen intercambió una desconcertante mirada con
Gavein, que arrugaba el cejo mientras ceñía el ataharre de su
montura. Enro Kalaris los miró a ambos con los ojos casi
cerrados y los pulgares enganchados en el cinto. Todo en
aquel hombre era grande; el amplio pecho, la nariz bulbosa,
los dientes caballunos, los dedos como corteza de olmo. Y su
figura imponía, además del tamaño, una energía
deslumbrante que comenzaba en las caracoladas guedejas
anaranjadas y continuaba en los profundos ojos verdes.
—Vamos —dijo—. Tu hermana se casa con el mejor de
los candidatos, será señora de Ursa y parirá buenos y fuertes
hijos con el pelo de fuego.
—Bueno... —tartamudeó el príncipe— esa es una gran
noticia. Pronto seremos cuñados. Cabalguemos juntos pues.
—Sus heridas… —musitó en confidencia Kalaris—. ¿Son
graves? Quiero decir… ¿No habrá quedado deforme o
incapacitada, verdad?
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El príncipe le dirigió una mirada cortante como un filo
helado. No hubo respuesta a su pregunta.

Browen no gustaba de la compañía de Enro Kalaris. No


necesitaba disimularlo, tan solo ser cordial, políticamente
correcto, discreto y paciente hasta que Kalaris abandonara la
conversación y prescindiese de él. Pero eso no ocurrió tal y
como las maneras y modales marcan.
Desde que abandonaron el lugar en que se habían
reunido con los otros señores misinios, Kalaris fanfarroneó de
sus hazañas, despotricó contra el resto de nobles, maldijo una
y otra vez a los monjes de Vanaiar, y amenazó de muerte a
todos los enemigos que recordaba. Era un hombre iracundo,
altivo, que trataba a su montura con desprecio. Durante un
momento, Browen y Gavein, hastiados de su cháchara,
cruzaron miradas cómplices y ambos supieron que le
deseaban una lenta agonía.
Kalaris les permitió un único respiro y no fue por
cortesía, ni por agotamiento, resultó ser por admiración.
El segundo día de marcha hacia el norte, tan solo unas
horas antes de que el señor de Ursa los abandonara en
dirección al oeste, encontraron el camino sembrado de
muerte.
—Por todos los dioses del norte... —masculló Browen
antes de sentir el regusto agrio trepando por su garganta.
Gavein, que se había educado en las duras tierras de El
Linde, donde los hombres viven en clanes de origen salvaje y
no se rigen por las leyes misinias, no había visto nada igual.
Ni siquiera más allá de los montes de Brönt los salvajes
habían perpetrado tales atrocidades.
A ambos lados del camino, árboles, estacas y postes
servían de catafalco a hombres, mujeres y niños. Docenas de
cuerpos pendían de cuerdas, devorados por las aves,
corrompidos por el sol y los insectos. Las nubes de moscas y
mosquitos sobre los jirones de carne desgarrada zumbaban de
forma ensordecedora. A los pies de algunos ahorcados las
vísceras se agitaban cubiertas de larvas blanquecinas. El
camino continuaba flanqueado por aquel público que
murmuraba cada vez que las moscas volaban a su paso, y al
que era imposible no prestar atención.
—¿Quién ha hecho esto? —murmuró Browen. al
contemplar la interminable y macabra senda.
—Kregar Kikkuril —respondió Gavein. Sus ojos se
contraían en un millar de arrugas de piel dorada mientras
contemplaba el horror ausente de vehemencia⎯. La guerra
llega a todos los rincones, compañero, y es una buena excusa
para limpiar la casa propia una vez se ha preparado la escoba.
No hay otro propósito más que acabar con los enemigos
políticos y los opositores. Quizá no estés acostumbrado, pero
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así se gobierna en tiempo de guerra.
Gavein clavó en él sus ojos de hielo y detuvo el caballo a
su lado, en silencio, hasta que una carcajada les hizo dar
media vuelta.
Kalaris reía como un marinero borracho. Golpeaba los
muslos con las manos y reía, reía y reía hasta que le saltaron
las lágrimas. Sus carcajadas comenzaron a contagiarse a la
tropa y, en un momento, muchos hombres armados reían a
carcajadas en el centro del camino. Los cuervos desplegaron
las alas y se unieron a la algarabía con graznidos agudos y
después volaron en círculos sobre todos ellos.
—¡Basta! —gritó el príncipe Browen, aunque Kalaris no
contuvo su risa, tan solo bajó la intensidad.
—Pensaba que ese Kregar era un presumido que abusaba
de muchachos jóvenes —dijo entre risas—. Pero empieza a
gustarme ese violador de ovejas.
Browen tiró con fuerza de las riendas y Furioso saltó a un
lado con un relincho.
—¡Aquí nos separamos, señor de Ursa! —exclamó—. Dad
recuerdos a mi padre y nos veremos en la boda de mi querida
hermana.
Picó de espuelas con fuerza y se alejó a galope tendido de
aquel salvaje noble y sus hombres. Ni siquiera miró atrás.
Escuchaba los cascos de Gavein y su escolta personal tras él.
¿Cómo podía casar su padre a un hombre así con su
hermana? ¿Qué pretendía con ello? Kalaris era el Hiurel
misinio, el representante del consejo nobiliario frente a la
corona, un cargo de gran poder y responsabilidad. Quizá no
hubiera sido lo más acertado dejarle de aquella manera en
tierras de Kjionna. La rabia se le convirtió en remordimiento y
de nuevo en un rabioso reproche. Debería pedir disculpas
cuando volviera a Davingrenn, tragarse su orgullo y aceptar
los planes de su padre y a su nuevo cuñado. ¿Cómo podía
hacer algo así? ¿Tan poco significaban para él?
Los campos fronterizos de Aukana se mostraban como
una sucesión de colinas suaves coronadas por árboles
solitarios. Cabalgó inmerso en sus pensamientos, abandonado
y solo, perseguido por sus hombres, hasta que dejaron atrás
el hedor de la muerte y la noche cayó sobre ellos.
Durante la mañana del segundo día desde que dejaron
atrás a Enro Kalaris y su cruel risa, divisaron la ciudad de
Bremmaner.
El palacio ducal asomaba en su risco como un bloque de
granito, protegido por la más grande muralla de todo el norte.
Como la resistencia de sus ciudadanos, la ciudad se mostraba
sólida y desafiante a los campos de alrededor. Baluarte de una
cultura propia que había sido perseguida por los reyes
misinios y traicionada por sus antiguos parientes aukanos.
Bremmaner, siglo tras siglo, guerra tras guerra, sometida y
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liberada una y otra vez, continuaba en el mismo lugar,
imperturbable ante los odios de dioses y reyes. Y el hijo de su
más encarnizado enemigo, Browen Levvo, llegaba a sus
puertas para sellar el fin de su odio y convertirse en el primer
misinio con derecho a acceder al gobierno del ducado.
La escasa columna de guardias misinios atravesó las
calles de la ciudadela y ascendió hasta el palacio ducal. Nadie
parecía indiferente a su paso. El desprecio empapaba las
miradas y tras ellos tan solo dejaban el frío y crudo silencio de
un mausoleo. La confianza era su única arma. El duque era
un hombre de palabra y los Levvo habían cumplido con su
parte, allí estaba él para demostrarlo. Aunque quizá todo era
una artimaña, una trampa para llevarlo a la muerte o
utilizarlo de rehén. El duque había apoyado la guerra de
Abbathorn, traicionado a los aukanos y a los Jansenitas de
Vanaiar, y conseguido casar a su pupila con el heredero
misinio, lo cual le reportaba una nueva era de paz para su
pueblo. ¿Qué podía ganar con su muerte o captura? Los Levvo
no eran extorsionados, eso lo sabía todo el mundo.
«El duque ha hecho un buen trato —se dijo al contemplar
los rostros de aquellos que se apartaban a su paso—. Tantos
años de guerra han marcado a este pueblo, lo llevan en la
sangre y en los ojos. Es el vacío que deja la muerte.
Únicamente tienen pasado, una gloriosa historia, pues el
presente es demasiado duro para aceptarlo y el futuro se
esfumó en la pira funeraria.»
Descendió de un brinco y los tobillos le devolvieron una
dolorosa punzada en respuesta a su brío. Demasiados días sin
descanso, demasiados muertos y objetivos de guerra por
cumplir. Ansiaba un baño caliente, un lecho mullido, carne
recién hecha y vino especiado. Dispondría de algunos días
antes de volver a empuñar la espada en Akkajauré. Días como
invitado de honor del duque, días de diplomáticas
conversaciones, política, mesura, hastío y falsedad. Y unas
pocas horas para ella, para su remanso de paz, su auténtico y
añorado reino.
Cuando el príncipe Browen atravesó las puertas de la
nave principal del palacio ducal, nadie había esperándolo. Se
detuvo a unos pocos pasos de la entrada e intuyó un
movimiento tras una de las columnas. Una mano blanca, pero
no de porcelana, más bien de piedra dura, precedió la
aparición de Leana Hornavan. Con su orgulloso rostro
ovalado, el pelo castaño suelto y rebelde como ella, lo observó
con descarada curiosidad.
—Bienvenido a Bremmaner, misinio —dijo ella.
Vestía unos amplios pantalones de lino blanco ceñidos a
las rodillas y una camisa de mangas cortas que dejaban ver
sus brazos fuertes y bien formados. Caminó hasta él a pasos
largos y rítmicos, con la suavidad de un depredador. Sus cejas
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formaban un arco de escepticismo con los carnosos labios.
—Así que tú eres la mujer que debo desposar por el bien
de nuestras casas —sonrió él—. Debo decir que nada me hace
más infeliz en este mundo.
Browen la observó acercarse al tiempo que estiraba los
dedos de sus guanteletes y los arrojaba al suelo. Allí estaba
frente a él, la sacerdotisa guerrera, la última de su linaje.
—Apestas a sudor y sangre. —Leana arrugó la nariz y
sonrió en la comisura de sus labios.
—Te he echado de menos —murmuró él antes de
fundirse en un beso apasionado y estrechar su cuerpo contra
el de ella.

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CAPÍTULO 4

Abrió los ojos y, sin moverse, escudriñó alrededor.


La habitación se encontraba en penumbra, iluminado un
rincón por el tenue fuego de la chimenea y la luz que se
filtraba entre los cortinajes. Debía de ser mediodía, quizá más
tarde. Los brebajes de hierba del sueño la atontaban, perdía la
noción del tiempo y todo se volvía una sucesión de noches y
días en una interminable vigilia repleta de horribles
pesadillas. Con la diestra tiró las mantas a un lado y, poco a
poco, se incorporó hasta quedar sentada en el borde del lecho,
de espaldas a los ventanales cubiertos.
Anja Levvo contempló su mano izquierda cubierta de
vendajes, reposar muerta sobre su regazo, y se llevó la mano
derecha a la sien. Cerró los ojos y sintió que la habitación le
daba vueltas. ¿Cuánto tiempo había pasado? Recordaba la
cena en el salón lejana en el tiempo, como si hubiera sido un
año atrás. También el rostro de su madre y el sabor de los
brebajes calientes en su garganta. Después llegaban los
extraños criminales. El rostro del muchacho de ojos afilados y
la mujer de pelo corto color heno. Escuchaba sus risas y el
dolor le rasgaba el espinazo con cada cuchillada. Su padre, el
rey, con su voz grave y los ojos fuera de sí, semidesnudo,
montando a su madre de forma salvaje mientras Browen
miraba todo desde un rincón. Oraciones junto a la cama,
conjuros arcanos que ella misma había intentado aprender de
los libros de Rághalak. Tragó saliva y los pies descalzos
tocaron el frío suelo de piedra.
La habían vestido con una larga camisa de color verde
claro, larga hasta los tobillos y ceñida a los puños y el cuello.
Dio un paso y el dolor la hizo emitir un quejido que rasgó el
silencio del cuarto. Llevó la mano a la espalda y acarició la
dureza de los emplastos y las compresas de lino. Entonces
sintió el pecho oprimido y descubrió el compacto vendaje que
ceñía su espalda, desde los hombros hasta las nalgas.
Se acercó lentamente hasta los ventanales y apartó con
dificultad los cortinajes. La luz violentó la estancia. No era un
resplandor veraniego, ni siquiera iluminaba el sol aquella
ventana, pero sus ojos se encontraban todavía en las tinieblas
y desvió el rostro a un lado, cegada por la luz exterior. Repitió
la operación hasta descubrir todas las ventanas y quedar
exhausta con la frente apoyada en uno de los cristales. Su
brazo permanecía estéril, apoyado contra el pecho.
Con la respiración agitada, presa de un creciente pánico,
comenzó a deshacer el vendaje de su mano izquierda. Torpe y
débil, trataba de apartar el tejido que cubría su piel. Tiró
varias veces al tiempo que su corazón se aceleraba. Mordió las
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vendas y el dolor, punzante como un aguijón envenenado,
trepó hasta el codo. Ahogó un grito dolorido y contuvo el
aliento cuando la venda cayó al suelo en una suave espiral.
Anja vio su mano abotargada, con un largo y profundo
tajo que cercenaba la carne hasta casi mitad antebrazo. Los
dedos, antes delgados y blancos como mármol, estaban
hinchados, amoratados, repletos de sangre coagulada. Y el
hedor, el tufo a putrefacción que golpeaba su rostro era
horrible. Aquel miembro deforme y negruzco no era su mano.
Ni siquiera la sentía al final del brazo; era como mirar un trozo
de carne muerta, algo ajeno a su cuerpo. Las piernas le
fallaban. La habitación volvió a dar vueltas alrededor y se
derrumbó contra las gruesas cortinas.
—¡Mi señora! —gritaron al tiempo que la puerta se abría
— ¡Ayuda, ayuda!
Varias sirvientas entraron en la habitación y se
abalanzaron sobre ella. Frente a sus ojos se sucedieron
rostros desconocidos y voces lejanas y confusas en una sorda
neblina. La acompañaron al lecho y el contacto de las sábanas
le provocó una glacial sensación de levedad. Cerró los ojos y
trató de controlar el vaivén de sus sentidos. El labio inferior
acompañaba trémulo un susurro casi imperceptible.
—Mi madre —suplicó antes de desmayarse—. Que venga
mi madre.

La sonrisa de Rághalak nunca le había parecido tan obscena.


Tenía el cuerpo desnudo y los pechos de mujer descolgados
como ubres estriadas; cubiertos de manchas, al igual que la
piel de su calva. Abbathorn le dirigía una mirada terrible,
severa y llena de prejuicios, mientras el consejero se relamía
acurrucado bajo la figura del rey. Familia, imperio, Dios.
Sabía que su madre la llamaba pero no encontraba su rostro.
Comenzó a gritar desesperada cuando el cuerpo se le convirtió
en un miembro atrofiado lleno de pústulas. Rághalak estaba
allí, junto al rey, pero también era la reina. Eran los dos. Y
Abbathorn continuaba impasible, como una figura de cera.
Despertó varias veces; siempre rodeada de una densa
oscuridad. De vez en cuando, rostros de aspecto fantasmal
aparecían de la nada y repetían, una y otra vez, su mensaje
traído del más allá. El guerrero del rostro rectangular. Berk,
sosteniendo sus intestinos y babeando oscuros salivazos. El
rey y su risa insana y enloquecida. Risas y más risas. Y en
ocasiones silencio y el chiquillo harapiento en un rincón,
clavando en ella sus ojos sin iris; durante horas, toda una
vida. Hasta que por fin llegó el día y la luz, y las visiones
desaparecieron entre los ecos de la consciencia.
—Hay que ventilar esta habitación —dijo la reina,
corriendo las cortinas bruscamente al tiempo que Anja
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parpadeaba en el lecho, tratando de alejar el sueño.
Había entrado perseguida por media docena de sirvientas
que, imitando a su ama, comenzaron a abrir los postigos de
los ventanales. Una brisa fresca inundó la estancia y arrolló
los sentidos de Anja. Tenía la boca reseca y los ojos doloridos.
Se encontraba débil y el estómago se le recogía como un
animal herido. Las criadas retiraron las mantas de su cuerpo
y la reina se detuvo junto al lecho y la contempló con
expresión satisfecha.
—Estás mucho mejor —dijo, frotándose las manos—. Eso
es indudable. Pero has perdido mucho peso. ¿Tienes hambre?
—Estoy hambrienta —respondió Anja con un hilo de voz.
—Traedle fruta, queso tierno, miel, leche, pan blanco y
nueces —ordenó la reina a una de las sirvientas que asentía
con cada nueva palabra—. Y preparad pescado para esta
noche.
La sirvienta salió a toda prisa y cerró la puerta tras ella.
La reina Anja miró a su alrededor y devolvió la vista a su hija,
sentada al borde de la enorme cama.
—Sé que te sientes mareada y débil, pero ya no tienes
fiebre —afirmó, pecho enhiesto, hombros atrás—. Pronto te
recuperarás.
—He tenido unas pesadillas horribles, madre —murmuró
la princesa con la palma derecha en la frente.
—Dime qué viste.
La reina Anja se sentó a su lado, con la espalda erguida y
los ojos oscuros y refulgentes frente a ella, y esperó su relato.
Pero Anja no quería contarle los sueños que había tenido a su
madre; o por lo menos no todos. Sintió vergüenza y pánico
cuando recordó las imágenes tan violentas y sucias en su
cabeza. Cada segundo que demoraba su respuesta quedaba
más claro para la reina que su hija le ocultaba la verdad, y
Anja trató de ser tan sincera como su madre demandaba sin
desvelar sus profundos monstruos.
—Soñé que Abbathorn te poseía de forma salvaje y
Browen miraba desde un rincón —explicó Anja, con cierto
reparo.
—¿Me golpeaba? —Alzó una ceja la reina.
—Sí —respondió la princesa y una irónica sonrisa
apareció en el fino rostro de su madre—. Pero después ya no
eras tú. Era Rághalak el que aparecía con pechos de mujer y
el rey estaba a su lado, desnudo.
—¿Y tu hermano?
—No —Anja arrugó el cejo—, él ya no estaba.
La reina apartó la mirada un instante en un mohín
caviloso. Tomó aire profundamente por la nariz y le devolvió la
mirada cargada de energía.
—Siempre tuviste unos sueños muy reveladores, hija
mía. Algún día llegarás a comprenderlos —dijo, dando unas
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palmaditas en sus manos.
—También soñé con los presos que escaparon —añadió
Anja.
—Eso me parece menos importante.
La reina Anja se puso en pie y cerró las ventanas. Una de
las sirvientas dejó una palangana llena de agua fresca junto a
Anja y se sentó frente a ella, le tomó la mano izquierda y
comenzó a cortar el paño que cubría la herida.
La hinchazón había dejado su carne insensible, tal que
un apéndice ajeno a su cuerpo. El color negruzco y morado se
había transformado en nubes de violeta con sombras cerúleas.
El corte estaba limpio y seco en los bordes; era un cráter
profundo que partía toda la palma hasta el antebrazo. No
podía mover los dedos. La criada limpió la herida con el agua,
aplicó un emplasto de hierbas y volvió a cubrir la mano con
un paño limpio.
—Soñé con el chiquillo que los acompañaba —dijo Anja al
tiempo que la ayudaban a desvestirse.
—Soñarás por mucho tiempo con ese momento. Suele
ocurrir.
—No es el ataque lo que recuerdo —protestó ella sin
levantar la voz—. Lo veo a él, en un rincón con esos ojos tan
finos y sin iris. Escrutándome, como si esperase algo de mí.
Su madre dio media vuelta y la observó en silencio,
después caminó hasta una de las ventanas y perdió su mirada
en la lejanía del mar de Mis.
—Era el razaelita de Rághalak —continuó Anja—. Justo
esa noche habíamos decidido ir a verlo.
—¿Verlo? —la interrogó la reina.
—Le pedí a Rághalak que me llevase a la cocina para
verlo —explicó la princesa—. Sentía curiosidad y deseaba
comprobar sus poderes de curación.
—¿Por eso casi mueres? —Dio media vuelta,
bruscamente—. ¿Por comprobar sus dotes como curandero?
Anja cerró los labios, bajó la mirada y se quedó inmóvil.
Las sirvientas habían retirado el vendaje y el emplasto de la
espalda, dejando al descubierto la herida. Miró por encima del
hombro y comprobó con horror su cuerpo cortado en el reflejo
del espejo. La reina no había mentido, estaba más delgada y
pálida que de costumbre, aunque además, el largo tajo
marcaba su cintura como un salvaje desgarro. Los hombros,
redondos y níveos, tenían algún rasguño sin importancia que
se desvanecía en la piel transparente. Sobre los riñones
comenzaba una hendidura que alcanzaba una de las nalgas y
separaba sus carnes en una cicatriz horrenda.
Anja hubiese llorado de no ser porque su madre guardó
silencio. Bajó el rostro. Se mordió las ganas y las lágrimas se
le derramaron por dentro, tras la fachada pétrea que
resultaba ser la princesa Levvo. Pasaron un paño húmedo por
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la espalda y limpiaron las heridas. Le vendaron todo el torso,
oprimiendo su pecho y el vientre, hasta la cara interior de los
muslos. Después la vistieron con un traje verde que se ceñía a
la cintura y a los hombros sobre una camisa blanca bordada
con diminutas perlas en la pechera a modo de brocado. Su
madre continuó en silencio.
Mientras la peinaban pensó que debería explicarse mejor
respecto al razaelita y su visita a las cámaras de Rághalak en
plena noche. Había estado estudiando las artes arcanas y la
curiosidad por una realidad al otro lado del espejo comenzaba
a plantear preguntas en ella que nadie podría responder. La
reina conocía las bases de la alquimia y algunos textos
arcanos, también el uso de velas y las señales y
premoniciones en la naturaleza, pero no era un sustituto a los
secretos de Rághalak ni competía a los antiguos sabios
arcanos. De todas formas, aunque hubiera tenido ciertos
conocimientos no los hubiese compartido con ella; no todavía,
no todos.
—Cuando los encontremos —susurró la reina a su oído
mientras ceñían una ligera diadema a su pelo—, yo misma me
encargaré de que su sufrimiento dure años.
La reina Anja acarició el pelo de su hija y se irguió tal que
una cobra.
Ella la contempló en silencio, con esa extraña mezcla de
admiración y terror que los Levvo habían inculcado en sus
hijos. No estaba bromeando. La venganza de su madre no
conocía límites, y era una mujer fría y cruel como ninguna;
una auténtica serpiente Levvo. Sin embargo, la princesa no
podía dejar de preguntarse qué había despertado la vengativa
ira de su madre. El ataque a su propia hija en el interior del
Lévvokan o el orgullo herido del áspid verde.
—No debes preocuparte por los razaelitas. —Sonrió al
tiempo que acariciaba sus mejillas con el dorso de los dedos
—. Tienes un propósito más elevado que encargarte de los
marcados. Deja eso para los monjes inquisidores y la guardia
de tu padre.
Anja dudó al recordar su interés por el Razalim
Makaikan, el único de los tratados arcanos que profundizaba
en los primeros marcados aparecidos en Kanja.
—Debes centrarte en el estudio de las materias que te
propuse —asintió.
—Los libros que me dejaste me fueron de mucha ayuda
—afirmó ella, rotundamente—. Aprendo poco a poco, pero con
firmeza.
—Desde luego que lo haces. —Chasqueó los labios—.
Dices exactamente lo que quiero escuchar sin apenas
alterarte. Y todavía no has desviado la mirada ni una sola vez.
Despierta en mí satisfacción y cierta cólera contenida.
—Madre, yo... —dijo con la voz trémula y su madre
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mostró la sombra de una sonrisa gélida.
—No finjas vergüenza, por favor. Recuerda siempre que
sé todo lo que pasa por tu mente. ¿Preferías los que Rághalak
guardaba para sí mismo? —La reina entrecerró los ojos.
Anja se sobresaltó. Su madre sabía que el taimado
consejero le había prestado algunos libros sin su supervisión.
Había leído manuales arcanos y textos prohibidos sin su
permiso y eso era una grave rebeldía a ojos de la reina.
—¿Cuáles has leído?
—El Códice de la Transmutación —respondió Anja con
rapidez.
—¿Solo ese? —arrugó el cejo.
—Sí. —Una gran mentira tras la que siguió un pesado
silencio.
La reina detuvo sus ojos en los de su hija en espera de
una señal, un gesto imperceptible, una demostración de
debilidad y saltaría sobre ella como un cazador que descubre
la presa herida. Pero eso no ocurrió. Anja respiró
normalmente, con las manos sobre el regazo y la barbilla alta.
Quizá su madre supiera que estaba mintiendo aunque, de
todas formas, Anja también era una mujer Levvo, y eso lo
llevaba en la sangre; sangre fría, helada.
La reina se volvió hacia las mujeres que recogían las
sábanas y levantaban el colchón de lana para darle la vuelta.
—Salid —ordenó—. Dejadnos solas.
Ambas sirvientas abandonaron en el acto sus tareas y
salieron al trote de la habitación.
—Enro Kalaris llegará pronto para desposarte —dijo con
el semblante acerado—. En breve será tu marido y tú te
convertirás en la señora de Ursa.
—Ansío encontrarme con mi destino —musitó Anja.
—Esa sería una buena respuesta si la dijeras a otro —
dijo la reina, caminando hasta colocarse frente al espejo y
encontrar los ojos de su hija en el reflejo—. Pero yo soy tu
madre y mentora, y no tienes por qué guardar las formas
conmigo. Claro que, tal vez te mientas a ti misma y en lugar
de eso pretendieses decir que ansías ser dueña de tu destino.
Eso sería más propio de la educación que te he dado. Aunque
de nuevo, no dejaría de ser una respuesta falsa.
—Puedo afrontar cualquier reto —se corrigió Anja sin
mover un músculo—. Estoy preparada.
La reina dio media vuelta y la miró de forma
condescendiente.
—No eres tan inteligente, hija mía. —Sonrió—. Es la
juventud la que te llena de vehemencia. Pronto aprenderás a
controlar ese sentimiento. Serás señora de una ciudad y
esposa del Hiurel misinio. Deberás someterte en muchas
ocasiones para triunfar en otras tantas. Pronto tu único
destino será servir y tejer la tela de tu propia fuerza tras el
50
hombre que te otorgó títulos y riquezas.
La reina anadeó de vuelta hasta ella con un suave vaivén
en sus caderas. Cogió un frasco con perfume, humedeció la
yema de sus dedos y acarició el cuello de Anja con el
aromático elixir.
—Nada debe pasarle a Enro Kalaris —bajó la voz—.
Debes protegerle por todos los medios pues él será la llave del
trono para tu hermano. Pronto Browen desposará a la única
hija legítima de Khymir y establecerá la semilla del futuro
Imperio del Norte. Pero para que eso ocurra necesitamos del
apoyo de Kalaris y su influencia en el resto de señores
misinios. La autoridad de Ursa en el norte es un preciado
tesoro que debe caer del lado de tu hermano.
—Pero el rey ha prometido a Browen con Leana
Hornavan, la pupila del duque de Bremmaner, y pactar de
una vez la paz con la ciudad rebelde —objetó Anja.
—Desde la desaparición de Rághalak los planes de tu
padre se van al traste —desdeñó la reina con un movimiento
de la mano—. Desea las minas de Akkajauré y dominar al
nuevo Gran Maestre de la Orden de Vanaiar. Prometió tierras
a los siervos de Kjionna y la libertad a los jinetes Kirkuk.
Incluso les prometió a la princesa Vanya. Ese no es un futuro
para mi familia. —Los ojos de la reina resplandecieron al
tiempo que cerraba el puño frente al rostro—. Prefiero
arrojarme a las llamas antes que ver esfumarse así todo por lo
que he luchado. Sin Rághalak no hay meta en los planes del
rey, solo la efímera gloria personal. No es un estratega, tan
solo un chico resentido por los éxitos de sus antepasados. Sus
señores se cansarán pronto de tantas ínfulas de grandeza. Ya
le llaman el rey loco. Loco. —Sonrió—. ¿No te parece gracioso?
La reina tomó el rostro de Anja entre sus manos. Como si
contemplara un espejo estudió su piel y acarició los pómulos
hasta levantar su barbilla.
—Kalaris es más seguro, hija mía —murmuró sin apenas
despegar los labios—. Apoya a tu marido en beneficio de tu
familia.
Anja se mantuvo callada. No le producía ningún
sentimiento aquella sentencia porque, en realidad, las
palabras de su madre, como otras tantas veces, eran un arma
de doble filo. Las mujeres Levvo se entregaban, urdían su vida
sometidas a una rígida y estricta disciplina; hasta que llegaba
el momento y el objeto de su entrega, el matrimonio que
habían respetado y defendido con uñas y dientes, se convertía
en obstáculo para un fin mayor. Familia, imperio, Dios.
Ella no estaba interesada en matrimonios. El principio de
la conversación todavía reverberaba en su cabeza y las
palabras de su madre tan solo le hacían recordar al
desaparecido consejero real. Los ojos felinos color mostaza y
vetas verduzcas, la sierra de sus dientes limados y las
51
manchas en el dorso de las manos huesudas y afiladas como
garras. Esa era su máscara, la cobertura que ocultaba la
verdad del consejero, una apariencia más allá de sus ladinas
palabras protegida por el miedo. Quizá su madre también
hubiese descubierto aquella mascarada del horrible hombre, o
tal vez no. Su madre solía despreciar muchas pequeñas cosas
que más tarde se convertían en grandes errores. Como su
afición por los textos arcanos. Que la reina no pudiera
comprender los misterios de la magia no significaba que su
joven hija estuviese preparada para entregarse a lo prohibido.
—¿Quién era Rághalak? —preguntó Anja sin saber por
qué.
Su madre se irguió y se alejó un par de pasos.
—Un perro fiel de tu padre salido de las profundidades
del bosque de Oag.
—¿Era un sacerdote Ishká? —Su madre no había puesto
freno a la curiosidad de Anja, así que continuó con sus
preguntas.
—Tal vez lo fuera —se encogió de hombros la reina—.
¿Cómo sabes tú eso?
—Lo leí en un libro —explicó ella—. Son sacerdotes del
caos; opuestos al Círculo de los Seis, los altos druidas que
velan por el equilibrio sagrado. Los Ishká son seres ávidos de
poder que buscan la unión de los opuestos y, con ella, la
destrucción de todo.
—Un consejero a medida para el ego de tu padre —añadió
de nuevo frente al espejo, comprobando que algún mechón
escapaba sobre la frente—. Deberías concentrarte en tu
matrimonio y en mis palabras. Sientes un amor enfermizo por
los libros, hija mía. —Sonrió fríamente—. Muchos saberes
provocan la desdicha en los sabios. Cuídate de que tu apetito
no te lleve a la tumba.
Aquella última frase lapidaria continuó en los
pensamientos de Anja durante el resto del día y buena parte
de la noche. Podía tomarlo como una amenaza o bien como
una advertencia. Quizá fuera ambas cosas. Desde que leyera
el Códice de la Transmutación había aprendido que las ideas,
los conceptos, no son uno solo, son dos, o muchas; y, tal vez,
ese fuera el mundo que ella conocía, el de los muchos mundos
donde nada es solo uno sino una multiplicidad de seres y
pareceres. Así pues, si todos eran muchos, qué era ella;
princesa, hija, mujer, pronto esposa sumisa y, en su interior,
bruja.
Entre las mantas los sueños se le sucedieron como un
torrente imparable de imágenes extrañas que la sumergían en
un estado de vigilia. Algunas voces la llamaban a dormirse y
caer en un pozo oscuro de gélido dolor. Pero ella se resistía y,
de nuevo, la escena de la mayoría de edad de Browen y el
bofetón del padre. La humillación, como una muerte social
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frente a todos. Lágrimas derramadas sobre el rostro de su
hermano. Ella era incapaz de llorar. Las mujeres Levvo no
lloran, sonríen y esperan, esperan, esperan mientras caen en
un pozo de dolor. Abajo, más abajo, hasta el fondo. Y en el
torbellino de la caída, gritos, aullidos y espejos de mil
tamaños. En todos ellos aparecía el rostro del malicioso
consejero rodeado por una tenue luz en un lugar conocido por
ella: la torre de la biblioteca.
El alba la descubrió despierta. Ojos abiertos, extraviados
en los efluvios de sueños premonitorios que el pensamiento
consciente, con su moralidad y miedo y prejuicio aprendido a
golpe de educación rígida, la hacía esquivar tal que una
trampa. La herida de la espalda la avisaba de su presencia
con un insistente picor. La mano izquierda, muerta sobre el
regazo, apenas se desperezaba en un revivir que no llegaba, y
continuaba replegada sobre sí misma, como una hoja muerta,
pálida y reseca.
Se vistió con un traje sencillo, muy parecido al que
llevaba la noche en que todo había ocurrido. La pechera se
abrochaba sobre el pecho y el talle se ceñía a la cintura, lo
que llevó más esfuerzo del que pensaba. Sentada en la cama,
jadeante y con el cuello cubierto de sudor, desistió ante la
torpeza de su mano zompa y dejó unos botones sin pasar. Se
calzó unas botas de piel bajas y cálidas y se echó una capa
sobre los hombros. Abrió el cajón central del tocador y extrajo
una pequeña caja de marfil con ricos ornamentos dorados en
las esquinas. En su interior dos plumas negras, un frasco
lleno de polvo ocre, algunas piedras de diversos colores y
aquello que andaba buscando. Una piedra caliza blanca que
manchó sus dedos en cuanto la tocó.
No salió al pasillo principal, podría ser sorprendida por
cualquiera y no deseaba ser vista, no todavía. Dio un rodeo y
descendió al patio desde las cámaras para invitados que ahora
se encontraban vacías. Desde allí, por una escalinata, bajó a
los salones de entrada, cerca de la barbacana del Lévvokan.
Los adormilados guardias esperaban el relevo y se cuadraron
a su paso tan tarde, que cuando las lanzas golpearon el suelo,
ella ya había cruzado el portón de salida.
La mañana era fresca. El vaho precedió su respiración
agitada, cruzó la capa frente al pecho y sintió el frío en la
nariz. Fue una sensación placentera. Corrió en diagonal sobre
el húmedo adoquinado. En uno de los patio laterales, bajo un
pequeño arco y flanqueada por dos guardias Levvo, estaba la
puerta de entrada a la torre de la biblioteca.
—Haceos a un lado —ordenó unos pasos antes de llegar a
su altura.
Ambos guardias intercambiaron miradas de desconcierto
hasta que uno de ellos se envaró y habló sin mirarla a los
ojos.
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—Lo siento, mi señora —dijo con voz grave—, pero la
torre está clausurada y tenemos órdenes de no permitir la
entrada a nadie.
Anja ladeó el rostro y abrió los ojos como platos.
—Supondré que no me has reconocido y que, en cuanto
lo hagas, te disculparás, abrirás la puerta y te harás a un
lado.
El guarda miró de soslayo a su compañero, que lo ignoró
con la vista perdida en el frente. Después, sus hombros se
hundieron y balbuceó lentamente.
—Mis disculpas, princesa. —Tomó un manojo de llaves
de su cinto y comenzó a buscar la apropiada—. Pero nadie
puede entrar en la torre. Esas son las órdenes de vuestro
padre, el rey.
—No voy a subir a la torre —objetó Anja—. Solo quiero
ver el lugar en que me atacaron aquellos fugitivos.
El guardia se volvió apenas, con el labio inferior algo
descolgado y húmedo, como si sintiera su culpa por lo
ocurrido, y agitó las llaves torpemente hasta introducir una en
la cerradura. Tiró de la anilla y la puerta se entreabrió con un
lastimoso quejido.
Anja ignoró al guarda que esperaba en el quicio, sin
penetrar en la oscuridad iluminada por una columna de
temprana luz diurna. Como una pintura enmarcada, el suelo
mostraba una oscura mancha que había penetrado en cada
poro de la roca y entre las juntas. La sangre derramada por
Anja aquella noche había pasado a formar parte de la torre, y
ese pensamiento, frente a la sombra de su figura afilada y
repleta de secretos la hizo sonreír de forma siniestra. Dio un
paso y penetró en la oscuridad, más allá de la puerta, hasta el
borde de la informe mancha, pero sin llegar a tocarla con la
punta de sus botas.
—Dejadme sola un momento —murmuró sin mirar atrás.
—Pero, mi señora… —insistió el guardia con voz trémula.
—¿Prefieres ir a luchar por mi padre en las tierras de
Aukana? —dijo ella con una mirada glacial.
La puerta se cerró y al principio la oscuridad fue un
muro sólido y asfixiante que la oprimía contra el suelo. Le
costaba respirar. Recordó cómo, aquella noche, las fuerzas la
abandonaban sobre el cálido lecho de su propia sangre.
Escuchó de nuevo el filo en la noche, cortando el aire, la ropa
y su carne por igual. Sintió el abrasador contacto del metal y
el dolor, el dolor que la volvía incapaz de moverse, de pensar,
de pedir auxilio; tan solo entregada a la muerte.
Sus ojos se acostumbraron a la penumbra y pronto
distinguieron la mancha en el suelo rocoso, pero ella no
estaba allí, su cuerpo yaciente había desparecido, dejando
tras él el precioso líquido vital, la sangre.
La pequeña roca caliza parecía emitir una claridad
54
fosforescente en la oscuridad. Se acuclilló y dibujó un círculo
en el suelo, sobre la roca manchada de sangre, de algo menos
de un paso de diámetro. Después en su interior dibujó otro y
entre ambos comenzó a trazar los símbolos olvidados. Sus
labios repetían un galimatías al tiempo que la pequeña roca
blanca trazaba extraños signos. Su respiración se agolpaba y
la escritura se aceleraba en torno al círculo. Los últimos
trazos parecieron golpes llenos de rabia. Se impulsó con las
manos y saltó atrás para contemplar su obra. Las líneas y
runas entre ellas se iluminaron un instante, con la claridad de
una estrella, y después se fundieron en la roca impregnada de
sangre, confundidas con la sólida oscuridad.
Golpeó la puerta con los puños y los guardias abrieron al
instante. Apenas los miró al pasar a su lado. No podía
contener la respiración. Se sentía acalorada y fuera de sí.
¿Qué estaba haciendo? ¿Cómo podía ser que estuviera
tramando algo así? Intentaba no correr, pasar desapercibida,
pero la excitación la vencía, sus pies se aceleraban hasta el
trote y después, de un brinco, saltaban los escalones y se
aferraba con fuerza al pasamanos. Cuando llegó a sus
cámaras privadas corría a toda velocidad y la capa, tras ella,
ondeaba como una bandera al viento. La espalda le recordó su
herida con un dolor sordo y profundo que parecía nacer del
mismo hueso.
La habitación estaba desierta. Nadie había notado su
ausencia. Comenzó a girar alrededor con la piedra
blanquecina en alto. No podía hacerlo allí. Su madre lo
descubriría y la castigaría, o mucho peor, el castigo por
aquello podía ser mucho peor. Mejor no pensar en las
consecuencias. Pero ¿dónde lo haría, dónde? Se sentía
mareada. Abrió las puertas de las cámaras cercanas hasta
llegar a un cuarto pequeño, de suelo de listones de madera,
que se había utilizado en algunas ocasiones para alojar a los
sirvientes de los poderosos que visitaban el Lévvokan.
Se arrojó al suelo y con pulso trémulo dibujó un círculo,
en su interior otro, y los signos volvían a su mano como las
palabras afloraban a los labios en una letanía susurrada. Los
últimos trazos fueron golpes furiosos que hicieron retumbar la
madera y la piedra salió despedida de sus dedos. Arrancó el
pasador de plata de su capa se llevó las manos frente al
pecho. Dudó un instante. ¿Estaba segura? Nadie había hecho
nada similar en muchos años, quizá siglos. Podía morir,
quedar atrapada entre los mundos, en el lugar en el que
habitan los demonios, presa para toda la eternidad, esfumarse
como si nunca hubiese existido. Contempló, llena de temor,
su mano muerta, raquítica, condenada a una existencia
miserable. Clavó la aguja en la muñeca herida, justo sobre la
cicatriz. El dolor la hizo doblegarse sobre las rodillas y ahogar
un grito. Cerró los ojos con fuerza; las lágrimas se agolparon
55
en sus párpados.
La sangre empapó el centro del círculo. Estaba hecho. Ya
no había vuelta atrás.
La oscuridad se hizo de repente. Todo a su alrededor
había desaparecido excepto el suelo que se había vuelto frío y
pétreo. Al momento vio la escalera frente a ella. Se puso en pie
y comenzó a trepar en la oscuridad. Había finos hilos de luz
clara que penetraban desde algunas aspilleras. Tropezó varias
veces pero continuó su ascenso. Se sentía una mujer nueva,
arriba, siempre arriba y cada vez más y más rápido. Hasta
llegar a la primera sala.
En el centro había una gran mesa cubierta de papeles.
Estantes en las paredes, repletos de pergaminos y frascos de
cristal. El atril de Rághalak con sus anotaciones. Polvo y más
polvo, y un cofre, un cráneo de plata, mapas antiguos de
lugares que no sabía ni que existieran. Y al fondo una puerta
de doble hoja. Corrió hasta ella y la abrió de un empellón sin
importarle el estrépito de su excitación.
A la vista de Anja, miles de libros abarrotaban las
paredes de la biblioteca. Apilados en el suelo, caídos por los
rincones en montones, legajos descompuestos de hojas
desperdigadas sobre alfombras. Gruesos, finos, de tafilete
dorado, de piel oscura, escritos en tablillas, en idiomas
desconocidos, en runas y signos mágicos y cubiertos de
bocetos y garabatos. Se llevó las manos al rostro.
Ahora la biblioteca del Lévvokan era suya. Suya y solo
suya.

56
CAPÍTULO 5

El agua estaba cubierta de flores y hierbas, pero había perdido


el calor y apenas era un caldo aromático y tibio. Browen
recostó la nuca sobre uno de los bordes de la enorme bañera y
resopló cargado de una perenne ansiedad. Recogió agua con
una mano y la dejó caer sobre la frente, con los ojos cerrados
a pensamientos inoportunos.
—¿Te importaría relajarte aunque solo sea por un
instante? —dijo Leana.
Browen esperó a que el agua corriera entre sus cejas y
abrió los ojos.
Leana apareció desde las sombras, contoneándose, con
los andares leves y ligeros como el sedoso shrab de
sacerdotisa anudado a su cintura. Su pelo castaño de
guedejas recias y gruesas caía sobre los redondos y fuertes
hombros. Sonreía con una especial inteligencia, un gesto
felino y hambriento al que ya se había acostumbrado.
—Lo siento —se disculpó él—. Pensaba que ya debería
haber presentado mis respetos al duque, y sin embargo...
—¿Estás aquí con su protegida?
Browen entreabrió los labios y observó su cuerpo de
carne dura y suave, tanto como su carácter. Suspiró y ladeó el
gesto.
—Y sin embargo… —continuó—. Se niega a recibirme y
pospone nuestro encuentro.
—El duque es dueño de su casa...
—Y yo soy el hijo del rey y merezco deferencia.
—¿Te parece un mal trato el que recibes en Bremmaner?
—preguntó Leana con la voz aterciopelada.
Browen la miró fijamente. Se había sentado en el borde
de la bañera, tenía los pechos pequeños y redondos, sólidos
como todo su cuerpo. El shrab se deslizó sobre el muslo y una
rodilla, blanca y redonda como una luna, apareció y reclamó
toda su atención. Ella sumergió la mano en el agua. Los
pétalos giraron en el torbellino que dejó a su paso y después
se arremolinaron en torno a su brazo. Browen cerró los ojos y
suspiró al sentir la suave caricia. Su cabeza cayó a un lado y
se humedeció los labios.
A veces, resultaba tan fácil dejarse llevar… Aunque era
una falsa salida, una momentánea excusa. Abrió los ojos.
—Hace dos días que estoy aquí y no he hecho más que
descansar y hacer el amor —replicó él tras enfrentar sus
miradas.
—¿Y no te encuentras satisfecho?
—Si hubiese muerto, este sería el único de los paraísos
que haría feliz a mi espíritu. —Sonrió él, se pasó la mano por
57
la cara y, como llevada con la cascada de agua, la sonrisa se
esfumó tan rápido como había aparecido—. Pero todavía estoy
en el mundo de los vivos y mi padre tiene una alianza que
sellar y una guerra por ganar.
—¿Por qué no me extraña esa actitud de sometimiento y
deber? —Leana chasqueó los labios y apresó el vello púbico de
Browen entre los dedos—. No me gustas nada cuando te
conviertes en el obediente hijo de Abbathorn Levvo —masculló
tras afilar la mirada.
Browen se sintió ruborizar. Trató de incorporarse, pero
Leana lo empujó y él resbaló en un pequeño chapuzón.
Escupió agua, gruñó, y la atrapó entre sus brazos, arrojándola
al interior de la bañera junto a él. El agua se desbordó en una
ola. Browen giró sobre sí mismo y trató de atraparla, pero
Leana se revolvió, dio la vuelta a la situación y se colocó sobre
él antes de besarlo.
—Olvida la guerra y los tratos de tu padre —susurró a
sus labios—. Sé tú mismo por una vez. El duque puede
esperar; la guerra también. Cuando atravieses esa puerta
volverás a ser el león Levvo, pero de momento, mantén tu
mente libre de inquietudes y concéntrate en la mujer que te
habla.
No era fácil olvidar el nombre de su casa, a pesar de que
ello significara la mayor de las liberaciones para Browen.
Desde que la conociera, Leana era una isla desierta, un cobijo
de calor y silencio en la ruidosa realidad de su destino. Y sin
embargo, durante el breve tiempo que podía disfrutar de su
compañía, durante las noches en que desnudos se refugiaban
el uno en el otro, las tribulaciones de su sangre inundaban su
pensamiento y le dejaban ajeno y distante. Se veía ausente y
avergonzado al mismo tiempo, pues sentía las miradas
cargadas de reproche de Leana, pero él era el hijo de
Abbathorn Levvo, el león, y nada podría cambiar eso.
Browen la miró fijamente, sin pestañear, y después se
besaron muy fuerte, como en una salvaje dentellada.

Se vistió con una camisa blanca y un manto de lana sobre los


hombros que anudó a la cintura con un grueso cordón teñido
de verde. Tras la primera noche en Bremmaner todo el
cansancio de los días anteriores se había transformado en un
dolorido recordatorio de las batallas. Le costaba cerrar los
puños y enderezar la espalda, y ni siquiera los músculos se le
relajaban lo suficiente como para olvidar que la guerra por el
norte no había hecho más que comenzar.
—Nunca me harás caso —dijo ella al tiempo que servía
vino en un pichel de plata—. Demasiado orgullo masculino.
Browen la observó desde la distancia y se sentó en el
banco sin respaldo cubierto de cojines. Leana se mostraba
58
como era; entre tinieblas encarnadas, hermosa e intrigante,
sacerdotisa y guerrera. La última de una estirpe que los de
Bremmaner deseaban recuperar antes de someterse al poder
de los misinios. Y él la amaba. Lo sentía en la boca del
estómago cuando la miraba, en sus pensamientos cuando
estaba demasiado lejos para escuchar su voz, tocar su cuerpo,
paladear su sabor. Pero eso era algo que nadie debía saber. Su
amor debía quedar en secreto. Era más seguro para ambos.
Un matrimonio convenido debía carecer del amor, de la pasión
que sentía cuanto la abrazaba contra el pecho; fuerte, muy
fuerte.
—Es tan propio de los hombres no saber disfrutar del
presente. —Caminó hasta él con sendas copas—.
Atormentados por el antiguo pasado, o bien por el futuro
inexistente. Por mucho que caviles en el duque o en tu padre,
en los hombres que matarás o en los que mataste y cuyas
voces te persiguen, no conseguirás más que ansiedad y miedo.
Es algo tan obvio que no sé cómo no puedes verlo.
—Sí puedo —masculló él con fastidio—. Pero encerrado
en la casa de mi enemigo, rodeado por sus soldados, y con la
guerra atenazando a mi pueblo, no es tan fácil olvidarse de
todo, por muy hermosa que seas o lo sugerente de tus
palabras.
—Solo quiero ayudarte —susurró Leana de forma tierna y
tomó asiento a su lado—. ¿En qué piensas ahora?
—Pensaba en la próxima boda de mi hermana con Enro
Kalaris. Mi padre sellará así el pago por la lealtad del Hiurel
misinio. —Desvió la mirada con un susurro—. Anja no está
preparada para Kalaris.
—El nuestro también es un matrimonio pactado.
—Pero yo te amo a espaldas de mi padre.
—Más te vale —sonrió ella.
—No te mofes de mi hermana —escupió.
—No me mofaba de ella —Leana ladeó el rostro, cubierto
por un velo de repentina seriedad—. Quizá lo hiciese de tu
padre, pero nunca lo haría de una mujer que es obligada a
someterse.
Browen se recostó entre los mullidos cojines y expiró
pesadamente con la vista perdida en los rincones.
—Tú no lo conoces —murmuró al tiempo que se mordía
el labio inferior y perdía la mirada—. Kalaris es un bárbaro,
un déspota cuyas dos anteriores mujeres han muerto en el
lecho. Anja no está preparada para esto, todavía es muy joven.
—Se incorporó, la rabia sometida en un susurro—. Pero eso
no importa a los intereses del rey, al poder y la gloria de mi
nombre.
Leana dejó la copa a un lado, se acercó y le acarició las
mejillas de forma compasiva.
—¿Cuánto ha de durar esto antes de que intente
59
expulsarme lo más lejos posible de su lado? —masculló
Browen.
—Ahora has hablado ciertamente —le dijo—. Tu padre te
quiere lejos, pero eso es algo que sabes desde hace muchos
años. Nada cambiará su odio hacia ti nacido desde el miedo.
Es él el que te teme, Browen. No necesitas nada de esto. —
Ladeó la cabeza hacia las armas de ambos abandonadas en
un rincón, y su pelo se contoneó de forma seductora—.
Deberíamos escapar a las montañas del Ilä y no volver nunca
—le propuso.
—¿Y rodearme de aukanos de bigotes largos y comedores
de buey? —Browen amagó una sonrisa ceñuda—. Prefiero
perderme en los lejanos países del sur de Kanja que verme
envejecer entre aukanos.
—Huiremos donde desees, donde nadie nos encuentre. —
Lo tomó de la camisa con ambas manos y lo atrajo hacia ella
—. Y me darás tu semilla para criar muchos hijos.
—Siempre que quieras —sonrió él.
—Siempre que te lo ordene.
Browen rio y chasqueó los labios. De nuevo sus ojos se
desviaron al suelo y la sonrisa se le volvió melancólica.
—¿Qué ocurre ahora? —le interrogó Leana.
—Es hermoso soñar —respondió con una cantinela en la
voz—. Pero en unos años seré duque de esta ciudad, rey de
Misinia y emperador del Norte. Y tú conmigo.
Leana le soltó la pechera, contrariada, y se alejó unos
pasos, jugueteando con la copa de vino entre los dedos.
—Lo llevas en la sangre —dijo al tiempo que miraba sobre
su hombro—. Los Levvo estáis condenados a la ambición y la
guerra. Y yo contigo.
Browen torció el gesto y sintió un amargo regusto trepar
por su garganta. La palma de las manos se le humedeció y los
dedos se convirtieron en carámbanos helados. Se puso en pie
y caminó hasta ella.
—Lo siento —dijo en un murmullo—. No sé qué me
ocurre. Debería dormir a tu lado y no verme acosado por estas
insanas inquietudes. No es por la guerra, aunque quizá
pienses que soy un cobarde...
Ella se dio la vuelta. Había recuperado la ofensiva sonrisa
que esgrimía cuando lo desafiaba y deseaba a la vez.
—Nunca he pensado que lo seas —replicó—. Ni espero
hacerlo en el futuro. Aunque quizá sería mejor que yo
participara en ese asedio de Akkajauré.
—Sin duda sería más hermoso —asintió él al tiempo que
le acariciaba el cuello.
—Sagrado. Y mucho más mortífero —añadió Leana—.
Aunque yo no mato aukanos a las órdenes de los misinios.
Sería como acabar con un pariente lejano.
—Así es la guerra. —Browen se encogió de hombros—.
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Someter al enemigo, conquistar su territorio, expandir tus
dominios.
—Esas son pretensiones de hombres. —Arrugó la nariz y
bebió un pequeño sorbo—. Gobernar países y ahogarse en su
ambición. El poder de una mujer va mucho más allá, en el
espacio y el tiempo.
Browen disimuló una carcajada y tomó la copa de las
manos de ella.
—¿Son todas las Keirae como tú? —preguntó.
—Eso es lo bueno —respondió Leana—. Todas somos
diferentes. —Se alejó un paso y continuó su explicación—. No
como esos odiosos monjes de Vanaiar. Todos uniformados,
jerárquicos, acosados por el sentimiento de culpa y el miedo a
un Dios padre que condiciona su amor a esa misma culpa y
sumisión. El amor de Keira es incondicional, siempre hay
lugar para sus hijos en el regazo de la madre universal.
Browen bajó la mirada y estiró los labios en una mueca.
Observó las yemas de sus dedos y pasó el pulgar sobre los
gruesos callos nacidos con el entrenamiento y la lucha.
—Siempre que seas una mujer —susurró, tan débilmente
que ella no llegó a escucharlo y afiló los ojos hacia él.
En ese momento alguien golpeó la puerta un par de veces
y, tras la orden de Leana, un sirviente entró en la sala de
baños. Inclinó la frente y señaló al exterior.
—Gavein desea ver a su señor, el príncipe Browen —dijo.
—Haz que pase —ordenó ella.
El sirviente salió por la puerta sin dar la espalda y cerró
suavemente.
—Ese mercenario tuyo está inquieto —apuntó Leana.
—Tanto como yo —añadió Browen.
—Es diferente —objetó contrariada—. Él es un criado. Tú
su amo. No son las mismas tribulaciones las que corren en
sus pensamientos.
—Debería dar ejemplo. —Levantó un puño hasta la
cintura y contuvo una maldición.
Leana sonrió y movió la cabeza a los lados, como si
comprendiera todos sus sentimientos.
—Ya lo haces —dijo antes de acariciar su mentón—. A
cada momento.
Gavein entró en la sala y saludó con una discreta
reverencia. Su aspecto fiero y rocoso no había cambiado a
pesar de la ropa holgada y colorida. Dos gruesas muñequeras
de cuero repujado ceñían sus brazos y había sustituido su
cimitarra por un puñal de considerable tamaño al cinto. Sin
pronunciar palabra clavó sus claros ojos en Leana.
—Creo que preferiréis estar solos —dijo la mujer tras un
instante; arqueó una ceja y miró a ambos—. Son bien sabidos
los gustos de los hombres misinios.
La joven sacerdotisa de Keira salió por un lado y dejó al
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príncipe con su guardaespaldas. Ambos la siguieron con la
mirada hasta que desapareció tras la puerta. Uno con un
mohín paciente, el otro con el gesto malhumorado y un
bramido taurino contenido.
—¿Por qué le consientes tales desplantes? —escupió
Gavein y señaló la dirección en la que Leana había marchado.
—Porque es valiente y dice lo que piensa —respondió—.
Creo que no estamos acostumbrados a mujeres así.
—Desde luego que no —añadió el mercenario—. Deberían
enseñarles a tener la boca cerrada.
—Es mi prometida y la mujer que amo —apuntó Browen
de forma tajante—. Muestra un respeto.
—Pero...
—Creo que realmente no estás molesto porque te llamase
invertido —explicó Browen—, sino que es una mujer la que lo
dijo. ¿Cuántas veces has llamado sodomitas a los hombres a
tu cargo?
Gavein resopló, se dejó caer sobre el diván y tomó una
jarra de vino.
—No estoy cómodo en este lugar —dijo tras un generoso
trago.
—Yo tampoco.
—Y creo que la Hornavan te traicionará.
—¿Por qué piensas eso? —lo interrogó, casi a voz en grito
—. Me sorprende y ofende al mismo tiempo tu desconfianza.
No finjas indignación y explícame qué te mueve a ello.
Gavein murmuró algunas palabras, dio un nuevo trago
de vino y, perdiendo la poca paciencia que Dios le había dado,
dio una palmada en su grueso muslo y acusó a su señor.
—¡Porque te tiene hechizado! Le permites su orgullo,
evitas sus desafíos. Te encierras con ella durante casi dos
días...
—¿Cuánto tiempo pasarías tú encerrado con tu esposa al
volver a casa? —saltó Browen.
El mercenario estrujó el ceño y gruñó.
—Ella no es tu esposa.
—Pronto lo será.
—Y yo no tengo esposa.
—Cualquiera de ellas —añadió el príncipe y tomó asiento
a su lado.
Habían pasado tanto juntos. Aquel hombre de piel
morena y ojos de hielo, de cabeza afeitada y patillas como
cascadas de plata, le había educado para la guerra, para
sesgar vidas como el campesino cosecha la mies en los meses
estivales. Pero también le había enseñado el valor de la
lealtad, el coraje de un amigo, la inquebrantable unión de los
hombres. Browen sabía, sin dudarlo un instante, que Gavein
daría su vida por él si llegaba el momento, y que esa era la
única preocupación del mercenario, el propósito sagrado con
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que había ungido su vida: protegerle a cualquier precio. Era
un auténtico mentor y amigo, y sin embargo él continuaba
melancólico y triste.
Browen puso su mano en el redondo hombro de Gavein y
apretó con fuerza al tiempo que una sonrisa afloraba en sus
labios, aunque no a sus ojos.
—Me alegro por ti y por tu dicha, Browen —dijo con
aspecto taciturno—. Pero salgamos de aquí cuanto antes. No
me gusta este lugar.
—Pronto volveremos a la guerra, mi querido compañero.
—Deslizó su mano hasta la ancha nuca de Gavein—. Donde
está el auténtico peligro. Nada puede pasarnos aquí.
Gavein apartó su brazo de un manotazo y apoyó los
codos en las rodillas.
—Los hombres están inquietos y aburridos —anunció.
—Pues que se entretengan con mujeres y vino.
—¡Ya lo han hecho! —replicó con su potente voz y la
mirada cargada de despecho—. Y no ha cambiado nada. No
les gustan las intrigas de esta gente, sus murmullos y
complacencia. Y el sentimiento es mutuo. Esta gente nos odia,
Browen, desean vernos muertos.
—No todos —replicó.
—Unos pocos pueden turbar la paz de muchos —añadió
el mercenario.
El príncipe se puso en pie y caminó unos pasos
lentamente en actitud cavilosa.
—Esta mañana hubo un enfrentamiento con los hombres
del duque —explicó Gavein.
Browen dio media vuelta y contuvo la respiración con un
mohín rígido.
—No hubo sangre... Pero la habrá. Es cosa de ese maldito
sobrino de Lorean —continuó el mercenario y dio una
palmada—. Ronda y busca el límite de nuestra paciencia como
un gato montés marca su territorio. Y créeme, mi señor, al
final lo encontrará y ocurrirá lo que todos esperan.
—Hablaré con el duque esta misma tarde —dijo Browen
tras meditar un momento—. Debo presentarle los respetos de
mi casa antes de salir hacia el este. Pronto abandonaremos
esta ciudad pero mientras tanto, somos sus invitados.
—No somos invitados —añadió Gavein con gesto sombrío
—, somos prisioneros.
—Gavein —exclamó en tono amenazador—. Tus intrigas y
sospechas me agotan.
—¡Te digo que estás hechizado! —dijo a voz en grito, saltó
de su asiento y le apuntó con un dedo—. No me escuchas, mi
príncipe. Al menos ten presentes mis palabras y mantén alerta
tus sentidos.
—Yo siempre estoy alerta, Gavein. —Sonrió con los
brazos en jarras.
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Los ojos de Gavein se convirtieron en un furioso
resplandor bajo las pobladas cejas color ceniza. El labio
inferior se torció en una mueca y aparecieron los dientes
prietos como un muro de marfil que contenía rabia y una
fuerza primigenia. Todo ocurrió muy rápido, demasiado para
el ojo de un hombre no acostumbrado a la lucha. De repente,
en un fugaz movimiento desenfundó el gran cuchillo y lo lanzó
contra la garganta de Browen. El joven príncipe contuvo la
respiración y doblegó su cuerpo hacia atrás, no demasiado,
pero lo suficiente como para esquivar el filo. El brillante metal
pasó a escasas pulgadas de su nuez y él trastabilló y
retrocedió unos pasos.
—¡Pero ¿qué estás haciendo?! —exclamó Browen,
recuperando el equilibrio.
—¿Siempre estás alerta? Demuestra lo que cacareas —
masculló entre dientes el viejo mercenario.
—¿Ahora? ¡Ni siquiera estoy armado! —gritó el príncipe,
pero sus palabras se vieron interrumpidas por la embestida de
Gavein.
—¡Pues busca un arma y lucha! —dijo al tiempo que le
lanzaba un nuevo golpe.
Browen saltó hacia atrás varias veces. Replegaba sus
hombros a izquierda y derecha conforme los golpes cruzados
de Gavein surcaban el aire frente a él. Dio varios pasos al
tiempo que giraba la cintura y el cuello para evitar el cortante
resplandor del arma. Hasta que tropezó y cayó de espaldas.
Gavein sonrió y cambió el cuchillo de mano. Sus gruesos aros
de oro refulgieron en un destello. Dirigió el brazo izquierdo
justo a su rostro, pero Browen lo detuvo, clavando la rodilla
en su pecho. Después lo golpeó con el codo en la cara, y el
mercenario rodó hacia el lado contrario por el que lo hacía
Browen.
Cuando se puso en pie, Gavein escupió una flema
sanguinolenta y cubrió los labios con la muñequera de cuero.
Ambos respiraban de forma excitada y nerviosa. Browen
buscaba a los lados algún arma que poder utilizar contra su
guardaespaldas, algo con que poder golpearlo antes de que le
dejase otra cicatriz que le recordase aquellos entrenamientos
salvajes que tantas veces habían practicado. Aunque, por una
vez, el juego era diferente, había una desesperación latente en
la mirada del mercenario, la necesidad de hacer válidas todas
sus enseñanzas y consejos.
Gavein saltó adelante con el cuchillo en la zurda. Primero
dio un paso largo y luego un pequeño salto, como si
pretendiese dar un gran tajo a su cara. Sin embargo, Browen
pensó que lanzaría una estocada directa, dejando paso a un
fuerte golpe con el puño derecho, o tal vez un rodillazo a sus
costillas. Así que no se movió hacia la derecha de Gavein, sino
que se inclino hacia el lado contrario, atrapó el brazo armado
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del mercenario y lo atrajo hacia él. El guardaespaldas tropezó
con su pierna, hincó la rodilla en el suelo con el brazo
atrapado contra el costado de Browen y gruñó al comprender
su error.
El joven príncipe tomó, rápidamente, una bandeja
cargada de fruta y golpeó con todas sus fuerzas la cabeza de
Gavein, que cayó al suelo en un bufido.
Ambos resollaban por el combate. Gavein se llevó la
mano a la coronilla con un gemido y permaneció arrodillado
en el suelo. Browen caminó hasta un lado y comprobó cómo el
filo de su sirviente y mentor había desgarrado la camisa en un
costado. Se dejó caer en el diván y buscó a tientas la frasca
con el vino. Con la respiración agitada bebió unos sorbos y el
caldo carmesí se derramó en su pecho.
—Leana no mentía… Al fin y al cabo… —dijo de forma
entrecortada—. Merecíamos quedarnos solos.
El moreno mercenario clavó en él sus ojos de hielo,
todavía cargados de furia, y contempló la mano manchada por
su propia sangre. Un fino hilo rojo resbaló por la calva hasta
las canosas patillas y un abanico de arrugas apareció en el
vértice de sus ojos al tiempo que estallaba en una carcajada.
Browen se contagió con su alegre y espontáneo gesto, y ambos
rieron durante largo rato.
Había un leve velo de inquietud en sus risas. Browen
presintió de nuevo la preocupación en sus ojos y quizá cierto
cariño fraternal. Desde que tenía once años, Gavein había sido
su sirviente, pero también mentor y amigo. Llegados a aquel
punto sentía que el rudo mercenario había empequeñecido al
tiempo que envejecía. Él, que debía ser su protegido, se
convertía en su igual, en un hombre capaz de derrotarlo cada
vez más a menudo. Y en el momento en que uno asciende
para convertirse en aquello que será y el otro se acerca al
ocaso de sus días, ambos hombres se encuentran iguales,
más cerca de lo que nunca habían estado.
Retornó a sus aposentos y ordenó a sus sirvientes que
preparasen ropa limpia para su recepción con el duque. Eligió
una camisa menos amplia con las mangas bordadas en
dorado y verde y la pechera blanca, un pantalón oscuro y
unas lustrosas botas de media caña. Se ciñó un cinto estrecho
con el águila de su familia por hebilla y un pequeño cuchillo
ceremonial al lado derecho. Era momento de enfrentarse a la
verdad de los cortesanos de Bremmaner. A las miradas de
desprecio de muchos y al odio de otros tantos. Aunque le
tranquilizaba contar con el beneplácito del duque y el amor de
Leana. Todo pasaría rápido y pronto estaría lejos de cualquier
guerra, junto a ella, por siempre.
Pero sus pensamientos se esfumaron cuando vio el
pequeño papel caer de uno de los pliegues de su camisa.
Un amarillento y basto trozo de pergamino se encontraba
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entre sus botas. Lo tomó entre los dedos y caminó hasta la
ventana para leer unas palabras garabateadas con fina
escritura en tinta de brillante bermellón.
«Por tu propio bien —leyó—, abandona esta ciudad
cuanto antes y no vuelvas nunca.»

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CAPÍTULO 6

—¿Qué es ese hedor? —preguntó Daima La, contrayendo su


rechoncha cara.
El bote surcaba la corriente con un quejido lastimoso de
sus maderos ennegrecidos y mohosos, y los dos druidas, a
popa, entre cestos y mercaderías, pasaban tan inadvertidos
como sus sencillas túnicas les permitían. Dagir La, el Gran
Druida de Anam Oag, apoyó el peso en su cayado, entrecerró
los ojos y suspiró.
—La ciudad, mi querido amigo —dijo—, la ciudad.
Un millar de casitas blancas de tejados mostaza se
esparcían en torno a una colina coronada por la fortaleza de la
familia Adjiri. A sus pies, abandonados en las orillas tal que
despojos de monstruos marinos, se alineaban decenas de
barcazas pesqueras entre las que, afanados marineros de río,
reparaban redes y aparejos al final del día. La llegada de la
tarde servía a algún retrasado mercader que descargaba sus
productos en los muelles, donde ociosos buscavidas
holgazaneaban tendidos al sol moribundo. Tras los
embarcaderos y arenales, la ciudad se desplegaba como una
vela hasta el Camino del Sur, sin muralla, llena de color y
vitalidad.
Róndeinn había crecido mucho desde la última visita de
Dagir La. No recordaba la mitad de aquellos amarraderos y, si
bien la silueta principal era prácticamente la misma, nuevos
barrios habían crecido a los lados. Pequeñas construcciones
de piedra y ladrillo nacidos a lo largo del río, en dirección
oeste, mientras que un poblado de carretas y casas de adobe y
techumbre de paja se amontonaba sin orden en el este.
Róndeinn siempre había sido un lugar de reunión para los
comerciantes de todo el norte. Y por el movimiento y jolgorio
que todavía se observaba en la ciudad, se podría decir que el
negocio había tomado la población.
Ambos druidas cruzaron el río en una de las barcazas
que unían la provincia de Blancamapola con el reino de
Misinia. A aquellas horas de la tarde la mayor parte del tráfico
discurría en sentido contrario, formado por hombres del
bosque que regresaban al hogar tras cambiar sus
manufacturas, remedios y frutas silvestres, por herramientas
o útiles. Quitando de las suspicaces miradas del barquero,
nadie prestó demasiada atención a los dos hombres
encapuchados de rostro y manos tatuadas.
—¿Es la primera vez que abandonas Oag? —preguntó
Dagir La con una leve sonrisa.
Daima La asintió al tiempo que se ruborizaba y bajó la
mirada.
—Este es el reino de los hombres —explicó Dagir La con
la vista puesta en la orilla norte—; aunque tengamos amistad
con los Adjiri, no son como nosotros. No se rigen por las leyes
del bosque. Lo que prima aquí es el mercado. Nada se hace si
no hay un beneficio implícito. El mundo de los hombres es un
pozo en que todo se pierde. Ya no son animales. Talan árboles,
pescan sin mesura, cazan sin importar la época del año.
Están poseídos por un apetito que devora sus vidas y les vacía
del auténtico significado de la existencia. Su religión es el
beneficio, su dios la riqueza. Pero en realidad son pobres,
mendigos que van de la cuna a la tumba. No estaremos
mucho tiempo entre ellos, tan solo lo suficiente como para
solucionar nuestros asuntos.
En aquel momento la barcaza chocó contra el muelle con
un golpe hueco. Dagir La hizo un gesto rápido con la mano y
bajó su capucha hasta el límite de las cejas al tiempo que los
marinos desplegaban la pasarela. Antes de descender a tierra,
el más joven de los dos se detuvo en el borde del amarre.
Daima La miró abajo y vio el agua de la orilla norte del Adah
Kari embrutecida y cubierta de espumarajos amarillentos,
peces muertos y suciedad putrefacta agitada por el vaivén del
agua.
—La ciudad… —murmuró con desagrado.

Avanzaron entre puestos de pescado ahumado y barriles


repletos de vísceras sobre los que zumbaba una nube de
insectos. Vieron hombres de piel oscura venidos de más allá
de Khun, mercenarios zingarios beber a la sombra de las
redes, y marinos de Bahía Blanca con el pelo color del fuego
trenzado hasta la cintura. Todo Róndeinn tomaba el aspecto
de un gran mercado. Los zapateros trabajaban a la puerta de
sus casas, en las esquinas se vendían amuletos y elixires, los
ancianos fumaban en pipa y observaban a los extranjeros ir y
venir entre animales enjaulados y barriles de hidromiel.
Encontraron mujeres misteriosas, cubiertas de alhajas y
brillantes piedras, que leían la fortuna; curanderos que
mostraban tumores extraídos en frascos de alcohol; dentistas
que exhibían orgullosos cientos de muelas arrancadas como
trofeo a su experiencia. Vendedores de libros en idiomas
desconocidos y afiladores de espadas, curtidores y jóvenes
vaciabolsillos. Esa era la realidad diaria de Róndeinn, la
ciudad mercado.
Las calles en torno a la colina de los Adjiri se
encontraban más despejadas y tranquilas. La mayoría de
casas ofrecían comidas, espectáculos, bebidas calientes, o
sugerentes baños misinios de lavanda y jengibre. La calzada
había sido pavimentada con piedra de río a cuyos lados
corrían estrechos canales de agua sucia y hedionda. Edificios
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de hasta cuatro plantas daban paso a casas señoriales de
acaudalados mercaderes cuyas hijas paseaban en
palanquines cubiertos camino del teatro. De vez en cuando,
topaban con pequeñas plazas alrededor de esculturas nacidas
entre flores otoñales. Cuando alcanzaron la cima del sinuoso
sendero que ascendía hasta la cima, el sol se había convertido
en una iridiscente y cálida esfera que anunciaba su pronto
final y, el mundanal ajetreo, en un murmullo lejano.
Los Adjiri habían construido una gran morada de piedra
ambarina extraída de las mismas colinas que acompañaban el
cauce del río, con pequeñas torres redondas de techos afilados
en los ángulos y grandes ventanales. Al final del día, con la
puesta de sol, la morada del señor de la villa parecía un
espejismo sobre las humeantes chimeneas de sus siervos.
Una pareja de guardias de la ciudad, con yelmos en
forma de hoja y trajes celeste y plata salieron al paso de los
druidas.
—Soy Dagir La, Gran Druida de Anam Oag —se presentó
mientras levantaba una mano frente a ellos, sin darles tiempo
a abrir la boca—. Traigo importantes noticias para vuestra
señora. Conducidnos a su presencia.
Los guardias intercambiaron miradas desconcertadas
hasta que uno de ellos hizo un gesto al otro que salió a la
carrera hacia la casa. Con el cejo prieto se inclinó levemente,
cambió de mano su lanza corta y les indicó el camino hacia la
entrada principal.
—Supongo que esto es lo que llaman lujo —dijo Daima La
tras atravesar la puerta del palacete.
Las paredes estaban cubiertas por tapices que retrataban
escenas de la historia misinia. Gruesas columnas de mármol
circundaban la periferia de la sala y les conducían a una
puerta doble guardada por dos sirvientes. El suelo de piedra
celeste se encontraba tan pulido que su reflejo semejaba un
estanque sobre el que podían caminar los invitados. En lo
alto, una claraboya que coronaba el edificio principal permitía
entrar los últimos rayos de luz solar que llenaba la estancia de
una claridad cálida y etérea.
—Derroche —masculló Dagir La hacia su joven
compañero que observaba a todas partes con los ojos abiertos
como platos.
La gran puerta se abrió lo justo para que un hombre
delgado y de nariz aguileña, vestido con una casaca
aguamarina y medias blancas, se escurriera frente a ellos.
—Mi señora tiene visita en estos momentos —dijo el
mayordomo. Arrugó los labios e inspeccionó a los druidas de
pies a cabeza—. Aunque por el gran aprecio que os tiene, os
recibirá igualmente.
Dagir La sonrió y asintió con un gesto agradecido.
—Nos honra con tal deferencia —dijo.
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El mayordomo, sin deshacerse de su desconfianza y
escepticismo, estudió de nuevo a aquellos hombres de rostro
tatuado y bastas túnicas sin adornos y levantó la nariz al
inclinar la cabeza hacia atrás.
—Seguidme —dijo con cierto tono musical.
Golpeó la puerta con los nudillos y ambas hojas se
abrieron al mismo tiempo. Tras ellas descubrieron una sala
grande y espaciosa, rectangular, decorada con grandes
plantas de hojas verdes, flores y enredaderas que cubrían las
paredes con una cascada viva. El suelo estaba cubierto por
una tupida alfombra de motivos florales que se extendía hasta
los pies de una tarima. Frente a una gran vidriera de infinitos
colores, sentada junto a un trono vacío, se encontraba Ela
Adjiri y, a su alrededor, una veintena de pintorescos
personajes que dirigían sus miradas a los visitantes.
—Esto es otra cosa —bromeó Dagir La con su compañero
y siguió al mayordomo hacia su señora.
Daima La observaba todo a su alrededor como un niño
que descubre un mundo prohibido del que había oído hablar
pero que ni siquiera podía imaginar. El tacto de la alfombra
era nuevo para sus pies, los espejos y las finas hebras de luz
que atravesaban los cristales parecían impresionarlo. Sin
embargo, las esencias y perfumes le resultaban molestos y
encubridores de verdaderos olores. Y, a pesar de las cinco
varas de altura del techo y sus frescos que representaban el
cielo abierto recorrido por aves mitológicas, la estancia le
pareció claustrofóbica y baja.
—¡Dagir La! —lo llamó ella con un gesto de sorpresa y
satisfacción—. Muy importante debe de ser el mensaje que
traes para dejar tu bosque y cruzar al otro lado del río.
¿Cuánto hace que espero una visita tuya?
—Si no recuerdo mal —respondió él, caviloso—, hace más
de veinte años que no atravesaba esa puerta.
Ela Adjiri se recostó en el asiento y pasó los dedos por su
barbilla con un brillo divertido en la mirada.
La juventud todavía refulgía en ella. Los labios se habían
agrietado, aunque aún eran carnosos, y la piel del cuello, a
pesar de estar descolgada, todavía se veía suave y tersa como
la seda. Sus manos tenían el dorso cubierto de manchas casi
transparentes que se derramaban hasta los dedos,
acariciando la base de su rostro. Ela Adjiri era tan hermosa
como la edad le permitía serlo, convertida en una mujer
completa en cada uno de sus actos.
—Veinte años —murmuró ella. Bajó la mirada y la desvió
al asiento vacío a su lado—. Ni siquiera recuerdo cuál fue el
motivo.
—Sin duda cualquier excusa trivial —añadió él.
Ela contuvo una carcajada y miró a uno de sus
acompañantes con un mohín incrédulo. Después negó con la
70
cabeza y se acomodó, apoyándose en los reposabrazos. A su
alrededor todos guardaban silencio e intercambiaban miradas
entre ambos interlocutores.
Dagir La no reconoció a ninguno de ellos. Media docena
eran meros sirvientes con su típico atuendo Adjiri. Otros
cuantos eran hombres de mediana edad que por su aspecto
serían mercaderes adinerados o bien consejeros al gobierno de
Ela. Y por último, esparcidos por el cuarto se encontraban el
secreto a voces de Ela: los ungidos.
En un rincón un hombre de una altura considerable se
ocultaba de los ojos del druida. Su pelo rubio, rapado a los
costados y caracoleado en la coronilla, el cejo prieto, lo ojos
refulgiendo una llama cautiva, le conferían un aspecto
flemático y atrevido. Vestía una loriga de cuero sobre un
manto color vino, sin mangas, que dejaba al descubierto unos
portentosos músculos en los brazos. También detuvo su
atención en una mujer muy delgada de grandes ojos oscuros,
parecida a un Kudaw, que le observaba sin parpadear. Y un
niño, no mayor de diez años con la piel más transparente que
hubiese visto nunca. A la izquierda de Ela, sentado a sus pies,
un joven apoyaba en su regazo un ábaco de extraños signos
con los que jugueteaba entre los dedos.
Ela chasqueó los dedos y llamó su atención de nuevo.
—Eres descarado incluso fuera de tus dominios —afirmó
con paciencia—. Supongo que querrás confiarme tus asuntos
en privado.
—No es que menosprecie la confianza que tienes con tus
más allegados —concedió el druida—, pero mis palabras son
solo para tus oídos.
—Eso será un poco complicado en esta casa. —Se
encogió de hombros la señora de la ciudad y levantó una
mano hacia uno de los hombres que esperaban frente a ella—.
Mi apreciado Briente me expresaba en este momento su
inquietud por la presencia de los guardias Levvo en el barrio
de las carretas. Al parecer buscan entre mis súbditos a un
paladín errante que escapó de Davingrenn tras herir a la hija
del rey y secuestrar al consejero de éste. Esta última
información tampoco era para mis oídos y, sin embargo, lo sé.
Ahora los Levvo perturban la paz de los míos. ¿Tienes algún
consejo para mí, sabio druida?
El tal Briente era un hombre calvo de poblada barba
color del plomo y ojos oscuros como el carbón. Dirigió una
mirada expectante y cargada de desconfianza a Dagir La. El
silencio se apoderó de la sala, tan solo roto por las cuentas del
ábaco que corrían entre los dedos del inquietante muchacho
que esperaba sentado en la tarima.
«Ela —pensó el druida al tiempo que mostraba una
afilada sonrisa hacia su anfitriona—, ¿por qué presiento tus
palabras cargadas de despecho? ¿Es por el trono vacío que
71
dejó tu esposo? ¿Por todos los años que prescindí de visitas
incómodas cuando eras la joven esposa de un hombre de
carne y hueso? Qué venganza más dolorosa es el reproche
lanzado al paso del tiempo por una mujer herida.»
—Vistas las causas de la intromisión de los Levvo en tus
dominios —explicó el druida tras una larga pausa—, tengo un
consejo para el rey Abbathorn.
Un refulgente brillo apareció en la mirada de ella.
—Así son las palabras del hombre más sabio de nuestra
época —bromeó con Briente—. Dagir La no está acostumbrado
a los menesteres del gobierno. Trataremos este asunto más
tarde, mis queridos amigos. Ahora debo reunirme con
nuestros aliados del bosque.
Los hombres con aspecto de comerciantes que
acompañaban a Briente saludaron con una reverencia a la
señora Adjiri y dieron media vuelta. Daima La continuaba
mirando extrañado las realistas pinturas sobre su cabeza y,
en el silencio de la salida, su actitud le resultó cómica a Ela y
sus jóvenes acompañantes, que intercambiaron gestos
divertidos. Dagir La golpeó con su báculo al joven druida y
éste devolvió su atención a la tarima frente a él.
—No me digas que este es Daima La —dijo Ela Adjiri tras
señalarlo con un leve movimiento de barbilla.
Dagir La asintió y el joven druida dio un paso al frente e
inclinó el gesto.
—Había oído hablar de él y de la gran labor que realiza en
Okanendo —explicó ella.
—Solo soy un servidor del bosque. —Un tímido rubor
ascendió por las orondas mejillas del druida.
Dagir La carraspeó y tomó la palabra.
—Mi señora —dijo—, me gustaría tratar el tema que nos
trae a tu casa lo antes posible. Insisto en que es solo para tus
oídos.
—¿Conoces a Yeluí? —ignoró ella sus palabras y presentó
al joven del ábaco—. Su prodigiosa mente es una gran ayuda
para mí. Puedes confiarme cualquier cosa en su presencia.
El joven del ábaco tenía el rostro afilado y la piel
brillante, sus ojos eran de un profundo marrón oscuro, igual
que el lacio pelo que peinaba hacia la nuca. Su pequeña boca
se mostraba contraída al tiempo que los dedos jugaban
mecánicamente con las cuentas del instrumento. Dagir La
suspiró y apenas miró al joven.
—Solo para tus oídos —repitió a media voz.
Ela Adjiri arrugó los labios y sus uñas repiquetearon
contra el brazo del asiento.
—No recordaba lo nervioso que te pones cuando sales de
tus dominios —musitó entre dientes antes de dirigirse a sus
acompañantes—. Dejadnos solos.
El forzudo de actitud retadora, la mujer de grandes ojos
72
sin párpados y Yeluí salieron de la habitación. Sin embargo el
muchacho de la piel casi trasparente esperó un instante, tomó
una fuerte bocanada de aire y desapareció sin dejar rastro.
Daima La interrogó boquiabierto a su amigo y mentor, que
tampoco pudo disimular su asombro. Dagir La ladeó el rostro
y esperó una explicación de la sonriente Ela Adjiri.
—Ya estamos solos —dijo ella con un mohín infantil.
—Esa es una habilidad... —musitó Daima La, que
señalaba el lugar que antes ocupaba el muchacho
desaparecido.
—Impresionante —lo interrumpió ella sin abandonar un
divertido tono—. Lo sé.
—¿No estará todavía aquí, verdad? —arqueó una ceja
Dagir La y paseó una suspicaz mirada por la sala.
—No es invisible —aclaró ella—. Se mueve sin moverse.
Pero solo hasta un lugar conocido y cercano; de momento... —
Ela entrecerró los ojos—. Grenn hace poco que controla su
don.
Ambos druidas miraron alrededor.
—Me preocupa tu recelo, Dagir La —dijo ella—. Hace
unas semanas parecías mucho más relajado. Cada vez te
afecta más dejar atrás el bosque. Pareces un anciano lejos de
su casa —rio.
Dagir La suspiró pesadamente y los hombros le cayeron a
los lados.
—La verdad es que estoy cansado y me gustaría
sentarme.
El druida dejó a un lado su cayado y se sentó en el suelo
con las piernas cruzadas.
—Espera... —murmuró Ela, se puso en pie y caminó
hasta él—. Realmente has envejecido —dijo cuando comprobó
las nacientes arrugas en el rostro de Dagir La—. ¿Qué ha
pasado? —interrogó a Daima La.
—Muchas cosas... —respondió el joven druida.
—Y ninguna —añadió su mentor—. ¿Cómo puedo
resumirte las tribulaciones que turban mis sueños?
—El razaelita del que te hablé ha escapado —musitó ella.
Daima La miró asombrado a su maestro y amigo que le
dirigió una irónica mueca desde el suelo.
—Ya ves que no hay secretos en esta casa, Daima. Ahora
conocerás a la verdadera señora de Róndeinn.
Ela siguió el contorno del rostro de Dagir La, con la yema
de los dedos, pero sin llegar a tocarlo. Sus ojos escarbaron en
la profundidad del sabio, de la misma forma que se intuye el
fondo de un estanque de agua clara.
—Y tiene relación con la fuga del paladín y el secuestro
del consejero —concluyó Ela al tiempo que se llevaba una
mano a los labios y cubría su boca—. Enviaste uno de tus
agentes para traerlo a tu lado. Una mujer. Pero ahora ella está
73
muerta y él desaparecido.
Daima La contuvo la respiración, atento a la silenciosa
resignación del Gran Druida.
—Pero hay algo... —continuó ella— algo apocalíptico en
ti. Algo que deseas mantener en secreto aunque sabes que eso
no es posible.
El druida esbozó una sonrisa amarga. Las ventanas de su
nariz se abrieron al expulsar el aire.
—¿Y cuándo ha sido posible mantener lejos a Ela Adjiri?
—preguntó.
Ella dio un respingo y salió de su ensoñación; inclinó la
cabeza suavemente y lo atravesó con sus ojos. Durante un
instante, arrugas sembradas de furia aparecieron en la
comisura de sus labios, diluidas rápidamente en una
compasión cargada de agotamiento.
—Siempre me has mantenido tan lejos... —murmuró Ela
Adjiri.
«Y tan cerca —pensó él y amagó ese pensamiento tras
una mueca afligida.»
Ela mostró sus dientes en un gesto fiero y cerró los ojos.
—Muchas piezas en tu mente... Todo está mezclado...
Como siempre.
—Mi agente en Davingrenn urdió una fuga para traer al
muchacho al bosque, pero algo debió de fallar —explicó Dagir
La—. Carezco de los detalles, pero mis duendes han
encontrado el cuerpo de mi espía en las tierras de Uddla y no
hay rastro del muchacho. No sé qué relación puede tener con
un paladín de Vanaiar, el secuestro del consejero Levvo o el
intento de asesinato de la princesa Anja, pero es evidente que
todos compartían destino. —Dagir La bajó la mirada y espiró
lentamente para concluir en un susurro—. Últimamente no
puedo presumir de mis aciertos.
—Hay un hombre —dijo Ela, volviéndose de costado,
paladeando las palabras—. No, no es un hombre. Un rey,
venido de muy lejos, te confesó un secreto.
—Me reuní con Mukherjee, el Alto Navegante de Rendelín
—continuó él con las cejas caídas en un mohín pesaroso—.
Hay algo que deberías saber.
—Creo que empieza a preocuparme el tono de tu voz —
murmuró Ela—. Tu aura está cargada de confusión y
abatimiento, algo que nunca antes había visto en ti. Tal vez...
¿temor?
—Todo cuanto creímos durante siglos; todo lo que mis
maestros me enseñaron, el conocimiento del mundo, mi
comunión con este planeta vivo, se desmorona —explicó el
druida—. Somos guardianes de un equilibrio que no existe.
—¿Qué quieres decir? —preguntó ella.
—El sagrado equilibrio del Khuram nunca ha existido —
explicó Daima La y su mentor asintió—. El equilibrio universal
74
desapareció hace milenios cuando la raza de los Kudaw se
dividió, al igual que ahora se rompe la raza de los hombres.
—¿Razas que se rompen? —Ela se encogió de hombros—.
¿Qué clase de enigma es este?
—No es ningún enigma —objetó Dagir La— y sí lo es. Los
Kudaw vivieron un pasado muy similar al de los hombres en
la otra parte del mundo. Aparecieron entre ellos, hijos de
padres, hermanos de hermanos; seres con habilidades
especiales, capaces de cosas impensables. Su especie se
rompió en dos y ellos huyeron de sus propios hijos para evitar
ser convertidos en esclavos.
—Los razaelitas... —murmuró Ela al tiempo que se ponía
en pie.
—Eso es —asintió él—. La misma maldición pasó antes
por su especie, mucho antes de llegar al mundo de los
hombres aunque con trágicos resultados. Condenados a la
endogamia han utilizado magia que desconocemos para
mezclarse con otras criaturas. Ahora vienen en busca de sus
hermanos para volver las cosas a su sitio. Lo que se separó en
dos vuelve para ser uno, ¿no es irónico?
—¿Qué te parece irónico? —escupió ella.
—El consejero de los Levvo es un sacerdote Ishká que
escapó a nuestro juicio hace años —explicó Daima La—. No es
casual que su camino y el nuestro vuelvan a encontrarse. El
reencuentro está cerca. El mundo está repleto de señales, solo
hay que saber escuchar.
Ela Adjiri dio media vuelta y caminó unos pasos hacia los
ventanales. Tenía los ojos muy abiertos y sus labios
murmuraban pensamientos demasiado rápido para ser
entendidos. Después se detuvo y miró por encima del hombro.
—El muchacho que detuvieron aquí es una señal —dijo.
—Es una causa de la persecución y el exterminio de los
suyos, aunque para nosotros sea una señal. Una de tantas —
asintió Dagir La.
—Pero ¿una señal de qué? —Ela encogió los hombros.
—Una señal del enfrentamiento que se avecina. Todo
sigue su curso. Los Kudaw huyeron de sus hermanos y ahora
estos retornan para enfrentarse a ellos. Los hombres han
perseguido a los razaelitas y toda esa energía ha fluido hasta
hacerse física en este momento y este lugar. No se puede
evitar el conflicto, es algo sagrado que siempre vuelve. Se
aproxima el momento del retorno. Me entristece coincidir con
los monjes del dios único, pero no se puede eludir la lucha.
—El mundo está cambiando. Las arboledas sagradas se
mueren y una nueva era se acerca —intervino Daima La.
—¿No podría ser una casualidad? —apuntó ella al alzar
un dedo—. Quizá los Kudaw estén equivocados...
—No existe la casualidad, Ela —dijo el Gran Druida—.
Ellos están aquí porque es el momento en que deben estar. Tú
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misma me explicaste la inquietud que sentiste cuando
percibiste su aura. Viste algo en él, la energía del sufrimiento
y la muerte de los que le precedieron encerrada en un cuerpo
adolescente. Ese muchacho está marcado por el destino, pero
¿destinado a qué? Eso no puedo saberlo.
—¿Has dicho «ellos»?
—No existe uno sin lo otro —Dagir La se puso en pie y
recuperó su cayado—. Cuando me dejaste se me ocurrió que
esa es una sagrada ley que vale para todo. Si viste un joven de
grandes poderes existirá su opuesto en algún lugar. Así que
son «ellos».
—El Khuram —murmuró la mujer al tiempo que
asimilaba aquellos pensamientos—. Es una mujer, el otro es
una mujer.
Ela dio media vuelta y se enfrentó a los druidas.
—¿Por qué me cuentas esto? —dijo en tono acusador.
Dagir La y su compañero intercambiaron un gesto
cargado de desconcierto.
—Porque eres señora de una ciudad misinia, amiga mía y
protectora de los razaelitas —explicó él con la cabeza entre los
hombros—. Has estado esperando un momento así durante
décadas ¿Por qué no debería de contártelo?
—Tú mismo lo has dicho, soy protectora de los razaelim y
venís a mi casa con augurios de seres venidos de otro mundo
que esclavizaron a sus hermanos. Tengo razones para
sentirme atacada. Yo preparo a mis pupilos para utilizar sus
dones en beneficio de muchos. ¿Debo entender que nunca se
cumplirá el futuro con el que sueño? Me anuncias el fin de la
civilización de mano de aquellos a los que amo y te quedas
mirándome con ese gesto desconsolado y triste. ¿Qué esperas
que haga?
El rostro de Dagir La se tensó como el cuero y tomó la
apariencia de un viejo ídolo tallado en madera.
—Espero que encuentres a ese muchacho que escapó con
el Ishká —dijo el druida con los ojos desaparecidos bajo la
oscuridad de sus cejas—. Probablemente ambos mataron a mi
agente y se encuentren juntos. Te confío la búsqueda, Ela.
La mujer suspiró, entrecruzó las manos frente al vientre
y asintió varias veces.
—Sé quién puede encontrarlo —anunció tras cavilar un
instante—. Mis pupilos lo traerán a mi lado. Pero luego, ¿qué?
Dagir La curvó la boca y bajó el mentón.
—Buscaremos al otro y esperaremos —dijo.
—¿Esperar?
—Confirmar las predicciones de Mukherjee —explicó—.
Si es cierto lo que dijo, pronto recibiremos noticias de otras
partes de Kanja. Enviaré mensajeros a los confines de Oriente.
Tendremos que avisar a los hombres. —Ela abrió la boca, pero
el druida la interrumpió y retuvo las palabras presas de los
76
labios—. No sé qué es lo correcto, Ela. No esperes de mí
respuestas. Algún día las tuve, pero no ahora. Así que solo
puedo esperar, reunir a esos muchachos y observar. Pero
mientras tanto advertiré a los hombres —el druida se desinfló
y tragó saliva con amargura—, si es que escuchan algo que no
sea...
—La guerra —intervino Ela—. El norte se encuentra
inmerso en una guerra, nadie prestará atención a vuestras
palabras. Incluso a mí me cuesta creerte. Nunca he confiado
en los Kudaw. Está claro que algo ocultaban desde su llegada
y retiro a sus santuarios secretos. Pero ¿perseguidos por sus
hermanos?
—Nosotros tenemos que volver al bosque —afirmó Dagir
La cargado de seriedad.
—Los clanes ogros están migrando hacia el norte, pronto
llegarán al Adah Kari —explicó Daima La—. Los
interceptaremos en su camino antes de que alcancen los
dominios de Aukana.
—¿Es que no traéis buenas noticias? —exclamó Ela con
un hilo de voz.
—Las noticias son las que son —dijo Dagir La—. Buenas
o malas es juicio de los hombres.
—Pues son malas —saltó ella—. ¡Son muy malas, maldita
sea! Esperaba que volviéramos a vernos en otras
circunstancias y tus discursos místicos no me ayudan.
El Gran Druida carraspeó con apuro y se humedeció los
labios al tiempo que cambiaba su cayado de mano.
—Siento ser pájaro de mal agüero —continuó Dagir La—.
Necesito que encuentres al chico y lo mantengas a tu lado
hasta que pueda encontrarme con él. ¿Podrás hacerlo?
Ela Adjiri abrió los ojos un largo instante y colocó las
manos en su cintura.
—Ya te he dicho que puedo encontrarlo y traerlo aquí —
explicó—. Que acepte mi tutela depende de su voluntad.
—Ha estado bajo la influencia de un Ishká... —objetó
Dagir La.
—La voluntad puede dirigirse con sutileza de la misma
forma que se domina el cauce de un río —Ela inclinó el gesto
—. Ninguna criatura muerde la mano que le da de comer. Le
ofreceré un hogar, una familia y un futuro. La lealtad surge de
la necesidad mutua y el honor resulta ser más interesado de
lo que muchos creen.
Dagir La se desinfló en un suspiro y asintió sin apartar
sus brillantes ojos de Ela. Tomó la capucha de sus hombros y
se cubrió la cabeza en un movimiento lento y ceremonioso.
—Está todo dicho, entonces —dijo.
Ela parpadeó varias veces, sorprendida, al tiempo que
levantaba un poco los hombros.
—¿Te marchas?
77
—Volveré cuando tengas al muchacho —anunció el
druida y continuó antes de que ella hablase—. No hace falta
que me busques; cuando lo encuentres lo sabré.
Ela Adjiri, la orgullosa señora de Róndeinn, se envaró en
un gesto señorial, dio media vuelta y volvió a su asiento en la
tarima elevada. Cuando se sentó, su gesto se había vuelto
agrio y pesado.
—¿Para esto has venido? —lo interrogó, liberando su
despecho—. No me sonrías de esa forma tan bobalicona, te
hace parecer un tonto, Dagir La. Responde a mí pregunta,
¿has cumplido tu misión en Róndeinn?
Dagir La pareció dudar un instante, sus labios se
entreabrieron pero no dijo nada. Su joven compañero esperó
en silencio, con el rostro contrito, como si desease
desaparecer y dejarlos solos.
—¿Por qué venir hasta aquí? —continuó ella—. ¿Por qué
volver a esta casa después de tantos años? Puedo leer tu
mente, en los rincones más profundos de ti mismo,
¿recuerdas? Aunque hayas lanzado tu ego a un pozo y
pretendas deshacerte de la máscara de humanidad con la que
te ocultas. —Suspiró con pesadez y un deje de fastidio—. Sé
que deseas decirlo. Sé que quieres hacerlo.
—¿Hacer qué? —preguntó el Gran Druida de Oag.
—Ni siquiera tú eres consciente de tus más ocultos
deseos, Dagir La —explicó ella con una sonrisa indignada—.
Sientes un vacío doloroso y no sabes qué hacer con él. Te
comportas como un ser humano, te obligas a ser cercano,
pero no es nada más que eso, una obligación. Y al claudicar te
vuelves débil y de nuevo domesticas tu lado de hombre, tus
instintos y sentimientos, para existir más allá del bien y del
mal, si eso es posible. —Se detuvo y sus lágrimas se
derramaron—. Me siento triste a tu lado.
La voz de Ela se apagó en un susurro y el druida levantó
una ceja en un momento eterno. De nuevo sus labios se
entreabrieron para no expulsar otra cosa que su aliento, pero,
esta vez, su mano asomó a la ancha manga de la túnica;
huesuda y cubierta por tatuajes se detuvo un instante frente a
él. Un momento para el recuerdo y la duda. Los labios se
cerraron para retener la respiración, la mano volvió al cobijo
de su manga y la ceja descendió sobre el sombrío ojo. Dagir La
asintió en silencio.
—No tenías por qué venir en persona —continuó ella con
la voz trémula—. Podrías haber enviado a Daima La, a
cualquiera de tus duendes con el pesaroso mensaje que me
has traído. Pero no... —Ela Adjiri, la viuda señora de
Róndeinn, se mordió el labio y pareció mucho más joven de lo
que era, a pesar de las arrugas, de la vida pasada, del latir en
el pecho tan fuerte que la oprimía el habla—. Has dado un
rodeo de días para venir hasta aquí. Y te niegas a aceptar la
78
verdad de tu viaje. La auténtica razón de tu presencia en mi
casa, frente a mí.
El druida dio un pequeño paso hacia ella, diminuto,
apenas un acercamiento, pero sucumbió cabizbajo, oculto
bajo su capucha.
—Presiento que no volveremos a vernos —vaticinó Ela
Adjiri con los ojos tras un húmedo velo.
Daima La fue el único que mostró sorpresa y espanto en
un repentino gesto.

79
CAPÍTULO 7

Las antiguas habitaciones de Rághalak se mantenían en una


sepulcral tiniebla. Cada rincón permanecía desaparecido entre
pliegues oscuros y ángulos imposibles que despertaban los
temores ancestrales de Anja, aquellos que le hablaban de
seres venidos de otros lugares para llevarse su espíritu. Ella
vigilaba de reojo la araña que trepaba por la madera de los
viejos estantes y entrecerraba los párpados al tiempo que se
decía: «Es la superstición la que habla en susurro; el que
conoce no teme a la noche ni a sus criaturas». Una ligera
corriente de aire agitó la llama de la vela junto a ella, y todo a
su alrededor cambió, como si estuviera sumergida en una
sima de la realidad.
Se había sentado en el duro suelo de piedra, rodeada de
libros y manuscritos que había recopilado en sus anteriores
asaltos nocturnos a la biblioteca de la torre. Eligió aquel lugar
para ocultar el resplandor de la vela y, aún así, cualquier luz
le parecía excesiva, como una ofensa a su secreto. Si su
madre la descubría, rodeada de todo el conocimiento arcano
acumulado por su familia durante siglos, la apartaría de su
lado. La reina Levvo no podría consentir aquella traición. Su
propia hija, desafiando su autoridad y estudiando los
mecanismos de lo arcano muy por encima de sus
posibilidades. Cada murmullo, cada ratón que corría a
ocultarse entre vasijas y vidrios, le parecía la llamada de su
madre que irrumpía en la estancia seguida por la guardia.
Desde hacía varios días utilizaba el sello que había
abierto hasta el interior de la torre para pasar las noches
entre los secretos del consejero y místico de la corte. Tan
pronto como se acostaba corría hasta el símbolo pintado en el
suelo y activaba el hechizo que la transportaba del ansioso
desvelo al gozoso insomnio. El primer día no supo por dónde
empezar y el alba la sorprendió hojeando viejos tratados de
botánica, contemplando piedras de colores y tarros llenos de
sustancias viscosas. Decidió hacer un plan y elegir las
prioridades para aprovechar al máximo las noches en la
biblioteca. Durante un primer día se dedicaría a la búsqueda
de originales, ya que la clasificación era imposible, dado el
gran número de ejemplares. El segundo día estudiaría lo más
destacado de su lista de lecturas. El tercer día lo dedicaría a la
práctica y el cuarto descansaría, aunque al final siempre
acabase robando horas al sueño como un ratero noctámbulo.
Tres noches atrás había encontrado sobre una pila de
libros mohosos un grueso volumen con tapas de cuero negro y
ribetes en marfil. De su tafilete colgaban decenas de cintas
coloreadas a modo de marcapáginas y, en el lomo, un símbolo
80
antiguo que jamás había visto: un círculo atravesado por
media cruz y un aspa, quedando dividido en siete partes,
cuatro en la mitad superior y tres en la inferior. En el interior
una caligrafía tornasolada anunciaba el título: Tratado de los
siete elementos.
Anja volvió su atención a las páginas y continuó la
lectura. Sus labios susurraban, empujando las palabras a la
memoria o, como mínimo, tratando de comprender el
significado de un mundo regido por siete sentimientos
básicos, siete notas musicales, siete colores y siete elementos
componentes de todo. De repente alzó la vista hasta la
titilante llama de la vela frente a ella. En un murmullo esbozó
una palabra en un idioma olvidado y que, probablemente,
hacía siglos nadie pronunciaba. Cerró los ojos con fuerza y
visualizó su objetivo, pronunció una vez más aquella orden
abandonada a la superstición y abrió los ojos en el mismo
momento en que la llama desaparecía.
Le tomó un instante darse cuenta de que tenía los ojos
abiertos y se encontraba en la oscuridad más absoluta. Había
funcionado. No era muy impresionante pero el simple hecho
de haber conseguido algo hizo que su corazón cabalgara en su
pecho. Extinguir una llama con el poder de la palabra;
fantástico. Aunque, después dudó. Se llevó la mano a los
labios y, en la oscuridad, sentada sobre el suelo, pensó que
quizá había sido una azarosa corriente de aire. Arrugó la boca
y levantó el dedo índice. Esta vez, con mayor decisión, recurrió
a otra de las palabras que había aprendido del mismo
volumen. El resultado fue inmediato.
La punta de su dedo índice comenzó a emitir un destello
azulado que iluminó varios pasos alrededor. Al principio
resultó como una reminiscencia de la claridad en medio de la
tiniebla pero, poco a poco, resultó ser tan real como su mismo
dedo. Agitó la mano a los lados y la luz trazó una esponjosa
cinta de oro líquido que se esfumó en la penumbra que la
seguía. Acercó la mano hasta la nariz y allí estaba el
resplandor sobre la uña, como una delicada chispa de fuego
helado; luz pura, el sexto elemento.
Anja sonrió satisfecha, comenzaba a comprender muchas
cosas y, lo más importante, una puerta de conocimiento se
abría ante ella y le mostraba un mundo diferente. Tras el velo
de credulidad e ignorancia de los hombres, había un mundo
complejo y sencillo a la vez que obedecía a mecanismos
universales que podían ser alterados. Allí tenía la luz de Kanja
concentrada en el extremo de su dedo índice. Algo por lo que
podría ser juzgada como bruja; algo por lo que valía la pena
ser mujer. Sonrió de nuevo y se puso en pie. No había sido
una mala noche.
Con la mano extendida sobre ella, devolvió el Tratado de
los siete elementos a los libros que había elegido como
81
prioritarios y se preparó para volver a la cama. La claridad
amenazaba con romper el horizonte en cualquier momento y
todavía podía descansar antes de que sus rutinarias
obligaciones la sacasen de la empujasen a un nuevo día. Si
tenía oportunidad se escabulliría de la corte para volver a la
torre y continuar con su aprendizaje. Ahora que los resultados
eran más que evidentes, una desazón la consumía por dentro
como un ácido gusano ansioso de místico alimento. Pasó al
trote junto a la mesa de Rághalak cuando algo llamó su
atención.
Se detuvo y miró sobre el hombro. Al frío destello de la
luz concentrada en su mano un punto de oscuridad afilado y
estrecho se contoneaba entre pergaminos. Anja se acercó con
cautela hasta contemplar aquel objeto. Era un cuchillo de filo
piramidal, extraño, forjado en un metal de aspecto líquido y
cambiante que no reflejaba más que nubes de sangre oscura.
Retuvo la respiración y alargó la mano hacia él. Llamándola
por su nombre, el cuchillo esperaba ser tomado con una dócil
entrega. Era tan hermoso, tan seductor y peligroso a la vez,
que Anja se mordió los labios y sonrió desbordada por un
ávido sentimiento. Sin embargo detuvo su mano y sintió
miedo. Recogió los dedos y, sin parpadear, con los ojos muy
abiertos, dio un paso atrás. Había una sensación de peligro y
alarma en las sombras alrededor. El cuchillo continuaba allí,
contoneando sus cuatro filos con aspecto zalamero.
Anja recordó el aspecto felino de Rághalak cuando afilaba
la mirada y mostraba los dientes limados de sierra, como una
fiera antes de saltar sobre su víctima. Había tanto mal en él y
tanto secreto por descubrir también. Para los demás su
aspecto era una barrera, para ella solo una advertencia, una
señal de la trampa, de la voracidad de la planta que atrapa al
insecto en su mentira y lo devora poco a poco, consumiendo
sus jugos vitales hasta convertirlo en una carcasa vacía. El
corazón volvió a golpear en el pecho. Desvió la mirada del
arma sobre la mesa y descubrió un pequeño libro de bordes
cosidos con hilo verde y calabaza. Su mano se disparó hasta el
manuscrito y lo llevó contra el agitado pecho. Leyó la portada:
Servidores, esclavos y prisioneros.
—Servidores… Esclavos… —murmuró la princesa.
Levantó la mirada al destello ígneo de su dedo y la luz inundó
sus ojos.
Un instante después salió a la carrera, con el libro bajo el
brazo. Saltó a los escalones, vueltos sombras rotas, débiles
como en un sueño, que cambiaban a su paso. Apareció cerca
de sus aposentos y caminó a hurtadillas, hasta escabullirse
bajo las mantas.
El Lévvokan todavía dormía envuelto en una bruma
otoñal, ajeno a las idas y venidas de una joven princesa. En
su nuevo cubil respiró con calma y dejó que el calor corriera
82
por sus venas otra vez. A la luz que nacía de ella misma
observó el libro, acarició su encuadernación y maldijo en voz
baja. Se había prometido no sacar ningún libro de la
biblioteca para evitar ser sorprendida por su madre. Sin
embargo había faltado a su palabra. Después de ver aquel
extraño cuchillo se vio arrollada por una pasión salvaje y
primitiva, una mezcla de atrevimiento y valor, que la
empujaba y la atemorizaba al mismo tiempo. Ahora debería
ocultar el libro y correr el riesgo.
—Servidores, esclavos y prisioneros —murmuró mientras
sus dedos recorrían la piel encuadernada, después apartó la
mirada y sintió de nuevo la catarsis evanescente—. Berk.
Recordaba al tullido que cuidaba de los asuntos del
consejero. Un tipo desagradable y cruel con el servicio de
palacio que apareció de la noche a la mañana para ofrecer su
lealtad a Rághalak. Era el encargado de recorrer los
olvidaderos y vigilar los aposentos de su amo. Un despreciable
ser siempre dispuesto a alguna maldad, amigo de los
malentendidos y la cizaña allá por donde pasaba. ¿Quién era
realmente Berk? Y, ¿por qué desapareció la misma noche que
Rághalak?
Los recuerdos de Anja eran una neblina confusa y
fragmentada. Había hablado con el consejero en sus
aposentos sobre libros y también sobre los razaelim. Ella
quería saber más sobre el muchacho que su padre había
entregado al consejero, pero él se resistía a las preguntas,
oculto tras una máscara monstruosa. Después, todo ocurrió
muy rápido. Bajaron las escaleras y aparecieron ellos; el
clérigo, la mujer y el muchacho de mirada penetrante y ojos
punzantes como agujas. ¿Y Berk? ¿Estaba allí? Quizá muerto,
si es que podía morir, de vuelta al lugar del que Rághalak lo
trajo.
Anja abrió el libro y comenzó a leer sobre los misterios
que permitían obtener un sirviente o esclavo. Se lanzó a las
páginas y navegó entre símbolos secretos y hechizos,
demonios venidos de lugares impronunciables y espíritus que
habitan entre los planos. No quería dejar de leer, aunque las
palabras se le convirtieron en sueños que la llevaron lejos de
allí, danzando en un proceloso mar de fuego.

El otoño de Misinia había llegado al Lévvokan. Los días eran


cada vez más cortos y las noches frías, despiadadas lenguas
húmedas que se arrastraban desde la bahía. La princesa Anja
se escabullía tanto como podía de sus obligaciones, con algún
libro bajo la falda o un viejo pergamino oculto entre lienzos de
dibujo. Cualquier excusa era buena para tratar de saciar el
apetito que los dones de los arcani habían despertado en ella.
Regularmente utilizaba el portal que había abierto hasta la
83
biblioteca. Ya no iluminaba sus lecturas con velas sino que
conjuraba su propia luz, e incluso había aprendido a
aumentar las sombras hasta sumergir una habitación en la
más oscura de las profundidades.
A pesar de todo ello, Anja era consciente de sus
limitaciones. No podía comprender todos los símbolos
arcanos, ni pronunciar las lenguas olvidadas sin poner en
grave peligro su vida. El más mínimo fallo podía costarle muy
caro. Necesitaba un mentor. Alguien que descifrara para ella
los versos oscuros y tradujese las formulas alquímicas.
Alguien que pusiera a su servicio un conocimiento superior y
le abriese una puerta a otro plano de la existencia. Y para ello
ponía todo su empeño en entender el pequeño manuscrito de
Servidores, esclavos y prisioneros.
Una tarde, vencida por la modorra y el cansancio, los
párpados le caían frente a uno de los libros de su madre que
versaba sobre la sugestión y diplomacia. De repente, la reina
invadió su cuarto, seguida por toda su corte de damas
escuálidas de piel marmórea y uñas largas y afiladas como
alfileres.
—Aquí está mi hija —alzó la voz la reina al tiempo que
entraba en la sala y Anja daba un respingo en su asiento—.
Dolor de mis entrañas, sangre de mi sangre y filo de mi puñal.
Vestía un traje oscuro, casi negro, con un elaborado
corpiño que trepaba desde sus caderas en forma de estrechos
capilares y disponía una tela de araña en la espalda. El pelo
caía como una cascada que se fundía con la negrura de su
vestido. La piel, como la más pálida aparición, asomaba tersa,
suave, pero también fría.
La princesa Anja se puso en pie, con las manos
entrelazadas frente al regazo, y se inclinó levemente con la
mirada baja.
—¿Y bien? —se limitó a preguntar la reina.
Anja parpadeó varias veces.
—Hoy es último día de mes —anunció la reina Anja—.
Hace rato que te espero para nuestra acostumbrada reunión.
La princesa abrió la boca y dejó en el aire una disculpa.
Su madre arrugó el cejo y la atravesó con un desconfiado
gesto.
—Lo... siento —balbuceó finalmente—. No sé en qué
estaba pensando.
—Quizá en lo que te llevas entre manos —le dirigió una
sonrisa helada.
—¿Cómo? —ladeó el rostro Anja y un escalofrío recorrió
sus piernas.
La reina esperó un instante a responder. Levantó una de
sus finas cejas y señaló con el índice tras la princesa.
—Sugestión y diplomacia —dijo con un tono irónico.
Anja se desinfló en un suspiro y se encogió de hombros.
84
—Estudiaba una de las materias que me recomendaste y
me perdí en la lectura. —Sonrió levemente—. Lo siento,
madre.
La reina Anja caminó hasta la mesa y pasó sus largas
uñas verdes sobre las gruesas páginas del libro.
—Sin duda es un tema muy interesante —murmuró
como si sus pensamientos discurrieran por otras sendas.
—Lo es, madre —afirmó Anja con decisión—. Como todas
las lecturas que me propones.
—¿Qué parte te ha gustado más?
—¿Qué parte?
—Muéstrame qué has aprendido.
—Pero...
—Te examinaré cuando acabes, sí. Pero quiero ver
progresos ahora.
Anja dispuso sus manos frente al vientre. Sentía la carne
muerta e inútil entre el sudor frío que rezumaban los dedos de
su diestra. Pasó la lengua por los labios y tomó aire por la
nariz al tiempo que se envaraba. La mirada inquisidora de su
madre se contoneaba frente a ella, infranqueable como un
muro, cortante tal que un filo. A su espalda, un enjambre de
mujeres de aspecto siniestro.
—La mente del ser humano —comenzó a recitar Anja— es
simple como la de un animal que se rige por prioridades
básicas como son la supervivencia, la seguridad y procreación.
Los sentimientos de pudor, ambición, odio, amor, honor y
lealtad, son añadidos al hombre como piezas a un mecanismo
sagrado y, como tales, pueden ser modificadas, alteradas,
repuestas o destruidas a través de la sugestión.
El rostro de la reina se dispuso como el hacha del
verdugo, cubierto por una sombra de amenaza. Sus uñas
comenzaron a repiquetear sobre las páginas del libro abierto
en el atril. Mantenía sus ojos clavados en Anja, como dardos
que podían desvelar sus pensamientos. La princesa
permaneció impasible, sin desviar la mirada un ápice,
conteniendo la respiración y evitando el más mínimo
movimiento de sus manos.
Anja tomó aire de nuevo y continuó recitando el texto.
—Se puede llevar al hombre a regiones alejadas de su
voluntad, hasta quebrar o forjar lealtad en vista a nuevas
promesas de seguridad, procreación y supervivencia...
—Basta —saltó la reina—. Es suficiente. Sé que me
ocultas algo.
La reina cerró el libro con un delicado movimiento, sin
apartar la vista de ella, y ladeó el rostro de forma amigable
pero cargada de una amenaza latente, como un depredador se
acerca a una presa acorralada, sin prisa.
—Pero, madre...
—No lo intentes —la interrumpió la reina—. Todavía no
85
sé qué sacaste en claro de aquella reunión con Rághalak la
noche que te atacaron, pero no hace falta que sigas
disimulando. Supongo que ya eres bastante adulta para tener
tus propios secretos. Bien, dejemos que así sea. Pero no voy a
consentir que juegues con peligrosas artes que ni siquiera
comprendes. ¿Has tenido acceso a los libros de la biblioteca?
—La biblioteca está cerrada por orden del rey, madre.
—Eso no responde a mi pregunta.
—No, madre.
—¿Y bien?
—Rághalak me prestó algunos libros que no formaban
parte de la lista de estudio.
La reina caminó a un lado y cruzó los brazos frente al
pecho. Ahora su rostro había pasado de la amenaza a la
violencia. Se veía rabiosa, con el rostro marmóreo cargado de
rabia contenida. Anja no bajó la mirada, mantenía la barbilla
alta, sin mostrar afectación alguna. Sabía que cualquier señal
de arrepentimiento o flaqueza podía desencadenar el ataque
del áspid verde. La mujer Levvo podía consentir la traición y el
secreto con que su hija estudiaba libros prohibidos, pero
jamás perdonaría un titubeo. De eso trataba ser un vástago de
los Levvo, siempre sometido aunque rebelde, gobernado por la
ambición. Por supuesto, la reina no imaginaba hasta qué
punto llegaban los secretos de su hija. Ni que había recorrido
senderos que ella temía y leído textos que escapaban a su
entendimiento. Esa, quizá, hubiera sido la peor de las heridas;
descubrir que su creación era superior a ella.
—Guárdalos —concedió con un bufido—. Son tuyos. Pero
más te vale ser discreta o yo misma te entregaré a tu padre
para que pases el resto de tus días en uno de sus olvidaderos.
Quizá algún día entres en la biblioteca y sus secretos sean
tuyos, pero no será pronto. Primero debes aprender muchas
cosas sobre los hombres y su mundo, después llegarán
conocimientos más elevados.
Anja frunció el cejo y asintió con un gesto de sumisión y
fastidio que la reina observó antes de continuar.
—Comprendo tus inquietudes, hija mía. —La reina
sonrió, caminó hasta ella y acarició su mejilla con el dorso de
la mano—. Es normal a tu edad dejarse llevar por una pasión
incontrolada y obsesiva. Comienzas a vislumbrar lo que eres.
Tu nombre toma forma en la oscuridad de un propósito y
crees adivinar la mujer que serás. Hazme caso, todavía es
pronto. No pierdas el tiempo construyendo lo que no eres y
entrégate a tu familia. Tu único desvelo debería ir encaminado
a esa prerrogativa. —Sus palabras tomaron un aire siniestro
cuando detuvo sus dedos bajo el mentón de Anja—. ¿Sabes
cuál es?
La princesa miró a los ojos a su madre y se vio reflejada
en ellos. Eran tan parecidas, tan idénticas, que sentía cómo
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su otro yo, su yo adulto, la visitaba para recordarle el camino
a seguir. ¿Realmente fue aquella reina algún día parecida a
ella? Después la observaba con detenimiento; el rostro
macilento, la nariz alta, los ojos como carámbanos que herían
a los hombres. Entonces percibía las diferencias. Una mujer
Levvo, venenosa, amenazante, pero no tan parecida a ella
como pretendía la educación que le dieron. Anja, la princesa,
era serpiente también, serpiente y bruja. Con dos rostros para
todos, incluido, tal vez, ella. Un aspecto de sí misma que no
conocía y que, como dijo su madre, comenzaba a asomar de la
tiniebla de su nombre.
—Browen debe reinar —dijo Anja en un murmullo y sin
mostrar afectación ninguna.
La reina sonrió de nuevo y sus uñas recorrieron la
mandíbula de su hija hasta abandonar la curva de la barbilla.
Asintió satisfecha, relamiéndose.
—Supongo que sabes de la llegada de Enro Kalaris —
anunció su madre.
—Se me comunicó su llegada y que pronto se hará una
presentación oficial junto a mi padre.
—Excusas de la tradición para soportar otro banquete
cargado del hedor del vino y la carne —masculló la reina Anja
con un movimiento de la mano—. ¿Tienes dudas sobre la
boda?
—Siento ansiedad pero no temor —replicó desdeñosa
aunque contenida—. Sé que es importante para mi madre,
para el rey y para la gloria Misinia. Me someto en espera de la
grandeza de mi casa.
La reina dio media vuelta y la miró con una mezcla de
agrado y sorpresa. La estudió de los pies a la cabeza y se
pellizcó el mentón entre el pulgar y el índice, como si
contemplara una obra de arte hecha a su imagen y semejanza.
—A veces me sorprendes, hija mía.
—¿Por qué, madre? —se extrañó ella—. Tan solo sigo tus
directrices.
—Te auguro mucho poder —continuó la reina Anja—. Se
fiel a mis enseñanzas y serás la sombra tras la corona.
—Solo aspiro a servir —añadió con un movimiento
decidido.
—Acompáñame —dijo la reina, con un movimiento de la
cabeza—. Hoy aprenderás la forma en que no se deben de
hacer las cosas. El rey está reunido con su gobierno y no hay
peor ejemplo en toda Misinia.
Algunas de las damas de su madre corrieron frente a
ellas para advertir a los sirvientes de sus intenciones
mientras, con revuelo, las puertas se abrían al paso de la
reina y su hija. Eran sus damas, mujeres pálidas de cintura
imposible que peinaban su pelo bruno en un enorme moño en
la coronilla, adornado con agujas y piedras. Silenciosas y de
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rostros gélidos como las despectivas miradas que dirigían a
todos aquellos por debajo de su rango y posición.
El Lévvokan era un palacio construido a la imagen y
semejanza de un monstruoso ser vivo de tamaño colosal. Los
corredores curvos que parecían no tener fin, bajo arcos de
piedra tan pulida como el hueso entre los que se abrían
ventanales y balconadas tal que orificios por los que respiraba
el palacio. Era un laberinto de bóvedas y sólidas puertas
redondas, custodiadas por guardas sin rostro, cubiertos por
máscaras de hierro.
Grandes tapices se habían corrido frente a los ventanales
del salón de reuniones y una penumbra nocturna, sucia de
humo y vaho, envolvía a los presentes. Unos veinte
personajillos se agrupaban en la sombra como ganado
temeroso, trémulos y con los músculos encogidos. Eran los
técnicos y administradores de la corona. Hombres de aspecto
córvido, enjutos, ataviados con túnicas oscuras como sus
pensamientos. Encargados de estrujar al pueblo, interrogar a
los detenidos y administrar los bienes. Al otro lado, el
consejero de Justicia, Gallus, apoyado sobre el bastón con
forma de cráneo humano. Y con él, Delorn, encargado de la
diplomacia, y el seboso consejero Tolmen, contador y tesorero
del rey.
Abbathorn estaba sentado en el trono, sobre una tarima,
las piernas abiertas y la fina cinta de oro ladeada en la frente.
Sus uñas rasgaban la madera de los reposabrazos y los labios
levantados, mostrando los colmillos. Su rostro céreo se
contraía al murmurar pensamientos que se diluían entre el
miedo de los técnicos y consejeros de la corte de Davingrenn.
Sobre todos ellos caía un viscoso silencio cargado de peligro,
la antesala a la tormenta.
Anja pudo comprobar por sí misma lo que había oído en
los murmullos de las comadres del servicio. El rey, sin
Rághalak, había perdido la cabeza. Y en ambos sentidos. Sin
su consejero, su padre había comenzado a mostrar ataques de
rabia y su mando se había vuelto confuso, si no
contradictorio. La administración del Lévvokan dependía de
su pieza fundamental, la voz del rey, y éste se sentía
desbordado y agobiado por asuntos que antes no llegaban
siquiera a sus oídos. Los jueces al servicio de Gallus
esperaban alguna directriz sobre nuevos casos aparecidos con
la guerra, había que armar la milicia urbana, y las arcas del
Lévvokan se estaban quedando vacías. Demasiados asuntos
para un rey obsesionado con el poder.
—Tolmen... —exclamó el rey con su nórdico vozarrón.
El grueso y tembloroso tesorero dio un paso al frente y
carraspeó varias veces.
—Podríamos subir el impuesto a los mercaderes que
entran en la ciudad —sugirió.
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—Subidlos todos —ordenó el rey de forma pausada.
—Pero, majestad...
—No hay discusión posible —dijo entre dientes—. Subid
los impuestos a los mercaderes y a los burgueses, pero
también al pueblo llano. Quiero que todos entreguen al rey su
último suspiro para la grandeza del reino. Nada de pagos en
especia para los que todavía guarden joyas y abalorios
preciosos. Necesito oro; el ejército necesita oro.
—Será complicado aplicar tal norma, mi señor...
—Autorizo a la guardia a saquear las propiedades de
aquellos que oculten oro a los recaudadores —explicó el rey—.
Estamos en guerra y no flaquearemos en este momento.
Cuando caiga Akkajauré y sus minas sean mías, el imperio
Misinio será una realidad pero, de momento, todos los
recursos del reino están a disposición del rey y haré uso de
ellos como crea conveniente. El pueblo debe aprender a
renunciar en pos de un beneficio mayor. Yo traeré la riqueza y
el bienestar a sus vidas, pero antes de recibir… hay que dar.
¿Qué opina mi maestro de espías?
—Contamos con el apoyo del pueblo, majestad —
intervino Delorn—, pero eso podría cambiar si tensáis la soga
en su cuello. Los burgueses y comerciantes son diferentes, mi
señor, hay que saber darles cuando se les exige tanto como la
ocasión requiere. Dejad que os explique, mi rey. También
debemos tender la mano… Los gremios están inquietos y
descontentos, pero el temor a las represalias de la justicia los
hace cautos. Mientras los artesanos tengan trabajo se
mantendrán sumisos.
—La guerra ha activado la manufactura de armas y
utensilios —dijo Tolmen, que recogía el sudor de su papada
con un pañuelo bordado—. Muchos herreros, carpinteros y
carreteros se están enriqueciendo a costa de la corona...
—Aunque no hay comida que comprar con ese oro —lo
interrumpió Delorn—. Los campos han sido expropiados para
la guerra. El hambre mueve a la rebelión más que la pobreza.
—Los campos han sido tomados por su auténtico
propietario, el rey —intervino Gallus tras golpear el suelo con
su bastón—. Esos campesinos no deberían olvidarlo.
—Ya he dicho que el problema no son los campesinos
sino los burgueses y artesanos de los gremios. —Delorn, el
maestro de espías, era un tipo alto y espigado, con la piel seca
y cuarteada, cual tierra erosionada y sembrada por mil
arrugas, y en el centro de su cara, como dos oasis entre la
arcilla seca, dos ojos claros, azules y redondos.
—Pues acabemos con ellos —propuso Tolmen, secando
en esta ocasión el sudor que empapaba el cuello de su camisa.
—Eso no es posible, provocaría un alzamiento. —Delorn
chasqueó los labios—. Propongo que se asegure el suministro
a los mercados y alguna medida correctiva a las clases más
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acomodadas.
—¿Medida correctiva?
—Hay algunos burgueses que podríamos eliminar. —El
maestro de espías masticó sus pensamientos mientras se
pellizcaba el pellejo de la barbilla—. Quitar del medio a unos
pocos. No los más importantes; tampoco cualquier
mercachifle. Alguien acomodado cuya desaparición beneficie a
otros. Quizá algún intermediario cuyo negocio se distribuya
entre sus acreedores. ¿Hay alguien que encaje en ese perfil?
—Sé de unas cuantas familias que hace tiempo se
encuentran descontentas con su posición —respondió Gallus,
con voz ronca—. Descontentos y enfrentados a los nobles. Los
burgueses no tienen sangre para ocupar ciertos puestos.
—Pero tienen oro —añadió Delorn con frialdad—.
¿Puedes acusarlos de traición y requisar todos sus bienes?
—Hoy mismo redactaré la orden y mañana se
balancearán de una soga, colgados por los pies en la muralla
—apuntó Gallus con una caricia al cráneo de su bastón.
—Aunque no es suficiente para cubrir los gastos de la
guerra —contravino Tolmen.
En ese momento, Alhric Cawod, ministro de las armas y
castellano del Lévvokan, dio un paso al frente. Su presencia
destacaba entre los ministros del rey. Un hombre maduro,
formado en las armas, con un bigote recortado y el cuello
amplio como sus hombros, y que vestía ropa cómoda con una
capa corta de color canela y bordados en plata. Un soldado
pragmático, entrenado en la obediencia a las órdenes directas,
todo lo contrario que los dobles sentidos, intereses ocultos y
ladinos cumplidos de la política misinia.
—Tampoco alcanza para los gastos de la milicia —dijo
con la voz contenida y el rubor en el cuello. Había pasado
mucho rato escuchando asuntos que no le interesaban o que
no comprendía, los pies le dolían y sentía los ojos irritados—.
Tengo doscientas plazas que cubrir y no hay más que porras y
uniformes viejos y raídos. El jornal es mísero y los jóvenes
prefieren dedicarse al juego, traficar con resina de adormidera
o vender vino a los hombres de armas. Bajad a los amarres del
puerto y podréis comprobarlo vosotros mismos. Las noches en
la ciudad se han convertido en un peligroso tránsito. Han
crecido los asaltos y los robos, y Bocaceniza es ahora un
barrio de mercenarios y asesinos llegados desde el sur por
mar.
—Bocaceniza siempre ha sido un vergonzoso apéndice de
Davingrenn —dijo Tolmen.
—¿Qué propone, pues, el consejero de la Moneda? —
Delorn, el maestro de espías lanzó sus palabras como dardos
envenenados.
—¡No tengo las soluciones a todo! —exclamó Tolmen con
las mejillas enrojecidas y los ojos fuera de sí.
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—No tienes soluciones a nada —masculló, despreciativo,
Cawod.
Tolmen saltó adelante, mostrando los dientes y soltando
espumarajos de rabia. Pero todos se detuvieron al escuchar el
exagerado bostezo del rey.
Abbathorn se desperezaba en el trono, había pasado del
agrio enfado a un hastío cargado de rabia. Finalizó su bostezo
bajo la trémula mirada de los silenciosos técnicos y sus
consejeros principales, entrecerró los ojos, se resbaló en el
trono y arrugó los labios en una mueca agria.
—Me cansáis —murmuró con desagrado.
—Pe... pero... —balbuceó Tolmen, todavía acalorado por
su discusión con Delorn y el castellano Cawod.
—¡Dejadme tranquilo! —gritó de repente— ¡Vuestra
charlatanería me agota! ¡No sois más que gallinas estúpidas
que no merecen otra cosa que vivir en un agujero y comer
fruta podrida con sus propios excrementos!
Entre los técnicos y burócratas de aspecto siniestro
corrió un rumor y miradas angustiadas cubiertas de capilares
y úlceras. Anja y la reina esperaban en su lugar, observando
como el rey despotricaba contra los hombres que formaban el
intrincado ser vivo que era el Lévvokan. Sabía que algunos de
ellos serían sacrificados por la justicia del rey, de la misma
forma que una criatura de las profundidades se amputa un
miembro infectado. Así funcionaba el palacio misinio, como
un leviatán que consumía las vidas de sus servidores,
alimentándose, engordando año tras año, con la energía y el
sacrificio de un pueblo ya acostumbrado a los cuerpos
colgados de las murallas y las ejecuciones públicas. Y allí
estaba el rey, su padre, corazón de la bestia misinia, en cada
sentencia de muerte, en cada nuevo impuesto, en las
monedas, en boca de detractores y fanáticos seguidores.
Anja miró de reojo a su madre y comprobó su
satisfacción. La reina no ocultaba una sonrisa, incluso, a
veces, una risilla aguda, mientras los consejeros retrocedían
ante los insultos del rey. Sin duda le divertía ver como aquel
hombre y su virilidad guerrera y destructiva acababa con
todo. Era una amalgama de sentimientos encontrados los que
definían aquella pareja de primos hermanos convertidos en
marido y mujer.
Anja estudiaba cada gesto, cada involuntario movimiento
de su madre, y reconocía el despecho y el odio hacia
Abbathorn, pero al mismo tiempo también veía un ansia
cargada de deseo y sexo. Había en ellos una atracción animal,
un gusto por la destrucción tal que el impulso irresistible por
tocar la llama danzarina y después congratularse en el dolor
de la piel abrasada.
—¡No me interesa nada de lo que decís! —continuó el rey
a voz en grito— Sois parásitos de mi poder, insignificantes
91
insectos. Me dais asco. Fuera de mi presencia. ¡Largo!
Los técnicos y burócratas salieron a toda prisa, con el
rabo entre las piernas y murmullos de satisfacción y alivio.
Gallus, Delorn, Tolmen y Alhric, intercambiaron miradas de
desconcierto, se inclinaron levemente y abandonaron la sala
acompañados por algunos solícitos sirvientes. En breves
instantes el único sonido que rompía el silencio era el crepitar
de los fogueros y la agitada respiración del Rey.
Abbathorn contempló la desbandada general y se dejó
caer de nuevo en el trono. Se pasó la mano por el rostro,
empapado de sudor, mientras balbuceaba sinsentidos. Abrió
mucho los ojos, tratando de despertar, pero después, al
descubrir a la reina y su hija a un lado, recuperó el hastío en
una amarga mueca.
—Mujer e hija —masculló, resbalando contra el respaldo
del asiento—. Reina y princesa. Presente y futuro. ¿Te divierte
mi gobierno?
—Me divierte ver el miedo encogido en sus pantalones.
—Debería matarlos a todos —gruñó Abbathorn, se
incorporó y cerró el puño con fuerza—. Vienen a mí con
problemas y cuestiones que su propia formación debería
resolver. Preguntas, cada frase que comienzan, cada
proposición que me traen, acaba en una pregunta. Quiero
respuestas, no más interrogantes. ¡Algún día los haré colgar a
todos! —exclamó, dando con el puño en el reposabrazos—.
Ese Tolmen solo sabe hablar de pérdidas y préstamos. ¡Y
Delorn pasa tanto tiempo rodeado de intrigantes y asesinos
que ve conspiraciones en cualquier discusión de mercado!
—Es la soledad del monarca... —dijo la reina Anja
mientras salía de las sombras, esgrimiendo su complacencia
—. ¿Quién es digno de hablar a tu oído? Qué pocos
comprenden el peso de la corona y alivian de su carga al
monarca con su clarividencia.
Su hija la siguió unos pasos por detrás. Con los brazos
caídos a los lados, en silencio, un ojo puesto en las palabras
de la reina y el otro en cada reacción de su padre. Las sílabas
lanzadas por su madre, como dentelladas venenosas, llegaban
a la sangre del rey y lo intoxicaban de correosa desazón. Anja
comprendió enseguida cómo, con tan poco, podía hacer
recordar a su padre el consejero perdido y avivar la añoranza
y dependencia de él. Abbathorn se veía nervioso, atosigado por
un millar de pensamientos. Asentía con la mirada perdida en
el suelo y, tras una meditación, alzaba unos ojos cargados de
ira y rabia hacia ellas.
—Mujer e hija —repitió con los dientes prietos—. Qué
amable visita. Podrías sentarte un rato en este trono y cargar
con mis tribulaciones, esposa mía.
La reina Anja rio y dio una palmada.
—Ni con todo el tiempo del mundo llegaría a hacerlo tan
92
bien como tú, mi esposo. Rey solo hay uno.
Abbathorn meditó la respuesta de su reina y la miró de
arriba abajo. Abandonó la mueca de enfado y, con un bufido,
se desinfló en su sitio.
—No hay noticias de ese maldito paladín —dijo con el
mentón sobre el puño—. Se han esfumado como un corzo se
pierde en la niebla. Pero no pueden andar lejos. Su única
escapatoria está en el este, cerca de la guerra, quizá en el sur.
¿Por qué demonios se llevó a Rághalak? ¿Por qué tomar al
razaelita y también a mi consejero? Algo se me escapa en todo
este asunto. Un paladín renegado… alguien maneja los hilos
de su rebeldía. Daré con ellos, cueste lo que cueste. Nadie
entra en el Lévvokan y roba a un Levvo. No escaparán.
—Nunca he dudado de eso, mi esposo.
—Pues parece que lo hagas.
—No me conoces lo suficiente.
—Te conozco demasiado, Anja.
Sus miradas chocaron entre ellos, cargadas de odio y
violencia. Dos tormentas de fuego que ardían en el deseo, la
dominación y la sumisión del otro.
—Es ahora cuando más voy a necesitar el apoyo de todos
mis señores —continuó el rey—. La guerra se acerca a su
punto álgido. En unos meses todo el norte será mío y podré
ser coronado emperador pero, de momento, solo puedo
cubrirme con los problemas cotidianos de una ciudad que un
montón de inútiles son incapaces de resolver.
Abbathorn golpeó un puño contra su mano y
espumarajos de saliva escaparon entre sus dientes.
—¡Alguien trama en mi contra y no sé quién es!
—Estamos aquí para servirte, mi rey —dijo la reina Anja.
Él miró a ambas durante un instante cargado de duda y,
quizá, una intuición, una señal de alerta que provenía de su
instinto profundo. La princesa Anja recordó a su hermano
Browen. Cuando eran niños solían jugar juntos en los pasillos
del Lévvokan. Hasta que un día los separaron con la intención
de convertir a cada uno en un proyecto, una visión profética
de su familia, una herramienta o un arma para ser utilizada
en la guerra por el norte.
En la puerta resonaron dos fuertes golpes antes de
abrirse. Un criado se escurrió entre las grandes hojas de
madera y sin mirar a la familia real anunció una visita.
—Enro Kalaris, Hiurel misinio y Señor de Ursa, está aquí,
mi rey —dijo el lacayo.
—Que pase —ordenó el rey sin demora.
La reina dedicó a Anja una amplia sonrisa y un ligero,
casi involuntario, guiño.
La doble puerta de la estancia se abrió de par en par y,
como una alfombra tendida a sus pies, una estela de luz
recorrió el suelo de piedra hasta el trono. Enro Kalaris
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apareció con su enorme presencia norteña. Ataviado con una
armadura imponente, de metal lacado en carmesí y negro, los
colores de su casa, con un león rampante impreso en el pecho
y dos espadas cruzadas sobre el corazón. Su altura superaba
incluso a la del rey, por lo menos un palmo, y sus pasos
largos estaban cargados de energía. Todo era grande en aquel
hombre, especialmente la ambición de su mirada bajo un mar
de guedejas de fuego que rompía su frente. Estaba sucio y
agotado por el viaje, el sudor formaba un fango oscuro en el
cuello y las arrugas de los ojos.
—Kalaris, mi buen Kalaris —dijo el rey cuando el Señor
de Ursa se arrodilló frente a él—. Levántate y dime, ¿cómo va
nuestro plan para darle al norte el mejor imperio que se haya
visto en Kanja?
Kalaris sonrió al tiempo que asentía. Su vozarrón resonó
en la sala como un rugido.
—Todo avanza según lo previsto, mi señor —dijo—.
Pronto habrá un emperador en Misinia y un imperio en el
norte.
Anja observó sus grandes manos, los brazos musculosos
y el amplió pecho de aquel hombre de aspecto salvaje que, en
breve, sería su marido. Kalaris había estado casado en dos
ocasiones, y en ambas sus esposas habían muerto. Debía de
estar cerca de los cuarenta años, lo que era mucho más del
doble que ella. Se sentía obligada por el deber y las
enseñanzas de su madre. Familia, imperio y Dios. Pero nada
más. No había en ella temor, no mintió en eso a su madre, ni
desasosiego por la próxima boda. No sentía ningún
remordimiento por ser parte del plan de su madre para
destronar al rey y conseguir el trono para Browen mediante el
apoyo de Kalaris. Nada más que deber y determinación por
servir pasaba por su mente hasta que levantó la mirada tras el
largo silencio que siguió a las palabras de Enro Kalaris.
La princesa Anja era el vértice que unía la sonrisa
enajenada del rey, la mirada cómplice de su madre, y un ávido
y perturbador deseo en la hambrienta mueca de Kalaris.
Entonces se sintió parte de una trampa mortal, pero también
cebo y, en la distancia, como un lejano presentimiento oculto
tras su educación, víctima de la lucha de hienas.

94
CAPÍTULO 8

Era un patio excavado en la roca al que solo se podía acceder


desde un pórtico de piedra. Como todo en Dromm, los muros
que encerraban el recinto eran altos, infinitos, y en la
distancia se abrían ventanas diminutas, contrafuertes y
pasadizos que cruzaban sobre sus cabezas. A lo alto, las
decadentes luces del atardecer acariciaban el granito y lo
volvían oro y óxido. Nada se escuchaba en el patio. Un silencio
gélido se abatía sobre el detenido momento. Kali y Trisha se
encontraban enfrentadas, separadas por una docena de
pasos. Recostados contra uno de los muros, Olen y Reid
observaban la lección. El gigante se había sentado en el suelo
con las piernas cruzadas y el semblante impertérrito mientras,
a su lado, su colega mercenario enlazaba los brazos frente al
pecho con expresión incrédula.
—Prueba otra vez —dijo Trisha, sin apartar los ojos de
Kali.
Kali abrió su capa y bajó el mentón al tiempo que
espiraba pesadamente.
—Deberías darle unos azotes —exclamó Olen y rio su
propia ocurrencia.
Trisha lo miró desde el rabillo del ojo y apretó los dientes.
Habían probado durante horas y nada había funcionado. Kali
sentía un pánico tan terrible a su poder desatado que era
incapaz de controlarlo. Al principio, la pelirroja había decidido
explorar su autocontrol penetrando los pensamientos de Kali,
pero una tormenta de sensaciones se lo habían impedido. Fue
como enfrentarse a un fuego tan intenso que le abrasó el
rostro con solo mirarlo. Kali debía manifestar su don a
voluntad y no llevada por los sentimientos, pero, a medida que
su frustración crecía ante la cerrazón de la niña, decidió pasar
a métodos más expeditivos.
—¿Estás lista? —continuó Trisha, ignorando al
contrabandista.
La chiquilla asintió y extendió los dedos de las manos a
los lados. Contuvo la respiración y trató de concentrarse en su
diafragma. Todo debía generarse en aquel punto bajo su
vientre, pero no en una contracción involuntaria, sino como
un músculo invisible que podía desplegar a su antojo.
«No está mal hacer esto —pensaba—, no está mal.»
La pelirroja afiló la mirada y un pequeño guijarro salió
disparado desde sus pies, directo al rostro de Kali.
En adelante todo ocurrió muy rápido.
Una fuerte onda de electricidad estática brotó de entre
sus dedos y ascendió por el pecho hasta tomar todo su cuerpo
en una convulsión irrefrenable. Por un momento sus ojos se
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encendieron como ascuas y relampaguearon en el patio. El
guijarro salió despedido a las alturas, pero no fue el único.
Olen brincó, alarmado, al ver volar a Trisha varios pasos
atrás.
—¡Eh! —gritó el mercenario al tiempo que corría hasta
ella.
Trisha se retorcía en el suelo con los ojos devorados en
una arruga ceñuda y los dedos contraídos en un espasmo
doloroso.
Reid la sujetó con sus enormes manos mientras su
compañero le tomaba la cabeza para evitar que se golpeara
contra el adoquinado.
Kali, con el gesto desmoronado, se llevó las manos al
cabello oscuro y dio un inseguro paso atrás.
—Trisha... —balbuceó cerca del llanto—. Trisha, no.
Trisha... no.
—¡Eh! ¡Pecosa! —la llamaba Olen al tiempo que agitaba
su cabeza a los lados—. ¡Vamos, dime algo, pecosa!
Trisha se retorció en un último espasmo agónico. El
cuello se le cubrió de venas y tendones que afloraban a la
tensión provocada por el dolor sobrenatural. Reid la sostuvo
con todas sus fuerzas contra el suelo. La espalda se le
contrajo en un arco de contorsionista. Kali comenzó a llorar
justo antes de que la mujer gritara y su cuerpo se derrumbase
sin fuerza.
—Vamos, chica —decía Olen mientras daba palmaditas a
sus mejillas—. No es para tanto. Dime que estás bien. Dime
cualquier cosa.
Reid le soltó los brazos y levantó la mirada aterrada. Kali,
al fondo, con las manos frente a la boca, clavadas como una
garra en su propia carne, y los ojos vueltos dos cuevas negras
de las que brotan manantiales de lágrimas oscuras.
—No me toques —masculló Trisha sin apenas despegar
los labios.
Olen soltó una carcajada y sonrió a Reid, que respiró
aliviado. Tras él, Kali se dejó caer al suelo y comenzó a
balbucear con hilos de saliva trasparente descolgados de sus
labios.
—Vaya susto nos has dado —susurró antes de ayudar a
la mujer a incorporarse.
—Estoy bien —asintió ella, encogida, replegada sobre el
vientre revuelto—. Solo un poco mareada.
Trisha se puso en pie con la ayuda de Olen y
Reidhachadh. Parpadeó varias veces y caminó con las rodillas
flojas y los pies zompos hasta Kali. La muchacha se había
dejado caer y, abrazada a sus rodillas, lloraba de forma
desconsolada.
—Estoy bien —dijo Trisha y pasó una mano por la
coronilla de Kali—. No debes preocuparte. Pronto podrás
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controlarlo. A mayor reto, mayor premio. Y tu recompensa es
muy grande, Kali, la más grande. No te dejes vencer por el
miedo.
Kali se abrazó a la mujer del pelo rojo y recostó la cabeza
contra su pecho.
—No me hagas volver a probarlo —dijo—, no quiero
mataros.
—No vas a matar a nadie. —Enfrentó su rostro al de ella.
—¿Matarnos? —saltó Olen—. De eso nada, paliducha. He
sobrevivido a una docena de maridos celosos y a seis
linchamientos y medio. No me matará ninguna niña por muy
tenebrosa que sea. ¿Verdad Reid? —concluyó, dando un par
de codazos al silencioso gigante.
Trisha lo miró con dureza y Olen levantó las manos de
forma interrogante. Ella movió la cabeza a los lados y acarició
el pelo de Kali. La mujer todavía se veía agotada por el viaje
hasta Dromm y las tribulaciones sobre la custodia de Kali. En
su plan, si es que alguna vez lo hubo, no esperaba acabar
atrapada en una ciudad sitiada por los ejércitos unidos de los
Rjuvel y la Orden de Vanaiar. Había confesado su
preocupación por el tiempo que llevaría volver al sur y
cobijarse en la seguridad de Róndeinn, a lo que Olen
respondió con un escueto: «más tiempo, más deuda». Sin
embargo, su relación había mejorado más allá de lo
económico. Reid en su mudo y rudo comportamiento era
incluso afectuoso. Y por otra parte, Olen, a pesar de hablar
por los codos y tener un humor tan ácido como la sangre de
un demonio, se preocupaba por ellas. Quizá a su manera, y
siempre con la mente puesta en la recompensa que le
esperaba cuando llevase a Róndeinn a la pupila de una
poderosa mujer noble, pero durante la última semana algo
había cambiado entre ellos.
—No soy una niña —añadió Kali y clavó sus ojos
incoloros en él.
—Desde luego no lo eres. —Apareció la voz de alguien en
el patio.
Olen, que tenía preparada una réplica, se mordió la
lengua y dio media vuelta hacia la entrada con los brazos en
jarras. Podía reconocer aquella voz fina y transparente,
escurridiza como la lengua de una serpiente.
Anair, el monje inquisidor, esperaba bajo el arco de
piedra con la acostumbrada sonrisa tibia. Su aspecto había
mejorado mucho desde que Kali lo encontrara en una cueva
junto con algunos clérigos renegados. El rostro había
recuperado el color, aunque una sombra gris todavía asomaba
bajo los ojos. Vestía una túnica blanca con las anchas mangas
carmesí de su cargo y, cuando caminaba, apoyaba el peso en
un bastón de madera. Junto a él esperaba Tasha el Rojo,
siempre fiel e inseparable a su nuevo maestro. Tras ellos, sin
97
atravesar el pórtico, seis monjes ataviados para la batalla con
pesadas armaduras cubiertas por la sobrevesta de la Orden.
—Me alegra ver que os recuperáis de vuestras heridas —
dijo el inquisidor—. No malgastáis vuestros días en Dromm.
Kali y sus amigos no dijeron nada. Reid desplegó su
enorme envergadura tras ellas y tomó aire por la nariz, sin
prisa, de forma pausada. El gigantón de Bront, cuando
hinchaba el pecho y abría la espalda, era como una montaña
que los acogía en su falda, varios palmos más alto que
cualquiera de los monjes de Dromm y con unos brazos como
columnas de piedra. Trisha pasó un brazo sobre los hombros
de Kali y mantuvo la mirada en el inquisidor y sus
acompañantes.
—¿Dónde os han instalado? —preguntó el clérigo.
—En las habitaciones que están sobre los establos, cerca
de la plaza con una fuente —respondió Olen con el rostro
contrito.
—Es un buen lugar —asintió, satisfecho—. Los hermanos
de Dromm son muy generosos. Hacedles saber cualquier cosa
que necesitéis y si está dentro de sus posibilidades lo harán.
—Gracias de nuevo —añadió Olen—. Si hay algo en lo
que podamos colaborar…
—Os enviaré uno de los administradores de Rókesby —
continuó Anair tras observar la amenazante postura del
gigante—, necesitaremos todos los hombres para la defensa de
la ciudad. El ejército a las puertas es numeroso y no tendrán
ninguna piedad si atraviesan la muralla.
—Esta no es nuestra guerra —dijo Trisha.
—Permite que te corrija. —Anair alzó un huesudo dedo—.
Creo que esta guerra es tan vuestra como mía. Simplemente
no habéis encontrado el lugar adecuado en que situaros. —El
monje avanzó un par de pasos y se detuvo al tiempo que
alzaba la vista hacia el cielo sobre sus cabezas. Las nubes
navegaban de norte a sur en un inexorable tránsito celeste—.
Se nota que no sois creyentes. La Palabra enseña que la
guerra es inevitable y cuando se presenta no se puede escapar
de ella. El que huye perece, tarde o temprano.
—Creía que el cobijo en esta ciudad no estaba
condicionado... —saltó Olen.
—No te equivoques —lo interrumpió Anair, cargando sus
palabras de severidad—. No estoy juzgando vuestras creencias
paganas ni el panteón que veneráis. Es asunto vuestro y,
como os dije, no hay Juicios de Fe en Dromm. Otros asuntos
turban mi tranquilidad.
—¿Qué asuntos? —preguntó Trisha.
Anair la observó un instante con las cejas prietas; en sus
ojos apareció un brillo de furia que se desvaneció en un gesto
amable.
—Miles de hombres reclaman esta fortaleza —explicó—.
98
Unos por derecho de conquista y otros para juzgar por herejía
a sus habitantes y regar de sangre el campo de Dios. ¿Te
parecen motivos leves aun para un hombre como yo,
acostumbrado a la batalla?
—Ya te he dicho que no es nuestra guerra —insistió ella.
—¡Y yo que te equivocas, Trisha! —alzó la voz el
inquisidor, se detuvo, tomó aire y miró su puño cerrado.
Después abrió la mano, lentamente, y continuó—. Traigo una
invitación. Un gesto. Mi mano está tendida a vuestra
participación. Dentro de dos días se celebrará una reunión del
Consejo de Dromm para tratar la situación en que se
encuentra el Lucero. Os recomiendo que acudáis, se está
hablando mucho de vosotras.
—¿Nosotras? —Apretó contra ella a Kali.
—¿Esperabas otra cosa después del numerito en la
barbacana? Los monjes también son hombres, al fin y al cabo,
tienen flaquezas y supersticiones —explicó Anair—. Se va a
juzgar esta ciudad por herejía. Quizá muchos piensen que un
intercambio...
—¡Tenemos la palabra de Rókesby! —exclamó Olen y
Reidhachadh eclipsó la sombra de su amigo, siempre a su
espalda.
—¡Tenéis la mía! —El sonido metálico de las armaduras
tras el inquisidor inundó el pequeño patio con su amenazante
eco y Anair hizo un gesto a los clérigos tras él. Después,
todavía con la mano en alto, tentando a la violenta tensión en
Olen y Reid, ladeó el gesto y continuó—. No vuelvas a
interrumpirme. Os comunico el sentir de muchos, no el mío.
Pero nada tiene que ver lo uno con lo otro. Mostráis una gran
desconfianza. No os culpo por ello. Aunque deberíais
comprender que la necesidad de defensa es común. Todos los
brazos son buenos en las almenas. ¡No te precipites,
mercenario! —sugirió Anair ante la réplica de Olen, pero sin
apartar la vista de Trisha—. Yo, aunque no lo creas, soy quien
va a protegeros. Deberías conocer a tus aliados.
—Lucharemos si nos dais armas además de vuestro
cobijo —concluyó Olen y Anair asintió satisfecho.
—No estaremos aquí mucho tiempo —intervino Trisha—.
Nuestro destino es el sur. En cuanto podamos...
—El tiempo no está de tu parte, Trisha —la atajó con su
voz fina y cadenciosa—. El asedio durará muchos meses. El
ejército de los Rjuvel apenas ha montado el campamento en el
llano y la Guardia Sagrada está con ellos. Temo que ya los
conocéis bien; fuisteis sus invitados en Villas del Monje. Antes
de que recrudezca el invierno tratarán de asaltar las murallas.
Pero si no lo consiguen, deberán esperar. —El inquisidor
acarició la yema de su pulgar con el índice y centró su
atención en Kali—. Vamos a compartir mucho tiempo juntos.
Aunque no me interesan tus argumentos, lo que deseo es
99
hablar con Kali en mis aposentos.
—¿Con... conmigo? —balbuceó Kali.
—Si quieres hablar puedes hacerlo. —Trisha levantó la
barbilla.
—Prefiero mantener una conversación privada —objetó
Anair.
—No hay secretos entre nosotras.
Anair rio rítmicamente y movió la cabeza a los lados.
—Crees que la proteges, pero en realidad la
menosprecias. —El inquisidor bajó la aterciopelada voz sin
despegar su vista de Kali—. No la trates como una niña.
Puede decidir por sí misma. Aunque no me importa si vienes
tú también, Trisha. —Un fugaz destello apareció en sus ojos y
desplegó una mano en el aire de forma despreocupada—. Os
espero mañana después del rezo matutino en los salones
junto al refectorio del templo.
Con esas palabras, sin dar espacio a una réplica, Anair
dio media vuelta y abandonó el patio seguido por el joven
Tasha y los imponentes monjes guerreros y su repicar
metálico. Un pesado silencio quedó tras él, tenso como la
cuerda de una cítara, cargado de veneno ponzoñoso que
regaba el remordimiento de los presentes.
—Pecosa —dijo Olen, preocupado y lleno de fastidio—,
más te vale tener un plan para salir de aquí con la paliducha,
porque ese tipo me da repelús y no creo que pretenda nada
bueno.
Reid se acercó hasta ellas y sacudió con delicadeza el
polvo de la capa de Kali.
—No hay ningún plan que no conozcas —masculló ella
con hastío.
—Pues eso no es bueno, ojitos verdes. De una manera u
otra tenemos que salir de aquí. No confío en los monjes y
menos cuando los ponen contra las cuerdas. Ya has oído lo
que ha dicho. Un intercambio. ¿Sabes lo que significa eso?
Nosotros a cambio de su pellejo.
—Los monjes no son malos... —apareció la voz de Kali
repentinamente, pero al captar la atención de todos bajó el
tono y miró al suelo—. Están perdidos y solos. Eso es todo.
Olen abrió los ojos en un irónico gesto de espanto.
—¡Eso es! —exclamó— ¡Pobres clérigos, no tienen a
nadie! ¿Será porque durante doscientos años se han dedicado
a matar a todo el mundo? Si hubieras salido de tu bonita
cabaña en Bruma habrías visto cómo tratan a los que son
como tú. No me digas que tengo que darle un abrazo y dormir
con ese inquisidor.
—Olen… —intervino Trisha.
—¡Corramos a las llamas que todo lo purifican y pidamos
el perdón del Dios de la guerra! —El mercenario dio saltitos
ridículos y agitó las manos sobre su cabeza.
100
—Ya es suficiente —insistió la mujer.
—¡Ese tipo tortura y asesina con el beneplácito del rey! —
exclamó él— ¡Y no voy a acabar mis días encerrado en un
sótano después de ver como os arrancan la piel y os sacrifican
sobre una pila de troncos! Escucha Kali, tú no sabes lo que
apesta una persona cuando la queman...
—¡Basta! —lo cortó Trisha y sus ojos, llenos de rabia, se
encontraron enfrentados—. Mañana nos reuniremos con el
inquisidor y veremos qué quiere de Kali. Por lo demás,
abandonaremos esta ciudad en cuanto podamos y viajaremos
al sur. Ese es el plan.
—Pues espero que sea pronto, pecosa —masculló Olen en
tono desafiante—. Porque este asedio va para largo.
Todavía estaban las palabras de Olen en el aire cuando
todas las campanas de Dromm comenzaron a repicar. El
agudo eco de la llamada invadió el patio y el cielo de la ciudad
de piedra.
—¿Qué diablos es eso? —preguntó Olen con las manos
en los oídos.
—El asalto… —sentenció el gigantón Reid con la vista
puesta en los invisibles sonidos de alarma. Su fuerte vozarrón,
tan aplastante como la fortaleza de sus músculos, no dejaba
lugar a réplica—. Ha empezado.

El tañido de las campanas recorría cada pasadizo,


puente, torre y calleja adoquinada en la columna de piedra
que era Dromm. La ciudad estaba siendo atacada. Muchos se
asomaban alarmados a los estrechos ventanales. Docenas de
soldados y monjes corrían en las inclinadas pasarelas. Lejos
de todo el barullo, en las más altas torres, casi ocultas por las
nubes, los pendones del Lucero ondeaban al viento.
Kali, Trisha, Olen y Reid ascendieron hasta un adarve en
la segunda muralla, un lugar espacioso muy por encima de la
barbacana de entrada a la primera muralla, pero desde el que
se podía observar la mayor parte del plano.
—¡Mirad! —exclamó Olen sobre las almenaras—. ¡Son
escalas de asalto!
Anair había errado en su predicción. No había tenido en
cuenta el fanatismo de la Guardia Sagrada. Mientras el
ejército de los Rjuvel levantaba un campamento en el llano,
un numeroso grupo de monjes cargaba hacia la puerta de
entrada con unas pocas escalas de madera. Sobre ellos llovían
dardos y flechas desde las torres que flanqueaban el portón.
Sin embargo, continuaban su rápido avance hasta la base de
la muralla.
—Están locos, morirán todos —murmuró Trisha.
—Quizá es lo que desean, bermeja —añadió Olen—, una
muerte rápida.
Algunas escalas llegaron a las zonas más bajas de la
101
primera muralla, en un ángulo de la barbacana. Los cánticos
de batalla de los clérigos se escuchaban por encima de las
llamadas a la defensa. Bajo una lluvia de piedras y flechas
unos cuantos comenzaron a trepar las escalas. Los dardos
rebotaban en sus armaduras. Los escudos formaban una piel
metálica que se agolpaba bajo cada escala y, cuando una era
derribada, otra se alzaba con el sonido de alabanzas y
oraciones exclamadas.
—Es un suicidio…
—No tan rápido... —apuntó Olen.
La guardia de Dromm corría de un lado a otro del adarve
mientras los monjes trepaban sin miedo hacia una muerte
segura. Las escalas eran derribadas y alzadas de nuevo.
Presos de un empeño ciego, los clérigos se abrían paso sobre
los cuerpos muertos o heridos, hincaban los escarpes de
hierro en la piedra y arañaban la roca con los guanteletes y
las púas y las coderas de su armadura. En una insana
desesperación, como si la vida les fuese en ello, la vida
verdadera, la que hay tras la muerte en el campo de batalla.
—¿Pero qué...? —Olen apenas daba crédito a lo que
estaba viendo—. Van a conseguirlo.
El primero de los clérigos asomó a la muralla con un gran
escudo cubierto de flechas. Los gritos eran ensordecedores a
su alrededor. Tras el visor del yelmo no había rostro, tan solo
la furia fanática y demoledora del guerrero sagrado. Una
barrera de soldados y milicianos trataron de detenerlo, pero
cuando el monje levantó su maza, un resplandor flamígero
estalló a su alrededor y todos se convirtieron en teas
aullantes. Los golpes a diestra y siniestra quebraron escudos
y armaduras, astillaron huesos y rompieron cráneos sin
compasión alguna. El pendón del águila bicéfala de la Guardia
Sagrada ondeaba en Dromm.
—No puede ser... —balbuceó Trisha—. Van a tomar la
muralla.
En un instante varios monjes se habían hecho con un
fragmento del adarve junto a la barbacana. La mayoría
estaban heridos, sangrantes, con la sobrevesta desgarrada y
la armadura abollada, pero a sus pies los cuerpos de los
defensores se amontonaban por decenas. La sangre cubrió la
roca de la muralla. Nadie detenía a los invasores que trepaban
por las escalas. Las armas aparecían entre la turba de
cuerpos heridos, refuerzos, soldados que trataban de huir y se
veían empujados sobre aquellos invasores que traían la
muerte con ellos; aparecían y caían sobre la carne,
derramando la vida, abriendo paso al terror.
Cuernos de batalla sonaron en el llano. Todo el ejército se
puso en movimiento, azuzado por la valentía suicida de unos
pocos.
—¡Allí! —señaló Kali la muralla.
102
Rókesby, seguido de los suyos, atravesaba las defensas
de Dromm para alcanzar a los invasores. Se abría paso a
empellones entre los milicianos que, aterrorizados, se
ocultaban tras las almenaras o caían desde la altura. La
mayoría de soldados se mantenían alejados de los monjes
asaltantes. Desde la distancia los arqueros lanzaban flechas
que se estrellaban contra los escudos y se desmenuzaban en
un resplandor. La Guardia Sagrada enseñaba los dientes y
afianzaba los pies en la piedra de Dromm en espera de la
lucha con sus hermanos repudiados. Máscaras doradas a
imagen y semejanza de un dios sin rostro, la rabia y el
fanatismo, el ensañamiento con que se asesina a aquellos que
compartieron la mesa y el vino, la fe y las plegarias.
Cuando Rókesby Tres Dedos y los suyos alcanzaron el
adarve no hubo un instante para la oración. Como una ola de
metal y furia divina los dos grupos se fundieron en una
amalgama de golpes y aullidos, armas que estallaban en una
cascada de luz, sonidos de muerte y metal quebrado. Pocos de
los presentes habían visto nunca en combate a los clérigos de
Vanaiar, el dios de la guerra. La mayoría de guardas de
Dromm permanecían encogidos, con el temor hincado hasta
los huesos y el nombre del dios único atravesado en el alma.
Kali descubrió a Lestick en la refriega. Cerca de él
también se encontraba Tull, con su demoledor aspecto de
ariete, y el joven Everard Bakster. Todos luchaban contra
hombres de su misma fe, antes prosélitos en los ritos
hieráticos y ahora enemigos en una lucha encarnizada. Todos
se acogían al mismo dios inmisericorde y cruel, pero solo unos
pocos podían vencer. La Guardia Sagrada se replegaba contra
la muralla y trataba de defender las pocas escalas que habían
conquistado la cima.
—¡Pierden terreno! —exclamó Olen, liberando su euforia
aliviada.
El cerco se estrechaba. Pronto quedaron unos pocos
asaltantes en pie, malheridos, agotados, incapaces de levantar
el acero aunque sin arrojarlo. La sangre corría entre los
cuerpos muertos y empapaba los muros de Dromm. No hubo
piedad para ellos porque tampoco la hubieran aceptado. La
muerte era el único final para un monje vencido. El último
clérigo cayó atravesado por los aceros de los monjes rebeldes
de Dromm y las escalas fueron derribadas antes de que las
avanzadas de los Rjuvel llegasen a plantearse el asalto.
Continuaba la lluvia de flechas sobre los guerreros que
regresaban en tromba hacia el campamento del llano. Rókesby
y los suyos, jadeantes, rodeados de cadáveres enemigos,
observaban la escena.
Gritos de júbilo sustituyeron a las campanas y los
cuernos de guerra. Había heridos que alzaban los brazos al
cielo y clamaban por un sanador. Los clérigos buscaban entre
103
sus hermanos y recogían las armas de los caídos, con una
plegaria entre la respiración todavía agitada. Kali vio cómo
Lestick secaba el sudor de su frente con la manga de la túnica
y miraba hacia el adarve superior donde se encontraban ellos.
El clérigo la miró un instante y levantó el brazo hacia ella.
Había estado tan distante desde que escaparon de Villas del
Monje que sintió un cosquilleo en el estómago seguido de un
mordisco. Se alegró de que estuviera bien, de que no hubiese
resultado herido en la refriega. Sonrió al tiempo que levantaba
la mano hacia el viejo clérigo, pero se detuvo al observar la
expresión de su rostro.
—¿Qué ocurre? —se preguntó Trisha con la vista puesta
en el lugar en que se luchaba hacía un instante—. ¿Por qué
miran todos hacia aquí?
Muchos monjes habían dado media vuelta y centraban su
atención en ellos. Incluso los arqueros abandonaron sus
posiciones para volverse hacia el adarve en que se
encontraban. Algunos levantaron el visor de sus yelmos, otros
señalaban con el brazo extendido.
—¿Qué...? —masculló la mujer, pero en ese momento vio
el asombro y el horror en los lejanos ojos de los hombres y la
sombra apareció sobre sus cabezas.
Trisha contuvo la respiración en un momento de hielo y
espanto mientras Olen mascullaba una maldición al llevarse
la mano al cinto y recordar que su viejo buen sable había sido
sustituido por un cuchillo de manufactura nórdica. Kali fue la
única que supo exactamente lo que estaba viendo, porque ya
la había visitado antes.
La criatura que la había perseguido en el bosque días
atrás había vuelto de sus pesadillas. Un hombre con enormes
alas de cuervo sobrevolaba la ciudadela de Dromm, directo
hacia ellos.
«No es real —pensó—. No es más que mi imaginación.»
Pero podía escuchar el golpear sus alas en el aire y el
castañeo de los dientes afilados en una mandíbula
desproporcionada. Los ojos nacarinos y bulbosos estaban fijos
en ella, aunque esta vez no estaba solo. Con sus fuertes y
pálidos brazos cargaba una criatura si cabe más
espeluznante. Kali se estremeció al comprender la verdad y
observar la ávida sonrisa de aquel nuevo monstruo que se
lanzaba al ataque entre los ecos de su gañido córvido.
Un fuerte aleteo sobre sus cabezas les hizo protegerse de
forma instintiva. Con una pirueta, el hombre alado remontó el
vuelo después de arrojar a su oscuro pasajero en el adarve.
La criatura rodó por el suelo como un vendaval, directo
hacia Kali, pero la muchacha ya no estaba allí. El gigante
Reidhachadh la había rodeado con sus brazos y puesto a salvo
de un largo brinco. Al darse cuenta de su error la criatura
bufó de forma felina. Olen y Trisha observaron al monstruo,
104
sorprendidos y asqueados. Era, lejanamente, un hombre
jorobado de musculosas ancas de rana y los brazos delgados y
cortos, casi inservibles. Su cara recordaba la de una serpiente
con los ojos oscuros y acuosos y una lengua gruesa que
asomaba a los incoloros labios.
Olen desenfundó el cuchillo pero no pudo hacer mucho
más. El jorobado de aspecto anfibio saltó ágilmente y lanzó
una patada a cada lado, derribando a Olen contra la baranda,
y Trisha, doblegada sobre su estómago. Después, dio media
vuelta y descubrió a Kali entre los brazos de Reid. La
muchacha estaba paralizada, con sus grandes ojos velados
por el terror y los labios descolgados. Venían por ella. Podía
verlo en el ansia hambrienta que movía su propósito. ¿Por qué
la buscaban, por qué la perseguían? Quizá fuera su justo
castigo, la única manera de que pagase por todo el mal que
había hecho.
El gigante se interpuso entre Kali y la criatura. Desplegó
su tamaño y cerró los puños lentamente, como dos bloques de
granito. Sin embargo, su oponente bufó de nuevo y pasó la
lengua sobre los labios. Rápido como un relámpago, el
jorobado saltó a un lado, se impulsó con ambas piernas en
una pared y cayó sobre Reid. El hombre de Bront lanzó
puñetazos a un lado y otro, pero la criatura esquivaba
cualquier embiste con una rapidez asombrosa. Rodó por el
suelo y golpeó con ambos pies a Reid en el hercúleo pecho. No
era suficiente para derrumbar al gigante, pero sí le hizo
tambalearse y dar un paso atrás.
Kali corrió en perpendicular. Hubiera escapado a
cualquier lugar, lejos de ella misma, a pesar de saber que era
imposible cambiar las cosas, abandonar su propia vida,
esfumarse y olvidarlo todo. Al fin y al cabo, ella era un
monstruo más, como aquellos engendros deformes, horribles,
grotescos. La mirada camaleónica del jorobado la persiguió
pero Kali no fue demasiado lejos. Sus pies resbalaron en la
piedra cuando, frente a ella, sobre una de las almenas del
adarve, apareció el hombre de alas de cuervo. Con una mano
tomaba la larga cadena a su cuello y sonreía, lleno de atroz
ironía, al tiempo que la contemplaba con sus ojos de piedra
pulida.
Reid lanzó ambos puños en un amplio barrido, pero el
jorobado ya había desaparecido cuando él golpeó el suelo.
Miró a todas partes. Kali estaba arrinconada contra la
baranda de piedra; rodeada por los corruptos seres que se
echaban encima.
—¡No tan deprisa, sapo sarnoso! —exclamó Olen antes de
cargar contra el jorobado y lanzarlo directo al muro de piedra.
El buscavidas recuperó la postura frente a Kali,
esgrimiendo su sonrisa perlada, y se preparaba para decir
algo cuando en un restallido metálico, la cadena se enroscó en
105
su cuello. En ese momento todo se detuvo para Kali, como si
fuera un sueño frente a sus ojos, un reflejo imposible de
alcanzar.
El hombre alado levantó el vuelo y arrastró tras él a Olen
que intentaba separar los eslabones oxidados de su cuello.
Reid saltó para salvar a su amigo, pero en su asfixia los pies
de Olen se convulsionaban de un lado a otro y en un instante
estaba fuera de su alcance. El gigantón, que apenas
pronunciaba palabra, emitió un rabioso aullido hacia la
criatura que se había elevado sobre su cabeza. Sus ojos
estaban fuera de sí. Levantaba los puños como una amenaza
cargada de impotencia y gruñía casi de forma animal. Olen se
asfixiaba por momentos y su rostro se volvió un abotargado
saco violáceo.
De repente, la cadena se partió. Un objeto casi invisible
fue lanzado a toda velocidad, con tal precisión que separó los
eslabones. Olen cayó en los brazos de Reid y la criatura
voladora, detenida en su aleteo, buscó la procedencia de aquel
inoportuno intruso.
—No la toques, pajarraco —dijo Trisha, con los dientes
prietos.
La capa de la mujer se agitaba cargada de electricidad
estática y a su lado, una docena de guijarros y cascotes
arrancados de la argamasa de las almenas levitaban listos
para ser usados como proyectiles. Tenía el pelo alborotado,
lleno de ondas y curvas flamígeras, y una mano extendida
frente a ella, tal que un titiritero controla su invisible creación.
El rabioso aleteo de la criatura resultó ensordecedor. El
gesto ceñudo afeó su deforme rostro, y recogió la cadena en
torno al puño. Después pasó la oscura lengua entre los
afilados dientes y gruñó. La mirada de Trisha se afiló y al
instante los guijarros salieron disparados hacia su adversario
volador, convertidos en una sombra veloz. Expuesto a la lluvia
de piedra, la criatura se cubrió con los brazos, las alas se
encogieron y saltaron plumas que cayeron como hojas en
otoño. Convertido en una maraña de reseca piel grisácea y
plumas negras, la criatura cayó sobre el adarve.
El jorobado aprovechó el momento de confusión y saltó
sobre Kali que gritó y se cubrió el rostro con las manos. De
repente, sin pretenderlo, una esfera brillante explosionó frente
a ella y barrió la almenara con una inusitada fuerza etérea.
Todos fueron derribados y arrastrados varios pasos sobre el
suelo de piedra. Reid protegía a Olen, inconsciente, con su
cuerpo, mientras Trisha sacudía la cabeza, tratando de
despejarse.
—¡Kali! —gritó cuando vio que las criaturas se
incorporaban para pasar de nuevo al ataque.
En ese momento, atravesando la portezuela de acceso,
varios monjes encabezados por Lestick irrumpieron como un
106
vendaval. La criatura desplegó las alas y se elevó sobre las
cabezas de todos pero, en esta ocasión, varias flechas
disparadas desde las torres cercanas silbaron a su alrededor.
El jorobado dio un brinco con sus potentes piernas y se
impulsó hasta la pared más cercana. Algunos clérigos
guerreros cortaron el aire con sus armas o golpearon la piedra
en la trayectoria del jorobado. Corrió sobre la roca como si
fuese una escalera y se colocó en el dintel de una ventana.
Varias flechas se estrellaron a su alrededor. Su hermano
alado se había alejado lo suficiente y, como un buitre al
acecho, volaba en círculos sobre Kali y sus amigos.
Todos gritaban y daban órdenes, al tiempo que señalaban
la deforme figura del jorobado, y la seguían con los brazos
extendidos, apuntando cada salto, cada carrera sobre
pasarelas y contrafuertes. En un instante el jorobado había
ascendido a la lejanía de los altos tejados y palacios excavados
en la roca, convertido en una de las gárgolas de piedra que
adornaban muchas de aquellas construcciones. Cuando
parecía haber desaparecido y todos contenían el aliento con la
mirada perdida en la ciudad de roca, el jorobado saltó al vacío
y, tras un instante, su hermano alado lo tomó en brazos. Un
pesado silencio conquistó el temor y la expectación de todos
los presentes. Los arqueros, clérigos, ciudadanos y milicia de
Dromm miraron a lo alto, hasta que las alas negras
desaparecieron en las lejanas cumbres montañosas en torno a
la ciudad.
Kali contuvo el aliento y se mordió los labios. Todavía
podía sentir el fétido gruñir del jorobado y sus pequeñas
manos tratando de agarrarla mientras el hombre alado se
preparaba para arrastrarla lejos de aquella ciudad. ¿De dónde
habían venido? Sus ojos, lejanamente humanos, la habían
interrogado con avidez, como si llevaran años esperándola y
su misma existencia dependiese de ella. Su padre solía decir,
cuando se emborrachaba, que un diablo había nacido en
lugar de la hija que esperaba. Quizá esos mismos demonios
habían vuelto por ella, para devolverla al lugar al que
pertenecía.
El corazón se le encogió cuando miró a su alrededor. Una
sombra se había extendido como un manto de negrura. Los
monjes, los ciudadanos, Lestick, Tull, Suave, todos clavaban
en ella una siniestra mirada. Se había convertido en centro de
todos los temores, sospechas y supersticiones. Reid y Olen la
interrogaban con el cejo prieto, como si no pudieran
reconocerla. Incluso Trisha se mantenía a distancia,
extenuada y abatida, tras el invisible muro formado por el
silencio.
Había vuelto, la velada y muda acusación de Jared. Y
Kali se supo culpable, como siempre lo había sido. Culpable
de ser lo que era, de acercar la muerte y el dolor a todos los
107
que la rodeaban. Se sintió derramar como un manantial; un
arroyo turbio que traía al mundo agua envenenada.

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CAPÍTULO 9

Browen esperaba en pie desde hacía un interminable


momento. Todavía se escuchaban tras él los pasos del
sirviente que le había conducido hasta presencia del duque de
Bremmaner, Rolf Lorean. Sin embargo, tras ser presentado, el
duque permanecía cerca de una vidriera, con la luz
protegiéndolo como una armadura divina y la vista perdida en
algún otro lugar y momento. Browen recordó los días de
espera hasta ser recibido por su anfitrión, la ofensa que
suponía hacerlo esperar, a él, el hijo del rey Abbathorn Levvo,
y tragó la bilis dejada por el orgullo, obligado por la
costumbre. La puerta resonó en toda la estancia cuando el
sirviente los dejó solos y el duque bajó el rostro al suelo y
respiró, como si se convenciera a sí mismo de aquello que solo
él podía ver en la mortecina luz de la tarde.
—Querido Browen —salió de su ensoñación y abrió los
brazos frente a él—, eres bienvenido bajo mi techo.
Browen se acercó, mostrando una sonrisa torcida. Fue
un abrazo rígido y lejano, en que sus pechos apenas se
tocaron lo suficiente como para sentir el calor del otro. Sin
embargo, cuando se separaron, los ojos del duque, rodeados
de arrugas sobre la piel oscurecida por el poco dormir,
estaban cargados de aprecio. O, por lo menos, algo que
Browen identificó como tal y que relajó la rigidez de sus
músculos.
—Un príncipe misinio en esta sala —dijo el duque al
tiempo que asentía con solemnidad—. Han pasado trescientos
años desde la última vez que uno de vuestra sangre cruzó esa
puerta. Y por todos los dioses que tuvo que vencer la
oposición de muchos hombres para lograrlo. —El duque
desvió un instante la mirada y dejó de asentir. Tras un
pestañeo, apretó los labios y golpeó en el hombro a Browen—.
En está ocasión es mucho más grata vuestra presencia.
—La gratitud es mía ante vuestras atenciones. Vengo
como embajador de mi padre, en cumplimiento de su
promesa.
El duque Rolf alzó las cejas y dio un pequeño respingo,
tras lo que, con actitud sorprendida tendió una mano hacia el
príncipe.
—Pues os saludo como embajador, pero te trato como a
un yerno —concluyó con el apretón de manos.
Los ojos del duque eran grises, jaspeados de negro, como
la piedra sobre la que se asentaba su castillo. Bajo las
pobladas cejas se encendían como teas de astuta
determinación que lo herían con su arrogante cercanía.
—Quiero pedirte disculpas por la espera —dijo el duque,
109
retrocediendo hasta la mesa y tomando una copa—. No suelo
retrasar los encuentros de estado, pero los asuntos de la
guerra me han impedido recibirte de manera más oportuna.
—No hay lugar —concedió Browen—. La hospitalidad de
los vuestros ha sido cálida y acogedora.
El duque Rolf levantó la mirada mientras servía vino de
una damajuana. Se le veía desenvuelto con la tarea, poco
necesitado de la ayuda de sirvientes y criados.
Browen tragó saliva y cerró el puño con fuerza a su
espalda.
«He pasado tres días atendido por su protegida. No debí
decir eso», pensó.
—Se requiere mi vuelta al ejército cuanto antes —
continuó el joven misinio tras un carraspeo—, las
responsabilidades del mando me llaman.
—Han llegado noticias de que la ciudad de plata ha sido
asediada. —Le tendió una de las copas—. Los asaltos son
batallas que se luchan despacio, con la paciencia. Unos días
no son nada para la guerra que os lleváis entre manos.
—El invierno apremia...
—Tampoco lo detendrá tu presencia en el frente —
contravino el duque—. Quiero que disfrutéis de vuestra
estancia aquí. Aunque sé que no te has retrasado en tal
menester.
—Yo... —titubeó el príncipe a lo que Rolf amagó una risa
y llevó la copa a los labios.
—No te sientas avergonzado por gozar de su lecho —dijo
el duque tras paladear el tibio caldo—. Los de Bremmaner no
ocultan sus sentimientos y pasiones. Podéis retozar cuanto
queráis hasta que llegue el matrimonio. Es momento para ello,
ya llegará la hora en que la pasión se sustituya por una
acomodada monotonía. Además, Leana es una sacerdotisa de
Keira, toma aquello que desea, cuando lo desea. No podría
evitarlo ni con una docena de guardias. Los misinios no estáis
acostumbrados a la libertad. Sois más... moralistas.
—Hay tradiciones rígidas que deben ser respetadas, mi
duque —dijo Browen—. Pero eso no quiere decir que no
amemos la libertad, mi señor.
—Tengo mi opinión al respecto.
—Todo el mundo tiene una.
—Así pues, es bueno recordar que la opinión no
constituye la verdad, querido Browen —añadió el duque con
un aire pomposo.
—Ayuda a vislumbrarla.
—O aleja de su esencia —concluyó el duque.
—Si es que existe. Me temo que la verdad es una
alucinación de los hombres desesperados. —Guiñó un ojo,
malicioso, tal y como había visto hacer a su madre en
multitud de ocasiones—. Siempre en el horizonte, en cuanto
110
uno se acerca a ella, sediento de su elixir… Se desvanece.
El duque bebió un breve sorbo, apenas mojó sus labios,
tensos y contritos.
—No quiero discutir contigo conceptos tan elevados —
desdeñó—. Hay asuntos que requieren nuestra atención.
Además de tu próxima boda con mi pupila. —Dio media vuelta
y señaló una butaca a un lado—. Toma asiento.
—No estoy cansado —replicó Browen.
Rolf Lorean se volvió y le dirigió una mirada llena de
dureza con un fondo empañado de ofensa. Ladeó el rostro
ligeramente y, al tiempo, una mueca llena de extrañeza y
helada sagacidad. Acercó la copa a los labios, pero no bebió.
—Demasiada violencia en tus palabras —dijo—. Podrías
ofenderme.
—Me disculpo. —Se inclinó apenas—. No es mi propósito.
—Pues relájate, joven león. —Volvió hasta él y lo tomó por
el brazo de forma cordial—. Estás invitado en mi casa. Nada
va a pasarte. Confía en las alianzas que sellamos entre
nuestros nombres y haz honor a tu Casa.
—No es por alarmaos —explicó Browen—, pero hay
muchos que ven mi presencia aquí como una amenaza y eso
resulta, cuanto menos, incómodo.
—¿Es por Kruger? —preguntó el duque antes de sonreír
— Ambos sois jóvenes y os dejáis llevar por la pasión propia
de la edad temprana. Demasiado coraje. Con el tiempo se
convertirá en templanza, en el mejor de los casos. El ímpetu
lleva a la precipitación y, en la política, si no se medita cada
decisión, se pasa a la historia como una referencia en las
crónicas de los eruditos. Tenéis mi palabra de que nada puede
pasaros mientras estéis en mi ciudad.
—Vuestra palabra me basta —afirmó, pero su tono
condescendiente le sonó demasiado falso.
—Además —continuó el duque, levantando un hombro—,
Kruger es el jefe de mi guardia. Lo tengo en gran estima. Es el
primogénito de mi hermana menor. Un buen guerrero, leal,
fuerte, valiente. Un hombre que vale la pena tener de tu lado.
Pero nada más; está predestinado a ser lo que es. Tú eres
Browen Levvo, el león, serás rey misinio, emperador del norte,
incluida esta ciudad. No debes prestarle más atención de la
que merece.
—Digamos que se esfuerza por captar mi atención.
—Ya te he dicho que no debes preocuparte por él.
—No es solo él la fuente de mi... inquietud.
—¿Temes por tu vida? —Bebió de la copa con una
divertida extrañeza—. ¿En mi casa?
—Es difícil controlar una ciudad entera y hay muchos
cuchillos esperando que un misinio cruce el portón.
Tras sus palabras hubo un silencio espeso, como si
hubiese enterrado en arena la cortesía de su anfitrión. Rolf
111
Lorean dio un par de pasos a un lado, sin quitarle el ojo de
encima. Ocultaba bien sus sentimientos, y Browen apenas
podía adivinar si había agravio tras la máscara, desconfianza
o la misma precaución que sentía él hacia aquel hombre que
lo cobijaba entre miles de sus peores enemigos.
—Tras esta reunión haré pública tu partida de
Bremmaner —dijo el duque, se acarició las mejillas y continuó
—. Haré saber a todos que has retomado tus obligaciones y
partido hacia Akkajauré. Tú y tus hombres permaneced
ocultos en vuestras habitaciones hasta que llegue el momento
de la verdadera partida...
—No falta mucho para ese momento.
El duque torció el gesto, dio una palmada en su hombro
y tomó asiento, con una pierna cruzada sobre la otra, aunque
en esta ocasión no invitó a sentarse a Browen.
—Hay un rollo de papel sobre la mesa —dijo el duque,
levantando la barbilla e ignorando las últimas palabras de
Browen—. Me gustaría que le echases un vistazo.
Browen se acercó hasta el cilindro de papel. Enrollado
sobre un eje de madera con tapas a los lados y un sello
metálico con el rombo sagrado de la Orden de Vanaiar
pendiente de un cordón carmesí. Lo desplegó y observó la
fuerte caligrafía de un copista, un monje, en viejo misinio.
—Es el indulto —anunció el duque con satisfacción—. El
Gran Padre Ezra ha concedido el indulto a esta urbe y a mi
familia. Tantos años de guerras, tanto odio y muerte, para
llegar a ese trozo de papel garabateado. —Browen terminó de
leer la misiva del nuevo padre espiritual de los monjes
guerreros y levantó la vista—. Siglos de persecución, de
encierro tras estos muros, de plegarias a nuestros dioses para
que se llevasen de una vez a tanto clérigo fanático... —El
duque sonrió levemente, cargado de ironía—. Para terminar
así... por su propia maldad. ¿Sabes por qué hago esto, joven
Browen? —Esperó un instante y se incorporó, apoyando un
codo en el muslo y apuntándole con el dedo—. Por la paz. Por
conseguir aquello que no hemos tenido en siglos. Esa es mi
meta. Y mi condición se ha cumplido. El peor de todos ellos
está muerto y su Orden desprestigiada y débil. Nunca se
recuperará de este golpe.
Browen enrolló el mensaje de Ezra, lo devolvió a la mesa
y se percató de su abandono, a pesar de la importancia del
mensaje, como un ignorado desplante al orgullo de los de
Bremmaner.
—Ojvind ha muerto —continuó el duque lleno de dulce
amargura—. Se están matando entre ellos. Nosotros los
ayudaremos gustosamente, llevamos muchos años esperando
este momento. —Apartó la mirada y repitió casi en un susurro
—: Se están matando los unos a los otros. ¿Y por qué? Por
conseguir el mejor lugar junto a tu padre. Por continuar
112
oprimiendo al pueblo y llenar las arcas de oro y piedras
preciosas. El oro de aquellos que los ofenden con su poder, no
con la fe. ¿Es este el dios que se merecen los reinos del norte?
—Eso no lo eligen los hombres.
El duque se incorporó un poco en su asiento y bajó los
ojos.
—¿Eres creyente?
—¿En el dios único, Vanaiar? —Browen se encogió de
hombros—. Cómo no serlo.
—Está bien que los hombres tengan un dios —dijo el
duque Rolf—, o muchos. Nunca me ha importado demasiado a
quién se acoge uno por las noches. Pero, por todos los dioses
viejos y olvidados, que había esperado este momento desde
que tuve conciencia de mi ser. Si alguien merecía morir era
ese jorobado con mitra de Ojvind. Aunque jamás hubiera
creído que la venganza y la paz vendrían cogidos de la mano.
—Todavía queda mucho para la paz.
—Algún día, Browen —asintió con satisfacción—. Si todo
esto tiene algún sentido es la paz futura. Algo que mis
antepasados no podían ni soñar y que yo veo crecer en mi
propia casa… Leana y tú.
Browen se humedeció los labios y guardó silencio con la
mandíbula tensa.
—He enviado embajadores a tu padre con mis propuestas
para la boda —explicó el duque—. La boda será la próxima
primavera.
—No tengo ningún inconveniente, excepto… —objetó
Browen—. Que quizá la guerra todavía esté en marcha.
—Servirá de descanso a los guerreros.
El joven príncipe asintió y bebió un pequeño sorbo de
vino.
—También quiero que se celebre aquí. En Bremmaner —
añadió el duque.
Browen bajó la mirada al caldo carmesí de su copa y
observó una gota resbalar por el pulido metal del interior.
—¿Sabéis que no sé lo que significa eso? —masculló sin
levantar la vista—. Si la ciudad de plata resiste el invierno, la
guerra continuará durante la primavera. Los guerreros
pueden descansar, como decís, pero mi padre todavía no
habrá sido nombrado emperador.
—No veo el problema.
—El casamiento debe celebrarse, solo tras la coronación
de mi padre y el fin de la guerra.
—Es mi intención que se celebre lo antes posible.
—Lo antes posible será después de que mi padre sea
emperador.
El duque arqueó la espalda y se incorporó un poco en su
asiento.
—Escucha, Browen —dijo, presa de una voz nueva, un
113
tono que no había utilizado todavía—. No soy un hombre de
los que gustan ser derrotado para compadecerse después
entre lloros y rezos. Soy un gobernante justo y exigente a
partes iguales. Buen diplomático. Inteligente a la hora de
cerrar un trato de futuro, y eso es lo que he hecho, asegurar el
futuro. He impuesto pocas condiciones a los designios de tu
padre. Sí, lo sé, pero déjame acabar… —saltó al observar la
réplica detenida en los labios de Browen—. Mi posición no era
ventajosa; después de treinta años de guerra es el mejor de los
tratos. La única salida para los míos, la más digna y
provechosa. Eso no lo niego. Pero, a pesar de todo ello, deseo
que la boda se realice en primavera y, con todos mis respetos,
no me importa si tu padre es emperador del norte o de Oriente
entero.
Browen apuró su copa y la dejó sobre la mesa. Después
asintió y se volvió hacia su interlocutor.
—Al fin y al cabo —dijo tras un suspiro amable—, la
unión llegará de todas formas. ¿Por qué tanta prisa? ¿Teméis
que mi destino sea encontrarme con un virote como le pasó a
Khymir? La política puede esperar.
—¿Esperar a qué? —El duque dio una palmada, se puso
en pie y bajó la voz—. Es una buena cosa este matrimonio,
Browen. Sé que tu amor por Leana es verdadero. En vosotros
depositaré toda mi confianza. Mis esperanzas para el futuro
de este pueblo.
Sus palabras se quedaron pendientes en el aire,
reverberando en el oído de Browen. Este, levantó una ceja e
interrogó por un instante al duque. Recordó la próxima boda
de su hermana Anja, precipitada como un pago a Kalaris por
su respaldo a la sangre Levvo. La política llega al lecho de los
nobles, nace con ellos, muere con ellos. Sin embargo el duque
sabía del amor de Browen por Leana, lo insinuaba con la boca
llena, alardeando de aquel secreto a voces, tal que una
amenaza invisible que asfixiaba el corazón del príncipe
misinio. Algo que Browen había pretendido mantener tan
separado como el agua y el aceite.
—No hay secretos para mí en esta casa, mi querido
príncipe Levvo —murmuró, finalmente.
«Está jugando conmigo —pensó Browen—. Deposita su
confianza en mí como el que desvela sus cartas seguro de
ganar la mano. Coloca todo el peso a un lado de la balanza
con la intención de que pronuncie mi compromiso. Es ladino
este duque. Realmente pretende ser mi familiar, volverse mi
nuevo padre. Sabe utilizar la retórica, pero a pesar de ello no
hay confianza en sus palabras. Tampoco en las mías.»
—No es ningún secreto que amo a vuestra pupila —
explicó Browen—. Aunque lo he ocultado fuera de estos
muros, a oídos extraños y bocas maliciosas. La convertiré en
emperatriz y dueña de los reinos del norte. Pero antes pondré
114
fin a esta guerra y, quizá, con el tiempo, vuestro sueño se
haga realidad y los vástagos de una Hornavan sean los
herederos de todo.
El duque Rolf apoyó las manos en su cintura y consintió
sin mostrar afectación.
—Con todos mis respetos, mi duque, no voy a casarme
antes de que el rey, mi padre, sea nombrado emperador. —
Browen caminó de forma descuidada a un lado—. Eso
supondría un duro golpe a la estabilidad política de Misinia.
—Sobrevaloras la posibilidad de tal consecuencia.
—Y vos, mi duque, la menospreciáis o, por lo menos, así
lo pretendéis. —Browen agitó la copa frente a él y agachó el
mentón—. Muchos pedirían la abdicación del rey en mi favor
tras la boda con vuestra pupila, especialmente los caballeros a
vuestro servicio, quizá los Rjuvel y sus aliados de Entreríos, y
el nuevo gobernante de Aukana, Kregar Kikkuril. Nada de este
mundo podrá hacer que mi boda con Leana se adelante, de la
misma forma que nada podrá retenerme en vuestra ciudad si
deseo marchar. Seré fiel a mi padre —concluyó con el gesto
acerado—, por sobre todas las cosas.
El duque lo observó mientras acariciaba su barba con los
dedos de forma descuidada. Sin embargo, su mirada era un
filo cortante, peligroso en su estático desafío. Había permitido
que Browen se sintiera cómodo durante días, lo había
colmado de lujos y placeres, incluso le había entregado a su
protegida y ahijada, pero el león misinio no se ablandaba, y
continuaba en guardia, siempre con las garras dispuestas.
—Tu rey estará orgulloso de ti —dijo, pronunciando cada
sílaba—. Eres un buen embajador y un auténtico príncipe.
Espero que sepas reinar de la misma forma. En mí tendrás un
aliado, Browen Levvo.
El duque sonrió levemente, con un mohín cansado
aunque astuto.
—Vamos a ser familia, mi duque —añadió Browen con un
guiño.
El duque Rolf rio de forma mecánica, le tomó por un
brazo y caminaron hacia la puerta de la estancia. Su mano
era grande y fuerte, y lo cogió de forma amistosa aunque
autoritaria.
—Mi buen amigo —explicó, caminando a su lado—,
comprendo que deseas abandonar mi ciudad; que no estás
cómodo con la actitud de mi sobrino y algunos de los suyos.
—Levantó un dedo ante la réplica del príncipe y continuó—.
Pasa algún día más oculto en tus aposentos, descansa y
duerme bien. Sé que tienes obligaciones al frente del ejército
de tu padre y que hay un asedio que necesita tu espada.
Pero...
—Sabía que habría un pero —rio Browen.
—Siempre lo hay —añadió—. Esta mañana ha surgido un
115
inconveniente y me gustaría volver la adversidad en ventaja
con tu ayuda.
—Podéis pedirme lo que deseéis y lo haré gustosamente
—asintió él—. Siempre que esté en mi mano.
—En realidad el favor será mutuo. Yo requiero tu
presencia y tú la lealtad de los míos. Cómo sabes, los ejércitos
de Bremmaner debían despejar la orilla del Kunai de aukanos
y dejar vía libre a los ejércitos de tu padre y a los clérigos de
Vanaiar camino de Rajvik.
Browen asintió con el cejo prieto y una arruga en los
labios.
—Muchos hombres dudan todavía de este pacto. Aquí, en
los salones, tú y yo nos damos la mano, estrechamos nuestros
lazos y hacemos uno nuestro destino con la unión de tu
sangre y la antigua estirpe de los Hornavan. Sin embargo, los
guerreros no ven tal unión. Los hombres que luchan para
unificar los reinos del norte no tienen mejor amigo que aquel
que lucha a su lado, mejor capitán que el que les arenga y
esquiva las flechas durante la batalla. Las mismas flechas que
se lanzan contra aquellos que lo sirven. Tenemos un acuerdo,
pero el pueblo necesita hechos.
—No sé lo que queréis de mí —replicó el príncipe misinio
—, pero me temo que será un imposible.
—En absoluto. —El duque puso una mano sobre el pecho
de Browen y continuó a modo de confidencia—. A un día de
marcha está la villa de Gutkho, guardada por Orren Dully, un
viejo señor menor que rinde lealtad a Ejwan Dwort, dueño de
Porkala. Su fortaleza todavía resiste el envite de los hombres
de Dosorillas que tratan de abrirse paso hacia el norte. Pero...
—De nuevo —repitió Browen al sentir las intenciones del
duque sobre él.
—No habrá ningún asalto si puedo evitarlo. El viejo Dully
ha anunciado que solo se rendirá al hijo de Abbathorn Levvo.
—¿Cómo sabéis eso?
—Los rumores corren en tiempos de guerra —dijo el
duque y ladeó el rostro.
—Hubiese recibido un mensaje con tal propósito.
—La Guardia Sagrada está con los Rjuvel en Gutkho. ¿De
veras crees que prefieren una rendición honorable a un
asalto? Han retenido toda información sobre Gutkho. Saben
que estás cerca y se encuentran sedientos de sangre. Sin
embargo, yo te propongo un breve acto que nos beneficiará a
ambos. Ve a Gutkho y comanda mis tropas, el viejo Dully se
rendirá al león misinio y mis lanceros podrán verte como su
comandante. Evitarás una matanza y yo contrariaré a los
monjes una vez más. Te entregaré mi sello personal y poderes
especiales. Después puedes marchar con los tuyos, reunirte
para asediar Akkajauré y regresar para la coronación de
Abbathorn Levvo y tu boda con Leana. Debes convertirte en
116
capitán de aquellos en quienes desconfías. Debes darles la
espalda para ganártelos.
Browen paladeó las palabras del duque y bajó la mirada
al tiempo que cavilaba su proposición.
—Vamos a ser familia, Browen —añadió el duque con
una fría sonrisa.

Horas después, el príncipe continuaba escuchando la voz del


duque, con un pie en el asiento de una silla de su habitación y
la barbilla sobre el puño. Gavein daba vueltas alrededor de su
amo y señor con aspecto flemático, refunfuñando y golpeando
el aire con puños y pies.
—¡Es absurdo! —exclamó el mercenario tras una sarta de
insultos—. Acompañar a zona desconocida a un centenar de
lanceros. Prefiero cortarme la garganta yo mismo que dejarme
matar de esa forma.
—No te precipites, esa es una decisión de la que no hay
vuelta atrás —contravino el príncipe sin dirigirle una mirada.
—¡Es una trampa! —exclamó—. El duque te está
utilizando.
—¿Para qué?
—Para su enfrentamiento con los monjes y los de
Dosorillas —continuó Gavein—. Si los de la Guardia Sagrada
quieren arrasar esa villa, que lo hagan. ¿Cuál es el problema?
Confías más en él que en nuestros aliados.
—No confío en él más que en los Rjuvel. Tiene lógica que
los monjes deseen arrasar la fortaleza de los Dully, pero hay
que respetar los códigos y ese hombre pidió rendirse ante mí.
No deberían haberlo mantenido en secreto. Han sido ellos
mismos los que han favorecido el desplante del duque. Y este
lleva mucha razón al pensar que los bremmenses deben
comenzar a verme como su líder.
—Es una trampa —insistió—. Nos pasarán a cuchillo en
cuanto estemos lejos de esta ciudad y acabaremos flotando en
el Kunai.
—Vas demasiado lejos.
—Tú mismo lo has dicho —Gavein levantó las manos—,
no hay confianza entre vosotros. ¿Por qué quieres hacer creer
que así es?
—No lo pretendo. —Browen se irguió con los brazos
cruzados frente al pecho y una mueca meditabunda—. Pero
hay algo de cierto en sus palabras. Ese hombre odia,
realmente, a los monjes de Vanaiar. Desea dar al traste con
todas sus ambiciones. Si tengo que ganarme a su gente debo
ponerme al frente de sus armas. Algún día gobernaré esta
ciudad y no quiero hacerlo con un ejército a las puertas.
Mucho ha tardado la paz y muy pronto podría romperse la
calma y volver Bremmaner a la rebeldía. No voy a consentir
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que eso ocurra sin haberlo intentado siquiera.
—Eso es un cuento, una milonga para tenerte justo
donde ellos quieren.
—Fuimos nosotros los que les forzamos a claudicar —
continuó Browen—. Hay que saber dar también alguna
satisfacción a los vencidos. Ese fue el error de los reyes
misinios con Bremmaner. Demasiado rencor ha producido
una guerra sin otro final que el exterminio.
Gavein caminó hasta él y lo miró con ojos suplicantes.
—Mi señor —dijo—, deja de la política para cuando seas
rey. Rendir una fortaleza con el apoyo de los lanceros se
entenderá como un agravio a ojos de los de Dosorillas. Si la
Guardia Sagrada quiere quemar Gutkho hasta los cimientos,
dejemos que así sea. ¿Qué nos importa a quién condenen a la
hoguera? Es la deuda de los clérigos con su dios. No nos
interpongamos. La misión para tu padre terminó hace tiempo.
Despídete de tu amante y salgamos hacia Akkajauré con los
nuestros. Que le jodan al duque y su mano tendida. —Cerró el
puño al darse cuenta de su brusquedad y bajó la voz—. Es
una trampa. No volveremos vivos de Gutkho.
—¿Con qué propósito? —Browen se enfrentó a él. Tenía el
rostro cargado de rabia repentina.
—¿Mi señor?
—¿Con qué propósito me asesinaría el duque? —repitió al
tiempo que clavaba el índice en el pecho de Gavein— ¿Cuál es
su ganancia con mi muerte? ¿Dónde está el beneficio? —
Contuvo la agitada respiración y las aletas de la nariz se
abrieron como las de un animal enfurecido, después continuó
más calmado—. Si hay algo de cierto en él es el deseo de
conseguir la paz. Su más íntimo anhelo será ver muertos a
todos los míos, ver a mi padre degollado y mi estirpe acabada,
pero, de momento, desea la paz. El final de tanto odio, si es
que eso es posible. Mi muerte es su derrota.
Gavein deslizó su fornida mano por la calva, desde la
frente a la nuca, y resopló resignado.
El joven príncipe asintió con él y sonrió cargado de
amargura.
—Me debo a la cortesía con el duque —continuó—,
aunque toda mi lógica no me cubre el gaznate frente a
cuchillos vengativos. Soy un Levvo al fin y al cabo, con todas
sus consecuencias. Así que acordé con él llevar un rehén.
Gavein abrió los ojos de hielo y los aros dorados
refulgieron en sus orejas.
—¿Un rehén? —preguntó— No está mal llevar alguien
que nos cubra las espaldas. Yo mismo lo rajaré de arriba
abajo si la cosa se pone fea.
—Espero que no —guiñó un ojo antes de dar media
vuelta y continuar desde su hombro—. Le he dicho al duque
que Leana nos acompañará a Gutkho.
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El moreno gigantón dejó caer los brazos a los lados en un
gesto asombrado.
—Pero... —dijo.
—Lo sé —lo cortó Browen sin darse la vuelta—. Es la
mejor opción. Está deseando entrar en batalla y honrar a su
diosa. El duque jamás le haría ningún daño, algo que tú no
dudarás en caso de caer en una trampa. —Browen sintió
cómo las palabras le arañaban la garganta—. Ella no lo sabrá,
no debe saberlo, pero será nuestro seguro de vida.
—Como tú mandes, mi señor —murmuró Gavein.
Browen enfrentó sus miradas de forma salvaje y violenta
al tiempo que esgrimía una sonrisa hueca y fría.
—Soy hijo de mis padres —dijo—. Soy un Levvo.

En la habitación de Leana se escuchaba su respiración


pausada y rítmica, el arrullo helado de la noche en la ventana
y los tímidos sonidos de una casa tan vieja como era el palacio
ducal de Bremmaner. La habitación era austera y sencilla, lo
usual en una sacerdotisa de Keira como Leana. A un lado
destacaba el gran escudo de metal, redondo y bruñido como
un espejo oblongo, la lanza corta y la brigantina reforzada de
fino artesonado. A los pies del amplio lecho, una espada
aguardaba en su funda sobre una túnica de fina y perfumada
tela, abandonada de forma descuidada.
La puerta se abrió apenas para dejar pasar al intruso.
Caminó despacio, evitando los quejidos de la madera bajo sus
botines de piel. Se detuvo al llegar a la espada y la túnica. Se
agachó sin prisa y recogió la prenda. La tela formó
ondulaciones casuales entre sus dedos. El tacto era suave y
etéreo, espumoso. Con ambas manos se llevó la prenda al
rostro y respiró de forma delicada su aroma. Olía a flores y a
metal, también a incienso y de forma lejana a tierra seca.
Después, el intruso miró sus manos encallecidas y cerró los
puños, estrangulando la tela en sus manos hasta que la dejó
caer a sus pies.
En la oscuridad, Browen parecía un busto de los que
llenaban el palacio de su familia, el Lévvokan. Sus ojos eran
dos profundas sombras en los que titilaba el reflejo acuoso de
las pupilas. Contempló a su amante en silencio y comenzó a
despasar el cordón de su camisa. Se desnudó sin prisa y se
quedó allí, detenido.
«Finalmente ha ocurrido —pensaba—. La política ha
llegado hasta su cama y ella duerme sin saberlo.»
Browen pensaba y pensaba, tratando de construir un
muro que contuviera sus sentimientos y los mantuviese
alejados del peligro, de la guerra, de su familia. Pero, a pesar
de sus esfuerzos, había fallado. El duque enarbolaba su amor
por Leana para forzar su confianza y, él mismo, la utilizaría
119
como escudo frente a la posibilidad de una traición. Había un
eco amargo en todo aquello, un sentimiento agrio que le
recordaba quién era y qué hacía allí. Observó la tela a sus pies
y deseó deshacerse de la misma manera de su rostro,
arrancarse la piel y todo lo que le unía con su nombre. Dejar
de ser representante de un déspota sanguinario, abandonar
las armas, volverse huérfano y olvidar que una vez fue
príncipe de la más grande nación del norte de Kanja. Tomó
aire y volvió su vista a la hermosa mujer que dormía. De
momento se conformaría con amarla durante muchos años,
gobernar juntos un imperio, y que su matrimonio no fuese un
festín de sangre y fuego.
Dio un paso adelante y se preparó para descalzarse en el
mismo momento en que el aire fresco le acariciaba la espalda.
Todos sus poros reaccionaron y un escalofrío le recorrió el
cuerpo. Miró sobre el hombro. La cortina se contoneó
levemente, apenas movida por el aliento de la noche que se
colaba por el postigo que oscilaba sobre los goznes. Se detuvo
como un depredador a la espera. No recordaba una ventana
abierta. Entrecerró los ojos, sus músculos se tensaron, la piel
del pecho se le estremeció ante el frío. Entonces vio la sombra
y todo ocurrió muy rápido.
La silueta salió adelante desde la negrura. A la luz de la
luna su capa se veía como plomo fundido, con un matiz
cambiante y manchado. En el interior de la capa refulgió el filo
de una daga curvada. Se quedó allí plantado, con el rostro
cubierto por un pañuelo y el cuchillo a medio camino entre la
amenaza y la retirada. Browen estiró el brazo, tomó una
pequeña bandeja de latón. Varios frascos de vidrio y una
redoma metálica saltaron por los aires. La bandeja silbó entre
ellos, como un disco arrojadizo, golpeó en el hombro a la
sombra y se estrelló contra un muro con gran estrépito.
Cuando Leana saltó de la cama ya era demasiado tarde.
La mujer volteó a un lado, alcanzó su espada y se puso en pie
con el arma frente a ella, en posición defensiva. La bandeja
metálica todavía daba vueltas en un rincón. Browen salía por
la ventana, sin camisa, entre las cortinas agitadas por la
brisa.
—¿Qué ocurre? —exclamó ella, pero él salió fuera sin
prestarle atención.

La luna sobre Bremmaner era una gruesa rodaja, casi


una sonrisa, sobre la que se interponían pasajeras manchas
de oscuridad. La sombra desaparecía entre los tejados y, con
un golpe de aire, volvía a aparecer a la mortecina luz de la
noche. Browen corría a lo largo de una cornisa, daba pasos
cortos y rápidos, y desplegaba los brazos para mantener el
equilibrio. La piedra, a aquella altura, se había convertido en
un erosionado y áspero agarradero cubierto de líquenes y
120
pequeñas plantas trepadoras. Bajo ellos, a considerable
distancia, el suelo se volvía un mar oscuro y, más abajo, en
las profundidades, las luces de la ciudad formaban una
espiral trémula.
La sombra, convertida en el torbellino de su capa tras él,
saltó sobre un alero y las tejas se escurrieron a su paso.
Browen trepó aferrándose con las manos cual garras en la
arcilla. Respiraba en un ronquido animal y apretaba los
dientes en la carrera. El asesino huía sin mirar atrás, con la
daga de vuelta en su vaina.
«Debería haber cogido un arma —pensó Browen—. No
está bien acorralar a un hombre armado.»
El asesino alcanzó el muro de la torre principal y corrió
por el alero de teja hasta girar la esquina. Browen se precipitó
tras él. La inclinada cornisa tenía dos pasos de anchura. Al
tomar la curva sus pies resbalaron y cayó sobre su costado
izquierdo, al tiempo que los dedos buscaban un lugar en que
aferrarse. Cuando lo vio frente a él se cubrió con el brazo
derecho. El asesino se había detenido tras el recodo. Desde
una distancia prudencial le arrojó varias tejas sueltas. La
primera se estrelló a un lado, contra el muro, y estalló en mil
pedazos. Las otras dos le golpearon la cara y el pecho. Las
piernas se le deslizaron sobre el musgo húmedo, cerró los ojos
y sintió el dolor del impacto en la frente, lanzó los brazos
hacia todas partes, pero en un instante se encontraba
colgando en el vacío.
Los pies se le balancearon a los lados, incapaces de
encontrar apoyo. Pendía en la más absoluta de las tinieblas,
con la única visión de sus manos aferradas a la resquebrajada
argamasa del alero. Pestañeó varias veces cuando sintió el frío
viento nocturno formar remolinos a su alrededor. Trató de
levantarse pero el maltrecho tejado se deshacía entre sus
dedos. Con un quejido esforzado se lanzó a un lado. Varias
tejas cayeron y desparecieron bajo él. El polvo formó una nube
efímera que descendía flotando. De nuevo trató de levantarse.
Con todas sus fuerzas comenzó a trepar, contuvo la
respiración, masculló una maldición y se detuvo al ver el
rostro del asesino sobre él.
Un pañuelo gris cubría su cara desde los ojos al cuello y
la capucha de cuero se ceñía a su cabeza desde la frente.
Tenía en los ojos un brillo extraño, una determinación
cargada de muerte que le heló la sangre. Sin embargo se
quedó allí, quieto. Con la resplandeciente y fría mirada sobre
él. La capa ondeó a su espalda. Browen sintió que las fuerzas
le fallaban y lanzó una mano un poco más arriba, cerca de los
pies del asesino. No se movió. Miró el brazo desnudo, dio un
paso atrás y se agachó para tender la mano enguantada hacia
el misinio que resollaba por el esfuerzo. Sin embargo, cuando
sus dedos lo rozaron, dio un respingo, miró en otra dirección y
121
con un brinco desapareció en la oscuridad.
Browen ahogó un grito cuando consiguió descansar el
pecho sobre el tejado. Después subió las piernas y se volvió
con la vista puesta en el cielo estrellado. Escuchó pasos,
alguien venía tras ellos. Levantó la vista y el asesino había
desaparecido. Quizá todavía estaba a tiempo. Se puso en pie y
continuó la carrera en la misma dirección.
El tejado bordeaba la torre principal durante un tramo
más. A los lados había edificios más pequeños, adarves
abandonados y contrafuertes que unían torres secundarias y
cerraban patios a sus pies. Browen se detuvo un momento,
escupió y se acarició los ardientes rasguños de la cara. ¿Cómo
se podía haber esfumado sin dejar rastro? El alero terminaba
frente a él, en una de las caras del palacio, hasta un patio
empedrado mucho más abajo. Por el otro lado la torre trepaba
hacia el cielo nocturno. Paredes lisas, sin ventanas ni
agarraderas. Browen recuperó la respiración y maldijo su
destreza hasta que percibió las voces.
Se asomó al borde del tejado y escuchó un instante.
Había una ventana entreabierta y, cuando sus ojos se
acostumbraron a la oscuridad, una escuálida claridad
abandonaba una estancia junto con la conversación. Por el
tono eran dos voces masculinas. Reconoció una de ellas y, sin
pensarlo dos veces, se descolgó hasta la ventana, dio una
patada a la hoja de vidrio y saltó al interior de la habitación.
Cayó al suelo, entre cristales rotos y restos de madera, rodó a
un lado y se puso en pie con los puños en alto.
Los cinco hombres lo contemplaron con expresión de
espanto tras su arrolladora entrada desde la silenciosa noche.
Alrededor de una pequeña mesita sobre la que descansaba un
candelabro de seis brazos, las sombras ocultaban sus rostros
y la penumbra cubría sus intenciones. Un río de miradas
corrió de un lado a otro, buscando una lógica a la intromisión,
hasta que uno de ellos penetró la claridad de las velas.
Kruger, el sobrino del duque, abrió su corta capa y dejó
ver la empuñadura de su cuchillo, al tiempo que sonreía de
forma lasciva. Browen no llevaba más que un calzón y las
botas.
—Tú —masculló el misinio antes de lanzarse sobre
Kruger y propinarle un puñetazo en el mentón.
Tras un confuso instante, todos cayeron sobre Browen.
Kruger, que había dado un par de pasos atrás, se cubría el
rostro con las manos enguantadas. Browen recibió una
patada en las costillas y saltó a un lado. Esquivó un golpe,
pero un puño lo alcanzó en el hombro mientras que otro de
los conspiradores le apresaba el brazo izquierdo. Dobló su
rodilla derecha y estuvo cerca de caer al suelo tras un fuerte
manotazo en la cara. A pesar de ello volteó el brazo y se liberó
de la presa. Lanzó el codo a su espalda y golpeó a uno de ellos
122
en el estómago para, después, dar una patada al frente y
derribar a uno de sus oponentes sobre Kruger que todavía
trataba de espabilarse. Se volvió y cogió de las ropas al
aturdido hombre, giró como un torbellino y lo utilizó como
escudo. Le puso la zancadilla y lo derribó frente a los otros.
Ahora ya no tenía nadie a la espalda.
Tres estaban en el suelo, aunque en sus esfuerzos por
incorporarse, entorpecían a los otros dos. Kruger mascullaba
maldiciones mientras empujaba a su compañero. El primero
de ellos saltó hacia el príncipe misinio que lo recibió con
ambos puños. Lo golpeó en el pecho y después en la garganta
y en el mentón. Cayó hacia atrás con un gorgoteo sangriento.
Dio una patada al tobillo del otro oponente y lo abofeteó tan
rápido que, sin darse cuenta, había acabado sobre el tipo que
intentaba levantarse. Al fondo Kruger había vuelto en sí y,
junto con el cuarto oponente, desenfundó el cuchillo.
Mostraba una mueca sádica y rabiosa, cubierta de sangre y
saliva.
Browen retrocedió un paso y se preparó a recibir su
ataque, pero tras él, los restos de la ventana inundaron la
estancia y todos se hicieron a un lado.
—¡Quietos! —gritó Leana antes de desenfundar su espada
— ¡Dejad las armas!
Vestía tan solo una camisa larga y respiraba de forma
agitada. El sudor empapaba su frente y la tela entre los
pechos. Contempló a su alrededor antes de alzar la voz de
nuevo.
—¿Qué está pasando aquí? —Su voz era tan autoritaria
como el acero que empuñaba.
Kruger dio un paso al frente y salió de entre sus
magullados compinches.
—Tu amante misinio buscaba pelea y la ha encontrado.
Leana buscó una respuesta en Browen. El príncipe
todavía tenía los puños en alto y las piernas abiertas,
dispuesto a defenderse.
—Había un hombre con el rostro cubierto en tu
habitación, le perseguí por los tejados...
—Y yo corrí tras los dos —continuó Leana—. Pero estos
son los servidores del duque y no veo capuchas ni capas
oscuras. Utiliza tu buen juicio antes de atacar a los míos.
Browen recuperó el aliento y observó a los cinco hombres
en la penumbra. Todos vestían capas cortas y cómodas
camisas de noche. Bajó los puños y pasó la lengua por los
labios.
—Has tenido suerte... —intervino Kruger con el cuchillo
en alto.
—¡¿No has escuchado lo que ha dicho?! —exclamó Leana,
exasperada— Dejad vuestra disputa, hay un hombre oculto en
algún lugar del palacio. Corred a los aposentos del duque y
123
dad la alarma. —La sacerdotisa guerrera envainó la espada
antes de que los magullados hombres salieran a toda prisa—.
Hay que cerrar las puertas y revisar cada rincón. ¡Kruger!
Leana gritó para llamar la atención del sobrino del
duque, pero nada podía hacer que apartase los ojos del
príncipe misinio. Ambos se dirigían una despiadada mirada,
llena de furia y violencia, ausentes a cualquier otra cosa que
no fuera su odiado rival. La sacerdotisa de Keira se acercó
hasta él, lo agarró por la camisa y trató de zarandearlo, pero
Kruger se zafó y la apartó de un manotazo. La sangre
resbalaba desde la comisura de sus labios y sus ojos estaban
húmedos y muy abiertos.
—¡Kruger! —repitió Leana.
—Este no es asunto tuyo, prima —dijo él con tono
calmado y una media sonrisa. Después devolvió la ávida
mirada a Browen y lo apuntó con el cuchillo— Algún día,
misinio, algún día.

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CAPÍTULO 10

Cuando llamaron a la puerta, Anair y Laghras se encontraban


en silencio, sumidos en la penumbra. Anair tenía la vista fija
en el monje, heredero del mensaje y los prosélitos de Tagge,
aunque también de sus responsabilidades y pesares. Era
joven, tanto como Anair, con la nariz aplastada en el centro de
un rostro plano y duro como la piedra, rodeado por una barba
recortada hasta la precoz calvicie. Un monje musculoso y
recio, más cercano a los guerreros de Rókesby que al
anacoreta de su maestro. Tagge había predicado la vida
humilde, la dureza de espíritu y el perdón sobre el castigo
pero, en el fondo, no dejaba de ser un monje del dios guerrero,
Vanaiar. Tras sus enseñanzas quedaban palabras
interpretables, los huesos al sol de sus fieles en Villas del
Monje y, él, acusado de herejía, esperando una más que
segura sentencia de muerte.
Laghras el Errante, era uno de los pocos seguidores de
Tagge que había sobrevivido a la persecución y huido al norte
con algunos de sus hermanos tras el consejo de Ilke y los
sucesos en Villas del Monje. No eran más que una veintena de
clérigos acostumbrados al campo y la oración, pero Laghras
era tenido en cuenta por la mayoría de los declarados herejes.
Su personalidad fuerte y buena planta eran respetadas por los
clérigos guerreros, mientras que sus conocimientos de teología
y oratoria se hacían escuchar entre el resto de monjes.
—¿Es ella? —preguntó antes de morderse el labio inferior
e inclinarse hacia la puerta de la estancia.
Anair acarició la yema del pulgar y el índice. Le dirigió
una profunda mirada y asintió sin prisa. El monje frente a él
desvió el rostro y caviló las consecuencias. Tras un momento
su gesto se llenó de gravedad. La puerta se entreabrió y un
acólito adolescente asomó la cabeza.
—Todavía no —dijo el inquisidor de forma tajante y el
joven se trabó con apuro y desapareció tras la puerta.
Ambos hombres, inquisidor y monje, volvieron a las
sombras y al pesado silencio.
—Habrá que reunir a los hermanos de más alto rango —
propuso Laghras como si escuchase sus propios
pensamientos.
—No somos muchos.
—Todos los que queden.
—Rókesby y tú —enumeró Anair con los dedos
entrelazados bajo el mentón—. También los que formen
gobierno aquí en Dromm. El hermano Huberd, Gardyner y
Largo Rhea. Hay que encontrar más presencia de los
hermanos de armas. Un clérigo combatiente y fiel a la causa.
125
—Cualquiera de los guerreros —apuntó Laghras.
—No bastará con un guerrero. —Chasqueó los labios—.
Tiene que ser alguien con más presencia.
—¿Algún candidato?
—Hay un tal Everard Bakster —apuntó el inquisidor—. El
hijo de los Bakster. Son banderizos de los Levvo y luchan
contra nosotros.
—El apellido es importante para los hombres de campo —
continuó Laghras—. El hijo de una familia noble es un buen
reclamo para muchos. ¿Se comportará como esperamos?
—¿Lo haremos nosotros?
El monje apoyó la frente en la mano y la pasó por el
rostro. Sus ojos estaban hinchados y alicaídos. Suspiró con
fuerza y movió la cabeza, como si repitiera una oración a
memorizar.
—¿Quién lo está? —dijo como un fino hilo de voz—. Hace
una semana no hubiese creído que esto podría llegar a pasar
y, sin embargo, la mayoría de mi congregación ha caído bajo
las armas de los que consideraban sus hermanos. ¿Quién está
preparado para lo que el destino nos depara? Yo no, desde
luego. Solo soy un monje, un servidor de Dios, y me anuncias
la llegada de esa niña y esas… criaturas voladoras.
—Yo también soy un servidor de Dios —le recordó Anair,
secamente—. Interpreto sus señales con el intelecto y la fe. Y
solo era una criatura voladora, la otra no tenía alas. Aunque
está claro que la buscaban a ella y eso refuerza mi teoría. —El
inquisidor lo apuntó con un dedo y después señaló hacia
arriba—. Tengo una docena de canónigos estudiando los
textos prohibidos que se guardan en Dromm, incluidos
aquellos a los que Raben nunca tuvo acceso. La fe se extingue
en el corazón de los hermanos y hay que inflamarla de nuevo
antes de que seamos aplastados. Créeme si te digo que esa
niña no es una coincidencia del destino, es una señal.
Laghras se desinfló en un nuevo suspiro y rechinó los
dientes. Las finas gotas de sudor en las arrugas de su frente
destellaron al agitarse.
—Hay que reunir a todos —dijo—. No se ha hecho algo
así desde hace siglos.
—Nunca antes se hizo nada parecido —lo contravino
Anair—. Pero dime una cosa. ¿Realmente creías en las
enseñanzas de tu maestro? Porque si es así deberías saber
que la prueba más grande aún está por llegar. Si estamos
vivos es por algo. Los designios de Vanaiar son misteriosos y
están llenos de dolor, lucha y muerte. Todavía nos queda
mucho por decir.
—Si nuestra voz sale algún día de entre estos muros...
—¡Saldrá! —Anair golpeó con el puño la mesa—. Es Dios
quién elige el momento y la manera. Nosotros solo somos
instrumentos en sus manos.
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Laghras el Errante se irguió contra el respaldo de su
butaca, se aferró con fuerza a los reposabrazos y continuó
asintiendo. Entreabrió los labios pero los cerró sin llegar a
pronunciar una palabra, en una curva sobre la barba.
—Es la única forma —continuó Anair, más relajado—.
Vanaiar el único, cruel y piadoso, nos tiende una prueba de
fe. Hemos sido acusados en falso, calumniados y traicionados
por hipócritas que se hacen llamar servidores de Dios.
Aunque, en la adversidad, podemos elegir: superar la
dificultad y enfrentarnos a nuestros enemigos, para mayor
gloria de Dios; o creer las acusaciones de los inicuos y ser
expulsados del paraíso con la cobardía como manto y la
vergüenza sobre los hombros. —El inquisidor mostró las
fauces con rabia—. La debilidad del hereje radica en el miedo
a ser aquello de lo que se le acusa. Nosotros somos los
auténticos portadores de la verdadera fe. Nosotros somos los
verdaderos guerreros de Dios, aquellos que traen el exterminio
a sus enemigos. Nosotros somos la salvaguarda del norte, el
templo del millar de almas, la muralla divina que protege al
hombre de sus enemigos y de él mismo. Dios no nos ha
abandonado; no le demos la espalda ahora y atendamos a las
señales.
Laghras permaneció en silencio, con un trémulo
resplandor en sus oscuros ojos, fijos en el inquisidor. Se
inclinó hacia delante y apoyó los codos en los muslos.
—Así sea, hermano —concluyó en tono confesional—.
Dispondré una reunión de los más destacados clérigos.
—El concilio de Dromm será el principio de una nueva
era para la Orden de Vanaiar —añadió Anair antes de juntar
las yemas de los dedos bajo la nariz, acariciándolas con los
labios—. Tengo planes que no pueden ser pospuestos.
El monje se puso en pie y ocultó las manos en las
mangas. Se despidió de Anair con un leve movimiento de
cabeza. Tenía el semblante pálido, mucho más rígido y
agotado que cuando había acudido a la reunión. Tal vez no
esperaba algo así, pero ¿quién podía esperarlo? Quizá Laghras
había formado en su mente la imagen de su propia muerte,
como la mayoría de monjes tras las murallas de Dromm. Un
sueño convertido en oración en el que todo acabaría con el
derrumbe de las torres y un baño de sangre que honraría a los
vencedores. Anair también podía ver a Jorad y Parvay,
lugartenientes de la Guardia Sagrada, y a Jakom y Ezra, reír a
carcajadas sobre los cuerpos muertos, mutilados por los
aceros afilados en honor a Dios. Era el final que todos
esperaban y, en cierta manera, el único que deseaban.
—Dios está de mi parte —masculló Anair entre dientes.
El monje, que ya se encontraba frente al umbral, miró
sobre su hombro al escuchar la voz. Había un vacío terrible en
su mirada, un precipicio de miedo y determinación. La puerta
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se abrió y el monje joven se hizo a un lado con una reverencia.
Tras él, esperaban una hermosa mujer de cabellera flámea y
una niña de pelo bruno y ojos grandes, horadados por finas
pupilas de color extinto. Laghras miró fijamente a la chiquilla
y después volvió su muda expresión al inquisidor. El silencio
fue tan sólido como la roca de las paredes. Tras un largo
instante, observó una vez más a Kali, pasó junto a ellas y
desapareció en los pasillos.
Trisha puso una mano en el hombro de Kali y esperó a
que Anair hiciera un gesto para entrar en la estancia. Sin
embargo, el inquisidor, parecía ausente, con la vista puesta en
el lugar que hacía un momento ocupaba el robusto monje que
había salido. Ellas se interrogaron en un silencio indeciso.
—Están aquí, excelencia. —La voz del joven asistente
despertó a Anair, pero no de forma brusca, parpadeó un par
de veces, tomó aire y se volvió hacia ellas con una sonrisa.
—Pasad —las invitó, se puso en pie y desplegó una mano
hacia las dos butacas frente a la mesa—. Sentaos cerca de mí.
La estancia era fría y su decoración discreta, casi
inexistente. Las paredes de piedra estaban desnudas,
cubiertas en un lado por un aparatoso y basto mueble repleto
de cacerolas y piezas de cerámica amontonada. La mesa era
sencilla pero robusta y las sillas tan pesadas que Kali, al
sentarse, desistió de su esfuerzo por acercar la suya a Trisha.
Sobre el tablero, legajos de papeles y documentos; un tintero,
una pluma, cera y un sello para estampar su firma. Todo en
ordenada formación, dispuesto de tal forma que no dejaba
lugar a la improvisación. Anair se sentaba bajo el estandarte
de batalla de los Puros de Vanaiar, de Rajvik, un hacha de
combate alada sobre plata y carmesí. Su asiento, un sillón con
reposabrazos cubiertos por terciopelo granate, había sido
traído, de forma evidente, de estancias más lujosas.
—Pronto dispondré de un lugar más apropiado para
recibir visitas —se disculpó Anair al percibir la curiosidad de
ambas por el improvisado aposento—. No es momento para
buscar un buen acomodo en Dromm, pero Rókesby me ha
prometido un lugar más acorde a mis tareas.
—¿Tareas?
—Soy el inquisidor de más alto rango de Dromm —
explicó—. Eso me ha convertido, sin pretenderlo, en Guardián
de la fe y Juez de almas. Custodio la corrección de los monjes
y, cuando el consejo ciudadano lo ordene mañana, también la
de los ciudadanos de esta urbe. —Sonrió y se relajó contra el
respaldo—. La guerra en la que nos vemos inmersos nos
obliga a tomar responsabilidades, duplicarnos en el trabajo y
elegir un camino que alcance nuestro destino. Os pido
disculpas por la espera. —Trisha entreabrió los labios pero no
dijo nada—. El hermano Laghras se encuentra en una
situación similar a la mía. Último de los suyos, se ha visto
128
obligado a tomar el mando que la fe requería.
—¿Es ese Laghras el Errante? —preguntó Trisha— Lo
tenía por un hombre más joven.
—El paso del tiempo resulta no ser tan previsible como
suponíamos y los días se convierten en años para alguien que
soporta sobre sus hombros tanto peso. Es un hombre de
reconocido prestigio. Pronto le será otorgado un nuevo cargo
de gran responsabilidad. Estaba ansioso por reunirme contigo
—cambió de tema y clavó sus fríos ojos en Kali que dio un
respingo en su asiento—. Mucho he esperado este momento.
—¿De verdad? —Ella se envaró, curiosa y también cauta.
—Si no hubiera sido por ti ahora estaría muerto y
abandonado en un campo, sin mortaja, dejado a las alimañas.
Te debo la vida, Kali. Y muchos de los míos también.
Kali asintió con timidez, un rubor subió hasta sus
mejillas y desapareció al instante.
—¿Han mejorado tus heridas? —preguntó la chiquilla.
—Mucho —respondió Anair con satisfecha rotundidad—.
Hay buenos curanderos entre los monjes de Dromm, pero sus
manos no están hechas para la sutura. Parezco un saco mal
cosido. Ahora debo reposar, si eso es posible. No es tan fácil
acabar conmigo. ¿Qué tal vosotras?
Kali se encogió de hombros y devoró sus propios labios.
—Mucho mejor desde que llegamos —intervino Trisha—.
Han sido unos días de calma y paz.
—Se nota que no te asomas mucho a las almenas de la
muralla exterior —apuntó él de forma irónica—. Hay un
ejército sediento de sangre y saqueo en el llano. Pero claro,
esta no es tu guerra.
—Ayer, en el patio... No pretendía decir eso —explicó—.
Estás utilizando mis palabras.
—Me remito a lo que obtuve cuando os solicité ayuda. No
puedo obligarte a luchar si no lo deseas, no eres un monje a
mi cargo, aunque por tu bien espero que salgamos victoriosos
de esta o tu final será tan trágico como el de cualquier otro. La
única diferencia es que nosotros nos hemos preparado
durante años para abrazar la muerte.
—Te pido disculpas. —Trisha respiró de forma pesada—.
La ciudad puede contar con mi ayuda.
Anair dejó los brazos a los lados en un gesto placentero.
—Comprendo vuestro temor y animadversión por
nosotros, hombres de Dios —explicó—. Pero, como ya he
dicho, soy el inquisidor de más alto cargo en Dromm. Nunca
he aceptado de buen grado el castigo y la persecución a los
razaelitas. Aunque, siendo sincero, tampoco me han
importado lo más mínimo. Yo soy un censor. Mi misión es
encontrar el camino de la corrección a través de la justicia y la
severidad. No pido a los otros lo que no me exijo a mí mismo
cada día de mi vida. Sin embargo, de la misma manera que
129
soy sincero con vosotras, me gusta que mis oídos escuchen
palabras verdaderas. No pido más que un intercambio
equitativo, de igual a igual.
—Ya te he ofrecido nuestra ayuda.
Anair ignoró sus palabras y sonrió a Kali.
—¿Y tú? —la interrogó— ¿Te encuentras mejor? Me han
dicho que estabas desnutrida y débil cuando te encontraron.
—Estoy bien.
—Qué humilde… —Amagó una risa—. La humildad es
una virtud que pocos saben apreciar. Si necesitas cualquier
cosa no dudes en pedírmelo a mí. Puedes contar con mi
ayuda. ¿A dónde te dirigías cuando nos encontraste? ¿Sois…
itinerantes, o tenéis una casa propia?
—Vivía en los valles de Bruma, al norte de Porkala.
Criábamos cabras… En una granja.
—¿Bruma? ¿Y qué hacías en Misinia?
—Nos dirigíamos al sur, pero nuestro barco fue
incendiado por los soldados de Bremmaner. Nadamos hasta la
otra orilla y llegamos a la aldea de Campoalegre.
—Muy interesante, Kali, pero… ¿Por qué dejasteis
vuestra granja y decidisteis ir al sur?
—Por… por mi culpa.
—¿Por qué? ¿Hiciste algo malo?
—No.
—Entonces…
—La gente… Ellos no me querían por allí. Mi padre
vendió la granja y nos fuimos al sur.
Anair se acarició la punta de la nariz y dejó el dedo
perpendicular a la boca, sin parpadear, esperando que Kali
desvelase su mentira.
—Claro —dijo, por fin—. ¿Era tu padre el hombre que iba
contigo cuando nos encontrasteis en Campoalegre?
La muchacha tragó saliva. Trisha se incorporó en su
asiento, pero su réplica se quedó en los labios cuando Kali
respondió con voz firme.
—Se llamaba Jared —dijo—. Era mi padre.
—¿Qué le ocurrió?
—Lo mataron.
—Entiendo que viajabais solos. Pero ¿vivíais con alguien
más? ¿Y tu madre?
—Murió cuando yo nací.
Anair bajó la barbilla con melancolía.
—Yo no conocí a mis padres —le confió de forma familiar
—. Me encontraron en la puerta de un pequeño monasterio al
norte de Aukana. No muy lejos de Bruma. Casi podría decir
que ambos crecimos a la sombra de las mismas montañas. Es
un lugar inhóspito, y su gente… dejemos a parte a sus gentes.
El miedo les nace en los huesos. Es un pecado terrible a ojos
de Dios. Como ves no somos tan diferentes. Los clérigos
130
decidieron acogerme y darme una educación, una moral y un
lugar en que crecer. Mi infancia fue la de un monje, así que
estaba destinado a ser lo que soy.
—Lo sabía... que no tenías padres —Kali apenas despegó
los labios—. Los otros te llaman el Abandonado.
—No es algo ofensivo. —Desplegó una mano a un lado—.
Tan solo es un apodo como cualquier otro.
Kali asintió sin levantar la mirada.
—No creo que seas el Abandonado tan solo por la manera
en que te encontraron —musitó.
Kali hundió la cabeza entre los hombros al sentir que
Trisha se volvía hacia ella. Anair juntó las yemas de los dedos
frente a la nariz y afiló la mirada. Tomó aire y lo retuvo al
tiempo que su mandíbula temblaba por un instante, una
contrariada mueca cargada de amargura que se disipó en una
sonrisa helada.
—Vaya con Kali de Bruma. Dices lo que piensas, o lo que
sientes. Los sentimientos son una trampa y La Palabra enseña
que el pensamiento puede ser un freno a la verdad. Pero tú
eres una... joven muy sincera —le concedió con un deje de
maldad en las sílabas arrastradas—. Eso está bien si no te
inmiscuyes en política. ¿Qué más piensas de mí?
—Pareces muy...
—¿Sí?
—Solitario —dijo finalmente—. Se te ve muy solo, aunque
estés rodeado de otros monjes.
—Soy solitario —afirmó—. Ser solitario no está mal. ¿Qué
opinas de la soledad?
—Yo me crié sola.
—Quizá por eso piensas que la soledad es algo malo. Sin
embargo, la soledad es un camino que no puedes descartar
jamás. La compañía de los otros está bien, pero tienes que
aprender a valerte por ti misma.
—Me gusta estar con otros. —Kali miró de reojo a la
mujer junto a ella y amagó una mueca de complicidad—. Es
agradable poder escuchar sus conversaciones. Cuando vivía
en Bruma, con mi padre, había veces que olvidaba lo que era
pronunciar una palabra o escuchar otra voz que no fuese la
mía. Ahora tengo amigos, y eso me gusta.
—Debes ser consciente de que algún día todos los que te
rodean desaparecerán y, entonces, deberás afrontar tu destino
por ti misma. ¿Comprendes?
—Sí —respondió—. Pero no me gusta pensar en eso.
—Hay momentos en que uno debe quedarse solo para
afrontar un reto —explicó el inquisidor—. Únicamente a través
de la soledad se puede escuchar la voz interior.
Kali asintió y su rostro se ensombreció ligeramente,
preñado de una mal disimulada mueca.
—Ya te he dicho que no me gusta estar sola.
131
—No lo estás —replicó él y se hizo un poco adelante—.
Somos muchos en esta ciudad que estamos a tu lado. Tienes a
tus amigos y a cada clérigo a mi cargo también. Me salvaste la
vida, y soy generoso con mis deudas. Hay que corresponder a
aquellos que te ayudan. Yo haré todo lo que pueda por ti, Kali.
Kali arrugó la boca y miró a otro lado.
—También me han dicho que tienes carácter. —Anair le
guiñó un ojo de forma amistosa—. Que más de un monje se
ha llevado un puntapié a cambio de una broma inoportuna.
Ella asintió y sonrió.
—Soy del norte de Porkala —dijo—. Me han dado muchos
coscorrones pero, de donde vengo, tenías que aprender a
defenderte. Eso me lo enseñó mi padre desde un principio. «Si
te metes en un pelea, que sea para ganar», decía. —De repente
se sintió triste y tragó saliva antes de acabar en un murmullo
—. Aunque no siempre se gana.
—Ambición. Eso también me gusta, Kali —asintió el
monje inquisidor—. Por lo que sé eres callada aunque sincera,
no temes a la ofensa, gustas de la compañía y amistad de los
tuyos, pero puedes defender lo que amas. ¿Me equivoco?
—No sé —murmuró la muchacha de forma hastiada.
—¿Crees en Dios, Kali? —continuó Anair.
Trisha se inclinó hacia delante y preguntó con el cejo
prieto:
—¿Cuál es el propósito de esta reunión? —saltó—.
Todavía no sé qué esperas de nosotras.
Anair se volvió hacia ella con evidente enfado por la
interrupción.
—Espero un poco de sinceridad y cortesía, Trisha —
escupió—. Mi paciencia es limitada y no voy a excusar más tu
falta de tacto y confianza. Al otro lado de la muralla no te
recibirán con tanta cortesía como yo lo hago.
La mujer apartó la mirada pero no bajó el rostro. Tenía el
orgullo arrebolado entre las pecas de los pómulos.
—No lo sé —intervino Kali.
—¿No lo sabes? —La voz de Anair sonó irónica y aguda,
al contrario que su mirada dura y contundente hacia Trisha.
—Mi padre me enseñó a respetar a los dioses —dijo Kali
—. A todos los dioses. Aunque no era un hombre religioso.
—Eso está bien. —Guiñó un ojo—. Dios es justo con los
que son justos con él. Y ¿qué crees que dispone Dios para los
hombres?
Kali bajó las cejas y arrugó la nariz.
El inquisidor chasqueó los labios y continuó:
—Digamos que Dios calcula todo y da sentido a la vida.
Cada cosa, cada animal, cada uno de nosotros tiene una
finalidad en el plan divino. ¿Comprendes?
—Sí. —Arrugó los labios en una mueca.
—Yo soy inquisidor y tengo un propósito. Un principio y
132
un final en el plan de Dios. Uno vive en las tinieblas hasta que
encuentra esa meta, y solo unos pocos son iluminados por su
luz. Cuando alguien alcanza ese estado, cuenta en los planes
de Dios. Pero su plan es ignoto para nosotros, sabes que está
ahí, pero no puedes conocerlo. Eso es la fe. La persona que es
iluminada a seguir los senderos divinos se debe a sí mismo la
lealtad a Dios. ¿Entiendes lo que quiero decir?
Kali negó con la cabeza.
—¿Cuál crees que es el propósito de Dios para ti?
Trisha abrió la boca, dispuesta a intervenir, pero Anair la
silencio con una ceja en alto y un leve movimiento de la mano.
—¿Propósito? —murmuró Kali— ¿Qué quieres decir?
—¿Por qué estás aquí?
Kali se encogió de hombros y recorrió la estancia con la
mirada. Sus dedos se cerraron sobre las rodillas y se mordió el
labio con ansia.
—¿Por qué llegaste hasta esta ciudad, en este momento?
La muchacha respondió de forma casi inaudible.
—Por… vosotros.
Las exiguas mejillas del inquisidor cayeron a los lados y
la mano se dispuso a cubrir la boca, pero se detuvo antes de
que el monje se acomodara en la butaca.
—Os encontré en Campoalegre y después en la cueva del
bosque.
—Es evidente que unimos nuestros caminos en ese
momento —añadió Anair.
—Y me ayudasteis a recuperar a Trisha, Olen y Reid.
—¿Cómo podría olvidarlos? —concedió con la boca
torcida hacia Trisha.
—Supongo que esa es la razón de que esté aquí —se
reafirmó ella—. Por vosotros.
El inquisidor respiró pesadamente y se mordisqueó la
punta de los dedos, solo un suave pellizco con los labios. Se
había congelado. Por un instante, pareció una figura de
bronce, de gesto ominoso, con los pensamientos en otro
tiempo. Después se acarició el mentón, deslizó la mano
extendida por las arrugas de la túnica en el pecho, y repitió el
profundo suspiro.
—¿Qué ocurre? —Kali se encogió— ¿He dicho algo malo?
Trisha se volvió hacia la chiquilla con un velo difuso de
admiración y temor. Quizá por la inocencia de Kali, o porque
sentía las garras del monje acariciar el interior de la
muchacha, esa pureza tan ruda y auténtica que había
formado el aislamiento, la soledad y la dura educación de
Jared el cabrero. Por el rabillo del ojo observó al inquisidor y
su gesto sibilino sobre ella.
—No —respondió Anair con una repentina vuelta en sí—.
Al contrario, Kali. Me ha gustado esa respuesta. Dices mucho
más de lo que crees. Deberías pensar en ello. Y también en lo
133
que te dije sobre el plan que Dios tiene para todos nosotros.
—Lo haré —masculló.
—¿Qué opinas de mis amigos? —siseó Anair y se recostó
con un brillo bajo los párpados— ¿Qué opinas de los otros
monjes? Sé que has hecho buenas migas con algunos de los
hombres de Rókesby.
—Me gusta Suave... Tito —afirmó ella mientras
entrelazaba sus manos sobre las rodillas y se frotaba los
muslos—. También Tull, el grandote, y...
—¿Y Sinyelmo?
—Lestick Sinyelmo —confirmó Kali—. Lestick...
Anair apoyó los codos sobre la mesa y sombras de
múltiples figuras se formaron en sus mejillas.
—¿Te gusta Lestick?
Kali asintió de forma vergonzosa.
—Conozco a Lestick desde hace muchos años. Es un
clérigo devoto y temeroso de Dios. ¿Crees que tú le gustas a
él? —La muchacha se encogió de hombros, pero el inquisidor
continuó sin esperar respuesta— ¿O hiciste algo que pudo
enfadarlo? Algo que sabías no gustaría a tus nuevos amigos.
—No he hecho nada.
—¿Qué ocurrió el día de en que escapasteis de Villas del
Monje?
Trisha cogió por la mano a Kali en un rápido movimiento
y dirigió una mirada rabiosa al inquisidor. La muchacha no
levantó la vista del suelo. El pelo negro caía sobre su frente y
el rostro se le perdía en la penumbra.
El inquisidor miró a la mujer, chasqueó los labios y dio
un manotazo al aire.
—Hablemos de una vez sin tapujos sobre ese don —dijo
con brusquedad—. Tienes algo, lo sé desde el primer
momento. Lo presiento, casi puedo verlo. ¿Qué es eso que
hace a mis hermanos chismorrear en sus celdas por la noche?
—¡No sabía que fueras a acusarla! —exclamó la mujer
que saltó en su defensa.
—¡Y no la estoy acusando! ¡Ni a ti tampoco! Aunque todo
el mundo ha visto lo que puedes hacer. —Anair mostró los
dientes y cerró el puño con tanta fuerza que los nudillos
parecían que fueran a rajar la carne—. Estoy hablando con
Kali. No quiero secretos para mí cuando el futuro de todos los
que nos ocultamos tras estos muros depende de la confianza.
Juguemos las cartas con rectitud y todos saldremos ganando
en una partida que tenemos perdida. Nadie apuesta por
nosotros, Trisha. ¿Cuándo vas a comprender eso? —El
inquisidor dio con el puño en la mesa—. ¡He tenido suficientes
traiciones en los últimos días!
—La muerte —murmuró Kali—. Traigo la muerte a todos
los que están conmigo.
Anair y Trisha se volvieron hacia ella. Desde la oscuridad
134
de su rostro sus extraños ojos titilaban como un reflejo en la
profundidad de un pozo.
—Desde hace muchos años... —Kali comenzó a recordar,
y el recuerdo era dolor—. Todo se moría a mi alrededor. Los
animales me odiaban. Los otros niños. Y mi padre… mi padre
también me odiaba. Porque yo me llevé a mi madre al infierno.
Es algo que siempre he sabido. Por eso vivíamos en Bruma
tan lejos de las otras granjas. Pero a la gente no le importa lo
mucho que te apartes, te encuentran y acaban con todo.
Luego ocurrió lo del rayo...
—¿Qué rayo? —intervino el inquisidor con acento ladino.
—Yo no había hecho nada —su voz se rompió al emerger
el recuerdo—. Salí con mi perro, con... Chacal. Había gente
trabajando los campos y las nubes se formaron muy rápido en
el cielo. Nunca había visto una tormenta como aquella.
Ocurrió de repente, como un golpe por la espalda. Un golpe de
luz azul. Cuando abrí los ojos, unos cuantos campesinos
habían corrido hasta mí, pero no querían ayudarme. Me
insultaron, me dieron golpes con ramas de fresno y mataron a
Chacal. Mi buen Chacal. No sé qué pasó... No sé cómo lo
hice... pero ocurrió. Los maté a todos. Igual que hice con los
que mataron a Jared. Lo mismo con aquellos monjes que
atacaron a mis amigos. Todos muertos. Pero no fue culpa mía.
No soy yo...
El inquisidor se llevó la mano a la boca con los ojos muy
abiertos.
—Dios vengativo... —murmuró—. Eres la ira divina.
—Eso no es cierto —intervino Trisha—. Todavía está
aprendiendo a controlarlo. Es muy joven y el don muy intenso
en ella.
—Pero mata —la contravino Anair—. Esto no es como
levantar unos maderos rotos con la mente o arrojar piedras al
mirarlas. Es capaz de matar a una docena de hombres
armados con el poder de su mente.
Trisha tragó saliva.
—Más o menos —afirmó en un susurro.
—¿Más o menos? —Explotó en una risa incrédula—.
Entonces será más. ¿Cuántos había en el campamento de los
Rjuvel después de liberarnos? ¿Cuántos en Villas del Monje?
Trisha apretó con fuerza la mano de Kali.
—La gente habla. —El monje tomó un aire siniestro—.
Los rumores corren leguas y dicen mucho.
—Solo es una niña.
—¡No es una niña! —exclamó Anair—. Es recipiente de
un poder que no puedes comprender.
Trisha se puso en pie, sacando pecho, los puños junto a
la cadera, desafiante frente al inquisidor. Pero él ya no
prestaba atención a la mujer. Sus labios entreabiertos
mostraban el creciente asombro al contemplar la figura de
135
Kali, rodeada de una oscuridad sólida que se expandía como
una esfera.
—¡Basta! —exclamó Kali—. ¡No lo hice a propósito! ¡Pero
se lo merecían!
—Claro que lo merecían, Kali —apuntó Anair,
complaciente.
—¡Kali! —Trisha sintió el calor que irradiaba la
muchacha y dio un paso atrás.
—No has hecho nada malo. —El inquisidor continuó con
la vista puesta en Kali. Sus ojos se desbordaban al comprobar
cómo el aire se evaporaba a su alrededor—. Hiciste lo que
debías para salvaguardar a los tuyos. Dios te ha dado la
fuerza, tú solo eres su herramienta.
Los ojos de Kali se habían convertido en torbellinos de
negrura que desgarraban al inquisidor frente a ella. Anair dio
un paso atrás y chocó con la butaca. Su expresión era una
mezcla de éxtasis y miedo.
—¡Kali, no! —La voz de Trisha pareció un grito lejano y
desgarrado.
Un ensordecedor sonido había cubierto todo, un huracán
de electricidad que lanzaba finos brazos cual relámpagos en
torno a ella. Trisha gritó su nombre una y otra vez. Pero ella
no escuchaba nada; nada que no fuese el aullido de la fuerza
desde su interior, como una puerta al infierno y millones de
almas torturadas en busca de venganza y muerte. Anair se
cubrió el rostro con las manos desnudas. Trisha la cogió por
los hombros y la zarandeó con la voz devorada por el
sobrenatural torbellino.
Sin embargo, todo se detuvo. Kali parpadeó y recuperó la
respiración. Se había detenido. Lo había parado, sin saber
cómo, pero lo había parado.
—Es la furia vengativa de Dios —murmuró Anair,
devolviendo las manos a las mangas con la vista perdida en
ningún lugar—, y está de nuestro lado.
El inquisidor se apoyó contra la pared, aturdido,
murmurando pensamientos y oraciones que sacudían su fe de
la misma forma que un enjambre es tentado por un oso
hambriento.
—No te permitiré algo así... —Trisha se incorporó y cogió
a Kali por el hombro.
—Harás todo lo que yo crea conveniente, Trisha. Lo que
es bueno para mí, es bueno para ti. A partir de ahora estamos
juntos en esto. Yo solo soy un testigo en todo este asunto —
movió la cabeza a los lados—, un peón de una consciencia
superior. Hay fuerzas ignotas, ajenas a nuestra existencia,
que pugnan en estos momentos. Se me ha otorgado el deber
de reconstruir una fe herida, un templo masacrado y
derruido.
—Nosotras no tenemos nada que ver en tu guerra. —
136
Trisha se mostraba serena.
—Quizá eso sea cierto, hasta cierto punto —repuso él.
Las aletas de su nariz se abrían con la excitación—. Pero eso
no os librará del mal. Eludir la lucha conduce al dolor. Y no
voy a poder protegeros para siempre. Si no es a manos de los
clérigos que esperan fuera, en algún momento el pueblo de
Dromm pedirá vuestra piel. Es algo que Kali sabe muy bien.
¿Verdad?
Kali calló y miró a la mujer.
—¿Por qué dices eso? —preguntó la chiquilla y tragó
saliva.
Anair arrugó la nariz y movió la cabeza a los lados lleno
de alegre ironía.
—Por favor, incluso los ciegos de Dromm saben lo que
ocurrió en la muralla —dijo—. ¿Quiénes eran esos engendros
que te perseguían? ¿Qué buscaban en ti?
—No lo sé —respondió Kali.
—¿De dónde han salido? —insistió Anair.
—Kali, no tienes por qué responder —la invitó Trisha,
hablando a su oído y después se dirigió indignada hacia el
inquisidor—. ¿Cómo sabes que la perseguían a ella?
—Porque no soy estúpido, Trisha.
—De mis sueños. —Kali parpadeó varias veces y trató de
contener el temblor en sus manos—. Han salido de mis
pesadillas. Antes de encontraros soñé con esas mismas alas
negras, en el bosque, y sus ojos y sus dientes.
Anair la miró con dureza, casi atravesándola con sus ojos
de hielo.
—¿Es eso cierto, Kali? —preguntó Trisha—. ¿Los habías
visto antes? ¿Por qué no me lo dijiste?
—Entonces… —intervino el inquisidor—. Te buscaban a
ti. Realmente venían por ti, por tu poder. Los enemigos de
Dios, esos engendros monstruosos, desean tu poder.
—Kali. —Trisha la tomó por la barbilla y puso su rostro
frente al de ella—. No lo escuches. Nada de eso es cierto.
La chiquilla trató de contener el labio tembloroso y los
ojos se le llenaron de lágrimas.
—Sí lo es —masculló antes de sollozar—. Es cierto que
me persiguen. Todo es culpa mía.
—Nosotros te protegeremos, Kali —intervino Anair,
puesto en pie—. Con nosotros estarás segura. Nadie te hará
ningún daño. Yo me encargaré personalmente de eso.
—Basta —dijo Trisha.
—Tus enemigos son nuestros enemigos, Kali. —La voz de
Anair estaba impregnada de avidez.
—¡Basta! —exclamó Trisha.
El monje arrugó la nariz y se inclinó sobre la mesa por la
osadía de la mujer. Sin embargo, Trisha se humedeció los
labios y lo retó con la mirada.
137
—Hay un asunto del que debo ocuparme —continuó con
la mirada vítrea—, pero necesitaré tu apoyo en el Consejo.
Debo hablar en el Lucero.
—Nadie que no sea de Dromm habla en el Consejo.
—Has dicho que ahora eres el Alto Inquisidor de tu dios
en la ciudad.
Anair se encogió de hombros de forma desdeñosa y se
acarició la punta de la nariz.
—Tú me darás la palabra —concluyó la pelirroja.
—Y ¿por qué iba a hacer eso?
—Porque tengo un asunto del que ocuparme —explicó—,
y mientras resuelvo ese problema, Kali quedará a tu cargo.
Al escuchar su nombre saltó de su asiento con los ojos
abiertos como platos.
—¡No! —exclamó la muchacha.
—¿Quieres que yo —preguntó, incrédulo, con el dedo
hincado en el pecho— me haga cargo de Kali?
—Eso he dicho.
—¡No! —insistió de nuevo Kali—. ¡No puedes hacer eso!
Cerraba los puños junto a la cadera y los dientes le
castañeteaban un poco. Sin embargo, el inquisidor apenas la
miró de soslayo, volvió su atención a la mujer que lo desafiaba
y, de nuevo, se acarició el mentón.
—Los hombres no dejan de ser supersticiosos peleles —
dijo sin apenas despegar los labios—. Esos engendros alados
sobrevolando sus casas y el ejército a las puertas será un
acicate a su ira. Tengo que entregarles algo a cambio de su
tranquilidad.
—Yo te daré la excusa que buscas —asintió Trisha con
solemnidad—. Mañana, durante el consejo, muchos van a
desearnos la muerte y quiero que tú nos cubras. Si tus
palabras son ciertas nos ayudarás, Anair. —Trisha se detuvo y
tragó saliva. Miró de forma fugaz a Kali y continuó—: Hay una
razón para que yo esté aquí, y debes saberla.
Anair se sorprendió por la confesión de la mujer pelirroja,
asintió y sonrió con satisfacción a la boquiabierta Kali.

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CAPÍTULO 11

Había pasado tanto rato sin pronunciar palabra alguna que


Daima La, el joven y rechoncho druida zorro, no recordaba
cuál había sido su última conversación. Desde que salieron de
Róndeinn, dejando atrás la casa de la señora Adjiri, Dagir La
se veía taciturno y pensativo, pero no mucho más de lo que se
había mostrado desde su reunión con Mukherjee. A pesar de
ello, el joven druida Daima La presentía un agitado
sentimiento en el pecho de su mentor, un lazo invisible que
había unido a Dagir La con la señora de Róndeinn y que tras
su despedida se había roto. Él no entendía demasiado las
pasiones humanas, el amor y su enfermedad. Era, suponía,
como debía de ser Dagir La a su edad, y presentir en él
aquella melancolía lo sorprendía y llenaba de inquietud,
porque tenía en muy elevada consideración al druida duende.
¿Significaba aquello que, después de todo, tras la
meditación y el desapego, tras la comunión con el universo,
un sentimiento de amor podía turbar al Gran Druida del
bosque? Daima La podía preguntarse aquello, pero no podía
comprender en qué manera la sombra de la culpa suele
acechar a los hombres cuando al final de sus días se
enfrentan a las consecuencias de sus decisiones. Y quizá por
esa razón su mentor había vuelto a ver a aquella mujer,
gobernanta de una ciudad en el ocaso de sus días, por un
lejano sentimiento de culpa enterrado bajo la paz de espíritu.
Días después, tras encomendar a Ela Adjiri la búsqueda
del Bo Khuram encarnado, los dos druidas caminaban en
silencio, de vuelta a las profundidades de la inmensidad verde
de Oag. Directos a la negrura de lo desconocido para
enfrentarse a los clanes ogros desterrados hace siglos e
investigar las causas de su migración hacia el norte. Aunque
antes, Dagir La deseaba, según sus propias palabras, saldar
una cuenta pendiente. Y esas palabras, unidas a lo extraño
del comportamiento de su maestro, sorprendieron a Daima La
por segunda vez.
Caminaron durante tres días, siguiendo el cauce del
Garin Ta hasta el amarradero de Aguasnegras. Cruzaron el río
cerca del molino y tomaron la senda de Pozahonda, siempre
en dirección al oeste.
Lejos de la seguridad de los ríos, los sangreverde
construían sus cabañas en las alturas de las ramas, con
pasarelas y escalas que unían las viviendas, formando
auténticos poblados suspendidos en el aire. Aunque, una vez
pasada la Encrucijada de Oromiel, ya no esperaban encontrar
a nadie, aparte de algún cazador solitario o buscadores de
piedras preciosas.
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Daima La cavilaba sobre su papel en todo aquel embrollo
desde que su mentor, Dagir La, los había convocado en lo alto
del Monte Gris. No era fácil asimilar acontecimientos tan
trascendentes para el mundo de los hombres, aunque nadie
juzgaría de aquella manera lo ocurrido, pues lo ocurrido era
nada para un hombre común. Eso diferenciaba a un druida de
un norteño, la capacidad para ver sencillo lo complicado y
enorme lo diminuto. Los asuntos de los hombres eran simples
y el más pequeño grano de arena podía vencer la balanza.
Sabía que tenía dos orejas y una boca, por lo que debía
escuchar antes que hablar, y eso había hecho desde que llegó
a druida mayor, escuchar los sonidos de la vida y su canción;
hasta comprender un poco mejor el mecanismo motor del
universo.
Habían pasado varias noches durmiendo al raso,
cubiertos por sus mantos y alimentándose de los frutos del
bosque y las provisiones que Ela Adjiri les había
suministrado. Detenidos a descansar en un claro del bosque,
entre acacias, olmos de raíces mohosas y helechos salvajes,
Dagir La habló por fin:
—El otoño se ha adelantado.
Daima La levantó una ceja y apartó el mendrugo de pan
que se llevaba a los labios. No dijo nada, tan solo espero que
su maestro continuara o volviese al silencio al que le había
acostumbrado durante los últimos días. Dagir La levantó la
mirada al cielo salpicado de nubes y masticó lentamente un
poco de hoja de boor. Después sonrió al escuchar sus propios
pensamientos y escupió a sus pies.
—No me has preguntado por esos jóvenes a los que he
mandado perseguir por todo el norte —habló de la misma
forma en que se retoma una conversación.
—No lo he visto necesario —replicó Daima La.
—Cualquier otro se hubiera cuestionado muchas cosas —
continuó Dagir La con aspecto sardónico—. ¿Serán realmente
el Bo y el Dim Khuram? ¿Cuál es su significado y su destino?
¿Qué pasará cuando los encontremos?
Daima La asintió con gravedad.
—Sé que no sería propio del alumno preguntarse cosas
que el maestro da por inútiles. Sean lo que sean, su
significado y su destino, y lo que les ocurra, no lo descubriré
con esas preguntas.
Dagir La dio una floja palmada en su rodilla, satisfecho.
—Por eso te elegí a ti entre todos —dijo—. Algún día serás
un gran druida.
—Ya soy bastante grande —replicó al tiempo que pasaba
las manos por la voluminosa panza.
Lentamente, Dagir La abandonó la sonrisa y un velo
siniestro cubrió su jovial rostro.
—Las preguntas sin respuesta son una traición a la
140
voluntad —dijo—. Pronto llegará el fin de una era. Es la única
conclusión que podemos sacar de todo este asunto. Reunamos
a esos dos extremos, manifestaciones, o como quieras
llamarlo. Y esperemos a ver qué pasa.
—No tenemos mucho tiempo... —musitó entre dientes y
se arrepintió de sus palabras—. Hasta que los Kidi...
—Algún día llegarán —afirmó Dagir La—. Si lo que dijo
Mukherjee es cierto, su huida descabezada no les servirá de
mucho. Se puede alejar tanto como uno quiera del conflicto,
pero la mayoría de las veces, la enfermedad va con uno. Huyes
de tu sombra, ignorando la verdad: no se puede escapar, solo
aceptar.
—De todas formas, ya no se pueden enmendar los errores
cometidos —añadió el joven druida—. Quiero decir que lo
hecho, hecho está. El daño de su cobardía les es devuelto,
empapado en veneno.
—Y así seguirá siendo —asintió Dagir La y rebuscó unas
hojas de boor en su bolsillo—. Los Kudaw huirán a ninguna
parte. Ya no les queda mundo en que ocultarse. Ya ves,
Daima, que incluso el mundo se convierte en prisión. Una
celda grande, pero igual de tenebrosa y terrible.
—Quieres decir que los Kudaw armarán sus ejércitos y se
unirán a los hombres.
—No. —Dagir La amagó una risa—. Creo que, como
siempre, se mantendrán en silencio y quizá luchen contra los
Kidi, si no tienen más remedio. Mukherjee no es Fereldim. Los
tiempos de alianzas han pasado, los reyes se asesinan, los
vasallos traicionan a sus señores, los hijos a sus padres. —
Dagir La levantó una mano y tendió la oreja al inclinar la
cabeza—. En este momento los hombres enfrentan sus armas
a muchas leguas de aquí. Puedo sentirlo; el bosque puede
sentirlo.
—¿Es eso lo que te atormenta? —lo interrogó Daima La—
¿La muerte de muchos por nada?
—No, en absoluto. —Movió la cabeza a los lados y sonrió
con una paja entre los dientes—. Nunca me ha importado el
destino de los hombres, pero el dolor y la muerte llegan a
todas partes, de forma invisible, como un manto que
previsible cae sobre el mundo.
—El Khuram es inevitable.
Dagir La suspiró y escupió a sus pies antes de continuar.
—En los últimos tiempos he estado pensando en la
condena a los Ishká.
—Lo sé —asintió Daima La—. Desde el momento en que
nos dijiste que el consejero del rey Levvo es uno de ellos.
—Quizá el último —puntualizó Dagir La.
—El último o el primero —contuvo una mueca desdeñosa
—, su propósito es el mismo.
—Hubo un momento —el Gran Druida entornó los ojos,
141
perdido en el recuerdo—, tras la primera visita de Ela, en que
pensé que había sido un error. Bueno, quizá era un
presentimiento que había estado ahí siempre, como el fondo
de un pozo tras el reflejo de la superficie.
—Acabar con los Ishká era tan necesario para el bosque
como el agua de la lluvia o el aire del sur. Contaminaban todo
lo que sus ardides y maldades alcanzaban. Si es cierto que el
consejero del rey está tras la guerra no es porque nosotros le
empujásemos a ello, sino porque está en su naturaleza.
Dagir La rio de forma mecánica y triste.
—No es eso lo que me atribula, mi joven compañero —
afirmó—. Sé que el Ishká huyó de nosotros y fabricó una
guerra en la mente de un rey enfermo de ambición. Sin
embargo, pensaba qué habría pasado si hubiese sido al
contrario.
—¿Al contrario?
—Si los Ishká hubiesen acabado con nosotros y se
hubiesen hecho con el control del bosque.
—Un gran desequilibrio habría azotado el mundo de los
hombres.
—¿Estás seguro de eso? —le preguntó con un guiño—. No
creo que sea muy diferente de lo que ha ocurrido ahora.
—Pero... —tartamudeó—. ¿Cómo puedes decir eso?
—El norte se encuentra al borde de una guerra
catastrófica. ¿Te parece poco? Por lo tanto nuestros actos
producen tantas cosas buenas como fatales en el universo. Si
somos conscientes de estas fuerzas que equilibran todo, ¿por
qué no podemos concebir ese mismo equilibrio en sentido
contrario? Las fuerzas opuestas se enfrentan en un campo de
batalla místico que lo acoge todo, el Khuram. Nada puede
escapar del Khuram, así pues nuestro ataque a los Ishká no
fue más desequilibrador de lo que lo habría sido el suyo.
Nuestro exterminio o el suyo no son condiciones de la
mutabilidad sino parte del todo universal del Khuram. Y
¿sabes qué significa eso?
Daima La guardó silencio con los labios prietos y la
respiración contenida.
—No somos tan diferentes a ellos, mi querido amigo.
—Lo siento, maestro, pero creo que te equivocas.
—Piénsalo bien, Daima.
—Son malvados que buscan la destrucción de todo.
—¿Somos nosotros bondadosos y justos?
—Somos humanos y también podemos errar.
—Equivocaciones que salen muy caras, mi querido
Daima. —Se puso en pie y caminó unos pasos con la vista en
el suelo—. ¿Quién sabe cuándo un acierto es equivocación?
¿Quién sabe lo que ocurre cuando me muevo por el bosque?
Empujamos la rueda de la vida y el mecanismo gira y gira,
mucho tiempo después de que el mundo conocido haya
142
desaparecido. —Dagir La tomó aire, profundamente, y caviló
un instante antes de continuar con la atención vagando en la
foresta—. Esa es quizá una de las razones por las que estamos
aquí. Porque la rueda gira y nosotros no vemos todo lo que
aplasta en su camino; lo intuimos, pero hacemos oídos y
corazón sordos al pensar que nada muere bajo nuestros
pasos. —Se cargó el zurrón al hombro y tomó su vara. Tenía el
rostro serio, quizá un poco cetrino—. Debemos continuar.
El druida zorro asintió, recogió algunas viandas, también
el odre de tripa al cuello, y saltó tras su mentor.
Volvieron al camino y al silencio, y ambos se cerraban
cada vez más sobre ellos. La senda transitaba entre zarzas,
tejos y hayas, desaparecida en ocasiones bajo ambarinas olas
de hojas caídas que rompían en rocas húmedas y playas
cubiertas de musgo. Sin embargo, Dagir La se veía decidido y
convencido de la dirección que habían tomado; a ratos hacia
el sur, otros hacia el oeste.
«Somos como ellos», pensaba Daima La.
Esas últimas palabras de su maestro reverberaban en su
cabeza como una sentencia lapidaria y terrible. En muchos
años de aprendizaje había descubierto que el mundo no es tal
como se muestra. Había comprendido el flujo de energía que
une a todos los seres vivos mediante canales místicos, incluso
podía dilucidar y ligar sucesos que aparentemente no tenían
relación alguna porque, en el Khuram, todo está relacionado.
Sin embargo, admitir que su enemigo tradicional en el bosque
de Oag, los crueles sacerdotes Ishká, eran equiparables al
Círculo de los Seis, no era tarea fácil. Una cosa no puede ser
ella misma y su opuesto al mismo tiempo, y los Ishká eran el
opuesto a los druidas, de eso no cabía duda.
Andaba con aquellas palabras en su mente cuando, al
levantar la vista, supo cuál era el propósito de su mentor.
Habían tomado una senda que atajaba hacia el sur, quizá
porque Dagir La no quería ser visto allí, quizá, simplemente
por acortar su camino. Pero la cuestión era que, frente a ellos,
en un espacioso claro del bosque, se encontraba la cabaña de
la que muchos habían oído hablar y pocos habían visto:
Mardha la Bruja.
—Espera aquí —dijo Dagir La, levantando una mano
frente a él—. Hablaré con ella solo.
Daima La asintió y descargó su saco y el odre al suelo.
Después buscó un lugar en que sentarse y observó a su
mentor salir al claro y detenerse a una docena de pasos de la
cabaña. Era un edificio circular de piedra gris, con una gruesa
cubierta de ramas y musgo a modo de techumbre. La puerta
estaba cubierta por una enorme piel de la que escapaba el
cálido vaho del interior. Alrededor de la casa había estacas de
diferentes alturas, plantadas aquí y allá, y de las que colgaban
abalorios, hierbas secas y huesos de animales.
143
—¡Mardha! —gritó Dagir La— ¡Mardha la Bruja!
Una mano delgada de largos dedos apartó la piel de la
entrada. Mardha apareció frente a él con toda su belleza,
desnuda aunque cubierta por una gruesa piel de lobo albino
sobre los hombros. Los pechos al descubierto, casi ocultos
tras los collares de cuentas y cristales que colgaban del cuello.
Su pelo negro caía revuelto sobre la piel, con algunas trenzas
cerradas por huesos coloreados. Tenía el rostro fino y la nariz
pequeña y afilada, la boca grande, a medida de su mandíbula
poderosa, y dibujaba una sonrisa sorprendida al tiempo que
entrecerraba los ojos grises de hurón.
—El Gran Druida Dagir La viene a visitarme sin previo
aviso. —Se detuvo con actitud felina en la entrada de su
guarida—. Espero que traigas tu propia comida, no tengo
nada para ti.
—No me quedaré mucho rato —habló con voz fuerte y
pausada.
—Lo prefiero.
—Para ser justo solo vengo como portador de noticias.
—¿Justo? —escupió su ironía—. Los druidas tenéis un
concepto un tanto curioso de la justicia. Estáis cegados por lo
abstracto de vuestro egoísmo. Ya no sois guardianes de nada.
—Guárdate tu desprecio y escucha lo que tengo que
decirte.
—¡Tus palabras están llenas de veneno! —exclamó ella.
El druida suspiró de forma paciente. Miró abajo y
paladeó sus próximas palabras.
—Mina... —comenzó.
—¡No vuelvas a pronunciar su nombre! —gritó con los
ojos fuera de sí y un brazo extendido hacia él—. ¡Cállate! Si en
algo respetas su memoria, guarda silencio.
Dagir La asintió.
—No eres el único al que llegan voces de fuera del
bosque, Gran Druida. —Mardha esgrimió una sonrisa torva,
casi una mueca dolida, que se esfumó en un instante.
Después caminó unos pasos a un lado—. Hace días que recibí
esa noticia. Pocos, aunque parezca que ha pasado un siglo,
todavía hace poco, demasiado poco. —La bruja cerró los ojos
con fuerza y, cuando los abrió, lo miró de soslayo, de pies a
cabeza—. No esperaba verte por aquí en persona, te creía más
cobarde.
—Sé que estabais unidas...
—¿Unidas? —saltó ella—. Unida estoy a este lugar, a mis
ropas, a las verduras que cultivo. ¿Unidas, dices? —Cerró el
cuello de su abrigo y ocultó las manos en las mangas—. Solo
un druida puede llegar a tal extremo de cinismo. —Dagir La
levantó una ceja en señal de advertencia, pero Mardha
continuó con más énfasis si cabe—. Condenaste a mi amante
al destierro, druida, y ahora ha muerto. ¿Unidas? Guardaré
144
eterno desprecio por tu nombre en adelante.
—Era una servidora del bosque...
—Excusas.
—Contrajo una deuda y los druidas cobran sus favores.
—¡Y vaya si los cobran! —escupió ella con desdén—.
Dime algo que no sepa.
—Quizá si no fueras tan desafiante...
—¿Desafiante? —Lo señaló con un dedo huesudo y
afilado— Creo que entiendes por desafío cualquier postura
que no se amolde a tu criterio. ¿Os desafiaron también los
licántropos de Falán? ¿Y los Trepadores de Okanendo?
¿Fueron desafiantes con tus normas y leyes?
—Las leyes son del bosque, no mías.
—Llevo mucho tiempo en el bosque, casi tanto como tú,
Dagir La. No me tomes por una mujer del norte. Yo también
conozco el lenguaje de Oag y nunca me ha robado un amante.
—Probablemente entendiste mal sus palabras y
confundiste sus necesidades con las tuyas.
Mardha entrecerró los ojos y sus uñas se clavaron en la
carne.
—Es una curiosa forma de pedir disculpas —murmuró
ella.
—No te equivoques. Yo no pido disculpas, bruja.
—Has venido con la intención de redimirte por el mal que
has causado. Te llevaste a Mina. Cualquier otro podría
haberte servido.
—Necesitaba una mujer joven, capaz de pasar
inadvertida, y hábil con el cuchillo.
—Deseabas hacerme daño.
—Yo no deseo nada. Mina fue elegida por su destreza
para la misión que se le encomendó.
—¡Fue elegida por sus sentimientos!
—Tus sentimientos son tan pasajeros y volubles como
tus intereses, bruja —alzó la voz Dagir La—. Sé muy bien lo
que hubiese pasado con esa joven dentro de un tiempo.
—¡Yo la amaba! —gritó la mujer al tiempo que desplegaba
hacia él sus manos, tal que si fueran garras dispuestas a rajar
su carne.
El druida dio un paso al frente y golpeó con su vara en el
suelo. De repente todos los sonidos del bosque cesaron y se
encontraron solos en una burbuja hermética. Mardha dio un
respingo y bufó de forma felina, al tiempo que una nube de
vaho asomó a su respiración. El brillante reflejo de la escarcha
creció sobre la hierba y trepó por las paredes de la cabaña.
Diminutos carámbanos se descolgaron desde los voladizos de
la techumbre acompañados por el crepitar de la creciente
helada.
—No olvides con quién estás hablando, bruja —murmuró
Dagir La.
145
Mardha desplegó las uñas y enseñó los dientes como un
depredador acorralado. Un destello sangriento apareció en sus
ojos y serpientes de bruma azulada brotaron de entre sus
pies. El druida no se movió. Allí plantado, junto a su báculo,
rígido como un monumento funerario que recordaba las
entidades antiguas del bosque. El crepitar de la creciente
helada cesó de forma repentina y una silenciosa amenaza
asomó a sus labios entreabiertos. Su tamaño comenzó a
sobrepasar el de Mardha. La figura de Dagir La creció sobre
ella, oscureció el claro del bosque y cubrió los cielos.
En un siseo, la bruja cerró los puños, su agresiva mueca
se convirtió en una amarga sonrisa, y la niebla que se retorcía
y vibraba junto a ella volvió, como su mirada vencida, a la
tierra. Se quedó quieta, cabizbaja, con el abrigo cerrado sobre
el cuello.
—Siento el dolor de cada criatura del bosque que vive y
muere —dijo Dagir La con una potente voz que parecía venir
de todas partes—. Mina no murió en vano. Comprendo tus
sentimientos.
Mardha asintió y cruzó los brazos, ocultos entre la
mullida piel de las anchas mangas. Tenía el gesto desvalido y
cansado, arrasado por la tristeza. En un suspiro, la foresta
recuperó sus sonidos y todo volvió a la normalidad. El druida
se apoyó con ambas manos en su báculo y contempló la
vidriosa mirada de la mujer. Ya no era la misma que había
asomado a su puerta para enfrentarse a él. Se la veía débil y
llena de resignación.
—La muerte forma parte de la vida, Mardha. Nada puede
oponerse a eso. Mi misión es ser justo y exigente con todas las
criaturas de este bosque sagrado que da la vida a Kanja. La
deuda de Mina ha quedado olvidada y mi deseo es perdonar.
No he venido en busca de pelea —añadió Dagir La.
—No habrá ninguna pelea —masculló ella, evitando
enfrentar sus ojos.
Dagir La asintió de forma ceremonial, con el cejo prieto y
la respiración pausada, como si diera por buenos sus
pensamientos.
—Por lo menos dime por qué murió.
—A manos de un traidor que pretendía más oro.
—No —masculló ella, vuelta de lado—, eso ya lo sé.
Quiero saber por qué la enviaste a Davingrenn.
—El propósito concierne al Círculo de los Seis —
respondió Dagir La—, no a una bruja. Murió sirviendo al
bosque, eso es todo.
—No, no es todo.
—Deberías pensar tus palabras antes de pronunciarlas.
Es un consejo.
—Es una amenaza. Pienso y digo que Mina no servía al
bosque, servía a Dagir La. Quizá el Círculo de los Seis debiera
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saber eso.
—El Círculo conoce todo lo ocurrido. ¿Pretendes dejarme
en evidencia delante de los otros druidas? —Sonrió con gesto
divertido—. Nada hay en mi propósito que no sepan mis
hermanos. Me juzgas con tu misma vara. Tú estás corrupta,
yo estoy vacío. Has sufrido por la muerte de Mina, pero el
sufrimiento y la vida son la misma cosa. No es culpa mía, ni
siquiera es culpa del hombre que la mató. Nada podrá hacer
desaparecer el sufrimiento si no aceptas eso.
—Aceptaré que me has hecho daño —susurró ella y el
Druida se inclinó para escuchar sus palabras—. Que me odias
aun sin pretenderlo. Y que algún día todo este dolor te será
devuelto, centuplicado.
—El rencor es una de las sendas del dolor.
—Es lo único que me queda.
El druida movió la cabeza a los lados, lentamente, entre
decepcionado y triste.
—No tengo más que decirte —dijo—. Continuaré mi
camino.
—Mi mayor deseo desde que te he visto.
Dagir La la observó de arriba abajo. Le había dado el
costado, sin mirarlo, cargada de resentimiento y odio. Sobre la
piel con la que se cubría, colgaban piedras y abalorios y
plumas que se contoneaban con la ligera brisa. Las hojas
trémulas susurraron su nombre y las flores del brezo, rosadas
y pálidas, se movieron a los lados. El druida, que ya había
dado media vuelta, se detuvo y miró sobre su hombro. Paseó
su intuición por la tierra pisada en la entrada... una rama
sobre el tejado... un cubo lleno de agua... una telaraña casi
invisible. Volvió atrás y levantó la barbilla. Las aletas de su
nariz se abrieron con una suave aspiración. Cerró los ojos y
tragó saliva.
—Me gustaría ver tu morada —dijo.
Mardha dio un respingo y sonrió con ofendida sorpresa.
—¿Quieres que te acoja en mi casa después de todo?
—Será solo un momento.
—Puedes entrar si lo deseas —afirmó tras enfrentarle con
los brazos en jarras—. Con invitación o sin ella harás lo que te
plazca.
Dagir La pasó junto a ella y apartó a un lado la piel que
cubría la entrada a la cabaña. Su interior estaba oscuro como
una caverna. Dio un paso en el interior y sus ojos se
acostumbraron a la penumbra en un instante.
Era una estancia grande, mayor de lo que aparentaba
desde el exterior, inundada por un espeso hedor a especias y
hierbas, dulce y amargo a la vez. De las paredes colgaban
pieles y flores secas, amuletos, urnas de jade y frascos de
vidrio de contenido viscoso. A un lado, un amplio lecho
cubierto de cojines y, en el centro, una chimenea bajo la que
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un montón de brasas palpitaban ardientes. Saetas de luz
penetraban por las pequeñas rendijas entre las
contraventanas, atravesadas por nubes de partículas
voladoras. El druida olfateó por segunda vez y recorrió con la
mirada cada oscuro rincón.
—¿Buscas algo en particular? —preguntó, tras él,
Mardha.
Dagir La no respondió. Pasó la lengua por los labios y se
giró.
—¿Me ocultas algo? —la interrogó con el rostro a un
palmo de ella.
La bruja ahogó una risa.
—¿Cuándo no he ocultado algo a los druidas? —Guiñó
un ojo en un gesto irónico—. ¿Por quién me tomas, Dagir La?
No soy una hechicera de mercado. Toma lo que desees y sal de
mi casa.
—No deseo nada de ti —dijo con aires despectivos.
—Pues no lo parece —murmuró ella y se acercó un poco
más, hasta casi rozar su nariz. El manto de Mardha se abrió y
mostró los hombros redondos, desnudos como sus pechos
tras los collares y amuletos.
La mandíbula de Dagir La se tensó como el cuero al sol y
un abanico de arrugas apareció junto a sus ojos. La mirada de
ambos se enfrento por un instante.
—Recuerda que todavía le debes sometimiento a los
dictámenes de los druidas —la amenazó al tiempo que pasaba
a su lado y salía al exterior.
—Sometimiento es lo único que entiendes —dijo Mardha
a su espalda—. ¡Y jamás lo obtendrás de mí!
Dagir La no volvió a mirar atrás. Salió al claro y
desapareció en la espesura, tal y como había llegado. Mardha
esperó bajo el dintel, con la mirada puesta en el follaje, a la
espera de que el druida retornara y se enfrentase a ella de una
vez por todas. Al principio, cuando lo escuchó gritar su
nombre frente a la casa, creyó que había llegado el momento.
Pensó que había venido por ella, que por fin había decidido
poner fin a su insumisión, a tantos años de desplantes al
poder del Círculo de los Seis. Mardha había dado las gracias
por esa oportunidad, ansiosa por estrujar el corazón del
druida y regar el bosque con su sangre, poseída por la
venganza. A pesar de que era una lucha desigual, condenada
a la derrota. Él era mucho más poderoso que ella. Aunque su
fuerza se volvería debilidad y trampa. Pronto la balanza caería
de su lado.
Entró en casa y, tras la cortina, las tinieblas se hicieron
sólidos muros oscuros a los que asomaban figuras
fantasmagóricas, restos de huesos, plumas y piedras
marcadas por runas olvidadas. Las brasas refulgieron con un
repentino suspiro, atravesadas por un golpe de aire. Se acercó
148
y la luz iluminó su rostro. Allí estaba su venganza. Pronto
llegaría el momento.
De repente, una de las contraventanas se abrió. La bruja
apenas hizo caso de aquella intromisión y continuó con la
vista puesta en el ardiente lecho de brasas. Un pequeño ser
saltó por la abertura y corrió hasta su lado. De unos tres
palmos de altura y piel oscura y aceitosa, una boca pequeña a
la que asomaban colmillos y dientes rotos en una mandíbula
estrecha. La cabeza puntiaguda, calva en su totalidad, con
orejas grandes y alargadas, con el cartílago roto y mordido. Su
respiración cavernosa acompañaba a los grandes ojos
ambarinos que, de forma nerviosa, miraban a todas partes.
Vestía con gruesas pieles sin curtir y, de una cuerda a modo
de cinto, colgaba un basto cuchillo de hierro mal forjado
aunque afilado como el vidrio.
—Casi te sorprende —dijo Mardha—. Ya te avisé de que
se acercaba y no me equivoco cuando advierto su presencia.
Alargó la mano, tomó un saco de tela y arrojó un puñado
de hierbas al centro de la fogata. En un estallido silencioso,
un humo ocre se contoneó hasta desaparecer en la altura.
—Ka sabe cómo ocultarse de esos druidas —añadió el
trasgo, con una voz correosa.
—Quizá por eso sigues vivo.
—Ka no tiene miedo.
—Pues deberías o Dagir La adornará su vara con tu
cabeza.
El trasgo tragó saliva y cerró los puños.
—¡Los trasgos ya no tenemos miedo! —explicó, iracundo
—. Pronto «el grande» comerá sus corazones y sus rostros
abobados contemplarán cómo el bosque arde. Todo arderá,
todo, todo. Y los hombres se quemarán como manteca al
fuego.
—Eso es un poco pretencioso, ¿no crees? —La bruja
arqueó una ceja.
El trasgo rio de forma rasgada y enseñó sus dientes en
una mueca maliciosa.
—El druida morirá...
—Si el plan funciona.
—Dientes de Sierra nunca se equivoca —añadió la
criatura—. Él desea la venganza tanto como nosotros. Su
camino es el de la muerte. Nosotros nos encargaremos del
resto.
—Dientes de Sierra, como lo llamas, también puede
equivocarse. Y estoy segura de que ya lo ha hecho. Aunque
vencer a la magia de los druidas no es imposible. Pero ¿vencer
a la magia del Círculo dando un rodeo? Es arriesgado, y
también hermoso. Nada parecido se ha hecho nunca.
—La primera vez siempre es la más divertida.
—Trasgo tonto —masculló con desprecio—. No temes a
149
los druidas porque no conociste los tiempos en que trasgos y
ogros fueron desterrados a lo profundo del bosque y
declarados proscritos y malditos. Te crees invencible porque
habéis encontrado la manera de derrotarlos. Los hombres, con
el poder de los druidas, os aplastarían sin dudarlo —continuó
Mardha tras arrojar varias piedras brillantes sobre las
cenizas.
—Comecorazones será rey, pronto será rey y le dará a la
bruja lo que ella pida; cualquier cosa que pida. Pero primero
los hombres del norte deben sufrir y morir y gritar, mucho
gritar.
—No me importa lo que hagáis, apestoso —dijo con una
mirada astuta—. Podéis contar con mi ayuda. Lo único que
pido a cambio es el interminable sufrimiento de Dagir La.
Mardha se despegó de la extinta fogata y caminó hasta
unos estantes repletos de redomas y frascos. Con delicadeza
tomó un pequeño frasco de perfume de vidrio azul. Dentro un
vaporoso líquido transparente se condensaba en forma de
pequeñas gotas temblorosas. Lo puso frente a su rostro y lo
observó con satisfacción y gozo.
—Mantenedlo con vida hasta que beba esto —dijo al
tiempo que entregaba el frasco al trasgo.
La correosa criatura alargó sus pequeñas manos pero las
detuvo en un momento de duda.
—Pero Comecorazones lo quiere para él —dijo—. No le
gustará que el druida muera con el veneno de la bruja. Quiere
arrancarle los brazos y las piernas. Arrancarle la piel.
—No lo matará, es mucho peor. Ese es mi precio —
musitó ella sin pestañear.
—Tendrás que darle algo más —añadió—. El rey quiere
comer su corazón y no le gusta esperar cuando está
hambiento.
—Dile que sé lo que el Círculo de los Seis buscaba en el
norte. —Mardha inclinó la cabeza a un lado y sus ojos
destellaron un brillo carmesí—. Dile que además de Dagir La,
los planes del Círculo se irán al traste. Ese será el principio
del final del bosque de Oag.
—¡Del reino de los hombres!
—Como desees —asintió—. Dile que yo le daré lo que los
druidas más anhelan.
—Ese es el trato —desplegó unas largas uñas sucias
frente a ella y acogió la redoma como si fuera un tesoro de
valor incalculable—. Dientes de Sierra es listo, muy listo.
—No dudo de su inteligencia, solo de la vuestra —escupió
ella, se deshizo de su manto con un brusco movimiento, se
arrancó uno de los collares del pecho y entre sus manos las
cuentas de arcilla se volvieron polvo que arrojó al fuego. Un
chisporroteo mágico llenó la estancia de colores. El trasgo
gimió y se cubrió el rostro con su pequeño brazo.
150
El rostro de Mardha, iluminado por la tenue brasa,
parecía de cera y metal. Se inclinó hacia delante, cerca de la
cortina de vapores, y desplegó los brazos. Entreabrió los labios
al contemplar la visión y un brillo cargado de hambrienta
furia apareció en sus ojos. El trasgo entrelazó los dedos frente
al pecho y se alejó de un salto.
—Dagir La no es el único que puede ver más allá del
bosque —musitó al comprender el nombre que había
descubierto.
Los vapores sobre la fogata tomaron forma. Primero de
forma casual, después, poco a poco, el humo se definió en una
escena. El trasgo, tras un instante de duda, se acercó lleno de
curiosidad.
—¿Quién es? —preguntó.
—La razón por la que murió mi amante y por la que
morirán todos los druidas.
Un gorgoteo acompañó el gesto de satisfacción del trasgo
al escuchar las palabras de la bruja.
—¿Un joven mago?
—Mucho mejor. —Asintió de forma sibilina—. Un
recipiente de la energía acumulada durante toda una era. Algo
que todavía no había ocurrido en este mundo.
El trasgo abrió la boca, hipnotizado. La mano de Mardha
se desplegó entre los vapores sibilinos que se contoneaban en
espirales infinitas.
—¿Qué está tramando el viejo druida? —se interrogó ante
los abiertos ojos de la pequeña criatura de la noche—. ¿Ha
llegado el temido momento del Khuram?
Con las últimas palabras, la incertidumbre se convirtió
en una sonrisa cargada de ironía que desapareció sustituida
por el odio. Volvió su atención al trasgo, que dio un respingo y
salto a las sombras de nuevo.
—Eadgard —dijo la bruja con las fauces dispuestas—.
Eadgard Finean.
Sobre las ascuas humeantes, como un reflejo apenas
visible en los vapores, Eadgard y otro muchacho charlaban
con gesto serio, sentados sobre una roca.

151
CAPÍTULO 12

Las nubes habían dado una tregua al sol y de nuevo sus rayos
calentaban el aire. Por un instante el calor volvió a su piel y
sonrió al sentirlo en el rostro. Era agradable vaciar su mente
de pensamientos. Olvidar los días pasados, las magulladuras,
el hambre, la muerte y los sueños durante la noche. Olvidar,
de principio a fin, absolutamente todo. Ese era un buen
pensamiento, quizá incluso optimista. Cerró los ojos y dejó
caer la cabeza hacia atrás. Respiró y no los abrió hasta que la
sombra lo envolvió.
Eadgard no tenía color alguno en sus grandes ojos llenos
de hastío y rabia. La sonrisa se esfumó de su rostro al
comprobar lo ocurrido. Las nubes cargadas de lluvia se
movían con rapidez en las alturas y el sol había quedado
sepultado de nuevo. Todo se volvía gris oscuro, cubierto por
un velo que precedía al chaparrón que se les venía encima. La
brisa se cargó de humedad y aroma a tierra y hierba y flores
secas. Se apoyó sobre un codo y dejó la mejilla en el hombro.
Con un movimiento seco escupió el hueso de ciruela que
chupaba desde hacía rato.
—Odio el otoño —murmuró tras pasar la lengua por los
dientes—. Odio la lluvia.
Iven dejó de chuparse los dedos y levantó la mirada al
escuchar las palabras. Se había acuclillado con la espalda
sobre la piedra y, en su regazo, guardaba un montón de
ciruelas rojas, tan maduras, que gotas sanguinolentas
resbalaban desde su barbilla hasta la pechera de la camisa.
Se estiró a un lado y alcanzó el zurrón en que guardaba las
provisiones. Rebuscó en su interior, sacó un trozo de pan
reseco y se lo acercó a Eadgard.
—Deberíais comer, señor —sugirió.
Eadgard entrecerró los ojos y con una mueca desdeñosa
rechazó el ofrecimiento. Iven miró a lo alto.
—Pronto lloverá.
—Lo sé.
—Deberíamos ponernos en marcha. Nos hubiesen venido
bien los caballos. Podíamos haber conservado por lo menos
uno de ellos. Aquel pinto tenía buena salud, habría cargado
con los dos sin problemas. Y puestos a sembrar de pistas
falsas...
—No necesitamos caballos —lo interrumpió—. No somos
nobles hijos de Misinia, ni escuderos de hombres de armas, ni
siquiera pajes de mercader enriquecido. Somos vagabundos,
mendigos, huérfanos —escupió las últimas sílabas y cerró los
ojos un instante—. No tenemos montura. Los caballos harán
más por nosotros vagando por los campos durante unos días.
152
—Tan solo pretendía remarcar su utilidad cuando la
lluvia amenaza.
Eadgard dedicó una larga e inexpresiva mirada al
muchacho. Ambos tenían casi la misma edad, aunque Iven
pareciera un niño a su lado. Era un palmo más bajo, y el color
cetrino de Eadgard, su piel desgastada y cuarteada, las
manchas oscuras bajo los ojos y su aspecto famélico, le
hacían parecer mayor al contemplarlo junto al rosado
levantabolsas de aire infantil.
—¿Qué prisa tienes? —preguntó, carente de emoción.
—Ninguna, señor —se disculpó al tiempo que guardaba el
pan y envolvía las ciruelas en un paño que al instante se
empapó del oscuro jugo—. No por mucho correr se llega antes
al infierno, dicen en mi aldea. Y, la verdad, no es mentira que
las prisas matan. Los ladrones nerviosos mueren primero, eso
es algo que aprendí bien temprano, y por eso sigo vivo. Pero
pienso que el agua moja y mojarse es peligroso cuando no se
está bien alimentado, señor.
—¿Un ladrón nervioso muere primero? —Amagó una
sonrisa.
—Eso tengo entendido, señor.
—Así pues, Arnos era un tipo muy nervioso. —Eadgard se
encogió en un gesto sombrío.
—Bastante más que yo —respondió el joven Iven con un
fino hilo de voz.
Eadgard sonrió y asintió antes de incorporarse.
—No nos mojaremos —afirmó—. Pasé por aquí el verano
pasado y conozco la zona. Hay unas granjas no muy lejos. Nos
detendremos a pasar la noche y pediremos cobijo a los
campesinos antes de continuar hacia Uddla.
—¿Es ese nuestro destino?
Eadgard saltó de la roca y se quitó el polvo de la sucia
ropa. Sus pantalones se habían desgarrado mucho antes de
llegar a los tobillos y algunos jirones de tela colgaban
cubiertos de barro hasta unas sandalias tan maltratadas que
parecía cosa de magia su persistencia en cubrir el pie de su
propietario.
—¿Destino? —lo interrogó, irónico—. El destino es una
mortaja de tierra que cubre el rostro, el cuerpo frío como un
carámbano y el silencio eterno. Eso es el destino, realmente.
Así que a falta de mayores preocupaciones y tan aciago e
inevitable final —exageró una teatral pose—, nuestro
propósito será alejarnos de los Levvo tanto como sea posible.
A estas alturas nos estarán buscando para darnos los que nos
merecemos: una soga al final de una cuerda. Hemos matado
al consejero del rey, no habrá piedad para nosotros.
Iven tragó saliva en una ruidosa mueca.
—¿Esperabas otra cosa? Creía que eras un ladrón y
mercenario.
153
—No... —Bajó la mirada y arrugó los labios—. No hace
mucho que acompaño a Arnos. Desde la primavera pasada. Él
me protegía y yo le servía de aprendiz. Solo una vez lo vi
matar. A dos ladrones que habían asaltado y violado a una
madre y su hija. Por orden del agraviado esposo los
encontramos y Arnos los mató.
—¿Te parece menos justo que los tribunales del rey?
—La palabra de los jueces condena a muerte a muchos
cada semana —alegó con la mirada perdida—. Gente inocente
y culpable, tratados por igual, con la misma vara de medir.
—El reciente viudo que os contrató ejerció de rey y
vosotros de jueces. Quién sabe si aquellos que mató Arnos
eran culpables o inocentes. ¿Acaso preguntasteis a los vecinos
de la zona? ¿Buscasteis a sus familias? ¿Tenían deudas de
juego? —Iven se detuvo con la boca abierta—. No pienses que
te juzgo por ello. Me trae sin cuidado quién muere a manos de
quien, siempre que no sea yo.
—No era eso lo que yo pretendía...
—Sé lo que tú pretendías, Iven —apuntó con acento
intrigante—. Yo también me mantengo alejado de esos
espectáculos tan poco reconfortantes.
Iven se calló y ocultó su rostro a un lado.
—Arnos presumía de que ninguna puerta permanecía
cerrada para vosotros. ¿Qué quería decir con eso? —Dio un
paso hacia él.
—Justo lo que significa.
—Tú no eres lo que pareces.
—Soy tal y como veis.
Eadgard lo golpeó en el hombro y el muchacho trastabilló
hacia atrás, sorprendido.
—¿Cuál es tu secreto?
—No... —El muchacho tartamudeó—. No te entiendo.
—¿Por qué razón iba a acompañarse Arnos de un
razaelita que teme ser condenado a las llamas en Davingrenn?
—No soy como tú.
La hierba bajo los pies de Eadgard creció y se enroscó
alrededor de sus piernas. Los tallos más gruesos formaron
afiladas espinas, gruesas como dedos huesudos, que se
contonearon a su lado.
—Por supuesto que no eres como yo, maldito cobarde. —
Las aletas de su nariz se hincharon con la respiración y las
venas de su cuello palpitaron llenas de fuerza—. Quizá seas
tal cual yo fui hace tiempo. Un sucio marcado lleno de
temores. Pero, ni por asomo, eres igual que yo.
Un trueno resonó en la distancia cuando el barro bajo él
se resquebrajó como un fruto maduro. Una masa palpitante
se desbordó desde el fango. Centenares de lombrices se
agitaban, ciegas, a sus pies, y desde sus cuerpos los brotes
verdes crecían hasta convertirse en afilados alfileres vivientes.
154
El renovado viento arrasó el camino y, con él, una cortina de
lluvia cayó sobre ellos. Iven, con la máscara del terror en su
rostro, trató de alejarse, pero tropezó y cayó sobre su trasero
al tiempo que tartamudeaba excusas.
—¡No...! —exclamó antes de cubrirse el rostro con los
brazos—. ¡Mis manos; lo que Arnos quería de mí eran mis
manos!
Eadgard se irguió y caminó hasta él. El fango y las
lombrices se aplastaron bajo sus pies y las hojas y espinas
junto a sus piernas quedaron atrás, como sierpes adormiladas
por el frío.
—¿Y bien? —preguntó sin afectación alguna.
La tormenta había llegado con su ensordecedora
presencia. Iven escupió el agua que corría por su rostro y
recogió las piernas contra el pecho. Por un instante recordó la
posición de un nonato en el vientre materno. Después, con
aspecto derrotado, se incorporó sobre el codo.
—Mis manos —explicó antes de levantar una de ellas
frente a Eadgard. Los dedos de Iven se separaron de forma
milagrosa para después girar cada uno en un sentido,
encogerse, estirarse y retorcerse como si en lugar de huesos
estuviesen rellenos de cera tibia—. No hay cerradura ni bolsa
lejos de mi alcance.
Eadgard inclinó la cabeza a un lado y sonrió con aires de
satisfacción. Tras él, los brotes se marchitaron tan rápido
como habían aparecido y la palpitante vida del fango se diluyó
bajo la lluvia.
—Realmente útil. —Unas gotas de sangre cayeron desde
su nariz hasta la camisa—. La sinceridad es muy apreciada en
estos tiempos. Ahora ya estamos preparados para continuar.
Tendió la mano hacia el asustadizo muchacho y lo ayudó
a ponerse en pie. Dio una palmada en su hombro, de forma
familiar. Iven lo miró boquiabierto mientras observaba el
manto plomizo y compacto sobre ellos. Eadgard pasó los
dedos entre el pelo empapado y respiró profundamente. Las
nubes ronronearon un interminable eco que sonó a amenaza.
—Parece ser que al final sí nos hemos mojado —dijo.
Sin decir una palabra más comenzó a caminar hacia el
sendero que atravesaba los campos arados hasta la distancia.
Se cobijaron bajo la destartalada techumbre de una
caseta de campo que en su tiempo sirvió como refugio de
pastores y que ahora se encontraba en evidente estado de
abandono. Iven encendió un fuego en un rincón, comieron la
carne salada y el pan duro que todavía les quedaba de las
provisiones que cargaba Arnos, y pronto olvidaron la lluvia y
el frío. No hablaron más. Una montaña de paja seca les sirvió
como mullido lecho y hubiera sido una buena noche, de no
ser porque también era hogar de varios miles de pulgas.
Tumbado sobre la gualdrapa con los brazos tras la
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cabeza, Eadgard permitía al sueño tentarlo como un pez
atraído por el cebo. Los párpados le resbalaban al tiempo que
los pensamientos se le desvanecían. Su respiración le recordó
el último aliento de Rághalak; cuando clavó en su pecho un
cuchillo y la sensación del metal rajando carne llegó a sus
manos por primera vez. Matar al viejo consejero era una
deuda con su madurez además de una inevitable
consecuencia. Dientes limados, ojos felinos, su voz rasposa…
Le perseguían en sueños pero también durante el día, en cada
silencio, recuerdos agazapados en los parajes de la memoria.
«Ser el verdugo —le dijo—, no la víctima. Tú eliges tu
destino, Eadgard». Quizá el consejero debería haber meditado
que aquellas palabras le costarían la vida.
«Un consejero prisionero de sus consejos —pensó
Eadgard, tomado por la modorra—. O tal vez no, tal vez sabía
muy bien lo que hacía. Tal vez era su objetivo, plantar la
semilla en mí, la semilla que despertó este apetito insaciable
que siento desde el momento en que el cuchillo se clavó en su
pecho y sus ojos se salieron de las órbitas. Cómo deseo repetir
aquel momento, presenciar su final como colofón a mi
venganza. Es hermoso ser libre.»
El rostro de Eadgard cayó a un lado y todo el cuerpo le
siguió hasta quedar tumbado sobre el costado. Los
pensamientos habían sido sustituidos por la paz del cálido
lecho y el placer de ver a Arnos retorcerse en el suelo. Mina
estaba allí, en algún pliegue de sus sueños, como una
presencia sin rostro que Eadgard ignoraba.
En un rincón del corral, cubierto con la capucha y
envuelto en su capa oscura, Iven roía un mendrugo de pan y
observaba con grandes ojos y expresión de espanto el agitado
sueño de Eadgard.

A la mañana siguiente, las nubes los acompañaron


durante todo el camino, como hinchadas panzas azuladas,
pero no descargaron ni una gota sobre ellos. El camino se
había convertido en un barrizal que en ocasiones era mejor
abandonar por la firmeza de los afilados pedregales de roca
caliza tan típicos de los llanos de Uddla. En un par de
ocasiones encontraron carromatos estancados en la arcillosa
calzada, rodeados por viajeros que estacaban pértigas en los
ejes de las ruedas y fustigaban a los agotados bueyes. Ellos
pasaban de largo, saltando de una roca a otra, ocultos entre
los escasos cedros y arbustos de jengibre. Al final de la tarde
la ciudad de Uddla llegó hasta ellos, primero a sus narices
como una pestilencia a letrina desbordada, después la vieron,
tan gris y opaca como el cielo sobre ella.
—La puta de la llanura —explicó Eadgard, detenidos en
la última de las colinas frente a la ciudad—. Así la llaman los
comerciantes. Aquí solo hay ladrones, asesinos, busconas y
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monjes fanáticos. Gobierna la familia Skol, como un puerco
que se alimenta de su propia mierda. Muy apropiado para
nosotros.
Uddla se alzaba de los prados a su alrededor como un
tumor amurallado del que asomaban un millar de
puntiagudos tejados. Desde la lejanía no parecía tan horrible y
desfavorecida como su hedor presagiaba. La muralla tenía
tantas casuchas, corrales y cobertizos adheridos a su parte
exterior que costaba asegurar en qué lado se encontraba uno.
Las puertas de la ciudad habían desparecido y el empedrado
de las calles se encontraba sumergido en una generosa capa
de estiércol y barro. Los animales corrían libres entre
mercados improvisados, charlatanes, curanderos, y artesanos
que trabajaban a la puerta de sus negocios.
Eadgard e Iven pasaron inadvertidos entre una multitud
que fluía entre gritos cerca de subastas de animales, mujeres
a la puerta de burdeles y mercenarios borrachos. Soldados de
fortuna devoraban costillas asadas en la misma calle y
retaban con la mirada a cualquiera que buscase pelea.
Grandes bidones de agua caliente servían de baño a viajantes
incautos cuyas alforjas eran aliviadas de su peso por bandas
de rateros de aspecto desnutrido.
Eadgard no recordaba la última vez que había visitado
una ciudad como aquella; tampoco lo echaba de menos. La
última vez se hacía acompañar por una falsa curandera: ella
ponía la labia, él su don. Centenares de vidas parecían haber
transcurrido desde aquellos tiempos, como si hubiera nacido y
muerto y vuelto a nacer desde el día en que la luz estalló en él
y fue arrastrado a un sucio calabozo del Lévvokan. Habían
pasado tan solo unas semanas, lejanas en su memoria, como
la historia de otro, en un lugar diferente.
Iven no había salido jamás de Davingrenn y sus
alrededores. Una vez había viajado a Bjornne, pero él no quiso
dar detalles y Eadgard no preguntó. Se mostraba desconfiado
y alerta, oculto en la penumbra de su capucha. Eadgard se
divertía al ver cómo su compañero se sentía apabullado en un
lugar desconocido. Él había recorrido los peores suburbios de
Kanja, visitado mercados de esclavos, dormido en lugares
lúgubres en que los más valientes tiritaban con el roer de las
ratas. Suspiró con una mezcla de condescendencia y
superioridad dibujada en una mueca, apenas semejante a una
sonrisa. Pasaron junto a un puesto en que se hervían cabezas
de cordero en calderos de latón sobre braseros enormes.
Eadgard escupió y se limpió con el dorso de la mano. Sintió
retorcerse su estómago, quizá por el hambre, o tal vez por el
profundo desprecio que sentía ante todos aquellos
desconocidos que pasaban a su lado. Los mismos que acudían
a los charlatanes de mercado, palurdos llenos de prejuicios y
miedo a lo diferente, cerdos que chapoteaban en sus propios
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excrementos, seres que no valían nada y que él conocía bien.
—Esto es lo que llaman civilización —musitó con el cejo
prieto y dio un golpe en el brazo de Iven—. ¿Tenemos algo que
cambiar por comida? ¿Alguna moneda en el zurrón de ese que
era tu mentor?
Iven dio un respingo, abrió el zurrón y rebuscó al tiempo
que negaba con la cabeza.
—La mujer nos pagó con una piedra brillante —explicó—,
pero debía de llevarla Arnos encima, esas cosas siempre las
guardaba en bolsillos secretos de su chaleco.
Eadgard tragó saliva al escuchar sus palabras. Una
piedra era el precio que Mina había pagado para que aquellos
ladrones los sacaran de la ciudad. Era un agrio pensamiento,
tan amargo que le convirtió la saliva en vinagre. Mina, su pelo
color paja, sus profundos ojos, la fuerza en su voz, se
esfumaba como un espejismo en la niebla y dejaba atrás un
vendaval de despecho y rabia. Una mentira más en su vida.
—Criando malvas con su dueño —asintió y esperó en
actitud meditabunda, con el labio en alto y enseñando los
dientes—. Así pues, es hora de que hagas honor a tu profesión
y llenemos la panza de comida caliente, y no pan reseco y
queso mohoso...
—Pero... —Iven saltó atrás y abrió los ojos como platos.
—La utilidad de uno es el valor de su cabeza, si no tienes
nada, no vales nada. —Las palabras se deslizaron desde su
boca por el peligroso tobogán de la amenaza—. Lo mismo que
vale un muerto. Te esperaré allí sentado —señaló un oscuro
portalón bajo un arco—, y recuerda: yo no voy contigo, no te
conozco. Así que no te dejes atrapar o acabarás como ellos.
Eadgard señaló con la barbilla uno de los calderos a los
que asomaban cabezas de cordero despellejadas, con sus ojos
llenos de sorpresa idiota entre el borbotar del agua y la grasa.
Iven tragó saliva y asintió, pero Eadgard ya no estaba allí.

Cuando miró sobre el hombro, el joven ladrón había


desaparecido entre el gentío. Confió en que haría bien su
trabajo, al fin y al cabo parecía que era lo único que sabía
hacer, aparte de asustarse y temblar. Esperó apartado del
bullicioso ir y venir de la gente que recorría las calles de
Uddla. Se recostó contra un muro que había perdido grandes
trozos de argamasa y con ella lo que parecía un antiguo fresco
bajo los arcos de un pasadizo. Tal vez en su tiempo fuese una
muestra de amor a la vida y optimismo, pero ahora sus
colores se habían fundido con la humedad y las figuras
parecían informes ancestros de los humanos. Cruzó los brazos
frente al pecho y observó la pintura junto a él. Un rostro de
color grisáceo, con la boca rosada difuminada y llevada por el
agua, los ojos desaparecidos, las manos como miembros
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irreconocibles. ¿Era esa la condena del tiempo en el mundo?
Hubo un día en que las alabanzas acompañaron aquella
pintura. Pero el tiempo ejerce su castigo y muestra la
verdadera naturaleza de cada uno, la deformidad, lo
monstruoso, la locura tras la máscara. Eadgard sabía muy
bien que ese era el único futuro del mundo de los hombres.
La bolsa se agitó junto a él y las monedas tintinearon en
su interior. Iven retiró el puño y la ofreció a Eadgard. Tenía el
gesto cargado de seguridad, un poco menos infantil, y eso
gustó a su nuevo jefe.
—Ha sido rápido —dijo este, tomando el saquito con un
golpe de mano.
Iven se encogió de hombros y ladeó la cabeza.
—No hay mucho —añadió Eadgard tras echar un vistazo
al interior de la bolsa.
—Pensé que sería mejor no llamar la atención —replicó el
joven ladronzuelo con un súbito deje de orgullo en su voz que
se esfumó al instante—. Las bolsas pequeñas no despiertan
tanto aprecio y sus dueños no van acompañados. Robar a un
rico es como apostar con la muerte, robar a un pobre es
más...
—Saludable —concluyó Eadgard de forma brusca—.
Olvida la filosofía conmigo y busquemos un cocinero poco
amigo de las ratas y las moscas.
En un rato se encontraban sentados en la escalinata del
templo con una escudilla de humeante estofado y varios
muslos de pollo con su ración de patatas y cebollas en una
cazuela. También dos picheles de cerveza negra y una hogaza
de pan cubierta de harina. Comieron sin decir una palabra;
tan solo sorbieron, chuparon, mordieron y tragaron todo lo
que pudieron hasta que hincaron los codos en los escalones y
quedaron tumbados con la panza hinchada.
—¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Iven tras
eructar y limpiarse la boca con la manga de su camisa.
Eadgard no respondió. Cogió una fina paja del suelo y
comenzó a hurgar entre los dientes. Tenía los ojos
entrecerrados, y las arrugas que se formaban bajo las cejas le
hacían parecer adusto, incluso un poco cruel. Después de la
copiosa comida se encontraba somnoliento y desganado.
Aunque, al mismo tiempo, una sensación de hastío le revolvía
las tripas al contemplar la ruidosa multitud de Uddla.
—Te gusta volver sobre las mismas estupideces. ¿Acaso
tienes prisa? —masculló sin sacarse la paja de la boca.
Iven se incorporó, escupió y rebuscó entre los restos de
pollo algún hueso que repelar.
—En absoluto —dijo de forma desdeñosa—. Pero habrá
que tomar algún camino. ¿No pensarás quedarte en Uddla? —
concluyó con un mohín espantado.
—¿Por qué no? —Eadgard ladeó el gesto—. Hay viajeros,
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comerciantes, putas, estafadores y asesinos. ¿No te sientes
como en casa?
Eadgard pasó la lengua por los dientes y le dirigió una
sonrisa cruda y llena de cinismo. El joven ladrón apartó el
hueso de pollo que chupaba y no dijo nada. Bajó las cejas y
miró a otra parte hasta que Eadgard rio y le dio un golpe en el
hombro.
—Tranquilo, Iven —dijo—. No vamos a quedarnos en este
retrete disfrazado de ciudad. Nos iremos tan pronto como
tengamos una razón para salir de aquí.
Frente a ellos se encontraba una plaza ovoide, con
algunos puestos de comida, músicos ambulantes y
mercachifles del tres al cuarto, la mayoría estafadores y
buscavidas. La cercanía de la guerra había aumentado el
número de aquellos que vivían de la carroña dejada atrás por
los hombres de armas. Se jugaba a dados en las esquinas, los
licores de Oag se servían aquí y allá, las prostitutas llevaban a
los hombres a oscuros callejones, y siniestros zingarios
ofrecían polvo de cristal negro y hoja de boor. Un continuo
tumulto que no parecía tener principio ni final había tomado
la ciudad. Aunque, desde un lado de la plaza, una extraña
comitiva llamó la atención de Eadgard.
Un grupo de guardias se abría paso entre la multitud y,
con las lanzas, azuzaban a un engendro digno de los cuentos
de brujas. La plebe no tardó en formar una barahúnda, al
tiempo que abucheaban y lanzaban estiércol y barro al
prisionero encadenado. Eadgard se puso en pie para poder ver
mejor y subió un par de escalones.
Era un hombre joven que caminaba a cuatro patas, tenía
el torso desnudo y cubierto de pelo negro, sucio y apelmazado
por la sangre seca de algunas heridas. Recogía el brazo
derecho contra el pecho y se agitaba lleno de confusión ante
los gritos, a los que respondía con rugidos lobunos y algún
zarpazo al aire. Tenía el rostro cuadrado, con una fuerte
mandíbula, cejijunto, pelo oscuro como los diminutos ojos y
una nariz chata y porcina.
—¿Qué ocurre? —preguntó Iven, poniéndose en pie.
Eadgard observó cómo encadenaban al prisionero a un
pilón de piedra en el centro de la plaza. Muchos se
amontonaron alrededor del monstruo y comenzaron a lanzar
piedras, fruta podrida y escupitajos. Los guardias reían y
amonestaban con ligereza a la turba, hasta que pasado un
buen rato, el deforme engendro perdió su interés y todo volvió
a la normalidad.
—Aquí tenemos una buena razón para abandonar Uddla
—murmuró Eadgard, dando un aire siniestro y amargo a sus
palabras.
Iven se veía confundido ante el momentáneo jolgorio,
quizá expectante, pero no pronunció palabra. A su lado,
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Eadgard, tenía el semblante pétreo, los ojos desaparecidos y el
rictus pálido y evadido. Había una extraña determinación en
su perfil, una conexión con la bestia deforme y sus gañidos
doloridos, abandonados a la desesperación y las burlas de
aquella turba de sucios y vulgares misinios. Se mordió el labio
y miró a otra parte con repugnancia y quizá, un pensamiento
vengativo.
—¿Qué piensas? —le preguntó el joven ladronzuelo.
—Pronto será de noche —masculló.
—¿Y? —interrogó Iven, junto a él.
—La noche les devuelve a su lugar. —Colocó los brazos
en jarras, sin perder de vista al malherido marcado que
esperaba el momento de su ejecución—. Les encierra en casa,
junto al fuego. En las tabernas. Un lugar donde camuflar el
terror y beber y reír como si fuera de día. Los hombres tienen
miedo a lo que no comprenden, y la noche es una de esas
cosas. Es el momento en que sus dioses los abandonan y se
encuentran solos en la nada. La noche llegará pronto... —Iven
dio un paso atrás cuando se encontró con la sonrisa hiriente
de Eadgard—. Y con ella el miedo.

Los tenderetes y puestos ambulantes desaparecieron a


medida que los viajeros se mudaban a sus posadas y
albergues. La plaza quedaba desierta bajo la oscuridad,
acariciada por el jolgorio que llegaba de los antros en barrios
menos recomendables en forma de murmullo. Unos pocos
faroles iluminaban las esquinas y el camino a casa de algún
borracho extraviado que voceaba al cruzarse con la ronda de
guardia. Era una noche fría, antesala del otoño en Uddla, y
los adoquines de las calles reflejaban líneas rotas y oscuras
formas que se desvanecían al mirarlas. Los gatos disputaban
entre la basura, en sórdidos callejones, y sus ojos destellaban,
vigilantes a los intrusos que se deslizaban en su territorio
nocturno.
El soldado se recostó en una pila de canastos, cerró el
capote sobre el pecho y cruzó las piernas para mantener
alejada la humedad de la noche. El vino le había calentado el
estómago y adormilado los pensamientos pero, a pesar de
todo, continuaba despierto, con la lanza bajo el brazo y el
cuello desaparecido entre los hombros. Su aliento formaba
breves vaharadas que desaparecían en la fresca noche. Sorbió
los mocos y sintió que el calor retomaba sus piernas y
también los riñones. Poco a poco, hincó la barbilla en el pecho
y cerró los ojos, solo un instante, lo suficiente para no ver la
sinuosa figura deslizarse hasta el cautivo encadenado.
La sombra había salido de un rincón, pasó frente al
guardia y llegó hasta el prisionero. Se ocultó tras el pilón de
piedra, miró alrededor e hizo una señal. Eadgard caminó sin
prisa, silencioso aunque a la vista, como una aparición
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fantasmal. Se había cubierto con un improvisado manto de
saco teñido de suciedad y mugre, lo que hacía parecer sus
escuálidos brazos tan pálidos como la leche. Los ojos, alfileres
viscosos, brillaban en su rostro. Iven lo esperaba acuclillado
junto al prisionero.
Cuando llegó a su altura, el deforme encadenado se
despertó y dio un respingo. Eadgard vio su rostro de cerca.
Era un hombre joven con una herida profunda en la frente y
un brazo abotargado y cubierto de sangre seca. A pesar de su
espalda atrofiada, sus músculos eran poderosos y, en pies y
manos, tenía unas uñas oscuras y afiladas. Las cadenas
repiquetearon en el suelo y se enrollaron en sus pies
desnudos, al tiempo que una advertencia en forma de gruñido
salvaje rasgó su garganta. Iven cayó de espaldas junto a un
charco de agua sucia que apestaba a meados, y su capucha se
deslizó sobre los hombros. El prisionero mostró los afilados
dientes y siseó de forma animal.
Eadgard se adelantó y desplegó una mano frente a él. Su
rostro marmóreo permaneció impasible. El brazo se acercó a
la criatura. La advertencia se volvió amenaza cuando abrió la
boca, preparado para atacar, y mostró unos gruesos colmillos.
Los ojos de Eadgard se cerraron un instante, justo cuando
parecía que una dentellada le volvería el brazo un jirón de
tendones y músculos. El silencio se convirtió en niebla
pasajera y todo se detuvo.
El razaelita encadenado abría y cerraba su garra derecha
frente al rostro. Se irguió tanto como su espalda le permitía,
todavía encadenado, y pasó los dedos por el lugar en que las
contusiones magullaban su cuerpo tan solo un instante atrás.
Su rostro lobuno estaba perplejo a la escasa luz nocturna.
—He venido a liberarte —dijo Eadgard al ocultar las
manos bajo el manto. Después permitió que un hilo de sangre
corriese desde sus labios hasta la barbilla e hizo una señal al
expectante Iven—. Abre los cerrojos.
El ladrón se acercó, alarmado y presa de la desconfianza,
pero el forzudo prisionero lo ignoró, sin despegar la mirada de
Eadgard. Iven sacó sus ganzúas y rodeó con sus manos el
recio candado de hierro. Sus dedos formaron un galimatías de
carne y metal que se retorcía con habilidad imposible. Con un
chasquido metálico, la cadena cayó al suelo.
Eadgard se sintió débil, pero menos que otras veces,
limpió la sangre de su boca con el dorso de la mano y sonrió
al recién liberado prisionero.
—¿Cómo te llamas? —preguntó.
—Soy Hontar —respondió con voz rota pero potente—.
Pero mi familia me llamaba Perro.
—Bienvenido a la libertad, Hontar —asintió Eadgard con
una sonrisa cómplice—. Yo soy Eadgard y este es Iven.
Perro se agachó a los pies de Eadgard con un
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estremecimiento, alzó los ojos desbordados de lágrimas que
corrían por las velludas mejillas.
—Tengo una deuda de vida contigo, Eadgard —murmuró
como si cincelase cada sílaba en el recuerdo.
En ese momento el adormilado guardia abrió los ojos y se
incorporó en su lugar. Parpadeó varias veces hasta que fue
consciente de lo que ocurría. Trató de gritar pero su garganta
se atragantó y tan solo consiguió emitir un ronquido afónico
antes de que la lanza cayera al suelo con estruendo. Sacudió
la cabeza a los lados y les apuntó con el dedo, pero todo quedó
ahí.
Perro saltó con sus potentes piernas y, en un par de
brincos, se encontró frente al guardia. Su grito de alarma se
vio sustituido por uno de auxilio y este por un ahogado
quejido cuando Perro lo golpeó con ambos brazos en el pecho.
El soldado dio contra el muro y se desplomó en el suelo, sin
sentido. Entonces Perro le aplastó el cuello con un pie, y el
pelo de su espalda se erizó de placer.
Eadgard sacó una mano del manto y llamó a Perro.
—¡Hontar! —exclamó.
El Perro miró hacia él y brincó hasta colocarse bajo su
mano, en espera de una caricia. Eadgard pasó los dedos desde
la frente hasta la unión del cuello con la espalda y cogió con
fuerza el pelo de su nuca.
—Bien hecho —asintió satisfecho—. Bien hecho.

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CAPÍTULO 13

Doblaban las campanas y corría su eco tras los hombres en la


fortaleza ducal de Bremmaner. Los gritos y las voces tomaron
cada rincón del castillo. Hubo golpes, puertas que se abrían
de improviso, montañas de heno atravesadas por lanzas.
Soldados que violaban aljibes húmedos y catacumbas
abandonadas al descanso de los muertos durante décadas.
Las antorchas herían la noche y decenas de botas tronaban en
los adarves, en las repisas y soportales, en busca de un
asesino infiltrado en la casa del señor de la ciudad.
Como un perro que se rasca con ansia, se retuerce,
olisquea y regresa al ataque al descubrir que no ha acabado
con un insidioso parásito, se revolvía el palacio ducal en
busca de aquel intruso. Se escudriñaba con rabia, con la furia
que provoca el orgullo herido. Porque si alguna emoción
destacaba en el semblante del duque Rolf Lorean, escupiendo
órdenes, increpando a los guardias desde los balcones, era la
cólera del que ha sentido ultrajado su dominio, su feudo
privado.
Sin embargo Browen lo observaba dar voces, en bata, con
el pelo revuelto, arrancado de la cama y vuelto a la ansiedad
de un ducado en guerra, y desconfiaba. No porque tuviera una
certeza, ni siquiera una lejana sospecha, sino porque la
desconfianza, a aquellas alturas, se le había vuelto una
segunda piel.
«Si está fingiendo —pensó el príncipe—, será el mayor
mentiroso que he conocido nunca.»
Como si hubiera escuchado sus pensamientos el duque
se giró de repente, con la respiración agitada, y los sirvientes
cerraron tras él la cristalera que daba al balcón. Los sonidos
de la noche, las campanas y las voces, quedaron fuera, con los
destellos de lámparas que aparecían en las aspilleras y en los
tejados.
—Si hay alguien lo encontrarán —dijo el duque tras
recuperar la respiración.
—Por supuesto que lo hay —intervino Leana, y el duque
dio un respingo sorprendido—. Han intentado matar a
Browen. Entre estos muros, tu propia casa.
—¡No tienes que recordarme quién es dueño de estos
muros! —saltó el duque Rolf y golpeó una mano con el puño.
Leana dio un paso atrás y bajó la mirada. Todavía vestía
la camisa para dormir aunque, de forma apresurada, se había
calzado unas botas y unos pantalones de piel, sin cinto, y
portaba la espada enfundada en su mano izquierda. El pelo
castaño se le derramaba salvaje sobre los hombros y se
balanceaba a los lados con cada movimiento. Desde que había
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entrado en la habitación la sacerdotisa bramaba y caminaba
de un lado a otro en una actitud feroz.
—No estoy orgulloso de lo ocurrido —continuó el duque
—. Te pido disculpas príncipe. Estoy avergonzado y te doy mi
palabra de que el culpable pagará caro, muy caro. —Se
detuvo, cruzó la bata carmesí sobre el pecho y observó el
magullado rostro de Browen—. Estás herido. Llamaré a mi
médico personal para que os atienda.
Browen se llevó la mano a la cara y acarició la sangre
seca y la piel abrasada tras la persecución en los tejados.
—No es nada, mi duque —dijo—. Solo es un rasguño. No
necesito ningún cuidado con esta herida.
—Insisto —añadió el duque, y antes de que Browen
replicara de nuevo, se acercó un paso y lo cogió por el brazo—.
Permite que te compense de alguna manera, Browen, aunque
no haya nada que pueda hacer olvidar lo ocurrido.
Browen asintió. No se sentía con ánimo para entablar
una discusión llena de comedido protocolo con el duque. Se
encontraba rabioso y cansado, agotado, no de la persecución,
ni de las batallas pasadas o por venir. Estaba hastiado de la
política, de su papel de embajador frente a un hombre del que
no podía aventurar su posición en todo aquel asunto. Las
advertencias de Gavein se volvieron un poco suyas y los
pensamientos se le confundieron en un mar de agitación y
emociones confusas. Tenía el rostro frío, la boca vuelta una
cicatriz y, sin poder evitarlo, los ojos le viajaron hasta algunos
de los siervos del duque reunidos en la penumbra. Entre ellos,
Volker, el sobrino del duque. Se produjo un silencio tan
espeso que la respiración se le detuvo. Leana puso los brazos
en jarras y miró a su primo con una brillante amenaza en los
ojos. El duque carraspeó.
—Yo mismo me encargaré de que el culpable y sus
cómplices sean perseguidos y castigados —anunció con el
rabillo del ojo puesto en su sobrino—. Nadie que haya
desobedecido mis órdenes quedará impune.
—Creo que necesitaréis un cadalso amplio en ese caso —
dijo Browen.
El duque no disimuló su contrariedad al escuchar
aquellas palabras, sus ojos destellaron y amagó un ronquido
lleno de rabia. Browen le retó durante un instante, quizá algo
a lo que no estaba acostumbrado, aunque, por una parte, el
duque debía habituarse a sacrificar algunas manzanas
podridas si quería que su alianza funcionase.
—¡Volker! —gritó sin dejar de mirar a Browen—. ¡Ven
aquí!
El sobrino del duque se adelantó y se inclinó ante su tío.
—¿Qué hacías en los tejados? —Volker ladeó el gesto y
levantó las cejas con dejadez, pero dio un respingo al verse
interrumpido por su tío—. ¡Responde!
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—No estaba en los tejados, mi duque —explicó tras
envararse, con las mejillas caídas y la boca contrita—. Me
encontraba en una de las habitaciones del ala este cuando el
misinio entró por la ventana.
—¿Quién te acompañaba?
—Los hermanos Huntaar, Boris Bjorn y Koldo Gimanik.
El duque Rolf asintió con pesadez al escuchar aquellos
nombres y los repitió en voz baja, como si una cuchillada le
hubiera perforado el corazón.
—Huntaar, Bjorn y Gimanik... —murmuró antes de
levantar la mano en un gesto rabioso y prepararse para dar
un bofetón con el dorso de la mano al rostro de su sobrino—.
¿Y qué estabais tramando? ¡Idiotas! ¿Crees que no sé lo que
piensan tus amigos? ¿Acaso queréis una guerra que acabe
con todos nosotros? —De nuevo levantó la mano para
golpearlo, y el sobrino cerró los ojos, en espera del castigo,
pero el duque cerró el puño y lo cogió por la pechera para
mascullar su amenaza—. Tú no sabes lo que es una guerra,
solo eres un pobre infeliz. ¿Qué hacíais allá arriba?
—Nada especial, mi duque.
—¿Nada especial? —Amagó una risa incrédula.
Volker parpadeó varias veces y torció la mandíbula.
—Deudas de juego, mi duque.
—¿Deudas de juego? ¡Me tomas por un imbécil! —bramó
entre salivazos—. ¿Prefieres quedar como un conspirador a
mis espaldas? ¿Quieres volverte la vergüenza de tu nombre?
Tu padre me encomendó tu cuidado en su lecho de muerte. —
Se acercó y le tomó la cabeza entre las manos, enfrentado su
semblante de cerca y escrutando sus ojos—. ¿Lo comprendes?
Esas fueron sus últimas palabras.
El duque Rolf tenía atrapado a su sobrino por el pelo
sobre las orejas. Algunas gotas de sudor salpicaban su frente
y la bata se le había abierto, mostrando una camisa sencilla
de color hueso. Por un momento las campanas se impusieron
al silencio de la sala y se acompasaron con los resuellos del
duque. Había una fina capa de mando sobre la desesperación
de un hombre que teme ser traicionado. Aquello le hizo pensar
a Browen en la angustia que debía de provocar la posibilidad
de dar al traste con el propósito de una vida. Sin duda, el
duque Rolf Lorean había planeado mucho aquella alianza con
los Levvo, la caída del Gran Maestre Ojvind, y el perdón y la
paz para Bremmaner. La posibilidad de que todo se esfumara
como el rocío en una mañana de verano se deslizaba entre las
arrugas de su cejo, en un gesto fiero y descorazonado al
tiempo.
—No quiero ver tu cabeza en un cesto, Volker —dijo el
duque, clavando los dedos en las sienes de su sobrino—, por
respeto a mi hermano.
En ese momento la puerta doble se abrió con estrépito.
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Gavein entró a grandes pasos, seguido por varios guardias de
la ciudad y algunos de los misinios que los habían
acompañado. Cargaba un saco que parecía casi vacío y,
cuando llegó a la altura del duque y sus invitados, lo arrojó al
suelo, desparramando el contenido a sus pies.
—¿Qué es esto? —preguntó el duque, dejando a Volker a
un lado.
—Lo hemos encontrado en una de las torres
abandonadas en el ala sur —respondió el rudo mercenario—.
Alguien se ha ocultado allí durante un tiempo.
El duque Rolf se adelantó y observó los objetos a sus
pies. Un cuchillo pequeño, un par de guantes, un cazo de
latón, una cuerda enrollada. Se agachó y tomó entre los dedos
el cazo de latón hasta ponerlo a la altura de su rostro.
—¿Me estás diciendo que esto es todo lo que pueden
encontrar un centenar de hombres y toda mi guardia
personal?
Gavein buscó a Browen y éste mostró los dientes, en una
orden silenciosa, para que el mercenario no respondiese lo
que pensaba. En lugar de eso, el gran hombretón carraspeó y
asintió al tiempo que se cuadraba. A lo que el duque se dio la
vuelta y dejó caer el pequeño cazo al suelo, después caminó
hasta una de las butacas y se sentó con un bufido lleno de
hastío.
—Abandonaré Bremmaner con las primeras luces, mi
duque —dijo Browen—. Creo que, tras lo ocurrido, es lo mejor.
Rolf Lorean apoyó la cabeza en la mano derecha y asintió
mientras digería las palabras de Browen. Se le veía envejecido
y, sobre todo, exhausto tras el agitado despertar. Rumiaba en
silencio y se mordía el labio inferior al tiempo que se
pellizcaba el mentón.
«Parece acorralado —pensó Browen—. Entre la espada y
la pared. Si en eso es sincero, sus problemas son mayores que
los míos, o por lo menos, eso cree. Piensa que alguien
conspira contra él. Que los mismos que planean acabar
conmigo pueden tomarlo por traidor a su pueblo y decidir un
cambio de gobierno en Bremmaner. Me conviene su desazón;
de esta forma solo puede dar un paso al frente y proteger
nuestra alianza con mayor empeño.»
—Me parece justo —afirmó el duque tras un instante—.
Ve a Gutkho, como acordamos, y ponte al frente de mis
hombres. Rinde la ciudad y después regresa con los ejércitos
de tu padre. Yo no puedo más que pedir disculpas y quedarme
con el pesar de haber fallado en la confianza que te debía.
—Mi duque... —intervino Browen con suavidad— no
debéis darle importancia...
—Le doy la importancia que requiere —le cortó el duque,
incorporándose en su asiento—. Es cuestión de orgullo herido
y no necesito excusarme más, príncipe Levvo. —Browen
167
asintió y dio un paso atrás al tiempo que el duque apoyaba los
codos en los muslos.
Gavein dio media vuelta y torció la boca hacia su amo y
compañero antes de caminar hacia la salida. Mientras,
Browen hizo una ligera reverencia a la que el duque no prestó
atención, y salió de la sala, después de encontrarse con los
ojos de Volker, irritados y llenos de desprecio humillado.

—Mi señor —dijo Gavein a su espalda, pero él no se detuvo—.


Mi señor.
Browen caminaba por los pasillos a grandes pasos, como
un vendaval que dejaba tras él un aura de furia arrebatadora.
Nada estaba saliendo como él esperaba. Aún peor, las cosas
se torcían y en la encrucijada de las circunstancias no sabía
cuál sería el mejor movimiento para evitar los golpes que el
destino le lanzaba.
—Mi señor —insistía Gavein que trotaba tras él—,
decidme que desistís de seguir las órdenes del duque.
Huyamos ahora que estamos a tiempo y reunámonos con los
nuestros en Akkajauré.
El palacio ducal todavía bullía con la alarma nocturna
que había provocado el descubrimiento del asesino. En su
camino se cruzaron con hombres armados y sirvientes que
llevaban antorchas y lámparas que iluminasen la cacería.
Todavía repicaban las campanas y ladridos, compañeras de
las voces que anticipaban golpes y portazos.
—¡Mi señor! —se exasperó el mercenario a su espalda—.
¡Browen!
El joven príncipe se dio la vuelta, furibundo, empujó a
Gavein contra la pared y clavó su antebrazo en la garganta del
mercenario.
—¿Quieres utilizar la cabeza, por una vez, y mantener la
boca cerrada? —masculló entre dientes.
Lo soltó con un empellón y retomó su airado camino
hacia sus aposentos. Browen daba grandes pasos, casi al
trote; la boca torcida y una mueca tan agria como sus
pensamientos. Su fiel compañero lo siguió, tartamudo, cejas
en alto, con la esperanza puesta en el buen juicio de su joven
señor. Cuando, por fin, llegaron a sus habitaciones, Browen
entró y caminó en círculos, pasando los dedos entre el pelo y
cerrando los ojos con fuerza. Gavein alzó las manos a la altura
de los hombros, incapaz de comprender nada. Detuvo sus
palabras, en un titubeo dudoso y cerró la puerta tras él.
—¿Se puede saber qué te pasa? —exclamó Gavein lleno
de violencia—. Solo digo lo que es obvio. ¡Ese viaje es una
trampa!
Browen le dio la espalda y se apoyó en la pared. Respiró
con profundidad y movió la cabeza a los lados.
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—No es una trampa.
—¡Claro que lo es! —Gavein golpeó su puño contra la
palma de la mano—. Todo es un plan del duque, una
artimaña para ponerte donde él quiere.
—Te digo que no es una trampa.
El fornido hombretón lo tomó por el hombro y continuó
en tono confidente.
—Utiliza el intelecto y no los sentimientos, Browen —dijo
—. Poco nos quieren aquí.
Browen se revolvió y dio un manotazo al brazo de su
sirviente y amigo.
—¡Te digo que no es una trampa! —exclamó—. Maldita
sea, ¿cuándo vas a meter en esa cabezota tuya alguna idea
que no sea la que tu tozudez te dicta? Sé que no es una
trampa...
—Confías demasiado en ellos —afirmó Gavein,
disgustado—. Primero lo del viaje a Gutkho. Después el
asesino que nadie encuentra. Todo eso me suena a cacería y
nosotros somos la presa.
—El duque no envió al asesino.
—¡Claro! —rio Gavein—. ¿Y quién lo hizo?
—Mi madre —escupió antes de dejarse caer sobre la
pared, vencido por su revelación—. El hombre que perseguí en
los tejados es B'jan, el khunita.
Gavein se quedó boquiabierto, con los brazos en jarras.
Balbuceó unas palabras que no llegó a pronunciar y se pasó
la mano por la calva. El príncipe tenía los ojos caídos al suelo,
la espalda curva y el rostro se le había cubierto de un velo
ceniciento.
—Pero... —dijo finalmente, aunque no terminó la frase.
—Es evidente que no pretendía acabar conmigo. —
Browen chasqueó los labios y tragó saliva—. Se esperó a que
hubiésemos abandonado la ciudad, y así lo hizo saber el
duque a petición mía, por mi seguridad. B'jan no va a
comprometer la vida del único hijo de la reina Anja Levvo. —
Desvió una amarga mirada antes de continuar—. Pero sí que
asesinará a su prometida, Leana Hornavan.
—¿Es ella su objetivo?
—Mi madre no va a entregarme a los tratos del rey.
Sabido es que se opone a esta unión y prefiere la boda con la
hija de Khymir, Vanya la mestiza. Un matrimonio que legitime
una corona sobre mi cabeza y me consiga la lealtad de los
aukanos. Bremmaner le trae sin cuidado y, por lo visto, Leana
también.
—Vaya… —caviló Gavein—. Eso lo cambia todo.
—No lo cambia, lo empeora. Si el duque descubre que mi
madre ha ordenado matar a su pupila, todo lo que hemos
hablado, los pactos, la paz, tanto apretón de manos y abrazo
fingido, toda la cordialidad entre enemigos, se esfumará. Dará
169
al traste con los planes de mi padre y volveremos al principio.
—Bueno, por una parte, lo que habíamos acordado nos
favorece. Leana vendrá con nosotros a Gutkho. Eso la alejará
de todo peligro.
—A no ser que el duque haya mentido, tus sospechas
sean ciertas, y trame algo contra mí —añadió Browen—. En
ese caso ella es nuestro rehén y tú harás lo que te ordené que
hicieras.
—Sin dudarlo... ni un instante. —La potente voz de
Gavein se asemejó a un susurro, rasposo y carcomido, pero
bajo y apesadumbrado, al comprobar la desazón de Browen.
El príncipe se dejó caer, arrastrando la espalda contra la
pared, y se sentó en el suelo, con las rodillas abrazadas contra
el pecho. Tenía la mirada perdida y azorada, colmada de
pensamientos que lo llevaban a un callejón sin salida, un mal
laberinto de posibilidades yermas.
—Pase lo que pase —musitó un pensamiento lanzado al
aire—, la mujer que amo está condenada a morir. A manos de
los intereses de mi familia, o en venganza por la traición de la
suya. No es justo, nada de esto lo es.
Se mordió los labios con fuerza y, cuando Gavein se
disponía a acuclillarse a su lado y tomarlo por el brazo, se
levantó de un brinco y, de una potente patada, destrozó una
pequeña mesa de madera. Un candelabro y varios cuencos de
cerámica saltaron por los aires y los restos de la mesa se
esparcieron por toda la habitación. Después se volvió hacia
uno de los muros y arrancó un colorido tapiz, que se desgarró
en un quejido, y arrojó los pedazos a sus pies.
Su guardaespaldas observó todo con el gesto blando, tan
cercano a la comprensión como era posible. Él no sabía lo que
significaba sentirse traicionado por unos progenitores que
colman a uno de expectativas y planes propios. Gavein había
nacido de un jabalí preñado por un demonio borracho, o por
lo menos eso solía explicar. Aunque sí podía comprender lo
que significaba perder una mujer. Hacía mucho tiempo, antes
de convertirse en tutor y guardián del príncipe misinio, él
había amado. No como se ama en las canciones, ni en los
poemas, ni de la forma en que los señoritingos misinios suelen
cortejar a una escuálida niña. Gavein había amado como lo
hacen los hombres de El Linde, con pocas palabras, con el
calor de su pecho en las noches de invierno, con rotundidad.
La clase de amor por el que se muere y se mata, sin florituras,
solo eso.
Pero las circunstancias y el deber ante un rey
desconocido y lejano sembraron la distancia. La guerra, las
obligaciones y el tiempo hicieron el resto. Ahora ella vivía con
otro hombre y Gavein evitaba, en sus viajes y campañas,
pasar a menos de treinta leguas de su casa. Desde entonces
todas las mujeres le parecieron rameras, lo fueran o no, las
170
camas témpanos helados y en el fondo todavía se sentía como
un tonto. Aunque eso no lo sabía nadie.
Su señor y compañero se encontraba en el centro de la
habitación, de espaldas a él. Gavein recordó lo mucho que
había cambiado desde que lo conoció cuando solo era un
chiquillo. Resultó que aquel joven príncipe, impulsivo, lleno de
violencia y determinación, se había convertido en un hombre
traicionado por sus sentimientos. ¿Dónde había aprendido
aquello? ¿De quién tomó esa triste pose que cubría con un
férreo rostro de guerrero?
El mercenario supuso que esas son cosas que se llevan
en la sangre, ancladas a las vísceras, y que no pueden ser
retenidas por mucho tiempo mientras se está vivo. No debería
de haber sido así. Browen se había convertido en lo contrario
que su padre esperaba de él: un buen hombre; y no el
sanguinario príncipe misinio que espera para reclamar lo que
es suyo. Lo previsto transcurre siempre por senderos
diferentes a la realidad. Tal vez la historia de los Levvo
estuviera llena de hijos que asesinan a sus padres para
conseguir el trono, hermanos que se declaran la guerra,
bastardos que son perseguidos sin descanso. Browen debería
de haber germinado el odio hacia Abbathorn hasta llegar a
convertirse en su relevo, un rey autoritario, con un ego
caníbal y una ambición imperial. Sin embargo, aquel
muchacho dolido era el mejor sirviente, preñado de una
lealtad de la que no era deudor. Qué buen siervo para tan mal
señor.
—Así pues —dijo Gavein—, ¿qué debemos hacer?
Su príncipe se llevó las manos a la cintura y respiró
varias veces con los labios entreabiertos antes de resoplar.
Después miró alrededor, hacia el pequeño caos que había
provocado su ira despechada. Se pasó las manos por la
cabeza, entre el pelo que comenzaba a crecerle y a ocultar las
cicatrices. Miró sobre el hombro, pero no dijo nada. Tenía los
ojos irritados y los labios húmedos. Había una mezcla de
repugnancia e ironía en su rostro, una media sonrisa que
recordó a Gavein sus primeras batallas en El Linde, cuando
no era más que un niño expulsado por su padre.
—Lo que haría un auténtico Levvo —respondió Browen—,
mentir.

171
CAPÍTULO 14

Un ensordecedor tumulto retumbaba en el gran salón del


Consejo de Dromm. La sala estaba excavada en la misma roca
de la montaña y los techos desaparecían en la altura, entre
grietas y columnas naturales jaspeadas de reluciente ámbar y
vetas lechosas. Tres diferentes accesos habían abierto sus
puertas y la multitud congregada se agolpaba en los pasillos y
más allá, con la esperanza y el temor puesto en lo que podría
decidirse aquella tarde.
En una tarima artificial se encontraban las siete butacas
del Consejo de Dromm y, sobre ellas, el lugar en que se
sentaba el cargo de Lucero de la ciudad, que en aquella época
recaía en Rókesby. A diferentes alturas, cada grieta y apertura
servía de palco o balconada para los invitados a la reunión; en
una de estas se encontraba Olen, con las manos en la
baranda y un evidente gesto de satisfacción.
—¡Eh! —exclamó al tiempo que oteaba el eco de su voz
desaparecer en la oscuridad de la sima—. ¿Has visto eso,
caramanchada? Menudas localidades nos ha conseguido el
pérfido de tu amigo el inquisidor. Justo a tiempo; todavía no
ha comenzado el espectáculo.
Trisha, que entraba tras él en el palco, resopló y levantó
el labio superior.
—Haz el favor de no gritar —dijo de forma paciente—.
Hemos sido invitados a la reunión del consejo, así que
compórtate con educación. Y ese monje no es mi amigo.
Olen dio media vuelta y sonrió.
—¿Educación? —Ahogó un gesto irónico—. No es
cuestión de educación, se trata de idiosincrasia. ¿Lo he dicho
bien? ¿Idiosincrasia? No me mires así, bermeja. La única
reunión de gobierno a la que asistí fue hace muchos años.
Tantos que prefiero no confesarlo. Donde yo me crié los
consejos comenzaban a gritos y terminaban a cuchilladas.
—¿Y dónde era eso? —lo interrogó Trisha con curiosidad.
—No te lo voy a decir, caramanchada —respondió—.
Pero, desde luego, las mujeres tenían más sentido del humor.
—¿Qué insinúas?
—No insinúo nada —respondió, indiferente—. Hoy te has
levantado un poco alterada. Deberías tranquilizarte, guapa.
Con un guiño dio un par de codazos cómplices a Kali. La
chiquilla se asomaba a la baranda de piedra pulida y
observaba con grandes ojos cómo los hombres llenaban la sala
y discutían aun antes de que comenzara la reunión.
—Si mi padre estuviese aquí diría que esto no sirve para
nada —masculló Kali—. No creía en ningún consejo.
—Mi padre también tendría unas cuantas palabras si
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viese tanto monje beato y burgués cagado de miedo. —Olen
cruzó los brazos frente al pecho—. No estoy seguro de que
fuese buena idea venir al norte, bermeja. Querías ir al sur,
¿por qué haces siempre lo contrario de lo que dices?
Trisha abrió mucho los ojos y la barbilla se le descolgó
hasta tocar el pecho.
—Te recuerdo que fue decisión de todos venir al norte
para evitar aquellos que nos tenían presos en Villas del Monje
—replicó, indignada—. Además, no deberías quejarte, eres un
simple mercenario que nos acompaña hasta Róndeinn.
Cobrarás por tu ayuda. Y serás bien pagado.
—Eso espero —dijo tras chasquear los labios—. La
cuenta sigue sumando y tengo muy buena cabeza para los
números.
Las ventanas de la nariz de Trisha se abrieron como las
de un animal furioso, y los puños se cerraron junto a la
cadera.
—¿Puedo entrar? —preguntó Reidhachadh desde el
exterior, asomando su cabezota por la abertura.
—¡Claro que sí! —respondió Olen, alegremente—. Trae
aquí tu enorme culo, Reid. Desde esta altura podemos escupir
a los de abajo.
Kali comenzó a sorber los mocos y prepararse para soltar
un escupitajo sobre la turba que se agolpaba bajo ellos, pero
recibió un cachete en la coronilla y se tragó el esputo al
tiempo que se ocultaba entre los hombros.
—¡¿Qué estáis haciendo?! —exclamó Trisha—. Os he
dicho que mostréis educación. ¿Qué os han enseñado en la
vida?
—Yo me crié entre burdeles y tabernas —objetó Olen.
—Y yo soy hija de un cabrero —añadió Kali.
Trisha se pellizcó el entrecejo y tomó aire de forma
profunda.
—Esto es muy serio, ya os lo he explicado. No habrá
gritos, ni escupitajos, ni diréis nada de nada mientras dure el
consejo o, yo misma, me encargaré de que os arrojen por las
murallas.
Olen y Kali resoplaron con fastidio, pero tan solo un
instante, hasta que Reid los aplastó contra la baranda en su
esfuerzo por acomodarse en el palco. El gigante se movió a un
lado y a otro, levantó los brazos y dio con la espalda contra la
pared.
—¡Maldita sea! —se quejó Olen—. ¿Vas a estarte quieto
de una vez, cara de luna?
—Disculpad —murmuró al tiempo que se sonrojaba por
su torpeza.
Trisha se agachó frente a Kali y tomó su rostro entre las
manos. La chiquilla había cambiado mucho su actitud desde
la reunión con Anair. Había en ella cierto despecho, un dolido
173
reproche que cubría el temor a verse sola y abandonada.
—¿Estás bien? —preguntó Trisha— ¿Preocupada?
Kali no respondió. Se encogió de hombros con desgana y
desvió la mirada.
—Todo saldrá como te he explicado —dijo—. Confía en
mí.
Kali se dio la vuelta y se asomó a la baranda, dejando a
Trisha con la intuición de que, a pesar de las explicaciones, de
las palabras verdaderas, la chiquilla se encontraba herida por
lo que escuchó en las habitaciones de Anair y que nada podría
cerrar aquella herida, aunque fuera una falsa cicatriz.
Abajo, los principales representantes ante el Consejo de
Dromm comenzaban a tomar asiento en sus respectivas
butacas, y el ruidoso jolgorio se convirtió en un murmullo.
Rókesby Tres Dedos entró en la sala, atravesó la tarima y se
sentó en el lugar reservado para el Lucero de Dromm.
—Ya veo cómo funciona esto —dijo Kali tras observar la
disposición del consejo.
Cada grupo tenía tres representantes, excepto el vulgo
que solo tenía uno. Estos vocales se sentaban en semicírculo
frente al Lucero y, tras ellos, una multitud de los suyos se
agolpaba de forma desordenada. Una serie de notables y
hombres de armas tras las sillas de los estirados nobles. Una
barahúnda de monjes y clérigos tras los tres religiosos que se
sentaban al otro lado. Y para terminar, una muchedumbre
formada por el vulgo, artesanos y campesinos del llano y,
frente a ellos, un único hombre de pantalones raídos y camisa
vieja.
—No me parece muy justo que el pueblo tenga tan solo
un representante —apuntó Kali—. Monjes y nobles cuentan
con tres votos en el consejo.
—Sin embargo —objetó Trisha—, el voto del pueblo llano
es el que sirve para empujar la balanza a un lado u otro. De
esta forma cuando uno de los otros quiere negociar...
—Les ponen el cuchillo en el cuello —la interrumpió Olen
con un tono desdeñoso—, o bien los matan de hambre.
—Para tu información —alzó la voz Trisha—, el Consejo
de Dromm tiene fama en todo el norte por ser la más
equitativa forma de gobierno.
—Gobierno y equitativo son dos palabras que yo nunca
usaría en la misma frase, pelirroja —replicó Olen con su
habitual sarcasmo y, de nuevo, guiñó un ojo a Kali.
—Acabas de hacerlo, zopenco —dijo Kali con sorna y sus
ojos se encontraron con los de Trisha, que estalló en una
carcajada mientras Olen trataba de recordar sus palabras.
Con la risa hubo un momento de unión entre ellas, quizá
lejano de cualquier consejo ciudadano y de las cosas que se
dirían y escucharían y que tanto tendrían que ver con el
devenir de Kali.
174
—Magistral clase de lengua, Olen —añadió Trisha con
entusiasmo—. El gobierno de Dromm, aunque pienses lo
contrario, es equitativo porque se basa en el equilibrio. La
estrategia tiene buenos resultados mientras las posturas e
intereses de clero y burgueses se encuentren enfrentados. Y,
¿qué ocurre por norma? Pues que los intereses de monjes y
nobles están enfrentados, así que ambos grupos, en lugar de
colocar el cuchillo en el cuello del pueblo, cómo tú dices, se
dedican a negociar y complacer muchas de sus peticiones.
Desde hace años que los campesinos de Dromm trabajan la
tierra de forma comunal... —En ese momento Trisha se dio
cuenta de que Olen no la escuchaba, tenía la quijada tensa y
la atención tras ella, justo a su espalda. Su explicación se
apagó poco a poco hasta que miró sobre su hombro.
—No será tu amigo, bermeja —musitó Olen con la boca
torcida—, pero no te miento si digo que es siniestro como el
fantasma de mi tío Punt.
En la balconada contigua a la de ellos, un grupo
encabezado por Anair se había instalado para escuchar el
consejo. El monje inquisidor, con su acostumbrada sonrisa
gélida, inclinó la cabeza a modo de saludo y centró su
atención en la sala bajo ellos. A su lado se encontraba
Laghras el Errante, alto y espigado. También su ayudante
Tasha el Rojo y unos cuantos hombres de armas que no
conocían, con sus impresionantes armaduras rechinando a
cada paso. Osprey, el ladino espía de Anair, los observaba
desde un rincón, siempre entre las sombras. Su mirada hizo
que Kali se estremeciera en un escalofrío.
La potente voz de Rókesby resonó en la sala y todas las
conversaciones se acallaron al instante. Los ojos de la
multitud se fijaron en el gran hombretón y en su porte
desgarbado y poderoso a la vez. Tenía un aspecto amenazante,
la usual mueca de desprecio, con el parche cubriendo su ojo y
la mano mutilada sobre uno de los reposabrazos de su
butaca.
—No voy a explicar cuál es el motivo de la reunión del
consejo —comenzó a hablar—. Hay miles de esas afiladas
razones al otro lado de la muralla. Habéis dispuesto de varios
días para acostumbraros a la idea de lo que significa ser
asaltados por un ejército enemigo. La mayoría podéis imaginar
a todos esos hombres, que ahora esperan fuera, saquear cada
templo, cada casa. Los que vivís en las zonas más altas de la
ciudad habéis visto el fuego de los campamentos, el humo
elevarse en la noche y cubrir el cielo de nuestra ciudad. Todos
teméis que ese fuego alcance vuestras casas. Tembláis al
pensar que las llamas sobrepasen las murallas y abrasen la
piedra que os protege. Otros, los que vivíais en el llano ya
habéis perdido todo. Los campos han sido arrasados y
hombres armados duermen en vuestra cama.
175
»El miedo no os va a salvar. No detendrá las escalas
cuando comience el asalto. No os librará de morir aplastados
cuando las piedras lluevan sobre Dromm. —Rókesby se puso
en pie y levantó el puño enguantado hasta la cintura—. ¡Yo
me cago en el miedo y en la puta madre de los que están a las
puertas de nuestra ciudad! Pero cada uno tiene un culo, y lo
gasta para lo que cree oportuno. —Su ojo sano recorrió las
primeras filas de los congregados, oculto tras una arruga bajo
la ceja. El viejo padre de armas contuvo un rugido y volvió a
su asiento con un manotazo al aire—. Hablad vosotros, pero
no perdáis mucho tiempo con palabrería inútil.
Un murmullo recorrió la sala de un lado a otro. La
mayoría de monjes asintieron, convencidos de hacer costado
junto al Lucero de Dromm y padre de armas. Por otra parte, la
multitud secular se dedicó a bisbisear su aprobación o
desacuerdo hasta sus representantes que, vueltos en una
silla, escuchaban las peticiones y súplicas de los suyos.
—El tal Rókesby es todo un orador —dijo Olen—. Me
recuerda una molinera aukana que me enseñó los secretos del
buen amasado antes de la cocción. Pero... —Se volvió hacia
Trisha—. ¿Qué decías sobre la educación? Está claro que no
lo eligieron Lucero de Dromm por sus modales.
Trisha lo miró por el rabillo del ojo e ignoró sus palabras.
Después tomó a Kali por el hombro y le explicó en voz baja:
—Los nobles son los primeros en disponer de un turno de
palabra. —Señaló con el dedo índice hacia los asientos—. El
alto del pelo cano con una capa púrpura es Kawda Waghen. El
que tiene aspecto de huraño y gesto agrio es Wodraw Max y, a
su lado, el gordo del medallón de oro, es Seanan Clay.
—¡Por todos los milagros del vino! —exclamó Olen con
extrañeza—, ¿cómo demonios sabes eso?
Trisha le dirigió una mirada llena de suficiencia.
—Me he informado —respondió—. No me gusta pasar los
días durmiendo mientras puedo aprender algo útil para salvar
mi vida.
—¿Te parece útil saber que ese gordo del medallón de oro
se llama Clinean Fray?
—Los Clay son una de las familias más importantes de
Dromm —apuntó ella—, quizá sea bueno saber a quién me
dirijo en el caso de necesitar ayuda.
Olen soltó una risita ridícula y arqueó una ceja.
—Antes me casaría con un mulo, que necesitar la ayuda
de un orondo noble, por mucho oro que cuelgue de su pecho
—dijo.
Trisha entrecerró los ojos, llena de rabia contenida, y
volvió su atención abajo para continuar su explicación a Kali.
—Ahora los nobles de la ciudad hablarán en nombre de
los suyos.
Efectivamente, Seanan Clay, un tipo grueso que
176
jugueteaba con un medallón que pendía de su cuello, se puso
en pie para dirigirse a Rókesby.
—Nosotros pensamos que un hombre se mueve empujado
por motivos que él comprende —explicó a voz en grito aunque
con evidentes signos de nerviosismo—. Los Rjuvel han enviado
miles de hombres y la Orden de Vanaiar, los soldados de dios,
al que no hemos ofendido de ninguna manera, se disponen a
asaltar nuestra puerta. Todos ellos, al fin y al cabo, no son
más que hombres movidos por causas. Demos satisfacción a
sus peticiones y evitemos la confrontación.
—¡Eludir la batalla conduce a la muerte! —exclamó un
monje calvo de ojos saltones y nuez prominente llamado
Huberd—. Si damos la espalda a la lucha pereceremos de
todas formas, está escrito en La Palabra.
Su intervención se vio seguida por un murmullo
aprobador entre las filas de los clérigos.
—Enviemos un parlamento —apuntó Kawda Waghen con
su capa corta entre los dedos—. Si quieren negociar podemos
atender a sus peticiones, pero no deberíamos descartar la
opción sin llevar a cabo un intento. Como bien dice Clay, al fin
y al cabo algún propósito tiene su asedio.
—Enviemos un parlamento y veremos qué ocurre —gruñó
Wodraw Max sin levantarse de su asiento y con el gesto lleno
de soberbia.
Rókesby se retorció en su butaca, observando el creciente
revuelo en el sector que ocupaban los clérigos.
—No hay lugar para negociar con la guardia sagrada —
intervino Largo Rhea, un clérigo calvo y en cuya manga
izquierda asomaba un muñón vendado a la altura del codo—.
Es un error pensar que tienen alguna petición que hacer.
—Debe haber una posibilidad de salvación —contravino
Seanan Clay con las mejillas caídas y mirada incrédula.
Largo Rhea cruzó los brazos frente al pecho y ocultó su
muñón en la manga. En una mueca severa, tomó aire y movió
la cabeza a los lados.
—Ninguna —anunció con voz profunda.
—¿Estáis diciendo que todos vamos a morir? ¿Todos? —
preguntó con un hilo de voz el orgulloso Kawda Waghen,
acariciando el reborde de su capa púrpura.
En esta ocasión no hubo réplica alguna en la sala del
consejo de Dromm. Todo el mundo quedó en silencio. Rókesby
apoyó la mandíbula en el puño. Seanan Clay acarició su
medallón dorado en un suspiro. El resto de nobles
contuvieron el aliento e, incluso el malcarado Wodraw Max, se
mostró expectante. Hubo un silencio pesado, como el que deja
tras de sí la losa que cierra una tumba, condenando al eterno
reposo los cuerpos de los muertos y su recuerdo al saco roto
de la memoria. En cierta manera, así se sintieron la mayoría
de los allí congregados, enterrados en vida en el gran túmulo
177
excavado en la roca de Dromm.
—Eso... —balbuceó con incredulidad Kawda Waghen, se
llevó los dedos a los labios y después continuó—. No es
posible. ¿Con qué finalidad? ¿Qué hombres matarían a toda la
población de Dromm? Es una locura, un sinsentido.
En ese momento la voz del representante del pueblo
rompió el silencio. Era un hombre robusto, de rostro redondo
y pelo cobrizo, que hincaba los pulgares en los pantalones,
bajo una pequeña aunque prominente panza. Su nombre era
Dallpen Tirantes.
—¿Esperas que las mujeres y los niños luchen hasta el
final? —preguntó a Largo Rhea, pero antes de que este
respondiera, su acompañante como representante del clero
salió en su defensa.
—Eso complacería a Dios —dijo Gardyner, un clérigo
escuálido de ojos oscuros y un continuo rechinar en los
dientes.
En esta ocasión un creciente murmullo recorrió la sala y
se mantuvo en las filas posteriores, cerca de los pasillos.
—Es descabellado —replicó Wodraw Max que había
recuperado su tosquedad.
—El pueblo somos yunque y martillo —continuó Dallpen
Tirantes, presa de la repentina indignación del vulgo—.
Hagamos lo que hagamos nuestras casas serán saqueadas y
muchos de los nuestros morirán. Vosotros, los monjes que
habéis sido ordenados custodios de la ciudad del Lucero, nos
decís que no habrá piedad, que la Guardia Sagrada no hará
excepciones. ¿De verdad no hay posibilidad de negociación?
¿Qué podemos hacer si es así? Siempre nos hemos sometido
al Lucero y, ahora, somos herejes sin haber ofendido a Dios ni
a sus clérigos. ¿Merecemos tal castigo?
Rókesby rugió al tiempo que daba con el puño en el
reposabrazos de su butaca.
—¡Yo también he sido engañado! —exclamó—. Me sometí
a los mandatos de mis superiores. Excepto en una cosa. No
voy a ceder los derechos sobre este consejo a ningún hijo de
Dosorillas, ni ahora ni nunca. Si quieren gobernar la ciudad
del Lucero deberán tomarla por las armas. Eso es lo que yo
pensaba. ¡Y todavía lo pienso! Esta es la recompensa que
recibo junto a vosotros. ¿O preferís que los Rjuvel gobiernen
vuestra ciudad sin lucha alguna? Poned un precio y ofrecerle
vuestro futuro a los Rjuvel.
—Así que es eso lo que desean los de Dosorillas —
intervino Seanan Clay, cargado de suspicacia—. El gobierno
del Lucero. Podemos ofrecerles un rescate.
—¿Un rescate? —Rókesby enseñó los dientes, como si
pretendiese saltar al frente empujado por un arrebato.
—Una suma. —El noble chasqueó los dedos—. Una
cantidad pagadera cada trimestre por la que mantengamos el
178
control de nuestra ciudad pero rindamos lealtad a Dosorillas.
—Los Rjuvel son unos déspotas que someten a sus
siervos. Dosorillas es una cárcel. ¿Dónde está el beneficio en
ese trato? Perderemos el Lucero y nuestra independencia —
apuntó Dallpen Tirantes con el apoyo de los campesinos y
artesanos tras él.
—¿Prefieres perder la vida? —lo interrogó Wodraw Max
con una curva sarcástica en los labios.
Un murmullo creció entre las filas de la nobleza, incluso
se escucharon algunos vítores casi eufóricos. Muchos habían
encontrado la solución para detener el asalto. Rókesby se
irguió en su asiento con un brillo flamígero en su ojo sano. En
tanto, los monjes se agitaron llenos de una inquietud que, por
momentos, se convertía en indignación. Gardyner y Largo
Rhea miraron hacia los palcos superiores, más allá de donde
se encontraban Kali y sus amigos, hasta hallar el gesto céreo
de Anair, rodeado de sus oscuros acompañantes.
Gardyner dio un paso zompo al frente, arrastrando el pie
derecho, mutilado y rígido como un madero. Alzó los brazos
hacia la multitud y gritó:
—¡Escuchad! El problema no son los Rjuvel. No hay
negociación posible con los acólitos de Jakom y Ezra. Quieren
sangre, ese es su único precio. Olvidad cualquier pacto.
¡Moriremos si nos entregamos a la Guardia Sagrada!
—¡Hablad por vosotros! —intervino Wodraw Max con el
rostro enrojecido—. Sois vosotros los que han sido declarados
herejes.
—¡Entregad a los responsables de tal herejía y la Guardia
Sagrada quedará satisfecha! —exclamó alguien desde la parte
de la nobleza.
—¡Eso es una grave ofensa! —respondieron muchos
monjes.
El tumulto convirtió la sala en un ensordecedor cruce de
acusaciones e insultos. Los nobles y familias próceres de
Dromm se enfrentaban con los clérigos y los acusaban de ser
la causa de sus problemas. Por otra parte, justo en el centro,
Dallpen Tirantes trataba de contener a los suyos. Un
carpintero malhumorado había saltado a la palestra y
amenazaba a los nobles con su martillo en alto. Hubo
empujones, gritos, insultos y más gritos. Varios de los
sirvientes de los nobles se enzarzaron en una pelea con
algunos campesinos. Kali lo observaba todo con gesto
sorprendido, mientras que Trisha se mordía los labios, e
incluso Olen se había quedado sin bromas ante tan
monumental tangana.
En ese momento una docena de monjes ataviados para
batalla se abrieron paso entre la multitud. A bruscos
empellones y golpes con sus guanteletes, se abrió un ruedo
entre la plebe. Mientras, unos pocos subían a la tarima y se
179
interponían entre los representantes, otros pocos detuvieron
la pelea con su presencia y el sonido de un cráneo golpeando
la piedra de la sala. El silencio volvió a la reunión del consejo
y todos se apartaron de aquellos clérigos guerreros de
armadura poderosa con hombreras carmesí: la marca de la
inquisición.
—¡Cada uno de los ciudadanos de esta ciudad es un
rebelde para la corona misinia! —apareció la voz de Anair e
inundó la sala con su serenidad y fuerza—. Quizá la mejor
solución sería entregar a la corona los cabecillas de tal
rebelión para que paguen con la horca por toda la población.
Los nobles se miraron unos a otros con gesto
aterrorizado.
—No somos rebeldes —apuntó Seanan Clay con los
hombros encogidos a la altura de la cabeza.
—Tampoco nosotros somos herejes —añadió Anair y su
gesto resultó un filo punzante que se deslizó sobre el gaznate
de muchos.
—¡Y con los nuestros la ciudad entera correrá la misma
suerte! —retomó la palabra Largo Rhea con el muñón en alto
—. La Guardia Sagrada no se detendrá en la pira y el cadalso.
Su castigo llegará a todas partes. ¿Y Quién os protegerá la
próxima ocasión? ¿Creéis que los Rjuvel serán tan
comprensivos con vuestra forma de gobierno? ¿Creéis que
tolerarán vuestras riquezas? ¿Es que han olvidado los
desplantes del pasado?
—¡La lucha es la única solución! —saltó Gardyner,
arrastrando su pierna inútil a un lado—. Utilizáis la lógica de
la política para enfrentaros al mal que nos asedia, pero os
recuerdo que son monjes como nosotros los que esperan
entrar en la ciudad. No tomarán prisioneros. Cuando pasen la
muralla eliminarán a todos y cada uno de los seres vivos de
Dromm. La sangre correrá por las calles de la ciudad y
empapará la montaña. No esperan una rendición, solo un
sacrificio que satisfaga a Dios.
—¡No somos herejes!
—¡No es posible! —se escuchaba—. ¡Es una injusticia!
—¿Y por qué tenemos que creeros? —De nuevo, un
pesado silencio acalló el griterío. Wodraw Max habló sin
levantar la vista del suelo, con el índice hincado en la sien, y
como una onda ante el atrevimiento de su insinuación, todos
se volvieron hacia él—. ¿Por qué debemos pensar que no sois
vosotros los herejes y tratáis de arrastrarnos a vuestro pecado
para que nuestros hijos mueran por vosotros?
El rostro de Largo Rhea se encontró con su hermano
Huberd, en una mueca sorprendida. Sin embargo, Gardyner
giró sobre su rígida pierna y se enfrentó a los nobles con las
venas del cuello palpitantes y los labios trémulos.
—¿Cómo te atreves...? —masculló con la rabia vuelta
180
espumarajos en las comisuras de su boca, pero la voz en grito
del noble lo interrumpió.
Wodraw Max saltó de su asiento como impulsado por un
resorte y se plantó frente a los monjes, con la espalda tan
curvada como su nariz aguileña y los dedos huesudos en
gesto acusador.
—¡¿No es cierto que criaturas voladoras nos acosan desde
que volvisteis a Dromm con los seguidores de Tagge?! —los
interrogó con un barrido de su diestra—. ¿No es verdad que
Dios envía monstruos alados en busca de esa chiquilla que
protegéis? Ya veis que también vienen sus ejércitos dispuestos
a juzgaros y entregaros al fuego. —Wodraw, guiñando un ojo,
se volvió y apuntó al mismo Rókesby con el mentón—. Las
palabras de los monjes me suenan a excusas de hereje. Y
mientras escucho vuestras mentiras, los monstruos alados
pueden volver, esta misma noche, a recorrer los tejados de mi
ciudad —dijo, deslizando sus temores hacia las decenas de
ojos atentos en la penumbra que envolvía al vulgo. Dallpen
Tirantes dio un paso atrás cuando sintió la rasgada voz de
Wodraw sobre él—. Las mismas escrituras que su profeta
dictó lo anuncian: «Pájaros negros venidos de la tormenta para
cosechar las almas de los cobardes», La Palabra, canto
vigésimo tercero, versículo noveno. ¿No es cierto lo que digo?
¿Nadie va a refutar el mensaje del profeta? —Gardyner tragó
saliva y buscó apoyo tras él, pero el resto de monjes se
ocultaban tras un trémulo velo empapado en sudor. El viejo
Wodraw Max sonrió satisfecho ante el silencio del clero y se
dirigió a Rókesby con una mueca hambrienta—. Así que lo
admitís. Sabéis que el pecado está entre vosotros, que habéis
ofendido a Dios y a sus guerreros, y ahora pretendéis
protegeros tras nuestros muros, utilizar nuestra carne como
escudo. ¡Criaturas aladas vendrán por nuestras almas si
cedemos a sus palabras!
Muchos monjes se estremecieron. Gardyner dio un torpe
paso atrás y volvió a su asiento junto a Huberd y Largo Rhea.
Algunos novicios se cubrían la boca con la mano y
murmuraban plegarias a un dios que pensaban los había
maldecido, unos pocos comenzaron a golpearse el pecho y
cayeron de rodillas bajo el peso de la culpa. Rókesby se había
inclinado y estaba apoyado en los muslos, la mano mutilada
vuelta una garra de cuero, y mostraba los dientes como una
trampa de marfil que retenía una avalancha de furia. Sus
guerreros se buscaban en la distancia con miradas llenas de
interrogantes, golpeados por las recientes palabras del viejo
noble.
—Conoces bien las escrituras, estimado Wodraw. —La
voz sonó clara y todos dieron media vuelta hacia la balconada.
Anair esperó un momento, esgrimió una tibia sonrisa y
continuó con la vista puesta en el noble—. Eso debería de
181
complacer a Dios cuando mueras. Siempre he valorado mucho
a los hombres literatos de buenas costumbres y elevadas
pretensiones. Tú y yo deberíamos tener unas palabras en
privado.
El estruendo metálico de los inquisidores armados
subiendo a la tarima invadió la sala del Lucero. El viejo noble
balbuceó una respuesta al tiempo que las grandes armaduras
de los clérigos inquisidores aparecían a su espalda, tal que
fieras mortíferas ocultas tras púas de acero y piel de malla.
Las pobladas cejas del viejo se levantaron en un arco
sorprendido aunque, en un instante, se volvieron en un
ángulo indignado.
—¿Quién eres tú que hablas en el consejo del Lucero y
envías a tus secuaces de metal? —escupió Wodraw.
Uno de los clérigos inquisidores a su espalda le propinó
un empujón con tal fuerza, que el viejo noble casi dio con sus
huesos en el entarimado. Al instante, el tumulto estalló en las
filas de las familias nobles, hasta que Rókesby intervino a voz
en grito.
—¡Anair es el nuevo Alto Inquisidor de la Orden para
Dromm! —exclamó—. Él se encarga de las cuestiones
espirituales y los juicios de fe. Nadie mejor para responder a la
pregunta que trae Wodraw ante el consejo.
De nuevo las miradas volvieron a la balconada. El
inquisidor continuaba inalterable, con una advertencia
vipérea reflejada en la piel. Respiró tres veces antes de hablar.
—Wodraw Max es un ejemplo para todos —dijo Anair—.
Ved la manera en que aprende las escrituras y las tiene
presentes en todo momento. Hay mucha sabiduría en sus
palabras y bondad en sus actos. Pero su miedo lo hace ser
descuidado y lo lleva al error y la precipitación. La palabra no
merece ser malinterpretada de tal manera. ¿De veras creéis
que el ser volador de alas negras viene en compañía de los
pérfidos y cobardes seguidores de Ezra el Usurpador? ¿Que
son ellos los enviados para hacer la voluntad de Dios? —Se
detuvo con un gesto ofendido y lleno de desprecio—. La
palabra también dice: «En la soledad os encontraréis,
asediados por los traidores, perseguidos por los profanos,
acorralados contra vuestra fe». ¿Es que nadie recuerda ese
pasaje? ¿Nadie puede recordar las pruebas a las que Dios
sometió al profeta? ¿Los años de la guerra civil? ¿Las
traiciones y las penurias que soportó durante toda su vida? —
Anair extendió el puño sobre los que lo miraban expectantes y
abrió los dedos poco a poco, hasta apuntar hacia uno de los
lados—. Asomaos a las ventanas, buscad el campamento de la
guardia sagrada y decidme lo que veis.
La multitud se agolpó en torno a los balcones y las
aspilleras de la sala. Decenas de cabezas se empujaban por
conseguir descubrir lo que el monje inquisidor anunciaba.
182
Mientras, Anair ocultó sus manos en las mangas e hizo un
ligero gesto a Largo Rhea y a Gardyner, que esperaban en la
tarima.
Kali y Trisha se habían mantenido atentas durante toda
la reunión, impasibles, sin ni siquiera un movimiento cuando
el viejo Wodraw había recordado a todos la aparición de aquel
monstruo alado que trató de llevarse a Kali.
—No me gusta lo que está tramando esa serpiente,
bermeja —susurró Olen sobre el hombro de Trisha, pero ella
ignoró sus palabras cuando la gente comenzó a gritar.
El estruendo resultó ensordecedor. Muchos se volvían,
tras asomarse al exterior, dando voces y alzando los brazos.
Los monjes que habían caído de rodillas y los novicios
asustados, derramaron lágrimas al escuchar las noticias.
—¡Hay pájaros! —gritaban los que observaban por la
ventana—. ¡Hay cientos pájaros sobre el campamento de los
Rjuvel! ¡Pájaros negros vuelan sobre ellos! ¡Pájaros!
Anair levantó los brazos, satisfecho.
—¡Pájaros negros vendrán por las almas de los cobardes!
—gritó—. ¡No deberíais desconfiar del plan de Dios, pues Él
tiene un propósito en todo esto!
El griterío se convirtió en un caos de alabanzas y rezos.
El vulgo se agitaba, lleno de asombro y supersticiosa
devoción. Los clérigos guerreros daban vítores en una
repentina ola de euforia vengativa. Mientras, el temor se había
instalado en los ojos de los nobles, especialmente los de
Wodraw Max, todavía rodeado por fornidos monjes que
golpeaban sus hombreras con los guanteletes, como un
salvaje signo de victoria.
—No es conveniente especular sobre el propósito de Dios
y sus señales. Es una labor complicada que dejamos en
manos de los sabios y eruditos. Comprender los textos
sagrados es cosa de unos pocos. Aunque traigo luz a vuestra
desazón. Hay una explicación para la criatura alada que
visteis sobrevolar vuestra ciudad —continuó su discurso el
inquisidor—. Una explicación más acorde a los planes de Dios,
a sus razones para enviarnos una prueba y, a su vez, una
solución. Los buenos actos están en nuestra mano, no
desperdiciéis las fuerzas en acciones fútiles.
—Veamos con qué nos sorprende la culebra de charca —
musitó Olen.
Anair desplegó su diestra hacia el balcón donde se
encontraban Trisha y Kali. Todas las miradas se volvieron
hacia ellas.
—Escuchad lo que tiene que decir, mi invitada, Trisha
Adjiri.
Olen dio un respingo y su boca se desplegó como un
puente levadizo que se rendía a la sorpresa. Trisha le dedicó
una breve sonrisa, azorada aunque seria ante la presentación
183
del inquisidor. Reid y Olen se interrogaron en un instante
lleno de confusión, hasta que el silencio llegó a ellos y Kali
miró sobre su hombro con el dedo índice a los labios.
Entonces percibieron una determinación en ella, una mirada
cortante como una hoja, dispuesta a cortar la sombra de su
cuerpo y eliminar cualquier rastro de niñez. Olen sintió que
escuchaba sin oír sus palabras: no soy una niña. Un
escalofrío le recorrió el espinazo al tiempo que se estremecía
en un balbuceo. Se mordió la lengua y volvió atrás junto al
gigante Reid.
—Me llamo Trisha, pupila de la señora Adjiri, ama de
Róndeinn —dijo con voz potente y segura—. El ser alado que
todos visteis en las murallas hace días nada tiene que ver con
los hombres apostados frente a vuestra muralla. Tengo el
convencimiento de que se trata de uno de los esbirros que
sirven a Geronte.
La gran mayoría de los allí reunidos repitieron aquel
nombre antes de interrogarse unos a otros.
—¿Geronte? —decían—. ¿Ha dicho Geronte?
Trisha sacó pecho y continuó con su explicación.
—Mi señora Adjiri me envió hace tres lunas en una
misión por el norte: encontrar alguna pista que desvelara el
lugar en que se encontraba su guarida. —Tomó aire y recorrió
el centenar de rostros bajo ella—. Geronte, el brujo que
pretendió hacer perdurar la marca de Razael en su estirpe.
»Muchos habéis olvidado ese nombre. La leyenda ha sido
enterrada por las nieblas del tiempo, y cambia de un lugar a
otro. Geronte, el brujo, desafió a la muerte y prolongó su
existencia más allá. Quizá los ancianos recuerden.
Preguntadles si es cierto lo que digo. El brujo existió. No es
solo un mito.
Un abucheo generalizado nació de los hombres de sangre
noble. Sin embargo el vulgo se unió al abucheo sin demasiada
convicción. Muchos se besaron el pulgar en recuerdo de Vedo,
un gesto supersticioso que los encomendaba al dios de los
muertos. Dallpen Tirantes se pasó la lengua por los labios
mientras escuchaba a media docena de artesanos y
campesinos hablar al mismo tiempo. Unos preocupados por el
desastre inminente que suponía el asedio de los misinios, los
otros con la angustiosa sensación de que habían enojado a los
dioses, a alguno de ellos, y que iban a pagar por sus pecados.
El miedo a lo desconocido es cosa extraña. El hombre
sabe, intuye, que la raíz de su miedo nace de lugares oscuros
aunque ciertos, que en el fondo del pozo de su cordura hay un
hálito de verdad en todo lo temido. La oscuridad resulta ser
un lugar fecundo para los temores que pertenecen a la raza, al
animal que hay tras la moral y los modales aprendidos. De
esa forma, las formas cambian, los nombres se alteran, pero el
fondo permanece; y los hombres se encuentran que, sin
184
saberlo, no viajan al Valle Cerrado, a las faldas de la
Rocablanca; que los cuentos para niños se vuelven
advertencias y las contraventanas se cierran a la helada noche
del norte. Es en ese momento cuando todos saben que lo
cierto es cierto y que las palabras solo son una convención
para desenmascarar la realidad. Trisha pronunció aquel
nombre, y Geronte se hizo con los murmullos, deslizándose
bajo la camisa de todos.
—¡Silencio! —gritaron desde un lado—. ¡Callaos todos!
Dallpen Tirantes discutía con sus allegados, pero en esta
ocasión fueron los nobles los que asaltaron la tarima.
—Y ¿qué cambia recordar un nombre extraviado en la
niebla del pasado? —dijo Seanan Clay, empujado por brazos y
manos cubiertas de joyas—. El monstruo alado no acudió por
nada. Vino en busca de aquellos que acompañan a los
monjes, así como el ejército a las puertas.
—Me disgusta tu lógica, Clay —intervino Anair tras
chasquear los labios y mover la cabeza a los lados—. Kali ha
sido enviada por la providencia divina a salvarnos de la
traición y el deshonor. ¿Y tú te rebelas contra ella? ¿No veis el
propósito de Dios? ¡Yo he mirado a la muerte a la cara y la he
retado a seguirme!
El noble gordinflón buscó a los suyos con las cejas
prietas y la voz confundida.
—Pero… —dijo a su espalda—, ¿de qué está hablando?
Sin embargo, los clérigos asentían con un grave
murmurar y posaban sus ojos en Kali. Ella retiró las manos
de la baranda y retrocedió un paso. Sintió los ojos de algunos
jóvenes novicios sobre ella, quizá con un anhelo que
desconocía, y la asustó la profunda oscuridad bajo los
ceñudos gestos de los guerreros. Ella les aguantó la mirada y
contuvo la respiración.
—Buscáis una explicación para el engendro alado que
visteis en las murallas; ahora la habéis encontrado. Que la
Adjiri resuelva sus asuntos fuera de la muralla y salde su
deuda con el brujo. Propongo que la mujer y sus amigos
salgan en busca de ese Geronte —continuó Anair—. Ese es su
destino, que se enfrenten a él. Sin embargo, Kali salvó la vida
de muchos monjes. Es parte de la providencia divina. Así que
se quedará a mi cargo y la formaré en los senderos de Dios.
—¡Que se vayan! —se alzaron algunas voces—. ¡Fuera de
Dromm!
—¡Maldita sea! —exclamó Rókesby—. Dejad de gritar y
guardar respeto al consejo. Votad si queréis que la mujer y los
suyos salgan de nuestra ciudad.
Los tres nobles levantaron la mano al unísono, casi al
mismo tiempo que Dallpen Tirantes. Largo Rhea y los otros
monjes buscaron con la mirada las alturas y después al nuevo
Alto Inquisidor de Dromm.
185
—La voluntad de Dios —murmuró Largo Rhea al
pronunciar su voto.
—Está dicho, pues —gruñó Rókesby—. Que Dios os
guarde.
—¡Todavía no he acabado! —gritó Trisha y todos se
volvieron hacia ella—. Hay algo que deberíais saber. Geronte
ha expandido su existencia más allá de la vida con artes
arcanas y magia oscura. Sus esbirros han sobrevolado vuestra
ciudad, pero no es a mí a quién buscaban. De hecho, no creo
que sepan de mi misión. Creo que es a Kali a la que realmente
perseguían, porque, como ha dicho Anair, ella es especial. No
me preguntéis por qué, pero así era. Y si han venido una vez...
volverán. Por esa razón, propongo que Kali venga conmigo.
—¡Que se marchen los marcados! —exclamó la multitud
—. ¡Que salgan de nuestra ciudad!
—La niña se marchará con la mujer y los otros —dijo
Rókesby—. ¡Votad!
Entre el barullo los nobles alzaron la mano, pero cuando
el pueblo llano empujaba adelante a Dallpen, la voz de Anair
se interpuso.
—¡Esperad! —gritó— ¿Qué estáis haciendo? He dicho que
Kali permanecerá aquí, a mi cargo. Es lo más seguro y le
debemos la vida.
Algunas voces se levantaron de forma tímida, hasta que,
como una ola, la indignación fue creciendo en toda la sala.
Los monjes inquisidores se volvieron hacia la masa y trataron
de imponer el orden, pero el griterío se volvió ensordecedor.
—¡La senda alta! —sugirió alguien, a voces—. ¡Que se
marchen por la senda alta!
Muchos brazos se alzaron entre docenas de voces hasta
que el representante del vulgo consiguió ser escuchado.
—El pasadizo de la senda alta está cerrado por el hielo
desde el invierno hasta bien entrada la primavera —apuntó
Dallpen—. Se puede salir en dirección al norte y después a
poniente. Pero en unas semanas se cerrará la entrada y os
quedaréis en los valles al otro lado de la montaña. Una muerte
segura.
—¡Kali no saldrá de Dromm! —exclamó Anair, aferrado a
la baranda de piedra.
En ese momento, Rókesby se puso en pie y empujó a uno
de los monjes inquisidores, a su alrededor formaron varios de
sus hombres de confianza, clérigos de rostro rocoso marcado
por la erosión de la guerra.
—¡He ordenado una votación, Anair!
—No habrá tal votación —bajó el tono el inquisidor y sus
nudillos blanquearon sobre la roca—. Mi decisión está
tomada.
—¡Yo soy el Lucero de Dromm! —gritó el viejo padre de
armas—. Y nadie interrumpe las reuniones del consejo sin su
186
consentimiento. —Rókesby se adelantó hasta el borde de la
tarima, justo frente a Dallpen Tirantes que observaba todo con
sorpresa—. He dicho que votéis —insistió el Lucero como una
amenaza.
Dallpen miró alrededor. Todos los ojos estaban puestos
en él. Se formó un silencio pesado, casi plomo fundido. Hasta
que Dallpen levantó la mano y todos estallaron en vítores y
alegres palmas.
Los tres monjes que representaban al clero buscaron por
última vez a Anair en su palco, pero esta vez, el imperturbable
inquisidor parecía una tea ardiente en la altura. Largo Rhea
se dejó caer en su asiento y Hubberd se llevó las manos a la
cabeza.
—La chiquilla se marchará con la mujer —concluyó
Rókesby en actitud retadora—. El Lucero ha hablado.
—¿El Lucero? —escupió Anair con una agria mueca—. Es
el consejo el que habla. Deseáis que los marcados salgan de
entre estos muros y, con ellos, se aleje la sombra de ese
monstruo volador. Queréis volver a olvidar el nombre de
Geronte. Pues que así sea. —Su rostro se ocultó bañado en
una oscuridad repentina y habló a los reunidos—. Pero
afrontad las consecuencias. Hay un mensaje divino en esa
niña, quien no quiera verlo que cierre los ojos y acepte el
dolor. Quizá cuando regrese penséis de otra manera. El
ejército a las puertas no viene por nosotros sino por nuestra
fe. ¿Quién podrá salvarse cuando entren aquí? ¿De verdad os
sentís más seguros si la mujer y sus acompañantes
abandonan la ciudad?
—¿Seguros? —exclamó Wodraw Max cargado de ironía—.
Un millar de hombres desean quemar mi casa y cortarme la
cabeza. Tus intenciones no me consuelan, inquisidor.
—No hace mucho estuvimos encerrados, presos de la
desesperación. Algunos de vosotros sabéis a lo que me refiero.
Yo os digo que esperaréis el regreso de Kali con ojos
anhelantes y brazos abiertos —dijo Anair—. Recordad este día
porque mucho os pesará en los corazones.
—¿Por qué íbamos a sentir pesar? —exclamó Wodraw
Max—. Nos deshacemos de lo que trae el mal a nuestros
cielos. Ellos son el objeto que codicia ese tal Geronte, ¿qué
problema hay al saldar cuentas con él?
—¡Necio! —exclamó el inquisidor—. Es con Dios con
quien debes saldar cuentas, no con sus enemigos. Pretendes
negociar con los traidores y cobardes porque te asedian las
puertas de tu casa. Entregas a un brujo a la salvadora de
todos nosotros con la esperanza de que su maldad no te
alcance. Wodraw Max, tus actos y palabras ensucian mis
oídos y los de este consejo. Desde un principio has animado a
tus conciudadanos a pactar con los pecadores, a renunciar al
valor y someterse. Has utilizado las escrituras e interpretado
187
el texto con la intención de traer la derrota.
—¡No! —gritó Wodraw Max, pero los clérigos a su espalda
lo contuvieron—. ¡No es cierto! ¿Qué beneficio podría sacar yo
de la derrota? Esta es mi ciudad, soy leal al Lucero. Tan solo
pretendía ser realista.
Anair lo miró de pies a cabeza y ocultó las manos en las
mangas de su túnica.
—Sí, pero ¿eres leal a Dios?
Wodraw Max titubeó un instante y miró al resto de
representantes de familias nobles. Los campesinos y
artesanos se mantuvieron en silencio, con los ojos muy
abiertos. Solo los clérigos asentían, cargados de
convencimiento tras el metal de su carne. Se escuchó el
crepitar del cuero cuando los monjes inquisidores cerraron los
puños.
—Detenedlo.
La voz de Anair, sinuosa, casi una autoritaria sugerencia,
precedió al repentino tumulto. Los monjes inquisidores
tomaron a Wodraw Max en volandas y lo sacaron de la sala,
abriéndose paso a empellones. Muchos nobles comenzaron a
gritar con los brazos en alto, mientras Dallpen Tirantes y los
suyos observaban atónitos cómo se desplegaba frente a ellos
una muralla de armaduras metálicas. Los clérigos guerreros
se dispusieron entre la multitud y el entarimado donde se
encontraban las butacas del consejo. Poco a poco, avanzaron
dando golpes y puntapiés a los hombres que les increpaban y
escupían.
Trisha tomó la mano de Kali. Estaba seria y con aspecto
agotado, demasiado revuelo para alguien acostumbrado a la
soledad de los montes de Bruma. La mujer asintió y, con un
movimiento de cabeza, abandonaron la balconada y los gritos
y aullidos de unos y otros. Olen, anonadado, se apoyó en la
baranda. Abrió la boca al contemplar la tremenda bronca en
que había acabado el consejo del Lucero de Dromm, aunque
no dijo nada. Miró a un lado y descubrió el brillo en los ojos
de Anair, su medio rostro ofendido, tenso por la violencia de la
venganza. Y al otro lado, solo en la tarima, con los brazos en
jarras y una mueca arrogante, incorruptible, el gran Rókesby
Tres Dedos enfrentado en la distancia al inquisidor.

188
CAPÍTULO 15

Era una tarde fresca. Una brisa gélida acariciaba las hojas del
seto en el jardín del Lévvokan y volaba acompañada por los
murmullos de lo cotidiano en la Casa real. Una campana
repicaba a lo lejos, quizá desde el viejo monasterio de Ierú, en
recordatorio de los marinos que no volverían nunca a tierra.
La voz de una criada aparecía nebulosa y, desde la altura, los
estandartes golpeaban la lona contra la piedra. Sobre todos
ellos, las nubes se arrastraban hacia el sur, como
interminables cicatrices en un cielo azul claro.
Anja cerró sobre el cuello la cálida marta cibelina de su
capa y saltó a un lado del camino. La tierra del jardín era
sangre coagulada, casi negra, y de ella crecían matas y
arbustos sin flores alrededor de un tilo cargado de frutos. A
sus pies las primeras hojas ocres salpicaban la tierra como
una ofrenda de oro derramado. La princesa llegó hasta el
tronco del árbol y comenzó a observar las raíces. Se acuclilló
cuando creyó encontrar lo que buscaba, pero tras cogerlo
entre sus dedos resultó ser una ramita y la arrojó, displicente.
Arrugó los labios y apartó la fina capa de hojas del tilo. La
búsqueda iba a resultar más complicada de lo esperado.
Levantó la mirada y echó un vistazo alrededor. Estaba sola.
No quería ser sorprendida por la curiosidad de nadie.
Aunque más que la nariz de los demás, la raíz de su
desasosiego era el secreto asunto que se llevaba entre manos.
Algo que nadie pensara que todavía podía ocurrir en aquella
parte de Kanja. Algo que, más que probablemente, solo el
antiguo consejero de su padre, el tenebroso Rághalak, había
llevado a cabo.
De momento necesitaba una fiera dentada, una especie
de salamandra que se encontraba en los pozos calcáreos de
Boldo, pero no había manera de conseguirla. Así que con un
poco de investigación decidió que quizá podría sustituirla por
lo más parecido que tuviese a mano. Todo debía hacerse en el
más absoluto de los secretos. Si su madre descubriera sus
planes, se encontraría en un grave apuro; uno de esos en que
es mejor no meterse.
Se detuvo y levantó la barbilla. Antes no hacía aquellas
cosas; siempre obedecía las órdenes de la reina, seguía el
camino que ella le marcaba sin desviarse un ápice a un lado u
otro.
«Pero eso era antes —pensó— cuando era pequeña; antes
de ser atacada por la mujer del cuchillo y mi sangre empapase
el suelo de la biblioteca.»
El pasado le parecía cubierto por una fina tela esponjosa
que lo convertía en un brumoso recuerdo. Todo se veía tan
189
lejano. La falta de sueño comenzaba a desgastarla, de la
misma forma que los codos de una camisa desaparecen con el
tiempo. Y con ellos se iba la realidad y se convertía en un
escenario, una representación frente a uno. Anja no había
dormido desde que descubrió la antigua receta para un
bebedizo entre las notas de Rhágalak. Una poción que
permitía eludir el descanso de los párpados. Hacía seis días de
aquello.
Clavó las uñas en el suelo. La tierra estaba húmeda y
formaba oscuros terruños de los que colgaban raíces muertas.
No había elegido aquel lugar de forma azarosa. El aroma de la
tierra estaba lleno de putrefacción y vida, empalagoso y
avasallador a su olfato. Entonces recordó de nuevo la infancia,
los juegos bajo el árbol, carreras, hoyos en el fango, y ese
hedor tan reconfortante en la ropa manchada y entre los
dedos. Hubo una época en que su risa llenó aquel jardín,
quizá con la de su hermano y la de los criados y sirvientes. Un
tiempo anterior a convertirse en el reflejo de la reina, anterior
a los libros prohibidos y los secretos arcanos. Un tiempo
pasado, al fin y al cabo.
Se detuvo. Abrió los ojos y esgrimió una sonrisa de
satisfacción. No había sido mal remedio seguir a su intuición.
Apartó la tierra que como espuma cubría el hoyo, introdujo los
dedos y, delicadamente, sacó el objeto de su deseo. Lo levantó
hasta colocarlo frente a ella y comprobar cómo su captura se
contoneaba en el aire. Una gruesa larva, negra como la tierra,
larga y viscosa. Con la llegada de la primavera, aquella
lombriz ciega de cuerpo blando, se convertiría en un mendigo,
o también mordedor acorazado, con media docena de patas
fuertes y los colmillos de una serpiente. Pero, de momento, era
suficiente para Anja.
Tal vez no fuese el mejor sustituto para una salamandra
de tierra, pero en el libro no prohibía expresamente los
pequeños cambios debidos a las limitaciones de vivir en la
fortaleza de un rey. De todas formas, había meditado durante
días la decisión y el mendigo era la más accesible de las
posibilidades. Mucho más complicado habría resultado
encontrar una garza dorada, una luciérnaga oscura o una
cuernacabra. No tenía nada que perder con la larva de
mordedor, como mucho un poco de suciedad en las rodillas y
entre las uñas. O quizá sí podía perder mucho más de lo que
llegaba a comprender. Tal vez, en unos días, su cuerpo fuese
encontrado muerto sobre el suelo de la biblioteca, vacío, con
su alma en poder de un demonio.
«Que te arranquen el alma debe de ser doloroso —pensó
—, tanto como ser despellejado por dentro.»
—¿Se puede saber qué estás haciendo? —exclamaron a
su espalda.
Tragó saliva. La voz de la reina la dejó congelada con su
190
glacial e imperativo tono. Miró desde el rabillo del ojo y la vio
allí plantada, tras el seto. A su lado estaba Enro Kalaris.
Ambos con el cejo prieto y la extrañeza como velo. Aunque su
madre, además de la sincera sorpresa, la asedió con un
furioso destello en la mirada.
Estaba perdida. Cerró los ojos, algo más que un
parpadeo, y se dio la vuelta con una sonrisa medida,
calculada. Deslizó las manos bajo la capa y, en un fugaz
movimiento, ocultó la húmeda larva en su brazo izquierdo.
—Había visto algo —respondió con amabilidad exacta, ni
fría, ni demasiado cordial. Tan solo dijo la verdad.
—¿Algo? —La reina miró a sus pies—. ¿Qué es algo?
—Un brote verde de bienamada —explicó al tiempo que
caminaba hacia ellos—. Crece a la sombra del tilo y para
conservar sus propiedades debe ser tallado antes de que sus
raíces se enrosquen con las del árbol e intercambien sus
fluidos. Es sabido que la bienamada es un poderoso
estimulante amoroso hasta que se aparea con el tilo.
La reina Anja y Enro Kalaris intercambiaron una fugaz
mirada.
—¿Se puede saber por qué buscas un afrodisíaco? —la
interrogó su madre.
Anja caviló su respuesta. No había imaginado que su
excusa debiera ser explicada también. Recordó que, en
ocasiones, el cuerpo dice más que las palabras. Bajó el
avergonzado gesto al tiempo que Kalaris amagaba una
sonrisa.
—Grandes conocimientos de botánica —dijo él,
asintiendo, lleno de satisfacción.
—Botánica, zoología, feérica, historia y política —añadió
la reina con rectitud—. Mi hija ha sido educada en las más
importantes disciplinas. Una consorte sin igual en todo Kanja.
Como debe serlo una mujer Levvo.
—Solo aspiro a servir, madre —aseveró Anja.
La reina escuchó su servil disposición y la miró a los ojos
durante un instante. Lo suficiente para que Anja supiese que
su madre sospechaba algo. Lo supo por la manera en que su
atención viajó a las pupilas dilatadas en sus ojos. Después su
párpado derecho se guiñó de forma casi imperceptible y
observó el ligero brillo que el sudor confería a su cuello. Anja
carraspeó. La reina lo sabía, de alguna manera lo sabía todo,
incluido el movimiento de la larva en su manga, convertido en
incómodo cosquilleo.
—¿Qué ocurre si se enredan? —preguntó Kalaris,
empujándola fuera de sus pensamientos.
—¿Enredarse?
—Si las raíces del tilo y la bienamada se enredan —
explicó él—, ¿qué ocurre?
—Su efecto se vuelve... —su boca se hizo pequeña—
191
inoportuno.
Kalaris se encogió de hombros y torció la boca.
—Es tóxica —intervino la reina, tras una mueca hastiada
—. Si no se cosecha pronto, la bienamada se convierte en un
veneno bastante incómodo para el incauto que la toma. En
pequeñas dosis, afecta los riñones, provoca fuertes ardores al
orinar y esfuma la hombría. Si se usa de forma recurrente, la
orina se vuelve sangre y se sufren fiebres que producen
delirios y, en ocasiones... —La reina se detuvo y torció la boca,
llena de maliciosa desconfianza, hacia su hija—. La muerte.
—Espero no probarla nunca… No demasiado —concluyó
Kalaris con un deje de flirteo en sus palabras que hicieron a
Anja enrojecer de nuevo.
La reina miró a ambos y suspiró con la nariz bien alta.
—Bien —dijo, seca y tosca, dando una palmada—. Hace
rato que te buscábamos. La boda con el señor de Ursa será
dentro de poco y, la tradición manda un encuentro previo a
las nupcias. Visto el poco interés que suscita en ti esta unión
he decidido tomar la iniciativa y arrastrar al noble Enro hasta
aquí. Dispón de tus mejores modales y atiende a tu futuro
marido como es debido. —Sonrió de forma gélida y se dispuso
a marcharse—. De todas formas, ¿qué mejor lugar para un
encuentro que los jardines del Lévvokan?
Con esas palabras, la reina dio media vuelta y dejó a
Kalaris plantado frente a Anja, con la palabra en los labios y
media reverencia a su espalda. Era un hombre grande y
desgarbado, de manos nudosas y dedos robustos de uñas
cuadradas. Vestía una camisa gris y una capa corta teñida de
negro y ribeteada de felpilla carmesí, con el león de Ursa
bordado sobre el corazón. Tenía el pelo flámeo, como avivado
por la brisa. Esperó a que la reina desapareciera y volvió su
atención a la princesa Anja, con una media sonrisa.
—Vuestra madre...
—Esperad —le interrumpió ella y salió del jardín hasta el
sendero—. Deberíamos caminar hacia allí.
Anja señaló en dirección opuesta, hacia una fuente al
final del empedrado. Kalaris arrugó la boca y se detuvo sin
saber qué decir.
—Si queréis decirme algo privado os recomiendo que deis
la espalda a la reina —explicó Anja, dando los primeros pasos
por el camino—. Puede leer los labios en la distancia como si
susurrasen conversaciones a su oído. No hay secretos para
ella en este lugar.
—Pero se ha marchado...
Anja musitó un gemido irónico y continuó caminando.
Kalaris dio un brinco y se puso a su lado.
—Vuestra madre está satisfecha por esta unión.
—Ha sido idea suya —corroboró ella—. Le disgusta que
sus órdenes no se cumplan y, de igual manera, se congratula
192
cuando sus planes se llevan a término.
—No parecéis especialmente nerviosa por nuestro
compromiso.
Bajo el vestido de Anja, la larva se arrastró sobre su piel
hasta la parte de atrás de su hombro, dejando un rastro
mucoso y helado.
—No, no lo estoy —apuntó ella— ¿Os molesta? ¿Debería
estarlo?
—Sería lo corriente para una mujer de quince años que
va a desposarse con el Hiurel misinio.
—Yo no soy una mujer corriente, Señor de Ursa —aclaró
ella—. Soy la hija de Abbathorn Levvo III, rey de misinia y
próximo emperador del Norte. Soy una mujer Levvo, no puedo
permitirme sentimientos ni debilidades de carácter que atañen
a las otras mujeres. Soy tan buena como puedo serlo.
Preparada para servir a mi Casa por encima de todo otro
propósito. Seré la mejor esposa que podáis encontrar.
—Anja —dijo él, y acercó una mano a su rostro, pero no
llegó a tocarla. Ella miró sus dedos y apenas pestañeó—. No
voy a mentirte. Lo único que me importa de una mujer es que
sea capaz de parir hijos varones lo antes posible. El tiempo se
me viene encima como un verdugo y no quiero que mis
herederos sean criados por un anciano. Quiero tener hijos
pronto.
Ella no respiró, asintió con solemnidad y lo miró a los
ojos. Kalaris tenía dos esmeraldas oscuras perforadas por un
pozo en el centro.
—Pariré hijos varones si es lo que deseáis, tan pronto
como ordenéis.
Dijo aquellas palabras de carrerilla, sin sentir nada
especial al pronunciarlas, solo como si expulsara el aire desde
sus pulmones, sin fuerza.
Kalaris rio y cerró el puño, satisfecho.
—Toda mi energía es a mi familia y vos seréis pronto mi
marido.
—Vuestra lealtad es admirable —la elogió él—, en
especial en estos tiempos que corren.
—Más bien son tiempos en que los leales son sesgados
como la mies durante la cosecha —objetó Anja, llegó a la
fuente y observó el trémulo reflejo en la superficie—.
Consecuencias de la política. La lealtad no recibe recompensa,
es una flecha lanzada al vacío. El fiel se somete a la voluntad
del que requiere su confianza y, en ocasiones, la sumisión
acaba con la muerte del leal. Si hay dolor y desengaño con la
traición es porque se esperaba un beneficio a cambio. Yo no
me cuestiono lo que me traerá mi lealtad, simplemente actúo.
—Habéis leído demasiada filosofía —desdeñó Kalaris—.
Yo sé aliarme con los que me conviene y sacar rédito a
cambio. La lealtad es cosa de necesidad. Vuestro padre
193
necesitaba mi amistad con Ezra Gran Puño y mi posición
como Hiurel. Yo requiero un precio que ha sido pagado.
Mucho más sencillo que la filosofía.
—Es una manera de verlo.
Anja se contuvo cuando sintió la viscosidad de la larva
descender hasta su pecho.
—¿Y mi hermano? —preguntó, cambiando de postura.
—Será el próximo emperador —respondió Kalaris de
forma veloz—. Apuesto toda mi fortuna en ello. Pero cada cosa
a su tiempo. Vuestro padre será coronado cuando la guerra
acabe y la sangre es ley a la hora de heredar el trono. Soy el
Hiurel misinio, yo dicto la línea sanguínea que corona reyes o
deja primos y sobrinos fuera del trono. Browen reinará.
—Mi madre desea que así sea.
—Sé muy bien lo que desea vuestra madre. Y tendrá mi
férreo apoyo —asintió—. Pero todo a su tiempo. Primero hay
que dar, después recibir.
Anja lo miró fijamente. Había algo en la forma en que
paladeaba las palabras, algo oculto y lleno de un húmedo
apetito. Después caminó a un lado, a lo largo del estanque.
—Esa es la lealtad que une mi mundo —apuntó Kalaris.
—Mi lealtad es a los míos —repuso Anja, firmemente.
—Pronto, la mía será vuestra Casa.
Anja afiló su mirada desde el hombro.
—Ese es mi destino —confirmó Anja y se llevó las manos
al vientre, justo donde la larva había resbalado y se agitaba
nerviosa en su ceguera viscosa.
—Estoy ansioso por celebrar este matrimonio, Anja. —De
nuevo alzó la mano hacia ella, pero la retiró antes de rozar su
vestido. Ella se veía tan menuda a su lado…—. Me darás hijos
varones que gobernarán a los hombres. Hijos de Ursa que
formarán una gran estirpe. Un nombre que dure mil años,
más allá de la vida de un dios, más duradero que las
montañas.
—Ya tenéis mi palabra y yo la vuestra, ¿qué más queréis?
Sois ambicioso. —Anja sintió su voz trémula y se mordió la
lengua de forma disimulada.
—Siempre —añadió él de forma rotunda.
—Y ¿no os pesa la lejanía de un campo de batalla en el
que demostrar vuestra ambición? —La princesa se detuvo y se
enfrentó a él.
—Soy mucho más útil a vuestra madre aquí en
Davingrenn.
—Querréis decir a mi padre.
—Al reino. ¿No es lo mismo?
—No conocéis a la reina.
Kalaris la miró de arriba abajo, con una expresión
contenida y hambrienta.
—Ella es como vos —dijo al contemplarla.
194
—Yo soy como ella —repuso Anja.
—Eso no es del todo cierto. —Movió la cabeza a los lados
y sonrió—. No sois iguales. Hay algo diferente en estos ojos.
Parecidas, como dos gotas de agua. Aunque se nota un fuego
especial en vuestro interior.
—¿Fuego? —Sonrió, lanzando una sarcástica dentellada
—. Nunca nadie ha llamado ardiente a una mujer Levvo.
—El hielo también quema.
—Eso es tan solo una percepción. Los sentidos, en
ocasiones, son una barrera.
—Yo creo en lo que veo y tomo por real lo que siento —
replicó el Hiurel misinio—. Mal que pese a monjes y clérigos,
no soy amigo de dioses ni brujos. Dadme un arma de buen
metal, un muro de piedra, y una mujer de carne y hueso. Eso
es lo único que importa. Lo otro son distracciones del espíritu,
humo que se lleva el tiempo con el olvido.
Anja puso sus grandes ojos verdes sobre él. Un hombre
en el que todo era enorme, incluido su apetito, un ansia
devoradora que podía presentir en su respiración, en la
manera en que contraía los puños o tensaba los músculos de
la mandíbula.
«Es tan básico —pensó—, tan superfluo… Como un
muñeco en mis manos.»
Entonces comprendió la visión de su madre. El pago a
Kalaris se había convertido en un beneficio para los Levvo. La
reina no había dejado nada a la casualidad. Casarla con el
más poderoso de los señores misinios para convertirse en la
fuerza desde la penumbra. Con el tiempo, encumbrar a su
hermano, Browen, al trono del imperio. Familia e imperio.
Pero ¿qué ocurría con Abbathorn? ¿Dónde estaba el rey en
todo aquel ardid de alianzas y matrimonios?
En ese momento, el blando cuerpo de la larva se arrastró
bajo su ombligo y ella dio un respingo y amagó su sobresalto.
Kalaris chasqueó los labios y se alejó un paso.
—Juntos haremos grandes cosas, Anja —confesó, pero su
voz pareció ocultarse en el fondo de una caverna.
Ella no respondió. Sintió que las fuerzas le fallaban. La
falta de sueño regresaba como un manto demasiado pesado
para sus hombros. Los ojos se le volvieron lágrimas y el
estómago, vacío, ardió como una herida abierta. Necesitaba el
bebedizo de Rághalak antes de caer inconsciente en cualquier
lugar.
—¿Ocurre algo? —se acercó Kalaris, extrañado, pero ella
ocultó el rostro.
—Tengo que irme —se despidió antes de volver al camino
—. Seguiremos la conversación en otro momento.
—Pe... pero... —balbuceó él.
—Ha sido un placer. —Se escurrió por un lado y cerró la
capa en su pecho—. ¡Volveremos a vernos!
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—¡Eso espero! —gritó él, pero la princesa ya había
atravesado la puerta, dejándolo plantado, hombros en alto,
expresión bovina.

La noche de luna nueva había empapado los rincones con un


silencio tétrico, tan gélido como la escarcha que destellaba en
las almenas de la muralla. Sombras de aliento brumoso,
ataviadas con capotes pesados, patrullaban los adarves y
golpeaban los pies contra el suelo, tratando de esquivar la
tenaza del frío. El Lévvokan dormía como una fiera enroscada
sobre sí misma y el lamento de algún prisionero pasaba
desapercibido en la profundidad de sus entrañas. Todo estaba
en orden. Los criados descansaban sus castigados huesos. El
rey rechinaba los dientes en la oscuridad de sus aposentos
con los ojos abiertos y fijos en ningún lugar. La reina dormía y
soñaba plácidamente sin sospechar que la cama de su hija, su
adorada pupila, se encontraba vacía.
Anja había iluminado la habitación de Rághalak,
depositando una luz invocada en un pequeño espejo que
había tomado de su tocador. Ya no necesitaba velas para sus
escapadas nocturnas. Bajo el brillo artificial su rostro parecía
marmóreo, embalsamado, y la capa gris una mortaja vieja.
Una sombra había aparecido bajo sus ojos, y las manos le
temblaban, bien por el frío o la falta de descanso.
Dibujó un círculo en el suelo. Debía ser perfecto, así que
utilizó un cordel y una pequeña vara. Después comenzó a
trazar los símbolos arcanos y puso la larva que había
conseguido aquella misma mañana en un cuenco metálico en
el centro del círculo. Consultó el libro y tomó las medidas con
la misma vara. Trazó dos círculos más, que en conjunto
formaban los vértices de un triángulo. En uno colocó otro
cuenco de metal y lo llenó de buen licor de patata que había
conseguido en la bodega. En su interior arrojó un anillo de oro
con una malaquita engarzada y, a los lados, uvas maduras.
En el tercer círculo se sentó ella, con las piernas cruzadas,
oculta bajo la capa.
Abrió el libro y acarició la página con la yema de los
dedos, después observó los círculos frente a ella y se mordió el
labio. Se sintió asomada a un abismo insondable. Todavía
estaba a tiempo de echarse atrás. No hacía falta saltar al vacío
y desatar unas consecuencias desconocidas. Desplegó la
mano sobre las antiguas palabras garabateadas en tinta
oscura y sintió su pulso golpear el papel. Levantó la vista, una
vez más, hacia los otros vértices del triángulo.
La duda no tenía sentido. Ya había comenzado. No era
cuestión de pronunciar las palabras o pasar las noches en
vela, buscando libros y pergaminos indescifrables. Todo había
comenzado mucho tiempo atrás, quizá antes de que ella
196
hubiera sido consciente de los poderes arcanos. Tal vez estaba
escrito en su destino. Sentir la curiosidad y el ansia por
conocer los misterios, acumular el poder en sus manos e
interpretar el universo. Conocer. Con el libro abierto en el
regazo, la piel sobre el hechizo. El principio es algo
inescrutable, si es que existe como tal.
—Lisbeth. Madais. Bamon. Yo os llamo —comenzó a leer
en voz alta y rítmica—. Xal. Tiris. Gorontor. Os imploro. Por
los siete sellos de las siete puertas que unen los siete mundos.
Yemeil, escucha mi súplica y toma mi regalo. Hyanan,
escucha mi ruego y atiende mi petición. Por la sangre de los
dioses y la voz de los hombres. Por la luz y la oscuridad.
Viajeros de los canales, señores que unen los planos,
escuchad mi plegaria y resarcid mi ambición. Tirambar. X'ol.
Kyamil. Venid a mí.
Apenas levantó la vista desde los párpados, lo suficiente
para tomar aire y comenzar de nuevo. La voz se le convirtió en
un murmullo rasgado al tiempo que los dedos acompañaban a
las palabras al recorrer las líneas. La oscuridad a los lados se
hizo más intensa si cabe.
—Lisbeth. Madais. Bamon.
La letanía era un galimatías ininteligible que
acompañaba el leve balanceo de su cuerpo sobre el libro. Las
palabras y los símbolos arcanos se contoneaban con ella en
una danza sensual aunque contenida. El libro creció hasta
convertirse en un telón frente a sus ojos.
—Xal. Tiris. Gorontor.
El frío la rodeó como una manada de fieras fantasmales.
Su aliento formaba vaharadas brumosas que desaparecían al
abandonar la capucha de su capa.
—Tirambar. X'ol. Kyamil.
Dolor, hambre, sueño y miedo se turnaban y hostigaban
su concentración. Repetía las palabras, una y otra vez, y
comenzaba de nuevo, en una espiral que descendía de forma
vertiginosa. Los labios apenas se movían al expulsar los
nombres prohibidos en un susurro. Sentía los ojos irritados y
empañados por un velo borroso. El dedo recorría la caligrafía
garabateada, acompañando a la letanía. Su voz se volvió un
ronroneo grave que nacía de su corazón en un parto violento y
desgarrador. El vació se volvió una molestia ácida. Cerró los
ojos sin dejar de pronunciar las palabras.
—Lisbeth. Madais. Bamon. Xal. Tiris. Gorontor. Yo os
convoco.
Entonces todo se desvaneció y el vértigo la arrancó de la
realidad.
Se encontró en el silencio sin saber cuánto rato había
pasado. Con la espalda curvada sobre el libro abierto y la boca
reseca, los labios cortados y la piel de las manos cuarteada. Al
incorporarse, una punzada en su columna la hizo apretar los
197
dientes, pero se detuvo al observar la presencia frente a ella,
en el centro del triángulo formado por los tres círculos. Abrió
mucho los ojos y cerró el manuscrito, sin decir nada.
El ser medía un palmo de altura y roncaba una correosa
respiración sin despegar su atención de ella. Tenía el rostro de
rata, con unos sangrientos ojillos maliciosos y colmillos
desiguales de los que goteaba saliva que se quedaba prendida
en la barba. Estaba desnudo. Los brazos y las piernas, eran
cortos y musculosos, y la espalda, una joroba cubierta de pelo
negro.
Anja no dijo nada y el ser esperó, esperó y esperó con los
brillantes ojos sobre ella.
—¿Quién...? —Anja sintió que le fallaba la voz, pasó la
lengua por los labios y forzó su garganta—. ¿Quién eres?
La criatura inclinó la cabeza y se cruzó una mano frente
al pecho.
—Mi nombre es Ziamud, mi ama.
—¿Zi...? —Un ataque de tos hizo que la princesa se
doblegara sobre sus piernas y golpease con el puño el suelo.
—Debéis de beber mucha agua durante una invocación
—sugirió Ziamud con voz ronca—. Es importante.
Anja comenzó a respirar a grandes bocanadas y trató de
escupir, pero el esfuerzo resultó ser una dolorosa arcada.
—Si me dais vuestro permiso —sugirió la criatura—,
puedo acercaros algo de beber.
La princesa agitó una mano hacia la mesa cercana y
asintió entre toses. Ziamud dio un brinco y corrió fuera del
triángulo dibujado en el suelo, trepó por una de las patas y
cogió una frasca de metal. Ágilmente saltó al suelo y acercó el
recipiente a su nueva ama. Ella se lo arrebató de las manos y
lo bebió con tanta desesperación que la mayoría se le derramó
por el pecho. Después recuperó la postura y respiró de forma
más pausada sin dejar de observar al diligente ser que
esperaba frente a ella.
—¿Quién eres? —lo interrogó de nuevo.
—Como dije, mi nombre es Ziamud.
—Yo esperaba... —dudó— Otra cosa.
—Siento decepcionaros, ama. —Se inclinó con un gesto
contenido—. Solo estoy aquí para serviros.
—No tienes aspecto humano.
—¿Debería tenerlo?
—Pero —Anja encogió los hombros—, Berk...
—Si deseáis un guardián con aspecto humano vais a
necesitar algo más que un poco de licor, un anillo y una...
¿larva? —Había una descuidada burla en su correosa voz—.
Un ritual que escapa a vuestros conocimientos.
—No me importa el aspecto —apuntó ella—, siempre que
los otros no te vean.
—Puedo pasar inadvertido si es lo que deseáis, ama.
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—Es lo que deseo —confirmó Anja—. Pero también
necesito ayuda.
—Vos solicitasteis mi presencia.
—En realidad no te llamaba a ti.
—Digamos que alguien me envió en su nombre.
—¿Por qué?
—No sois digna de su presencia.
Anja le dirigió una despechada mirada llena de orgullo.
—Pero Ziamud hará todo lo que esté en sus pequeñas
manos para ayudar al ama —recitó para volver a inclinarse de
forma diligente—. ¿Qué es lo que el ama desea?
—Respuestas.
—Y ¿la pregunta?
—Quiero comprender los textos arcanos —comenzó a
explicar—, pero muchas cosas se me escapan. ¿Dónde puedo
encontrar una explicación a los canales místicos? ¿Dónde está
la historia de Razael y su maldición? ¿Qué significa el símbolo
de siete puntas y para qué se utiliza? ¿Perviven los círculos de
poder de los antiguos arcani? ¿Qué...?
—Esperad, mi ama —la interrumpió Ziamud—. No tan
deprisa.
Con una mueca complaciente, casi una sonrisa,
desapareció en la oscuridad. Su correteo se escuchó entre los
estantes y corredores de la biblioteca. Algo de metal cayó al
suelo y repiqueteó en un eco interminable. Anja se llevó las
manos al rostro. El sueño volvía a ella con una ola de nausea
y vértigo. Metió la mano en la capa y sacó la pequeña redoma
que contenía el bebedizo de Rághalak. Quitó el tapón con
cuidado. Los párpados le caían seguidos de los músculos. La
respiración se le detenía y, a su alrededor, todo se derramaba
como metal fundido. Llevó el borde a los labios y sintió su
sabor amargo antes de siquiera probarlo.
—¡No! —exclamó Ziamud, que apareció con un rollo de
pergamino bajo el brazo—. No debéis abusar de las drogas.
Dejad que el cuerpo haga su trabajo. —Brincó sobre su regazo
y le arrebató el frasco con amabilidad autoritaria—. El exceso
os volverá un espectro, sin alma, sin calor. Un muerto en vida.
—Pe... Pero no quiero dormir —balbuceó al tiempo que el
cuerpo le caía a un lado—. Te... tengo que leer más... más
libros.
Ziamud saltó a un lado y vació el contenido de la
pequeña redoma en el suelo. Arrugó su hocico húmedo ante
los vapores del caldo y se volvió con una mueca desagradable.
—No os preocupéis por eso, mi ama —dijo junto al rostro
relajado de Anja que caía en el más profundo sueño—. Yo me
encargaré de vuestros deseos. Ahora dormid. Ziamud
encontrará los libros que debéis leer, las respuestas que
buscáis en lugares silenciosos. Yo os mostraré el camino,
princesa, y vos abriréis la puerta. Mucho tiempo ha estado
199
perdida la llave.
El pequeño ser pasó una de sus diminutas manos por el
pelo de Anja y la contempló con una tenebrosa candidez.
Después, con un ronquido porcino, corrió hasta la biblioteca y
comenzó a rebuscar entre los miles de textos mientras la
princesa dormía, ajena a su destino.

200
CAPÍTULO 16

El sol asomaba en el horizonte y la bruma se deslizaba sobre


la piel del mundo, tal que el sudor viscoso entre las escamas
del gran reptil adormilado que era Uddla. Los fogones y las
chimeneas lanzaban sus brazos a lo alto, rasgando la panza
hinchada y violácea y pasajera del cielo, bajo la atenta mirada
de cuervos y urracas desde los tejados puntiagudos, lejos de
la podredumbre urbana. Era una mañana fría y húmeda, y
desde mucho antes que la claridad ofreciera su manto gris, la
alarma había sonado en toda la ciudad. Patrullas de hombres
armados recorrían los callejones y vapuleaban a vagabundos y
pordioseros; la milicia escudriñaba cada rincón, cada montón
de basura en busca de un fugitivo. Un prisionero había
escapado y, en su huida, había tomado la vida de un guardia.
Toda Uddla se sumergió en un revuelo de rumores y
habladurías. Un razaelita, más monstruo que hombre, andaba
suelto. Un ser sediento de sangre, oculto en una guarida que
solo abandonaba por las noches. Un demonio liberado por
adoradores de una secta secreta que, sin duda, estaba detrás
de cada sonido en lóbregos callejones, cada robo con violencia,
cada misterio alimentado por la insidiosa semilla de la
superstición. La voz corrió como el fuego estival: el barrio de
los mercaderes aukanos era el foco del que surgía todo mal.
Los extranjeros, su paganismo, el hedor de sus costumbres,
su idioma plagado de fonemas amenazantes incluso para un
norteño. No importó que la mayoría hubieran nacido en Uddla
o llevasen décadas trabajando en la ciudad. Alguien debía
pagar el precio.
Al final de la tarde, fue tal el tumulto que el castellano de
la casa Skol tuvo que emplear a fondo a toda la guardia de la
ciudad para contener a la turba enfurecida. No salieron
patrullas en busca del fugitivo. La revuelta amenazaba Uddla.
El populacho pedía la cabeza de los responsables y los
acusaba de brujos y razaelitas. Un pequeño grupo de monjes
de Vanaiar, que Kundan el Oso había dejado en Uddla, se
unieron a la revuelta y comenzaron a preparar un cadalso en
el que hacer expiar a los impuros adoradores de dioses
olvidados. La guardia de la ciudad soportó empujones,
pedradas, incluso una cuchillada, para evitar que los
alborotadores no entraran en el barrio aukano. Hasta que los
mercenarios ociosos que vagaban por la ciudad encontraron
una excusa para saquear y asesinar. Entonces, la multitud
venció la resistencia de la milicia.
La noche se convirtió en un ruidoso y tórrido trámite.
Muchas casas ardieron y, además del barrio aukano, varios
almacenes de comerciantes sureños fueron saqueados.
201
Decenas de mujeres, aukanas o no, fueron violadas por
grupos de guerreros, y una docena de hombres encontraron la
muerte aquella noche. Entre ellos, tres cazadores del llano que
tenían un altar a Vinthar, el arquero, y que fueron quemados
en público por los clérigos de Vanaiar. El día siguiente, llovió
ceniza sobre Uddla y, con ella, diluido entre el agua negra,
ponzoñosa y podrida, de la ciudad, el recuerdo de un razaelita
sediento de sangre, más monstruo que hombre, desapareció
en las cloacas del subsuelo.
Eadgard, Iven y Hontar no sabían nada de lo ocurrido, a
pesar de que habían visto las columnas de humo desde la
lejanía. Aquella misma noche, mucho antes del amanecer
habían abandonado Uddla, cubiertos por gruesas mantas de
viaje y con un hatillo bien surtido para el camino.
Caminaron durante un día hacia el norte. Hasta una
pequeña aldea en la que, gracias a la habilidad de Iven, se
aprovisionaron con media docena de huevos frescos y unos
embutidos curados. Sin embargo, a la mañana siguiente
divisaron el humo sobre Uddla, como una huella casi
desaparecida de una mala intuición. Eadgard se negó a
responder a las preguntas de Iven más que con un silencio
insultante y, en adelante, se mostró arisco y malhumorado.
Después de comer, cambió de opinión y decidió dirigirse al
este, hacia Kjionna o Ylarnna o, lo que era lo mismo, hacia la
guerra. De nuevo, Iven preguntó cuál era el destino de
Eadgard, pero como venía siendo costumbre no recibió
ninguna otra respuesta más que una mirada amenazante. Fue
en el momento de volver sobre sus pasos cuando divisaron a
su perseguidor.
Lo vieron en la distancia, detenido a un lado del camino,
aunque fue Hontar el primero en percibirlo cuando el aire
cambió de dirección. Perro se detuvo y levantó la nariz,
olisqueando por largo rato.
—¿Qué ocurre? —preguntó Eadgard.
Perro lo miró desde abajo, en cuclillas, enseñó los dientes
y gruñó.
—Huele a podrido —anunció con su voz rasgada.
Eadgard se cubrió el cejo con la mano desplegada y oteó
el horizonte, pero la silueta había desaparecido.

El camino llegaba a la cima de una colina cubierta de hierba


de un verde mortecino y algunas rocas que recordaban al
plomo fundido que Ulfmaer el Forjador perdiera en el trasiego
de su fragua. Se había abierto el cielo sobre su cabeza y a lo
lejos, desde oriente, llegaba una gran muralla de nubes
oscuras que arrasaba con todo. La brisa del mediodía soplaba
cálida, demasiado para aquella época del año, algo que sin
lugar a dudas anunciaba la llegada de lluvia al final de la
202
tarde. Aunque eso era algo que él no sabía porque nunca
había abandonado la ciudad.
El sucio desharrapado asomó la cabeza desde su
escondrijo y se apartó el pelo que le caía sobre los ojos.
Parpadeó incrédulo y miró a todas partes.
«¿Dónde se han metido?», pensó con evidente fastidio.
Se levantó y salió al camino, oteó en ambas direcciones,
pero no había rastro de ellos. Hacía un instante estaban allí,
en una vaguada surcada por el camino, vueltos hacia él.
¿Quién podía suponer que darían media vuelta sin previo
aviso y regresarían sobre sus pasos? Pateó un pequeño
guijarro y maldijo en voz alta, con las manos en la cintura y la
barbilla contra el pecho. ¿Qué podía hacer ahora? Cualquier
cosa menos volver a Uddla; jamás regresaría a sus sucias
callejas, a los vertederos, a la lucha continua por sobrevivir,
siempre solo, perseguido por los otros chicos. Recordó su
guarida en los cimientos de la muralla, un escondrijo ignorado
incluso por las ratas. Refunfuñó algunas palabras, entre el
enfado y la decepción, sin poder prevenir el golpe que lo
derribaría.
Hontar cayó sobre él con la velocidad del rayo. Hincó sus
garras en los escuálidos hombros y lo inmovilizó contra el
suelo. El muchacho apenas llegó a retorcerse en un quejido
lastimoso mientras Perro gruñía, babeaba y enseñaba los
dientes. A su espalda aparecieron Eadgard, con una sonrisa
satisfecha, e Iven, que estiraba el cuello y mantenía la
prudencia como escudo.
—Bien hecho, Perro —dijo Eadgard.
El sollozo del muchacho se convirtió en un lamento
agudo y sus ojos se anegaron de lágrimas. Perro lo zarandeó
de un lado a otro, y él aulló y pataleó de forma infantil.
—¿Quién eres y por qué nos seguías? —preguntó
Eadgard, ignorando los lloros del chico.
No hubo respuesta, tan solo una sarta de gimoteos y
balbuceos incomprensibles. Perro miró a Eadgard y se encogió
de hombros.
—¡Contesta! —exclamó, dando una patada en su costado
que solo aumentó el berrinche. Las lágrimas abrieron surcos
en sus sucias mejillas al tiempo que chillaba y se retorcía.
Eadgard observó con extrañeza al andrajoso muchacho.
Nunca había visto tal cantidad de suciedad en un ser
humano. La piel estaba cubierta de costras, el pelo largo y
enredado en un mar de nudos, los dientes rotos, irregulares y
de un color ocre, las uñas tan largas como las de Perro, y los
zapatos desmenuzados, reparados con improvisados
remiendos a base de trapos y cuerdas de esparto. Era lo más
desagradable que había encontrado nunca. Hasta que percibió
el hedor y dio un respingo atrás.
—Suéltalo, Perro —ordenó, pero Hontar no hizo caso y
203
continuó gruñendo al lloroso muchacho con el antebrazo
hincado en su nuez—. ¡Suéltalo! ¡Aléjate de él!
Perro sintió la urgencia en la voz de su amo y se
incorporó sin dejar escapar al sucio chico. Pero entonces vio
sus manos y comprendió.
Un moho verdoso había crecido en sus garras y se
extendía por los velludos brazos. El pelo encrespado que
cubría sus hombros se volvió gris bajo un velo sedoso; la piel
se corrompía y se agrietaba, reseca, formando escamas
muertas que caían descompuestas cuando el hombre agitó los
brazos. Perro arrugó la nariz con repugnancia y miró a
Eadgard.
—¿Qué es esto? —rugió con rabia, pero el moho
continuaba extendiéndose por su cuerpo, con la forma de una
fina película blanquecina—. ¡Aaargh!
Eadgard corrió hasta Iven, tomó el odre de agua y
comenzó a verter el contenido sobre Hontar.
—Frótate con fuerza. ¡Vamos! —explicó lleno de urgencia
—. Trata de lavarte bien dónde lo hayas tocado.
Perro comenzó a enjuagarse cargado de ansiedad y una
sombra de pánico. Cuando terminó se quedó arrodillado,
jadeante, con el ceñudo gesto puesto en el pordiosero. Un
gruñido contenido y sordo nació del interior de Perro, y escapó
entre los puntiagudos colmillos. Todos miraron al muchacho
durante un instante, en silencio. Estaba tendido en el suelo y,
apoyado en los codos, había sustituido el llanto por un
semblante tan serio como el de sus asaltantes.
—Es más seguro no ponerme la mano encima —dijo el
pordiosero.
—¿Quién eres y qué es lo que quieres? —escupió Eadgard
antes de pasarle el odre de agua a Iven.
—Vengo de Uddla. Os he estado siguiendo. Vi lo que
hiciste por él y… no me gusta la ciudad, no esa. Hace tiempo
que deseaba salir de allí. Pensé que podría acompañaros.
Todos intercambiaron miradas de extrañeza, hasta que
Eadgard sonrió de forma cáustica e hiriente.
—¿Y qué te hizo pensar eso? —lo interrogó con violencia
— ¿Crees que nos gustaría acompañarnos por un apestoso
como tú?
—Yo soy... —titubeó.
—¿Qué?
—... como vosotros.
—¿Cómo nosotros?
—Sí. Ya sabes… Yo también soy un… un marcado. No sé
por qué, pero lo soy. Es una cosa extraña, pero así es, desde
que tengo recuerdos.
—¡Ja! —rio Eadgard—. Tú no eres como nosotros. No eres
más que un sucio mendigo. Márchate, podrido, tu hedor me
revuelve las tripas.
204
—Me llamo Swerd.
—¡No me importa cómo te llamas! —exclamó—. Eres un
apestoso y no te quiero cerca de mí. ¡Fuera de aquí! ¡No nos
sigas más!
Con estas últimas palabras dio una patada en tierra y
una nube de piedra y polvo golpeó a Swerd. Después se alejó
unos pasos sin apartar la mirada de él, como una medida
intimidatoria que mantuviera al chico alejado de ellos. Iven dio
media vuelta sin abrir la boca, mientras que Perro gruñó y
levantó una garra amenazante antes de continuar por el
camino. El sucio muchacho se quedó allí sentado, con las
piernas recogidas contra el pecho y el gesto contrariado y
abatido, hasta que los otros desaparecieron a lo lejos.
No pensaba volver a Uddla. Se había prometido que no
regresaría jamás, nunca jamás; no más noches oculto entre
desperdicios, no más ratas, no más pedradas y carreras
desesperadas para salvar la vida, no más rechazo, no a los
insultos. No a la vida en la basura de aquellos que lo odiaban.
Swerd apoyó la frente en las rodillas. Visto así parecía un
montón de harapos sucios, manchados, desgarrados por
dentro y por fuera. Un guiñapo abandonado en el camino. El
cielo se había cubierto otra vez. Miró arriba y sus ojos de
ratón famélico reflejaron el cielo cubierto. Quizá sí lloviese
antes de la noche.

Eadgard y los otros volvieron sobre sus pasos y se desviaron


en una senda que tomaba la dirección que creyeron adecuada
para dirigirse al este. De vez en cuando se detenían para
comprobar que Swerd no los seguía, esperaban un rato y
continuaban la marcha. Perro se plantaba sobre alguna roca,
arrugaba el gesto y olisqueaba en busca de aquel hediondo
personaje, aunque el viento soplaba desde poniente y era casi
imposible captar ningún rastro, por muy intenso que fuera
este.
Caminaron en silencio durante las primeras horas. Iven
siempre a la espalda de Eadgard, que caminaba cabizbajo y
meditabundo. Perro correteaba a un lado y otro, persiguiendo
liebres hasta su madriguera. De vez en cuando desaparecía
entre los arbustos, pasaba un buen rato y los alcanzaba al
trote, jadeando, miraba a todas partes y se adelantaba hasta
el próximo recodo del camino. Gracias a él encontraron una
poza de agua limpia donde rellenaron el odre de agua y se
refrescaron. A lo lejos, el sol se sumergía en la tormenta, cada
vez más cercana, de forma que la oscuridad comenzó a
asediarlos.
—Deberíamos buscar un refugio —sugirió Iven con un
hilillo de voz.
Eadgard levantó la mirada. Tenía el gesto ceñudo y
205
malhumorado. Pero no dijo nada, se quedó tendido sobre una
roca y bostezó.
—¿Qué quieres decir? —masculló con seriedad.
—Solo digo que pronto lloverá y...
—Te crees muy sabio —lo cortó, escupiendo su grosería
—. Ya sé que lloverá y también sé que pronto caerá la noche y
no tenemos un lugar en que cobijarnos. Deberías proponer
soluciones en lugar de quejarte como una vieja.
—¡Yo no me quejo! —saltó Iven.
—No haces más que quejarte —replicó Eadgard y lo
señaló con el dedo—. Desde antes de llegar a Uddla. Todo te
parece peligroso y amenazador. Tiemblas como un flan. Por
favor —rio y puso los ojos en blanco—, he visto niñas más
valientes que tú.
Iven se mordió el labio inferior y bajó la mirada. Estaba
acuclillado con los codos sobre las rodillas y la capucha, como
siempre, cubriendo su rostro y camuflándolo en la tiniebla.
—Me preocupa saber a dónde nos dirigimos —masculló
en un gesto insatisfecho.
Eadgard se puso en pie, casi de un brinco, y dio dos
grandes zancadas hacia Iven. El ladronzuelo, asustado, abrió
mucho los ojos y cayó hacia atrás. Incluso Perro, se incorporó
al ver la reacción de su nuevo amo.
—¡A ninguna parte! —gritó al tiempo que lo cogía por la
capa y enfrentaba sus rostros. Iven pataleó, tratando de
escapar, pero desistió y se quedó quieto, con los ojos abiertos
como platos y una disculpa temblorosa—. Vamos a ningún
lugar. No hay una meta. Nadie nos espera y si llueve nos
mojaremos porque no tenemos refugio. Ve acostumbrándote
porque es lo que hay. Y si vas a continuar quejándote más te
vale dar la vuelta y marcharte con el podrido. No te
necesitamos. No eres tan importante.
Los ojos de Iven se llenaron de lágrimas que no llegaron a
derramarse. Desvió la mirada y se encontró con Perro, que
había escuchado todo, con una mirada lobuna vacía de
afectación. Eadgard lo observó con desprecio y lo arrojó contra
la roca.
—Ya sabes cuál es el camino —concluyó, inclinando la
cabeza a un lado y las piernas abiertas, hincadas en el suelo
—, tú eliges la dirección.
Dio media vuelta, cogió el hatillo y el odre, hizo una señal
a Perro y se pusieron en marcha, dejando al muchacho junto
a la poza, con la única compañía del arremolinado viento
otoñal. Un centenar de pasos después los alcanzó a la carrera
y, sin decir nada, se puso a su espalda. Eadgard sonrió
cuando lo escuchó acercarse, miró sobre el hombro y le lanzó
las provisiones y el odre de agua. Iven cargó el hatillo a la
espalda y lo siguió hacia la creciente noche.

206
La lluvia llegó como una fina caricia de humedad en el rostro.
Para cuando los primeros truenos resonaron y brazos
eléctricos abrazaron las nubes, ya estaban empapados de pies
a cabeza. Los campos a su alrededor eran una sucesión de
colinas de hierba baja, sin un árbol o un repecho del terreno
en que cobijarse. Así que continuaron su camino a pesar de
los envites de un vendaval bravucón y traicionero que los
agotó hasta la extenuación.
Crecida la noche, Eadgard pensó que no podrían avanzar
más. Iven, que no había pronunciado una palabra desde la
tarde, desaparecía entre los pliegues de su capa y jadeaba,
encogido y abrazado al hatillo. Él mismo se encontraba débil y
cansado. Las piernas le dolían casi tanto como los pies y el
agua había reblandecido sus carnes de tal manera que se
sentía fofo y gelatinoso. Incluso Perro, a pesar de tener una
energía envidiable, había abandonado sus incursiones y se
mantenía a su lado, calado hasta los huesos.
A pesar de todo, cuando ya no parecía haber otra
solución más que esperar el amanecer bajo la lluvia, se vieron
acompañados por muros de piedra que delimitaban bancales
de tierra labrada. No todo eran prados yermos y salvajes, y la
posibilidad de un lugar seco y cálido les dio renovadas
energías. Perro desapareció por delante y ellos aceleraron,
entre jadeos, escupiendo el agua que resbalaba por sus caras.
Habían pasado horas y los músculos estaban tensos y
cercanos al calambre, necesitados de un descanso.
—Por fin —musitó Eadgard al ver las luces.
Era una granja pequeña. Unos pocos edificios encalados,
de techumbre de paja y piedra, alrededor de un granero y
varios corrales. La cálida luz que escapaba por pequeños
ventanucos hería la oscuridad alrededor con su familiar
llamada. Los tres intercambiaron miradas de indecisión antes
de volver a escudriñar el trasiego casero de aquellos extraños.
Ninguno dio un paso al frente a pesar del calor que añoraban.
Volvieron a mirarse en silencio, aunque compartiendo un
pensamiento. Tres extraños, con su aspecto sucio y
desaliñado. El cuerpo deforme de Perro, su rostro salvaje. La
enfermiza mirada de Eadgard y su pecho huesudo, los brazos
como los exiguos apéndices de un muerto en vida. Iven,
cubierto con la capucha, oculto en la sombra.
Eadgard desvió la mirada y dio con el puño en la mano
izquierda. Después señaló con la barbilla a un lado del
camino. No era lo que deseaban, ni siquiera se acercaba, pero
la tormenta crecía sobre ellos y les empujaba a cualquier cosa,
especialmente si tenía techo.
El agua golpeaba con fuerza las paredes del cobertizo y se
colaba con cada ráfaga de viento por el único ventanuco. La
paja estaba seca en su mayor parte, aunque apestaba a
207
ganado y polvo. Hubiese sido mucho mejor encender un fuego
y calentarse el cuerpo, pero habían decidido pasar
inadvertidos, así que se quedaron callados, tiritando en la
oscuridad.
Perro se había acuclillado en la puerta, la vista puesta en
el exterior. De vez en cuando, un relámpago silencioso
iluminaba su rostro atento y los ojos le refulgían fugazmente.
Vestía tan solo un calzón largo, y la densa pelambrera de sus
fornidos hombros parecía tan sólida como el acero de una
armadura. Se mantuvo inmóvil durante mucho rato, tan solo
escrutando cada movimiento a lo lejos, escuchando entre los
sonidos de la tormenta.
Por otra parte, Eadgard e Iven se habían acurrucado en
el montón de paja, el uno frente al otro. El joven ladrón tenía
las rodillas atrapadas entre los brazos, con la espalda contra
la pared. Eadgard no podía verle con claridad, pero sabía que
tenía los ojos abiertos y la mirada perdida en ningún lugar.
Eso era lo habitual en él.
—Deberías descalzarte —rompió Eadgard el silencio—.
Tus pies se secarán antes si te quitas las botas húmedas.
Iven no respondió pero, tras un instante, escuchó cómo
se movía y dejaba a un lado las botas. Después se acomodó en
el montón de paja y estiró las piernas bajo la capa.
—No sé adónde vamos —continuó hablando Eadgard tras
presentir la mirada de Iven en la oscuridad—. Todavía no
tengo un destino para nuestro viaje. Aunque supongo que lo
mejor será ir hacia el sur y cruzar el paso de Baut Hum.
Después podríamos viajar alrededor del Nam al Shari, el gran
mar dulce. Pasar cerca del bosque de Rim, hacia el imperio.
Allí nos olvidaremos del frío y la lluvia. Siempre hace buen
tiempo en el sur.
Se detuvo y tomó aire. Esperó alguna réplica y estudió en
la oscuridad lo que pensó era el rostro de Iven. Sintió que el
despecho ardía en su garganta en forma de enojo. No le
gustaba comenzar una conversación y ser ignorado. Pero, en
el momento en que apretaba los dientes, Iven murmuró
algunas palabras.
—Nunca he estado en el sur —dijo—. Nunca he estado en
ninguna parte.
Eadgard sonrió ligeramente y sorbió los mocos.
—Yo he estado en muchas —replicó— y no te pierdes
demasiado. La gente siempre es igual. Solo son personas con
un mismo rostro. Todos iguales. Pasan por delante de ti
durante un instante y después desaparecen.
Hubo un silencio duro, expectante, en que el rostro del
ladronzuelo le pareció una sombra sin facciones, casi un
deforme fantasma.
—Cuanto más amable eres, cuanto más tratas mejor a
los otros, más intentan aprovecharse de ti. Así funcionan las
208
cosas. La gente no desea buenos modales, ni un trato
correcto; no esperan sonrisas o palabras cordiales. Bajan la
cabeza y te ignoran, como un desfile de caras largas que viven
su vida ajenos a todo. No se puede ser bueno con ellos, no
porque no lo merezcan, eso me trae sin cuidado, sino porque
no quieren otra cosa que rudeza y castigo y dolor. Eso es lo
que utilizarán contra ti, como el filo de un cuchillo, tus
buenas intenciones serán el arma con que te cortarán el
cuello. No se puede ser amable, no se puede. Ese es el mayor
error en este mundo. Lo mejor es dejarlos pasar, que se vayan
bien lejos. Para eso sirven las personas, para olvidarlas. De
otra forma se acaba muerto o peor.
—¿Hay algo peor que la muerte?
Eadgard ahogó una risa llena de sarcasmo.
—Hay muchas cosas peores que la muerte —dijo. Perro
se dio la vuelta y lo miró fijamente—. De hecho hay una cosa,
en especial, que es mucho peor que la muerte. —El silencio se
iluminó con un relámpago y Eadgard esperó al retumbar del
trueno para continuar—. El dolor; el dolor es mucho peor.
Algún día te darás cuenta de que prefieres morir a sufrir.
Cuando llegue ese día, cambiará todo. Dejarás de ver a los
hombres como amigos y estarás solo. Recuerda al apestoso
que encontramos en el camino. ¿No piensas que desearía
estar muerto antes que continuar viviendo con su propio
hedor a cuestas? En algo tenía razón el mugroso, es igual que
nosotros en una cosa: la soledad. No importa de cuántos te
rodees, siempre se está solo. Es algo que no puede evitarse,
igual que el dolor.
Eadgard detuvo sus palabras, y el desprecio que sentía
por el mundo se quedó pendiente de los labios. Los tres se
volvieron hacia la puerta. Las ráfagas de lluvia barrían la
noche frente al cobertizo. Perro brincó hasta el umbral y
escrutó la oscuridad. Eadgard sabía lo que había escuchado y,
a juzgar por el tenso silencio, también los otros compartían su
intuición. En la distancia se escuchaban ladridos, la señal de
alarma de un perro guardián que desaparecía bajo la
tormenta.
—Hay alguien alrededor de la casa —dijo Perro—. Veo
hombres que van de un lado a otro.
—¿Muchos?
—Por lo menos diez… quince.
Eadgard apretó los dientes y golpeó varias veces la paja
con el puño. Se obligó a pensar con rapidez. Podían ocultarse
en el cobertizo y esperar que pasara la noche, pero, en ese
caso, a la mañana siguiente los hombres seguirían allí, fueran
quienes fuesen, y sería más complicado escapar a la luz del
día. Por otra parte, podían abandonar el cobertizo y
escabullirse en la tormenta. Para el amanecer estarían lejos,
aunque correrían el riesgo de toparse con ellos en la
209
oscuridad. Un grito femenino lo sacó de su pensamiento y
escupió una maldición.
—Han sacado al granjero y su familia —anunció Perro—.
Los tienen frente a la casa. Los hombres están a un lado. Los
han tendido en el suelo.
Eadgard e Iven saltaron junto a él. Más allá de los
bancales, frente a la granja, la penumbra se abría a la luz de
dos faroles. Se adivinaban siluetas cuyas sombras se
proyectaban contra los muros encalados en forma de
monstruosas criaturas. Atrapados entre las siluetas y su
proyección en los muros se encontraba un grupo de personas,
mujeres y niños, abrazados, suplicantes. De vez en cuando se
escuchaban las voces y algún lloro. Otros entraban y salían de
los edificios, las ventanas se iluminaban y, en su interior,
golpes, vidrios rotos y más gritos.
—Están saqueando sus casas —murmuró Perro con la
voz confundida en un sordo gruñir.
—¿Quiénes son? —preguntó Iven.
—Quién sabe… —respondió el recio hombre tras
encogerse de hombros y ladear la cabeza—. Quizá son
mercenarios, desertores. Quizá ambas cosas. Soldados huidos
de la guerra. O simplemente cumplen con su trabajo. En
tiempo de guerra se puede coger cualquier cosa que
pertenezca a tu enemigo. Su tierra, su comida, sus mujeres...
su vida.
—Pero... —objetó Iven—. Estamos lejos de la guerra.
Todavía no hemos salido de Misinia.
Un nuevo relámpago iluminó la noche; silencioso como
una lengua de hielo que corta un filete de noche y derrama la
sangre coagulada sobre los presagios de diminutos y débiles
hombres. Los tres continuaron durante un momento más,
eterno y pesado, observando el ir y venir de aquellos
asaltadores nocturnos.
La lluvia amainó poco a poco y se convirtió en un
intermitente y disperso goteo. Los truenos eran un ronroneo
lejano y, las voces se escucharon con claridad. Comenzaron a
amontonar algunos barriles y grandes fardos con mantas y
lonas. Ahora podían ver mejor la escena. Podían ver que no
llevaban uniforme, ni siquiera iban armados más que con
garrotes y varas.
—Esos no son guerreros —afirmó Perro—. Más parecen
campesinos o pordioseros.
Eadgard se mantuvo observando lo que ocurría frente a
la granja. Las pocas posesiones que los asaltantes
encontraban de utilidad eran amontonadas en el fango. De
repente una de las mujeres chilló. Dos hombres la alzaron en
volandas y la metieron en uno de los edificios. Ella estiraba los
brazos y se agarraba al suelo, al aire, a su propio terror, a
cualquier cosa que sirviera de refugio. El resto del grupo se
210
agitó en un histérico llanto. Los niños saltaron a los brazos de
las madres y uno de los hombres trató de ponerse en pie, pero
una lluvia de golpes y cachiporrazos le devolvió el rostro al
barro. Eadgard escuchó el sonido de las varas, rompiendo el
aire, y el chapoteo del cuerpo contra el suelo.
—Solo son ladrones —dijo tras cavilar un rato—; mejor
para nosotros.
Iven se giró para mirarlo.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó.
Eadgard se pasó la lengua por los dientes y movió la
cabeza a los lados con un gesto ofendido.
—Nada —respondió—. ¿No escuchas cuando hablo? No
es asunto nuestro.
—Pe... pero.
—¡Basta! —contuvo un grito Eadgard—. No quiero morir
apaleado por defender a un paleto y su familia de una turba
famélica. No es asunto nuestro. Todavía nos queda noche por
delante. Además, se supone que eres un cobarde. ¿Ahora
deseas ser un héroe? Los héroes mueren de formas estúpidas
y después son recordados por idiotas mayores que ellos,
capaces de creer cualquier historia. No voy a morir por nadie.
Será mejor que descanses si quieres recuperar las fuerzas.
Con esas palabras dio la espalda a la puerta del cobertizo
y volvió a su hueco en la paja. Iven lo observó un momento
más, pero un nuevo y agónico grito le devolvió la atención a lo
que ocurría en el exterior. Eadgard se tumbó de costado, con
los ojos abiertos, concentrado en el lento gotear de la
humedad desde el tejado. No escuchó nada del exterior. Cruzó
los brazos y apresó las manos bajo las axilas, con la esperanza
de entrar en calor y dormir, pero tan solo consiguió una
dolorida modorra.
Sintió cómo la lengua se le volvía áspera y amarga, al
tiempo que una tos seca le nacía de la profundidad bronca del
pecho. Los ojos le ardían, mientras que el resto del cuerpo era
un carámbano blando. Le asaltaban recuerdos y momentos de
los últimos días que venían a él de forma desordenada,
convertidos en imágenes carmesí de un pasado que le parecía
tan ajeno como lejano. El rostro de Mina se esfumaba con la
siniestra risa de Rághalak y el sonido del metal penetrando en
la carne, partiendo los huesos de su macilento cuerpo. De
repente sintió un pánico atroz y recordó la forma en que Arnos
era devorado por la hierba que crecía a sus pies. Recordó la
fuerza y el poder, y cómo una energía inimaginable ascendió
desde la tierra, a través de su cuerpo. Había placer y dolor en
todo aquello, por eso escuchó sus propios gemidos al
retorcerse en su lecho de paja. Hasta que las uñas se clavaron
en su carne y lo zarandearon con suavidad.
Se incorporó con una exhalación. Abrió mucho los ojos
pero no pudo ver nada. Se encontró cubierto de sudor; la
211
cabeza embotada y ardiente. La oscuridad se volvió penumbra
y vio el feo rostro de Perro frente a él. De todas formas, todavía
confundido y jadeante, miró alrededor para asegurarse que
continuaban en el cobertizo.
—Vienen hacia aquí —murmuró Perro.
—¿Qué? —preguntó él, pero apenas se entendió nada
más que un graznido. Tenía la voz rota y rasgada. Tragó saliva
y ahogó un quejido dolorido—. ¿Quién viene?
Perro lo contempló con extrañeza, todavía tenía la mano
sobre su hombro.
—¿Estás bien? —lo interrogó tras ladear el rostro—.
Pareces enfermo.
—Estoy bien —escupió él y apartó de un golpe el brazo de
Perro—. ¿Quién viene?
—Algunos de ellos, y traen al granjero y los suyos
maniatados —explicó Perro, aunque Eadgard se había
incorporado y saltado hasta la puerta.
—¡Maldita sea! —exclamó con la voz contenida.
Hontar tenía razón, unos pocos de los asaltantes se
acercaban al cobertizo con el granjero y dos hombres más,
uno de ellos inconsciente, llevado a rastras en último lugar.
Apenas se encontraban a veinte pasos de su escondrijo.
Eadgard se atragantó y sintió que se mareaba. Abrió mucho
los ojos y un escozor febril le arañó el rostro.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Iven, preso de la
urgencia.
Eadgard masculló un insulto y cayó hacia atrás al tiempo
que un temblor lo sacudía. Perro lo cogió por el brazo y trató
de incorporarlo, pero él se apartó violentamente, se puso en
pie, renqueando, y apoyó la espalda contra el muro.
—Vamos a tener que luchar —anunció, tomó aire y
recuperó el aliento de forma entrecortada—. Y eso significa
que hay que matar a esos hombres, porque ellos no van a
tener piedad de nosotros. Si tienen la oportunidad nos
apresarán, nos tratarán como animales y nos exhibirán frente
a los suyos. —Perro enseñó los dientes y cerró las garras
mientras que Iven escuchaba con la boca abierta—. Salgamos
a por ellos y los pillaremos por sorpresa. Yo me encargaré de
los que estén cerca de los arbustos de la izquierda y vosotros
de los otros. Esperad mi señal.
Iven y Perro asintieron, el uno con un gruñido y los
músculos palpitantes y en tensión; el otro arropado en su
propio gemido, desenfundado el cuchillo con pulso trémulo.
Se desplegaron junto a la puerta, tras la opaca cortina de
oscuridad. Eadgard afianzó los pies en el suelo y, al sentir la
paja húmeda y los guijarros, recordó que estaba descalzo y su
cuerpo, débil y dolorido, atacado por la enfermedad. Acarició
la yema del pulgar con el índice y fijó la vista en los arbustos
que crecían a un lado del sendero. Trató de contener el latido
212
de su corazón. Se humedeció los labios y respiró por la nariz.
Vio la tierra húmeda, los charcos y la noche reflejada en su
superficie. Vio los hilos invisibles que unían todo; la piedra, el
barro, el agua, el aire, los hombres que avanzaban hacia ellos
y el fuego que transportaban. Retuvo el aire en sus pulmones
cuando todo se volvió uno. Un momento de unión mística solo
para él.
En realidad no dio ninguna señal. Todo comenzó como
un relámpago de la pasada tormenta. En apenas dos pasos
había llegado hasta las matas de espino, pero no le hizo falta
tocarlas para producir la reacción que había esperado. Los
arbustos se retorcieron cual centenar de brazos esqueléticos,
poseídos por una furia ausente de clemencia alguna. La ola de
ramas y hojas atrapó a dos de los hombres y los arrastró a un
amasijo de nudosos tallos. Había gritos y aullidos de dolor en
lo profundo de la frondosa mata. El resto de hombres saltaron
a un lado, espantados y, tras un segundo, se lanzaron a las
ramas, dando golpes, tratando de abrirse paso para liberar a
sus compañeros. Entonces, aparecieron Perro e Iven, y
saltaron sobre ellos.
Los prisioneros habían quedado con la expresión
aterrada, rodillas en tierra, el gesto presa del pavor, entre un
monstruo de ramas, raíces y hojas, y un hombre deforme y
cubierto de pelo.
El primer golpe de Perro desgarró la garganta de un
boquiabierto vagabundo que aguantaba en sus manos una
antorcha y una estaca puntiaguda. Después saltó por encima
de los prisioneros y derribó a otro hombre, que hincó el rostro
en el fango. Iven, por su parte, corrió a un lado y acuchilló por
la espalda a un hombre fornido, gordo y con una poblada
barba, que atacaba, sin demasiado éxito, a la revivida mata
frondosa de retorcidos brazos fibrosos.
El hombre golpeaba las ramas con su vara y rugía de
forma rabiosa, tratando de evitar la hidra vegetal que
estrangulaba a sus compañeros. Sin embargo, al sentir el
cuchillazo de Iven dio media vuelta y se enfrentó al pequeño
ladronzuelo con su furibundo aspecto. Iven se encogió frente
al tamaño del hombre y se preparó para esquivar la vara con
más suerte que acierto. Sus pies resbalaron en el fango y dio
con las nalgas en el suelo. La vara pasó, cortando el aire,
sobre su cabeza, y él se escabulló reptando hacia un lado. A
ojos del gigante barbudo, Iven había desaparecido y frente a él
solo quedaba un despistado Eadgard que se concentraba en la
masa de ramas y raíces vivientes.
Los arbustos obedecían sus pensamientos como parte de
sí mismo. Sonrió lleno de placer cuando, con un gesto, los
brotes se convirtieron en tallos verdes y, después, en ramas de
corteza dura que se enroscaban en los miembros, desgarraban
la piel y penetraban la carne. Los gritos se fundieron en un
213
gorgoteo y en una explosión sangrienta cuando los cuerpos
fueron desmembrados. Sin embargo, se encontraba cansado y
falto de energía. Las rodillas le flaquearon, los párpados le
vencieron un instante, un parpadeo, lo suficiente para no ver
venir el garrote, directo a su cara, y encontrarse en el suelo,
cubierto de sangre.
El golpe fue tan fuerte que todo se quedó en silencio.
Eadgard cayó de espaldas, aturdido entre destellos cegadores.
Sentía un dolor abrasador en la cara, como si un hierro al rojo
le chamuscase la carne. Se llevó los dedos al rostro y sintió
una punzada que le hizo gritar. Tenía un corte abierto desde
la frente hasta la barbilla, y todo el lado derecho le palpitaba y
se hinchaba por momentos. Cuando la nube de claridad se
evaporó y pudo ver de nuevo, el hombre se había colocado
sobre él y levantaba la estaca para darle el golpe de gracia.
Eadgard no hizo nada. Sintió el corazón batir tras sus ojos.
Los dedos arañaron la tierra húmeda.
En ese momento, una sombra saltó sobre el hombretón y
este se tambaleó a un lado. Una criatura desaliñada y sucia
comenzó a golpearle al tiempo que se aferraba a su cuello.
Eadgard, que había quedado un instante estupefacto, se
incorporó justo cuando el hombre se sacudía al molesto y
menudo atacante. Tras un manotazo, Swerd voló por los aires,
pero cayó con una ágil pirueta y se dio la vuelta para observar
los efectos de su ataque.
Eadgard había ganado tiempo con la aparición de Swerd,
aunque no mucho, y todavía se sentía mareado y aturdido. Al
ponerse en pie se tambaleó y estuvo cerca de caer de nuevo.
Trastabilló hasta la pared del cobertizo y se apoyó contra la
piedra. Pensó que iba a desmayarse, que no podría escapar, y
por el rabillo del ojo observó como el hombre recogía su vara y
fijaba en él su atención al tiempo que mostraba los dientes,
rabioso. Perro, al fondo, golpeaba a otro de ellos, mientras que
los demás corrían hacia la granja. Él sonrió, extenuado,
sobrecargado por la impotencia.
El hombre dio un paso hacia él, pero su rostro pasó en
una exhalación de la furia al terror. La vara afilada que
utilizaba como arma estaba cubierta de un moho velludo y
blanquecino. La arrojó al instante, al comprobar que la
putrefacción corría por sus manos. Comenzó a gritar y
retorcerse y rascarse el cuello, la espalda, el pecho. La piel se
le volvió gris, con motas y ronchas secas que se agrietaban.
Miró hacia Swerd, que observaba acuclillado toda la escena, y
salió corriendo tras sus compañeros, agitando los brazos y
aullando, espantado.
Hubo un instante de silencio en que todos los que
quedaron frente al cobertizo intercambiaron miradas de alivio
y sorpresa. Perro corrió hasta Eadgard y lo ayudó a
incorporarse mientras Iven cortaba las ataduras de los
214
campesinos
—Gra... gracias —masculló el granjero con la voz trémula
—, gracias, gracias, gracias.
Repitió aquella palabra todo el tiempo, mientras recogía
con la ayuda del otro, mucho más joven que él, al que todavía
yacía tendido inconsciente. Era un hombre delgado y nervudo,
con una barba cana y los ojos saltones y redondos. A lo lejos
se escuchaban los gritos y se agitaban algunos faroles frente a
la casa. Perro saltó sobre el muro de piedra y oteó en la
distancia. Gotas de sangre resbalaban en su barbilla y teñían
sus dientes de bermellón.
—Se marchan —dijo con hambrienta satisfacción en la
voz—. Huyen despavoridos.
El granjero se alejaba sin desviar su atención de sus
rescatadores y, desde el rabillo del ojo, les dirigía una mirada
llena de pánico. Su sobresalto fue mayúsculo cuando Perro
saltó frente a él y les cortó el camino de vuelta.
—¡Un momento! —dijo en un rugido. Ambos hombres
contuvieron un grito y casi dejaron caer al tercero que
transportaban de mala manera—. ¿Quiénes eran esos?
¿Ladrones? ¿Tienes problemas con tus vecinos?
El viejo tragó saliva y levantó una mano temblorosa.
—Eran... eran aukanos —dijo—. Aukanos huidos de
Uddla. No son bienvenidos allí.
Perro miró sobre el hombro hacia Eadgard y gruñó de
forma amenazante. El granjero cabeceó y se alejó sin darles la
espalda, tirando del cuerpo del que parecía su hijo y
musitando disculpas y agradecimientos.
—Nada bueno sale de Uddla —dijo Eadgard, sonrió a
Perro pero se contuvo al sentir el rostro abotargado y dolorido.
Acercó la mano y sintió el calor ardiente aun sin tocar la
carne. Después miró hacia el pequeño pordiosero que
esperaba acuclillado a un lado—. Muy oportuno, Podrido.
Nunca pensé que podría agradecerle a alguien su falta de
higiene. Puedes venir con nosotros, pero mantente alejado de
mi olfato. Vayamos a la granja, nos iría bien algo de comida
caliente y descanso.
Caminó con dificultad hasta Perro y se agarró a su
fornido brazo. Iven, todavía contemplaba los arbustos, ahora
quietos, apenas acariciados por la brisa nocturna y cubiertos
de sangre y restos humanos. Cogió el farol del suelo, se acercó
a Eadgard y le ofreció el brazo como apoyo, pero este le dirigió
una mirada llena de rabia desde su ojo magullado que le hizo
dar un respingo y quedarse atrás. Swerd pasó a su lado, con
una sonrisa jovial y los andares saltarines.
Cuando llegaron al claro frente a la casa principal ya los
estaban esperando. Las mujeres habían desaparecido en el
interior y el viejo permanecía en pie, con el otro hombre joven
a su lado. Tenía el rostro duro y arrasado por el agotamiento,
215
pero no podía disimular la flojera de las rodillas y la debilidad
de su espíritu. Ellos llegaron sin decir nada. Eadgard ya había
visto otras veces aquellos ojos que rezumaban acusación y
vergüenza a partes iguales; un espejo en el que verse reflejado
y sentir el rechazo.
En el suelo, el cuerpo del grandullón barbudo que lo
había atacado con la estaca todavía se agitaba moribundo. La
carne corrompida y la piel descolgada, podrida y viscosa. Todo
el cuerpo se le había cubierto de líquenes y pequeños hongos,
y de la abertura que una vez fue una boca surgía un débil
quejido. Perro miró a todas partes, para asegurarse que los
asaltantes habían dejado el lugar, mientras que Eadgard
caminó a trompicones, los tobillos tuertos, sembrados en el
barro, hasta ponerse frente al viejo y esperar en silencio. Tenía
el rostro magullado, deforme, y un corte atroz de casi un
palmo lo recorría perpendicular a la boca, como una fruta
madura que muestra su pulpa. El viejo apartó la mirada hacia
el roto quejido del hombre moribundo y su labio tembló con
un suspiro descorazonado.
—Ha sido una mala noche para mi familia. Nos habéis
salvado. Ya os he dado las gracias… —dijo el granjero. Cerró
los puños y tragó saliva tras escuchar su propia voz,
reafirmándose en su postura.
—Lo escuché la primera vez. —La voz de Eadgard sonó
débil.
—Pero siento no poder ayudaros. Nos han robado todo —
explicó con el llanto contenido—. Mi hijo está malherido y...
mi nuera... mi...
—Solo quiero algo de comer y...
—Te daré lo que quieras —lo interrumpió—, cualquier
cosa que me pidas, pero marchaos. Salid de aquí y... —Tragó
saliva de nuevo—. No volváis.
Eadgard sonrió y a sus labios asomó la húmeda ironía
empapada de amargura y desprecio. Una de las muchachas
salió por la puerta con un fardo con mantas y algunas
viandas.
—No sois... —el hombre se hinchó lleno de valor— como
nosotros. Marchaos.
La muchacha dejó el fardo a sus pies. Antes de volver a la
seguridad de su hogar miró el rostro herido de Eadgard. Sus
ojos irritados y febriles encontraron sus pupilas. No era
hermosa, pero sí joven, y en su mirada había temor, mucho
miedo. Algo que tardaría en olvidar, o que quizá recordase
toda la vida. Tal vez el recuerdo de Eadgard, con el rostro
magullado y deforme, sucio y hambriento, la perseguiría en
forma de pesadilla por el resto de sus días. Eso le hizo
despreciarla. Sintió deseos de acabar con todos, de matarlos
sin remordimiento alguno. De todas formas, era indudable,
cierto hasta la ofensa; no eran como ellos.
216
Con un leve movimiento de su diestra el cuerpo del
hombre que yacía tendido se agitó presa de nueva vida. El
moho creció de manera salvaje, tal que un velludo manto
oscuro que esfumó cualquier apariencia humana. La carne se
rajó por el agitado baile de centenares de gusanos
blanquecinos y un río de humores malolientes se vertió a la
tierra. Crecieron hongos que formaban pirámides viscosas y,
en un efervescente gorgoteo, el cuerpo se transformó en una
masa gelatinosa en descomposición.
La muchacha se llevó las manos a la cara y trató de
gritar, pero no pudo más que darse la vuelta y arrojarse a los
brazos del granjero que miraba todo con ojos enloquecidos.
Los tres retrocedieron sin apartar la vista de aquellos
extranjeros salidos de la tormenta.
—¡Marchaos! —gritó el granjero, abrazado a su hija y
retrocediendo a la falsa seguridad de su hogar asaltado—.
¡Marchaos! ¡Marchaos!
Eadgard, como siempre, sangró por la nariz. Dio media
vuelta e hizo un gesto para que Iven cargase el hatillo. Perro
aulló de forma salvaje, desafiante hacia los temerosos
humanos que se protegían tras una débil puerta de madera.
Swerd todavía miraba el cuerpo descompuesto del hombre que
había atacado. Aquello era poder, sí, poder verdadero. Mostró
los dientes en una mueca de satisfacción y sonrió a Eadgard.

217
CAPÍTULO 17

—Sabes que no es cierto lo que dije.


Trisha le abrochó los últimos botones de la chaqueta y la
miró a los ojos. Kali todavía tenía ese gran vacío desamparado
en la mirada, dolido y orgulloso al tiempo, de la misma forma
en que se mezclan los colores en un pincel, como líneas rotas
y salpicones nacidos de recuerdos antiguos. No respondió, tan
solo apretó los dientes y miró al suelo.
—No voy a dejarte con ese monje —continuó Trisha en
baja voz y sonrió, buscando su complicidad.
—Entonces, ¿por qué lo dijiste?
—Tenía que engañarle. Ya te lo dije. Era la única manera
de conseguir su apoyo cuando todos se enterasen de que voy
tras ese monstruo de Geronte —explicó con suavidad—. Solo
era eso, una mentira para continuar juntas.
—Podrías haberme avisado —murmuró Kali.
Trisha se encogió de hombros, solo un poco, y acarició
las mejillas de Kali.
—Ya hemos hablado esto. Lo siento mucho, pero era lo
mejor. Ese Anair es muy inteligente. No hubiese creído que
habías aceptado quedarte a su cargo sin ninguna oposición.
Él se sorprendió tanto como tú.
—Deberías haberme tenido en cuenta.
—Pero… —contuvo una exclamación—. ¿Por qué dices
eso? Yo te tengo en cuenta.
—Y, a pesar de todo, no me dijiste nada.
Trisha apartó la mirada de Kali, entristecida por su
dolida acusación.
—Por lo menos has conseguido lo que querías —continuó
Kali—. ¿Qué harás cuando lo encuentres? A Geronte, quiero
decir.
La mujer suspiró, se hizo a un lado, cogió las manoplas
de piel y las enganchó al cinto de Kali.
—Hace mucho que voy tras él. Quizá demasiado. —
Sonrió, inclinando la cabeza, resignada—. La verdad es que no
esperaba encontrarlo, o que él diera contigo, para el caso. Era
como buscar el origen de un cuento, una leyenda que muy
pocos conocen en el norte. Aunque esos engendros solo
pueden ser cosa suya. —Masticó sus pensamientos y lanzó
sus palabras al aire, como un improvisado plan que no
esperaba que llegara a cumplirse—. Debería volver al sur, a
casa de mi madrina, y que ella decida lo que hacer con él.
Pero...
—¿Pero?
—Me preocupa lo que vi en las murallas. —Trisha estiró
la chaqueta de Kali desde los hombros y permaneció impasible
218
un instante—. Quiero saber por qué venían tras de ti.
Deberías haberme dicho que ya te había perseguido en el
bosque.
—Pensé que era un sueño —protestó la muchacha—.
Después del campamento en Campoalegre me refugié en el
bosque. Estaba cansada y muy débil; hacía días que no
comía. Encontré unos hongos y… debieron de sentarme mal.
No sé. Quizá pensé que había sido eso. ¡Estaba enferma!
¿Cómo iba a saber quién era Geronte? Yo solo corrí y escapé.
Cuando desperté estaba con Tull y Suave en una cueva y ya
no volví a ver esa cosa.
—No debes tener miedo...
—¡No tengo miedo! —saltó Kali y se escabulló de Trisha,
interponiendo la distancia de un paso entre ellas—. Hay que
afrontar las cosas tal y como vienen. Así es. Eso decía mi
padre.
—Kali... —murmuró la mujer al tiempo que trataba de
acercarse y tomarla por los hombros, pero ella le dio un
manotazo y, de nuevo, se alejó.
—Hace dos semanas era la hija de Jared, el cabrero —
parecía más mayor cuando se alteraba de aquella manera—,
vivía en Bruma y no tenía a nadie más que a mi perro. Ahora
estoy... —Se trabó y miró alrededor—. Ahora estoy aquí y...
—Estás conmigo, Kali —dijo Trisha y, por fin, llegó hasta
ella y la albergó en su pecho.
—Hay que afrontar las cosas tal y como vienen —
murmuró la chiquilla mientras Trisha entrelazaba los dedos
en su pelo.
Se quedaron un buen rato quietas, sin decir nada,
abrazadas en el centro de la habitación. Kali con la vista
perdida y una temblorosa arruga en los labios. ¿Qué pretendía
decir su padre con aquellas palabras? Hay que afrontar las
cosas. En sus lejanos y casi perdidos recuerdos, su padre la
tenía sentada sobre las rodillas y, con un dedo en alto agitado
frente a su cara, escupía su farfulla ebria: «No siempre puedes
elegir tu destino, unas veces está en tu mano, otras se
convierte en algo incomprensible que tienes que aceptar. Hay
que afrontar las cosas, porque nada va a cambiar la realidad
por ti». Sin embargo, al rato, se derrumbaba sobre la mesa y
ella se encontraba sola, agazapada en su jergón, escuchando
sus lamentos y quejidos alcohólicos. Entonces él se volvía y, al
resplandor del fuego, Kali descubría sus ojos húmedos,
ahogados en rencor y odio, y se ocultaba bajo la manta
esperando no despertar.
Aunque despertaba y volvía a la cabaña, al pastoreo con
las cabras, al bosque con Chacal, a los niños que la rehuían y
las comadres y sus murmullos malintencionados. Ella no
quería aceptar esas cosas. ¿Cómo podía hacerlo? ¿Cómo podía
aceptar los ojos del inquisidor sobre ella? Desde aquel día
219
junto al olmo muerto, desde que el rayo azulado cayó del cielo,
todo había cambiado. Aceptar le sonaba a olvidar, a dejar todo
lo ocurrido. El don de la muerte, los monstruos que la
perseguían, la guerra. Kali parpadeó varias veces, se deshizo
del abrazo de Trisha y caminó hasta el que había sido su
lecho durante los últimos días. Cogió su morral de piel y
comenzó a guardar las polainas de reserva, un sayo de lana y
unas calzas. Aceptar era algo que su padre no había hecho
nunca. ¿Por qué le exigía desde la tumba algo que él no había
cumplido?
Kali se detuvo y levantó la mirada hasta el muro de
piedra. Trisha estaba a su espalda, la sentía cerca. Puso una
mano en su hombro y ella vio la punta de sus finos dedos
blancos sobre la chaqueta.
—Kali —dijo la mujer—, todo va a salir bien.
—Vivió una vida de tristeza y culpa —murmuró Kali.
Trisha se sentó en el lecho, frente a ella y la cogió de las
manos con el gesto extrañado.
—¿Quién? —la interrogó—. ¿A qué te refieres?
—Mi padre —respondió sin abandonar el refunfuño—.
Quizá por eso no aceptó su destino. Quizá por eso no aceptó el
sufrimiento, porque sabía que lo mataría y él quería morir.
Esa es la verdad.
La pelirroja apretó con fuerza sus manos, le dio la vuelta
y contempló, con una mezcla de dolor e impotencia, la
expresión de Kali. Suspiró. No hizo nada más. Tragó saliva y
trató de sonreír.
—Eso ya pasó. Pronto saldremos de aquí y dejaremos
atrás la guerra, Dromm y los monjes.
—¿Ese es tu plan?
—Abandonaremos la ciudad y encontraremos a Geronte,
después buscaremos un paso hacia el este y descenderemos el
curso del río o por algún valle en dirección al sur.
—Geronte...
Trisha no dijo nada, tan solo esperó que Kali hablase.
—Si es cierto que me desea... —Se trabó y se sentó en el
borde de la cama—. ¿Por qué lo hace?
—No lo sé —respondió Trisha con un hilo de voz⎯. Pero
lo averiguaremos.
El pecho de Kali se hundió y su mirada cayó cubierta por
un oscuro rencor. Torció la boca, pero no dijo nada.
La mujer la observó un momento y se humedeció los
labios. La sentía muy lejos, como el agua se escapa de entre
los dedos, y era un agua helada y preciosa a la vez. Podría
decir la verdad, contarle todo sobre su misión en el norte.
Ponerla alerta sobre Geronte, sobre el hombre vuelto brujo,
monstruo y, después, leyenda. Pero eso era tan peligroso como
la mentira. ¿Cómo podría aceptar que su poder la convertía en
objeto de deseo de muchos? Anair, Geronte, todos aquellos
220
que pudiesen utilizar la fuerza destructora atrapada en ella.
Pero esos pensamientos la hicieron ponerse del mismo lado de
aquellas siniestras sombras que acecharían a Kali. ¿Acaso era
ella diferente que todos ellos? Quizá en su propósito, en la
meta, ¿pero lo hacía eso más justo y conveniente? Trisha se
sintió culpable y se arrodilló frente a Kali.
—Geronte es un razaelita y también un poderoso arcani
que pretendía vivir para siempre. Aunque nada dura toda la
eternidad, así que intentó perpetuar su poder y maestría de la
magia en sus hijos —dijo Trisha—. Sin embargo, no lo ha
conseguido y, con sus conocimientos arcanos, solo ha criado
engendros deformes como los que viste en la muralla. Desde
hace muchos años los envía en busca de razaelitas con los
que continuar sus prácticas antinaturales. ¿Sabes qué eres tú
para Geronte?
Kali movió la cabeza a los lados.
—El más grande poder que ha encontrado jamás. —La
voz de Trisha sonó rasgada y seca—. Lo único que puede
salvarlo... o destruirlo. Lo importante es que estamos juntas,
no lo olvides. Y que no iremos solas. Olen y Reid vendrán con
nosotras, y también algunos monjes bien armados. No debes
preocuparte.
—¿Qué monjes?
—Dos hombres de Rókesby y dos de Anair —respondió
con una mueca de fastidio—. El inquisidor insistió en ello. No
nos quiere demasiado lejos de su control.
—Y ¿cómo piensas escapar de Dromm? Sabes que los
monjes no nos permitirán abandonarlos. Nos obligarán a
regresar.
Trisha sonrió y sus pómulos manchados de pecas
aparecieron redondos sobre los labios. Guiñó un ojo con
complicidad y Kali asintió con la boca atrapada en su propia
ansiedad, un gesto que tendió un puente entre ellas. Un
puente invisible, quizá débil y estrecho, pero un puente al fin
y al cabo, que dio vida al corazón de Trisha.
—Deja eso en mis manos —dijo la mujer.

La senda alta se dibujaba como una clara y retorcida línea


que bordeaba los escarpados despeñaderos alrededor de
Dromm. Habían subido hasta el Lucero y transitado por calles
ganadas a la roca y pasarelas colgantes en un lugar
deshabitado y casi olvidado por los ciudadanos de Dromm, el
portón de hielo, también conocido como Dienteroto. La
muralla, formada por enormes bloques de granito encajados
tal que piezas de un rompecabezas, se volvía una con una
roca puntiaguda crecida del mismo peñón sobre el que se
asentaba Dromm. Un gigantesco diente de piedra apuntaba al
cielo su esmalte rugoso y plomizo; un colmillo desgastado y
221
serrado aunque todavía afilado en cuya base se abría el túnel
que formaba el portón de hielo.
Los viejos secaderos y corrales de piedra habían sido
abandonados hacía muchos años. Ya nadie utilizaba aquella
salida trasera, convertida en una simple caries rocosa. Tiempo
atrás, los pastores recorrían los valles altos para pasturar su
grey con libertad, esquilar la abundante lana de sus animales
y secar la carne al frío viento del norte. Sin embargo, con la
mejoría de los canales para regar los campos frente a la
puerta sur, un nuevo cultivo había desplazado la ganadería: el
grano de tabalisa era ideal para la tierra seca y fría de Dromm.
Los pastores se volvieron agricultores, y los burgueses
comerciantes y exportadores, y todos olvidaron los valles a
espaldas de la ciudad. La senda alta era un lugar tétrico y
silencioso, una puerta trasera que nadie recordaba haber
atravesado por última vez.
Cuando Kali llegó, una pequeña multitud esperaba,
dispersos en grupos que charlaban en la baja voz que requiere
una despedida. Se sentía embutida en la chaqueta larga que
habían encontrado para ella. Era una recia pieza de cuero,
muy rígido, que la protegía del frío y de la lluvia, pero que la
hacía sentir encorsetada y algo inútil. El traje de viaje también
incluía un gorro de lana, polainas, manoplas y unos calzones
cálidos y suaves. El rubor subió hasta sus mejillas cuando
todos se volvieron hacia ellas.
A un lado encontró la sonrisa de Olen, que vestía una
gruesa chaqueta parecida a la suya, y aseguraba una espada
al cinto. No era el reluciente sable curvo que perdió en el
Kunai, pero le servía para sentirse seguro. Junto a él, el
enorme Reidhachadh, en mangas de camisa, se concentraba
en anudar cuerda de esparto alrededor de un bulto de lona.
—Comenzaba a pensar que no vendrías —dijo Olen. Se
acercó hasta ellas, miró a Trisha y guiñó un ojo a Kali.
Ella trató de responder, abrió la boca pero sus palabras
se ahogaron en la inseguridad de una sonrisa torcida. El
mercenario dio una palmada en su hombro y la acompañó
hasta donde esperaba el pequeño comité.
Algunos de los nobles, encabezados por el grueso Seanan
Clay y representantes ante el Lucero, la observaron con una
mezcla de curiosidad y desagrado, como si ella fuese la
culpable de todos los males que padecía la ciudad. Dallpen
Tirantes y algún ciudadano de más baja alcurnia esperaban
con los ojos muy abiertos y, en un gesto irreprimible, se
besaron el pulgar antes de musitar una plegaria.
El grupo formado por los monjes era, a todas luces, el
más numeroso. Rókesby Tres Dedos la escrutó con su
habitual mueca iracunda y el ojo sano desaparecido entre
arrugas. A su alrededor, había monjes administradores,
técnicos que se encargaban del funcionamiento de la casa de
222
Dios, y también los tres representantes ante el Consejo
ciudadano. Kali sintió la curiosidad en la mirada de aquellos
monjes tullidos, los inquisidores armados hasta los dientes o
los jóvenes novicios que murmuraban tras todos ellos. Había
una expectación que no podía definir, una gélida caricia que
trataba de penetrar en su alma y descubrir algo que ni
siquiera ella sabía. Y sobre todos ellos, sibilino incluso en la
distancia, Anair.
El nuevo Alto Inquisidor para la Orden de Vanaiar en
Dromm esperaba rodeado de sus acólitos, con las manos
ocultas al frío matinal y la capucha de su túnica sobre la
cabeza. Tenía la piel lechosa, como de costumbre, fina y
suave, y escuchaba con un gesto reptiliano las vehementes
explicaciones de algunos monjes. Como si presintiera la
presencia de la muchacha volvió hacia ella sus ojos de cristal.
Con un leve movimiento, todos callaron a su alrededor y
volvieron su atención a Kali y Trisha cuando entraron en la
plaza de la puerta.
Anair bajó la barbilla a modo de saludo y entrecerró los
ojos cuando se encontró con Trisha. La mujer pelirroja lo
había engañado y el inquisidor la amenazaba sin palabras,
tan solo una silenciosa y cortante distancia. Después volvió
sus ojos a ella, cargado de seguridad, como si todo se
esfumara alrededor y Kali fuese el epicentro de sus desvelos.
Había fuerza y deseo en Anair, una especie de obsesión ciega,
extraña y turbadora, que asustaba a Kali y no podía entender.
El monje se quedaba allí, mirándola con fijeza, sin pestañear,
como si hubiera sido hechizado por ella o pudiese ver a través
de su carne. Kali se estremeció y deseó ser invisible.
Seanan Clay, jugueteando con su medallón de oro, dio un
paso al frente, carraspeó y miró hacia Rókesby hasta que el
viejo clérigo asintió con firmeza.
—Que sea rápido —dijo el noble antes de dar la señal al
heraldo que esperaba tras él. El hombre salió al centro y
desplegó un rollo de tela.
—Por designio del Lucero de Dromm —comenzó a leer—,
custodio y protector de nuestra villa y hogar, por la gracia de
Dios, único y todopoderoso, cumplimos la voluntad del
consejo. Aquellos que cruzaron nuestros muros, trajeron con
ellos la maldición del antiguo y corrupto brujo Geronte. Por
esta, seréis expulsados del Lucero, lejos de su luz, hasta que
regreséis con la cabeza de Geronte o pruebas de haber
saldado vuestra deuda con él y quedéis libres de cualquier
maldición. Si no es así, morid en los valles del norte y que
Dios se apiade de vuestra alma.
—Un discurso... motivador —musitó Olen—. ¿No bastaba
con desearnos suerte y buen viaje?
Rókesby dio la señal y el mecanismo de la puerta crujió
bajo el empeño de una docena de monjes. Las bisagras
223
chirriaron y esquirlas de óxido saltaron por los aires con la
fricción. El aliento helado los golpeó en la cara cuando
observaron el valle abierto ante ellos; un estrecho corredor de
granito que, más adelante, se convertía en un pedregoso
camino entre los riscos.
—Os acompañarán cuatro monjes —anunció Rókesby—.
Dos de mi casa y dos servidores del inquisidor Anair.
Con un estruendo metálico, los clérigos dieron un paso al
frente. El espigado Tito, o Suave. El grandullón Tull, que
apoyó entre sus pies una temible hacha de guerra. Hill, el
explorador aukano que comprobaba el plumón de sus flechas.
Y Lestick Sinyelmo, con su pelo cano y la terrible cicatriz que
partía su frente. Todos tenían un aspecto marcial y contrito,
excepto Suave, que escupió, pasó la lengua por los dientes y
sonrió a Kali.
Sin embargo ella no le prestó atención. Esperó una
mirada de Lestick, una señal o un simple gesto, pero este no
llegó. Kali hundió su contrariado gesto en el pecho y tomó aire
en un lamento contenido. De repente no supo qué hacer con
sus brazos, los cruzó frente al pecho, los devolvió a los lados
y, finalmente, los ocultó a la espalda.
El vozarrón de Rókesby comenzó a explicar el propósito
de su misión: expiar los pecados del pasado, saldar las
cuentas de Trisha con Geronte, acabar con el engendro alado
que había sobrevolado las murallas y volver sin mácula a la
ciudad. Pero Kali no lo escuchaba. Sintió un hormigueo en el
estómago que se le volvía amarga nausea. Levantó la mirada
hacia Lestick, aunque él continuaba atento a las palabras de
su padre de armas, evitando encontrar sus ojos. Suave agitó
una mano frente a ella y llamó su atención, pero ella no rio.
La compañía abandonó Dromm y salió al gélido abrazo de
la montaña. El sol, cubierto por los edificios de Dromm, no
iluminaba el pasadizo natural y la escarcha se acumulaba a
los lados como una fina capa de brillante polvo de estrellas.
—Con la primera nevada el paso quedará cerrado por el
hielo y la nieve —dijo Rókesby y todos se dieron la vuelta para
escuchar su advertencia—. No tenéis mucho tiempo,
aprovechadlo bien.
El camino era una senda de burdo empedrado que pronto
se convirtió en un abandonado camino de cabras, sepultado a
ratos por los derrumbamientos. Suave se colocó desde un
principio junto a Kali, aunque ella no estaba de humor para
sus bromas y miraba la espalda de Lestick en los puestos de
cabeza. Cuando llegaron a un recodo alto de la senda, Kali se
dio la vuelta y observó la parte más elevada de la ciudad de
Dromm. Desde allí veía el edificio del Lucero, afilado como una
aguja y, a su alrededor, el resto de palacios y construcciones
arrancados a la roca. Bajo ellos, la pequeña muralla trasera,
el peñón de Dienteroto y el portón de hielo, donde alguien
224
esperaba.
—¿Te encuentras bien? —preguntó Trisha al ver a la
muchacha detenida.
Kali trató de discernir en la distancia la figura que
esperaba en la puerta abierta que hacía rato habían
abandonado. La mujer la cogió por los hombros y la empujó a
seguir su camino, pero ella todavía dio un rápido vistazo
soslayado. Allí estaba Anair, convertido en una sombra
distante. El monje inquisidor, sin apenas moverse, sacó una
mano de su túnica y la desplegó en alto. Kali levantó el puño y
siguió su camino.
Cuando Trisha miró atrás, la puerta de Dromm se había
cerrado, y no había más que silencio, hielo y roca.

La senda discurría a lo largo de un pronunciado barranco y


ascendía hacia el collado del Mal Pastor. Caminaron durante
todo el día, sin apenas detenerse a comer y retomar fuerzas,
para alcanzar aquel punto alto y, desde allí, descender al valle
de la Rocablanca y pasar su primera noche fuera de Dromm.
Los monjes resoplaban bajo el peso de las armaduras y pronto
se despojaron de las capuchas de malla y los guanteletes
reforzados. Tull se apoyaba en su hacha de guerra y afianzaba
los pies a cada paso, comprobando, de reojo, la distancia que
quedaba hasta la cima. Hill y Reidhachadh se habían
adelantado y apenas los veían a lo lejos.
Sin pensarlo dos veces, Kali saltó tras ellos y dejó atrás a
Trisha y los otros. Adelantó a Tull, resollando en un saliente, y
pasó junto a Lestick sin prestarle atención. Saltó una gran
roca y dio varios pasos cortos y ágiles en una escalera natural.
La senda se volvía más escarpada justo al final. Sintió el calor
en las piernas y sonrió, el corazón le bombeaba con fuerza,
respiró con la boca abierta el aire fresco. Ya casi veía la cabeza
de Reidhachadh. Saltó el último reborde pedregoso y respiró al
tiempo que una fresca brisa le acariciaba el rostro y
contemplaba las últimas luces del día.
Frente a ella encontró el más maravilloso paisaje que
había visto nunca.
Un amplio valle se abría en dirección a poniente, rodeado
de gigantescas montañas de granito dorado y rojo bajo el
atardecer, salpicadas de nieve perenne y lenguas de piedra
rota y cantos rodados, ríos de roca erosionada por hielos
milenarios que desaparecían en profundos barrancos. Los
muros se alzaban cientos de varas, tallados y pulidos como la
piedra de un templo en manos de un artesano, las grietas
formaban balcones y voladizos en los que se aferraban
arbustos nacidos de la misma piedra manchada de óxido y
cristal. El valle de la Rocablanca era un canal al que
comunicaban otros valles menores, despeñaderos y barrancos,
225
como la huella de un animal marino mitológico dejada sobre el
mundo.
Reidhachadh contemplaba, con los brazos en jarras,
cómo el sol se despedía del día y se ocultaba tras la gruesa
cordillera. Había melancolía y satisfacción en su rostro.
—¿Ocurre algo? —preguntó Kali, tratando de descubrir
los pensamientos del impenetrable gigante.
Él no respondió. Respiró con profundidad, como
degustando el aire hasta quedar saciado de aquel invisible
manjar, contemplando algo que ella no podía ver. Finalmente
espiró y la miró. Su enorme cara de luna se devoraba la
sonrisa en un gesto amable.
—Me recuerda a mi hogar —dijo antes de volver la vista
al grandioso valle.
Kali comprendió y no dijo nada más. El sol se fundió
sobre las infinitas cumbres y todos los colores se
desparramaron en aquel lugar abandonado por el mundo,
ajeno al resto del universo. Se sentó a un lado, con las piernas
cruzadas, y juntos esperaron en silencio hasta que el resto del
grupo llegó.
Cuando Tull asomó su sofocado rostro, las primeras
estrellas aparecían sobre sus cabezas y la oscuridad crecía
entre las grietas. Se habían retrasado. La noche ganaba
terreno al día a medida que el invierno se acercaba y no
avanzarían mucho más. Descendieron mientras el crepúsculo
les permitió adivinar los pedruscos en el camino, en busca de
un lugar resguardado del viento nocturno. Pronto el rostro se
les convirtió en una sombra y las figuras se movían con
torpeza, vigilando cada paso.
Se detuvieron en un pedregal, a cobijo bajo un
despeñadero. Hill recogió un poco de leña que apenas dio
lumbre a la triste cena. Comieron en silencio, encogidos y
tiritando. Kali observaba los rostros cambiantes ante el baile
de unas pocas raíces en llamas. La mayoría con la vista
perdida en ningún lugar, quizá preguntándose qué hacían en
un lugar inhóspito, en compañía de una mujer, dos
contrabandistas y una niña maldita. Ese era un pensamiento
injusto que la asaltaba sin ninguna compasión y se cebaba en
las zonas más oscuras de ella misma. Bajaba la mirada,
trataba de desaparecer y se sentía objeto de cualquier
comezón, centro de las disputas y obligación de todos. ¿Por
qué estaban allí si no era por ella?
Hill arrojó unas ramas retorcidas y fibrosas a las llamas,
y un sonoro chisporroteo arrojó un puñado de chispas hacia
el cielo. Los monjes se prepararon para orar una vez más y
dispusieron los turnos de guardia para mantener el fuego
encendido. Se arrodillaron a un lado, con las manos en la
cadera y los ojos cerrados, musitando plegarias que Kali no
podía entender. Apenas distinguía los cuerpos, con la frente
226
hincada en el irregular suelo, pero escuchaba el murmullo de
sus rezos.
Las oraciones se convirtieron en un melódico ronroneo
que la adormiló. Abrazó los pies bajo la manta, ocultó las
manos en las axilas y exhaló su aliento sobre el pecho. El frío
se había vuelto una cortante y afilada cuchilla que les hería la
carne allá donde quedase descubierta. Cerró los ojos y
escuchó los murmullos de hombres entregados a un Dios que
no conocía.
En su recuerdo, los montes de Bruma eran menos
agrestes que el norte de Dromm. Cubiertos de hierba verde y
bosques de pino y fresno y algunos tejos, los solsticios se
entregaban a sacerdotes clandestinos, permitidos por los
clérigos de Vanaiar, y tan antiguos como los mismos montes.
Ceremonias que ella veía de lejos cuando escapaba durante la
noche y dejaba a Jared durmiendo. Ceremonias extrañas;
hombres que bendecían el ganado con ramas de acebo,
música y licores que embriagaban los espíritus en fiestas
ancestrales. Y ella, oculta a todos, llena de curiosidad y
miedo, hipnotizada por las máscaras de animales y demonios
que danzaban alrededor de grandes fogatas.
Jared había sido un hombre sin dios. Un hombre que
aceptaba lo inexplicable de forma estoica, sin una palabra. Un
hombre que maldecía mucho, quizá demasiado, pero ¿para
qué estaban los dioses si no era para maldecirlos? Jared
acusaba y escupía, lleno de resentimiento hacia su vida, su
hija, su trabajo, su mujer muerta. Y mientras, ella se escondía
y esperaba una señal que no llegaba, o escapaba para
contemplar los rituales de druidas y sacerdotes en sagrados
círculos de piedras. Kali recordaba plañideras campesinas en
el funeral de un niño y padres desconsolados que hubieran
subido a los cielos a enfrentarse con esos misteriosos nombres
sin rostro en una lucha a muerte. En sus sueños, había una
presencia que no conocía, una nube negra cargada de
repentinas descargas eléctricas que la observaba y se exhibía,
terrible, sobre el mundo de los hombres.
—¡Canija! —La voz de Suave acompañó a su mano sobre
el hombro de Kali.
Ella se incorporó con violencia y apartó su brazo. El fuego
se había convertido en un sencillo madero chamuscado que
ardía en un extremo y humeaba por el otro. Kali miró
alrededor. Todos dormían.
—Soy yo —dijo el clérigo, en un susurro—, Suave.
—Ya sé que eres tú —masculló ella, conteniendo la voz y
lanzando un golpe a su hombro—. ¿Qué demonios quieres?
Me has dado un susto de muerte.
—He esperado a mi guardia, canija —explicó él. Tenía
una sonrisa extraña, tímida y alegre a la vez, un poco tonta—.
No quería que los otros me vieran.
227
Kali se envaró y recogió la manta contra el pecho. Suave
tenía los ojos muy brillantes. Se acarició las mejillas y
escuchó el sonido del pelo mal rasurado. Su rostro cambió,
como si cavilase las palabras; la barbilla se movió a los lados,
mascando su indecisión.
—Suave... —murmuró ella, expectante.
—No sé cómo decirte esto.
Kali se incorporó con la sorpresa y la temerosa
expectación asomada al balcón de sus párpados.
—Hubo un tiempo en que hice cosas malas —comenzó
Suave en tono de disculpa—. Antes de ser monje hice daño a
algunas personas... a muchas personas. Abandoné a los
únicos que me querían. Robé y me metí en peleas y
frecuentaba lugares que no recomendaría ni a mis peores
enemigos. —Kali abrió la boca pero él la detuvo con una mano
en alto y continuó—. Pero eso ya pasó y... Bueno, ahora soy
un monje, no el mejor de ellos, ni siquiera uno del montón.
Hago mis abluciones y rezos, y he pecado, en ocasiones he
pecado a sabiendas. Pero trato de mantenerme fiel a Dios,
aunque quizá eso no le importe lo más mínimo. No sé por qué
te digo esto, pero quiero hacerte un regalo. Esto es para ti.
De entre los pliegues de su manto monacal extrajo un
cuchillo enfundado y se lo ofreció a Kali. Era un arma recia,
casi una espada corta en manos de la muchacha, de filo
doble, con una amplitud de tres dedos. Ella se quedó
boquiabierta, la cogió y la extrajo un poco de la funda. El
metal silbó al contacto con el cuero y destelló como un espejo
de plata. En la cruceta, con una fina filigrana, el rombo
dorado que representaba a la Orden de Vanaiar.
—Suave... —dijo Kali con la vista puesta en el arma—.
Yo...
—Que Dios te bendiga —la interrumpió con una amplia
sonrisa y se puso en cuclillas para volver a su guardia junto al
exiguo fuego—. Te deseo mucha muerte.
Kali contempló como el vivaracho monje se envolvía en su
capote y desaparecía entre los pliegues de negrura. Se tumbó
de vuelta en el lecho y, esta vez, se ocultó bajo la manta.
Encogió las rodillas contra el pecho y abrazó con todas sus
fuerzas el arma hasta quedarse dormida.

La nube de negrura volvió a aparecer en sus sueños y se


sintió sola y dolida, llena de rencor hacia todo lo vivo. Una
rabia inmensa la hizo rechinar los dientes y cerrar los puños
con fuerza. El cielo era un bulboso tejido bruno y el suelo bajo
sus pies, ceniza. Estaba en una colina y los árboles eran
espinas de carbón que se descomponían sin oposición a un
viento abrasador. Había una multitud de cuerpos muertos,
carne blanca y huesos rotos entre el polvo. De repente llegó el
estruendo de una batalla frente a ella. Gigantes se
228
enfrentaban a hombres y veía la sangre salpicar y los
miembros amputados saltar por los aires. Monjes de
estandartes blancos y dorados que cantaban alabanzas y
atacaban con grandes espadas dentadas. Había bestias
enormes de armadura negra, cual demonios de un averno
desconocido, y monstruos indescriptibles que lanzaban
dentelladas hacia las picas que los asediaban. Los gritos y
aullidos se volvieron clamor, rugidos en un idioma
desconocido. Estandartes rojos y negros ondeaban en mástiles
fabricados con los huesos de los muertos.
No dijo nada. Sintió que temblaba y los ojos se le
inundaban de lágrimas. Miró sobre el hombro y descubrió un
hombre a su lado, agazapado, casi a cuatro patas. Tenía el
cuerpo cubierto de vello y el rostro deforme, la nariz chata,
casi un hocico, ojos profundos bajo el prominente cejo
enojado. Su carácter resplandeció con un guiño bestial y
gruñó al enseñar los dientes. Kali volvió la vista a la batalla, a
los caballos que galopaban con las lanzas en ristre, la lluvia
de dardos que silbó sobre su cabeza, grandes hachas que
desmenuzaban la vida y botas de hierro que avanzaban sobre
los cuerpos heridos. No había compasión allí, tampoco se
esperaba.
La rabia y el odio volvieron con más fuerza, el rencor por
tanto daño, el desprecio hacia los que luchaban y morían. No
existía el bien ni el mal, solo la guerra. Sus pies se despegaron
del suelo. El cuerpo le ardió como una tea incandescente. El
cielo se iluminó sobre ella y la ceniza voló en todas direcciones
llevada por la ira. El hombre perro gimió y retrocedió un paso,
después se cubrió el rostro con el antebrazo y desapareció.
Todo lo hizo. La batalla se detuvo tras la explosión. Los
hombres y las bestias, los demonios y la caballería, todos se
volvieron hacia la ola de fuego que descendía desde la colina
arrasando todo a su paso. Los cuerpos se desintegraron, el
metal hirvió y se evaporó cual agua sucia, los huesos se
volvieron serrín requemado y las voces fueron devoradas por
el fuego. Después no quedó nada, solo el vacío, con su
aplastante presencia avasalladora.

Abrió los ojos y ya era de día. Tenía el cuerpo recogido y las


manos aferradas al cuchillo que le había regalado Suave.
Sentía los músculos agotados y la espalda dolorida, la boca
seca y un ardiente estado febril. Los monjes habían salido, el
campamento estaba recogido y la única huella de su paso era
un montón de ceniza sobre las rocas. Kali observó el fino
polvillo esparcirse y desaparecer en el barranco. Recordó sus
sueños y se quedó quieta, sin pensar en nada más, tan solo
rememorar en silencio. Abrazó con fuerza el arma, hasta
sentir el metal de la cruceta y el pomo clavarse en su carne.
229
Entonces escuchó las voces y, presa de un repentino
sentimiento de culpa, cerró los ojos y fingió.
—Eso es una locura —dijo Olen, con emergencia—.
Escucha bien, bermeja, esos tipos no van a dejar que te salgas
con la tuya. Has jugado con fuego, chica. Si hubiese sido por
el consejo ciudadano os habrían arrojado por la muralla.
Ahora has conseguido salir de Dromm, pero las manos de los
monjes están sobre ella. Es peligroso agitar el cebo frente al
lobo y dejarlo sin probar bocado. ¿Por qué crees que nos
acompañan? Son perros serviles de sus amos y su misión es
encargarse de que Kali vuelva a la ciudad.
—Ya te he dicho que yo me encargaré de eso —objetó
Trisha casi en un murmullo—. Solo quiero saber dónde se
oculta Geronte y después desaparecer. De locos es volver a
esa ciudad.
—¿Y no lo es buscar un paso en estas montañas? —
replicó con ironía el mercenario—. Ya oíste lo que dijeron.
Cuando caiga la primera nevada, el valle se tornará una
trampa mortal hasta la primavera, y no quiero que este
hermoso cuerpo que parió mi madre se convierta en un
témpano de hielo. —Trisha se adelantó, pero Olen la detuvo
con un gesto y continuó. Su voz sonaba sincera, distinta—.
Escucha, Trisha, te agradezco mucho lo que hiciste por mí en
la muralla. Me salvaste la vida y eso no lo voy a olvidar. Pero
me propones una misión suicida. No hay salida de estos
valles, excepto la muerte.
—¿No confías en él?
—¿En quién?
—Reidhachadh —respondió con firmeza—. Es un hombre
grande de Bront. Tú mismo lo dijiste, conoce las montañas
mejor que ningún explorador, se crió entre nieve y hielo. Él
será nuestro guía hacia el sur. ¿Acaso no es cierto lo que
digo?
Olen repensó aquellas palabras, expulsó el aire por la
nariz y asintió cargado de pesadumbre. Kali lo observó entre
las pestañas. El mercenario inclinó la cabeza a un lado y el
pelo tostado cayó sobre su frente. En cuclillas, con las manos
enguantadas en las rodillas y la boca pequeña, parecía más
joven, quizá más atrevido e intrépido, más hombre.
—Tú mandas, bermeja —cedió Olen—. Yo solo soy un
asalariado.
Trisha miró sobre su hombro antes de continuar en tono
confidente.
—Los sueños de Kali... —susurró y se mordió el labio
inferior—. El hombre alado y el jorobado... Geronte desea a
Kali, desea lo que hay en ella.
—Y nosotros vamos a dárselo...
—¡De ninguna manera! —exclamó, contenida—. Pero
quiero saber por qué envía a sus esbirros tras ella y qué tiene
230
que ver con sus artes malignas. Ese hombre es muy viejo,
tanto como lo es su sabiduría. Él tiene respuestas a muchas
cosas. Quiero saber de dónde surge el poder de Kali y por qué.
Y creo que ella también lo desea. Creo que esas preguntas
están despertando en su cabeza, puedo presentirlo; es la
curiosidad por definirse en el mundo en que vive. —Trisha
chasqueó los labios y rastrilló su pelo con los dedos—. Ha
pasado toda su vida en un lugar remoto y alejado, sola con su
padre. Ahora descubre que hay un mundo ahí fuera, un
rompecabezas en el que debe encajar con la maldición que se
le ha otorgado. No va a ser fácil para ella encontrar un hueco.
—El mundo es muy grande, bermeja.
—Por eso mismo —objetó ella—. Demasiado grande para
Kali, demasiadas cosas, gente, planes, intereses. Política,
religión, reinos, traiciones. Demasiado complicado.
Olen asintió, solemne.
—Bien —replicó, con seguridad—, iremos por Geronte y
buscarás esas respuestas. Después saldremos de allí y harás
lo que tengas que hacer para dar de lado a los monjes. He
confiado tantas veces mi destino a Reidhachadh que una vez
más apenas aumentará mi deuda con los dioses. Además —
sonrió con la boca torcida—, cierto es que no hay mejor guía
si pretendes encontrar una salida en estas montañas. Ni un
oso de las cavernas lo haría mejor.
—No quiero que comprometas tu vida por nosotras.
—¿Estás de broma? —exclamó él, y ella respondió con las
cejas en alto y una mirada alarmada sobre su hombro—. No
pienso perder el montante que me debes, y te recuerdo que
también te voy a cobrar las pieles que perdí.
Trisha suspiró con fastidio.
—No hace falta que me lo recuerdes.
Entonces se sonrieron y él puso una mano sobre la de
ella. El corazón de Kali comenzó a golpear con fuerza en su
pecho. Hasta que Trisha, tras un instante, retiró la mano y se
volvió hacia ella. No dijo nada, la observó con tristeza, suspiró
otra vez y su rostro se llenó de determinación. Olen dejó su
mano en el aire, la contempló y después la devolvió a su
rodilla al tiempo que frotaba los dedos y abría y cerraba el
puño, como si el frío le helara los huesos.
—¿Qué es lo que quieren de ella? —preguntó el
mercenario—. Esos fanáticos inquisidores...
Trisha continuó con la mirada puesta en Kali, cubierta
por la manta y su capa.
—Todavía no lo sé —respondió—. Pero no me gusta.
Anair ha puesto a trabajar a los monjes bibliotecarios. Están
rebuscando viejos escritos, tratados de teología de mártires
que ya nadie recuerda. Creo que intenta convertir la derrota
en victoria. Fabricar señales de los dioses y ponerlas frente a
los ojos de los crédulos. Y para eso necesita a Kali.
231
—¿Por eso quieres escapar?
—No esperaba que un ejército nos atrapase con ellos en
Dromm.
—En su momento fue una buena decisión.
—Era la única decisión.
—Hay que afrontar las cosas como vienen.
—¿Qué has dicho?
—Que hay que afrontar las cosas tal y como vienen —
repitió él—. Es algo que se aprende cuando vives al día. No
todo el mundo se ha criado en el palacio de tu tutora en
Róndeinn, bermeja. Cuando dependes del campo, o de tu
trabajo, o no tienes más que robar al que está a tu lado para
poder comer, el futuro no existe. No hay mañana, solo
afrontar las cosas tal y como vienen.
—Es extraño... —musitó ella.
—¿Por qué?
—Kali dijo algo parecido antes de abandonar la ciudad —
explicó Trisha—. Algo que le había enseñado su padre.
De repente, la voz de Kali la hizo dar un respingo y abrir
los ojos, sobresaltada.
—¿Y si lo soy, realmente?
Trisha sonrió con apuro y se volvió hacia ella. La
muchacha se había incorporado, tenía el pelo revuelto, los
labios firmes y tensos y aguantaba el cuchillo a un lado.
—¡Kali! —exclamó la mujer—. Estás despierta... Ven y
come algo antes de seguir nuestro camino.
—¿Y si lo soy? —insistió ella, cubierta con la máscara de
la seriedad.
—¿Ser qué?
—Un plan de Dios.
Trisha ahogó una risa e intercambió una mirada de
extrañeza con Olen. Volvió a Kali y comprobó su pétreo
semblante, impertérrita, decida y llena de fuerza. Tragó saliva
y se volvió hacia Olen, pero esta vez sin disimular un
profundo y amargo temor.

232
CAPÍTULO 18

Las luces entre las hojas lo cegaron cuando despertó. Se


sentía ahogado, incapaz de respirar, y abrió la boca de la
misma forma que un pez se asfixia fuera del agua. Tenía el
cuerpo empapado en sudor y los músculos doloridos. La
cabeza le daba vueltas y se sentía resbalar por una pendiente
infinita, hasta que el vértigo le atenazaba el estómago y un
escalofrío lo estremecía en el improvisado lecho.
El peludo rostro de Hontar apareció frente a él.
—Debes descansar, amo —escuchó su voz lejana y
profunda.
Después sintió que desfallecía y volvía a la penumbra de
los malos sueños. Tiritaba de frío y se retorcía en un gemido
que no reconocía como suyo. La voz del Perro seguía ahí,
durante horas y días, reverberando en su cabeza. «Debes
descansar, amo. Debes descansar.» Y, al tiempo, sentía los
paños húmedos sobre su frente y el aire helado en sus ropas
empapadas por humores ardientes que su cuerpo escupía.

Abrió los ojos en un camastro de madera y paja. Estaba


tendido sobre una manta de lana teñida de amarillo y naranja.
Los nudos del borde le hacían cosquillas en la nariz y él se
desperezó e hincó la cabeza en la mullida almohada. Las
paredes eran de piedra pulida. Una habitación pequeña
excavada en la misma roca. Junto al jergón, una mesilla de
madera sobre la que descansaba una lámpara de aceite con
una pequeña llama titilante. Eadgard observó la danza de la
llama, sinuosa y cálida, y sintió que una congoja crecía en su
pecho. Entonces, desde la penumbra apareció ella y él dejó de
respirar.
Su pelo rojo como la llama caía hasta los hombros y
algún mechón recorría su rostro salpicado de pecas. Tenía los
pómulos redondos y los labios amplios y jugosos. Le sonrió al
tiempo que se arrodillaba junto al lecho. Vestía una holgada
camisa de algodón con los nudos sueltos hasta el nacimiento
de sus pechos. Pendiente de su cuello un cordón de plata con
una joya que refulgía sobre su pálida carne. Una mano en
alto, extendida, con las alas desplegadas.
Eadgard no dijo nada, tan solo se quedó quieto,
contemplando la belleza de aquella mujer; atrapado por sus
ojos verdes y el cálido abrazo de su presencia.
—Todo va a salir bien —dijo ella en un susurro, al tiempo
que deslizaba una mano sobre la mejilla de Eadgard y ceñía la
manta, delicadamente, a su cuello—. No debes preocuparte.
Los he engañado. Pronto saldremos de aquí, juntas.
233
Pero él sabía que no era así. Que nada iba a salir bien y
que todos morirían algún día. También la mujer pelirroja, tan
hermosa, tan cariñosa con él, desaparecería. Sus caricias se
volverían ceniza y vinagre y no quedaría nada en el mundo
que valiese la pena. Esa era la única verdad, aunque ella
continuaba allí, junto a él, con sus ojos llenos de amor y la
sonrisa tan sincera que le dolió al sentir sus propios
pensamientos. No dijo nada. Tan solo tragó saliva y dejó que el
miedo lo devorase por dentro. Entonces ella se incorporó y se
acercó a la lámpara, la miró por última vez, con un brillo
extraño en el ángulo de sus ojos y, de repente, apagó la luz.

Una fuerza invisible le aplastó el pecho y sintió frío otra vez.


De nuevo la brisa movía las hojas y su sonido le parecía el
insoportable murmullo de miles de seres vengativos en espera
de su muerte. Escuchó su propia voz pero no entendía las
palabras.
—¿Qué ha dicho? —dijo la característica voz de Perro.
—No lo sé —respondió Iven—. Son los delirios de la
fiebre. La infección… No sé qué más puedo hacer.
Eadgard abrió los ojos pero no conseguía enfocar la vista
y todo le pareció el reflejo de un espejo sucio y deforme.
—Emplastos de musgo —afirmó con rotundidad Hontar
—. Eso siempre fue un buen remedio en manos de mi familia.
—No es suficiente —replicó el joven ladrón—. Cada vez
está peor. Ayúdame a ponerlo de costado.
Todo dio vueltas alrededor y de nuevo la consciencia se le
deslizó a toda velocidad por un agujero negro, cubil de un mal
sentimiento. La fuerza se le escurría entre los dedos y con ella
la voluntad. En su lugar, solo quedaba un lugar desierto y
yermo y vacío de toda esperanza. Recordaba el hedor de los
callejones de Imhadir, cuando no era más que un mendigo, y
volvió a escuchar la risa de los otros buscavidas que, como él,
vivían entre desperdicios, en lugares que incluso las ratas
evitaban. Marena y los viajes de aldea a aldea, el desprecio de
los otros, la risa del cruel Rághalak y, al final, siempre Mina.
Las lágrimas eran un caldo ácido que no deseaba para él; una
debilidad acallada por un rugido lleno de rabia. Se sintió caer
de nuevo y gritó, aulló de dolor, hasta que la voz de la mujer
pelirroja reapareció y con ella su salvación.
Los primeros susurros fueron ininteligibles con la
apariencia de un idioma extraño, antiguo como el mundo.
Después su voz le acarició la frente y descendió hasta sus
labios. Unas piedras parecidas a hielo ardiente rozaron su
cuerpo y huesos agitados chasquearon junto a sus oídos.
—Cuando se seque —dijo la mujer—, retirad la pasta y
colocad más ungüento húmedo en su lugar. Que beba
únicamente el mejunje que os dejo y cuando despierte que
234
mastique estas hojas. Es todo lo que he podido encontrar de
momento.
Eadgard abrió los ojos y parpadeó varias veces. Estaba
tendido en el suelo sobre una manta hedionda empapada en
sudor. Frente a él distinguió a Hontar, en cuclillas, y también
a Iven, con su habitual temerosa mirada. Más atrás, casi
oculto entre las bulbosas raíces de un roble, estaba Swerd,
con los ojillos brillantes entre la suciedad de su rostro. Y en el
centro, entre todos ellos, en pie, con la barbilla en alto y
actitud orgullosa, estaba ella.
Tenía el pelo lleno de nudos y trenzas y cuentas de cristal
y pequeños huesos que se contoneaban al menor movimiento.
De su esbelto cuello pendían collares y abalorios que cubrían
sus pechos desnudos y refulgían a la escasa luz o chocaban
entre ellos. Lo observaba con los brazos en jarras, el abrigo de
piel abierto, mostrando su voluptuosa desnudez empapada de
aceites y esencias. Tenía el rostro maduro y atractivo, la nariz
pequeña y los ojos grises y profundos como el pozo que lo
había devorado.
—Volveré con un remedio que pondrá fin a la fiebre.
Mañana, antes del anochecer —dijo. Se arrodilló a su lado.
Las cuentas y collares emitieron su melodía—. Por fin te
encuentro —dijo, como si rajase su piel con el ángulo cortante
de su lengua—. Por fin te encuentro, Eadgard la Anguila.

Muchas horas después despertó. Lo habían incorporado y


apoyaba la espalda contra unas raíces. Iven estaba a su lado,
con un cuenco de agua, sentado sobre sus tobillos. Eadgard
miró a su alrededor. Estaban en una pequeña arboleda, junto
a las raíces de un enorme roble muerto que en su caída había
levantado una gran porción de terreno y les servía de
improvisado refugio. La luz del mediodía se colaba entre las
ramas de los jóvenes robles, cubiertas de hojas secas que
anunciaban su próxima desnudez invernal.
—¿Dónde estamos? —preguntó Eadgard con la voz
quebrada.
Iven tendió el cuenco de agua antes de responder y lo
acercó a sus labios.
—Debemos de estar a unos tres días al sureste de Uddla
—explicó el joven ladronzuelo—, en dirección a Bruswic. ¿No
recuerdas nada?
Eadgard bebió un poco. El agua le supo amarga y le
abrasó la garganta al tragar. Sintió el lado derecho del rostro
congestionado y apenas podía abrir el ojo. Se llevó la mano a
la frente y palpó con cuidado.
—La herida se te infectó hace tres días —dijo Iven—. Has
padecido fiebres y delirios desde entonces. Hontar cargó
contigo hasta que encontramos este lugar y decidimos esperar
235
que te recuperases. Por momentos pensamos que no
sobrevivirías.
Tenía la frente y el pómulo hinchados, rajados como fruta
madura, y el corte cubierto por una pasta grumosa.
—¿Quién es ella? —lo interrogó Eadgard, recorriendo con
los dedos toda la herida y soportando una dolorosa punzada
con su roce.
—¿La mujer? —Iven se arrastró hasta el odre de agua y
vertió un poco más en el cuenco—. Nos encontró la primera
noche que pasamos aquí. Es una curandera que iba de
camino a Ylarnna. Fue ella la que te preparó el emplasto y un
brebaje para bajar la fiebre. Ha sido toda una suerte.
—¿Dónde está?
—Se marchó. —Eadgard levantó la mirada y resopló lleno
de furia, a lo que Iven dio un respingo—. Volverá antes de esta
noche. Dijo que necesitaba algunas hierbas que no podía
encontrar aquí.
Eadgard se dejó caer y cubrió con la mano la zona
magullada de su cara.
—Te quedará una bonita cicatriz. —Iven sorbió los mocos
—. Por lo menos ahora ha comenzado a deshincharse. Se puso
como un melón cuando estabas inconsciente...
—¡Calla! —gritó Eadgard con la voz ronca y se encogió
ante el doloroso retumbar en su cabeza. Iven lo observó,
temeroso, con el espanto en sus ojos redondos, infantiles y un
poco vacíos. Una mueca furiosa deformó el rostro de Eadgard
—. Es culpa tuya.
—Pero...
—Te escabulliste y me dejaste solo contra él —masculló
Eadgard. Tenía el rostro tumefacto y paralizado y apenas
movía los labios al hablar.
—Yo...
—Tú... —escupió con desprecio.
Eadgard le dirigió una mirada siniestra; el rostro
inclinado y casi oculto por las sombras cambiantes. Después
se tumbó sin dejar de mirarlo, hasta que Iven se apartó a un
lado, con los hombros derrumbados y el rostro sin color.
La brisa sopló de nuevo y levantó algunas hojas a su
alrededor. Eadgard sintió frío y se estremeció de forma
incontrolable. El sonido de las ramas más altas, agitándose
sobre ellos, le pareció una ruidosa compañía que, añadida a
su cráneo embotado, le volvía los pensamientos un molesto
zumbido. Esperaba no escuchar nada. Quería silencio, quizá
desaparecer, pero el sueño y el agotamiento lo empujaron de
nuevo a las pesadillas. Sin poder evitarlo se vio visitado por
voces y rostros familiares y el dolor sobre todos ellos, siempre
el dolor y el miedo.

236
Despertó de repente y se incorporó con la respiración agitada.
Miró a su alrededor y también tras él, hasta que reconoció la
arboleda y su cobijo junto al tocón de roble caído. Había una
pequeña fogata y un espetón de carne pendiente de una rama
sobre la llama. Trozos de piel y grasa se deshacían entre
chisporroteos en las brasas mientras una mujer avivaba el
fuego con un abanico de hojas en las manos. Al otro lado,
Perro esperaba sentado en cuclillas, junto a Iven, algo más
cerca que el sucio de Swerd.
El zumbido había desaparecido y ya no sentía la cara
como un pellejo de cuero hinchado y endurecido al sol. La
boca, tan reseca durante los últimos días, se le inundó de
saliva al tiempo que las tripas se le retorcían con vida propia.
A pesar de ello se quedó allí, con la vista puesta en la mujer y
el codo hincado en el suelo.
—Por fin despierto —dijo ella, ofreciéndole una gran
sonrisa—. Pensé que dormirías para siempre.
Eadgard guiñó los ojos al estrechar el cejo y apuntó con
la barbilla.
—¿Y esa carne?
—Hontar salió a cazar y yo me ofrecí a cocinar para
vosotros. —Señaló con un leve movimiento de cabeza y el
peludo hombre sonrió, orgulloso. Si hubiera tenido cola la
habría agitado tras él—. Deberías comer algo sólido y
recuperar las fuerzas. La fiebre te ha debilitado y te ha vuelto
un pellejo sin músculo.
La mujer se incorporó y los collares se balancearon de un
lado a otro con el movimiento, se acercó llena de
determinación y se agachó a su lado.
—Mira esos brazos —dijo, tomando entre sus dedos la
muñeca de Eadgard—. He visto mondadientes más gruesos.
¿Y las piernas? Hay garzas en Oag con mejores muslos que tú.
Pero no hay nada que no se pueda recuperar. En mis manos,
querido Eadgard, te pondrás fuerte como un toro.
Él se apartó bruscamente y la miró con desconfianza.
—¿Cómo sabes mi nombre?
Ella amagó una carcajada llena de sorpresa e ironía, con
una ceja en alto, y miró atrás, hacia los comensales que
esperaban su ración de carne.
—He tenido unos cuantos días para aprenderlo —
respondió—. Veo que todavía estás un poco confundido por
las fiebres.
En ese momento ella extendió una mano hacia la frente
de Eadgard, pero él dio un respingo y evitó su contacto. La
mujer ladeó el gesto y su voz cambió, más serena y
contundente.
—Escucha —dijo—, te he salvado la vida. Siento que mis
maneras sean tan... desenvueltas. Pero yo soy así, nada podrá
cambiar eso. Puedes confiar en mí y comer carne caliente o
237
quedarte aquí tumbado y continuar con el brebaje y las
hierbas.
Eadgard se humedeció los labios. Tenía la piel sucia y
llena de cortes y pequeñas úlceras. Sentía el pálpito de su
corazón golpeando en los costados de su cabeza y, de nuevo,
el aroma de la carne sobre la brasa le hizo retorcerse. La
mujer le aguantó la mirada, sin parpadear, con la ligera
sonrisa en la comisura de los labios. Finalmente asintió con
un suspiro y se desinfló sobre el suelo. Se encontraba
exhausto y los ojos le ardían como ascuas.
Ella le acarició en el hombro y después en la mejilla.
—Descansa —dijo—. Te traeré la comida cuando esté
lista. Mi nombre es Mardha.

Durante los días siguientes se dedicaron a rezongar y


dormitar a cobijo de la arboleda. Mardha desaparecía por las
noches y volvía al amanecer con algunas provisiones que
guardaba en un saco remendado. Enviaba a Perro en busca de
alguna liebre que guisar mientras preparaba un caldo con
hojas y raíces que después colaba con un paño en una
redoma de piel con tapón de corcho. Era un bebedizo
repugnante, agrio y de color oscuro que Eadgard debía tomar
a todas horas. Fuese por los cuidados de la mujer o por sus
buenas comidas a base de carne, hojas y hongos, Eadgard se
recuperó de forma casi milagrosa.
La hinchazón de la cara desapareció y la herida quedó
cubierta por una costra oscura a la que asomaban rebordes
de piel rosada. Pronto sintió que recuperaba las fuerzas. Las
comidas fueron cada vez más copiosas, a medida de un
vigoroso apetito que no había tenido nunca.
Cuando se puso en pie, durante la segunda mañana,
comprobó que, tras las fiebres, había crecido por lo menos
cuatro buenos dedos. Mardha le mostró una corteza seca en la
que guardaba un montón de bayas que, de tan maduras, se
habían convertido en un mejunje oscuro y dulzón. Su sonrisa
jovial y vivaracha le hizo sentir cierto alivio momentáneo. A
pesar de todo, echó de menos el pan recién hecho y el queso y
la fuerte cerveza misinia, pero pensó que algún día
conseguiría todo lo que desease. Se encontró lleno de fuerza y
determinación, de una energía nueva.
El cielo había respetado su descanso y la lluvia helada de
aquella noche fatídica había pasado al recuerdo, como una
pesadilla más. Los días eran cálidos para aquella época del
año y el cielo se presentaba salpicado de nubes que corrían
sobre sus cabezas y desaparecían en el horizonte lejano.
Todos aprovecharon para recuperar las fuerzas y olvidar las
semanas pasadas.
Hontar salía a cazar, a explorar o, simplemente, a trotar
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por campos de suave pendiente, como si pretendiese exorcizar
las cadenas que le prendieron y que todavía recordaba su
carne. Iven estaba relajado, siempre que Eadgard no estuviera
presente. Podía sentir esa cerrazón del joven ladrón cuando él
aparecía, como si no pudiera olvidar lo ocurrido con Arnos y
Rághalak. Su vergonzoso temor enojaba aún más a Eadgard, y
cuanto más tenso estaba este, más se encogía Iven.
Todo era diferente cuando ella estaba presente. Mardha
iba y venía sin dar ni solicitar explicación alguna.
Despertaban y encontraban algunas frutas o un cuenco con
semillas, junto al fuego. Después pasaban el día arreglando
sus botas, trenzando esparto o remendando una camisa,
hasta que ella aparecía de nuevo con un par de coles y un
cesto de manzanas. Hontar brincaba a su lado, Swerd cantaba
una canción horrible, casi dolorosa para cualquier amante de
la música, e incluso Iven sonreía a la mujer y la ayudaba a
preparar el fuego, siempre con la mirada oculta y esa
expresión tan tonta que, sin embargo, a ella parecía gustarle.
Eadgard los observaba desde la distancia, ceñudo y
desconfiado. Tomaba una rama y comenzaba a tallar una
afilada punta con el cuchillo de Iven, sin un propósito en
particular, no necesitaba armas, tampoco herramientas. Tan
solo afilaba el extremo del palo, sin prisa, y después
comprobaba la punta con la yema del dedo. Aunque de
soslayo la miraba a ella, como un anzuelo a sus
pensamientos, una voz que le hablaba sin palabras y decía:
mírame. Sin embargo, Mardha no le prestaba atención. Se
mantenía alejada, y charlaba de forma acaramelada con los
otros, hasta que de repente le dirigía una mirada fugaz, como
si escuchase sus pensamientos. Como si hubiera descubierto
el bulto en su pantalón cuando la veía agachada junto al
fuego, cuando miraba su carne dura, la cintura desnuda y los
pechos casi ocultos por cristales y amuletos.
La cuarta mañana tras su despertar, se encontraban
esparcidos entre las raíces del roble. Eadgard apoyaba la
espalda contra la agrietada corteza y jugueteaba con una
rama y el gesto amodorrado. Perro había salido, mientras que
Swerd yacía tumbado sobre una gruesa rama caída.
—Me aburro —dijo Iven al tiempo que lanzaba una piedra
fuera del campamento—. Estoy cansado de estar aquí.
—Nadie te obliga a quedarte —murmuró Eadgard, pero el
ladronzuelo no lo escuchó.
—¿Qué camino seguiremos? —preguntó Iven, acuclillado
frente a él.
Eadgard dio un bufido y lanzó a un lado la ramita,
después miró con fastidio a Iven, chasqueó los labios, todavía
hinchados en la comisura izquierda, y se incorporó.
—Seguiremos hacia el sur —explicó con suma paciencia
—, hasta el río, y después hacia el este. Bordearemos las
239
montañas hacia el mar interior, pero no iremos a Imhadir. No
volveré allí. Hay lugares más al sur, tan al sur como pueda ir.
—Pero ¿y la guerra? Tendremos que cruzar Aukana y
daremos de narices con la guerra.
—Confío en que la guerra quede más al norte —replicó—.
No pienso acercarme a Kjionna, ni mucho menos a Kivala. Si
los misinios y aukanos quieren matarse, por mí pueden
hacerlo, pero no voy a estar allí para verlo.
—Podríamos ir hasta Róndeinn y tomar un barco a Osjen
—propuso Swerd sin levantar la cabeza de su apoyo—. Una
vez escuché un cuento sobre Osjen.
—¿Osjen? —Eadgard rio con insultante sorna—. La gente
come ratas allí. Las cazan en los humedales y las guisan con
arroz. Son grandes como un gato gordo. ¿Quieres ir a un sitio
donde la gente come ratas?
—No me importa lo que coman. Seguro que he comido
cosas peores. Osjen debe de ser un lugar hermoso a orillas del
mar. Nunca he visto el mar.
El desgreñado vagabundo se desinfló en un involuntario
suspiro. Sus ojos, tras el flequillo, rodeados de roña
incrustada en la piel tras años de hábitos descuidados,
brillaron un breve instante.
—Solo es un río muy ancho —apuntó Eadgard.
—También huele diferente —añadió Iven—. Puedes olerlo
desde mucho antes de llegar.
—En eso se parece mucho a ti, apestoso.
Swerd ignoró las últimas palabras de Eadgard y se sentó
con las piernas colgando de la rama.
—En Uddla hay muchos mendigos. Los mayores se
quedan con todo lo que encuentran y si te pillan te rompen un
brazo o te vacían un ojo y después te roban lo poco que tienes.
Nos escondíamos en cualquier lugar. Bueno, ellos lo hacían,
yo tenía el mío propio. Un hueco en la muralla que nadie más
conocía. Era mi refugio.
Iven y Eadgard intercambiaron miradas de desconcierto.
—Pero —musitó Eadgard al encogerse de hombros— ¿de
qué estás hablando, apestoso? ¿Qué tiene que ver eso con el
mar? No me interesa tu triste vida entre cagadas y mierda…
—Miró a otra parte y se dejó caer sobre el codo antes de
continuar en un bisbiseo nacido del desprecio—. No tengo
nada que aprender de ti.
—Un día llegó un chico de Bahía Blanca. —Swerd
contaba con la atención de Iven, y continuó su relato mientras
comenzaba a rascarse la roña de los pies—. Tenía el pelo
colorado, casi… rojo. Había sido esclavo de un mercader de un
lugar lejano que no conozco. Se reunían en un callejón cerca
del mercado, donde tiraban los barriles con fruta podrida.
Hablaban de cosas, de cualquier cosa, y yo me escondía en un
tejado y escuchaba sus historias. El chico les contaba cómo
240
era el mar y los barcos de pescadores y el faro que ilumina por
la noche. En ese lugar el invierno no trae nieve ni frío, las
casas son blancas y azules y nadie pasa hambre porque hay
mucho pescado. También llegan los barcos del sur con telas,
vino y... piratas. ¿Sabéis lo que es un pirata? —Iven negó con
la cabeza. Tenía los labios entreabiertos, las piernas cruzadas
y las manos flojas sobre las rodillas—. Son ladrones del mar.
Tipos que visten ropas de seda, armados con espadas curvas
que pilotan naves tan rápidas como un tiburón.
—¿Qué es un tiburón? —preguntó Iven.
—Un monstruo de las profundidades —respondió Swerd
de forma siniestra—. Con un centenar de dientes afilados
como el vidrio, capaz de partir a un hombre por la mitad y
tragarse sus piernas sin pestañear. Pocos marinos en el
mundo pueden presumir de conocer esos monstruos. Por eso
quiero ir a Osjen, por tomar un barco y salir al mar y ver
todas esas cosas.
Eadgard emitió una risa que pareció un ronquido grave.
—Corromperías las provisiones y las velas se llenarían de
hongos con un marinero como tú. Vuelve a Uddla y
confórmate con las historias de tu amigo el esclavo.
Swerd se hundió en su remendada camisa de saco y sus
labios se arrugaron, presa del desánimo.
—No era mi amigo —dijo—. Y murió poco después.
—Pues lo siento mucho, apestoso —lo increpó Eadgard—,
pero no viajaremos a Osjen. No vamos a ir a ningún lugar en
Misinia. Demasiado tiempo he estado dentro de sus fronteras.
Los norteños están locos. Si algo deseo de verdad es perder de
vista a su gente, sus costumbres, sus dioses y, especialmente,
sus cárceles. Estuve preso en Róndeinn y me torturaron en
Davingrenn. Trabajé en las cocinas del Lévvokan a cambio de
mi sangre. No volveré a Misinia ni por todo el oro del mundo.
Iremos a Aukana.
—Pero... —balbuceó Iven—. Una vez allí podríamos tomar
un barco y viajar hacia el sur.
Eadgard se puso en pie con el gesto malhumorado,
mostrando los dientes.
—¿Qué ocurre contigo? —Iven tartamudeó un susurro y
bajó la mirada—. Seguiremos el río y abandonaremos Misinia
para siempre. Si no estás de acuerdo puedes marchar en
dirección contraria. ¿O es que tienes miedo a seguir tu
camino?
—No... —Su voz estaba llena de disculpa y
arrepentimiento—. Yo...
—Tú eres un cobarde —escupió con rabia—. Incapaz de
hacer nada por ti mismo excepto quejarte y lloriquear. Eres un
lastre.
—¡Eso no es justo!
—¡Y qué lo es! ¿Piensas que la vida te va a dar justicia?
241
Todo tiene un precio. Cada cual exige lo que merece y tú pides
a cambio de nada. ¿Qué me has dado desde que estás aquí?
¿Qué has dado a los otros, excepto tus quejas y tu cobardía?
Tenerte a mi lado solo me ha traído una cicatriz y casi la
muerte.
Iven retrocedió y bajó el rostro contrito. Tenía los puños
cerrados y le temblaba un poco la mandíbula. Swerd saltó al
suelo y se quedó quieto, expectante. Había un silencio espeso
y denso, un lodo ponzoñoso en el que nadie se atrevía a dar
un paso y quedar atrapado. Eadgard vio el cuchillo en su
cinto y sonrió.
—¿Quieres hacerlo? —preguntó, tal y como si leyera su
mente—. Lo has pensado.
Iven desvió su atención al harapiento Swerd y pronunció
un murmullo inaudible. Por momentos parecía más
tembloroso e infantil.
—Responde —lo increpó Eadgard—. ¿No es cierto lo que
digo?
—Me... marcharé —tartamudeó Iven.
Eadgard puso las manos en la cintura en un gesto lleno
de sarcasmo.
—¿Te marcharás? —Buscó la complicidad del atónito
Swerd y señaló con la cabeza hacia el exterior—. Y, ¿a dónde
irás? ¿Te has vuelto valiente de repente? Tú no vas a ir a
ninguna parte. El mundo es demasiado grande para ti, Peque.
—Paladeó su antiguo nombre al pronunciarlo—. ¿Prefieres que
te llame así, Peque? Como lo hacía aquel repugnante asesino
de Arnos. —Se volvió hacia Swerd con una sonrisa sádica—.
Nuestro amigo tenía un protector que lo llamaba Peque. Ese
es su verdadero nombre, pequeño. A partir de ahora has
recuperado tu antiguo nombre... Peque.
El mugroso Swerd rio como una hiena, quizá llevado por
los nervios, sin saber muy bien qué debía hacer, aunque su
risa se esfumó al observar a Iven. Estaba rojo de ira, con los
brazos un poco alzados junto a la cintura y los labios
devorados en una arruga bajo la nariz bramante. Eadgard
ladeó el gesto y entrecerró el ojo todavía magullado y marcado
por la cicatriz.
—Lo has vuelto a pensar —murmuró lleno de malicia,
con un rápido vistazo al cuchillo del muchacho—. Estás cerca
de hacerlo, pero sabes que no habrá vuelta atrás si el hierro
abandona la vaina. Nunca debiste salir de las faldas de tu
madre, Peque. Debiste quedarte en el burdel.
El joven ladronzuelo respiró muy rápido varias veces, sus
pupilas destellaron y los músculos del cuello se le contrajeron
en un espasmo. Swerd saltó atrás, espantado, como un reflejo
aprendido en los callejones de los suburbios que lo
destetaron. La mano del ladrón viajó rápida hasta la
empuñadura de su cuchillo, con el golpe del brazo su capa se
242
desplegó en una amalgama de tela. Adelantó el hombro
derecho y desapareció tras las dobleces de la tela. Sus pies se
asentaron en el suelo, los ojos se centraron en el objetivo, el
codo se dobló dispuesto a lanzar el metal hacia Eadgard. Pero
en el instante en que los dedos acariciaban la empuñadura,
los pies se arrastraban sobre la tierra y los dientes rechinaban
dispuestos a la lucha, Perro apareció de un salto al lado de
Eadgard.
El musculoso hombre se dispuso junto a su amo, con el
rostro bajo, los ojos ocultos y fijos en Iven, mostrando las
lobunas fauces rugientes. Eadgard ni se inmutó siquiera. Tan
solo permaneció allí, quieto, con la peligrosa sonrisa en los
labios, mientras el joven ladrón tragaba saliva y volvía a
relajar sus facciones.
—¡Una pelea! —exclamó la voz de Mardha desde un lado,
pero nadie miró en aquella dirección, con la atención presa en
la trampa de la violencia— ¿Es esto una pelea?
La mujer caminó hasta el centro del claro y se detuvo
entre los dos muchachos. Miró a uno y otro con expresión
sorprendida, la nariz en alto, y un velo de sospecha en la
mirada.
—Mi joven Iven —caminó hacia él y le acarició el mentón,
con lo que el ladronzuelo se sonrojó avergonzado—, ¿tal es tu
enojo que preparas el arma contra Eadgard?
—Él me provocó —musitó Iven.
Mardha se volvió hacia Eadgard y lo contempló un
momento. El pelo le caía sobre la frente y tenía la sucia
camisa abierta. A su lado, Perro había sustituido el
amenazante gruñido por el habitual pasmo hechizado que
producía la mujer en él. Ella chasqueó los labios y movió la
cabeza a los lados, muy despacio.
—¿Y bien? —preguntó.
—Tenemos una cuenta pendiente —explicó, apuntando al
ladrón con un dedo.
Mardha se volvió hacia Iven, pero no tuvo tiempo de
pronunciar palabra.
—¡Yo no te debo nada! —exclamó Iven en una explosión
repentina.
La mujer observó a uno y otro con una ceja en alto y una
mirada un tanto extraña y enigmática.
—Creo que va siendo hora de lavar tus heridas, Eadgard
—propuso antes de salir por un lado—. Sígueme.
Él esperó un momento, dubitativo, y la siguió, aunque
antes escupió en dirección a Iven.
Abandonaron la arboleda y salieron al campo. Caminaron
hasta la cima de una suave colina y después descendieron por
un pequeño barranco rocoso. Una decena de olmos habían
brotado de entre las piedras y perforaban con sus raíces en
zarzas y helechos salvajes. Al fondo, rodeada de cañas y
243
juncos verdes, estaba la charca.
Era bastante más grande de lo que Eadgard había
supuesto. De unos quince pasos de largo por tres de ancho y
acabada en un muro de piedra viva. Del fondo surgía un
pequeño manantial del que brotaba un fino hilillo de agua que
resbalaba sobre el musgo. El lugar se inundaba del agudo
tamborileo de las gotas al zambullirse. Después, entre las
rocas, el agua formaba un escuálido riachuelo que corría
hacia las colinas hasta desaparecer bajo la hierba.
Mardha pasó delante de él, se colocó sobre un peñasco y
dejó caer su vestido al suelo. Sin mirarlo se introdujo en el
agua hasta la cintura, tomó agua con las manos y se lavó la
cara. Él observó su espalda desnuda, la piel morena, y cómo
las ondas de la cabellera y las piedras y huesos pendientes la
acariciaban. Tenía los hombros redondos y la cintura
estrecha, surcada de arriba abajo por los músculos que
nacían de unas nalgas en forma de corazón invertido. La
carne se le contraía y los poros asomaban a los riñones y la
cintura, bajo el ombligo, cuando su figura rompía el reflejo
canela en el agua. Entonces se dio la vuelta y lo miró oculta
tras un velo de trascendente seriedad.
—Ven —dijo.
Eadgard recordó a las prostitutas de Imhadir, sus pechos
carnosos, los pezones tintados de polvo rojo y los vientres
cubiertos de monedas y campanillas que sonaban con el
agitar de las caderas. Al contemplar el velludo sexo de Mardha
se transportó a los callejones en que viajeros en busca de
fortuna fornicaban con voluptuosas hembras de tez oscura.
Ellos, los rateros, los buscavidas, se escondían y observaban,
con más curiosidad que excitación, los muslos en torno a la
cintura de un extranjero, en espera de una moneda perdida,
una bolsa mal cerrada o un paño de seda olvidado en algún
rincón. Hacía tanto tiempo de aquello que apenas recordaba
haberlo vivido. Como si fuese la vida de otro, una historia que
se escucha de pasada y se olvida al despertar.
Se quitó la camisa y se sintió demacrado y ridículo. La
miró fijamente, con firmeza, tratando de ocultar su miedo.
Deshizo el nudo que sujetaba su pantalón y se quedó
desnudo, frente a ella. El estómago devorado por las costillas,
en un puño estrangulador. Tomó aire y sacó pecho, un pecho
pálido y huesudo, como el de un gorrión desplumado.
Raquítico, surcado por venas azules y moradas que
transportaban el caldo que codició Rághalak. Ella sonrió y lo
observó con fijeza, sin pestañear. Tan solo con esa mirada
hiriente a la que le había acostumbrado durante los últimos
días. Eadgard sintió una vergüenza un tanto estúpida que
brotaba de la ansiedad y la inexperiencia, una justificación a
su pene blando y arrugado. Él sabía que debía estar duro,
cuanto más mejor, así que lo atrapó con el puño y apretó con
244
fuerza, obligándolo a despertar. La mujer sonrió, y eso le hizo
sentir incómodo, desconfiado aunque desafiante.
—Deja que limpie tus heridas —murmuró Mardha. Su
lengua golpeó el paladar y asomó a los labios su rosada carne.
El agua estaba fría aunque no tanto como la brisa de la
mañana. El fango se levantó en una nube voluble cuando sus
pies tocaron el fondo y una pequeña onda agitó el cañizo de
los lados. Ella lo cogió por los hombros, con una delicadeza
aséptica, casi médica, tomó agua y la vertió sobre su tórax.
Eadgard se estremeció y contempló la piel de ella, cada poro
lleno de tensión helada, los pezones pequeños y oscuros y
duros. Después Mardha repitió la operación y, mientras lo
hacía, enfrentó su mirada a la de él.
—No deberías permitir que nadie te hable así, Eadgard
Finean —murmuró la bruja.
—Sabías mi nombre —dijo él—. Cuando me encontraste
ya sabías mi nombre.
—Sé muchas cosas, joven anguila —replicó ella con un
guiño—. Pero no voy a decírtelas todas hoy.
Le alzó los brazos, lo obligó a darle la espalda y pasó las
manos por su costado.
—¿Acaso conocías a Marena? —preguntó Eadgard, de
forma suspicaz—. ¿Nos hemos visto alguna vez?
—¿Marena? —replicó—. No había oído ese nombre.
—Era la curandera que...
—No me importa —saltó ella, le dio la vuelta y le cubrió
los labios con los dedos húmedos. Después la tristeza brotó
del manantial oscuro de sus ojos y arrasó su semblante—.
Hubo un tiempo en que yo no era así. Era más joven, llena de
una energía inocente y rebelde a partes iguales. Una energía
que con el tiempo se agota, Eadgard. Al final de los días la
ilusión perece por las heridas recibidas con los años; devorada
con cada derrota y vuelta una cagada seca. Es algo que sé
muy bien.
—A mí sí me pareces joven…
Ella rio, complacida y sorprendida, y le acarició la mejilla
con el dorso de los dedos.
—Eadgard… Me gustas. Desde el momento en que supe
que debía encontrarte. Quizá por esos ojos, tan blancos, tan
ingenuos, puros y… venenosos. Tú eres diferente. Aunque, la
verdad, también siento curiosidad.
—¿Curiosidad?
—Me gustaría saber por qué te persiguen —explicó
mientras estudiaba con precisión médica su anatomía—, qué
es lo que esperan obtener de ti. Te he buscado durante días y,
finalmente, te he encontrado antes que ellos.
—¿A quién te refieres? ¿Hablas de los Levvo?
—Mucho peor. ¿Acaso no sabes quién va tras tus pasos?
¿Quién te observa desde hace tiempo y codicia tu poder?
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Eadgard se envaró, desconfiado.
—Yo debía avisarte antes de que hagan contigo lo mismo
que hicieron con ella, antes de que caigas en sus redes. Te he
encontrado… —Su rostro decayó de forma sombría—. Aunque
demasiado tarde...
Eadgard ladeó la cabeza, confuso.
—Si hubiese llegado antes quizá habría podido ayudarla,
salvarla de su cruel destino y permitir que volviese a su hogar,
en el bosque, de donde no debió salir nunca.
—¿De quién estás hablando?
—¿Ya no recuerdas su nombre? —Sus ojos estaban tan
desnudos como ella—. Mina.
Los labios de Mardha apenas se abrieron, pero su voz
sibilina se arrastró sobre el agua y estremeció el cuerpo de
Eadgard. El rostro de la mujer que tenía frente a él pareció
transformarse en el de la criada que lo ayudó a escapar del
Lévvokan. Eadgard parpadeó varias veces, todo se contoneó a
los lados, en un vaivén suave, marino, y se sintió desfallecer,
pero ella se acercó y lo aferró con fuerza por la cintura.
—Una prisionera de los druidas, eso era —dijo Mardha,
pero cada vez se parecía más a Mina. El rostro se le volvió
ovalado, el pelo corto y revuelto como paja limpia, los ojos
almendrados y oscuros, los pechos grandes y lechosos,
todavía cubiertos por los collares y amuletos de Mardha—.
Sometida a su castigo, a su poder. Una esclava de su maldad
que vivía con la amenaza del todopoderoso Dagir La.
—¿Quién es Dagir La?
—El culpable, el único culpable —dijo Mina al tiempo que
acariciaba los hombros de Eadgard—. Podríamos haber
escapado juntos, tú y yo, lejos de este mundo. De no ser por la
mano de esos druidas. Y ahora estoy muerta y tú perdido. Ya
no queda nada que detenga mi estancia aquí. —Inclinó el
gesto y levantó sus hermosos ojos hacia él—. Quizá solo una
cosa...
—¿Qué? —preguntó con cierta ansiedad en la voz
atragantada, esperando, sin saberlo, que fuese él su razón,
que Mina lo estrujara contra su cuerpo y lo besase con
pasión. Escuchar su nombre abandonar el columpio de sus
labios, empujado por la lengua, la carne de sus senos contra
su pecho, la sal de su piel. Sin embargo, ella dijo otra cosa,
algo obvio y descarnado que no tenía nada que ver con sus
añoranzas y pesares.
—Venganza —musitó Mina. Su boca se volvió pequeña,
como la afilada punta de un cuchillo en su nuez; un delicado
filo de maldad—. Me lo debes Eadgard.
Él bajó la mirada al agua rota en mil pedazos, como la
superficie de una luna blanda y cambiante. El labio se le
descolgó, la cabeza le dio vueltas al sentir el aroma de Mina,
invadiendo sus sentidos. Volvieron a él algunas imágenes del
246
pasado y la vio entrar en su celda, arrodillada a su lado, con
la compasión y la ternura prendida en la comisura de su
perfilada boca. Sintió que escapaba con ella, que se entregaba
al desastre de su mano. Vio sus ojos de miel refulgir salvajes
cuando Rághalak la llamó sangre verde y él supo que no había
amor en ella, que todo era mentira. Sin embargo, la echó de
menos. La misma necesidad que lo volvía débil, el dolor de
sentirse traicionado por alguien amado y que lo encerraba en
aquella rueda de abandono que había sido su vida.
—Yo conozco tus deseos —susurró Mardha a su oído.
Eadgard volvió en sí de repente, pestañeó varias veces y
miró de soslayo a la bruja. Su rostro volvía a ser el mismo,
con esa amalgama de salvaje naturaleza hambrienta. Movió la
cabeza a un lado, amagó una risa y volvió a ella cargado de
seriedad.
—Tú no sabes lo que yo quiero —dijo.
—Tú tampoco —se encogió de hombros con cierto
encanto seductor y sus pechos se movieron bajo los collares—,
aunque llevo ventaja porque sé lo que querrás. Así que me
anticiparé a tus deseos y además te haré un favor.
—¿Qué favor?
—Voy a salvarte la vida... —murmuró cerca de sus labios
—. Otra vez.
Eadgard se contrajo con extrañeza al escuchar sus
palabras. Después sintió el impulso de morder su boca y
cerrar el abrazo que casi los unía en el agua; pero no lo hizo,
se quedó hipnotizado, entre la excitación y el trémulo temor
primitivo a ser devorado por aquella mujer.
—Estás temblando —presintió ella.
Él sonrió con malicia y la agarró por la cintura, un poco
torpe al principio, demasiado fuerte, tal vez, y su sexo duro se
estrechó contra los muslos de ella. Mardha empapó la cicatriz
de su rostro y comenzó a lavar el ungüento seco que cubría el
corte. La carne rosada y trasparente apareció poco a poco.
—Están cerca. Vendrán a por ti —dijo—, muy pronto.
Los ojos de ella viajaron por los mechones de pelo que
surcaban la frente, las cejas, el cañón herido bordeado por
costras, su nariz, evitando encontrar el fuego que crecía en lo
profundo de aquel iris incoloro. Acarició sus labios sin
tocarlos, tan solo los contempló de la misma forma en que se
mira un tesoro, con avidez contenida, codicia devoradora. Y él
clavó las uñas en su cintura, como si pudiese comer su
cuerpo con las manos.
—No me importa.
—Tú no conoces a los druidas y sus aliados —continuó—.
Te perseguirán hasta el fin de los días, hasta encerrarte en
una jaula o volverte su servidor agradecido. Quieren tu poder;
someterte y que les entregues tu don. Ahora sé que eres
especial y único. Veo esa luz en ti, la energía acumulada
247
durante siglos que palpita por salir en una explosión. Eso es
lo que persigue Dagir La.
Eadgard sintió su corazón latir con fuerza, los músculos
se le contrajeron y la mandíbula le tembló un poco. Sus
manos se deslizaron por la piel de ella hasta quedar bajo el
agua.
—No tengo ningún miedo —masculló sin convencimiento.
Mardha inclinó la cabeza hacia atrás con una mueca
divertida que se desvaneció en un parpadeo.
—Quizá deberías tenerlo. Las raíces del bosque llegan
lejos, más allá de sus confines —continuó ella de forma
vehemente—. Van por ti.
—Pues que vengan —mordió las palabras—. No es la
primera vez.
Eadgard recordó a Earric, el paladín errante abandonado
y perdido en su desesperación. Recordó las órdenes que
llegaban desde Róndeinn y, sobre todas las cosas, recordó a
Rághalak. Ojos de víbora; dientes de sierra, cortantes y
afilados y húmedos como el hielo. Apartó la mirada y sintió
frío. Las tripas se le revolvieron tras dar un bocado a su
amargura.
—Aunque todavía no lo han conseguido —continuó ella,
acariciando su rostro—, porque tú eres fuerte y sabes luchar.
Ahora lo sabes. Nadie puede poner freno a lo irrefrenable.
—¿Por qué me dices esto?
—Voy a abrirte los ojos, a darte la comprensión de
muchas cosas. Voy a abrir la puerta y romper tus cadenas.
Él se revolvió pero ella lo apresó con sus brazos y lo
estrujó contra su pecho.
—Vas a tener que confiar en mí —dijo—, la confianza es
un tesoro en el mundo de los hombres. En ocasiones puedes
tener una gran amistad, una alianza, poder sobre esclavos,
pero no hay nada como la confianza. Una vez la consigues
puedes saltar al vacío, lanzarte contra las armas o entregarte
a las fieras; con la confianza nada puede pasarte.
Mardha le dio la vuelta, puso una mano en su nuca y lo
empujó en el pecho, tratando de sumergirlo. Él resbaló y
chapoteó, hasta que su rostro se quedó frente al de ella, llena
de una serenidad mística. Eadgard trató de quejarse pero, de
nuevo, ella lo detuvo.
—Confía en mí, Eadgard.
Respiró profundamente, la cogió por el brazo y apretó los
dientes al tiempo que el labio superior le temblaba. Cerró los
ojos cuando lo sumergió en el agua. Sintió cada porción de su
piel contraerse por el frío y, después, cómo su cuerpo se
empapaba y se volvía parte del agua. La mano de Mardha
continuaba en su pecho, ejerciendo de cálido cabo que lo unía
con el mundo exterior. Expulsó el aire por la nariz y se relajó.
A su alrededor, el silencio y la oscuridad.
248
Por primera vez desde hacía mucho no escuchó nada,
absolutamente nada, ni siquiera las voces que le hablaban en
sus pesadillas. Se sintió en paz. Había una extraña sensación
de retorno en aquella burbuja, una vuelta a algo que quizá
había olvidado y sustituido por la dureza del mundo. Se relajó
y las piernas resbalaron en el limo hasta disolverse en el
caldo. Hubo un tiempo en que él era otra persona, un
momento, tal vez también sumergido en el útero de una
madre que nunca conoció, en que él era otra cosa, un ser
diferente. Pero después llegó todo lo otro y lo volvió rígido, una
roca desgastada y llena de heridas. Por un instante, Eadgard
sintió que todavía no había nacido, que ni siquiera tenía
consciencia de lo que había allá fuera. Se sintió lejos de la
vida. En otro lugar, libre, realmente libre.
Hasta que comenzó a ahogarse.
Su primer impulso fue volver a la superficie, pero Mardha
lo mantuvo bajo el agua. La cogió por el brazo con ambas
manos, pero ya no era carne y hueso lo que tocó. Una raíz
nervuda y rígida se le clavaba en el pecho. Los dedos se
extendieron alrededor de sus costillas hasta apresarle en un
cepo. Abrió los ojos y comenzó a patalear con fuerza. Los
pulmones le ardían, asfixiados. En el espejo de la superficie
vio su propia cara, reflejada, luchando por escapar. Al otro
lado una sombra alargada como la de un árbol muerto, con
teas luminosas por ojos y una boca monstruosa y cruel. El
dolor creció hasta invadir su garganta con la necesidad de
aire. Continuó luchando. Golpeó el brazo que lo retenía, vuelto
madera fibrosa y dura, pero nada sirvió.
Cuando la última burbuja abandonó sus labios, la
espuma y el cieno formaron agitadas nubes que se
dispersaron hasta despejar el espejo de las aguas. El rostro
reflejado ya no era el suyo. Había un hombre delgado y pálido,
de aspecto joven y barbilampiño. Sus ojos, tan extraños, casi
sin iris, tan solo una ligera corona de hielo, y sobre el derecho
una tremenda cicatriz hasta el mentón. Su gesto hosco, con
una mezcla de ausencia y determinación, quizá vacío, en la
mirada. A su alrededor la oscuridad y manos, manos
corrompidas por la muerte, podridas, cadavéricas, decenas de
ellas aferradas a su cuerpo, acariciándolo de forma brusca,
llenas de deseo y ansia. Sin embargo, él, sin mostrar
afectación, esperaba en pie, rodeado de tantos, solo entre la
multitud.
Desde la altura se podía ver muy lejos. Estaba en una
mansión de piedra mostaza, con puntiagudas torres redondas
en las esquinas. Se asomaba desde el tejado. La ciudad en
llamas, el río corría plomizo nacido de un horizonte
tormentoso, abotargado, tal que un ente que crecía con vida
propia desde oriente. Asomado a las almenas, bajo él, un
ejército de gigantes alzaba sus armas y gritaba su nombre. La
249
tierra era negra y el fuego lo arrasaba todo hasta el horizonte.
El día se había vuelto una noche oscura, sin estrellas, y había
ecos de llanto y dolor. Después sintió un beso. Los labios de
Mardha contra los suyos, el calor de su cuerpo y, a lo lejos, su
nombre alabado por miles.
Rompió la superficie con un grito exhausto, entre toses y
escupitajos. Tenía los ojos muy abiertos, pero apenas podía
ver nada. Los pies le resbalaron en el lodo y las rodillas le
flaquearon. Mardha lo cogió por las axilas y lo ayudó a
incorporarse. Le dio la vuelta y puso su rostro frente al de ella,
aferrando su cabeza por los costados. Eadgard apenas podía
respirar. Escupía y soltaba espumarajos que goteaban desde
su barbilla. Ella puso su frente contra la de él y sus narices se
rozaron.
—A partir de hoy ya nadie te hará daño. Nadie te
utilizará. Ese es el futuro. Tu destino. El único que conocerás;
y yo estaré contigo, a tu lado. Yo te protegeré, Eadgard, te
protegeré de cualquier mal.
No hubo respuesta. Eadgard retuvo un lamento y las
ganas de gritar y llorar le nacieron desde las tripas. Arañó la
espalda de Mardha y sintió que los ojos se le salían de sus
órbitas, empujados por el miedo y la locura.
Ella le mordió la boca y le arañó el cuello, lo atrapó entre
sus piernas y lo aplastó contra las rocas. Lamió su piel y
mordió sus pezones de forma que Eadgard se encontró entre
resuellos ahogados y dentelladas animales, prendido por una
excitación que nunca había sentido, lleno de vida. Se revolvió
en un arrebato de furia y la apresó por los brazos, sus dientes
chocaron, el agua formó olas y torbellinos, y en sus labios
sintió el sabor de la saliva y la sangre.

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CAPÍTULO 19

Deslizó la mano en la mata de verdes tallos tras encontrar lo


que buscaba. Se irguió y examinó la pequeña flor azulada
sobre el grueso bulbo. Devoró la flor de un mordisco y,
mientras masticaba, guardó el bulbo en su talega. La flor de
puerco era un manjar exquisito con propiedades más allá de
las nutritivas si se la sabía utilizar con corrección. Masticar la
flor proporcionaba buen sustento a un hombre adulto, pero
debía comerse el bulbo, sin piel, antes de que cayese la noche,
de lo contrario no servía para nada. Era el alimento preferido
por los druidas durante sus viajes al otro lado del Garin Ta,
pues solo crecía en las lejanas regiones de poniente.
Hacía muchos años que Dagir La no visitaba aquellos
parajes tan alejados de su querida Blancamapola. Recordaba
la última ocasión, en compañía de su maestro, el muy anciano
Gorian La, que fue su antecesor como Gran Druida del bosque
de Anam Oag. Por aquel entonces él era mucho más joven que
Daima La, pero ya estaba destinado a convertirse en lo que
era, o a olvidar lo que fue, como hubiese explicado él mismo.
La gran zona boscosa al este del Garin Ta era un lugar
inhóspito y salvaje. Los sangre verde que vivían bajo la
supervisión del Círculo de los Seis, solo podían ocupar la
mitad del bosque, desde el río hasta el mar. De esa forma, el
libre albedrío de la naturaleza campaba a sus anchas sin la
intervención del hombre y su civilización. No había más
senderos que aquellos dejados por los jabalís durante sus
travesías nocturnas, o por los corzos y las pequeñas familias
de ciervos. Por todas partes se levantaban helechos y zarzas
que se enredaban entre las raíces de tejos milenarios,
confundidas entre las enredaderas que devoraban los troncos.
La claridad diurna penetraba, aquí y allá, como lanzadas de
luz que no llegaban a herir la tierra, y se convertía en
apagados reflejos sobre las hojas que caían muertas.
Dagir La miró hacia arriba, se tragó la dulce flor y siguió
su camino. Habían pasado cinco días desde que dejaran atrás
la cabaña de la bruja Mardha, y el otoño se mostraba benévolo
en la profundidad selvática de Oag. El aire estaba limpio, el
musgo húmedo, llovía todos los días con el amanecer y
también al pasar el mediodía, cuando el viento soplaba de
levante y arrastraba las nubes que se habían condensado en
la cordillera de Kun Baut. La mayoría de robles todavía
conservaban su follaje, pero habían perdido el brillo de las
hojas, replegadas sobre las ramas, resecas y próximas a su
invernal retiro.
Se detuvo y observó alrededor. Entre los troncos oscuros,
salpicados de líquenes y hongos, comenzaban a formarse
251
pequeños montones de hojas que salpicaban de un ocre
mostaza la tierra roja y las rocas empapadas cual obsidiana
pulida. Dagir La se sintió satisfecho y suspiró; todo seguía su
curso, el natural devenir de las cosas, y ese era un camino
hermoso, ajeno a cualquier juicio, y hermoso.
El joven Daima La se encontraba agachado junto a una
mata de zarzamora de la que tomaba pequeños frutos que
después llevaba a sus labios. Tenía los dientes manchados y
alguna gotilla de jugo sanguinolento resbalaba por su barbilla
y zigzagueaba entre los pelos de la barba. Se incorporó cuando
escuchó a su maestro, dejó el improvisado manjar, limpió con
la manga las huellas de su apetito, y caminó hasta él.
—He encontrado alguna flor de puerco —anunció el joven
druida—. Aunque preferiría haber encontrado una fuente de
setas cocinadas al horno con patatas y huevos y buen pan
recién cocido con hierbas aromáticas y semillas. ¡Oh! Y ese
queso de cabra que hace el bueno de Drenkel. Pone mucho
amor en sus quesos, ¿lo sabías?
Dagir La sonrió de forma paternal.
—Veo que vives bien en Okanendo —dijo—, disfrutas de
los placeres de la mesa.
—No me juzgues, Dagir La —lo reprendió él sin ofensa—.
Es cierto que cedo a mis sentidos alguna satisfacción de vez
en cuando. Pero no interfiere en mi propósito sagrado. Soy un
buen cocinero y disfruto de los placeres del comer y el beber,
no voy a negarlo, como tampoco negaré que estoy cansado de
estas flores de puerco. No me sacian. Me dejan el estómago
vacío, roban mi sueño. ¡Y tengo gases por la noche!
Dagir La rio y se encogió de hombros.
—¿No habrás encontrado algo de hinojo por ahí? —lo
interrogó el druida zorro de forma suspicaz.
—No hay hinojo tan al oeste —respondió Dagir La.
Daima La se desinfló con una expresión derrotada.
—Otra noche a base de flores, pedos y mal sueño. Estoy
cansado de tanta flor de puerco.
—Yo también —confesó Dagir La—. Cuanta más prisa
nos demos, más rápido acabará nuestra misión y podrás
volver a Okanendo. Sentirte hastiado por las privaciones no
hará que regreses antes, más bien al contrario. Por el
momento deberíamos continuar hacia el este. No tardará
mucho en ocultarse el sol y tengo la intuición de que esta
noche será más fría que las anteriores.
—Me alegra ver que tu optimismo sigue intacto. —Se
rascó entre los hirsutos rizos de su barba—. Pero siento
informarte que no es contagioso.
—¿Optimismo? —se extrañó Dagir La, le dio la espalda y
siguió su camino—. ¿Me tienes por un optimista, Daima? Eso
sí que es toda una sorpresa.
—¿Por qué? ¿Acaso no es así? —se explicó el druida,
252
pasó la lengua entre sus dientes y escupió algunos restos de
su ligero almuerzo silvestre—. Es esa determinación tuya; esa
especie de fe ciega hacia el natural discurrir de las cosas.
Hablas como si supieras, a cada momento, lo que va a ocurrir.
¿Cómo sabes que regresaremos pronto a casa? Después de las
últimas noticias, la muerte de la arboleda de Oakar, la
reunión con Mukherjee y la amenaza de esos Kidi que vienen
de Occidente… —Daima La se detuvo, chasqueó los dedos y lo
apuntó con el índice—. Sí, realmente te tengo por un
optimista.
Dagir La rio y miró sobre el hombro, aunque continuó
caminando.
—No sé si volveremos a casa —dijo—. Ni siquiera sé qué
ocurrirá con todos los otros asuntos que mencionas. Pero
cada problema tiene una solución, o muchas, y el resto son
tribulaciones que no me ayudan a ser mejor druida. —Se
detuvo miró en direcciones opuestas, acarició las hojas de un
arbusto y continuó hacia un lado, abriéndose paso con su
vara—. El momento del Khuram ha llegado y dos razaelitas
condensan el poder de esos extremos que durante tanto
tiempo hemos intentado mantener equilibrados. Nosotros
erramos en nuestro supuesto de que el mundo vive en
permanente equilibrio cuando en realidad era al contrario. No
podemos hacer nada al respecto. Pero le dije a Ela Adjiri que
buscara a esos dos razaelitas. De esa forma nos liberamos de
una importante carga.
»La arboleda de Oakar se apaga —continuó Dagir La—.
Pero quizá muera dentro de centenares de años. Nosotros no
estaremos aquí para verlo. Ni para disfrutar del nacimiento de
nuevos lugares sagrados. Nada podrá impedir eso, ni siquiera
los dioses, y mucho menos los hombres. Respecto a esos Kidi
que vienen de la otra parte del mundo... avisaremos a los
reyes del norte y sus Casas, para que olviden la guerra en la
que se encuentran inmersos y se preparen para lo peor. Los
ogros, son el menos importante de todos estos asuntos.
—Lo sé, y lo comprendo, pero ¿qué haremos después con
todo lo otro?
Dagir La se detuvo y se volvió hacia su joven compañero.
—No lo sé, Daima —dijo con rotundidad y un deje de
molestia—. Me ha tomado días aceptar todas las
consecuencias de tanto funesto suceso. A pesar de mi
sabiduría, de todo el tiempo dedicado al aprendizaje de este
motor universal, la derrota también hace mella en mí. Al fin y
al cabo solo soy un hombre. No me llames optimista.
—Pero... —balbuceó el gordinflón y su papada se movió
arriba y abajo—. Yo no pretendía ofenderte, tan solo hacía
notar la facilidad con la que supones que el asunto de los
ogros y su migración hacia el norte será el menor de nuestros
problemas.
253
—Y lo será —afirmó Dagir La antes de continuar su
camino.
—¿Cómo lo sabes? —insistió Daima La—. ¿No te parece
extraño que todos los clanes se muevan al norte? Quiero
decir, ¿por qué al norte? Si pretenden escapar a su exilio, ¿por
qué no moverse al sur e instalarse en las montañas?
—Eso les acercaría mucho a Rendelín y el paraíso de los
Kudaw —contravino Dagir La.
—Y en el norte encontrarán los reinos de los hombres y a
nosotros, lo cual es bastante peor que unos cuantos arqueros
enmascarados.
—Eso es cierto —apuntó su maestro y se apoyó en un
nogal joven cargado de nueces que todavía no habían caído—.
Pero no por el castigo en sí que supone luchar contra hombres
o Kudaw, sino por la humillación.
Dagir La levantó la vista y dio un golpe con su vara a una
de las ramas, al que siguió una breve lluvia de nueces en sus
arrugadas fundas negruzcas.
—¿Humillación? —Daima La comenzó a recoger los frutos
caídos.
—Al final, cualquier asunto que involucre a trasgos u
ogros se resuelve con la humillación de verse inútiles frente a
nosotros. Son criaturas del bosque, y como tales se ciñen a las
reglas del bosque. Desde que comenzó su exilio y la maldición
de la Gran Druida Karen La, los ogros y trasgos no pueden
atacar a otro druida. Por lo tanto, siempre que he presenciado
un encuentro con estas criaturas, su violencia o malvadas
intenciones se desvanece en un arrepentimiento que resulta
bastante… humillante.
—¿Y a pesar de ello continúan intentándolo?
—Cada cierto tiempo —corroboró Dagir La después de
pasarle algunas nueces a Daima La que las guardó en los
bolsillos de su manto—. Los ogros y los trasgos son seres
inferiores que no actúan con un propósito claro, aparte de su
constante odio hacia la vida. Quizá ese tal Gara, su nuevo
líder, les ha prometido una victoria fácil o un nuevo lugar en
que instalarse. Han sufrido el exilio, cerca del valle de La
Araña, durante casi dos siglos, es normal que las nuevas
generaciones pretendan expandir su territorio. Llevados por
las promesas y mentiras de sus líderes se llenan de violencia y
pasión, esa es su flemática existencia, sin pensar demasiado
las consecuencias.
»Cuando yo era joven —continuó Dagir La—, enviaron un
grupo de trasgos a negociar con mi maestro la posibilidad de
un retorno al bosque. Prometían atender las mismas normas
que los hombres, seguir sus costumbres de caza, no asesinar
humanos, mantenerse alejados de los ríos y no corromper la
tierra. Pero eso era imposible, porque hay una maldad que
nace y muere en lo profundo de esos seres. Es algo inevitable.
254
Mi maestro observó en silencio a los trasgos. En su camino
hasta Whoramantal habían cazado una hembra de jabalí y
sus pequeños jabatos. ¡Se presentaron ante el Gran Druida de
Oag vestidos con aquellas pieles para suplicar clemencia y
demostrar su buena fe!
—¿Y qué hizo tu maestro?
—Lo mismo que haremos nosotros con Gara y los suyos
—añadió Dagir La con voz firme y aplastó una nuez al cerrar
el puño—. No tuvo piedad alguna.
Tras esas palabras, dio media vuelta y continuó su
improvisado camino hacia el este, evitando la maleza
impenetrable y las pequeñas grietas que el tránsito del agua
había dejado en algunos lugares. Daima La saltó tras él y
mientras cavilaba las palabras de su maestro, sacaba nueces
de su manga, las aplastaba con una pequeña piedra y
mascaba con hambrienta ansia.
No pronunciaron palabra hasta pasado un buen rato, en
que el joven druida llevado por la curiosidad rompió el
silencio.
—Respecto a lo que decías antes —dijo Daima La—, lo
que ocurrió en Róndeinn...
—Ya te dije que, después de todo, no soy más que un
humano y, siento admitirlo, pero también el revés del destino
hace mella en mí. Porque, al fin y al cabo, yo también me
equivoco. Pero lo bueno de equivocarse es que uno puede
sobreponerse y crecer, aprender de aquello que nos ocurre,
sea bueno o malo. Si me viste derrumbado, mi querido Daima,
es porque todavía no he alcanzado el dominio completo de mis
emociones.
—Sí, eso lo entiendo, maestro —continuó Daima La—.
Pero yo me refería a las palabras de Ela Adjiri. ¿Qué pretendía
decirte antes de que nos fuéramos?
Dagir La se envaró y detuvo su paso, pero no se volvió.
De espaldas, con la cabeza alta, y su figura bajo el manto de
basta lana oscura, el brazo desplegado hasta su interminable
vara de madera sagrada. Guardó silencio, tan inmóvil, que
parecía nacido de la misma tierra que decía amar.
—Ela estuvo a mi cargo cuando era joven, muy joven. —
Su voz sonó profunda y grave—. Conocía a su padre y también
a su abuelo; todos buenos gobernantes de Róndeinn. Los
Adjiri respetaban los asuntos del bosque, no se inmiscuían en
lo que no les había sido entregado, ni destruían aquello que
no les pertenecía. Ellos se quedaban a un lado del río y el
bosque se mantenía ajeno a la destrucción de su corrupta
vida. —Finalmente, Dagir La se enfrentó a su joven discípulo.
Levantó la vista del suelo y arrugó la nariz en un breve gesto.
Tenía el asomo de una sonrisa melancólica, extraña en su
curvatura—. Él la trajo hasta mí, como si yo pudiese ponerla a
salvo de algo inevitable, no solo de las persecuciones, a salvo
255
de ella misma, de aquello en lo que se estaba convirtiendo.
Fue el año en que tuvo su primer sangrado. La niña… la
mujer, comenzó a mostrar algo peculiar y extraño que inquietó
a su familia. Respondía preguntas antes de ser pronunciadas,
hacía tareas que todavía no se le había ordenado, y presentía
el estado de ánimo de los otros al momento de verlos.
»En aquella época, un nuevo y joven Gran Maestre
mandaba en la Orden de Vanaiar, se llamaba Ojvind el Cortés
por su aspecto enfermizo y espalda retorcida. Será recordado
por pocas cosas, excepto por su joroba y también por su
persecución contra los razaelitas. Los monjes del dios único,
con el beneplácito de la corona, se dedicaron a buscar, casa
por casa, cualquier persona sospechosa de ser un marcado.
Se encendieron muchas hogueras durante aquellos años, en
muchas partes de Misinia. —El rostro de Dagir La se
ensombreció lleno de dolor y suspiró—. Reinaba Abbathorn
Levvo, el abuelo del actual rey misinio. Sus días como rey se
acababan, y su hijo primogénito, Baeron, esperaba para
reinar. Pero, como todos los Levvo, no confiaba en la paciencia
de su hermano. Pensaba que podría conspirar contra él antes
de que su padre muriese. Así que lo ordenó asesinar, y
también al rey. Todo quedó como una serie de trágicos
sucesos que acabaron con un nuevo y ambicioso rey misinio,
aunque esa es la verdad. Un joven monarca que quiere
congratularse con el sádico representante de un dios sin
rostro.
»El padre de Ela estaba fuertemente enemistado con los
Levvo y temió por la vida de su hija cuando monjes y soldados
misinios comenzaron a registrar su ciudad. Pensó que estaría
segura en el bosque, pues siempre había guardado muy
buena relación con el gran Gorian La. A pesar de su amistad,
el Gran Druida no puede hacerse cargo de la protección de
una jovencita, sería algo impropio para un hombre tan sabio.
Así que esa tarea pasó a su discípulo más aventajado: yo
mismo. —De nuevo volvió a sonreír con una sombra tímida,
tal vez vergonzosa de su propia confesión irreprimible—. Yo le
enseñé la vida entre los sangre verde. También los caminos
del bosque, el lenguaje del agua, los nombres de duendes y
hadas. La joven aprendía muy rápido y a mí me gustaba
enseñar lo que conocía, porque me hacía amar mi mundo,
percibir a cada instante lo importante que era para mí este
bosque. Tres inviernos después, Gorian La se despidió de
nosotros y dejó el mundo material atrás.
»Hubo una reunión en el Monte Gris y el Círculo de los
Seis decidió, y no por mayoría, elegirme como nuevo Gran
Druida de Oag. Debería haber dejado la tutela de Ela a algún
otro… pero no lo hice. No sé muy bien por qué, o quizá no lo
recuerdo. Desde aquel momento, Ela se convirtió en una
discípula, pero también en amiga y ayudante. Me acompañaba
256
a mis compromisos con el Círculo y también a los juicios y las
ceremonias festivas. Algo que soliviantó a más de uno, en
especial a Tharas La.
»Un solsticio de primavera, durante la celebración ante
Vinthar... Algo cambió en ella, en nosotros. No es fácil de
explicar con palabras, mi querido Daima, y hace ya tanto
tiempo; sucedió antes de que tú nacieras.
»Fue algo muy breve, apenas un par de estaciones. Era el
sexto año de su huida al bosque. Su familia la visitaba a
menudo, pero durante una de esas visitas, su padre le dijo
que el peligro había pasado, que era hora de regresar. Había
concertado un matrimonio. Recuerdo que ella me miró a mí,
de una manera extraña, con una llamada invisible y
silenciosa. Ela podía escuchar los pensamientos de los otros,
pero los pensamientos no son palabras, no se gritan, son
murmullos fríos y lejanos que reverberan en una cripta. Quizá
tenía esa misma mirada, la que viste hoy cuando nos
despedimos. ¿La recuerdas? Creo que sí, era esa mirada. Igual
que hace tantos años, cuando ella se había hecho mujer y yo
ya no podía enseñarle nada más. —Movió la cabeza a los lados
unas cuantas veces y torció la boca—. No sé qué quería
decirme, Daima. Quizá ella pensó que... Tal vez… No sé lo que
pensó. ¿Responde todo esto a tu pregunta?
Daima La miró con grandes ojos a su maestro, la mano
detenida a medio camino y una nuez entre los dedos.
—¿Y qué hiciste? —preguntó con gesto bobalicón.
—¿Qué hice?
—El sexto año de Ela en el bosque, cuando su padre
volvió por ella. La había prometido a otro hombre y ella te
miró. ¿Qué hiciste?
—No dije nada, di media vuelta y me marché.
La mano de Daima La terminó su recorrido hasta la boca
y arrojó entre los labios abiertos el pequeño fruto. Tenía los
ojos tan abiertos y atentos a cada palabra, a cada gesto de
Dagir La, que parecía encantado por un hechizo arcano. Su
mentor evitaba mirarlo directamente, asintió un par de veces,
apoyó ambas manos en su vara y pegó la frente a la madera.
Expulsó el aire de forma que parecía crepitar en su pecho
cavernoso, como si se quitara un gran peso de encima y los
hombros se le viniesen abajo, agotados. En aquel momento,
toda la edad de Dagir La recorrió su cuerpo, como un reflejo
de la realidad oculta tras la longevidad de su vida feérica. Por
un instante, Dagir La pareció un anciano, con la piel ajada,
los ojos vidriosos y los párpados caídos.
Aunque fue un espejismo efímero, una visión que es
engullida por el inconstante cauce de un río. De repente,
Dagir La separó la frente de su vara y levantó una ceja en un
gesto despierto. Las ventanas de su nariz se desplegaron y
tensó la mandíbula antes de mirar a Daima La.
257
—Yo también lo huelo —dijo este.
—Trasgos —anunció Dagir La.

Ka había clavado su cuchillo en unas raíces y observaba las


alturas al tiempo que gruñía y mostraba sus afilados
dientecitos. El trasgo estaba rabioso, y levantaba un puño con
un gesto furioso hacia el viejo olmo que crecía frente a él. Se
agachó una vez más y tomó otra piedra. Entrecerró los
malvados ojos, afinó su puntería y lanzó el pedrusco con todas
sus fuerzas hacia las ramas sobre él. Falló de nuevo, y en su
enfado saltó y brincó al tiempo que gritaba, fuera de sí. En lo
alto, un par de pequeños colirrojos revoloteaban sobre un nido
y piaban su agitada desesperación.
El trasgo arrancó el cuchillo lo levantó hacia la pareja de
aves y, con un rugido agudo, lo clavó en el suelo. Esta vez
cogió todas las piedras que pudo y comenzó a lanzarlas contra
el nido. La pareja de colirrojos volaron en círculos, tratando de
posarse en el nido y esquivando los ataques del trasgo. Hasta
que una de las pedradas alcanzó el nido y toda su estructura
se vino abajo, en una lluvia de ramillas y barro seco. Ka alzó
los brazos y aulló, victorioso, con una sonrisa satisfecha y
sádica. Corrió, a grandes saltos, para comprobar lo que su
buena puntería le había conseguido. Entre la hojarasca,
algunos polluelos, casi sin plumas, se retorcían y piaban en
respuesta a las llamadas que sus padres emitían. El trasgo
miró arriba cuando uno de los colirrojos pasó rozando su
puntiaguda y calva cabeza. Soltó una carcajada, escupió a un
lado y comenzó a pisar a los pequeños e indefensos polluelos.
La hembra se lanzó sobre él, al tiempo que un pequeño
escándalo se formaba bajo el olmo. La risa del trasgo
continuó, al ritmo de sus pisotones y de las hojas que se
levantaban cuando pateaba el suelo. Hasta que ya no se
escuchó nada y los colirrojos desaparecieron en la espesura
del bosque.
El trasgo se detuvo, satisfecho, con los brazos en jarras y
levantó la barbilla en una pose poderosa, su respiración
agitada se calmó al tiempo que una sonrisa correosa asomaba
a su retorcido rostro. Sin embargo, un fuerte golpe lo derribó y
dio de bruces contra las hojas y la tierra removida a sus pies.
Todavía confundido trató de darse la vuelta y alcanzar su
cuchillo, pero un nuevo golpetazo lo devolvió al suelo.
—Bicho inmundo —dijo Dagir La, entre dientes.
El druida aplastó al pequeño trasgo con su pie y hundió
su rostro en la tierra, entre los cuerpos muertos de los
polluelos. Él se retorcía y trataba de zafarse, pero el tamaño
del hombre lo mantenía inmovilizado, tragando el fango de sus
propias babas, entre toses y ronquidos.
—Criatura infecta —continuó Dagir La sin contener su
258
rabia. Apartó la pierna de la espalda del trasgo, lo cogió por la
pelliza de cuero, lo levantó en el aire y, antes de que pudiera
más que gruñir un lamento, lo arrojó contra la dura corteza
del árbol.
Ka cayó al suelo y, torpemente, se volvió sobre un
costado para escupir una flema oscura y varios dientes rotos.
Levantó el rostro hacia su atacante, pero solo para encontrar
la vara del druida en un bastonazo cruzado. Su pequeño
cuerpo salió disparado atrás y dio varias vueltas, quedó
sentado, con la espalda apoyada en una pequeña roca
puntiaguda. Ahora, sangre y saliva se descolgaban sobre su
pecho. Levantó los brazos y trató de sonreír, sin saber muy
bien qué estaba pasando. Un nuevo varazo silbó en el aire una
vez más, directo a sus costillas. Los ojos del trasgo se salieron
de las órbitas y quedó tendido, entre dolorosas convulsiones.
—Trasgo estúpido —masculló el druida, con la vara en
alto—. ¿A qué has venido a esta parte del bosque? ¿A destruir
aquello que yo defiendo? Te mataría ahora mismo si no fuera
porque tu cuerpo contaminaría la tierra que pisas. Ni siquiera
los gusanos se atreven a comer tu carne.
—¡No! —aulló Ka, con sus pequeñas garras frente al
magullado rostro—. ¡No, Gran Druida, no me mates! Ka solo
obedece. Es un pequeño trasgo, cobarde, muy cobarde, que
obedece a los más grandes.
—Eso no lo dudo —replicó Dagir La—. ¿Dónde están los
otros?
—¿Otros? —Abrió el ojo sano, con espanto, mientras el
magullado se hinchaba por momentos—. ¿Qué otros?
—¡Responde! —gritó el druida con la vara en alto—. No
tengo tiempo que perder contigo.
El trasgo trató de cubrirse y chilló, cercano al llanto.
—¡El druida habla con acertijos! ¿Cómo voy a saber lo
que quiere si no lo entiendo?
Dagir La resopló, cogió al trasgo por la pechera y lo
acercó a su rostro.
—Llévanos donde están los otros.
Ka, con su piel oscura, nariz ganchuda y barbilla
estrecha, ya era suficientemente feo sin las magulladuras, el
ojo hinchado y los dientes rotos. Respiró a pequeños sorbos,
juntó las manitas frente al pecho y sonrió con una parte de su
boca.
—Ahora entiendo —dijo, servil—. Yo os acompañaré
hasta ellos. Os esperan.
Dagir La lo dejó caer y lo contempló desde arriba, sin un
ápice de compasión.
—¿Quién nos espera?
—Ellos. Todos. —El trasgo se arrastró por el suelo, se
limpió la sangre de los labios y recogió su cuchillo. Después
continuó hablando sobre su hombro—. Ka os espera. Y ahora,
259
ellos os esperan.
—¿Tú eres Ka?
—Yo soy Ka. —Inclinó la cabeza a modo de reverencia.
—¿Por qué nos esperabas?
—Órdenes de Gara Comecorazones —dijo al tiempo que
levantaba la vista desde las cejas—. Órdenes del rey.
—¿Gara se ha nombrado rey? —preguntó Dagir La y se
volvió hacia su joven aprendiz—. Eso explica muchas cosas.
Tendrá que responder a unas cuantas preguntas.
—Los druidas —añadió el trasgo con una inquietante
simpatía—, siempre preguntado preguntas, siempre con
enigmas...
—¡Calla! —exclamó el druida— Y llévanos hasta Gara.
—Ka obedece a los druidas. Ka ama el bosque y a los
druidas. Seguidme hombres santos y yo os llevaré hasta ellos.
Os esperan. Os esperan.
Con un par de brincos avanzó, renqueante, la mano en el
costado, hacia la foresta. Ambos hombres intercambiaron
miradas suspicaces y desconfiadas.
—¿Nos esperan? —masculló Daima La, pero su maestro
no respondió más que con una ceja en alto y el gesto contrito.
A pesar de sus heridas, el trasgo avanzaba rápido por el
bosque. Se escurría junto a tocones muertos y correteaba
entre raíces y espinosas zarzas retorcidas. Los druidas lo
siguieron a paso vivo, sin perderlo de vista, pues ellos también
tenían la costumbre de caminar entre la foresta, y evitaban
cualquier obstáculo y sus ropas no se enganchaban en los
espinos o en las ramas rotas. A pesar de ello, Dagir La
mantenía la vista puesta en el pequeño ser que, de vez en
cuando, se detenía y miraba sobre su hombro.
—¡Más te vale no tramar nada! —gritó Dagir La.
Ka respondió con un murmullo rasgado que no
entendieron al tiempo que hacía gestos con la mano para que
lo siguieran.
—Pero… ¿Ha dicho que nos esperan?
—Así es.
—Entonces… Es evidente que algo traman.
—Siempre traman algo. No confíes en un trasgo, lo único
seguro es que miente más que habla —respondió el Gran
Druida—. Todos los clanes ogros y trasgos, migrando hacia el
norte, es un hecho que no puede pasar desapercibido a los
druidas. Los ogros son estúpidos, pero no tanto como...
En ese momento ambos hombres asomaron a una tupida
mata de hojas verdes y se quedaron estupefactos. Frente a
ellos, Ka esperaba con el brazo tendido al norte y su sádica
sonrisa. La sangre se había secado entorno a sus labios y
formaba costras sobre la plomiza piel. A su espalda treinta
pasos de matorral aplastado, ramas rotas y hierba pisoteada,
como si un gran rodillo de piedra hubiera extendido un gran
260
camino de norte a sur.
—Desde luego no pasa desapercibido —apuntó Daima La.
—Han pasado por aquí —dijo Ka, todavía con el brazo
apuntando al norte—. Gara y los otros. Pronto les daremos
alcance. ¡Vamos!
—¡Espera un momento! —exclamó Dagir La—. Dijiste que
nos estarían esperando.
—Y esperan. Esperan a los druidas —asintió el trasgo—.
Pero Gara no quiere parar, piensa que debe llegar más al
norte.
—¿Por qué?
—Ka no lo sabe. Ka sabe muy poco.
—¡¿Por qué?!
—Quizá quiere encontrar algo que necesita, algo que
desea. El rey es un ogro caprichoso. Y habla mucho y muy
bien. Gara es el rey.
—Gara va a pagar muy cara su rebeldía —sentenció
Dagir La de forma severa—, y vosotros con él.
La amenaza agrió la servil sonrisa del trasgo que, con un
disimulo, recuperó su amable actitud. Los druidas siguieron el
enorme rastro y el trasgo saltó tras ellos entre resuellos
porcinos.
Caminaron a ritmo vivo en dirección norte y a cada
momento pequeños trasgos aparecían de los lados, o de
improvisados agujeros entre las rocas, y los seguían desde la
distancia. Vestían rústicas armaduras de piel y piezas de
metal de diversa procedencia. La mayoría llevaba un garrote o
un cuchillo retorcido y basto que colgaba de su cinto cual
rudimentaria espada. Daima La los observó sin demasiado
interés.
—Nos siguen.
—Son cobardes por naturaleza —explicó Dagir La—. No
se acercarán demasiado.
—Como tú digas, maestro —afirmó el joven druida—.
Pero si mi olfato no me engaña...
—No lo hace —lo interrumpió Dagir La—. Los ogros
apestan tanto como una comadreja muerta. No falta mucho.
En un momento el grupo de trasgos que los rodeaba
había formado un pequeño tumulto que corría a su lado y se
escabullía entre ramas. El sol descendió en el cielo, las
sombras se alargaron y el verde desapareció tras un velo de
bruma plomiza. Se acercaba el final del día, y Dagir La
avanzaba a grandes pasos, con aspecto furibundo, oculto bajo
la capucha de su manto.
—Estoy inquieto, maestro.
—Yo también, Daima. No debes preocuparte. Tan solo
debes estar atento.
—Pero… ¿qué haremos si los ogros han tramado algo?
—No lo sé.
261
—Maestro…
Dagir La se detuvo, bruscamente, y enfrentó su rostro.
Los trasgos alrededor, chismaban y reían, armando un jovial
aunque contenido revuelo.
—¿Sabes cuál es la mejor manera de conocer una
trampa, Daima? —lo interrogó el Gran Druida, dando un tono
suspicaz y divertido a su acertijo—. Activarla.

262
CAPÍTULO 20

Bremmaner había quedado como una sombra brumosa en la


lejanía y su peñón fortificado apenas se distinguía en el
horizonte. Los campos eran una alfombra verde, sin mácula,
con pequeños humedales y pozas rodeadas de juncos en las
que cazaban garzas reales de plumas níveas, como si aquella
tierra no conociese la guerra.
Ajenos al paisaje que los rodeaba, la columna avanzaba
siguiendo el Kunai. Era un insecto acorazado por las
brigantinas de los soldados, picas en alto que espinaban su
dorso, y un centenar de botas reforzadas marcando el paso.
Tras ellos, el campo quedaba marcado por una serpenteante
cicatriz de suciedad y polvo. Era el segundo día de marcha en
dirección a la villa aukana de Gutkho y, a pesar de que el aire
otoñal era frío para la época del año, el cielo estaba abierto y
el sol calentaba el metal de las armas.
Browen Levvo comandaba aquella compañía de lanceros
que marchaba ordenadamente en dirección a Gutkho. Un
centenar de fieles al duque y su interés por soliviantar a los
monjes de Vanaiar que asediaban la villa. Puesto al mando de
la columna, su nombre y figura se convertía en un símbolo de
lo que estaba por venir. Dejando a un lado su apellido, él tan
solo era el futuro líder de unos soldados que hasta hacía bien
poco juraban odio eterno a los misinios y sus reyes. Ninguno
de aquellos jóvenes guerreros bremmenses podía asegurar qué
fue primero, la rebeldía de su pueblo o el yugo de los misinios,
y los detalles de la historia se perdían en una enemistad que
se heredaba con el nacimiento.
Browen, obligado por la cordialidad y la diplomacia a
aceptar la petición del duque, había descubierto unos
hombres muy diferentes de lo que él pensaba en los lanceros
bremmenses. Los oficiales habían sido amables con él desde
un principio y seguían las órdenes de su duque con lealtad y
decisión. En todo momento lo trataron con respeto y
abnegación, demostrando la fe ciega que tenían en los
designios de su duque para el futuro de su raza. Obedecían a
su mayor enemigo, con el propósito de obtener un bien mayor,
una paz duradera que se construía paso a paso. Aquella
dedicación le mereció una gran admiración. Como misinio,
sabía que los suyos jamás hubieran aceptado un plan como
aquel. Claudicar, rendirse, acordar los términos de un
tratado… palabras vacías que solían acabar con un rey
muerto y un nuevo monarca desafiante, belicoso, misinio.
Ellos solo entendían de fuerza y guerra, incluso para
conseguir la paz.
Los bremmenses eran gente de aspecto tosco. De una
263
talla excepcional, altos como sus lanzas y con los miembros
largos y musculosos. Los lanceros afeitaban los costados de la
cabeza, de forma que recogían el pelo en una cola que
asomaba bajo unos yelmos de cuero, con visor y sin adornos
ni filigranas. No vestían más que unos petos de cuero
cubiertos por placas metálicas y un faldón corto que dejaba al
descubierto los muslos y las rodillas, en las que anudaban un
cordón que sujetaba las medias hasta unas buenas botas de
piel. Por su parte los oficiales y los hombres de espada, solían
vestir capas cortas, chalecos acolchados y calzones tricolores
como marca de su ciudad. Había un espíritu de unidad en
ellos, algo que los misinios no habían conseguido en sus dos
mil años de historia. Indudablemente, aquellos hombres eran,
ante todo, servidores de su pueblo.
Cabalgaban al frente de la columna, tras una avanzada
de exploradores que aseguraba el camino de posibles
encuentros con restos del ejército aukano. Desde la derrota en
el Hoyo de Kansel, los aukanos se habían dispersado en un
millar de grupos pequeños, la mayoría en dirección al norte y
al este, pero también muchos se habían convertido en
saqueadores y ladrones ocasionales en una tierra que ya no
les pertenecía. Pronto, aquellos campos serían repartidos
entre el rey misinio, el duque de Bremmaner y la Orden de
Vanaiar, hasta formar el Imperio del Norte, el sueño de los
Levvo desde que se coronaron reyes de la Vieja Misinia.
Browen montaba con la atención distraída en
cavilaciones y, de vez en cuando, dirigía una mirada de
soslayo a su sirviente, amigo y guardaespaldas. Desde aquella
misma mañana, una comezón insidiosa le rondaba el
pensamiento y el rudo mercenario era la única persona en
quien podía confiar en aquel momento. Gavein de Mornay, con
el rostro siempre ceñudo, conducía su montura unos pasos
por detrás de la de Browen. La calva le reflejaba el brillo del
sol y, a menudo, un destello verde aparecía bajo sus gruesas
cejas. Oteaba la lejanía en busca de algún peligro y, con un
gruñido, se adelantaba cuando el camino se estrechaba al
atravesar un bosquecillo de encinas y robles. Gavein no iba a
dejar la seguridad del príncipe misinio en las manos de
ningún explorador bremmense; no mientras él pudiese
empuñar un arma.
En los momentos en que Gavein desaparecía trotando
para inspeccionar un pedregal rocoso, o se quedaba atrás con
una pose intimidatoria frente a los oficiales bremmenses,
Browen aprovechaba para buscar a Leana sobre su hombro.
La miraba de forma fugaz y le dirigía una sonrisa que ella
respondía con un gesto cuco y una arruga en la comisura de
los labios.
La sacerdotisa de Keira tenía un aspecto imponente con
su traje de batalla. Las lamas de su armadura resplandecían a
264
cada paso y, a un lado, el gran escudo metálico golpeaba la
grupa del animal y la contera de la funda que pendía de su
cinto bajo una capa verde claro. Browen no la había visto
pelear nunca, pero la fama de las seguidoras de Keira era
legendaria; una leyenda de sangre, hermosa, aunque llena de
muerte.
El culto a Keira había nacido en los páramos más allá del
Adah Nah, tanto tiempo atrás que nadie recordaba su origen
ni cómo llegó hasta Aukana. Hubo en su momento clanes
gobernados por mujeres sacerdotisas en los que los hombres
trabajaban los campos, servían de mano de obra, se
dedicaban a los trabajos manuales, y cedían a una casta
superior la política y la religión.
Aunque aquellos fueron tiempos anteriores a la
formación de los reinos, una era en que los clanes y las
familias formaban sus propias leyes y alianzas, ajenas a la
política y las monedas acuñadas con el perfil de ególatras
coronados. Durante la huida de los Hornavan y los Keitele
hacia los Campos Aukos, los únicos reyes eran guerreros
misinios que imponían su voluntad a las otras casas.
Déspotas de los que era mejor escapar antes de perecer
aplastado. Ese fue el germen que fundó Aukana, la búsqueda
de la libertad, la misma semilla que propició su caída casi mil
años después.
Leana montaba ajena a todas aquellas cosas, tan
hermosa y peligrosa como su fe la había formado. Última de
una estirpe rebelde cuyas gloriosas batallas se cantaban junto
al fuego, sacerdotisa de una diosa maldita y odiada por los
clérigos de Vanaiar. Era, a ojos de Browen, una mujer única
por los cuatro costados.
Sin embargo, al volver la vista al frente, el gesto se le
volvía agrio al recordar que había traído a Leana como rehén,
en previsión de una traición. Sabía que el duque no
arriesgaría ningún daño a su pupila y protegida, de la misma
forma que Gavein no dudaría en acabar con ella antes de que
él expirase su último suspiro. Aquellos pensamientos le
dejaban un regusto amargo en la garganta que no desaparecía
al tragar saliva. Había cavilado sobre todo ello en las noches
pasadas, desde que habían confirmado su partida hacia
Gutkho, para llegar a la conclusión de que el amor era el
causante de sus temores. No temía su propia muerte, sino la
certeza de que al morir, Leana caería con el puñal de Gavein
hincado en las entrañas.
El amor resultaba ser un arma de doble filo, porque, de la
misma forma que la protegía, llevándola con él, lejos de los
planes de su madre, la conducía a su propia muerte. Si
hubiese mantenido a raya sus sentimientos, nada de aquello
habría ocurrido. No le importaría que su madre conspirase
para tramar una mejor alianza que consolidara su futuro
265
imperio. Le traería sin cuidado llevar a la Hornavan con él,
utilizarla como seguro de vida, y verla morir a manos de
Gavein en caso de ser traicionados. El amor era una losa
sobre su voluntad, una obsesión que amarraba, cual amante
celoso, cada pensamiento, cada instante de silencio, a la
imagen de ella. Después, una cascada de recuerdos se le venía
encima: ella, tendida desnuda en la cama; su vientre plano; la
manera en que se mordía los labios y cerraba los ojos durante
el éxtasis; sus pechos, su sexo, sus gemidos. Pero, al final,
todo acababa en su cuerpo muerto y el rostro caído y ojos
vacíos y labios resecos.
Pasase lo que pasase, no podría separarse de Leana,
nunca, ni un momento en lo que le quedaba de vida. Aunque
ese fuera un deseo que le horadaba el corazón como una
esquirla ardiente. Un deseo inútil, que escapaba a su control y
los sometía a los dictados de un destino tramado por otros.
De vuelta la mirada sobre el hombro, Browen encontraba
a Leana, montando a su lado, y él se ocultaba tras la sonrisa
cómplice, tras el vínculo secreto que los unía.
«¿En qué me estoy convirtiendo? —Sus pensamientos le
revolvían las tripas—. Soy el heredero de mi padre, el león
misinio, y me siento como un malabarista que trata de
conjugar sus sentimientos en plena batalla. Soy comandante,
diplomático, amante e hijo. Condenado a ser el mejor en
cualquier lidia, aunque resulto más que deficiente en todo
ello.»
—¿Ocurre algo? —apareció la voz de Leana, de repente.
Él apenas se sobresaltó y se volvió con una sonrisa.
—Demasiadas cosas.
—No deberías preocuparte...
—Al contrario —desdeñó—, es mi deber preocuparme.
Las preocupaciones son parte de mi rango. No es que yo lo
elija por mi propia voluntad, ni un capricho de una
personalidad débil. Cuando acepté convertirme en el león
misinio, el príncipe Levvo, acepté también enfrentarme a las
consecuencias.
—¿Lo aceptaste?
—Hay cosas que no se pueden elegir.
—No me refiero a eso.
—¿Y entonces? ¿Qué otras preocupaciones crees que
turban mi semblante y ensombrecen mi cavilar en una
mañana tan hermosa como esta?
—La guerra, el mando, tu rango —enumeró Leana—.
Esas son cosas inevitables con las que tienes que tratar
ahora, pero desaparecerán con el tiempo. Me refiero a lo
importante.
—Y ¿qué es lo importante?
Leana torció la boca y volvió la mirada al frente.
—Yo, tonto misinio. —Ahogó una sonrisa, cejas en alto—.
266
Yo soy lo importante. Cuando todo acabe, cuando pase la
guerra y los reyes hayan muerto. Cuando los reinos
desaparezcan y un solo imperio gobierne todo el norte. Un
imperio como el que predica mi querido duque, el que ha visto
en sus sueños. Un imperio con muchos dioses y no uno, con
muchos pueblos y no solo uno. Cuando todo eso ocurra, yo
estaré a tu lado, contigo.
—Cuento con ello —replicó, espirando, brevemente
aliviado—. Algún día. Pero aún queda hasta eso, y mientras
llega el día en que se cumplan esos sueños ducales, el deber
de un príncipe…
—Todo nimiedades. Algún día te darás cuenta de que, al
final de los días, cuando seas un viejo y mires atrás, solo
importará una cosa: la mujer que amaste y que estuvo a tu
lado, con su espada afilada y su amor incondicional. Todo lo
otro, incluido tu padre y la corona sobre su cabeza, son
casualidades, vanas opciones.
Browen la miró de arriba abajo y se detuvo en sus ojos.
En un instante sintió la necesidad de escapar con ella, salir de
allí y huir hacia el horizonte y más allá. Hasta el lugar en que
los hombres hablan otras lenguas y los mapas no les
delatarían con un nombre. Un lugar donde encontrarse.
Aunque no era así, nunca sería así.
—Eso quizá suene bien en las canciones y los poemas —
concluyó, dolido—. La vida no tiene nada que ver con eso. He
conocido viudas recién casadas y hombres que volvían a casa
para encontrar su lecho vacío. Aquello que tú describes no se
puede atrapar. No se puede renunciar al presente por lo que
sentiré cuando sea un viejo… —concluyó, amargamente, con
oscura levedad—. Si es que llego a viejo.
La sacerdotisa guerrera arrugó la nariz, de la misma
forma que haría si tratase con un chiquillo estúpido.
—¿Por qué niegas el amor? —preguntó, recogida entre los
hombros.
—No lo niego —contravino él—. Solo destaco las piedras
del camino.
—Alabar las dificultades es negarlo.
—¿Tú lo alabas? ¿Tú que provienes de una casta de
sacerdotisas que se entregan a la castidad?
Ella bufó y dio un manotazo al pomo de su silla.
—Vaya… —saltó—, después de los últimos días, ¿te
atreves a llamarme casta? Déjame que te explique nuestros
ritos. Te refieres a las Hermina Keirae, y se abstienen del sexo,
no del amor. Vosotros hacéis todo lo contrario. Os arrojáis al
desenfreno carnal sin ningún propósito, ni siquiera la
procreación. Eso no es un acto de amor, es una agresión
contra la vida.
—¿De veras piensas eso? Dicho así suena bastante mal.
—Dime un instante conmigo que no haya valido la pena.
267
—Leana…
—¿Qué?
—Eso es diferente.
—¿Por qué es diferente? ¿Por qué me amas pero te
avergüenzas de ti mismo por ello? ¿Por qué temes que tu
padre sepa lo satisfecho que estás bajo las mantas y fuera de
ellas?
—Tan solo es diferente. Ya está.
—Yo soy una sacerdotisa de Keirá, me enseñaron a ser
justa con mis emociones y libre en mis actos. Soy como tengo
que ser y digo lo que debo decir.
—Así pues… —levantó la voz y ella dio un respingo—, yo
debo decir que me pesan tus palabras.
—Tú eliges cargar con ese peso. No me culpes por ello.
Browen la miró sin apenas volverse, con los ojos ocultos
en un momentáneo disgusto. Tenía los puños cerrados con
fuerza en torno a las riendas y la espalda caída sobre la crin.
Volvió la vista al frente y no dijo nada.
—Las Keirae se educan en comprender la vida y la
muerte. Conocemos el amor y lo respetamos porque trae la
vida. Las mujeres no tenemos condiciones, no como los
hombres, que lo condicionan todo a un resultado final, una
explosión de satisfacción que se esfuma bastante rápido.
Observa a esos monjes de Vanaiar, tan preocupados por
complacer a su dios y tan obtusos a la hora de complacerse a
ellos mismos. Esa es una filosofía enfermiza que corrompe a
sus seguidores.
—Leana... —masculló Browen con el gesto ceñudo—. No
quiero hablar de esto. No ahora.
—Pero…
—Te he dicho que no —masculló, dando un golpe de
talones a la panza de Furioso.
Se adelantó al trote en dirección a la vanguardia y a
Gavein, que esperaba a un lado del camino. Leana lo vio
alejarse y abrió, ligeramente, los labios. Los hombros
encogidos, sorprendida y sin palabras.
Aquella noche acamparon cerca del cauce del Kunai,
entre altos chopos que horadaban con sus brazos desnudos el
cielo estrellado sobre ellos. Las hojas muertas habían formado
una gruesa y mullida capa en el suelo. Los hombres
encendieron fogatas, contaron historias, tocaron la flauta de
cuatro dedos y descansaron envueltos en sus capotes. Las
ramas secas crepitaban y estallaban y muchos ojos reflejaban
pensamientos ocultos, evadidos, que luchaban por volver a la
realidad cuando alguien contaba un chiste, o el escueto
rancho, apenas tibio, se les plantaba bajo las narices. Los
lanceros bremmenses charlaban con su gutural idioma
primitivo, parecido al aukano, pero cerrado y hermético, como
su ciudad, como ellos mismos. Afilaban la larga punta de sus
268
armas con piedras de río, una y otra vez, de la misma forma
en que lo habían hecho con su carácter, con su esperanza,
durante años, décadas de guerra. Sin saber por qué, entre
todos ellos, Browen se sintió uno más. Habló poco, caviló
mucho, se retorció bajo su capa y se entregó al sueño solitario
sin decir una palabra a Leana.
La sacerdotisa lo miraba fijamente, con el rostro contrito,
sentada sobre su escudo con las piernas cruzadas y un manto
cubriéndole los hombros. Tratando de adivinar qué era
aquello que hacía a su hombre alejarse de ella y buscar la
soledad. Quizá el miedo a la muerte… quizá algo peor: el
miedo a ser sincero, y al dolor que siempre trae de la mano la
sinceridad. Leana se quedó despierta hasta bien entrada la
noche y, finalmente, tras sus rezos rituales decidió descansar
y dejar aquellas tribulaciones al corazón de Browen y a su
criterio, si es que lo tenía.

Al mediodía siguiente llegaron a Gutkho y encontraron,


como suele ocurrir cuando se confía en las lides de la batalla,
que lo previsto es una volátil y efímera predicción que no vale
la pena tener en cuenta.
La aldea se ocultaba tras una muralla con foso y
empalizada. Sobre los tejados asomaba un peñasco, como un
pellizco a la roca, en el que habían construido la torre de la
familia gobernante, los Dully. La empinada pendiente hasta la
muralla se encontraba cubierta de fango, astas de lanza rotas
con sus banderines por el suelo y algún escudo abandonado
tras un fallido asalto. Varios pabellones de lona habían sido
instalados entre unos pinos, guarnecidos de las flechas que
podían ser disparadas desde las almenas.
No había un alma en el campamento de los asaltantes.
Totalmente desierto. Hasta que los encontraron a todos
juntos, de rodillas, sumergidos en el murmullo de las
plegarias.
Las espaldas de los monjes y las poderosas hombreras de
sus armaduras formaban una alfombra de malla y cuero.
Había más de un centenar de ellos, con la rodilla hincada en
tierra y las armas contra el pecho.
—¡Pero qué...! —contuvo la maldición Gavein.
La columna de lanceros se detuvo tras ellos cuando
Browen levantó un puño. Los oficiales bremmenses
intercambiaron miradas desconcertadas y esperaron durante
el interminable rato que duro la ceremonia. Escudriñaron a
todas partes, entre las tiendas, en las caballerizas, pero no
había otra cosa que no fuesen aquellos monjes acorazados,
entregados a la oración con devoción ciega.
—¿Es que nadie va a prestarnos atención? —masculló
Gavein.
—Están rezando —respondió Browen con brusquedad.
269
—Tengo ojos de sobra para saber eso, mi señor. Pero si
fuésemos el enemigo ya habríamos tomado el campamento.
—Mejor no provocarlos. Permite que recen en paz.
El mercenario escupió a un lado y continuó rugiendo
maldiciones e improperios contra dioses y monjes, hasta que
el rezo terminó y los clérigos se pusieron en pie en un
estruendo metálico. No hizo falta llamar su atención, todos se
volvieron hacia los recién llegados y un pasillo se abrió entre
tanta armadura abollada y cota cubierta de barro y sangre.
Entre ellos avanzó un hombre a grandes zancadas. La
sobrevesta le arrastraba por el suelo, hecha jirones, y sobre
los hombros una capucha de anillas tintineaba con el
contoneo de su paso apresurado. Bajo el brazo, sostenía una
máscara dorada que encastraba a la malla y volvía su rostro
divino y sin facciones, como su dios, inhumano.
Browen reconoció al hombre mucho antes de que llegase
a ellos, seguido por sus acólitos, monjes cargados de
cicatrices, con los labios devorados en una mueca de odio
eterno, embutidos en sus armaduras cubiertas de púas y
cuchillas. Se giró, rápidamente, en su silla y, con un
imperativo movimiento de cabeza, hizo un gesto a Leana para
que se retirase. Pero ella no lo entendió, o así lo quiso hacer
creer, se encogió de hombros y se levantó sobre los estribos de
su montura. Gavein, que sí percibió la actitud de su señor, se
envaró y estiró la caña de sus guantes con un crepitar del
cuero.
—¡Browen Levvo! —exclamó Parvay, lugarteniente de la
Guardia Sagrada, y se volvió hacia sus hombres—. ¿Ven mis
ojos a Browen Levvo? ¿Es posible que el león misinio visite
estos solitarios parajes aukanos? Creía que estabas en el
asedio de Akkajauré.
—Yo también lo creía —sonrió Browen de forma glacial—.
De la misma forma que pensaba que Parvay comandaba el
asedio a Dromm. Ya ves que ninguno de los dos está donde se
espera de él. Yo voy a donde se me requiere y donde me place,
pero ¿cuál es tu excusa?
—Yo no necesito excusa, príncipe. —Parvay torció la boca
en una mueca que pretendía ser amable y resultó grotesca—.
Yo me muevo por mandato divino. Dios manda y yo obedezco.
Ese es el sino de un servidor como yo, seguir las órdenes sin
objeción, entregar todo a un propósito mayor.
—No sabía que tenías el favor de Dios y su voluntad te
era comunicada de tal manera.
—No a mí, por supuesto —replicó, desdeñoso—. Algunos
son arquitectos, nosotros, como ves, somos la argamasa que
formará Su reino. El Gran Padre es la voz de Dios en la tierra.
Sus órdenes son suficientes para mí. Y así me encuentro
obligado, gustosamente, a menesteres mundanos,
comandando a estos humildes clérigos que entregan sus
270
miserables vidas para conquistar las tierras de paganos sin
salvación. La guerra es el medio natural del hombre. Solo
estamos aquí para hacer justicia y alabar el nombre de Dios y
su obra.
Parvay era un monje de una estatura portentosa, con el
rostro alargado y las mejillas hundidas bajo dos ojos azules
despiadados. Tenía los dientes muy blancos, grandes como él,
y se mostraban con cada palabra y gesto, como una fiera
amistosa en la que no se podía confiar.
—¿Dónde están los hombres de Dosorillas?
—¿Los Rjuvel? —El clérigo se encogió de hombros y las
lamas que cubrían su pecho chocaron unas con otras—. Hace
dos días que marcharon. Una parte de vuelta a Entreríos, los
otros a luchar por tu padre en Akkajauré. Todavía queda por
hacer y muchas almas deben ser enviadas al estómago de
Dios.
—Tus monjes deberían estar más al norte —apuntó
Browen con un movimiento de cabeza—, luchando por tomar
Porkala y dejar el camino libre a tus hermanos para el asalto
de Rajvik.
—Cierto, esa es una buena estrategia —replicó Parvay
con su hambrienta sonrisa—, pero nos encontramos al viejo
Dully por el camino. Somos hombres de Dios y, en su nombre,
acabamos con los paganos cuando los encontramos. ¿No
conoces el proverbio? Primero lo primero, último lo último. Y
yo añadiría que al final, tras nuestro paso, solo queda la obra
de Dios.
—Lo único que veo es una villa que resiste intacta y que
no tiene ningún valor estratégico.
—Es solo cuestión de tiempo. Mañana, el viejo Dully se
arrodillará en busca de clemencia. Una búsqueda inútil, si me
permites. Lo único que encontrará será el tormento junto a
toda su familia, al igual que su pueblo. Os invitaría a
participar en el asalto, pero preferimos encargarnos... a
nuestra manera.
—No tengo demasiado interés en participar en un asalto
que se puede solucionar sin derramamiento de sangre. Me
han llegado rumores de que el viejo Orren Dully ha solicitado
rendir la villa a mi persona, con unas condiciones honorables,
a la antigua usanza.
Parvay perdió la sonrisa durante un instante, un breve
momento en que la fiera asesina, devoradora de vidas, brotó a
sus ojos de hielo. Sin embargo, amagó una hiriente risa agria.
—Pero... ¿qué rumores son esos? —preguntó— ¿Hombres
que llaman a otros hombres para rendirse con un apretón de
manos?
—Hay cosas que deben solucionarse entre dos hombres.
—¿Vas a sodomizarlo frente a todos nosotros? ¿No
querrás entregarle tu boca al viejo Dully y enviarlo feliz a la
271
muerte?
El pequeño ejército de monjes estalló en una carcajada
salvaje, encabezados por Parvay, que miró atrás, buscando la
complicidad de sus hermanos de armas.
—¡No habrá ningún asalto hoy aquí! —exclamó Browen y
las risas de los clérigos se ahogaron en un murmullo
contenido. Parvay bramó y sus monjes, monstruos de metal
encerrados en su avidez de sangre, se agitaron a su espalda—.
Te recuerdo que mi padre ha comenzado esta guerra y yo la
comando por él. Quizá obedezcas los mandatos de tu dios,
pero yo doy las órdenes en el campo de batalla. Si lo prefieres
puedes asaltar la villa y acabar con sus habitantes y yo haré
saber de esta pérdida de tiempo y recursos a mi padre. Quizá
la semana que viene, Ezra te convoque en Rodstel y te haga
comprender que no merece la pena enojar a dioses ni reyes.
Parvay miró sobre sus hombros, a un lado y otro, en
busca de la misma indignación que mostraba en su cejo
prieto. Después volvió su atención a Browen, lleno de furioso
desprecio, y su capucha de malla tintineó al agitarse.
—Y no vuelvas a ofenderme en público con tus bromas,
sacerdote —añadió Browen, mascando cada palabra—, o te
encontrarás con Vanaiar mucho antes de lo que piensas.
Hubo un momento interminable, tan denso como la
mantequilla, en que nadie dijo nada. El grupo de monjes
guerreros parecía emitir un rugido apagado, un rechinar de
dientes que recordaba el sonido del hierro contra la piedra.
Frente a ellos, Gavein dejó la rienda de su caballo y deslizó
una mano hasta el muslo, cerca del escudo que pendía sobre
el lomo del animal. Tras Browen se levantaban decenas de
picas, un bosque de estrechas agujas que nacía de la
oscuridad que formaba la columna de lanceros bremmenses.
Bajo la cruceta de sus yelmos de cuero, los ojos refulgían un
odio ancestral, tan viejo, que la muerte y el exterminio no
podría apagar nunca.
Parvay brincó al frente y dio una patada al suelo. La
pinocha reseca saltó hasta las patas de Furioso, que piafó,
levantando la tierra, y bufó su excitación, sacudiendo la testa.
—¡Das órdenes como un caudillo de hombres! —gritó
Parvay, con aspavientos y el rostro enloquecido—. ¡Pero solo
eres el hijo de un rey loco! ¡Vienes a negar el pago de estos
monjes a su Dios! ¡Y lo haces acompañado de paganos! —El
clérigo se detuvo y escupió a un lado, después levantó la
mano enguantada y señaló tras el príncipe—. ¡Y encima traes
contigo a esa... ramera!
Varios clérigos se adelantaron hasta dar con la espalda
de Parvay, pero se detuvieron cuando Gavein echó mano a su
cimitarra. Leana permaneció impasible, con la nariz alta y la
espalda recta, enfrentando sus pechos contra aquellos monjes
rabiosos.
272
—¡Basta! —exclamó Browen y su montura se agitó a los
lados, dispuesto a arrollar la amenaza frente a él— No
aguantaré más insultos, Parvay, desmonta el campamento y
sigue tu camino hacia Rajvik. Esas son las órdenes. Yo
negociaré con los Dully.
Parvay, sin despegar la mirada de Leana, asintió varias
veces y escupió de nuevo.
—Bien —masculló, displicente—. Veamos cómo los
hombres se rinden al león.

Browen acampó la columna de lanceros en el único lugar que


el terreno le permitía, un terraplén cerca del río, tras el
bosquecillo que habían elegido los clérigos para establecer su
campamento. Después de la bienvenida no hubo más palabras
entre unos y otros, aunque sí desafíos en la distancia y una
amenaza invisible y latente. Sobre todos ellos, la ciudadela de
los Dully esperaba envuelta en la lúgubre expectación de los
condenados a muerte.
Los capitanes dieron las órdenes y mientras algunos
hombres se disponían a montar tiendas y buscar leña, grupos
de lanceros formaron guardias que escrutaban los
movimientos de los monjes en su campamento. Browen envió
un mensajero a Gutkho y repartió las órdenes a cada
escuadra: nada de provocaciones a los clérigos. Él se
encargaría de negociar con los Dully, dar por zanjado el
asunto y volver a su puesto en la vanguardia de los ejércitos
misinios.
Una vez más el duque Rolf había acertado al prever que
los monjes se sentirían ofendidos si se les arrebataba la presa,
en especial si lo hacía Browen a la cabeza de un centenar de
lanceros. Aquello había sido peor que un insulto, y el
desplante, quizá, perdurase en el tiempo. Aunque, en el
futuro, entre los lanceros de Bremmaner y los monjes de
Vanaiar, ¿a quién prefería tener como aliado? Su padre había
desafiado a los monjes, les había quitado parte de su fuerza,
les había arrebatado el canon de Adair por el que cobraban un
impuesto de todos los señores misinios. Y ¿qué habían hecho
ellos? Doblegarse a la voluntad del reino. Volverse hacia
dentro, exterminar a sus capítulos más débiles e idealistas y
sobrevivir sometidos a la ley. De repente Browen pensó que,
tal vez, el plan del duque fuese más allá de Gutkho, más lejos
de lo que significaba ponerle al frente de una columna de
lanceros y volverle su líder. El duque estaba construyendo los
cimientos para el cadalso de un Dios y sus prosélitos, y
Browen, llegado el momento, sería el verdugo.
Leana se mantuvo fría y distante con él. Desde el día
anterior apenas habían cruzado alguna palabra. Browen
evitaba sus miradas, extrañas y expectantes primero, pero
273
llenas de despecho y frialdad más tarde. Deseaba que ella no
estuviese allí, lejos de todo peligro. Pero en el fondo, un oscuro
sentimiento le decía que sus temores no tenían que ver con la
guerra, ni con los cientos de monjes que la hubieran ejecutado
sin dudar. En el profundo y doloroso centro de su estómago
sabía que el auténtico peligro era él. Deseaba que ella
estuviese lejos de él, no haberla conocido nunca, porque a su
lado solo podía encontrar el dolor, el tremendo e irreparable
daño que produce la realidad. Imaginaba que Davingrenn era
una fiera de tierra y piedra verde que devoraría a Leana, que
las intrigas de aquel cubil familiar acabarían con ella y la
volverían una anécdota más de la historia Levvo. Browen
sentía que si no la miraba, si no buscaba su rostro, si no
escuchaba su voz, ella podría escapar al destino. Lejos de él.
—Los Dully han respondido y enviarán un parlamento —
anunció el mensajero que todavía jadeaba por la carrera.
Browen había desmontado y se encontraba sentado en
una roca, con las piernas abiertas y apoyado en sus muslos.
Gavein le acercó un odre de agua y miró al mensajero con una
arrugada y despectiva mueca.
—Mi príncipe... —masculló con su potente voz cuando
estuvieron solos, pero Browen lo interrumpió al coger el odre.
—Esto no me gusta nada —lo imitó con sorna, antes de
beber.
—No me hace ninguna gracia —replicó Gavein—. Pero es
cierto. No me gusta. Y ¿sabes por qué? Porque, aunque no lo
creas, sé muchas cosas que tú desconoces, mi señor. Eso
todavía me convierte en maestro y tutor.
—No te ofendas —añadió, sonriente—, siempre valoro tú
consejo. Es algo que nunca te he ocultado.
—¿Sabes quiénes son esos de ahí? —preguntó Gavein de
forma tosca, con los brazos en jarras y la respiración agitada.
Frente a Gutkho, en unos rudimentarios postes en forma
de aspa, unos cuerpos muertos eran devorados por los
pájaros. Tenían la piel arrancada a tiras y la carne, cubierta
de sangre seca, brillaba al sol. A sus pies, las vísceras
formaban pequeños montículos viscosos que las aves
estiraban y removían en sus disputas.
Browen negó con la cabeza.
—Los dos hijos varones de Orren Dully —explicó Gavein
—. Y ¿sabes lo que significa eso, mi señor? Que ese hombre lo
ha perdido todo —respondió sin esperar las palabras de
Browen—. Por eso no me gusta este lugar y menos con esos
hijos de perra malnacidos, rondando... como hienas.
Gavein movió la barbilla hacia el lugar en que se
encontraban los monjes. Un abanico de arrugas nacía en el
ángulo de sus párpados y las ventanas de la nariz se le
desplegaban como a un astado que se encuentra amenazado.
Los monjes esperaban juntos, tras la foresta, vestidos para
274
una batalla que les habían negado.
—¿Eran todos sus hijos? —lo interrogó Browen,
ignorando sus últimas palabras.
—Alguna hija le quedará —masculló con cierta
indignación—. ¿Qué tiene que ver eso?
—Algún día serás un gran padre. —Browen dio una
palmada al hombro de Gavein y ladeó la cabeza,
despreocupado.
El rudo mercenario refunfuño alguna maldición y volvió a
ensillar sus caballos, entre gruñidos e insultos. Browen dio un
trago más y miró al campamento de Parvay y los suyos.
Habían desaparecido las tiendas, pero una multitud de
clérigos armados esperaban, en pie, entre los árboles. Estaban
tan quietos como piedras funerarias, talladas por hombres
temerosos muchos años atrás. ¿Qué esperaban? Quizá un
fracaso de Browen en su negociación con Orren Dully. En ese
caso, ¿les negaría la matanza? ¿Les permitiría arrasar Gutkho
antes de seguir su camino a Rajvik? Después de su encuentro
con Parvay no deseaba concederle ni una merced, y menos
aquella que saciase su apetito sangriento. Dejar a Gutkho sin
castigo tampoco sería apropiado, pero por otra parte deseaba
que Parvay le insultase de nuevo para poder presentárselo a
su dios. Orren Dully no tenía más salidas y él no le aceptaría
mucho menos que su pellejo.
—Voy contigo —dijo a su espalda, Leana—. Os
acompañaré frente a los Dully.
Browen no se volvió. Bajó el rostro un instante y después
respondió con la vista puesta en los Dully crucificados, pasto
de los pájaros.
—No. —Su voz sonó rotunda, como la que conocían sus
soldados, los prisioneros, los criados del Lévvokan, no como la
que había utilizado con ella desde que la conoció—. Gavein me
acompañará. No te necesito. Esperarás con el resto.
—Pero puede ser peligroso... —objetó ella.
—¡No! —exclamó él—. Ya te he dicho que no te necesito.
Leana no dijo nada más. Dio media vuelta y Browen
escuchó como se alejaba. Se imaginó su espalda, su armadura
reluciente, la vaina golpeando el muslo, y la vio marcharse sin
mirarla. Dejó caer el odre de agua y apretó los correajes de
sus brazales, antes de buscar su caballo y continuar la
misión.

Los jinetes esperaban frente a Gutkho. Un parlamentario y un


heraldo que portaba un estandarte. Gavein y él cabalgaron
hasta ellos y se detuvieron a pocos pasos. La enseña de los
Dully, un escusón carmesí que encerraba un castaño sobre
plata, golpeaba contra el mástil del banderín. El emisario era
un hombre grueso y envejecido, de escaso pelo cano, que
275
arrugaba la boca entre los pliegues de su papada y escrutaba
con los oscuros ojos desaparecidos tras los párpados. Su
rostro estaba pálido, agotado y cargado de un resentimiento
que asomaba a sus labios. Browen lo observó en silencio y
dedujo quién era.
—¿Orren Dully?
—El mismo —respondió de forma tosca—. Y no voy a
preguntarte quién eres tú.
—No estás en la mejor de las condiciones para resultar
tan retador, Dully.
—Muchacho… Permite, mi príncipe, que te llame
muchacho. Cómo decía, muchacho, un Dully de verdad
siempre resulta retador, aunque se encuentre frente al más
feo de los demonios, y ese no es el caso.
—De acuerdo, viejo... Permítame, lore, llamarle viejo.
Acepto que los Dully son valientes y retadores, pero no creo
que sean estúpidos. Siempre resulta inteligente saber retirarse
a tiempo y vuestra fortaleza está perdida. Podéis aguantar un
par de días, quizá una semana o dos si confiáis en vuestra
arrogancia, pero al final los monjes tomarán la muralla, o
quemarán vuestro portón, y ahí se acabará la estirpe de los
Dully. También podéis rendiros a mí, firmar un acuerdo y
dejar que mis hombres sigan su camino. Es una cuestión de
honor.
—¿Honor? —exclamó con una falsa carcajada—. ¿Qué
honor hay en esta guerra? Yo ya no creo en el honor.
Sabandijas, traidores y cobardes, esos son los auténticos
hombres del norte. Tu padre tenía un acuerdo con mi rey, y
ahora su hijo llega al frente de aquellos que debíamos someter
por el bien de nuestros pueblos. ¿Honor? Hay que ser muy
cínico para apelar al honor en tales circunstancias.
—Así pues no hay nada que tratar. Podéis encerraros tras
vuestros muros y morir. Os deseo suerte. Adiós.
—¡Un momento! —exclamo Orren Dully y continuó, rudo
y desgarbado—. ¿Crees que hubiera salido hasta aquí si no
pretendiese sacar algo de este encuentro? Debes de pensar
que soy un imbécil si tan pronto entierro las posibilidades de
mi pueblo. Rendiré la villa a tu nombre con dos condiciones.
Los monjes no pondrán un pie en Gutkho.
—Hecho.
—Y quiero un combate. A la antigua usanza.
—¿Queréis luchar?
—¡Yo no, jodido misinio! —Enrojeció por la ira—. Mi
campeón contra el príncipe Levvo.
—¿Queréis que luche contra vuestro mejor hombre? —
Browen miró de soslayo a Gavein, que gruñó en desacuerdo—.
¿Un duelo? ¿Es eso lo que queréis?
—Un duelo a primera sangre.
—Orren… —continuó Browen, moviendo la cabeza con
276
cierto tono decepcionado—, no estáis en muy buenas
condiciones para exigir un combate conmigo. Rendid la villa y
yo me encargaré de que los monjes pasen de largo. Los de
Bremmaner tomarán el control de vuestros súbditos y la
guerra habrá acabado para vos. Estáis demasiado viejo para
estos menesteres. —Browen observó el gesto apurado del
noble y percibió cómo su mirada se desviaba hasta los
cuerpos torturados y muertos, atados a las aspas de madera.
Tragó saliva y continuó en una confidencia compasiva—. Mis
condolencias por vuestra pérdida. Haré que os devuelvan los
cuerpos de vuestros hijos. Evitad más sufrimientos a los
vuestros y rendid la villa, Orren.
El viejo bajó la mirada y, desde el arco de las cejas,
reapareció su voz rasgada y llena de rabia herida.
—Dadme un duelo —dijo, mostrando los dientes—, por
honor.
—Hace un momento no creíais en el honor...
—Los hombres de honor podemos creer en lo que nos
plazca.
Browen se apoyó en el pomo de su silla, harto de tanta
cháchara.
—No es conmigo con queréis pelear —dijo—. Esa
venganza es para los monjes que asesinaron a vuestros hijos,
no para mí.
—Entonces no habrá rendición —escupió Orren Dully—.
Decid a esos mismos monjes que pueden subir a mi torre y
reclamar aquello que no les pertenece.
—No seáis estúpido —contravino Browen, sorprendido e
incrédulo—. ¿Vais a permitir que vuestro pueblo sea
masacrado por esos fanáticos? No guardarán piedad para
nadie. Es hora de retirarse y conservar la vida de vuestros
siervos.
—Quiero un combate.
—Además de viejo sois un loco, Orren.
—Vejez y locura se confunden a menudo.
Browen pasó la lengua por los labios y evitó mirar hacia
su guardaespaldas, Gavein, que tenía puestos en él sus ojos
claros.
—Después rendirás la villa.
—Y los monjes se marcharán.
Browen se sonrió, lleno de incredulidad.
—¿Y todo esto es por el honor?
—Porque es lo único que me queda.
Orren Dully hincó la barbilla en el pecho. El labio inferior
le retemblaba bajo la barba y guiñó varias veces los ojos.
—Al atardecer —convino Browen—, aquí mismo. Después
acabará todo.
El viejo noble alzó la cabeza, entre sorprendido y
admirado, y asintió con firmeza.
277
—Así será —dijo antes de dar la vuelta a su montura y
regresar a su fortaleza.
Browen y Gavein regresaron al trote hasta el
campamento que los lanceros bremmenses habían montado.
—Sabes lo que pienso sobre ese combate. Le regalas una
compensación al viejo por la pérdida de sus hijos. Debería ser
Parvay el que luchase, no tú —dijo Gavein sin apenas
despegar los labios.
—Orren Dully quiere darse la oportunidad de humillar al
hijo de Abbathorn Levvo. —Browen se encogió de hombros—.
No es personal.
—Nada de lo que diga te hará desistir de luchar contra
un adversario desconocido por una causa estúpida, ¿verdad?
—masculló el mercenario.
—Ni aunque se abra el cielo y Vanaiar cague sobre
nosotros.
Gavein amagó una risa y estiró su mano enguantada
hacia Browen.
—Pues entonces dame tu arma —le ordenó con el rostro
pétreo. Browen levantó las cejas y lo miró extrañado—. ¿No
querrás pelear con ese acero? Ya te dije que todavía sé
muchas cosas más que tú, mi joven señor. Esa espada
necesita una limpieza y un buen afilado.
—Tanto como tú —añadió Browen de forma cómplice.
Ambos se miraron por un instante y estallaron en una
carcajada sincera. Después Gavein lanzó un puñetazo al
hombro de Browen que cerca estuvo de descabalgarlo.

Al sol moribundo del otoño en la frontera de Aukana, las


piedras tomaron un vivo tono rojizo y el suelo se volvió
amarillo, casi naranja. Se había levantado una tímida brisa
que traía el hedor de la villa asediada; la pestilencia del
estiércol y el ganado y los campesinos encerrados tras un
muro; la pestilencia del miedo, tan sólida como la roca sobre
la que se alzaba la casa, la fuerza y el orgullo de los Dully. La
hierba había sido aplastada por los asaltantes y todo
alrededor se había convertido en un campo yermo, sembrado
de piedras de rodeno y calizas astilladas en mil cristales de
cuarzo.
Furioso, resoplaba con el hocico pegado al suelo,
buscando un brote verde que llevarse a la panza. Gavein
estaba plantado tras su joven señor, y tiraba de los correajes
de su armadura, bajo las sobaqueras, revisando el gorjal y los
puntos en que las quijoteras se unían a la malla. No quería
que un mal golpe, un movimiento desesperado, provocase una
herida en un lugar desprotegido. Había visto morir a muchos
hombres con la expresión estúpida del que se sabe acabado al
contemplar la sangre brotar por el único pequeño resquicio
278
descubierto. Eso no le pasaría a Browen, no mientras él
estuviese a su lado.
—Que sea rápido —dijo el mercenario con un golpe en
sus hombreras.
—Tan rápido que no llegarás a verlo —añadió Browen.
—Lo digo en serio.
Browen gruñó, hastiado, pero su réplica se detuvo
cuando el viejo señor Orren Dully abandonó el portón de su
villa con el que sería su oponente.
Dully montaba su caballo y, a su lado, un gigante
pelirrojo avanzaba al trote hacia ellos. Era un tipo
monstruoso, de por lo menos dos varas y un codo de altura.
Su cuello, salpicado de pecas que nacían en el velludo pecho,
era tan ancho como la cabeza, y los hombros, rocosos como
montañas surcadas de valles musculosos. A su lado, parecía
que Dully montase un pequeño caballo de las praderas.
—Es enorme —musitó Gavein.
—He luchado contra hombres más grandes.
Browen pretendía ser desdeñoso, quizá desafiante, pero
el mercenario lo miró incrédulo.
—Bueno, quizá no más grandes —arrugó el ceño Browen
—, pero sí más gordos.
Cuando llegaron a su altura, Orren Dully parecía más
seguro y pletórico que cuando lo habían dejado esa misma
mañana.
—Browen Levvo —dijo lleno de satisfacción—, te presento
al gran Kukuin. Es famoso a este lado del Kunai.
El gigante pelirrojo desenfundó una espada, que en sus
manos parecía un cuchillo largo. Hinchó el pecho y bramó con
una odiosa mueca. No hubo tiempo para mucho más. Antes
de que Browen dijese una palabra el gigante Kukuin saltó al
frente y lanzó un espadazo de arriba abajo. El príncipe misinio
se doblegó atrás y perdió el equilibrio, hincó una rodilla en
tierra, y un nuevo golpe cruzado silbó sobre su cabeza.
Kukuin tomó la espada con ambas manos y la levantó sobre
su cabeza. La dejó caer sobre Browen con tal fuerza que el
metal pareció un abanico que restalló a pocos centímetros de
su cara. Justo a tiempo había desenfundado su acero y
detenido el golpe mortal.
Gavein echó mano a su cimitarra, pero Browen lo detuvo
con un gesto.
—Creía que era un duelo a primera sangre —masculló
Browen con el cuello surcado de venas por el esfuerzo.
—Primera y última, misinio —gruñó Kukuin que dejaba
vencer todo su peso sobre su adversario.
Tras ellos, Orren Dully contemplaba todo con los ojos
muy abiertos, murmurando palabras inaudibles, y la
arrugada frente cubierta de sudor.
Browen gimió por el esfuerzo. El metal resbalaba hacia la
279
cruceta de su espada con un chirriante y mortal sonido. Tensó
los músculos de sus piernas y sintió sus dientes quebrarse
ante el esfuerzo. Se deslizó a un lado y Kukuin cayó por su
derecha. Después apoyó todo su peso en la izquierda y giró
sobre sí mismo, lanzando un tajo veloz. Dio casi una vuelta
completa y se quedó mirando a Gavein, con la respiración
agitada y el rostro salpicado de sangre que resbaló hasta el
peto de su armadura.
El gigante aukano trastabilló unos pasos más y se llevó
una mano al costado. Se volvió para continuar el combate,
pero todo había terminado. Las costillas de Kukuin asomaban
a la brutal herida, la carne rajada y las tripas, palpitantes,
todavía llenas de vida. Con un grito silencioso, casi infantil, se
derrumbó de la misma forma que un gran árbol es talado.
Los ojos de Gavein estaban tan llenos de sorpresa como
los de su señor. Browen se encogió de hombros, esperando
una explicación de quien no podía dársela, tan solo un gesto,
un leve movimiento con la cabeza. Pero en ese momento las
filas de lanceros Bremmenses estallaron de júbilo. Su jefe
había ganado el combate de manera decisiva y fulminante.
Entre ellos, Leana esperaba con los brazos cruzados frente al
pecho. No podía ver su rostro desde la distancia y, de repente,
sintió la necesidad de escuchar su voz, sentirla cerca de él.
Aunque en su lugar escuchó el grito de Orren Dully.
—¡No! —grito el viejo señor— ¡Tú debes morir!
El noble espoleó su montura y desenfundó una daga. La
tierra saltó bajo los cascos del animal. Todo se detuvo en un
instante interminable, eterno. Browen vio los ojos del Dully,
velados por la sangre, por algo que no había visto todavía; el
miedo, la desesperación, el angustioso final de un animal
acorralado al que se le ha hurtado toda esperanza. Sin
embargo, en su camino encontró la cimitarra de Gavein, como
una cascada de luz. De un fugaz y terrible golpe, el
mercenario cercenó su brazo casi a la altura del hombro. El
caballo se levantó sobre sus patas traseras al tiempo que su
jinete aullaba y salía despedido contra el suelo. Los gritos de
júbilo de los bremmenses continuaban en la distancia.
Browen corrió hasta Dully, que se retorcía en el suelo. Lo
que antes era su brazo se había convertido en un muñón al
que asomaba el hueso, jirones de carne deshecha y un
imparable manantial de sangre viscosa que susurraba su
mortal canción al derramarse.
—¿Por qué habéis hecho esto? —exclamó Browen con el
aturdido viejo a sus pies—. ¿Os parece honorable? ¿Qué hay
de toda la basura que escupisteis antes?
—No... no… —murmuró entre convulsiones el viejo Dully
—. Perdonadme.
—Merecéis que arrase vuestra villa y despelleje a vuestra
familia —dijo el príncipe misinio.
280
—Tenía que hacerlo... —Orren palideció y su rostro se
volvió lívido, manchado de un azul leve—. Por mi familia.
Browen se volvió hacia Gavein, clavó la espada en el
suelo y se arrodilló junto al anciano moribundo.
—Era… la única posibilidad de salvar mi Casa. Lo
comprendéis, ¿verdad? ¡¿Verdad?! —Su voz desaparecía entre
toses sanguinolentas—. Mi esposa, mis hijos. Un hombre debe
proteger a los suyos, aunque el honor le vaya en ello. Vuestra
vida era el precio de mi honor. Pero… he fallado, he fallado…
No fue idea mía.
—¿Qué estáis diciendo? —lo interrogó Browen.
Orren Dully trató de agarrarlo por la pechera, pero el
joven príncipe se zafó a su presa y el noble cayó de costado,
sobre su muñón y el tibio fango bajo él.
—Tenía que hacerlo. —La voz se le volvió un quejido
lastimoso—. No les dejéis entrar en Gutkho. Prometedme que
no les dejaréis entrar en mi casa.
—Lo prometo —asintió Browen, con la extrañeza hincada
entre las cejas—. Os doy mi palabra.
—Lo siento, lo siento… —El noble señor de Gutkho se
atragantó y dio una bocanada de aire que le supo a nada—.
Vuestros aliados... mienten.
—¡Dame el odre! —ordenó a Gavein— ¡Orren! ¡Orren!
Explicaos, explicaos...
Browen tomó el odre de tripa pero el viejo Dully ya estaba
muerto. La sangre manchaba todo, sus ropas, el pelo, el
rostro, las manos de Browen. El viejo se quedó tendido, la
boca abierta, los ojos sobre Browen, apagados y vidriosos
como los de un espectro. Cuando se puso en pie no hizo falta
mirar a Gavein para conocer sus pensamientos. Miró sobre el
hombro y los lanceros de Bremmaner continuaban con sus
gritos y hurras. Al otro lado, en el bosquecillo que les había
servido como refugio, las siluetas de clérigos armados
esperaban en la penumbra, en silencio, quietos.

281
CAPÍTULO 21

Un silencio glacial había tomado el salón del trono en la asura


real de Kivala. El cadáver del que había sido el último rey de
la Casa Kaikú se encontraba tendido en el suelo, a los pies del
trono que había ocupado durante los últimos cuatro años. Un
lugar que para muchos no le correspondía cuando vino desde
el lejano sur con su familia. Por aquel motivo, su largo exilio y
matrimonio en el imperio de Serende, se había ganado el
apodo de «el rey extranjero», como mofa hacia una educación
sureña que había enterrado bajo una estricta moral aukana,
de la misma forma que el metal de la armadura encerraba
ahora su cuerpo muerto.
A un lado de la estancia se encontraban algunos de los
hombres de gobierno encabezados por el Maestro Tiro Freydel,
que observaba con el rostro desencajado el cadáver de su
señor rey. A su vera, algunos de los principales banderizos
que todavía seguían fieles a la corona. Entre ellos un sobrino
de los Hollan y un heraldo de la Casa Keikuril de Campollano.
Unos pocos con la mirada petrificada, llena de espanto; otros
con el rostro desviado a un lado y una mueca de repugnancia.
Al extremo opuesto de la sala se encontraban un puñado
de hombres armados. La guardia aukana, con sus enormes
hachas de amplio filo, contemplaba el triste final de su
monarca. Frente a todos ellos destacaba Majal de Aylin,
hermano y protector de la reina Ikaris. Al contrario que los
guerreros aukanos, con sus brigantinas tachonadas de cuero
crudo, Majal vestía una larga capa turquesa y hielo sobre una
armadura de placas bruñidas como espejos. Guardaba el
yelmo con forma de delfín bajo el brazo e hincaba la barbilla
en el pecho, conteniendo su flemático arrebato, al tiempo que
acariciaba de forma nerviosa su mostacho.
La reina Ikaris había permanecido durante largo rato sin
pronunciar palabra. De pie, con el gesto descompuesto y los
ojos irritados. Contemplando el cuerpo mutilado de su
hombre.
—Decapitado —murmuró, por fin—. Me lo han devuelto
decapitado.
El cuerpo del rey Khymir era una armadura metálica de
aspecto imponente, pero se encontraba sucia y abollada y le
faltaba una greba y el guantelete izquierdo. Una mano
hinchada y violácea asomaba al brazal, al igual que un jirón
de carne y cartílago lo hacía desde el gorjal, en el centro de los
hombros, donde debería estar la cabeza.
Ikaris escuchó su propia voz y apretó los dientes. ¿Era
aquel el cuerpo del marido que despidió semanas atrás? Un
embutido de metal sucio y pestilente, sin rostro, un cuerpo
282
muerto, los restos de una cacería planeada desde hacía
mucho. Quizá todo hubiese comenzado cuatro años en el
pasado, cuando pusieron sus pies de serendi en la tierra
estéril del norte. Quizá fuese en aquel momento cuando
Khymir se convirtió en un trofeo y dejó de ser un hombre. La
armadura a sus pies no le produjo ninguna sensación.
Esperaba ver a Khymir muerto, limpiar sus heridas y
prepararlo para la pira funeraria. Vestir el luto y conservar su
recuerdo. Pero aquel no era Iwell; tan solo un trozo de carne
putrefacta en la armadura de un rey vencido. Suspiró y
levantó una ceja hacia los hombres que habían traído el
cuerpo de Khymir.
En el centro de la sala se encontraba Beren Krim, lacayo
de Kikkuril, acompañado por tres de sus hombres. Era un
tipo de corta estatura pero ancho de hombros, de cabeza
pequeña y alargada, con una nariz gruesa sobre un frondoso
mostacho. Mantenía los ojos oscuros, desafiantes, en la reina
y, con las manos extendidas, mostraba el cuchillo enjoyado
del rey. Esperó alguna palabra de la reina, carraspeó sin
fuerza y habló.
—Aquí está el koba del rey extranjero —dijo—. Os lo
entrego por orden de mi señor Kregar Kikkuril junto con su
ruego pacífico.
Ikaris cerró los ojos un instante, respiró y rodeó el cuerpo
muerto del rey. Vestía una amplia túnica blanca con aros de
plata en los codos. De los brazos le colgaban cintas rojas a la
manera aukana, en señal de duelo. Caminó hasta Beren,
buscó sobre su hombro la sombra del cadáver, y asintió con
firmeza pero con la vista puesta en el suelo.
—Mi señor —continuó el mensajero—, Kregar Kikkuril,
dueño de Kjionna, Halcón del páramo, os invita a abdicar en
vuestra hija y ser aceptada en su familia tras la boda que le
coronará rey de Aukana. No quiere ningún mal para vos y os
solicita que abandonéis cualquier resistencia. Aceptad la
mano tendida que os ofrece mi señor Kikkuril y poned fin a
una época de dolor y enfrentamiento.
La reina sintió cómo los ojos le escocían y la respiración
se le atragantaba. Fue incapaz de levantar la mirada. Las
manos de Beren Krim estaban sucias y sobre ellas el koba
enjoyado de Khymir emitía breves reflejos. El hombre se
acercó un poco más y le ofreció el arma, pero ella permaneció
inmóvil, con el rostro sombrío. Tiro Freydel dio un paso al
frente, falto de seguridad, casi tembloroso. Caviló un instante
y dio otro, con una palabra sin pronunciar en los labios.
—Reina Ikaris —susurró Beren Krim—, debéis tomar el
koba de vuestro esposo.
Ikaris reaccionó y miró al hombre a la cara, pero no pudo
soportar sus ojos y giró la cabeza a su izquierda. Tiro Freydel,
con un gesto expectante, asintió y, de nuevo, sus labios se
283
movieron sin pronunciar palabra. La reina levantó una mano
hasta el cuchillo, pero en lugar de cogerlo, las yemas de sus
dedos acariciaron la funda. Beren buscó a Tiro Freydel y
arrugó las pobladas cejas en una mueca ceñuda.
—Este es el koba de mi marido —dijo Ikaris de forma
ausente mientras acariciaba las piedras preciosas de la funda
—. Fue forjado de forma expresa para su coronación. Nunca
ha derramado sangre. Ni siquiera la del primer buey que se
supone debía haber sacrificado con él.
La reina cerró el puño alrededor de la vaina y lo atrajo
hacia ella mientras con la otra mano continuaba las ausentes
caricias a la empuñadura. Tiro Freydel respiró aliviado, al
igual que Beren Krim, que guiñó un ojo y contoneó su
mostacho, satisfecho. Ikaris miró atrás, hacia el cuerpo
descabezado que habían arrojado frente a ella. ¿Por qué lo
habían ultrajado así? ¿Por qué habían despreciado de aquella
manera al hombre que luchó por un reino que no lo amaba,
por un pueblo que no era el suyo? ¿Tanto lo habían odiado
durante todo aquel tiempo? No era el mejor hombre; mucho
más de lo que merecía aquel atajo de campesinos y traidores a
su raza. Observó el cuerpo muerto y comprendió algo que
Khymir había sabido desde el principio: no habían elegido ser
reyes de Aukana, pero con la corona perderían también la
cabeza.
Cuando el tajo golpeó en la cara a Beren Krim, él todavía
sonreía. Se desplazó a un lado con la mano en el rostro y,
cuando levantó la cabeza, el griterío creció como en un
gallinero asaltado por un zorro. Tiro Freydel se aferró la
cabeza con ambas manos y abrió los ojos, llevado por el
espanto. A su espalda todos retrocedieron en un salto.
Beren Krim tardó un instante en comprender qué había
pasado. Cuando vio la sangre en sus manos y volvió su vista a
la reina, trató de gritar, pero solo emitió un quejido lastimoso.
El filo del koba había abierto una espantosa herida desde el
cuero cabelludo hasta la barbilla de Beren. La carne se
descolgaba en un filete sanguinolento y dejaba al descubierto
el ojo, el pómulo y los dientes, como un cráneo desollado a
medias. Ikaris levantó el koba de nuevo y, con un golpe
cruzado, la cabeza de Beren cayó hacia atrás, al tiempo que
una fuente viscosa y carmesí salpicaba todo alrededor.
El salón del trono se inundó de gritos y voces que
acallaron el gorgoteo del enviado de Kregar al desangrarse en
el suelo.
—¡No! —exclamó el maestro Tiro Freydel con los brazos
en alto—. ¡No, no, no!
Los hombres que acompañaban al heraldo de Kregar se
volvieron a todas partes y buscaron, guiados por el instinto, el
arma en sus vainas vacías. Estaban tan espantados como el
resto, con el rostro desencajado y los músculos tensos.
284
Majal de Aylin desenvainó su espada curva e hizo un
gesto a la guardia real.
—Proteged a la reina —dijo.
Las hachas de la guardia se alzaron sobre los hombres
desarmados, rompieron huesos y desgarraron la carne. El
griterío se convirtió en un barullo ensordecedor. Majal se
acercó al cuerpo todavía convulso de Beren Krim y, de un
certero tajo, separó la cabeza del cuerpo. Después cruzó una
mirada dura y afilada con su hermana, la reina. Algunos de
los presentes desenfundaron sus armas y salieron al frente, a
pesar de que no había ninguna amenaza. Sin embargo, Tiro
Freydel observaba los cuerpos descuartizados y el dulce hedor
de la muerte bañando las baldosas de la asura real, al tiempo
que repetía una letanía ininteligible.
Ikaris respiraba de forma agitada, con la boca abierta.
Estaba cubierta de sangre, y se estremeció al sentir el tibio
correr de algunas gotas por su rostro. Su vestido níveo quedó
recorrido por mil cicatrices de brillante carmesí. Se volvió
hacia el viejo consejero y después recorrió toda la sala con el
koba en alto, apuntando a cada uno de los presentes. La
sangre se escurría entre sus dedos cuando apretó con fuerza
la empuñadura del arma.
—¡Soy Ikaris de Aylin! —exclamó sin apartar la desafiante
mirada de sus súbditos— ¡Sobrina nieta del emperador Afzal
de Serende! ¡Reina de Aukana! ¡No habrá rendición alguna!
¡Este es el trato que les espera a los traidores!
—¡No! —gritó Freydel, pero al percibir la mirada de la
reina y su hermano sobre él, bajó la voz y trató de contenerse
—. Mi reina, cometéis un error. No podemos resistir un asalto
de los de Kjionna. El ejército al completo ha sido aniquilado.
Apenas contamos con el apoyo de unos pocos de vuestros
siervos, y sus tierras también están en peligro.
La reina avanzó hacia Freydel con un gesto felino en el
rostro. El consejero saltó atrás y se cubrió con un brazo, al
tiempo que un murmullo de alarma creció en la sala. Majal de
Aylin se interpuso entre ellos, sin llegar a rozar a su hermana,
tan solo hasta comprobar que Ikaris no atacaría al consejero.
—Todavía no es el final —aseveró la reina. La voz
rasgada, fantasmal, tétrica—. Prepararemos la defensa y
buscaré el apoyo de los otros lores aukanos.
—Nadie puede socorreros —replicó el consejero de forma
suplicante—. Los misinios han dividido el reino en dos. Las
tropas de Koldo Hajkl huyen hacia el norte tras el desastre del
Hoyo de Kansel, perseguidas por bremmenses y misinios.
Browen Levvo y el comandante Brákenholm ponen sitio a
Jornealven en la ciudad de plata. Nada va a detener a Kregar.
Pronto llamará a vuestras puertas con sus arietes y máquinas
de guerra.
—Enviaré misivas a los Kirkuk —continuó Ikaris con una
285
mueca.
Tiro Freydel dejó caer los brazos a los lados y su rostro se
endureció de nuevo.
—Los Kirkuk han abandonado al rey de Aukana —dijo—.
Hace mucho que amenazaban con recuperar su libertad y
prescindir de la servidumbre a la corona de Kivala.
—También queda Lierén en Kokkujia.
La reina miró por el rabillo del ojo a su hermano. Majal
tenía el gesto acerado, los labios prietos bajo el bigote y las
mejillas desaparecidas.
—No hay noticias de Kokkujia. Es probable que Lierén
cabalgue junto a Kikkuril. —Freydel enlazó las manos frente
al pecho y levantó la barbilla en una pausa de plomo—. Estáis
sola, mi reina. Deberíais replantearos la abdicación. La oferta
de Kregar es generosa, dentro de lo que cabe...
—¡Calla! —gritó Ikaris—. ¡No habrá rendición alguna!
¡Tenéis oídos para escuchar y entender! ¡La traición no va a
ganar esta guerra!
La reina rodeó el cuerpo de Khymir, subió a la tarima y
se sentó en el trono. Dejó el koba sobre el reposabrazos, irguió
la espalda y miró a su alrededor. Había una densa excitación
en la sala. El caldo vital y su aroma empalagoso habían
excitado a los hombres y todos la miraban con ansiosa
expectación.
—Quemad los bosques —murmuró la reina en un
pensamiento repentino.
Freydel ladeó la cabeza, buscó en los hombres tras él y se
acercó a la tarima, aunque se mantuvo a distancia del cuerpo
de Khymir.
—¿Cómo decís? Majestad…
La reina asintió y buscó los oscuros ojos de su hermano.
—Quemad todos los bosques —repitió, dando un énfasis
ansioso a sus palabras—. Cada arboleda, cada árbol solitario.
Quemadlos todos.
—Pero... mi señora —titubeó el consejero y la reina se
levantó de un brinco.
—¡Keikuril! —gritó Ikaris y un hombre joven que había
desenvainado un cuchillo dio un paso al frente—. ¿Cómo te
llamas?
—Soy Adan Keikuril.
—Quiero que vayas a tus tierras y comuniques mi
mandato a tu padre —ordenó la reina—. Quemad todos los
árboles de Campollano. Lo mismo haréis los Hollan y los
Keilá. Después podéis abandonar vuestras tierras y refugiaros
en Kivala.
—Mi señora —intervino Freydel—, ni siquiera tenemos
una muralla de piedra. Kivala no es defensa alguna.
Ikaris le atacó con una mirada envenenada.
—Lo será —dijo.
286
El nuevo día se presentó oculto en una neblina que
cubría los campos alrededor de la ciudad. El frío aire matutino
transportaba en su regazo el aroma de la leña quemada y en
el ambiente se saboreaba la ceniza que, tan volátil, llegaba a
todos los rincones. En el horizonte, las nubes se unían a
decenas de columnas de humo, de forma que el cielo parecía
la enorme nave de un templo infinito. Las órdenes de la reina
se habían cumplido y todos los árboles alrededor de Kivala
habían desaparecido.
Ikaris cerró el manto de piel alrededor del cuello y
observó cómo construían la pira funeraria que ardería esa
misma noche. Una pirámide de troncos a un lado del camino.
Ella esperaba quemar flores secas y que sacrificasen ganado y
un centenar de caballos para acompañar al rey en su camino.
Pero no podían prescindir de las reses, y ni siquiera tenían
dos docenas de jinetes en toda Kivala. Un golpe de aire la
estremeció y sintió las manos doloridas y frías como
carámbanos. Desde la primera de las empalizadas podía ver el
camino al oeste, el mismo que debió coger su hija en un error
de terribles consecuencias.
Majal se acercaba con un grupo de soldados y algún
noble aukano. Caminaba a grandes zancadas, con ímpetu,
como era habitual en él. El barro le salpicaba las botas y la
capa y manchaba la contera de su espada. Traía el cejo prieto,
tan serio, tan contundente como solo él podía serlo. Estricto
hasta el final.
—He comprobado todo el perímetro de la ciudad —explicó
a voz en grito antes de alcanzar a Ikaris—. La empalizada está
en buen estado. En realidad es un diseño más eficiente de lo
que pensé en un principio. La primera ensenada es escarpada
y resbaladiza. El segundo terraplén da una posición más
elevada y se pueden utilizar los arcos sobre los atacantes con
facilidad y a cubierto. El tercer anillo es más bajo pero atrapa
al enemigo en una estrecha franja de tierra. No es
inexpugnable —concluyó—, pero he visto peores defensas en
batallas menos justas. Las puertas son la peor noticia. He
dado orden de tapiar el acceso del mercado y cavar un foso en
la puerta oeste.
Majal no dijo nada más. Siguió la mirada de su hermana
y se volvió hacia la pira funeraria. Las oscuras cejas devoraron
los ojos del guerrero y los acogieron en el húmedo sepulcro del
abatimiento.
—¿Crees que ella está con él? —preguntó Ikaris sin
despegar la vista del camino.
—¿Quién?
—Vanya —añadió—. ¿Crees que mi hija se ha unido a
Kikkuril?
287
Majal hizo una señal y sus acompañantes se retiraron
unos pasos. Miró al suelo, sonrió con amargura y posó una
mano sobre el hombro de la reina.
—Nadie podría creerlo —dijo—. Se habrá ocultado en
algún lugar, en espera de momentos mejores para regresar.
No pasará mucho hasta que aparezca con algún criador de
bueyes que la dio cobijo en su casa.
Ikaris asintió al tiempo que paladeaba aquellas palabras.
Un ligero golpe de brisa les trajo el olor del incendio.
—Si Aukana sobrevive a esta guerra será un reino sin
árboles —apuntó Majal.
—Ahora es un reino sin rey —replicó Ikaris—. Los árboles
crecen de nuevo. Iwell no volverá.
—No pretendía...
—No te acuso de nada. Soy yo. No puedo deshacerme de
este rencor que me devora por dentro. —Miró tras él, tragó
con esfuerzo un amargo fruto que arrugó sus ojos y bajó la voz
—. Les odio. Por todos los demonios del otro mundo, cómo les
odio. ¿Crees que no sé lo que han dicho de mí durante estos
años? —Una sarcástica amargura se curvó en sus labios—.
¿Para qué vinimos a este lugar? Para convertirnos en un
chiste, una representación teatral que entretenga a un pueblo
de borrachos y cobardes. Este reino está demasiado al norte,
demasiado lejos.
—¿Lejos de dónde? ¿Del imperio?
—Lejos de todas partes, Majal. Nunca he dejado de tener
frío en este lugar. Me despreciaron como reina consorte y
ahora debo gobernarlos. —Levantó una ceja y clavó un dedo
en el pecho de su hermano—. No voy a rendirme. Si algo
aprendí de Khymir es que hay cosas que deben hacerse... con
todas las consecuencias. Pero yo no soy él. Siempre pensó que
podía ganar sus corazones si se convertía en uno de ellos, si
era más aukano que los propios norteños. Cuánto se equivocó
con eso... —Bajó la barbilla, vencida—. Los dos lo hicieron.
Padre e hija; tan iguales; tan diferentes. Pero yo no soy como
ellos, no quiero ser aukana, ni en la peor de mis pesadillas.
Soy serendi y estoy por encima de estos bárbaros. Freydel cree
que deberíamos rendir la ciudad y negociar con Kregar —
bramó y sonrió con ironía—. Tengo la sangre de un imperio
corriendo por mis venas y jamás he sometido mi voluntad. Los
aukanos pueden creerlo o no, pero todavía no está dicha la
última palabra de Ikaris de Aylin. No les importó talar sus
árboles para cultivar campos y criar ganado. Si alguien ha
condenado su futuro, fueron ellos mismos. Ahora está en mis
manos y no voy a tener ningún miramiento. A grandes
problemas, grandes soluciones. No estoy aquí para ser
aceptada. Soy la reina y voy a defender esta ciudad.
Majal abrazó a su hermana y la estrechó contra el metal
de su armadura. Ella sollozó y las lágrimas corrieron por sus
288
mejillas, desde el ángulo del párpado. No dijeron nada. Tan
solo esperaron hasta que Ikaris suspiró, agarró fuertemente el
cuello de la capa de su hermano y lo miró fijamente. Con los
labios prietos, la piel tirante. Él asintió varias veces de forma
ceremoniosa.
—Nos están mirando —sonrió ella con cierta ironía.
Varios guardias y hombres de armas los observaban no
demasiado lejos.
—No están acostumbrados a que su reina muestre los
sentimientos hacia su familia —apuntó Majal.
Ella se enjuagó las lágrimas, soltó la capa de él y cerró la
cálida piel en torno a su cuello. Dio media vuelta y volvió su
atención hacia la pira funeraria.
—Lo sé —dijo—, ya lo sé.

Con la caída de la tarde, al brillo de la primera estrella en el


cielo, el cuerpo de Khymir XII fue incinerado frente a las
puertas de Kivala. El cielo todavía estaba iluminado y en la
distancia refulgían cientos de fuegos.
«Es una buena despedida —pensó Ikaris—. Quemar todo
siempre fue un buen augurio para una vida nueva.»
Tras la primera humareda oscura, la leña crepitó y dos
torbellinos de ascuas ascendieron mucho más alto que la
empalizada de la ciudad. Pronto la pira se convirtió en un
grueso tronco flámeo que rugía y braceaba de forma
amenazante. Los rostros de la multitud iban y venían entre
olas de penumbra, como un centenar de espíritus en espera
del rey muerto. A un lado, los tambores rituales resonaban
como un trueno lejano, dejaban paso al silencio y golpeaban
de nuevo la noche. Así despedían los aukanos a un rey, de
forma tan poco melodramática como su día a día.
Majal de Aylin se mantuvo todo el rato junto a la reina,
con su rostro alargado y fuerte tallado en madera y lleno de
serenidad. Desde la partida de su cuñado había ocupado el
puesto de castellano de la villa y encargado de la defensa.
Había supervisado a los hombres y armado a todos aquellos
capaces de levantar un zapapico por encima de la cabeza. Se
había recortado el bigote y vestía de blanco y turquesa, con
los colores de la Casa Imperial de Serende.
Con el tiempo, la montaña de troncos se desparramó y la
pira funeraria del rey se convirtió en una grande pero simple
fogata. Algunos sacerdotes de Vedo arrojaron aceites a las
llamas para acelerar la combustión y asegurarse de que a la
mañana siguiente no encontrarían más que un montón de
fina ceniza. Esos mismos sacerdotes se encargarían de
consagrarla para su último propósito en este mundo. Una
parte sería arrojada al río Adah Nah, otra parte sería llevada al
monte Iobé para que reposara en el túmulo de los reyes
289
aukanos. La última se mezclaría junto con la argamasa que
cerraría el nicho donde reposaría su armadura y su koba.
Una ligera tormenta se abrió paso a través de los campos
aukos y llegó, deslizándose sobre la hierba, cuando la
multitud comenzaba a disgregarse. Muchos volvieron a sus
casas, a mantener el fuego encendido, hablar en murmullos y
temer por el sueño de los niños, ajenos a la guerra que se les
venía encima. Otros tantos se zambulleron en los toneles de
sidra y cerveza roja que las cantinas servían toda la noche, al
ritmo de la música y las palmas y las mujeres danzando, de
espaldas al ejército que avanzaba bajo la húmeda oscuridad
nocturna. Cada uno se acogía a sus dioses, al vino o a las
lágrimas en familia, seguros del nefasto destino que les había
tocado sufrir. Y mientras tanto, la reina Ikaris, pasada la
media noche, se sentaba en el trono real y contemplaba el
cuchillo de su marido, su rey.
Se sentía cansada, tan extenuada que sus pensamientos
desaparecían en un mar de procelosos sentimientos. Pero era
orgullosa, incapaz de dormir o tan siquiera cerrar los ojos y
darle un instante a la flaqueza. Había decidido luchar por una
ciudad que la había despreciado durante años, por un pueblo
cuyas costumbres odiaba. Lucharía por el futuro de aquella
gente, a pesar de que la mayoría de ellos abrirían su garganta
sin dudarlo, con la misma facilidad con la que se sacrifica un
buey a los dioses. Al fin y al cabo, eso habían sido ellos, un
paso más en la dubitativa historia de Aukana, una referencia
en los libros de historia. Una anotación al borde que los
tutores pasarían por alto al enseñar a sus alumnos y que
apenas nadie recordaría.
Cuatro años atrás, cuando Iwell le comunicó que su
hermano había muerto y que debían partir hacia el norte para
ser reyes, Ikaris había imaginado algo muy diferente. La
sobrina nieta del emperador no estaba destinada a tal cargo, a
pesar de su ambición y orgullosa determinación. Reina de un
país lejano; era exactamente lo que siempre había soñado en
el palacio imperial en Gaenor. Todas sus hermanas, primas,
sobrinas y tías habían crecido con la pretensión más alta para
una mujer de la casta imperial, ser superior a las otras.
Ikaris recordaba el momento en que la prometieron a
aquel muchacho bajo y desgarbado, con acné y el pelo hirsuto
y sin brillo. A pesar de ser solo una niña, comprendió, como
tocada por la mano de los hados, que nunca llegaría a ser
nada más que sus primas, enviadas al imperio de Hainan,
para sellar una alianza, o casadas con un musculoso hijo de
un rey oriental. Ella siempre sería la mujer de un comerciante
con sangre real, enviado tan lejos de su casa y tan pronto, que
apenas recordaba la lengua de sus padres. Es por eso que
cuando la noticia de su coronación llegó a Gaenor, el mismo
emperador los honró con su visita, ella pudo llamarse reina y
290
reír frente a sus primas y el resto de estiradas damas
imperiales.
Acarició la enjoyada funda del koba y suspiró. Nada
había salido como ella esperaba. Aukana resultó un lugar frío
e inhóspito, de gente hosca y sin modales, devastado en lo
económico y tan roto en lo político que apenas podía
considerarse un reino único. Suspiró y maldijo el momento en
que fueron llamados a gobernar aquel lugar. Quizá si su
marido hubiese sido otro, habría denegado su derecho al
trono. Tal vez si Iwell hubiese perdido cualquier afecto por su
familia, por un padre casi olvidado y un nombre extraviado en
el tiempo. Pero esas cosas no se olvidan de forma leve. Y él lo
llevaba dentro, en el fondo de su persona, en cada negocio que
cerraba, en cada trato con los mercaderes de Zetnos. Cada día
de su vida fue ese rey no coronado, el hijo vendido, el más
pequeño de una estirpe de reyes malditos.
La puerta de la sala se entreabrió y Majal asomó la
cabeza. Hizo un gesto tras él, entró y cerró la puerta con sumo
cuidado. Pareció cavilar un instante antes de caminar hasta
ella. El suelo todavía estaba manchado por la sangre y las
vísceras de los enviados de Kregar. Deberían cambiar aquellas
baldosas o acostumbrarse a vivir con las cicatrices en la tierra
que pisaban. Era un precio a pagar, la huella de los crímenes
del dolor.
—Deberías descansar —sugirió Majal.
Ikaris no levantó la mirada, suspiró de nuevo con la vista
puesta en el cuchillo que esa misma mañana había cortado el
cuello de Beren Krim.
—No estoy cansada.
—Estás agotada —la contravino con el gesto duro—. No
puedes ocultarme la verdad, recuérdalo. Aunque a simple
vista se puede adivinar que no duermes desde hace días.
Ikaris levantó los ojos vidriosos sobre manchas oscuras.
Su piel morena parecía pálida y los esbeltos pechos, bajo la
tela de su vestido, se veían pequeños.
—Freydel me ha confirmado los nobles que todavía están
con nosotros. —Hincó el codo en el reposabrazos y apoyó la
frente en los dedos—. Son pocos, muy pocos.
—Eso no debería sorprenderte.
—No lo hace. Pero todavía me siento traicionada.
—Kregar avanza hacia aquí con el apoyo de los misinios y
con un ejército muy superior a nuestras defensas. ¿Qué
esperas de tus últimos súbditos? Habrían abandonado al rey
incluso en la mejor de las condiciones. Solo son ratas que
abandonan el barco en cuanto comienza a hacer aguas.
—¿Eso es lo que somos? —Amagó una amarga sonrisa—.
¿Un barco que se hunde?
—Una nave de guerra que venderá caras sus velas.
—Me recuerdas a nuestra madre cuando hablas así.
291
Majal se sintió elogiado y avergonzado a la vez y
carraspeó al sentir el rubor ascender por su cuello.
—Tú tienes su espíritu —dijo él antes de arrodillarse a
sus pies y tomar las manos de ella entre las suyas—. Yo solo
soy tu guardián y servidor. Si algo me inspira, Ikaris, eres tú.
La reina le acarició en la mejilla. Tras el mostacho, en la
profundidad de sus ojos brunos, Majal todavía era aquel niño
que se entrenaba con un palo y la seguía a todas partes.
Nunca pudo deshacerse de él, incluso cuando se escapaba
con otras damas de su edad, el joven paladín la buscaba y
removía cielo y tierra hasta dar con ella. Veinte años después
allí estaba, frente a ella, como un auténtico aliado que nunca
le fallaría. Era la valentía, la determinación y el coraje que
caminaba tras ella cuando flaqueaba su velo de seguridad y
orgullo.
—Hermano mío —susurró Ikaris y le besó en la frente—,
¿qué haría yo sin ti?
—Lo que has hecho siempre a pesar de mí —Majal le
devolvió la caricia con ternura—, luchar.
La reina se desinfló contra el respaldo del trono y cerró
los ojos. Sentía un escozor terrible en los párpados y una
palpitante y cálida sensación por todo el cuerpo. Su hermano
se incorporó y divagó hasta encontrar las manchas en el
suelo, donde habían muerto los enviados de Kjionna.
Chasqueó la lengua y tomó aire mientras asentía.
—Ha sido un error matar a los embajadores de Kregar —
dijo.
—También fue un error maltratar el cuerpo de mi marido.
—Quiero decir que...
—¡Sé lo que quieres decir! —exclamó ella sin moverse un
ápice—. Pero lo hecho, hecho está. Nada puede cambiar eso
ahora.
—Deberíamos pensar en una alternativa. Algo con que
negociar en caso de que...
Ikaris se lanzó al frente, enojada, fuera de sí.
—¡No hagas tuyas las palabras de Freydel! —lo amenazó
casi poseída, levantando el cuchillo hacia él—. Capitular,
rendición, huida. Ya he escuchado demasiadas veces esas
opciones. La alternativa es una excusa.
—Ikaris —insistió él en tono compasivo y paciente—, la
muralla... la empalizada caerá. No resistiremos mucho tiempo,
no en esta ciudad. Debes ser consciente de eso.
—¿Crees que no soy consciente? —Se puso en pie con los
ojos inundados en lágrimas—. Acabo de entregar el cuerpo de
mi hombre a las llamas. No voy a rendirme sin más.
—Y no te pido que lo hagas.
—¡No lo haré!
Majal asintió dos veces, con una pausa en medio, como si
cavilara las consecuencias y aceptase algo que todavía no
292
había ocurrido.
—Fue buena idea quemar todos los bosques —dijo.
La reina Ikaris volvió al trono y observó, sin parpadear,
las manchas de sangre en el suelo del salón. Después se
volvió hacia la oscuridad del fondo de la sala y entrecerró los
ojos, escuchando los gritos en su memoria. Cuando volvió su
atención a su hermano su rostro había cambiado. Había una
sombra malvada sobre ella.
—Si fueron tan hombres como para traicionar a su rey —
sonrió Ikaris con un deje amargo en la mirada—, que lo sean
también para asaltar su ciudad. Sin ariete, sin protección ni
máquinas de asalto. Que vengan como hombres y mueran
como animales.
—Te prometo que yo mismo acabaré con ese Kikkuril —
afirmó Majal con la mano en la montura de su espada.
—Quiero su cabeza. —Ikaris apenas abandonó el susurro
exhausto al tiempo que arañaba el reposabrazos del trono—. Y
la muerte de todos los suyos.

293
CAPÍTULO 22

—¿Realmente crees que van a detener la guerra por esta


boda?
La reina Anja no ocultó lo divertido que le parecía la
pretensión de su hija. Primero la miró de pies a cabeza, con
un mohín sorprendido, después dio una palmada y rio al
tiempo que negaba con la cabeza. El vestido negro y verde
resaltaba la palidez de su piel y la frialdad en sus ojos.
Entrelazó las manos frente al vientre y esperó que su hija,
avergonzada por su pregunta, se desvaneciera bajo un silencio
humillante. Y así fue, Anja bajó la vista al suelo y se desinfló
en un suspiro contenido.
—Responde. —La voz de la reina la golpeó como una
cuchilla.
—No, madre.
—Entonces, ¿por qué has preguntado? —Abandonó la
sonrisa por un gesto ofendido.
—No lo sé.
—Esa respuesta es una sandez. —La reina habló con
rudeza, y varios sirvientes las observaron desde la distancia—.
Yo no te he enseñado a preguntar sin razón. Cuando tus
labios pronuncien una palabra, que sea tu intelecto el que
hable. ¿Quién habló por ti cuando preguntaste?
Anja dudo un instante, sacó pecho y se irguió.
—Supongo que me dejé llevar por mi ego.
—Supones bien —corroboró su madre—. Las
circunstancias obligan al protocolo. Los siervos de tu padre
combaten por él en Aukana para conseguir riquezas y poder a
tu Casa. No habrá más que una ceremonia con los
representantes de cada nombre y un banquete. ¿Sabes por
qué?
—Porque las circunstancias obligan al protocolo.
—¿Sabes por quién es esta boda?
—Por mi hermano.
—Entonces mantén tu orgullo encerrado y piensa en lo
que verdaderamente importa. Familia, imperio...
—Dios —la interrumpió Anja, tiesa como una vara.
—¿Qué es lo que ocurre?
—Pensé que quizá Browen acudiría a mi boda…
—Y debería haberlo hecho. Pero… la guerra sigue su
curso y su lealtad es para tu padre. Es un buen hijo, deberías
tenerlo como ejemplo.
—Y lo hago, madre.
—Tu hermano volverá pronto, Anja. Y necesitará de todo
lo que te he enseñado durante los últimos años. Pero para que
eso ocurra, debes concentrarte en este matrimonio y aceptar
294
tu papel como esposa, pero también como hermana del futuro
rey. Tu misión es mucho más importante de lo que puedes
creer.
La reina no dijo nada más. Se quedó allí, plantada,
observándola. Frotó sus manos y torció el gesto. Había
ansiedad y un deje intranquilo en sus últimas palabras que se
esfumó tras una máscara de despiadada rectitud. Contoneó la
larga cabellera negra a su espalda, asintió y dio media vuelta.
Anja caminó tras ella.
—¿Cómo van tus estudios? —la interrogó— ¿Tienes
alguna duda?
—No, madre —respondió ella—. He terminado con la
diplomacia y también con la heráldica.
—Ven mañana a mi salón y te pasaré una prueba.
—¿Sobre qué, madre?
La reina se giró en redondo y la contempló como solía
hacerlo, en silencio, con la boca recogida y varios parpadeos
rápidos.
—Sobre lo que yo quiera, Anja —explicó con un tono
musical.

El salón que estaba siendo preparado para la ceremonia no


era el que ella hubiese elegido. La nave principal del palacio
tenía, por lo menos, cincuenta varas de altura, columnas tan
gruesas como una casa y una bóveda decorada con frescos
que representaban la historia misinia. Sin embargo, ese lugar
estaba reservado para su hermano y su boda con Vanya
Kaikú, o por lo menos eso había planeado su madre. A pesar
de ello, Browen seguía en Bremmaner, haciendo honor a su
prometida, Leana Hornavan, la pupila del duque. El
matrimonio que sellaría la paz definitiva entre los Levvo y el
ducado rebelde, pero que sembraría el disgusto y la enemistad
con muchos otros.
Habían montado andamios junto a los muros y sirvientes
armados con largas varas arrancaban de entre las sombras
telarañas surgidas del abandono. Era una bóveda de cañón de
unas diez varas de altura y cincuenta pasos de fondo. Las
paredes encaladas habían perdido la argamasa en algunos
lugares y la mayoría de muros estaban manchados por
humedades. Era un lugar frío que apestaba a cerrado, en el
que se habían guardado viejos muebles de madera podrida y
bustos de piedra de lores olvidados o malditos por el pueblo.
Ese era el lugar en que un hombre haría suyo su futuro y ella
se convertiría, definitivamente, en su madre. Familia, imperio
y Dios.
Sin embargo, Anja se encontraba tranquila, con cosas
más trascendentales asaltando su pensamiento. La boda era
una alianza familiar, un recurso que utilizaban los Levvo para
295
asegurar el presente y conquistar un futuro. Tan solo un
trámite que debía pasar, como todas las mujeres Levvo, hasta
formar una familia junto al hombre que su padre había
elegido para ella. Como su madre la había enseñado, el
sometimiento al hombre daba mucho más poder del que podía
conseguir por cualquier otro medio. Eso era lo que buscaban
los hombres, someter y dominar a la mujer bajo su fuerza,
sentirse superiores. Anja estaba educada para mostrarse
servil, obedecer y tramar su voluntad desde la penumbra.
Mientras caminaban a lo largo del salón y su madre daba
voces a los criados, Anja cavilaba en la razón de su desvelo.
Palabras prohibidas, signos arcanos, pócimas mágicas que
cualquier otro temería, cual campesino supersticioso, pero
que ella soñaba y ansiaba a cada instante.
Ziamud estaría en aquel momento preparando una cera
especial para dar forma a una vela muy especial. En unas
horas la noche llegaría a Davingrenn y ella se escabulliría de
la cama para acudir a la torre de la biblioteca. Había
comenzado sus primeros pasos en terreno desconocido y
enigmático, tan tentador como el cebo de un pescador para el
descuidado pez. Mucho mejor que la retórica y la filosofía y la
política que estudiaba de manos de su madre. Los libros de
Rághalak eran mejor que cualquier otra cosa, misteriosos,
polvorientos, arrebatados de las garras a brujos arcanos que
luego fueron exterminados en las llamas.
La princesa trataba de imaginar, cuando leía e
interpretaba los pergaminos y las tablillas, los aullidos de
aquellos arcani cuando fueron quemados en la pira. Quizá
durante los tormentos de la tortura, encerrados en los
olvidaderos que habían construido los descendientes de
aquellos reyes que recurrieron a su sabiduría. A veces,
levantaba la vista del texto y acariciaba su papel roto, los
garabatos en tinta azul, y creía ver las huellas de uñas y
dedos y manos. La desesperación de un sabio cuando le
arrancaron del pecho la mayor fuente de conocimiento, los
libros. Se imaginaba los gritos y sonreía porque ahora todo
aquello era suyo, todo.
—Tendrás que elegir algunos libros —dijo la reina sin
mirarla y ella regresó de su evasión con sobresalto.
—¿Perdón?
La reina levantó una ceja y desplegó sus finos dedos.
—Tras la boda te marcharás a Ursa con tu nuevo marido
—aclaró—. No quiero que dejes tu educación. Kalaris me ha
asegurado que Ursa dispone de una buena biblioteca, aunque
no se puede comparar con la del Lévvokan...
—¡No! —exclamó Anja, pero percibió su error y se mordió
los labios.
—Te he dicho que elijas aquellos que quieras llevar
contigo.
296
—Pero... —musitó ella—. No podré llevarlos todos.
—¿Todos? —preguntó con extrañeza— ¿Para qué quieres
llevarlos todos? ¿Acaso pretendes volver a empezar con
materias que tienes más que superadas?
—Hay tantas... posibilidades en la biblioteca del
Lévvokan.
—La biblioteca del Lévvokan no es para ti, hija mía.
—Pensaba que quizá... más adelante.
—No. Los saberes arcanos no son para la hija del rey.
Está bien que te interese el conocimiento y que busques la
comprensión de las cosas. Pero te resultará más útil aprender
a leer en los ojos de los hombres y prever sus anhelos. Los
deseos de un hombre son su esclavitud.
—Lo sé, madre. Pero ¿qué hay de las pociones y los
bebedizos?
—Eso lo aprenderás llegado su momento y tan solo son
un añadido a las artes de una mujer Levvo. Fabricar un
veneno no es lo importante, hay que saber administrarlo.
Conocer el lugar, el motivo, la víctima y el resultado. Puedes
dominar la alquimia, pero sin todo lo otro, tu objetivo estará
perdido.
—Esperaré tus órdenes al respecto, madre.
La reina Anja asintió varias veces y se acarició la manga
del vestido en actitud leve.
—¿Qué hay de los libros de Rághalak? —la interrogó.
—He leído los que me propusiste.
—¿Has aprendido algo?
—Son complicados conceptos de difícil comprensión,
madre.
—¿Habías leído el Códice de la Transmutación, verdad?
—Sí, madre.
—¿Y bien? —Su voz se llenó de desdén—. ¿Has
transmutado algo?
Anja carraspeó y fingió sentirse avergonzada. Esperó un
segundo hasta que el rubor subió a sus mejillas y las pupilas
se dilataron.
—Hace unos días convertí el vidrio en líquido... —Se
detuvo y se humedeció los labios—. Por poco tiempo.
La reina Anja sonrió llena de soberbia, convencida de la
sinceridad de su hija. Realmente era mucho mejor discípula
de lo que podía sospechar, y su adiestramiento la había
convertido en una auténtica serpiente venenosa, solo que su
madre todavía no lo había visto.
—Hace muchos siglos que esos saberes fueron
desterrados del mundo. Está bien que sueñes con lo que
aquellos hombres podían hacer, otra cosa es que tú sigas sus
pasos. Las falsas esperanzas tan solo te llevarán a la
desesperación y el desánimo. Deberías centrarte en
conocimientos más pragmáticos, reales. Sin embargo, antes
297
de que te marches —dijo la reina con un guiño cómplice—, yo
misma elegiré algunos libros para ti. Temo por tu educación
en adelante. ¿Qué será de ti sin mi supervisión? ¿En qué
llegarás a convertirte con esa cabecita llena de fantasías y
vanas ambiciones arcanas? Soy la reina, pero también tu
madre, es algo que no puedo eludir. Así que iluminaré tu
camino en adelante. Lo que te doy no lo olvidarás nunca. Será
parte de ti hasta el final de tus días. Ese será mi regalo de
bodas.

Ziamud enrollaba el paño con cuidado. Le dio la vuelta y


continuó la operación, tal y como si amasara el pan antes de
meterlo en el horno. El pequeño ser estaba concentrado en su
tarea, mascullando, a veces, algún gemido correoso, y sin
prestar atención a Anja. Esta se había sentado en el suelo,
con las piernas cruzadas y observaba, en silencio, los últimos
pasos en la creación de la vela. Apenas había luz en la
estancia. Una lámpara iluminaba levemente a su alrededor y
dejaba en penumbras los alambiques y los estantes con
animales disecados y cubiertos de polvo, los frascos y rollos de
pergamino en descomposición. Anja se ocultaba tras su
respiración, convertida en efímeras nubes de vaho por el frío
nocturno.
—¿Qué puedo hacer? —preguntó Anja y en su voz sonó
cierto fastidio infantil.
El pequeño ser no prestó atención a la queja de su ama,
o pareció no hacerlo, concentrado como estaba en su tarea.
Tenía su pequeño rostro negro lleno de arrugas y los ojillos
brillantes desaparecidos en un ceñudo gesto.
—¡Ziamud! —exclamó la princesa a lo que el duende se
detuvo y gruñó, molesto.
—Todavía falta para eso, mi ama.
—¡Pero perderé los libros! —se compadeció—. No podré
llevar conmigo más que unos pocos y ¿qué haré en el futuro?
¿Cómo voy a conseguir más?
—El ama piensa demasiado en cosas que no importan.
—¡¿No importa?! —gritó Anja, dio una palmada en sus
muslos, respiró profundamente y bajó el tono—. No importa,
dices. Apenas acabo de empezar con esto. ¿Sabes cuánto me
queda? ¿Cuántos libros hay en esta torre? ¡Miles! Quizá
decenas de miles. Y yo apenas podré llevar unos pocos a Ursa.
¿Qué puedo hacer?
—Treinta y siete mil doscientos veinte —musitó Ziamud
que había vuelto a su tarea, amasando el paño.
—¿Cómo dices?
—El ama preguntó si sé cuántos libros hay en la torre, y
sí, lo sé. No debéis angustiaros por eso. Ziamud acompañará
al ama a donde quiera que vaya. Yo seleccionaré los libros por
298
vos, separaré el grano de la paja y os enseñaré la forma de
ocultarlos a vuestra nueva familia. No os preocupéis por eso,
mi ama, habéis elegido el camino y ya nada podrá alejaros de
vuestro propósito.
Anja ladeó la cabeza al escuchar aquellas palabras. De
nuevo el camino frente a ella. ¿Era ese el mismo sendero al
que se refería su madre, aquel por el que pretendía guiarla tal
que un titiritero lleva a su creación? Sin embargo, imaginó
algo muy diferente. Lejos del rey y la reina sería dueña de su
vida, podría tener su propia biblioteca y estudiar aquello que
le viniese en gana. Kalaris pasaría los días encargado de la
política, la guerra y la caza y cualquier cosa que hiciese un
noble de su posición. Ella solo debería encargarse de aprender
y gobernar la casa de Ursa, como su madre le había enseñado.
Sonrió, quizá fuese buena cosa aquella boda, un paso
adelante. Pestañeó y no pudo evitar abrir la boca cuando
Ziamud destapó la vela.
Era un cirio de un palmo de largo y dos dedos de
anchura, de aspecto aceitoso y blando, con un color azulado
que parecía cambiar a la luz, desde el violáceo oscuro al añil
claro.
—Aquí tenéis —hizo las presentaciones el duende con
evidente satisfacción—, una vela de fantasma.
Anja estiró la mano y la cogió de sus pequeñas garras.
—No la toquéis en la punta —advirtió Ziamud. La
princesa, boquiabierta y asombrada, la llevó frente a su
rostro.
—Es muy hermosa —murmuró.
Ziamud corroboró sus palabras con una risilla corrupta
al tiempo que se rascaba el hocico.
Anja paladeó el perfumado aroma de la cera y cómo sus
dedos se impregnaban de aceite.
—¿Cómo lo has hecho? —preguntó llena de curiosidad—.
¿Qué componentes has usado?
—Con la alquimia hay que ser... creativo, mi ama —
respondió con una reverencia.
—Sí —se extrañó Anja y frotó la yema de sus dedos con la
esencia de la vela—, pero ¿qué aceite has utilizado? No
tenemos nada a mano, excepto algunos frascos de alcohol y
hojas secas de...
—Grasa humana, mi ama. —Ziamud se inclinó de nuevo,
pero esta vez lleno de maligna ironía—. Ayer mismo murió el
hijo de una de vuestras sirvientas. Padeció una extraña
debilidad durante los últimos días. Una casualidad... muy
provechosa.
—Casualidad —murmuró Anja con el empalagoso aroma
en su garganta.
La llama de la lámpara se agitó un instante y las sombras
corrieron de un lado a otro, los ojillos de Ziamud
299
relampaguearon y todo pareció diferente. Zambullida en las
profundidades de un lugar lejano, sintió que el Lévvokan se
quedaba a miles de leguas de distancia, en la superficie del
mundo físico, y que ella buceaba entre las raíces de la
realidad. Cerró los ojos y se tambaleó.
—¡Ama! —exclamó el duende, dio un brinco y le arrebató
la vela de la mano.
Ella volvió en sí como si despertara de un sueño y tragó
saliva al recuperarse.
—Demasiado cerca de la esencia —murmuró Ziamud—.
Su fuerza es potente incluso apagada.
El pequeño ser corrió a un lado, desapareció en la
oscuridad y regresó con una piedra blanca en una de sus
manitas. Con aspecto concentrado trazó tres círculos en el
suelo y un triángulo.
—¿Me tienes por una entrometida, verdad?
—Ama es injusta —respondió el duende sin abandonar
su trabajo—. Ziamud nunca pensaría tal cosa. Yo no os juzgo.
El ama es joven, siente la necesidad de conocer; curiosidad
por descubrir.
Anja asintió con la mirada perdida y el gesto blando.
—Tenía que probarlo. —No supo si había pronunciado
estás últimas palabras o tan solo las había pensado, pero
Ziamud dio un brinco al acabar el dibujo y se puso frente a
ella.
—Vuestra piedra calcárea se está acabando —dijo antes
de coger su mano y llevarla hacia el diagrama en el suelo—.
Necesitaremos más dentro de poco, mi ama.
—No sé dónde conseguirla. —Su voz le sonó como
pronunciada por otro, entre efluvios embriagadores.
—En Boldo, o en Korj —apuntó Ziamut, que plantó la
vela en uno de los círculos.—. Quizá también en Ursa.
Buscaremos un comerciante de objetos prohibidos en lugares
lóbregos y peligrosos, mi ama. Os gustará.
Anja sonrió con avidez y un gesto un tanto bobalicón.
Sintió que los músculos se le dormían. El pequeño duende se
movía rápido de un lado a otro. En otro círculo depositó una
moneda de oro y en el tercero un cuenco vacío. Cada uno
frente al vértice del triángulo que ocupaba Anja
—Habéis respirado demasiado cerca la esencia, mi ama
—explicó el duende mientras tomaba una paja en llamas y la
acercaba a la mecha de la vela—. Así aprenderéis a no meter
las narices en los lugares mágicos. Escuchad atentamente.
¡Escuchad! —Anja abrió mucho los ojos y miró al pequeño y
deforme ser con cuerpo de rata. La mecha había
chisporroteado y un fino hilo de humo azul se contoneaba
hacia ella—. Debéis volver antes de que la vela se consuma.
No os alejéis demasiado y no vayáis a lugares en que la
oscuridad sea intensa como un pozo. Ama, escuchad, no
300
sigáis las voces y volved antes de que la vela se consuma, o
quedaréis para siempre en...
La visión de Anja se había vuelto confusa y apenas
escuchaba nada. La voz de Ziamud le parecía lejana, quizá
bajo el agua, aunque sin embargo estaba allí, junto a ella,
hablándole. Anja podía ver la lámpara y el círculo de claridad
en las tinieblas de la biblioteca. Estaba sentada con las
piernas cruzadas y el cuerpo vencido hacia delante, casi con
la frente sobre las rodillas. La vela ardía y su humo azulado
formaba nubes de aspecto esponjoso que desaparecían al
chocar con su cuerpo. Anja miró sus manos, sentía calambres
en la punta de los dedos. ¿Dónde estaba? Una sensación
ingrávida corrió por sus piernas. Se movió a un lado y se alejó
de Ziamud. Podía navegar por el aire, lentamente, como una
mota de polvo flotante. La única diferencia es que allí no había
aire. No había nada.
Cuando fue consciente de lo que ocurría, su fantasma, o
lo que quiera que fuera aquello, se había alejado, flotando,
hasta el más alto de los estantes. Se encontró entre frascos de
cristal y objetos abandonados al óxido. A sus pies, veía el
triángulo dibujado por Ziamud, y cómo él mismo esperaba a
un lado, con la vista puesta en el cuerpo de Anja, caído sobre
sí mismo, ebria hasta la inconsciencia. Era extraño verse de
aquella manera y supo que así era, su cuerpo esperaba en el
suelo, frente a una vela en llama, envuelta en humo azul.
Se apoyó en las vigas sobre su cabeza y su tacto le
resultó frío y blando como el papel húmedo. Le costaba
moverse y se impulsó con fuerza hacia un lado hasta que la
inercia la llevó contra un muro. Lo atravesó sin esfuerzo, como
si una gasa de seda se deslizara sobre su rostro. Entonces
comenzó a girar, a empujarse en la piedra y en la argamasa
esponjosa, hasta que perdió la orientación y no supo qué
estaba arriba o abajo. Todo ocurría de forma vertiginosa y
lenta a la vez, como en un baile acuático.
De repente sintió que caía en un pozo y el estómago se le
volvió un amargo fruto. Atravesó muros y puertas y se
encontró en un corredor excavado en la roca. Había una
antorcha de luz exigua y puertas de madera con gruesos
remaches de metal. Tocó con los pies en el suelo, aunque no
sintió la dureza de la piedra, y caminó a lo largo del pasillo sin
apenas moverse. Pensó que caminaba, y así ocurrió. Imaginó
que se detenía frente a una puerta y se daba media vuelta, y
así lo hizo.
«Creo que ya comprendo cómo funciona esto —se dijo al
tiempo que daba la vuelta entera sin esfuerzo—. Debo de
haber bajado hasta los calabozos del Lévvokan o una parte de
ellos.»
Un susurro llamó su atención. Se detuvo y tendió la
oreja, pero sus sentidos estaban alterados, así que vio el
301
sonido y se movió hasta allí con la mente. Atravesó la puerta y
se encontró en un sucio calabozo. En realidad era un simple
agujero excavado en el suelo. Había excrementos y meados en
un rincón y paja sucia en el suelo y humedad en las paredes.
Anja dio las gracias por no poder oler aquel lugar, pero pronto
se arrepintió de su efímera suerte, pues se había convertido
en un receptor sensible a todo, como si estuviera conectada al
mundo y sus sentidos funcionasen todos a una y ninguno al
tiempo. Así pues, el corazón se le encogió en una arcada
dolorosa, al sentir el sabor de la tristeza, del dolor, del miedo,
empapando su intuición.
Contra la pared había un ser que sollozaba. Vestía
harapos y recogía las piernas contra el pecho. Tenía la cabeza
oculta entre los brazos y, de vez en cuando, tiritaba en un
espasmo desconsolado. Anja no sabía si era una mujer o un
hombre joven. Tenía las pantorrillas delgadas y pálidas y los
hombros tan huesudos como un esqueleto. En la oscuridad
solo se escuchaba su gemido, la respiración rota y el sorber de
mocos.
«Razaelitas —se dijo la princesa—. ¿Qué pasará con ellos
ahora que no está Rághalak? ¿Morirán olvidados en sucios
calabozos como este?»
Anja se adelantó un poco más. Era una mujer la que
lloraba. Condenada a una muerte lenta y agónica en los
calabozos de su padre, solo por ser diferente. Una amenaza,
un ser humano impuro y maldito desde su nacimiento. Estiró
la mano sobre su cabeza, pero no pudo tocarla, tan solo
quedarse cerca, invisible. Hasta que ella levantó el rostro y
pudo ver la deformidad de sus facciones.
—¿Quién eres tú? —preguntó la mujer con los ojos muy
abiertos y llena de ansiedad. Anja dio un salto atrás y
comenzó a temblar, aterrorizada.
La razaelita era una mujer joven, algo mayor que Anja,
pero tenía la mitad izquierda de su cara descolgada y blanda
como el metal fundido, con el párpado caído y la boca en una
mueca perenne. Clavó sus ojos en los de ella y la atravesó con
una mirada desesperada.
—Ayúdame —insistió la mujer con el desnutrido brazo
tendido hacia ella—. Sácame de aquí. Ayúdame. Tienes que
sacarme de aquí. ¡Ayúdame!
Anja se revolvió ante los gritos de la prisionera. La mujer
se había puesto en pie. Tenía un aspecto fantasmagórico y
sucio, con los dedos huesudos y las uñas rotas y negras. Su
aliento, pestilente, la golpeó en la cara, o quizá fuese su
temor, el pánico que deformaba su deforme rostro hasta
convertirla en un ser repugnante. Anja sintió la llamada de
auxilio arañar su carne y se revolvió, tratando de arrancar el
sentimiento que corría por su venas. Se escabulló entre las
paredes, pero todavía escuchó sus gritos mientras atravesaba
302
piedra y muros y desaparecía en la enormidad del Lévvokan.
Cuando detuvo su huída y dio por buena la distancia
entre los calabozos y ella, sintió que perdía el aliento, que no
podía respirar, aunque sabía que no era ella la que necesitaba
aire, sino su cuerpo que estaba lejos de allí, adormilado frente
a una vela mágica. Trató de vaciar su mente y no pensar en
nada, pero aquellos ojos desesperados volvían a ella, a
asaltarla con su ruego. ¡Ayúdame! ¿Cómo era posible que la
hubiese visto? Anja se sintió mareada y débil, pensó en volver,
pero entonces escuchó el sonido y reconoció aquel lugar.
Abandonadas de la luz diurna, las grandes cámaras
parecían tétricas salas de paredes oscuras en las que
esperaba el silencio, oculto entre los pliegues de las cortinas.
Estaba en uno de los salones de la familia real. La luz
nocturna entraba por los ventanales y dibujaba líneas y
poliedros en el suelo. Las lámparas se habían apagado hacía
muchas horas, los sirvientes estaban durmiendo y los
guardias, en su ronda nocturna, golpeaban, a lo lejos, el asta
de su lanza contra el suelo empedrado. Anja observó la puerta
al fondo y, en un instante, se encontró frente a ella. La
atravesó sin esfuerzo y recorrió un muro, pasó sobre los
muebles y se detuvo de repente.
Su intuición la hizo volverse hacia un sonido salado como
el sudor. Trató de acariciar la argamasa de la pared mientras
descifraba aquella sensación, pero sus dedos desaparecieron
tras la pintura y ella paladeó el sabor de lo que sus sentidos le
decían a voces. Allí estaba ella, la reina, su madre. Podía
sentir su presencia, la energía abrasadora como la de un sol a
mediodía. Dio un paso al frente y atravesó el muro. No se
había equivocado, en parte, pero trató de contener un grito, a
pesar de que nadie podía escucharla.
La reina, desnuda, sobre las rodillas, con la cabeza
hundida en las sábanas, clavaba las uñas en el mullido
colchón y jadeaba con fuerza. Tras ella, Enro Kalaris golpeaba
sus nalgas con la pelvis, rápido, muy rápido. Tenía el rostro
enrojecido, las venas del cuello le palpitaban, y los músculos
del pecho empapados. Cogía a la reina por la cadera y la traía
hacia sí, penetrándola una y otra vez de forma furiosa y
salvaje, entre jadeos y ahogos. Su madre retorció los brazos y
gimió un aullido cuando levantó el rostro congestionado.
Anja se quedó muy quieta y esperó sin poder despegar la
vista de la escena. Era su prometido... y su madre, la reina
Anja, la mujer que la había formado a su imagen y semejanza,
envueltos en un acto delirante y feroz. Se movió a un lado y
observó el rostro de ella, con el éxtasis deformando sus
facciones, la cabellera negra derramada sobre el lecho. Su
madre lanzó los brazos atrás y atrapó las embestidas de su
amante, obligándolo a entrar en ella más adentro, con más
determinación. Kalaris resollaba como un animal, miró arriba,
303
arañó con fuerza la espalda de la reina y se contrajo en un
espasmo final. Después cayó, jadeante, sobre ella y ambos se
quedaron allí, cubiertos de sudor y saliva.
Hubo un eterno silencio, hasta que él se levantó, con el
miembro todavía duro, y caminó hasta el lavamanos en un
rincón. Vertió agua en una palangana, con una sonrisa
soberbia, y comenzó a lavarse la cara, las manos y el sexo.
Anja podía ver su desnudez y se sentía abrumada, llena de
una vergüenza tonta y cobarde. Kalaris tenía la verga tan…
Era gigantesca, la única medida posible en él; gruesa y
palpitante, curvada hacia arriba tal que el cuerno de un buey.
Se llevó las manos a la boca al observar la enormidad de su
miembro y le recordó los potros empalmados en las
caballerizas de su padre.
—No hay nada como satisfacer a la reina... —masculló,
torciendo una sonrisa soberbia.
Su madre lo miró de pies a cabeza, jadeante,
recuperando el aliento y acariciando el sudor de su pecho.
—Me marcharé después de la boda —anunció Kalaris
mientras se secaba con un paño—, tengo asuntos que resolver
en Ursa, presentar tu hija a mis siervos y volver a la guerra.
Debo dejar órdenes y cerrar negocios antes de que todo esto
concluya. Alguien tiene que comenzar a sembrar el destino de
Misinia.
—Puedes confiar esos asuntos a Anja.
—¿Quieres que gobierne mi casa durante mi ausencia?
—Está preparada —confirmó la reina—. Dale las
indicaciones necesarias y ella hará el resto. No te defraudará.
Kalaris se dio la vuelta y sonrió a la reina. Estaba tendida
en el lecho, de costado, con un brazo a lo largo de su cadera y
la cabeza apoyada en la mano derecha.
—¿Esa es la razón por la que te desposaron con
Abbathorn? —sugirió Kalaris— ¿Por qué no había mejor
consorte para un Levvo que otra Levvo?
Anja mostró los dientes, quizá una sonrisa sarcástica o
tan solo el desdén de una mujer poderosa que utiliza la
desnudez de su cuerpo satisfecho como un guerrero esgrime
su arma. Después se incorporó.
—No hay mejor consorte que una mujer Levvo —explicó,
dando un tajo con su arma de carne húmeda y salada,
mostrándose en su espléndida madurez—. No lo olvides. Tu
boda con mi hija te va a beneficiar mucho.
—Es un honor pasar a formar parte de tu familia,
majestad —replicó él con una media reverencia socarrona—.
No dudo de que seré beneficiado y mi apoyo pagado con
creces. De hecho... —se sentó en el borde del lecho y acarició
el hombro de la reina— ya soy beneficiado.
—¡Aparta! —escupió ella, se puso en pie y comenzó a
vestirse—. No confundas los negocios con el placer, Hiurel
304
misinio. Esto no tiene nada que ver con nuestra pequeña
conspiración.
—¿Pequeña conspiración? —Se tendió en la cama y cruzó
las piernas—. Permíteme corregirte, mi reina, pero esta
conspiración no tiene nada de pequeña. Creo que no eres
consciente de lo que traerá a tu reino.
—Traerá un rey mejor —replicó al tiempo que se
encorsetaba en un vestido oscuro—. Alguien preparado para
gobernar un imperio, con tablas en lo político y muy capaz en
las armas. No un loco megalómano, hechizado por su gloria
personal y las crónicas de antepasados muertos. Solo aspira a
ser como sus antecesores, un conquistador, un asesino que
ha malvendido el futuro del reino por seguir los planes que el
tal Rághalak susurró a su oído. Y todo para qué. Otorgamos el
perdón a Bremmaner después de insurrecciones y rebeldías
continuas. Atravesamos Aukana para conseguir sus minas de
plata y pactamos con un traidor de manto fino, ese Halcón de
Kjionna, una traición que le resulta más beneficiosa a él que a
nosotros. Se asegura la neutralidad de los Caudillos de jinetes
Kirkuk, a cambio de... —La reina dudó un instante y cerró los
puños, rabiosa—. A cambio del futuro de mi propio hijo.
—Realmente —admitió Enro Kalaris—, deberías de
gobernar tú, Anja.
—Y ya lo hago. Gobierno esta casa, en toda la ciudad y
fuera de ella. Pronto demostraré la fuerza que tiene una mujer
Levvo y entregaré mi nombre al destino, y con él, a toda mi
familia.
—La guerra dará un vuelco —musitó él, caviloso—. Habrá
que preparar el asalto de Bremmaner. Ezra está dispuesto.
Los monjes sienten un especial desafecto por esa ciudad de
paganos.
—Eso no importa. Son consecuencias menores. Lo
principal es que todos los señores misinios formen junto a mi
hijo. Quiero que cuente con el apoyo de todas las casas
cuando sea coronado rey. Sin disidencias. Que todas las
armas estén a su lado, cueste lo que cueste, y para eso estás
tú aquí.
—No hay problema —añadió Kalaris—. Pocos son amigos
de Abbathorn y nadie llorará su muerte. Con aukana fuera de
combate y sometida al gobierno de Kikkuril podrá dedicar sus
esfuerzos a tomar la ciudad ducal...
—¿Conquistar Bremmaner? —saltó la reina y lo amenazó,
dedo en alto—. La simple mención de tal idiotez me ofende.
—Pero...
—Bremmaner debe ser destruida en su totalidad. —Se
golpeó la mano con el puño antes de continuar—. Su muralla
derrumbada, piedra a piedra, sus edificios convertidos en teas
ardientes, sus gentes masacradas y la casa ducal
exterminada. Las ruinas, todavía humeantes, cubiertas con
305
tierra y su nombre borrado de las crónicas. Bremmaner
merece el final absoluto; la muerte no es suficiente.
Kalaris se puso en pie, con los brazos en jarras y asintió
con firmeza.
—Leana Hornavan morirá pronto —continuó la reina— y
con ella la alianza entre bremmenses y misinios.
—¿Tienes noticias de tu hijo?
—Nada. —Su voz sonó incómoda y un poco atribulada—.
Todavía no hay respuesta a mi mensaje. B'jan no arriesgará la
vida de Browen y cumplirá su misión solo cuando este
abandone la ciudad. He enviado una misiva a Brákenholm
para que solicite su presencia en Akkajauré y se deje de
trivialidades diplomáticas en Bremmaner. Tengo su férrea
lealtad y sé que no me fallará.
Kalaris se puso en pie y se acercó a la reina, todavía
desnudo, en actitud seductora.
—Estoy seguro de que sabes muy bien cómo conseguir la
lealtad de un hombre —dijo.
La reina Anja, en un rápido movimiento, lo cogió por los
testículos y tiró hacia ella. Kalaris se encogió y su enorme
cara se comprimió dolorida en un ahogado grito.
—Tú encárgate de que Ezra y sus monjes acaben con esa
ciudad de blasfemia, y que los nobles levanten sus armas por
Browen... —La reina retorció el brazo y el gigantón norteño
doblegó sus rodillas. Ella sonrió con placer contenido y
paladeó sus palabras—. Cuando muera Abbathorn.
Anja todavía permanecía aterrada con las manos frente a
la boca abierta. Observó cómo su madre soltaba el enorme
miembro del hombre que sería su marido en pocos días, se
volvía con la condescendiente mirada sobre el hombro y se
lavaba en la palangana. Él continuó en el suelo, con las
manos entre las piernas y mascullando maldiciones. La reina
sonrió a su reflejo en el espejo y Anja supo, al ver aquella
cara, que todo era cierto. Su madre, aquella mujer fría, de piel
blanca y pelo oscuro, de rasgos estilizados y miembros finos,
cadera estrecha y cuello largo, aquel molde de lo que ella
debía de ser algún día, era la auténtica serpiente Levvo. El
áspid verde misinia, sin otro sentimiento que no fuese la
ambición, el poder, para ella y los suyos.
¿Era ella el reflejo en aquel espejo? ¿Era su cara la que
sonreía mientras Kalaris tomaba aire y se dejaba caer sobre el
lecho?
En ese momento, Anja sintió que un aroma la tomaba de
la mano y la llevaba hacia un extremo de la habitación. Pasó
tras la reina con la respiración desaparecida. De espaldas
eran tan parecidas, como dos gemelas. Sintió que era un
vaticinio, que era el futuro lo que estaba viendo y era ella
misma la que planeaba la muerte de Abbathorn. Se detuvo
llena de extrañeza y desveló el aroma que escuchaba sisear a
306
su oído. Pasó junto a la cama y observó la pared frente a ella.
Apenas miró a Kalaris, desnudo, al otro lado. Le hubiese
gustado tocar la pintura frente a ella, pero sabía que no podía,
que su carne se hundiría en la piedra como en la superficie de
un río. Cerró los ojos y tragó saliva, aunque sabía que ella no
estaba allí, que todo era una ilusión y su saliva no era tal,
sino lo que su mente pensaba que debería ser. La mano,
extendida frente a ella, comenzó a temblar.
Sabía lo que había al otro lado.
Atravesó el muro y, cuando se encontró con él, dándose
casi de bruces, el vértigo la hizo marearse. El rey Abbathorn
rechinaba los dientes con los ojos inyectados en la ira,
cubiertos de capilares carmesí. Su mirada se perdía en la
nada tras ella, y la atravesaba como un arma de punta
ponzoñosa. El rey desenfundó su cuchillo y cogió el filo con su
zurda hasta que la sangre comenzó a brotar entre sus dedos y
resbalar por el antebrazo. El gemido desquiciado de su padre
se volvió un doloroso sonido que la hizo gritar también.
Debería de haber pensado con claridad, pero su cabeza
era una amalgama de sentimientos encontrados y confusas
situaciones. Todo resultaba tan onírico que todavía escuchaba
la voz de su madre y Kalaris. Sintió que el suelo desaparecía
bajo sus pies y cayó en las profundidades del Lévvokan. Un
doloroso vacío se hizo con ella, por dentro y por fuera. Todo se
revolvía como un animal atrapado que lucha por escapar.
Perdió la noción de su propio cuerpo, los brazos le giraban a
los lados, las piernas se doblaban sin hueso, gritaba sin voz y
su boca se abría tanto que devoraba su propia cabeza.
—¿Por qué? —escuchó las voces, graves y terribles, en la
oscuridad—. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?
Anja comenzó a llorar y el regusto del vómito la dio de
lleno en las narices. Muchas manos la empujaron y tiraron de
ella, la carne le ardía y la vieja cicatriz estalló en una
explosión de sangre y líquidos vitales.
—Nuestros libros, nuestro saber —repetían las voces al
tiempo que decenas de manos tiraban de su cuerpo en todas
direcciones—. ¿Por qué? ¿Por qué pagamos con la vida si
descubrimos los misterios del universo? ¿Por qué fuimos
castigados por los hombres si éramos hijos de los dioses?
Su propia voz era un aullido lejano. No podía abrir los
ojos ni moverse. Un gran peso le oprimía el pecho y la
inmovilizaba contra la nada. Las voces retronaban cada vez
más alto, cual despechada tormenta que había esperado
durante décadas, siglos, un oído que los escuchase. Pero
tampoco sería aquel el momento.
La princesa recordó la torre de la biblioteca, la puerta, el
símbolo de tiza empapado por su propia sangre, las escaleras,
la doble puerta, las estancias de Rághalak, la luz de la
lámpara, Ziamud junto a su cuerpo, el poco sebo de la vela
307
vuelto un manchurrón viscoso, el pábilo consumido a ras de
suelo...
Abrió los ojos y vio a Ziamud frente a ella. Todavía estaba
tomando aire cuando el pequeño duende apagó la exigua
llama entre sus dedos al tiempo que suspiraba aliviado. Anja
se incorporó. Estaba empapada en sudor, con los músculos
entumecidos y el vestido manchado con su propio vómito. A
un lado, la moneda había desaparecido y, al otro, el cuenco
estaba lleno de grasa fundida y todavía humeante.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó Anja.
Ziamud sonrió y sus afilados colmillos le asomaron al
hocico.
—Eso debería de preguntaros yo —respondió—. Casi
habéis consumido el tiempo.
Anja desvió la mirada y contempló la luz del farol por un
instante.
—¿Era real?
—Quizá.
—¡Respóndeme! ¿Era real?
—Ya os he respondido —explicó el duende con su voz
rasgada—. Quizá fuese real o quizá no. Tal vez estuviese
pasando en ese mismo momento, o tal vez no pase nunca. Es
cuestión de probabilidades.
—¿Qué quieres decir?
—Es probable que lo hayáis visto y sea real. Pero también
es probable que hayáis visto otra cosa, un mundo diferente
que no es este. —Ziamud se inclinó y amagó una risa
cavernosa—. O ambas cosas, eso también es posible. La vela
de fantasma permite viajar a muchos mundos en un mismo
mundo, ver cosas que ocurren y también lugares parecidos,
casi iguales, pero que no existen, no en este lado.
Anja se sintió mareada y sedienta. Como si presintiese
sus necesidades, Ziamud tomó una frasca metálica y vertió
agua clara en un cuenco. Después brincó al frente y se lo
tendió.
—Mi madre quiere matar a mi padre —dijo, llevando los
pensamientos a la realidad de las palabras.
—¿Y eso os importa, mi ama? —la interrogó el duende al
tiempo que le entregaba el cuenco.
Ella bebió despacio y la frescura del líquido la revitalizó.
Miró a otra parte, a la densa oscuridad que la rodeaba y
después de nuevo a la lámpara de aceite. La gruesa mecha
chisporroteaba y despedía hebras flamígeras que se apagaban
al caer en el espeso caldo, convertidas en ceniza. De chispas
luminosas a ennegrecidos restos de una rápida combustión.
—Él lo sabe todo… —murmuró de forma ausente—. La
matará; ambos lo harán.
El pequeño ser rellenó el cuenco de Anja y se retiró,
dedicándole una correosa y servil sonrisa.
308
—¿Hay algún inconveniente que preocupe a mi ama? —
insistió Ziamud, arrastrando las sílabas, inclinado bajo la
expectación—. ¿Algo que desvíe a mi ama de su verdadero
propósito?
—No —respondió ella con pasmosa frialdad—, nada.

309
CAPÍTULO 23

El espejo de las aguas rompía la luna en mil franjas


quebradas entre juncos y cañas. Agua negra, tierra negra,
como el centenar de lanceros que esperaban agazapados a la
orilla del Kunai. Cuerpos que esperaban, bajo capotes de los
que manaban vaharadas de vida, junto a sus largas picas.
¿Qué esperaban?, inmóviles, silenciosos en la noche aukana,
acorralados ante la amenaza de un enemigo ancestral que
apenas se presentía en el bosquecillo cercano. Un golpe de
brisa, desconsiderado, agitaba la vegetación y huía
atemorizado al encontrar los ojos atentos pero fijos en la nada,
la expectación amenazante, las armas insomnes. Y el silencio,
como una densa advertencia premonitoria a los extraños,
aterciopelado y paciente asesino, dispuesto a recibir a los
valientes con una cariñosa caricia.
Browen había ordenado apagar las fogatas y se cubría,
sentado en el suelo como un soldado más, con una gruesa
pelliza sobre la que se acumulaba la humedad otoñal de la
rivera. A su lado, algunos oficiales murmuraban
conversaciones que se perdían en frases cortas, palabras
exiguas que no reconfortaban el cuerpo ni el alma. El príncipe
misinio ocultaba los ojos en las sombras de su rostro. Sobre
las rodillas, una escudilla con un potaje que se había quedado
helado y un mendrugo de pan, ignorados y dejados de lado
por pensamientos inoportunos. A menos de un centenar de
pasos, bajo los fantasmagóricos pinos, los clérigos de Parvay
se ocultaban en la oscuridad. Él arrugaba los labios, en un
gesto felino. Observaba cada sonido, cada destello metálico
entre las sombras, y percibía sus siluetas cambiantes.
Estaban allí, podía intuirlos, paladear su amenaza.
Los guerreros del dios único aguardaban su momento
desde que Browen venciera a Orren Dully y su campeón en un
combate que suponía debía poner fin al asalto a Gutkho. Sin
embargo, alguien había apostado en su contra, alguien que
pretendía amañar lo previsto. El viejo Dully había muerto
ahogado en su propio arrepentimiento. Él no deseaba aquel
combate, tan solo preservar la vida de los suyos y ahorrar
sufrimiento a una población condenada. Encadenados a los
postes que les habían servido de cadalso, los cuerpos muertos
de sus hijos eran devorados por los insectos y las aves
nocturnas. Nadie cumplía su palabra en aquel rincón
abandonado del norte y, desde que Orren muriese a manos de
su guardaespaldas y amigo, permanecían agazapados,
esperando un amanecer que no llegaba.
—No has comido nada —dijo Gavein, sentándose a su
lado al tiempo que rebuscaba, sin éxito, un agradable bocado
310
en su propio rancho—. La manduca de los bremmenses es
peor que la mierda de vaca, pero más te vale dejar tu cuenco
bien limpio o te cebaré como a un ganso.
Gaveín había cubierto su cabeza calva con un casquete
puntiagudo que asomaba a un largo turbante. Los extremos
de la tela volteaban alrededor de su cuello y se confundían
con la sucia capa de lana. Así vestido parecía un auténtico
mercenario, un arma en venta venida de un lugar lejano, con
tantas batallas a sus espaldas como hijos bastardos. El oro de
sus pendientes competía con el destello de los ojos claros en
su rostro moreno.
—No tengo hambre.
—Ni juicio —ladró el rudo mercenario—. Come y
descansa, no seas necio.
—Necio ya he sido en muchas ocasiones.
—Pero… —titubeó, deteniendo un bocado en el aire—.
¿Por qué dices eso, mi señor?
—Ahí están —murmuró su recelo sin moverse un ápice,
como si pudiera escuchar los sonidos en la distancia—.
Deberían haber marchado esta tarde, pero ahí están… ¿qué es
lo que quieren?
Gavein mordió un trozo de pan y observó el cercano
refugio de los clérigos.
—Quieren darnos por el culo —gruñó con la boca llena—.
No me mires así, maldita sea, sabes que es cierto. Intentaron
joderte con el viejo Dully y ese torpe pelirrojo que iba con él.
Su dios debería avergonzarse de ellos.
—Pero ¿por qué? ¿Por qué confiar en que el hijo del rey
acabase aquí sus días?
—¿Quieres saber por qué? Yo te lo diré, Browen. —El
bruto hombretón agitó un grueso dedo frente a él y guiñó un
ojo—. Es esa mujer.
—¿Leana?
—La Hornavan es una presa suculenta para esos sádicos
con hábito. Tú lo sabes bien. Nada hay en el mundo que los
monjes odien más que una sacerdotisa de Keira, y tú estás
prometido con una de ellas. ¿De veras no has pensado en lo
que pasará cuando gobiernes en el norte con esa mujer a tu
lado? Tu padre ha domado a la fiera de Ezra y sometido a la
Orden bajo las leyes misinias, pero en el futuro… obedecer a
una mujer no es plato de su agrado.
—Pero entonces, ¿por qué no matarla a ella? ¿Por qué
intentar acabar conmigo y romper la alianza con mi padre?
—Todavía no hemos salido de aquí. —La voz de Gavein
resonó siniestra y amenazante.
—Nada le ocurrirá a Leana, no lo permitiré. Ni a ningún
otro. Ella ni siquiera debería haber venido, yo la traje para
alejarla de mi madre.
—Y guardarte de su padrino, ese duque que tanto sonríe,
311
cargado de buenos presagios para los reinos del norte.
—Sé que vende sus ilusiones como una mujer recién
casada, pero no deja de tener razón.
—Es una quimera, Browen. Ese hombre planea unir un
imperio bajo tu nombre pero no sabe lo que dice. Es un loco.
¿Qué ocurre? ¿No me crees? Has puesto tus ilusiones en
manos de un hombre atrapado durante décadas en su
pequeño terruño. Todo lo que tiene son ilusiones, ideas y
conceptos, muy útiles en los discursos del filósofo pero frágiles
cuando se enfrentan al mundo real. Su utopía, sus
alucinaciones te han afectado. Él no conoce a los misinios y
su despiadada manera de hacer política. No tiene ni idea de la
rebeldía que corre por la sangre de los aukanos, corruptos y
desleales, incapaces de someterse a una corona. Cree que un
gobernante justo recibe la lealtad en pago de su bondad y
justicia, cuando en realidad solo recibe traición y cuchilladas
por la espalda. Haz caso al duque y acabaremos muertos.
—Mi padre busca lo mismo, pero por la fuerza de la
guerra.
—Y yo lo prefiero. ¡Déjame hablar! —Se envaró y los aros
en sus orejas oscilaron con un destello—. Conquista un
territorio, hazte fuerte, convierte tus emociones en una roca
insensible, porque eso es lo único que te mantendrá vivo en
este mundo. El idealismo solo te llevará a la desgracia y el
dolor. No soy fatalista, Browen, te digo esto porque te quiero y
no evitarás el sufrimiento de otra manera.
—La próxima primavera cumpliré veintitrés años, y ya he
matado a muchos hombres…
—Muchos más pasarán todavía por tu espada —dio un
golpe en su muslo y clavó los dedos en la malla que cubría las
piernas—, y mujeres por tu lecho.
Browen lo miró desde las cejas, con una sonrisa en la
comisura de los labios.
—¡No me vengas con el amor y otras bobadas! —gruñó el
mercenario—. Sé muy bien lo que me digo y la vida es muy
larga para gozar de un solo coño. Un par de tetas no
alimentan a hombres como nosotros. Necesitamos por lo
menos seis.
—Brindo por eso. —El príncipe levantó un pellejo repleto
de vino, bebió y se lo acercó a Gavein. Ambos bebieron y, tras
las risas, el silencio cubrió su conversación, tan suavemente,
que sin darse cuenta ambos miraban la oscura distancia que
los separaba del bosque.
—Son muchos y, a fe mía, que no es bueno luchar contra
la Guardia Sagrada. He visto luchar a hombres a los que no
les importa la muerte, auténticos guerreros. Pero esos locos
que acompañan a Parvay desean morir y los suicidas nunca
me parecieron dignos de confianza. Si alguno de esos monjes
se acerca por aquí… —musitó Gavein, casi en un rugido
312
cavernoso.
—No lo harán. Ya han tenido su oportunidad. Confiaron
en que Dully les haría el trabajo sucio, pero no les salió bien.
En adelante puedo darme por advertido. Así es como debo
tomarlo, una advertencia que no olvidaré, jamás. Sangre con
sangre se paga. Aunque Parvay no es más que la mano de su
amo. Ezra y Jakom son la cabeza pensante y algún día, no
muy lejano, recibirán su merecido por este desplante. Yo
mismo me encargaré de eso.
—Esas son las palabras de un rey misinio —asintió
Gavein, orgulloso y marcial—. Y yo que lo vea para regocijo
mío.
De nuevo el silencio ahogó la débil sonrisa de sus labios.
—¿Cómo están los hombres?
—¿Qué hombres?
—Los nuestros.
—¿Te refieres a los misinios o a esos bremmenses
flacuchos? —escupió su sorna Gavein y algunos oficiales
miraron sobre el hombro.
—Me refiero a todos ellos.
—Los nuestros bien. Son valientes y morirían por ti sin
dudarlo. El resto, no tengo ni idea. Estos lanceros son más
cerrados y agrios que el coño de una vieja, pero parecen duros
como el peñón del que provienen. Obedecen las órdenes y son
disciplinados, espero que usen sus cuchillos para otra cosa
aparte de depilarse las piernas. Si juzgo a un hombre por lo
que sus ojos me dicen, estos son tan brutos como un burro y
peligrosos tal que un oso.
—Un oso que por fin despierta de un mal sueño.
—No estás mal acompañado.
—Sin ofensa, pero preferiría las atenciones de aquellas
putas de Vjestagoy.
—Yo también, carajo, yo también.
—No quiero que nadie baje la guardia esta noche.
—No lo harán, bien lo sabes. Estos sabuesos se huelen
que algo pasa, les gusta la cercanía de los monjes tanto como
al gato le gusta el perro. La guerra hace extrañas compañías
de cama. ¿Cuáles son tus órdenes?
—He dicho a los oficiales que partiremos hacia el sur con
la primera luz del día.
—¿Y después?
—Después iremos en busca de Brákenholm y los
nuestros para dejar en evidencia las murallas de Akkajauré y
vaciar sus bodegas. La guerra nos llama, amigo mío.
Honraremos a mi padre, saquearemos en su nombre y
regresaremos para los esponsales de mi hermana, nos
emborracharemos y, con suerte, nos daremos de cuchilladas
con su nuevo marido. Después buscaremos respuestas en la
sagrada casa de Vanaiar.
313
—Bien —asintió, rotundo.
—Y Leana vendrá con nosotros —añadió Browen con la
boca pequeña.
Gavein levantó una ceja y se mesó las patillas canosas.
—Es tu mujer, o lo será. Nadie puede decirte lo que es
bueno para vosotros. Si crees que su lugar es la guerra… o la
casa de tu familia.
—Es más diestra con las armas que la mayoría de
hombres a tu alrededor. Y algún día tendrá que lidiar con los
míos.
—No lo discuto…
—Y las malas artes de mi madre llegan a todas partes,
como pudiste comprobar en Bremmaner. Cuanto más cerca de
mí, más lejos del peligro.
Un gruñido fue toda la respuesta que obtuvo del bruto
mercenario. Gavein se puso en pie y se alejó en dirección al
pequeño grupo de misinios que acompañaba al príncipe.
Sus últimas palabras reverberaron en sus pensamientos,
acompañando al ir y venir de la brisa fluvial. No debía haber
dicho eso. Sabía que no era cierto sino más bien al contrario.
Una cosa era su intención, la otra, bien distinta, la realidad.
De la misma forma que el duque era un iluso por pretender
unir a dos pueblos enemistados, él soñaba con alejar a Leana
de cualquier peligro, pero eso no podía ocurrir, no a su lado.
Como había dicho Gavein, la política misinia era un tira y
afloja entre poderosos señores, revanchas pendencieras y
pactos secretos. Todo por asegurarse un lugar junto al rey,
sacar tajada de su influencia y poder, o ganar un título.
¿Cómo encajaría ella en ese complejo artefacto? Sin duda
sería vista como enemiga, un obstáculo a derribar,
especialmente por Ezra y sus monjes.
Entonces supo que aquello iba a volver a pasar. La
historia se repetiría una y otra vez hasta que los hombres
saldasen cuentas con Dios. Su padre había herido a la Orden
de Vanaiar, los había obligado a doblegarse y someter su
palabra a la ley. Una herida que no sanaría con facilidad, de
las que obligan a la venganza y el rencor. El enfrentamiento
regresaría con el tiempo, como una enfermedad mal curada.
Para él, para sus hijos, permaneciendo en su estirpe hasta
que una guerra derrotara a aquellos monjes y los devolviese al
mundo real, lejos de su asfixiante moral guerrera.
Todas aquellas suposiciones y conjeturas le parecieron
lejanas y difusas. Situaciones que podrían no ocurrir nunca y
eso le hizo pensar que el duque tenía razón al depositar su
confianza en él. Quizá ya había comenzado a pensar como un
hombre de estado. Alguien a quien valía la pena eliminar en
una burda trampa. ¿Realmente era aquel hombre un
visionario al poner su confianza sobre la testa de un misinio
que no conocía? El león luchaba solo, contra todos, admirado
314
y odiado a partes iguales. Ese era su sino: la lucha sin cuartel
de los que están por encima de muchos.
Dio un trago de vino y, de nuevo, estudió la arboleda en
que se ocultaban los clérigos de Vanaiar. No podía verlos, pero
sabía que allí estaban, con los ojos fijos en él, deseando su
muerte.
«Cobardes», pensó.
—¿Quieres compartir ese vino? —preguntó Leana a su
lado.
Él levantó la mirada y no respondió. Leana vestía una
amplia capa azul y plata sobre la armadura. Era el guerrero
más hermoso que había visto nunca. Su pelo tostado
acariciaba las mejillas y se derramaba en los pliegues de la
capucha recogida. Toda ella estaba cubierta de metal y cuero
reforzado, pero aún así, imaginaba su cuerpo, tan cálido y
suave, en lo más profundo de aquella coraza. Asintió con un
tímido guiño y señaló un lugar a su lado. Después, sin
mirarla, le tendió el odre y ella dio un trago que manchó sus
labios de púrpura.
—¿Se puede saber qué te ocurre?
—Nada.
—Mientes peor que follas.
Browen se volvió con la boca entreabierta, pero contuvo
la respiración al observar la sonrisa de ella.
—Pero eso es porque follas muy bien.
Se rio con un ronquido y bajó la mirada, empujado por
una repentina amargura.
—Leana…
Ella se acercó y sus grebas entrechocaron, después
deslizó una mano enguantada hasta él.
—Más te vale que sea importante —dijo ella—, porque no
voy a tener clemencia de ti.
—El asesino que descubrimos en Bremmaner… —
murmuró él antes de volver sus ojos a ella—. Era un agente de
mi madre. Tú eras su objetivo, no yo.
La sacerdotisa parpadeó varias veces y observó el odre
entre sus manos, sin llegar a beber.
—Las mujeres siempre tienen que luchar el doble que los
hombres, contra ellas mismas y contra las otras.
—Esa es la razón por la que estás más segura conmigo.
—No temo a tu familia.
—Yo sí, y sé lo que digo.
La brisa corrió entre ellos y acarició con un hálito fresco
sus jóvenes rostros.
—¿Esa es la razón de tu distancia?
—No. Supongo que hay momentos en que… Sí. A veces
pienso que sería mejor alejarte de todo lo que significa ser un
Levvo. Deja que me explique… Tú no conoces a mi familia, mi
padre, mi madre, su… Ser un Levvo es una carga de la que
315
uno no se puede deshacer con facilidad. Nuestra historia está
plagada de traiciones, asesinatos, matanzas… No quiero
arrastrarte a una vida de peligros.
—¿Bromeas? Soy una sacerdotisa guerrera. Nací para
llevar un arma y moriré con un arma entre las manos. Ningún
hombre va a cambiar eso nunca. Si vivo contigo una vida de
peligros, adelante, ¡vivamos! Es elección mía, no puedes
arrastrarme a algo que yo elijo.
—Deberemos alejarnos de mi madre.
—Que se aleje ella de mí.
—Deberíamos alejarnos de todas partes...
—No seas cobarde —amagó una risa—, los monjes
podrían escucharte y sentirse ofendidos.
Browen desvió la mirada al bosque donde las sombras se
volvían familiares figuras armadas.
—Todavía no soy rey y ya me quieren muerto.
—Yo también los quiero muertos a ellos.
—Estoy seguro de que es un sentimiento recíproco.
—Pueden venir y los enviaré de vuelta a las faldas de su
Gran Padre.
Él sonrió y negó con la cabeza al tiempo que una
amalgama de orgullo y afecto velaba sus ojos.
—Eres una mujer increíble —susurró.
Browen abrió el brazo derecho y ella se acercó hasta
cubrir a ambos con su capa. Las placas de metal se arañaron
en un chirrido y la malla crepitó al acomodarse en su postura.
Ella apoyó la cabeza a un lado, bajo su gorjal, y deslizó sus
manos en torno a la cintura. Sintió el aroma de su pelo y
también el acre almizcle de su cuerpo preso de la armadura. A
pesar de aquel muro forjado que los separaba, el calor del otro
se deslizaba entre las cinchas y correas y acariciaba su piel
con el cálido aliento. Pasó el brazo sobre las hombreras y la
estrechó fuertemente.
—No quiero perderte nunca —susurró a su oído—.
Nunca.
Ella se incorporó un poco y lo miró fijamente, sin
pestañear, primero a los ojos, después a los labios y de nuevo
arriba. Tenía el iris como la tierra, jaspeado por infinitud de
finas grietas oscuras, manchadas de miel en los bordes.
—Nunca —añadió Leana sin abandonar el susurro y lo
besó con los ojos abiertos. Tenía sabor a sal y vino en la piel, y
también en la lengua. Sacó las manos de la capa y le tomó el
rostro, acariciándolo con firmeza. Repitiendo aquella palabra
sin manchar el silencio con ella, con el miedo de una promesa
que no se puede cumplir.

El amanecer se presentó tímido, sumergiendo el cauce del río


y sus alrededores en una tenue claridad apagada. Alrededor
316
todo era azul y gris y la noche se resistía a retirarse de los
recovecos del mundo, hincando las garras en la tierra y en el
espíritu de los hombres. Los lanceros formaron una larga
columna de a cuatro, picas en alto, cuando Browen dio la
orden. Gestos pálidos, ateridos por el frío de la mañana, lo
observaban desde la profunda oscuridad de sus yelmos al
trotar frente a ellos. El príncipe misinio montaba a su corcel,
Furioso, y recorría la tropa, de cola a cabeza, recordando que
estaba allí decidido a llevarlos de vuelta a casa.
Había dispuesto un oficial cada veinte hombres, dos de
ellos montados, en la retaguardia. Todo se hizo en el más
absoluto silencio, como una ofensa a la pobre villa de Gutkho
que se abandonaba a su suerte. Browen tuvo una última
mirada hacia la ciudad y después al bosquecillo en que se
ocultaban los monjes. Sintió que abandonaba parte de su
palabra en aquel lugar, justo dónde había caído muerto Orren
Dully, el señor de la villa.
«Las promesas, en tiempo de guerra, son ceniza al
viento», se dijo.
Paladeó el agrio sabor de aquellas palabras y su boca
reflejó el áspero regusto de las excusas. De corazón hubiera
devuelto los cuerpos de sus hijos, protegido la villa de Parvay
y sus acólitos, pero llegado a aquella altura, vistos los
colmillos a la fiera, lo mejor era retroceder, lentamente, sin
dar la espalda. Salir de allí y esperar el momento en que se
enfrentaría a aquellos monjes, algo que ocurriría tarde o
temprano, y que, fuera como fuese, ya había cambiado la
guerra por el norte.
Se pusieron en marcha en cuanto alcanzó la cabeza de la
columna. Avanzaron poco a poco, picas en alto, y las pisadas
retumbaron en el suelo. Furioso resopló cuando los primeros
hombres pasaron frente a su hocico. Browen observaba, junto
con Gavein, su paso marcial, decidido, tan rotundo como su
propia raza, y pensó que aquellos eran los mejores guerreros
del norte. Mucho mejores que cualquier tekmata de infantería
misinia.
Eran, los bremmenses, hombres forjados en la guerra
durante generaciones, nacidos bajo la amenaza de sus
vecinos, paganos en la tierra del dios único. La piedra de su
propio sacrificio ritual, sin cánticos ni alabanzas a la gloria
eterna, víctimas y verdugos de su altanería y orgullo, jueces y
convictos de su propia sangre. Realmente eran un pueblo
especial, aunque condenado a la extinción.
Al otro lado, en el bosque, todavía sumido en las
tinieblas, todo parecía tranquilo. Condujo su montura al paso,
junto a las tropas, escrutando la foresta. Había un silencio
artificial en aquellas sombras impenetrables. El rumor del río
despertaba desposeído del canto de los pájaros o cualquier
asomo de vida, tal que si el mismo mundo retuviera el aliento,
317
amedrentado ante el poder de Dios.
El camino se acercaba al bosque y después giraba,
siguiendo la forma del cauce y las pequeñas playas
pedregosas de sus orillas. Browen tuvo una intuición, uno de
esos impulsos inexplicables que se anticipan al futuro, como
una señal de algo vivido. Entrecerró los ojos, al tiempo que
buscaba a Leana frente a él. Entonces lo escuchó y se volvió
hacia allí.
La oscuridad se desvanecía de forma desigual bajo los
pinos. En algunos lugares los troncos eran cicatrices a la luz
que disimulaban su forma, hasta que aparecía el contorno,
como una dentellada que deja el hueso descubierto. Las
ramas se volvían ramas, las rocas rocas, pero las figuras
metálicas, repletas de púas y hierro forjado en la fe asesina de
un dios cruel, ocultos tras yelmos sin rostro y máscaras
doradas, inmóviles tal que fantasmas, permanecían en su
lugar, tal y como los había visto la tarde antes.
«Continúan ahí —se dijo al tiempo que un
estremecimiento le recorría el espinazo—. No se han movido
un ápice. ¿Qué clase de locos son estos monjes?»
Allí estaban los clérigos guerreros de Parvay, quietos,
esperando.
Dio un golpe de rienda y retuvo a su montura casi al
instante. No apartaba la mirada de la espesura, el retumbar
de las pisadas ocultaba cualquier otro sonido. Sin embargo
sentía que podía escuchar su aliento. Vio los ojos, salvajes,
como los de una bestia que resuella, excitada por la cercanía
de la presa. Un sentimiento primitivo le hizo apartar la vista
de aquel bosquecillo y el vello de los brazos se le volvió un
campo de agujas. Cabalgó hasta Gavein, y cuando pasó junto
a Leana su semblante la hizo salir tras él, extrañada y con las
cejas recogidas.
—Los he visto —dijo Gavein antes de que su joven señor
pronunciase palabra. Tenía la vista al frente, la boca
desaparecida bajo la nariz.
—No me gusta —musitó Browen.
—Serías un loco si te gustase. Mantente tranquilo. Que
los hombres avancen con calma y pronto habremos perdido de
vista a esos malnacidos.
Browen se volvió una vez más. La claridad creciente
delimitaba los contornos y diluía las engañosas formas de la
madrugada. Las máscaras doradas de la Guardia Sagrada
aparecieron de la nada con un leve destello áureo. Rostros sin
mácula, bruñidos hasta reflejar el espanto de aquel que moría
por su puño. Y en el centro de aquella careta, dos ojos negros,
profundos como una mina insondable excavada en lo terrible
del hombre.
Leana montaba a su lado. Se interrogaron sin palabras,
los músculos tensos, pupilas dilatadas. Ella sonrió de forma
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fugaz, tan breve como un refrescante hálito femenino. Browen
no pudo reprimir un suspiro y recordó el tacto de su pelo
entre los dedos, el aroma de su piel, sus ojos tostados y la
fuerza con que lo besaba cuando estaban a solas. De nuevo su
pensamiento se extravió en lo imposible. Si hubieran gozado
de otro nombre, otra Casa; si su destino no fuera ser lo que
otros habían elegido para ellos. Salir, escapar de las
obligaciones de la sangre, romper el ciclo eterno que giraba y
giraba en una rueda de dolor y guerra y traiciones y dioses
vengativos. Si pudieran llamarse sin hablar y huir de su
propia existencia. Dar la espalda a todo, volver a un principio
que no recordaba haber tenido, despojarse de cada cicatriz,
del miedo y el dolor; regresar a lo que alguna vez fueron, dos
niños inocentes, algo perdido bajo el derrumbe de la
inocencia, en los escombros del papel interpretado.
Cuando escuchó los primeros gritos y se volvió, solo vio
una sombra caer sobre las últimas filas de la columna. Las
picas se agitaron en lo alto y la voz de alarma corrió de cola a
cabeza. En la penumbra matinal el choque de los metales le
pareció una blasfemia irreverente, un atrevido insulto a su
posición. Furioso relinchó y levantó los cascos delanteros
cuando Browen encaró hacia la retaguardia de su pelotón.
—¡Espera aquí! —gritó a Leana. Gavein trotó tras él al
tiempo que gruñía órdenes a los lanceros.
—¡Todos quietos! —ladraba el mercenario—. ¡Mantened la
posición!
La columna continuaba formada en fila de a cuatro,
perfecta y sólida como una roca, pero a medida que se
acercaba al final comprobó la tangana en que se había
convertido la formación.
Un clérigo había salido de la foresta y luchaba contra los
lanceros. Varios hombres yacían muertos en el suelo, las
lanzas quebradas en mil astillas, y el monje daba mandobles a
un lado y otro, hostigado por decenas de astas que le herían
cuando encontraban un resquicio en su recia armadura. El
clérigo bramaba y la sangre asomaba a las juntas de metal,
pero no cedía en su empeño, volteaba y levantaba el arma
cual demonio cegado por el gusto de la muerte. Los oficiales
bremmenses lo rodearon. Una lanza le atravesó el costado y
un fuerte tajo cercenó su brazo, pero el monje recogió su arma
y continuó luchando. Los lanceros lo rodearon. La respiración
del clérigo parecía un ronquido delirante y salvaje, atrapada
en el yelmo de hierro. Las puntas de metal de varias lanzadas
asomaron a su espalda y, en un último golpe, partió las astas
de madera que lo habían ensartado y cayó al suelo, sobre las
rodillas, con la mirada puesta en el cielo sobre sus cabezas.
—¡Picas al frente! —gritó Browen antes de llegar al lugar
en que yacía el monje muerto—. ¡Formad un muro de picas!
En ese momento escuchó la algarabía al otro lado, justo
319
donde había dejado a Leana. De nuevo, un monje solitario
corría hacia la formación de lanceros. Pudo verlo galopar,
como un buey rabioso, y lanzarse sobre las afiladas y
puntiagudas lanzas que lo esperaban. El choque fue terrible y
arrasó con la primera fila de defensores de la misma forma
que un alud arranca pinos y vegetación a su paso. El cuerpo
quedó empalado en las afiladas puntas metálicas, luchando
hasta el último aliento por alcanzar a los bremmenses.
Browen desenvainó su espada y se dirigió hacia el centro
de la columna. Vio a Leana con el arma en alto. Su montura
giraba mientras ella hablaba con los lanceros a sus pies,
aunque no escuchaba su voz. Adivinó su rostro de piedra,
cargado de determinación, y las líneas de los músculos que
dibujaban su mandíbula y la boca. Después, Leana se puso el
yelmo, encajado hasta el cuello, con un visor curvo en forma
de media luna, y un penacho azul y plata que caía sobre sus
hombros. El estruendo estalló al instante.
Los clérigos de Parvay abandonaron su refugio en una
tromba que clamaba el nombre de su dios, tal que monstruos
de metal que galopaban hacia ellos. La carga de los clérigos
retumbó como un trueno inesperado en una mañana
tranquila.
—¡Aguantad! —exclamó Browen. Furioso piafaba con los
cascos la tierra, mientras giraba y giraba. Las lanzas se
afianzaron al frente. El vocerío se acercaba, más y más, de la
misma forma en que una gran ola se acerca a la costa
dispuesta a arrasar todo a su paso. Browen embrazó su
escudo y esperó, con la respiración detenida. El corazón le
estallaba en el pecho y en los oídos, pero en un instante fue
acallado por la carrera de los clérigos y su grito de guerra.
—¡Aguantad! —insistió una vez más, pero su voz apenas
abandonó el visor del yelmo.
Los lanceros hincaron los pies en la tierra. Las picas
formaron una densa barrera afilada tras la que Browen
observaba el avance los monjes. Ya los tenían encima. Corrían
a una velocidad asombrosa, pese a que bajo aquellas pesadas
armaduras y armas descomunales, eran tan solo hombres
empujados por la rabia de un dios sangriento. La tierra se
resquebrajaba a su paso y se volvía una nube de polvo, como
un tambor viejo que se descompone con el redoble vigoroso de
la carga.
El primer clérigo saltó varios pasos antes de llegar a la
barrera de lanzas, voló por los aires, volteando una gigantesca
hacha de guerra, y cayó sobre la segunda fila de picas. La
madera se quebró y los gritos y golpes sustituyeron al
atropellado ataque. Muchos cuerpos se empalaron en la recia
defensa, dando espadazos, matando antes de morir. La sangre
salpicaba en estallidos repentinos bajo el metal abollado;
carne rajada, vísceras sobre el suelo, cráneos aplastados por
320
golpes de maza. Browen gritaba y daba voces, órdenes que
nadie escuchaba, ánimos para los que luchaban y morían.
En algunos lugares su barrera defensiva se había
convertido en una confusa maraña de lanzas rotas y cuerpos
muertos, heridos que trataban de escabullirse bajo los pies de
sus hermanos y eran pisoteados, aplastados por el brutal
combate. Browen levantó la visera del yelmo y observó la pelea
sin dar crédito a sus ojos. ¿Qué clase de hombres eran
aquellos que se entregaban a la muerte con el nombre de Dios
en los labios? Los monjes no daban cuartel y avanzaban, paso
a paso, pulgada a pulgada, atravesados por las lanzas,
bramando cual posesos antes de lanzar un último golpe y
arrancar una vida más. Nada les importaba excepto la muerte
de su enemigo, costase lo que costase, a cualquier precio, una
enloquecida ofrenda en forma de exterminio.
Reconoció a Parvay cuando lo vio abrirse paso frente a él.
La capucha de malla bailaba a los lados de su máscara
dorada con cada golpe cruzado que lanzaba. Balanceaba su
gigantesco martillo en una amplia curva que barría con un
fugaz destello cualquier resistencia. Los bremmenses
aguantaban valientemente, pero el empuje de los monjes
resultaba demoledor. Dando patadas y codazos, Parvay
apareció frente a él, martillo en alto sobre la cabeza, dispuesto
a enviarlo con sus antepasados.
—¡Browen! —gritó Gavein.
El mercenario, repartiendo golpes de cimitarra a los
clérigos que ya luchaban por todas partes, se lanzó contra su
protegido. Su montura arrolló con la pechera el lomo de
Furioso y giró, de forma repentina. El martillo de Parvay cayó
sobre la testera del animal y este se derrumbó al instante,
como un muñeco blando y sin huesos, roto tras el brutal
impacto. Varios lanceros saltaron sobre Parvay, buscando un
punto débil en su armadura, hurgando en su piel metálica
con las astas rotas y sus espadas cortas. Hombres poseídos
por el propósito de matar a un dios que los había castigado
durante siglos, cegados por la venganza.
La rivera del Kunai era una ancha banda de grava,
todavía empapada por el rocío de la mañana. Browen rodó
sobre su escudo y se puso en pie con la espada en alto. Dos
enormes clérigos guerreros se le vinieron encima y él se cubrió
con el brazo izquierdo. Detuvo un golpe de maza e hincó la
rodilla en tierra. El filo de un hacha pasó sobre su cabeza, tan
cerca que sintió el mortal silbido del metal. Entonces lanzó su
arma hacia arriba y la clavó en el vientre de uno de los
monjes, después giró a un lado y se cubrió del otro atacante.
El clérigo herido rugió y golpeó el escudo de Browen con
ambas manos. El príncipe salió despedido y cayó tendido
sobre la grava. Al levantar la vista, todavía aturdido, maldijo
su suerte al encontrarse desarmado. Su espada había
321
quedado clavada en las entrañas del monstruoso clérigo
guerrero. El hombre, con un bramido atronador, la tomó por
la empuñadura y extrajo el metal de su cuerpo impregnado de
vísceras y grasa y sangre oscura. La levantó sobre la cabeza y
cargó hacia él junto con su compañero.
El príncipe misinio actuó rápido. Desenfundó el cuchillo
y, en lugar de levantarse, se lanzó a los pies de sus atacantes.
Su espada golpeó la grava tras él cuando topó contra las
grebas metálicas. Acuchilló con fuerza el muslo del monje que
levantaba el hacha, pero el arma chocó contra la armadura y
resbaló entre chispas fugaces. Entonces giró y ascendió con el
escudo frente a él, impulsado con toda la fuerza de sus
piernas.
El golpe en la barbilla fue terrible, lo suficiente como para
que el clérigo retrocediera un paso y perdiese la iniciativa un
instante, pero no más. Había sido un buen ataque, inteligente,
sorpresivo, pero no lo suficiente contra un monje de Vanaiar,
menos que nada si se lucha contra dos. Aunque no podía
decir que luchara solo, nunca si Gavein estaba cerca.
La cimitarra del mercenario se incrustó en gorjal del
monje, que se derrumbó entre gorgoteos al tiempo que Gavein
lo pateaba en la espalda. Browen intuyó a su compañero
desde las cejas, de la misma forma que adivinaba la figura del
monje que levantaba su propia espada contra él, viniéndosele
encima desde atrás. Giró en el momento en que el filo chocaba
contra el escudo. El impacto quebró la madera y los remaches
saltaron. El dolor corrió hasta su hombro y trastabilló atrás.
Gavein saltó a un lado y golpeó al monje en un brazo con un
mandoble cruzado. La hombrera de hierro restalló con la
caricia de la cimitarra y el monje, de nuevo, levantó la espada
sobre su cabeza con ambas manos. Sin embargo, Gavein giró
tal que un torbellino, y el puñal de su zurda se hincó en el
visor del clérigo al tiempo que Browen, desde abajo, clavaba el
suyo en el mismo lugar que había herido antes. Introdujo el
cuchillo en la malla agujereada hasta sentir la sangre caliente
empapar su guante y el clérigo cayó hacia atrás.
—¿Estás bien? —lo interrogó Gavein mientras recuperaba
su espada de manos del cadáver.
—¡Esto no debería de estar pasando! —exclamó el
príncipe. Tenía el rostro congestionado y fuera de sí como
nunca lo había visto Gavein—. ¡No tiene sentido!
—Toma mi caballo y sal de aquí.
—¡No!
El estruendo de la batalla resultaba ensordecedor.
Gavein tomó su montura por el bocado y la acercó a
Browen.
—¡Por todos los dioses viejos! —exclamó, tendiendo la
rienda a su señor—. ¡Hazme caso por una vez o yo mismo te
montaré a patadas!
322
Una tremenda algarabía los empujaba hacia el cauce del
río. Los lanceros de Bremmaner retrocedían y formaban
pequeños grupos cerrados que interponían sus picas ante los
clérigos. Aseguraban los pies en los cantos rodados de la orilla
y daban pinchazos al frente, protegidos por la distancia, pero
los monjes destrozaban las lanzas con temibles golpes y se
lanzaban sobre ellos sin temor alguno, provocando el caos y
rompiendo su formación. Los clérigos daban cánticos sagrados
y alabanzas que protegían sus cuerpos y los mantenían tan
ajenos al dolor y las heridas como el metal con que se
cubrían.
Browen no llegó a saltar sobre la grupa del caballo. Un
terrible presentimiento lo clavó al suelo.
Vio la explanada y el bosquecillo, el camino de Gutkho y
el cauce del Kunai, como un tablero de juego dispuesto de
forma distraída y casual. Cuando llegaron encontraron el
campamento de Parvay y sus tiendas en el bosque, frente a la
ciudad asediada, y él ordenó acampar en el único lugar que
quedaba libre junto a sus aliados. Entre el camino y el cauce
del río, atrapados, sin otra salida posible más que unos pocos
pasos hasta topar con la fría corriente del Kunai.
—Lo tenían todo planeado —masculló sus pensamientos
en voz alta—. Si los Dully fallaban…
Gavein lo interrogó con la mirada sin llegar a escuchar
sus palabras.
—¡Todo era una trampa desde el principio! —exclamó con
la urgencia del descubrimiento en la garganta—. ¡Tenían un
plan! ¡Nos quieren muertos, a todos…!
Miró sobre el hombro y buscó a Leana en la distancia. Al
otro extremo de la columna de lanceros, la batalla se había
vuelto una amalgama de escaramuzas y empujones, sin orden
alguno. Hombres que luchaban por sobrevivir y reagruparse.
Entre ellos vio a la sacerdotisa de Keirá, dando golpes de
espada, empujando con su escudo a los monjes que se le
venían encima.
—¡Haz que formen un semicírculo! —ordenó a Gavein,
presa de la desesperación—. ¡Que retrocedan poco a poco
hacia…!
En ese momento lanzó un empellón al hombro de su
compañero y guardaespaldas y lo echó a un lado. Parvay
cargaba con una pica astillada que pasó junto al costado de
Gavein, desgarrando su capa, y se clavó en el escudo de
Browen. Se sintió arrollado por una fuerza descomunal, los
pies se le despegaron de lecho arenoso, giró en el aire y dio de
bruces contra el suelo.
Los cantos rodados de la orilla lo recibieron con un duro
golpetazo áspero que arañó la piel de su cara y lo aturdió
durante un largo instante. Cuando se volvió, Gavein luchaba
con Parvay. El clérigo había retomado su martillo de guerra y
323
lo volteaba con ambas manos sobre la cabeza. Tanteó a ciegas
en busca de su espada y se puso en pie, escupiendo a un
lado, con la cabeza todavía dando vueltas. Había perdido el
escudo y el cuchillo, así que se lanzó al combate con la espada
en alto y la sed de venganza reflejada en los ojos.
Con un estupendo mandoble partió el brazo de un clérigo
que luchaba a su lado. Brincó, dio tres grandes pasos y
empujó a otro monje sobre las lanzas de aquellos que lo
hostigaban. Esquivó un golpe cruzado, se agachó, y en una
vuelta, fugaz como un relámpago, cercenó la pierna de otro
adversario a la altura de la rodilla. La sangre empapaba su
armadura; la capa, hecha jirones, era un manchurrón de vida
derramada. Sentía el sabor dulce y ferroso en los labios,
penetrando su nariz. Saltó sobre la espalda de Parvay y buscó
con la punta de su espada una rendija en la armadura.
Cuando encontró un punto débil, clavó el arma hasta la
empuñadura, dando un grito brutal que acompañó al quejido
del clérigo. Gavein saltó al frente y aprovechó el instante para
rajarle el pecho de arriba abajo. Parvay dejó caer el martillo y
exclamó un ronco rezo, al tiempo que abría los brazos en cruz.
Un destello luminoso estalló, tal que una onda de abrasadora
claridad repentina. Todos a su alrededor fueron derribados
por la explosión. El aire matutino acarició el suelo con un
manto eléctrico de chasquidos y pequeñas centellas
luminosas. Muchos quedaron cegados o aturdidos. Parvay se
había esfumado. Su cuerpo, vuelto pedazos de carne
requemada y viscosas entrañas había salpicado alrededor. En
su lugar solo quedaba la inexpresiva máscara dorada, sobre
las rocas, cubierta de lágrimas de sangre.
Tras la repentina explosión de Parvay, Browen se
encontró sordo, ciego y llevado de la mano hacia la nausea y
el vértigo por la confusión. El griterío se había vuelto el lejano
rumor de una batalla. A sus ojos aparecían estrellas fugaces
que lo cegaban, y una claridad lechosa había devorado el día.
Trató de ponerse en pie, pero trastabilló sobre la arenosa orilla
y cayó en el agua. El contacto del líquido helado lo hizo volver
en sí y se revolvió para regresar a la pelea.
El sol asomaba a las nubes y el día crecía de forma
tímida. La lucha continuaba con denuedo y el agua del río se
teñía de carmesí. Gavein y unos pocos lanceros combatían con
los pies en la corriente, evitando resbalones, acosados por
aquellos fanáticos clérigos. Browen supo que no había
escapatoria. Todos deberían saberlo, pero él era el líder, el
príncipe Levvo, con todas las consecuencias de aquel cargo.
Sin embargo, a pesar de sus obligaciones, del nombre que lo
acompañaba desde el nacimiento, miró a un lado, en busca de
ella.
Leana y unos pocos bremmenses, empujados por el
combate, luchaban con el agua hasta las rodillas. Ella era una
324
imagen divina, estilizada, tan mortífera en cada movimiento.
Su espada era un aguijón luminoso que segaba la vida de
cualquiera que se acercase. Había perdido el escudo y detenía
los golpes o volteaba a un lado, aprovechando el tamaño de
sus oponentes antes de hacerlos caer y clavar su arma en la
espalda. Le pareció que se esfumaba en la distancia, tan
lejana que apenas podía reconocer su rostro. Gritó su nombre
en balde.
Todo pasaba tan rápido que no recordaba cómo había
comenzado la batalla, cuánto rato hacía que peleaban. Dio un
mandoble a un lado y corrió hacia Leana. El chapoteo del
agua le salpicaba en la cara y el pelo goteaba un caldo rosado
y cálido sobre sus ojos. Un clérigo cayó sobre él y se
sumergieron en las aguas. Pudo ver la máscara dorada, los
ojos huecos y, al fondo, un pozo de locura y muerte. Lo aferró
por el cuello, invirtiendo su posición y se puso sobre él,
espada en alto. Después descargó toda su fuerza contra la
cabeza del monje y la máscara se partió en dos con un crujido
hueco.
Apenas tomó aire antes de saltar al frente y continuar su
carrera hacia Leana. Había perdido el yelmo y luchaba
descubierta, con un brazo recogido contra el costado. Browen
gritó su nombre, o quizá tan solo fue un ronco quejido.
Apenas quedaban un par de hombres a su lado. La
sacerdotisa luchaba sola, dando espadazos al aire, invocando
el nombre de su diosa. Vio los dientes prietos, sus hermosos
ojos pardos prendidos en la rabia, rodeada de armaduras
abolladas, cuerpos desparramados sobre las rocas. Toda ella
resplandecía como un objeto divino, digno de la adoración de
los hombres. Repartiendo muerte y heridas de la misma forma
que él había recibido sus besos, sin compasión, con la misma
firmeza rocosa de su cuerpo. A sus pies una docena de
hombres muertos, como una ofrenda a la diosa guerrera, tan
femenina, tan ruda y combativa, amante y madre eterna de la
que todos venían y a la que todos regresaban. Nadie podía
alcanzarla. Los clérigos tropezaban entre ellos y lanzaban
zarpas y golpes, empujados por el odio. Ansiosa manada de
monstruos metálicos hambrientos de muerte. Nadie podía
alcanzarla porque era un haz de luz que flotaba sobre las
aguas, una aparición que repartía su bendición de muerte, su
sincero regalo a aquellos que la odiaban y que no merecían la
existencia de diosas como ella. Sin embargo, las garras de
metal y su ansia asesina desgarraron el aire en una
atropellada avalancha que la enterró bajo el agua.
Browen no podía apartar la mirada del lugar en que
Leana había caído. Los clérigos levantaban armas y puños y
golpeaban con saña. El agua y la sangre salpicaba a todas
partes mientras ellos se daban su sádico festín. Avanzó dando
espadazos a un lado y otro. Se revolvía de cada ataque y
325
después descargaba su furia. Amputaba un brazo, aplastaba
un cráneo, rajaba y pateaba a cualquiera que se le acercase.
Con la vista al frente, sin desviarse más que para repartir una
venganza momentánea desposeída de cualquier gozo. Leana
estaba muerta, tendida en el suelo, con el gesto roto y el
cuerpo deshecho. Hacía solo un momento que había
despertado junto a ella. Cubiertos por sus capas, vestidos
para la guerra, tan cerca y tan lejos el uno del otro. Como
siempre, desde el día en que la conoció, tan cerca y tan lejos.
Ese era el trágico sentimiento que amargaba su amor, la
armadura de metal que vestían sin saberlo, el emblema de sus
Casas, el nombre de sus familias.
No vio venir el hacha que partió su hombro. Se encontró
sobre la grava, con la respiración desaparecida y un dolor
inmenso que empapaba su cuello. La voz de Gavein resonó
como un trueno y él se volvió. Sintió el brazo flojo, como un
apéndice roto e inútil. Sobre él, el clérigo afianzó los pies y
levantó su arma una vez más. Todo cambió en un instante y
varios cuerpos cayeron sobre él. Escuchaba el metal romper la
carne y los aullidos a su oído, con el crujir de huesos y el
chapoteo resbaladizo. Gavein continuaba clamando su
nombre, como si pudiera salvarle con repetir aquellas seis
letras. Él también había gritado el nombre de Leana, pero
nadie lo escuchó. Nunca nadie lo había escuchado. Invocaban
el nombre del otro, como si pudiesen escapar por fin, huir de
la realidad de ser ellos mismos, volverse otros, lejos. Aunque
había cosas imposibles en la vida de un Levvo. El amor, la
felicidad, la sinceridad.
Browen se quedó tendido de costado. La respiración se le
rompía en mil vidrios quebradizos. Tenía los ojos puestos en el
cuerpo de Leana, a veinte pasos de él, como un pecio en la
corriente. Tan hermosa incluso en la muerte. Rota;
abandonada como un despojo de carne y sangre, destinada a
servir de adorno en los emblemas de sus asesinos. Su cabeza
sería empalada y llevada al frente de la Guardia Sagrada, su
pelo vuelto hirsuto, sin brillo, sería el penacho que ondearía
sobre sus asesinos. Ella no merecía aquello. Tenía que llevarla
lejos, a otro mundo, un mundo diferente. Se arrastró apenas
entre las piernas que luchaban sobre él. Deseó estar a su
lado, sentir por última vez el aroma de su piel. Un golpe de tos
le hizo escupir sangre y saliva y extendió un brazo hacia ella.
Gavein todavía gritaba su nombre y luchaba, luchaba por él,
hasta la muerte y más allá, contra hombres y dioses venidos a
la tierra. Nada podría detenerlo, aunque ya fuera demasiado
tarde.

326
CAPÍTULO 24

Desde lo alto de la tarima dio un vistazo alrededor. Habían


acudido la mayoría de las familias y prohombres de Ylarnna.
Todos con el espanto y el miedo en el rostro por el castigo que
acababan de presenciar. Tal como habían esperado, toda la
alta alcurnia de la ciudad serviría de vocero a la voluntad de
su Casa. El mensaje era alto y claro: dudar del propósito de
los Eana se entendería como una afrenta; faltar a la lealtad,
por acción u omisión, era la peor de las traiciones. La sangre
resbalaba en el filo del hacha y el verdugo todavía esperaba
una nueva orden para cumplir con su propósito.
Khymil Eana dio una vuelta completa sobre sí mismo con
los brazos en jarras y el semblante tan duro como era capaz
de aparentar un niño de doce años. Tenía el pelo fino,
recortado sobre las orejas, del color de la canela, y los ojos
redondos y brillantes, tan solo un poco más oscuros. La
vanidosa pose pretendía enmendar su tamaño, la boca torcida
el carácter, la fusta bajo el brazo, conquistar el mando que su
nombre merecía. Aunque, a pesar de todo, tenía la apariencia
de un paje con ropas de señor, un escudero espigado o un
estudiante en la capital del reino. Incluso su espalda era
estrecha y las piernas demasiado delgadas para cargar sobre
sus hombros el gobierno de Ylarnna. Y sin embargo, a pesar
de su apariencia y de sentir el desprecio velado por el miedo
en los ojos de sus siervos, eso era lo que había hecho desde
que muriera su padre, manejar las riendas de su ciudad con
autoridad y disimular el temblor en las manos y el corazón
palpitante.
En los soportales del patio se habían reunido algunos de
los más prósperos mercaderes de la zona. Hombres que
habían hecho fortuna comerciando a lo largo del río y con las
caravanas procedentes de las lejanas tierras más allá del
Swami Gar, o la ciudad bajo la piedra, Bauth Hum. Tras años
de viajes y negocio habían llegado a ser tanto o más ricos que
las nobles sangres de Ylarnna. Frente a todos ellos se
encontraba el viejo Attew Kuibala, cofrade mayor del gremio,
con el rostro contrito y las arrugas bajo las pobladas cejas
plateadas, como una cordillera de orgullo. A su alrededor, el
resto de familias burguesas, vestidos de terciopelos y sedas al
estilo misinio, con sus bonetes de altas plumas y chalecos
bordados de hilo dorado y piedras.
Al otro lado, en la escalinata de entrada a la casa de
gobierno y fortaleza de la casa Eana, las familias nobles de
Ylarnna. Los Boiki y los Hiss. Sus primos Rodel y Eric, con
sus parientes los Lamakil. Y también el viejo Kunt Eana, su
cuñado Wartel el Borracho, y la prolífica mujer de Kjant Rolin,
327
con sus doce vástagos alrededor, tratando de cubrir los ojos
de los más pequeños y apartarlos de la macabra escena.
Todos en silencio, un silencio sepulcral y pesado que caía
incluso sobre el populacho que se agolpaba a las entradas del
patio.
Sus ojos se detuvieron en los de Rodel y Eric Lamakil.
Dos hermanos que apenas se llevaban un año de edad, pero
tan diferentes como la noche y el día. Rodel era alto y bien
plantado, rubio, con un bigotillo puntiagudo bajo la nariz
pequeña y redonda. Por el contrario, su hermano Eric era bajo
y moreno, de aspecto hosco, unicejo, tan robusto que su
cuello era amplio como la poderosa mandíbula. Esos eran sus
codiciosos primos, girando y girando en torno a su casa,
atentos a cualquier debilidad para lanzarse sobre él y su
madre.
Khymil continuó recorriendo con la mirada todo el lugar
hasta que encontró lo que buscaba. Torció el gesto y dejó
escapar una risilla con la pretensión de darse un aire de
autoritario señor. En un lateral, camuflado entre la multitud,
estaba Max Trent. Toda aquella representación, toda aquella
parafernalia sobre el respeto y la lealtad. Aquel baño de
sangre de cara a las masas, el concienzudo acto
ejemplarizante. Todo iba dirigido a él, el joven sobrino de
Likud Trent. Para que con el temor empapando sus calzones,
regresara al galope y, a los pies de su tío, banderizo de los
Eana, proclamase la suerte de aquellos que ignoran las
órdenes.
Khymil dio un paso amplio, tragó saliva y, evitando la
sangre que formaba espesos charcos a sus pies, se acercó a
Ruel de Arenoso. Estaba maniatado a un cepo, con la cabeza
sobre el tocón empapado en sangre y restos de carne y hueso.
Cual plebeyo, lo habían deshonrado de la peor de las formas
para un joven de su alcurnia, cuyo blasón mandaba una urbe,
dos villas, varias aldeas y un centenar de granjas. Con la
camisa rasgada tiritaba de frío, o de temor, y ocultaba la
mirada tras el oscuro pelo que le caía sobre el rostro. Tenía el
mentón pequeño y el labio inferior rosado y grueso, trémulo
como las manos. A su alrededor, los cuerpos descabezados de
los que habían sido sus hombres. Las cabezas se apilaban en
un cesto; ojos salientes y bocas aullantes en un silencioso
grito.
—¡Así...! —exclamó Khymil, pero su voz le sonó extraña,
insegura e infantil. Tomó aire y continuó, cargado de rabia—.
¡Así se paga la traición a Ylarnna! —exclamó al tiempo que
apuntaba con la fusta hacia Ruel y después describía un
círculo sobre los cuerpos muertos bajo él—. No hay excusa
posible para aquellos que buscan alianzas y construyen
traiciones. Ylarnna elige su propio destino. Ofrece la libertad y
el futuro y, a cambio, solo exige lealtad, honor y sacrificio. —
328
Se detuvo y repitió la vuelta en sentido contrario—. Este
hombre ha actuado contra los intereses de mi Casa. Quien va
contra los Eana, va contra Ylarnna. Las órdenes de mi padre
habían sido claras. Ylarnna no tomará partido por los misinios
y sus amigos de Kjionna. Tampoco defenderá al rey extranjero
y su estirpe de sangre sureña. Ylarnna mira por sí misma y
por sus hijos. Y aquel que no respete tales intenciones es un
traidor y como tal será tratado.
«Ruel de Arenoso. —Khymil puso la punta de su fusta
bajo la barbilla del hombre y levantó su rostro—. Serás
condenado por traición y tu casa pagará cara su rebeldía.»
Hizo un gesto con la mano y dos guardias pasaron sobre
los cadáveres y abrieron los grilletes de Ruel.
—Encerradlo —ordenó—. Enviad un jinete a su padre.
Quiero una explicación y una compensación. —Bajó la voz y
enfrentó su mirada con la de Ruel—. Tu padre pagará con su
cabeza o con la tuya. No te quedan muchos días, y me
aseguraré de que los pases encerrado.
Ruel de Arenoso gimió de forma penosa cuando se lo
llevaron a rastras.
Nadie levantó la voz por él. El silencio se convirtió en un
murmullo. Khymil miró sus zapatos; se había manchado de
sangre. Bajó de la tarima rápidamente y, en pocos pasos, se
plantó en la escalinata de entrada a la casa de su nombre.
Todos se hicieron a un lado ante su impetuoso paso.
—¡Mi señor! —exclamó Mikail, el viejo que ejercía de
heraldo del consejo— ¡Mi señor, hay que convocar el gobierno
de la ciudad de forma urgente!
Khymil se detuvo en el mismo momento que los guardias
abrían el portón de entrada. Dio la vuelta sobre sí mismo con
expresión de enojo, resaltada por el rubor adolescente en el
acné de sus mejillas. Mikail no era tan viejo como parecía.
Con las cejas caídas en un perenne gesto de preocupación y el
pelo escaso, negro y aceitoso como la pez. Alzaba las manos,
como en una plegaria, y entre sus finos labios escapaba un
plañidero quejido.
—¡Hay que convocar al gobierno! —insistió el viejo.
—¿Por qué? —preguntó de forma muy poco respetuosa.
—Pe... Pero... —tartamudeó con las manos en alto, la
palma hacia arriba, como si mostrase una evidencia—. Hay
una guerra en el norte, mi señor. Los misinios han invadido el
reino. El Halcón de Kjionna, Kregar Kikkuril, se ha unido a
ellos y marcha camino de Kivala para reclamar el trono. Dicen
que el mismo rey ha muerto ya a manos de Kregar...
—Son rumores —desdeñó sus súplicas—. Nada más que
conjeturas y habladurías. No tomaré en serio nada de ello
hasta que regresen los exploradores y confirmen lo que dices.
—Mi... Mi señor —sus ojos se abrieron como platos—,
dicen que a su paso llevan el cuerpo muerto del rey... —tomó
329
aire y bajó la voz para continuar en un susurro— decapitado.
—Todo son bobadas para desviar la atención y
extraviarnos en la mentira. No podemos errar con un asunto
de tal grosor.
—La guerra ya ha comenzado, mi señor. Recibimos
mensajeros de los Levvo y también de Kikkuril y de Kivala con
el mismo sello imperial...
—De momento, se actuará conforme a las órdenes de mi
padre.
Ante la desdeñosa mueca de su amo, Mikail bajó los
brazos, a los que siguieron los hombros en un movimiento
derrotado.
—Vuestro padre no dejó ninguna orden —anunció.
Khymil se tapó el rostro con la mano enguantada y
refunfuñó, exasperado.
—¡Está bien! ¡Está bien! —asintió con una falsa sonrisa
—. Reúne al gobierno. Pero antes debo visitar a mi madre. Son
momentos delicados para ella, y tribulaciones como las tuyas
solo le traen malos sueños y angustia.
El joven señor de Ylarnna mostró los dientes, contuvo su
rabia y salió disparado hacia la oscuridad tras el portalón de
entrada. Tras él quedaron sus parientes, cargados de
inquietud, y demás nobles y consejeros del gobierno. El viejo
Mikail se volvió hacia ellos con el rostro asolado y palabras
trémulas a los labios.
—Hay que detener esta locura —dijo.

El interior de la casa de los Eana no era espartano, aunque


tampoco hacía gala de las auténticas fortunas que el comercio
había traído a la ciudad. Había tapices desgastados y
cubiertos de polvo, tan viejos como las escenas que
retrataban. Los muebles eran sólidos, de maderas
provenientes de la profundidad del gran bosque de Oag, y las
armas de las paredes estaban oxidadas, con alguna telaraña
abandonada. Los gobernantes de Ylarnna, sin duda alguna,
habían gozado del respeto y la consideración de toda Aukana
y parte de Misinia, algo tan lejano y ausente como el calor en
los muros encalados de su mansión. El blasón de los Eana era
una cotiza dorada con tres flores sobre una campaña en gules
y dos ciervos rampantes. El escudo coronaba todas las
puertas, pero se veía apagado y falto de color.
Khymil cruzó el salón a paso vivo, sus pisadas resonaron
en la madera. Se quitó los guantes y los arrojó al suelo junto
con la fusta de monta. La actitud de Mikail lo había enfadado,
especialmente por cuestionar sus órdenes frente a tanto
prócer y familiar. Ser discutido por su aspecto, su edad o su
vivo carácter le hacía perder la cabeza. Como había dicho al
viejo en la escalinata, seguirían las órdenes de su padre, pues
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esa era la mejor opción para Ylarnna; la única opción.
Ankal Eana había muerto tras una breve pero intensa
enfermedad que lo convirtió en un ser babeante, incapaz de
valerse por sí mismo. Algo que no merecía y que, para un
gobernante de su ímpetu y valía, había sido la peor de las
muertes. Khymil nunca había imaginado un final tan patético
y doloroso como aquel. De hecho, no había imaginado un
final. Su padre parecía predestinado a gobernar hasta el fin de
los tiempos. Tras su muerte solo dejó el vacío. Pero pasados
unos días, Khymil lo descubrió todo. Un juego tan audaz que
pondría a prueba su astucia.
Abrió una puerta doble con esfuerzo y quedó bajo el
quicio. Al final de la habitación, tendida sobre un diván,
estaba su madre, Lilit Eana. Su cuerpo desaparecía entre los
pliegues del ancho vestido negro de cuyos brazos colgaban
cintas escarlata que se derramaban sobre ella. Tenía el rostro
recostado en el respaldo, los ojos abiertos, con el aspecto de
un reptil céreo. Había sufrido tanto durante las últimas
semanas… La enfermedad de su marido y señor, la rápida
degeneración de su cuerpo hasta que la podredumbre dejó de
él un pellejo quejumbroso que sudaba humores pestilentes.
Había sufrido mucho.
Khymil se acercó, amortiguando sus pasos hasta llegar a
ella.
—Madre —dijo antes de clavar una rodilla en tierra—.
¿Cómo te encuentras, madre?
Lilit levantó la mirada hacia su hijo, poco a poco, como si
escuchase una voz desconocida y lejana. Tras un largo
instante sonrió y acarició su mejilla con la mano.
—Mi hijo, señor de Ylarnna.
Él asintió y se mordió la boca en un gesto que pretendía
reafirmar aquella afirmación.
—¿Cómo fue todo?
—Bien, madre. —Tomó su mano entre las suyas—. He
ordenado una reunión del consejo para hoy mismo. Hay temas
que deben ser tratados con la máxima urgencia.
Ella sonrió, cándida. Sus ojos claros no tenían brillo
alguno, tan solo un irritado velo acuoso.
—Mi hijo se ha convertido en un gran gobernante. Tan
pronto, tan joven.
—Soy joven. —Se llevó una mano al pecho y habló con
rotundidad—. Aunque tuve un gran maestro. Juntos lo
conseguiremos. Ylarnna vencerá a la adversidad. Madre,
debemos ser fuertes.
—¿La adversidad? Esto es mucho peor. No es cuestión de
fortuna ni el destino; es una maldición, la maldición que
acabará con nuestra casa.
—Madre —la cortó—, no hay más maldición que la de los
traidores que nos acechan desde hace tiempo. Pero pronto
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acabaremos con ellos. Debes confiar en mí y en padre.
Lilit se desinfló en un suspiro. Las mejillas de piel
prematuramente cuarteada se unían a la piel transparente del
cuello. Khymil tragó saliva y la contempló en silencio. Ella
cerró los ojos y se quedó quieta, como si estuviese muerta. El
rostro exangüe y frío, las manos raquíticas sobre el vientre. Él
la tomó entre las suyas, al principio de forma insegura, pero
después con fuerza, tratando de darle calor. Entonces sintió
una congoja y amagó un gemido al tiempo que apretaba con
fuerza las manos de Lilit. Khymil cerró los ojos con fuerza y
murmuró para sus adentros que debía ser fuerte, que debía
seguir el plan, debía ser un hombre, un guerrero noble que
gobernara el destino de su ciudad y el de su familia. Su padre
así lo deseaba.
Expulsó el aire por la nariz y volvió en sí. Sus manos
eran más pequeñas que las de su madre. No eran las manos
de un hombre, no las de alguien destinado a proteger y
guardar.
—Madre... —murmuró indeciso—. Hay una cosa que
deberías saber. Algo sobre padre.
No hubo respuesta. Las cejas se le desplomaron sobre los
ojos y en un instante pareció tan vieja como el polvo, como si
fuese a desaparecer con el aliento de sus palabras. Si
pronunciaba su nombre, ella se volvería el humo de la pira
funeraria que llevaba en su corazón. Khymil se mordió la
lengua y miró a otra parte. Esperó un instante, lo suficiente
como para escuchar las palabras en su interior y después
repetirlas.
—Todo marcha según lo previsto, madre. Los planes de
padre van por buen camino. He enviado un mensaje a los De
Arenoso para que respondan de su traición o será Ruel el que
pague con su vida.
Lilit dejó caer la cabeza sobre el reposabrazos del diván
con un largo gemido.
—¿Qué está ocurriendo? —se compadeció en un plañido
—. ¿Qué tiempos son estos que los siervos traicionan a sus
señores? Los pactos se rompen, las alianzas se quiebran. En
qué mal momento se vuelve todo contra nosotros. Los dioses...
Los dioses son vengativos.
—Madre, no...
—Vanaiar no acepta la traición —murmuró con creciente
excitación y aferró su mano con fuerza—. No gusta de los
hombres que faltan a su palabra. Por eso envió a tu padre la
enfermedad que le comió el entendimiento y el cuerpo.
—Madre —trató de aferrarla contra el mullido diván—,
cálmate y descansa. Estás exhausta por todo lo ocurrido...
—Esa es la muerte que los dioses envían a los cobardes.
—¡Madre! —gritó él—. ¡Basta ya!
—¡Pues arréglalo! —forcejeaba con su hijo con la mirada
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llena de furia—. ¡Haz que todo vuelva a su lugar!
Khymil dudó un instante, la tomó por los hombros y la
zarandeó, preso de repentina rabia.
—¡Calla! ¡¿Qué estás diciendo, madre?!
—¡Haz que vuelvan! —exclamó ella, luchando por
liberarse—. ¡Quiero que vuelva tu padre! ¡Que vuelva tu
hermana! ¡Haz algo, algo para volver todo a su lugar!
Lilit golpeó en el pecho y el cuello a Khymil que cayó
hacia atrás y quedó sentado en el suelo con el gesto
espantado.
—¡¿Por qué tenían que morir ellos?! —gritó Lilit al tiempo
que se estiraba los cabellos con ambas manos— ¡¿Por qué?!
En ese momento las puertas a su espalda se abrieron de
un golpetazo y varias criadas entraron en tromba y corrieron
hasta el diván. Lilit continuaba aullando y golpeando y dando
patadas y codazos al aire entre convulsiones. Su hijo estaba
pasmado, con la boca abierta, paralizado por el terror. Las
sirvientas pasaron a su lado y trataron de refrenar los
espasmos de su madre.
—¿Os encontráis bien, mi señor? —preguntaron a su
espalda.
Khymil escuchó la voz de Mikail, pero no podía girarse, ni
siquiera podía pestañear. La vista fija en el rostro desfigurado
por la locura de Lilit y su voz, los aullidos desgarrados que
llamaban a un marido muerto.
—Señor... —Mikail tocó apenas su hombro.
Él tragó saliva y resbaló al ponerse en pie. Se miró las
manos, temblorosas como las de un anciano. Sabía que Mikail
también estaba allí, juzgándolo con la mirada. Todos estaban
allí, frente a él, comprobando su miedo, haciendo real la
maldición de un dios contra la cobardía de su sangre.
Una ardiente indignación le creció desde el estómago.
Con un gruñido empujó al viejo consejero y pasó entre los
otros nobles y próceres que se habían reunido en la casa.
Llegó a la base de las escaleras y se dio media vuelta de forma
iracunda, con el rostro contrito por la rabia y una mueca
despechada. Mikail ya no tenía el gesto desolado que
acostumbraba vestir. Parecía decepcionado, como un profesor
que ha agotado su paciencia. También su tío, Kunt Eana,
tenía esa lengua de desprecio con la que lamía su aplomo
desde la distancia. Todos estaban allí, sus primos Rodel y
Eric, los Lamakil, dispuestos a conspirar a sus espaldas, a
cuestionar sus órdenes, el plan de su padre.
Khymil subió corriendo las escaleras. Ahora, además de
enfadado se encontraba tan rabioso que bramaba como un
toro. Pronto se lo demostraría a todos; a su madre, a Mikail y
al consejo de gobierno, a los burgueses y comerciantes, a los
De Bruswic, De Arenoso y Trent. Pronto demostraría que el
raquítico hijo de Ankal Eana, aquel muchacho pálido y débil
333
podía ser cualquier cosa, incluido el señor de Ylarnna. Él era
la pieza clave para el intrincado plan de su padre y solo él
conocía la verdad.
Dio un tirón y se arrancó los botones de la camisa. Le
costaba respirar. Sentía el sudor empapando su pecho. Tenía
las mejillas ardientes y los ojos le escocían, reteniendo las
lágrimas. Abrió la puerta al adarve exterior y corrió a lo largo
de un estrecho muro. A un lado, el tejado de pizarra se veía
empapado y resbaladizo. Alcanzó una pequeña torreta
abandonada, se coló tras la puerta y cerró. Ese era su lugar,
siempre lo había sido. Nadie más los encontraría allí. Era un
gran escondite para los señores de Ylarnna.
Recogió las piernas contra el pecho y hundió la cara en
las rodillas mientras recuperaba la respiración. Abrió los ojos
y los cerró con fuerza. Veía luces brillantes y soles negros
frente a él pero, en un momento, desaparecieron y todo se
hizo penumbra. Se encontraba mejor. Pasó los dedos por el
pelo. Tenía el pulso alterado y la frente sembrada de perlas
saladas. Dejó la coronilla sobre las maderas y pasó la lengua
por los labios. Todo había pasado.
Su padre emergió de las sombras.
Vestía un chaleco verde, con cuello amplio, sobre una
camisa blanca bordada de plata en la pechera y los puños.
Tenía la barba bien recortada a lo largo de su larga mandíbula
y el pelo limpio y peinado con fuerza de frente a nuca. Un
aroma a flores lo acompañaba, una esencia fuerte, un tanto
viscosa, como los aceites con que se acicalaba en las
ocasiones especiales.
—¿Qué te ha ocurrido? —preguntó con su voz grave,
gesto grave.
—Nada —respondió en un mal susurro—. Me venció la
presión.
—Debes ser fuerte, hijo mío —respondió su padre y
alargó una mano hasta él—. Mi fe está puesta en ti. Pronto
acabará todo.
—No deberías haberte ocultado.
—¡Sabes que tenía que hacerlo! —exclamó—. Era la única
manera en que podemos desenmascarar a los traidores.
Pronto veremos quién está a nuestro lado y quién a la espalda.
¿Esperabas que yo me dejase asesinar? ¿Yo? ¡Soy Ankal Eana!
¡Señor de Ylarnna! Y tú eres mi hijo, mi heredero. Debes ser
fuerte. Eres mi único confidente.
—Por lo menos a ella... —balbuceó, conteniendo el llanto
—. Madre debía saber la verdad.
—¡No! Escucha, hijo, ha sido terrible también para mí.
Fingir la enfermedad, el entierro, todo mentira. ¿Sabes por
qué? —Esperó un segundo y sonrió ligeramente—. Por el
futuro de nuestra Casa. Para conseguir lo mejor para Ylarnna
y demostrarles que mi hijo puede ser un gran gobernante. A
334
veces un líder debe sacrificar mucho para ganar más. Solo te
pido que aguantes. No te hundas.
Khymil sorbió los mocos y algunas lágrimas se
descolgaron sobre los redondos pómulos. Tomó aire con fuerza
y tartamudeó un ahogo, tragó saliva y asintió, empujando su
compostura garganta abajo.
—He ordenado una reunión con el consejo de gobierno
para la tarde.
—¡Maldita sea!
—Es ese Mikail —explicó con voz nasal—. No para de
exigir órdenes y complicarlo todo.
—Están conspirando. —Ankal Eana paseó una suspicaz
mirada por los polvorientos y oscuros rincones—. Hablan a
espaldas nuestras y se preparan para hacerse con el poder.
Los Eana y los Lamakil ansían ver desaparecer a mi progenie.
Ellos han sido la mano que tramó mi muerte. Fingen sorpresa
y congoja, pero en realidad están llenos de rencor y odio.
Pronto se precipitarán y delatarán su ardid. Desconfía de los
halagos y los cumplidos de aquellos que te rodean, son
palabras falsas que buscan una debilidad, una distracción
para acabar contigo.
—Lo sé, padre. Los veo tramar y conspirar; a ellos, a
todos ellos.
—No puedes confiar en nadie.
—En nadie —murmuró Khymil.
—Estás solo en esto, hijo mío.
—Estoy solo —cabeceó el muchacho.
Un velo de taciturna responsabilidad se instaló en sus
ojos.
Ankal golpeó la mano con el puño.
—¡Ya sabes cuál es el plan!
—Lo sé. Solo yo lo sé.
—Solo tú lo sabes, así es. —Hizo un gesto satisfecho y
puso su mano en el hombro del chico—. Sabes cuánto te amo,
hijo mío. Toda mi confianza está puesta en ti. Juntos
construiremos el futuro de esta Casa, pero hay que esperar
más. Hasta que vuelvan nuestros agentes con noticias. Es
probable que Khymir no haya muerto y se oculte también para
retornar al trono. Los misinios y Kregar no se acercarán por
aquí si tienen la sospecha de que el rey vive. Arrasarán todo
hasta encontrarlo. Y mientras...
—... mientras nosotros nos haremos fuertes.
—Eso es, hijo mío. —Lo tomó por el pelo con afecto—. Por
eso debo permanecer oculto hasta que todo esté listo. Ese será
nuestro momento.
Khymil se mordió los labios y sorbió los mocos de nuevo.
—¿Qué haremos con ella, padre?
Ankal afiló la mirada y sonrió de forma tétrica. Su rostro
estaba limpio, el bigote y el pelo recortado. Su lujoso chaleco
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verde adornado de plata en el pecho despedía un apagado
destello en los pliegues.
—Ella es tu baza, hijo. Tu ventaja.
—He pensado en algo, padre —añadió sin afectación
alguna—. Algo que nos ganaría la lealtad de las otras Casas
aukanas. Una alianza definitiva para acabar con los traidores.
—Una manera de liderar la guerra contra Kregar y los
misinios.
—Ella es nuestra.
Su padre desapareció de nuevo en las sombras.
—Todo a su tiempo, hijo —habló desde las profundidades
—. Todo a su tiempo.
Khymil asintió sin pestañear y volvió la vista a un lado.
Un ventanuco estaba cerrado junto a él. La contraventana era
pequeña, de apenas dos palmos de ancho. Entre sus maderos
se colaban finas hebras de luz. Se arrodilló y abrió el postigo.
El aire fresco le golpeó en la cara con fuerza y arrastró las
lágrimas hasta convertirlas en finas cicatrices en las mejillas.
Se asomó con cuidado. El muro caía una veintena de varas
hasta un patio empedrado.
Las dos chicas se encontraban sentadas junto a un pozo.
Una de ellas hablaba, aunque desde la altura no podía
escuchar su voz. La otra se apoyaba en el reborde de piedra y
contemplaba la oscuridad al fondo del pozo, quizá el lejano
reflejo de la luz en el agua. La otra hablaba y gesticulaba y se
llevaba las manos al rostro para enjuagar su llanto. Aunque
tanto aspaviento plañidero no parecía causar efecto alguno.
Contemplaba el pozo, quizá con los pensamientos lejos, muy
lejos. Hasta que, de repente, levantó la mirada hacia la torre
principal de la casa Eana, justo hacia el pequeño ventanuco
en que se encontraba Khymil. El pelo le cayó a los lados y él
pudo ver sus ojos. Los oscuros ojos de Vanya Muwall, la
princesa mestiza.

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CAPÍTULO 25

Desapareció en la oscuridad y escuchó el chapoteo. Su


imagen, en la profundidad del pozo, se deshizo en una caótica
red de ondas. Vanya buscó otro guijarro que arrojar, pero no
encontró ninguno. Miró a su alrededor y suspiró con hastío.
El patio cerrado no le dejaba muchas más distracciones y
Shana se había convertido en una carga que no la ayudaba en
absoluto. Vanya no le prestó atención, torció el gesto y se alejó
unos pasos de su desconsolada prima. Ni siquiera sabía por
qué lloraba ahora. Había comenzado a recordar a su familia,
en el lejano sur, y musitando sus nombres y lo mucho que los
amaba se había derrumbado en un torrente de lágrimas.
La princesa caminó con la vista puesta en los altos
muros a su alrededor y dio un par de vueltas cerca de los
soportales. Era un patio interior en la casa de los Eana, el
único lugar desde el que podían tomar el aire fresco. A un
lado, la puerta a sus habitaciones permanecía abierta,
mientras que al otro, una doble hoja de recia madera con
remaches de hierro cerraba sus posibilidades de escapada.
Vanya no podía imaginar el resto de la casa de los Eana.
Recordaba la ciudad de Ylarnna, y también la lluvia y una
veintena de jinetes que las empujaban y las arrastraban en
volandas. Eso la hizo llevarse la mano al antebrazo y levantar
la manga de su vestido. La carne todavía estaba amoratada y
dolorida por el trato que le dispensaron los guardias cuando
las capturaron. Arrugó la nariz y prometió que ninguno de
ellos quedaría impune.
Shana aspiró de forma desolada y dio una bocanada de
aire al tiempo que emitía un quejido.
—¡Basta ya! —exclamó Vanya tras darse la vuelta como
un vendaval.
—Lo... lo siento —tartamudeó la muchacha.
—Hay cosas más importantes que llorar y compadecerse,
Shana.
Aquellas palabras produjeron el efecto contrario al
deseado en la joven dama, que rompió en nuevos sollozos y se
llevó las manos al rostro.
—¡Basta! —exclamó Vanya con un gesto de rabia, pero al
comprobar que Shana continuaba con sus quejidos, se acercó
y la obligó a descubrirse el rostro—. Te he dicho que no quiero
escuchar más lloros. Eres familia del emperador Afzal y mi
dama en Aukana. Muestra un poco de orgullo, por favor.
Pareces una... —la observó de pies a cabeza, cargada de
desprecio— tonta.
La muchacha sorbió los mocos y parpadeó varias veces.
Tenía los ojos irritados y húmedos, llenos de capilares que
337
brotaban del mucho lloriquear y el mal dormir. Vista así,
aparentaba menos edad de la que tenía. Parecía solo una niña
que miraba a su prima con una mezcla de adoración y
respeto, un anhelante deseo de solucionar las cosas, de que
todo fuera un mal sueño del que debía ser despertada. Pero
Vanya no podía hacer que las paredes se esfumaran, ni los
guardias, ni el miedo a la guerra, a la oscuridad de un lugar
ajeno cuando se acostaban en un jergón de paja. Vanya ni
siquiera podía hacerla olvidar los días pasados, la escapada de
Kivala y su caída en manos de aquellos traidores al rey.
A veces, Shana se despertaba en la noche y recordaba la
cabalgada, perseguidas por Ruel de Arenoso y sus soldados.
Trataba de recuperar el sueño, pero el pecho le explotaba con
cada latido del corazón y los miembros se le volvían rígidas
estacas. Cerraba los ojos y escuchaba los gritos de Pykewell
para que escaparan, y también el chapoteo de los cascos en el
camino, casi encubriendo el resuello de sus perseguidores.
Vanya, montada en Auka, se alejaba cada vez más y más en el
camino bordeado de foresta salvaje, y ella sentía las garras de
aquellos hombres armados que la arrancaban de la silla. Todo
daba vueltas, la agarraban, resbalaba y después caía sobre el
fango y perdía la respiración. El estómago se le comprimía en
un doloroso boquete y, tras el golpetazo, daba una bocanada
huérfana, incapaz de tomar aire y librarse del ahogo,
retorciéndose en el fango. La cabeza dando vueltas, empujada
por las nauseas y el palpitar de los músculos. Aunque el dolor
de huesos no fue nada comparado con la imagen de Vanya,
mirando sobre el hombro, echando mano de la rienda y
regresando. Con semblante marcial, dio la vuelta y volvió por
ella. Se entregó antes que dejarla sola en manos de sus
asaltantes. Y eso hizo que Shana se sintiese todavía peor,
como un estorbo inútil y prescindible. Aunque Vanya no sabía
nada de todo aquello, y se enfurecía ante el temeroso carácter
de su prima y lo blando de su porte.
—Escucha —dijo la princesa—, todo va a salir bien.
¿Comprendes? No pasa nada.
Vanya suspiró mientras contemplaba el desolado rostro
de su prima. Pálida, ojerosa y con el arrullo latiente en los
pómulos.
¿Qué podía hacer con la joven Shana? Quizá no hubiese
sido buena idea hacerse acompañar por ella en su escapada.
Tampoco el bardo Pykewell resultó de mucha ayuda. Mejor
hubiera sido mantener su plan en secreto, dejar a su prima en
Kivala y correr sola al encuentro de Kregar Kikkuril. Aunque
no conocía los caminos y viajar sola era mucho más peligroso
en aquellos tiempos, sin una tapadera, una mentira que
contar a aquellos que se cruzasen con ella. La mascarada
urdida por Pykewell sonó bien a oídos de la princesa, pero a
pesar de todo, Ruel de Arenoso las había descubierto y
338
tomado para él. ¿Cómo podían haber supuesto que los
banderizos de Ylarnna se encontraban entre la espada y la
pared? ¿Cómo dar por hecho que los Eana habían traicionado
a su padre? Debería haber prestado más atención a los
progresos de la guerra, a los pactos y juramentos que los
nobles hacían cuando se postraban frente al trono.
A pesar de todo, contaba con la fe ciega, la seguridad más
absoluta, de que aquel momentáneo percance se solventaría
con el ejército de su padre ante las puertas de Ylarnna y el
escarnio posterior a ese mocoso de Khymil Eana que había
heredado el gobierno de la ciudad. Aunque mejor sería que
fuese Kregar, con su caballería pesada, cabalgando cual
terremoto, el que se presentase con sus gallardos caballeros y
las coloridas enseñas frente a las puertas de la ciudad. El rey
no podría negarse a concederle una recompensa, y el
matrimonio sería la mejor opción. Después, tras la guerra,
Kregar y ella serían reyes y construirían una Aukana fuerte y
unida bajo el buen gobierno.
—¿Cómo lo sabes? —la interrogó Shana, sacándola de su
ensoñación.
—¿Cómo sé qué?
—¿Cómo sabes que todo saldrá bien?
—Porque lo sé y ya está —respondió ella con rotundidad
—. Soy Vanya Kaikú, la princesa de Aukana, y te digo que
todo va a salir bien.
—Pero y si no sale bien... —insistió Shana, suplicante—.
¿Qué podemos hacer?
—¿Es que no me escuchas? —la atajó Vanya,
malhumorada, y soltó sus manos con brusquedad—. Soy la
única hija de Khymir Kaikú. El rey vendrá y nos sacará de
aquí, por decreto o por la fuerza de las armas, pero esta
traición no quedará así.
Shana abrió la boca y el llanto asomó a sus ojos de
nuevo.
—¿Otra batalla…? —masculló—. Otra batalla no, por
favor.
Vanya negó con la cabeza y cruzó los brazos frente al
pecho. Sabía a qué se refería su prima. En su camino de
regreso a Arenoso, Ruel y sus hombres se encontraron con un
destacamento de los Eana. Sorprendidos con la princesa y su
dama, se entabló una discusión sobre a quién pertenecía el
derecho a retenerla que acabó con una trifulca armada. Vanya
nunca había visto morir a un hombre por la fuerza del metal,
Shana tampoco, y aquella fue la primera vez. Uno de los
hombres de Ruel fue golpeado con un mazo en el rostro. El
mentón se le hincó bajo la nariz, en una explosión de sangre y
saliva, y el cuerpo del hombre cayó muerto como un
espantapájaros sin apoyo. Recordaba los ojos fuera de sí de su
prima al contemplar el cadáver, y pensó que era un
339
comportamiento pusilánime y débil. Aunque, en realidad, ella
tampoco pudo mirar aquel cuerpo sin cara que se retorcía en
espasmos incontrolables sobre el fango del camino, y que la
visitó en sueños las noches venideras. A pesar de todo, se
recordaba que era Vanya Kaikú, y se mordía las tripas,
despreciando la vida y la muerte en pos de un más alto
destino.
—Eso son tontadas —escupió Vanya—, recuerda quién
eres y compórtate con aplomo. Si hay una batalla, nosotras
estaremos lejos, y si estamos cerca haremos lo que se espera
de nosotras.
—¿Huir?
—Luchar por los nuestros.
—Pe... pero, Vanya, ¿cómo voy a luchar yo por nadie?
—No en el sentido estricto de la palabra, Shana. —La
princesa chasqueó los labios de forma desdeñosa—.
Oponiendo resistencia, haciendo cualquier cosa que facilite
nuestro rescate. Cuando llegue el momento, el rey entrará por
esa puerta y pondrá fin a todo esto.
—No estoy muy segura de querer ver al rey —añadió con
un fino hilo de voz—. Esta vez me la voy a cargar, Vanya. Me
casará con algún viejo caudillo de jinetes y me convertiré en
su concubina. Las esposas viejas siempre torturan a las más
jóvenes. Tendré que dormir en el suelo y ya no habrá más
baños con especias y aceites. Esta vez no habrá misericordia
para mí.
—¡Por favor! —gritó Vanya—. ¡Deja de gimotear!
—Pero es cierto, prima mía —insistió ella—. No
deberíamos haber escapado. Fue una mala idea. Una idea
terrible.
—¿Acaso preferirías verme casada con el vástago de los
Levvo? —saltó Vanya, indignada.
—Ese era el acuerdo de tu padre. Podrías haberlo
respetado y ahora no estaríamos aquí. La culpa es tuya. Tú
me obligaste, me arrastraste al capricho de tus aventuras
estúpidas...
Vanya lanzó un bofetón a la cara de su prima, que se
quedó con la boca abierta, mirando a un lado. Su mejilla
enrojeció, al tiempo que las lágrimas brotaban de nuevo en
sus párpados.
—No seas insolente, Shana —ordenó Vanya, adusta como
un arma afilada—. Estoy cansada de tus lágrimas, tus quejas
y tu complacencia. Es una actitud lamentable que no nos
lleva a ninguna parte. Si vas a llorar otra vez, será mejor que
lo hagas lejos de mí. No quiero escuchar tus gimoteos.
La muchacha salió corriendo en dirección a sus
aposentos y ella se quedó sola, con el ceño fruncido y los
puños cerrados sobre el regazo. No había lugar para la
derrota, no en ella; tampoco para el error ni el
340
arrepentimiento. Era la princesa de Aukana, hija de reyes, un
tesoro para cualquier hombre. Esos pensamientos bisbisearon
a su consciencia, mientras en lo profundo del pozo, su reflejo
se volvía una mancha clara, deforme en sus facciones,
rodeada de la oscuridad sólida del agua helada.

Esa misma tarde, ambas jóvenes se habían sentado en una de


las bancadas de piedra. El sol comenzaba a ocultarse tras los
muros de su prisión, los goznes de la puerta chirriaron y
varios hombres armados entraron en el patio. La guardia de
Khymil Eana vestía petos de cuero repujado, con brazales y
coderas articuladas hasta los hombros y tachonados con
pequeños remaches metálicos. Llevaban por yelmo un
pequeño casquete y cargaban unas gruesas lanzas que,
además de la puntiaguda asta, disponían a un lado de un filo
largo y estrecho para golpear. Tras ellos entró su joven señor,
con las manos a la espalda, en una actitud satisfecha, casi
feliz. Lo acompañaba Mikail, un viejo consejero que había
servido a su padre durante años.
Khymil era un muchacho raquítico y enfermizo, de
hombros recogidos bajo el cuello. Tenía los ojos grandes y
brillantes, apenas parpadeaba y, a pesar de sonreír a Vanya,
torcía la boca en un gesto intraducible. Su pelo, recortado
bajo las orejas, caía hirsuto como una cortina arenosa.
Caminó a largos pasos, con las puntas de los pies hacia fuera,
estirando las rodillas, como si ejecutase un ridículo baile.
Vanya lo observó, pasmada e intrigada por esa sonrisa tan
infantil y malévola en el fondo.
—La espalda recta, barbilla arriba —ordenó Vanya a su
prima, y se irguió al tiempo que alisaba la falda de su vestido.
El joven señor de Ylarnna se detuvo a unos pasos de ella
y, sin abandonar la sonrisa, le dedicó una reverencia
exagerada.
—Mis saludos, princesa.
Vanya inclinó apenas la cabeza pero no respondió.
—¿Habéis descansado? —la interrogó Khymil con
amabilidad—. ¿Son de vuestro agrado estos aposentos?
—Vuestro cinismo no tiene límite, señor Eana.
—¿Por qué decís eso, princesa?
—Pero... —bufó ella—. Habéis traicionado al rey, mi
padre. Toda esta cortesía estúpida no os salvará de su furia
cuando se entere...
—¿Salvarme? —la interrumpió con su voz aguda y rota—.
¿Salvarme de qué?
—Vos sois la que fuisteis rescatada por los hombres de
esta villa —intervino Mikail—. Debéis la libertad a la familia
Eana.
—¡Y no veo gratitud en tus actos! —exclamo Khymil.
341
—No te atrevas a tutearme —masculló Vanya—. Nunca
podría estar agradecida.
El juvenil rostro de Khymil enrojeció por la ira y Mikail
dio un paso al frente en un gesto conciliador.
—Pues deberíais —dijo el viejo—. Si no fuese por mi
señor, Ruel de Arenoso os habría utilizado como moneda de
cambio con los misinios y quién sabe qué destino habríais
corrido en ese caso. Si estáis encerrada es por vuestro bien.
No puedo permitir que la familia Eana corra peligro en una
situación tan delicada como esta.
—Entonces —Vanya inclinó el gesto, confundida—, vais a
devolverme a mi padre.
—Por supuesto —convino el consejero—, pero todo a su
tiempo. Se han enviado mensajeros a Kivala para notificar
vuestro paradero...
—¡No! —exclamó ella.
—¿No? —sonrió Mikail y miró a su señor y a los guardias
con extrañeza e ironía—. Acabáis de decir que vuestro padre
caería con toda su furia sobre nosotros, pero no queréis que
envíe mensajeros a vuestra casa.
—Prefiero continuar mi camino de incógnito y dejar las
cosas como estaban.
—Las cosas nunca serán como eran —intervino Khymil,
dando aspavientos impacientes—. Vamos, explícaselo, Mikail.
El viejo continuó, apurado.
—Todo ha cambiado y no podéis evitarlo. Queréis
continuar vuestro camino, pero eso es imposible.
—¿Por qué? Solo tenéis que dejarme libre y olvidaros de
lo ocurrido.
—Princesa, es peligroso. La guerra amenaza estas tierras,
lo más seguro es que aceptéis la protección de mi señor y
aguardéis un tiempo en esta casa.
—¿Protección? Estoy encerrada como una vulgar
prisionera y vuestros guardias me trataron a empellones,
deberíais castigarlos.
—Es por vuestra seguridad. Nuestros propios siervos se
han rebelado contra el poder de los Eana. Los caminos no son
seguros, como pudisteis comprobar. Estáis mejor entre estos
muros...
—Encerrada en una celda, sin las más mínimas
atenciones, ni sirvientes...
—Debemos manteneros oculta, por vuestra seguridad.
Nosotros no somos culpables de vuestras correrías y así
debemos hacérselo saber al rey.
Vanya entrecerró los párpados en un gesto suspicaz.
—Os ordeno que me dejéis marchar.
—¡Esto es una pérdida de tiempo! —exclamó Khymil,
dando una palmada al aire con exasperación.
Mikail hizo un gesto hacia su señor y continuó con voz
342
pausada.
—Princesa Vanya —dijo—, no abandonaréis Ylarnna bajo
ninguna circunstancia. Me gustaría que comprendierais el
gran aprecio de mi señor por vosotras y que este fuese
correspondido con vuestra gratitud. Confiad en nosotros y
encontraremos una solución que satisfaga a todas las partes,
y debo recordaos que vos no sois parte, sino causante de tal
desaguisado.
Khymil se llevó las manos a la cintura, miró,
enfurruñado, al viejo consejero y le dio un puntapié en la
pantorrilla al tiempo que le reprochaba a voz en grito.
—¡Esto no es lo que acordamos! ¡Te dije que siguieras el
plan de mi padre!
—Pero, mi señor —se disculpó Mikail—, ya discutimos tal
propuesta en el consejo de gobierno.
—Me tienes más que harto con tus mentiras. El plan, hay
que seguir el plan. ¡Aparta!
De un codazo desplazó al consejero y se plantó frente a
Vanya con un escuálido dedo frente a ella. Tenía la piel fina en
los pómulos y, al igual que su poco cuerpo, los labios flacos y
estirados y, sobre ellos, una pelusa que insultaba a la
madurez.
—Escuchad bien —dijo—, vais a hacer caso a todo lo que
os ordene, por vuestro propio bien y el de vuestra casa.
Escribiréis una carta a cada señor del Consejo Auko,
explicando vuestra predilección hacia mí como salvador de
Aukana y para evitar la ruina y la destrucción...
—Pero ¿quién te has creído que eres? ¡No te atrevas a
darme órdenes —escupió ella—, chiquillo ridículo!
Un pesado silencio cayó sobre el patio. Mikail y los
guardias se volvieron hacia su señor con expresión de
espanto. Mientras, un rabioso rubor trepó por su cuello tal
que un volcán anuncia su próxima explosión.
—¿Me has llamado chiquillo ridículo? —masticó sus
palabras.
Vanya se envaró y cruzó los brazos frente al pecho.
Levantó una ceja y, con una arruga en los labios, chasqueó la
lengua contra el paladar.
—¿Acaso no lo sois? —dijo con desdén orgulloso.
Khymil arrugó la nariz y cerró los ojos en una mueca
horrible, antes de gritar con todas sus fuerzas. Vanya, dio un
respingo atrás, al igual que el resto de los presentes. El
berrido, tremendamente infantil, resonó entre los arcos del
patio y rebotó en las altas paredes, y todavía parecía
continuar allí cuando el muchacho tomó aire de nuevo.
—¡Golpéala! —ordenó al viejo Mikail.
El consejero hundió la cabeza entre los hombros y
apuntó el apurado gesto hacia la princesa.
—Pe... pero, mi señor.
343
—¡Golpéala, te he dicho que la golpees!
—Es... es la hija del rey —apuntó Mikail.
—¡No me importa! —gritó, cada vez más nervioso—. ¡Su
padre está muerto, no puede hacerte nada! ¡Vamos, golpéala!
Los brazos de Vanya cayeron a los lados y entreabrió la
boca ligeramente. Sus ojos se volvieron hacia el chiquillo que
gritaba y gritaba a un viejo temeroso.
—¿Qué? —musitó ella.
—¡Golpéala! —insistió Khymil sin prestar atención a la
confundida Vanya.
Mikail se acercó y, con el pulso tembloroso, dio una
bofetada a Vanya. No fue un golpe fuerte, aunque sí lo
suficiente para que esta girase la cara y el pelo se le viniese
sobre la frente. Cuando volvió el rostro, el viejo tenía una
disculpa en los labios, pero no llegó a pronunciarla. Ella sintió
un ardor creciente en su mejilla y cómo los ojos se le
empañaban.
—¿Qué habéis dicho? —preguntó ella con un fino hilo de
voz.
—¡Pero qué clase de golpe es este! —la ignoró Khymil por
segunda vez—. He visto moscas golpear con más fuerza. ¡Tú,
golpéala!
Uno de los guardias se adelantó con paso firme. Vanya
encogió el pecho. Se sintió rígida, dura como una vara.
Escuchaba las palabras de aquel mocoso, todavía
reverberando en su cabeza, de la misma manera que su grito
rabioso había inundado el patio. Lo vio volverse hacia ella, con
los dientes torcidos, infantiles, en una presa malvada. Todavía
tenía los puños cerrados, tan fuerte que los dedos parecían de
hueso. Entonces el guardia apareció frente a ella y cubrió la
figura de su pequeño señor. Ella no hizo nada cuando el
corpulento hombre puso la mano izquierda en su hombro.
—¡No...! —musitó Vanya al tiempo que el aire se le
escapaba de los pulmones.
El puño del guardia la golpeó sobre el ombligo, con tanta
fuerza, que sus pies se despegaron del suelo y el cuello se le
vino hacia el pecho. En una arcada interminable cayó al
suelo, incapaz de respirar, con los ojos fuera de sus órbitas y
escupiendo entre toses.
—¡Bien! —exclamó Khymil, levantando los brazos,
victorioso—. ¡Ahora una patada!
El guardia echó la pierna atrás y dio una patada en el
vientre de Vanya que la hizo girar sobre sí misma con un
gemido ronco y ahogado.
—¡Perfecto! —ordenó el enjuto muchacho—. Ponla en pie.
La levantaron en volandas. Los pies apenas le rozaban el
suelo y la cabeza le caía a un lado, blanda, sin apenas fuerza
más que para morder bocanadas exhaustas que le sabían a
tierra.
344
—¡Te enviaré un escriba y firmarás esas cartas! —la
amenazó Khymil—. ¡Y más te vale no volver a llamarme lo que
sea que has dicho!
Se dio la vuelta y salió a grandes zancadas, seguido de
sus hombres y el viejo Mikail, dejando a Vanya en el suelo.
Ella trató de estirarse, pero la dolorosa garra en el vientre
la impedía moverse. Se rodeó la tripa con los brazos y respiró
a pequeños sorbos. Bajo ella la piedra estaba fría y húmeda, y
un gélido sentimiento comenzó a filtrarse a su cuerpo por
cada poro. Vanya se mordió los labios y la saliva le corrió por
la barbilla, pero no lloró. Mientras, su prima Shana
comenzaba una letanía temerosa que retenía con sus manos
frente a la boca.

345
CAPÍTULO 26

Bruswic era una pequeña villa que había vivido mejores y más
felices momentos. A orillas del lago Bjianik, que significaba
«profundo» en un viejo dialecto aukano, había prosperado en
los últimos siglos sin que la familia gobernante hiciera
ostentación de riqueza alguna. Aquel estoicismo de sus
señores se había contagiado a los siervos, de forma que
Bruswic era un pueblo famoso por la hosquedad de sus gentes
y su espíritu sacrificado y leal. Tras la sencilla empalizada de
troncos, los tejados chatos, tan típicos del sureste de Aukana,
asomaban sus gruesas cubiertas de paja y, sobre todos ellos,
la torre del señor de la villa: Luthais de Bruswic.
El día había amanecido anodino. Sin un nubarrón en el
cielo, ni un golpe de viento o el rocío helado de madrugada;
algo, cualquier cosa que alimentase las conversaciones más
allá del saludo matutino. Los guardas se desperezaban en sus
chamizos al paso de los primeros paisanos que salían hacia
los campos, y los carpinteros comenzaban a serrar los troncos
que por orden del señor serían sustituidos en la empalizada.
Un gallo cacareaba a lo lejos y los mercaderes esquivaban los
cubos de orines arrojados desde las ventanas al tiempo que
montaban sus coloridos tenderetes. Era un día como
cualquier otro o, por lo menos, eso había pronosticado la
mayoría de habitantes de Bruswic.
Gillian Kukuin era el jefe de la milicia y no había pasado
una buena noche. Sentado en la bancada junto a los
dormitorios de la tropa, apoyaba la espalda contra el muro y
hurgaba entre los dientes en busca de algún resto de la cena.
Junto a él descansaba su casquete de metal, la capucha de
malla y una espada que, sin ser un arma de leyenda, valía su
peso en buena plata aukana. La albarrana, que se decía el
arma, había pertenecido a su padre, que a su vez la heredó del
suyo, y que había sido ganada durante unas justas en
Ylarnna presididas por el rey Khymir IX. Gillian retorció los
dedos dentro de la boca, refunfuñó y escupió a un lado antes
de ponerse en pie y comenzar su trabajo.
Dos días atrás su joven señor, Luthais de Bruswic, había
ordenado la reparación de la empalizada en los lugares más
débiles. También los sirvientes de su casa se aplicaban en los
graneros y corrían de uno a otro, contabilizando los sacos con
sus ábacos y haciendo muecas en tablillas de arcilla. Gillian
caminó calle abajo y gruñó al observar cómo los hombres se
afanaban cargando cubos de agua que arrojaban en los
aljibes. Rebuscó una vez más entre sus muelas y el regusto
amargo le hizo carraspear con desagrado. La guerra estaba
cerca, y las gentes trabajadoras de Bruswic se afanaban entre
346
el hedor del miedo y las boñigas del ganado.
Un grueso grupo de mendigos y campesinos sin hogar
ascendían en dirección a la plaza principal. Era una de las
consecuencias de la guerra. Hombres tullidos, jóvenes
demacrados y mujeres cargadas de chiquillos famélicos que
mendigaban lejos del conflicto. Cada vez llegaban en mayor
número, más hambrientos, más sucios y malolientes. Gillian
los miró de reojo y maldijo la guerra, y también la cortesía y la
humanidad, que tan pronto quemaba aldeas como acogía a
aquellos desheredados sin futuro.
Los misinios habían invadido Aukana. No era algo que
hubiese cogido por sorpresa a Gillian, pues en el fondo, un
hombre previsor siempre guarda sus espaldas de los misinios.
Aunque, haciendo honor a su padre, y a la sangre de su
nombre, él era, ante todo, un soldado que acataba las órdenes
y los dictados de su señor y su rey, por ese orden. Nadie le
preguntó su opinión sobre la alianza de Khymir con los
misinios, y aunque le hubieran preguntado por su parecer no
habría hecho más que paladear su propia saliva y contenido el
escupitajo que merecían esa raza de cobardes hijos de mil
leches. Si el rey ponía su honor sobre la mesa y la Casa De
Bruswic se sometía a sus dictados, él guardaría obediencia y
respeto ante sus amos.
Sin embargo, un eslabón de aquella cadena de lealtades
había fallado, y los Campos Aukos se encontraban tan
divididos como en los tiempos pasados. El mal gobierno se
había enquistado en Ylarnna, y cual manzana podrida,
amenazaba con traer la corrupción a todo el sur aukano.
Gillian sabía que aquellas rencillas del pasado atribulaban a
su joven señor Luthais, y que, como buen y leal siervo,
esperaba y esperaba una señal de los Eana para armar sus
hombres y hacer frente en la defensa del reino. Pero los
mensajes eran confusos y contradictorios, y el silencio de
Ylarnna se hacía cada vez más insoportable. Les tomó varios
días creer que el rey Khymir había muerto en batalla y que
Kregar, señor de Kjionna, había reclamado la corona para su
testa. Las traiciones habían hecho mella en las carnes del rey
extranjero y tan pronto se decía que los de Kokkujia habían
rajado la garganta de Khymir de parte a parte, como que los
bremmenses aliados con los misinios habían arrasado las
tropas de Kansel. Bien fuese por un cuchillo amigo, o por una
torpe caída del caballo, como especuló un comerciante bien
informado la semana anterior, la realidad es que Khymir
estaba muerto y su reino se descomponía en las garras de sus
antiguos fieles.
El fornido soldado descendía la calle principal con
aquellas preocupaciones entre oreja y oreja. Nunca había sido
un buen creyente; la clase de hombre que rezaba a los dioses
cuando necesitaba algo. Pero desde hacía días recordaba las
347
palabras de los monjes del dios único: «No se puede evitar la
guerra, tarde o temprano la devastación llega centuplicada a
casa de uno.» Y ya hacía demasiado tiempo que en el sur de
Aukana se capeaba el sonido de las armas y los cascos al
galope.
Refunfuñó su mal humor y aceleró el paso mientras se
ajustaba el cinto en torno a la sucia sobrevesta de los
Bruswic. Había que comprobar la empalizada y guardar
flechas en los cobertizos de la puerta Sur. Algo que no le
agradaba a Gillian, pues prefería salir a campo abierto y
enfrentarse a un enemigo de verdad, de los que forma en fila y
grita con todas sus fuerzas y menta la madre de los que tiene
enfrente antes de recibir una carga de caballería. A pesar de
todo, trabajaría en las débiles defensas de aquella aldea,
ignorante al mal que se les venía encima.
Se detuvo cuando daba una vuelta al cinto tras asegurar
la hebilla de metal. Contuvo la respiración, pero antes de
poder maldecir a ningún dios, el temblor se hizo tan intenso
que las rodillas le flojearon. El suelo, cual piel de tambor,
retumbó bajo los cascos de los animales, y Gillian apenas tuvo
tiempo de apartarse cuando los cuatro jinetes aparecieron,
salpicando con su galope fango y agua sucia.
El jefe de la milicia se mordió la lengua y levantó el puño
con furia, pero los jinetes ya habían desaparecido en dirección
a la torre de la familia De Bruswic.
—¡Jefe! —gritaron a su espalda.
Por la calle corrían varios de sus hombres en pos de los
jinetes. Kleont, con el yelmo caído frente a los ojos, y el gordo
Kiku, cuyas fláccidas carnes se contoneaban a cada paso.
—Pero ¿qué ocurre? —preguntó él a viva voz.
—Son los Trent —respondió el guardia con la lanza en
alto—. Traen noticias para el Señor. Noticias sobre la guerra y
también sobre el nuevo amo de Ylarnna.
Gillian carraspeó y escupió a un lado al tiempo que se
ajustaba los sarnosos guantes de cuero.
—Es difícil no salpicarse tan cerca de la letrina —arguyó
antes de correr tras los jinetes seguido de sus hombres.

Frente a la torre de la familia De Bruswic se había congregado


una pequeña multitud de desharrapados y curiosos atraídos
por los jinetes que habían cruzado las calles a galope tendido.
Muchos ciudadanos murmuraban sobre su procedencia, y los
más acertados ponían nombre y apellidos al que parecía su
líder: Loetter Trent, un tipo joven de cráneo rapado y mirada
orgullosa. Los guardas de la villa habían formado frente a los
jinetes y anteponían sus lanzas, impidiendo su acceso a la
escalinata de la torre. Los caballos giraban sobre sus cuartos
traseros, relinchaban y hollaban, entre resbalones, el
348
empedrado de la plaza. Loetter Trent daba manotazos a las
astas de las lanzas y gritaba, iracundo.
—¡De Bruswic! —exclamó, dando guantazos a diestra y
siniestra—. ¡Luthais! ¡Te estoy llamando a ti, bastardo!
Una pequeña barahúnda se formó entre los jinetes y la
guardia que los rodeaba, con aspecto asustadizo ante la flema
del noble aukano.
—¡Mi hermano no es ningún bastardo! —gritó una mujer
alta y robusta, con el pelo trenzado desde los lados de su
cabeza y derramado sobre los redondos hombros.
Un gran silencio se formó en la plaza. La mujer tenía las
orondas mejillas arreboladas en su acalorado gesto, la nariz
rechoncha y plana y los ojos oscuros, como el pelo. Se había
recogido las mangas de su vestido, que estaba manchado y
cubierto de harina, y sus grandes y redondos pechos se
hinchaban al compás de la agitada respiración.
—No necesito que me defiendas, Agnes —dijo al instante
el joven que apareció tras ella.
Luthais de Bruswic era un hombre barbilampiño y bajo
aunque fuerte. Su pelo claro y piel lechosa, unido a su escaso
bigote, le daban una apariencia más juvenil de la que
desearía. Especialmente al lado de su robusta hermana
mayor, Agnes de Bruswic, que le sacaba una cabeza de altura
y un palmo de anchura.
—¡Creía que ibas a esconderte para siempre! —exclamó el
jefe de los Trent mientras clavaba los talones en el vientre de
su montura y controlaba sus nerviosos giros.
Luthais torció la boca y esperó, haciendo acopio de
paciencia. De sobra era conocido por todos el carácter
engreído y violento de los Trent, y de ellos, sin duda el peor y
más dado a la bulla, era el menor de los hermanos, Loetter
Trent.
—¿Vienes a insultarme delante de mi familia y mi pueblo,
Loetter? —interrogó Luthais, y a sus palabras siguieron los
bufidos de su hermana.
—No te ofendas tan fácilmente —respondió con una
media sonrisa.
—Me has llamado bastardo.
—Ha sido cosa de la urgencia —se encogió de hombros—,
hay importantes nuevas que debemos tratar, como aliados y
vecinos.
—Pues cálmate y pide disculpas como aliado y vecino.
Loetter arrugó la boca y se quitó los guantes de monta
con desgana. Bajó la vista y dirigió una mirada llena de
desprecio a los guardias que los rodeaban. Un gran silencio se
había formado entre la multitud congregada, y ni el más
pequeño susurro surgía desde las filas de mendigos y
campesinos que observaban a los guerreros.
—Te pido disculpas —alzó la voz, Loetter—, Señor de
349
Bruswic.
—Aceptadas —asintió de forma ceremoniosa—. Ahora
descabalga, entra en mi casa y deja que mis criados te laven
las manos.
—No hay tiempo para eso.
—Hace tiempo que espero una respuesta vuestra... —
Buscó con la mirada a su hermana, que todavía mantenía la
ofensiva mueca sobre los Trent—. Más de dos semanas, desde
que envié un correo a vuestro padre. En lugar de eso habéis
permanecido tan callados como un muerto en su nicho. ¿Y
ahora no hay tiempo para descabalgar y hablar como hombres
de fe? Sentís la tierra ardiente bajo los pies y no hacéis más
que dar saltitos ridículos.
—Dejad que os explique...
—¡No hay nada que explicar! —exclamó con autoridad—.
Os pedimos ayuda antes de que la guerra comenzase. Os
solicitamos consejo cuando el señor de Ylarnna falleció sin
otro heredero que ese sietemesino que hace de sus locuras la
voluntad de un noble. ¿Y qué hemos recibido en lugar de
consejo y ayuda? —Luthais puso las manos en su cintura y
rio con amargura—. Silencio. Y el silencio, cuando se trata del
honor entre vasallos de un rey, es la peor de las traiciones.
—¡No me acuséis de traición, De Bruswic! —replicó
Loetter a modo de advertencia con un dedo en alto—.
Estuvimos forzados por causa mayor. Ya habéis oído las
noticias sobre la guerra.
—¿Salvar el pellejo es causa mayor?
—Utilizar la lealtad para la mejor conveniencia de
Aukana —añadió el Trent—. ¿Qué podíamos hacer ante el
silencio de Ylarnna mas que esperar?
Luthais negó con la cabeza en un gesto desdeñoso.
—Eso suena a excusa.
Loetter enrojeció lleno de rabia y se puso en pie sobre los
estribos.
—¡Tampoco he visto que vosotros hayáis corrido a formar
junto a Khymir!
—¡Me he mantenido fiel a la casa Eana! —Luthais bajó
los escalones de forma atropellada, como si fuese a saltar
sobre el Trent, pero se detuvo antes de llegar a las espaldas de
sus guardias—. ¡Solo he seguido lo que el deber y el honor me
dictaban!
—Quizá deberías saber que Khymil Eana tiene presa a la
hija del rey, Vanya la mestiza —escupió Loetter tras tirar del
estribo y contener a su caballo ante los hombres armados—.
¿Qué dice tu honor ante eso?
En aquella ocasión un murmullo se levantó entre los
presentes y muchos ojos y bocas se abrieron ante la noticia.
—Eso no es cierto —masculló el joven señor De Bruswic
con un mohín desconfiado—. Es sabido que la hija de Khymir
350
se entregó a Kregar y con ella la corona de su padre.
—Ruel de Arenoso la atrapó a su paso por las tierras de
su familia —explicó Loetter con cierta sorna y suficiencia, la
nariz alta y media sonrisa en la comisura de los labios—. Los
Eana se enteraron antes de que regresase tras sus muros y
ahora Ruel se encuentra en un calabozo, con un filo pendiente
sobre el cuello.
Luthais tragó saliva y buscó a su hermana Agnes tras él.
La mujer norteña, como la mayoría de los presentes que había
escuchado la noticia que traían los Trent, se encontraba
pasmada, con las manos desplegadas a los costados y los
labios abiertos.
—Mi primo Max presenció el castigo a Ruel en el patio de
los Eana —continuó Loetter—. Decapitaron a sus hombres y
él fue azotado como un vil ratero de mercado. Lo creas o no, la
princesa está en manos de ese sietemesino, Luthais.
—¿Cuál es tu propuesta?
—Losner de Arenoso espera recuperar a su hijo con la
cabeza pegada a los hombros, la nuestra es una cuestión de
honor.
El joven Bruswic estrechó el cejo al escuchar aquella
última palabra y bajó un peldaño más.
—Mi padre planea unirse a Losner y asaltar Ylarnna —
continuó sin apenas despegar los labios—. Rescatemos a la
princesa mestiza y devolvámosla a Kregar antes de que sea
coronado en Kivala. Hay que reconciliarse con el nuevo rey y
evitar que se sienta agraviado por los pecados de nuestro
señor Eana y decida que nosotros somos parte de su infantil
locura.
—Y... —Luthais se detuvo, con los brazos en jarras y
actitud meditabunda—. ¿Se puede saber dónde está el honor
en esa torpe argucia? ¿Qué hacía Ruel de Arenoso con la
princesa Vanya?
—Lo que hubiese hecho cualquier hombre inteligente en
tal situación —respondió, arrastrando las palabras—.
¿Quieres que le achaque su independencia? ¿Dime que no
hubieses hecho lo mismo si tal rehén cayese en tus manos?
—Quizá hubiese mirado por mi rey y mi señor.
—¡Ja! —exclamó con un brazo en alto—. Tú mismo lo has
dicho, nuestro señor es un retrasado que nos llevará a la
condenación. ¿Qué crees que hará Kregar cuando se corone y
vuelva sus ojos hacia aquellos que no lo apoyaron en su
guerra? Yo te lo diré, caerá sobre nosotros con sus aliados
misinios y tu familia colgará de los pies desde las almenas de
la torre, señor de Bruswic.
—¡Los De Arenoso nos traicionaron a todos! —replicó
Luthais a voz en grito—. La mestiza apareció en sus tierras
caída del cielo como una baza perfecta para salvar el pellejo.
Sin embargo, ahora, vista el hacha del verdugo, nos piden
351
ayuda con la excusa del bien común. Eso es una patraña que
tú camuflas tras palabras como honor y justicia. —Las
últimas palabras las masticó antes de escupirlas—. Ensucias
mis oídos con tu propuesta, Trent.
Loetter rugió y tiró de forma violenta del bocado de su
montura. El animal se levantó sobre los cuartos traseros y
coceó a los guardas que corrieron espantados. En el pequeño
tumulto, su joven señor tropezó y cayó sobre las escaleras y se
cubrió el rostro con el antebrazo. La multitud estalló en una
algarabía de exclamaciones y gritos asustados, pero todos
callaron cuando el joven noble de los Trent azuzó al animal
hasta el centro de la plaza y, dando vueltas sobre sí mismo,
comenzó a dar voces con la vista puesta en todos ellos.
—¡Esa es la casa que os gobierna! —dijo con el cuello
surcado de venas—. La cobardía de los De Bruswic os llevará
a la perdición. Compadeceos, madres, pues vuestros hijos
sirven a una estirpe de traidores sin casta, una familia
maldita que pagará sus pecados y os arrastrará a la perdición.
—Loetter se volvió hacia la torre y con una sádica mueca se
dirigió hacia Agnes que trataba de incorporar a su hermano—.
¿Dónde está vuestro padre? Él era un gobernante de verdad y
no este mequetrefe venido a menos. ¿Y tu hermano? ¿Dónde
está el que debía ocupar tu lugar, el verdadero señor de esta
torre? —El guerrero escupió y se limpió con el dorso de su
guante—. Muerto. A manos de su propio hermano. Sangre de
su sangre. ¡Esta es la familia que os gobierna!
En aquel momento se formó una tangana entre los
guardas de la villa y los acompañantes de Loetter Trent.
Gillian Kukuin, el jefe de la milicia, se interpuso entre sus
hombres y los jinetes al tiempo que Luthais gritaba para
detener un combate que parecía inevitable. Las monturas
giraban y empujaban con el lomo, los cascos resonaban en el
patio entre relinchos, mientras sus jinetes lanzaban
manotazos. Entre el público reunido se levantó un indignado
griterío, incluso alguna piedra voló sobre las cabezas de los
Trent. Las órdenes se perdían en el caos y los hombres
armados echaron mano de sus empuñaduras. Los filos
asomaron a las fundas, pero todo se detuvo cuando Loetter
fue arrancado de su silla y dio de bruces en el adoquinado.
Sus guardaespaldas perdieron la respiración al escuchar
la cabeza de su señor chocar contra el duro suelo. De la
misma forma, Gillian Kukuin y sus guardas dieron un paso
atrás, quizá convencidos de que la lucha era inminente y que
la sangre correría aquella mañana en su aldea. Los rumores
de una guerra se habían hecho reales en un instante, y tantas
armas afiladas, armaduras engrasadas y escudos reparados,
encontrarían su mortal utilidad en aquel momento. El silencio
formó una densa niebla que los envolvió a todos, y en el
centro, el cuerpo de Loetter, casi inconsciente a los pies de un
352
mendigo desharrapado.
El hombre vestía una camisa rota y sucia, un saco de
esparto con el que se cubría los hombros y la cabeza, y un
pantalón de media caña, remendado con vendas y restos de
tela que anudaba a sus piernas. Cogió a Loetter por la pechera
y lo incorporó hasta acercarlo a su cara mientras se descubría
con la otra mano. Tenía el rostro lleno de rencor y rabia, y
también un halo de desesperación cuando habló. Luthais
perdió pie y Agnes dio un paso atrás, pues la barba sucia y el
pelo mugroso y cubierto de sangre seca no pudo ocultar su
rostro.
—¡Yo soy Earric de Bruswic! —exclamó. Y el eco de su voz
se instaló en los corazones de todos.

Esa misma mañana, Loetter de Trent abandonó Bruswic,


aturdido, con la cabeza embotada y el cuerpo magullado. Los
campesinos volvieron a sus quehaceres, los carpinteros a
reparar la empalizada, y la guardia a lo que demonios fuese
debía hacer la guardia en aquel tiempo tan atribulado. Cada
uno desapareció en sus tareas diarias, como si nada de
aquello hubiera pasado aunque estuviese en boca de todos.
En adelante, la normalidad pareció una máscara obscena,
una broma que insistían en repetir entre murmullos y
rumores. Todo Bruswic y alrededores supieron la noticia antes
del mediodía.
Gillian Kukuin supervisó las flechas y los goznes de las
puertas y el terraplén que precedía a la empalizada. Pero el
día ya no fue el mismo monótono día que había comenzado
como cualquier otro. El jefe de la guardia, comprobaba el
plumón de las flechas nuevas, levantaba la mirada y asentía
con una sonrisa. El hijo desterrado había vuelto a la torre.
Earric se encontraba sentado a la mesa de la cocina. Una
larga bancada de robusta madera sobre la que descansaba
una palangana con agua clara y un paño limpio. Se había
lavado las manos y la cara, pero todavía tenía el pelo
manchado de barro y sangre seca y apestaba a sudor y a
estiércol. Tenía la vista perdida en el suelo y los brazos
apoyados sobre los muslos, con los hombros caídos. Hubo un
tiempo en que pensó que no regresaría jamás a ver aquella
cocina, y sin embargo allí estaba, en el mismo lugar en que
una vez comió rodeado de los suyos. Doce años después, los
recuerdos carecían de color y aroma, y eran tan solo una
sucesión de imágenes y sensaciones dolorosas regadas por el
rencor y la culpa.
Agnes entró por la puerta, se acercó desde su espalda y
dejó sobre la mesa media hogaza de pan, un cuenco con queso
y broost, un embutido típico del sur aukano a base de carne
de buey envuelta en tripa y aderezada con hierbas.
353
—Es todo lo que puedo ofrecerte —dijo con la voz serena
—, de momento.
Earric levantó la mirada, observó a su hermana y sonrió
lleno de vergüenza. Era una mujer recia, con los brazos
fuertes y las manos a su medida. Siempre había sido así, tan
grande, desgarbada, hermosa y recia como la roca de su torre,
dura como las mujeres norteñas. Aunque había envejecido, y
las arrugas asomaban a sus ojos, la piel se cuarteaba y las
manos padecían el desgaste del frío y el trabajo del campo. No
le devolvió el gesto. En su lugar, se mordió los labios y retuvo
un refunfuño.
—Es más que suficiente —murmuró Earric—. Aunque no
tengo ninguna prisa.
—¿Piensas quedarte?
—¿Piensas echarme?
—Yo no soy la que manda en esta casa —dijo ella sin
ninguna piedad—. Luthais es el nuevo Señor de Bruswic, de él
depende que puedas quedarte o salir por esa puerta.
—Ni siquiera es capaz de mirarme a la cara.
—¿Y qué esperabas? —saltó tomada por la indignación—.
Te marchaste sin una palabra. Desapareciste de su vida y él
era solo un niño. Sin una explicación, ni una excusa. Supimos
de tus votos sagrados por los rumores que traían viajeros y
comadres de otras villas. Y después de lo que ocurrió... ¿Qué
hiciste? —Su voz se llenó de pena e incredulidad, como si
todavía necesitara convencerse de algo que ya casi había
olvidado—. Esta casa no volvió a ser la misma. Sembraste la
muerte en el corazón de tu padre… todo se marchitó poco a
poco.
Earric apartó las exiguas viandas que su hermana había
traído para él y tomó entre los dedos el paño.
—Lo siento.
Ella amagó una carcajada irónica.
—Fue un accidente —continuó de forma atropellada,
Earric—. Koel sacó el arma. Yo no quería que acabase de
aquella manera.
—¿No? —Se encogió de hombros, llena de despecho y
sarcasmo—. ¿Y qué esperabas? ¿De verdad no podías prever
lo que ocurriría cuando todo se supiera? —Earric hundió la
cabeza entre los hombros y masculló unas palabras, pero no
llegó a escucharse su voz. Agnes dio un paso al frente,
indignada, llena de ira—. ¡Habla! Presenta ahora tus
disculpas, cuando ellos ya no están entre nosotros. Da la cara
por una vez en la vida y sé el hombre que parió mi madre. No
mereces el dios al que rezas.
El paladín de aspecto harapiento comenzó a entrelazar
sus dedos, quizá lleno de ansiedad y vergüenza por algo que
había pasado demasiado tiempo enterrado en las oscuras
galerías del olvido.
354
—He renunciado a mis votos —masculló.
—¿Qué?
—Ya no soy monje —se explicó con la voz trémula—. No
soy Paladín de la Aurora.
—¿Por qué? —insistió Agnes— ¿Desde cuándo?
—Todos hemos sido declarados herejes. Ahora soy un
proscrito.
—¿Por eso has vuelto?
—No tengo ningún otro lugar en el mundo. Renuncié a
todo por un buen propósito. Ahora estoy solo.
Agnes se apoyó en la bancada tras ella y observó cómo la
luz de la mañana penetraba desde los ventanucos y hacía
visibles el millar de partículas que flotaban en torno a los
fogones, sobre las pequeñas montañas de cenizas que se
acumulaban cual piras funerarias, únicos despojos de lo
cotidiano.
—Nos enteramos de la persecución —añadió ella, con el
rostro apuntando a otra parte—. Ya sabes que no hay ningún
monasterio por aquí, solo monjes errantes y paladines. Pero
nos llegaron noticias de Campollano. Los Keikuril prendieron
fuego al templo y a la biblioteca y las celdas de los monjes.
Ahora toda la tierra hasta el río es suya.
Earric se llevó las manos al rostro y clavó las uñas con
fuerza en su carne. Después deslizó los dedos entre el pelo,
hasta tocar la costra de sangre todavía hinchada, y abrió
mucho los ojos.
—He fallado a Dios en el momento en que más me
necesitaba —dijo—, no merezco ser su siervo.
—Entonces también renunciaste ser hijo de tu padre.
—Es diferente.
—Es lo mismo. Ni siquiera buscaste el perdón. Aceptaste
la culpa y el destierro sin hacer nada por evitarlo. Escapaste,
te escondiste en tu religión y en excusas distantes. Es lo
mismo, Earric, has fallado a tu Dios, reconcíliate con él; si
fallaste a tu casa, pide perdón.
—No es tan fácil. Ya pedí perdón, todos saben lo que
pagué por mi crimen.
—Nunca pediste perdón. —Movió la cabeza, dando
énfasis a su indignación—. Y nadie te impuso ese castigo,
fuiste tú mismo el que decidió matar al De Bruswic que hay
en ti. No culpes a los otros, o a tu Dios, de tu sufrimiento.
—El De Bruswic que hay en mí murió hace mucho
tiempo.
—¿Antes o después de arruinar la alianza de tu padre
con los Eana de Ylarnna?
—No era mi intención...
—¡¿Y cuál era tu intención?!
—¡Era solo un niño! —Earric se puso en pie y el
recipiente con agua voló por los aires hasta estrellarse contra
355
el suelo y romperse en un estruendo—. ¡Tú no sabes lo que
tuve que soportar durante años! Su desprecio, su falta de
estima. Nunca me dirigió una palabra de aprobación, ni
siquiera un gesto, un momento de atención. Todo era para
Koel, para su primogénito. Y yo, condenado a ser invisible, a
ser un apéndice molesto de esta familia.
Su hermana cerró los temblorosos puños frente al pecho
y se mordió la lengua hasta que masculló unas palabras
hirientes y heridas.
—¿Te atreves a hablarme a mí de ser invisible en esta
casa? —dijo—. ¿Es que no recuerdas a la mujer que te dio la
vida?
Earric se plantó frente a su hermana y desvió la cavilosa
mirada. Mientras, ella, acorralada contra la bancada de la
cocina, se apoyó con ambas manos a su espalda. Después,
con su habitual determinación, se arrodilló y comenzó a
recoger los pedazos del suelo.
—¿Qué haces? —preguntó su hermano, extrañado.
—Limpiar tus desmanes.
—Hay criados para eso.
—¡No tienes ni idea de lo que pasa en esta casa, Earric!
—exclamó mientras guardaba los afilados trozos en su
delantal—. Eras el segundo hijo de tu padre porque esa era tu
posición. Debiste haberlo aceptado. Igual que hicimos todos.
—Tú no lo conocías...
—También era mi padre —lo interrumpió—, y no le diste
una oportunidad. Había más rencor que verdad en tus
palabras. Deberías pensar en ello. Le pedías aquello que no
podía darte de ninguna manera. Querías algo que no podía
ser. Si hubieses aceptado...
—Ser un desterrado a su lado.
—¡Sí! —gritó Agnes—. Acéptalo y crece de una vez. Tu
padre no era otra cosa que un bruto aukano con un hijo
predilecto. ¿Crees que Luthais estaba preparado para
encontrarse al frente de un señorío? ¿Por qué no piensas un
poco en él? Tuvo que enfrentarse a la muerte de su hermano,
tu destierro, la enfermedad de padre y después la
responsabilidad del mando. ¡Y era mucho más joven que tú!
Tampoco estaba preparado para convertirse en aquello que se
le reclamó, pero lo aceptó, y lo ha hecho muy bien. A pesar de
no desearlo. —Agnes se puso en pie. Atrapaba, entre el
delantal y su vientre, los trozos de la porcelana rota—. Eras tú
el que tenía que asumir ese cargo tras la muerte de padre.
Pero no estabas aquí.
Earric se pasó la lengua por los labios. Los tenía llenos de
llagas y pieles secas, y su propia saliva le supo a sal y sangre.
—¿Has vuelto para reclamar tu título? —continuó Agnes
de forma pausada.
—¿Es por eso por lo que Luthais me evita? ¿Cree que
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quiero mi título de Señor de Bruswic?
—Es tu derecho —concluyó ella.
Earric se dio la vuelta y miró sus manos, sucias, llenas
de callos, las marcas de años batallando en nombre de Dios.
La punta de los dedos se le estremeció, cerró los puños y
juntó los nudillos. Después los llevó a los labios y besó la piel
mugrienta.
—Yo no soy señor de esta villa —dijo en un murmullo. Su
hermana arrojó los trozos que había recogido sobre la mesa de
la cocina, pero él no prestó atención a su iracundo gesto.
Continuó con los ojos húmedos y el pensamiento lejano en el
tiempo—. Yo no soy nada.

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CAPÍTULO 27

Todos guardaron silencio cuando la princesa Anja entró en el


salón principal del Lévvokan. Como venía siendo habitual, la
sala se encontraba en penumbra, con los ventanales cubiertos
y solo algunos braseros iluminando a los presentes. Gallus,
consejero de Justicia, se apoyaba en su bastón con pomo de
plata en forma de calavera y guiñaba un ojo en actitud severa
hacia ella. Al otro lado, con el rostro cubierto de arrugas
oscuras, el Maestre de Espías, Delorn, que se pellizcaba el
pellejo de la papada mientras cavilaba. Y entre ellos dos, el
rey, bajo una mullida piel que lo envolvía y de la que solo
asomaban las manos y la cabeza. Había perdido peso y en su
cara los ojos contrastaban en su profundo nicho con los
pómulos redondos y las grandes orejas. Abbathorn tenía la
piel brillante, cubierta de sudor espeso, y pese a lo cálido de la
estancia, de vez en cuando, se agitaba en un momentáneo
temblor.
Había un intenso hedor acre, a rancio sudor, que los
braseros en que ardían hojas aromáticas no podían disimular.
El aire era una densa sustancia y el salón quedaba pequeño,
repleto de sombras y reducido a aquellos tres siniestros
personajes que la esperaban en silencio.
Anja se quedó congelada en la entrada cuando sintió la
atención sobre ella. Tragó saliva, saludó con un movimiento
leve de la cabeza y continuó hasta encontrarse frente al trono.
—Mi rey —dijo ella sin mirar a los consejeros de su
padre.
Delorn y Gallus habían sido, durante años, dos de las
personalidades de la política misinia engendrada en
Davingrenn. Gallus, con su aspecto de juez implacable, sus
ropajes oscuros y su pierna inútil, atacada por las
enfermedades de la vida generosa, había comenzado su
carrera como carcelero y alguacil, más tarde. Un aprendizaje a
base de torturas y dolor en los olvidaderos del Lévvokan que
eliminó los pocos escrúpulos, si es que alguna vez los tuvo, de
aquel hombre de voz cavernosa. Ascendido a juez se hizo
famoso por su dureza e intransigencia, especialmente contra
aquellos que podían interponerse en su interés, hasta llegar a
contar con la confianza del rey. Mucha soga y cadalso y
verdugo después consiguió, a base de cuerpos colgados en las
murallas, opositores, burgueses y nobles venidos a menos
borrados de un plumazo, ser nombrado consejero de Justicia.
Un concepto aquel por el que jamás sintió el menor de los
respetos.
Delorn, por su parte, era un tipo envejecido, de piel
cuarteada como su moral, e infames ojos claros que herían a
358
sabiendas a cualquiera que se cruzase en el camino de la
corona. Era un perro fiel que intrigaba, conspiraba y
cuchicheaba para después susurrar a los oídos de su amo,
cualquier secreto o chisme cultivado en la ciudad. Esa era la
diplomacia del Lévvokan comandada por un espía, un asesino
con ínfulas de grandeza, que urdía alianzas y traiciones a la
luz del día.
Sin embargo, ninguno de aquellos dos hombres, que con
su presencia estremecían incluso a los incautos
desconocedores de su poder, podía compararse al
desaparecido Rághalak. Él había sido la voz y la mano del rey,
su consejero y confidente, el ladino refugio del que nacía toda
su sed de poder.
Abbathorn movió la mandíbula a los lados, cual
rumiante, con la vista perdida más allá de Anja.
—Hija... —murmuró—. Hija mía.
Anja no pudo ocultar la sorpresa y arqueó las cejas, pero
después se contuvo y levantó la barbilla.
—¿Padre?
—Eres tan parecida a tu madre —continuó el rey en el
mismo tono evadido—. Tan idénticas. Cuando naciste eras
más parecida a mí. Tenías mis ojos. Y el llanto. Quizá. Pero
ahora... —Un ronco retumbar devoró sus palabras y la mirada
volvió a ella al tiempo que su rostro se arrugaba—. Ahora ya
no.
—Padre —dijo ella tras tomar aire—. ¿Por qué motivo me
habéis hecho llamar?
Los ojos del rey corrieron de un lado a otro, hasta
posarse en ella, suspicaces.
—Vas a casarte.
—Sí. Esa es vuestra voluntad.
—Yo encontré el mejor marido para ti. El Hiurel misinio.
Los Kalaris de Ursa. Una unión muy ventajosa.
—Es mi papel servir al propósito de mi familia, padre.
—El propósito de tu familia, el propósito... —El rey
masticó aquellas palabras y tosió un par de veces, se acomodó
en el trono y la apuntó con un dedo, encogido en su recelo—.
¿Estás satisfecha con ese matrimonio?
Anja, por segunda vez, no pudo reprimir su sorpresa.
—Muy satisfecha —asintió.
—Quiero decir… si te gusta Kalaris. —Tosió de nuevo—.
¿Lo amas?
—¿Que si lo amo? No os entiendo.
—Si lo amas como se ama a un hombre. ¿Tienes algún
sentimiento especial hacia él?
—Pa... Padre —tartamudeó Anja—. ¿Por qué me
preguntáis esto? ¿Por qué ahora? ¿Qué importa si lo amo?
El rey suspiró de forma paciente y la miró sin pestañear.
Anja podía sentir la atención de sus consejeros sobre ella,
359
esperando una respuesta, quizá una confirmación de lo que
ella ya sabía, pero que no podía confesar. La reina y Enro
Kalaris, juntos, en la cama, conspirando contra el rey por el
triunfo de su hermano. Pero eso no podía decirlo, ni siquiera
podía insinuar la sospecha.
—Eso lo cambia todo, Anja —murmuró el rey, pero su
nombre sonó de la misma forma que cuando se dirigía a su
madre, con esa amalgama violenta de sexo y muerte. Ella
apretó los dientes y entrelazó las manos frente al vientre.
—No os entiendo, padre —masculló, aparentando
serenidad.
—¿Amas a Kalaris?
—Apenas lo conozco —respondió al tiempo que un rubor
apurado ascendía por su cuello—. Cruzamos unas pocas
palabras en el patio hace unos días.
—Pronto será tu marido y le deberás total lealtad.
—Así es, padre.
—Pero también serás la señora de Ursa y le deberás
lealtad a tu familia.
—Espero parir buenos hijos para mi casa, padre.
—Me refería a mí —objetó con rotundidad.
—Siempre os seré fiel, padre.
—Entonces —insistió de forma severa, casi golpeándola
con la voz—, ¿lo amas?
—Pero…
—¡¿Lo amas?!
—¡No! —escupió, rápidamente—, claro que no lo amo,
padre.
El rey desvió la mirada hacia Delorn y Gallus y después
volvió a Anja.
—Puedes marcharte, hija mía.
La princesa asintió a modo de escueta reverencia y dio
media vuelta. Los ojos de Abbathorn se anclaron en su
atención durante un largo instante. De espaldas, mientras
caminaba hacia la puerta, sentía la punzada expectante sobre
ella, enfermizos y sádicos, como un anzuelo que pretendía
ensartarla y agitarla en un mar infestado de criaturas
temibles.
Cuando Anja salió, el rey espiró por la nariz, se pellizcó el
entrecejo y una sensación febril ascendió por sus piernas en
forma de nausea y mareo.
—¿Qué opináis? —interrogó a sus consejeros.
Delorn y Gallus esperaron un instante mientras se
vigilaban de soslayo el uno al otro.
—Es difícil de decir —habló, finalmente, Delorn.
—Para eso estáis aquí, para ayudarme con las
dificultades. ¿Piensas que te he hecho llamar para compartir
mis momentos familiares contigo? Quiero saber si puedo
confiar en ella.
360
—La confianza es terreno pantanoso en esta
circunstancia —continuó el maestro de espías—. Vuestra hija
ha pasado mucho tiempo con la reina y eso influirá en sus
próximas decisiones.
—Una huella imborrable —añadió Gallus y después
levantó su fláccida barbilla—. ¿Qué pensáis hacer con ella?
Con la reina, quiero decir.
—Si por mi fuera la colgaría de los pies y la haría azotar
con ramas de espino. —El rey observó la alarmante expresión
de sus consejeros y levantó la voz—. Pero... no es lo más
conveniente. Así que, llegado el momento, la mentira será la
mejor solución de cara a mantener a mi hija fiel a la corona.
—Palabras sabias —concluyó Delorn, esgrimiendo un
gesto zalamero.
—Por lo menos no lo ama.
—Eso es lo de menos, majestad. —Gallus, cerró los
diminutos ojos, rodeados por infinitud de arrugas y bolsas que
nacían en sus orondas mejillas.
—Subestimas el poder de los sentimientos.
—No, mi señor, en absoluto. Pero creo que en un caso así
los sentimientos de vuestra hija podrían quedar supeditados a
la lealtad hacia vuestra familia. Cuando las circunstancias
cambien, la princesa Anja os será fiel.
—Entonces, puedo confiar en ella.
—Parece ajena a cualquier cosa que no sea su boda —
afirmó Delorn que todavía pellizcaba su mentón entre el
pulgar y el índice.
—Es probable que no sepa nada —corroboró Gallus.
—¿Es probable? ¿Qué clase de respuesta es esa?
Vuestros consejos no me llevan más que a otro callejón sin
salida. Debería destripar a Kalaris ahora mismo. Le sacaría
los intestinos con mis propias manos, le arrancaría los ojos..
—Majestad —intervino Gallus con su potente y cascada
voz y su aspecto de anfibio malvado—, no podéis matar al
Hiurel misinio como si de un simple mercachifle se tratase.
Aunque no os falten razones.
—Provocaría una rebeldía entre el resto de Casas del
norte —añadió Delorn.
—¡Ya lo sé! —exclamó el rey—. Esa es la razón por la que
todavía conserva la cabeza sobre los hombros y la polla entre
las piernas. Conozco muy bien las consecuencias de mis
actos. Solo fantaseaba con la posibilidad de verlo agonizar a
mis pies. ¡Perro traidor! ¡Los dos! Ambos son gusanos, peores
que el fango en el que crecen. Traidores. Pero ¿qué podía
esperar de Anja? Un cuchillo en la espalda, eso es todo lo que
puede dar esa mujer. Una muerte prematura. Debí haberlo
previsto, de alguna manera lo sabía, vaya si lo sabía. Ella no
esperaría a que la guerra acabase, no iba a permitir que yo
fuera el primer emperador del norte. Todo para él, para su
361
hijo. Encumbrado por el marido que yo le proporcioné a Anja.
¡Traicionado por mis propios planes!
—Majestad —habló Delorn, contenido—, no hay fallo en
vuestro plan.
—¡Calla! —exclamó Abbathorn entre aspavientos—. ¡Por
supuesto que no lo hay! ¿Cómo podía yo suponer que el
hombre clave para mí sería el hombre clave para ella? Yo
mismo se lo puse en bandeja; le permití entrar en mi casa, le
entregué mi confianza y a mi hija en matrimonio... Ni siquiera
Rághalak pudo prever eso. ¡Pero esto no quedará así! Kalaris
no vivirá para ver muchos más soles.
—Ursa es una ciudad difícil, majestad —apuntó Delorn
con apuro—, si es un asesino lo que tenéis en mente.
El rey se levantó y las rodillas le flaquearon un momento.
Cerró la piel sobre el pecho y descendió la tarima.
—¿Qué habría hecho mi buen Rághalak en esta
situación? —se preguntaba de forma fugaz—. ¿Cuál hubiera
sido su paso?
—Desde luego que la muerte de Kalaris no hubiera sido
una opción.
Abbathorn se volvió hacia Gallus con una mueca
desencajada y el juez dio un paso atrás, espantado.
—No vivirá mucho más, eso puedo asegurarlo —
puntualizó tras engullir la rabia.
Abbathorn caminó hasta uno de los grandes braseros y
contempló el suave siseo bermellón de las ascuas. Un
centenar de perlas transparentes aparecieron en su frente y
deslizó los dedos entre los mechones que asomaban
descuidados a su diadema.
—Siempre igual —bisbiseó sin apenas abrir los labios
húmedos—. Siempre ignorado y dejado de lado. Desde que
nacieron, ella se encargó de alejarlos de mí, de volverlos en mi
contra. Y ahora, conspira a mis espaldas para acabar conmigo
y dárselo todo a ellos. Siempre para ellos, todo, incluida ella.
Moldeó a Anja a su medida, la volvió un instrumento de su
maldad y Browen... una decepción, un fiasco que se esfuerza
por disimular el desprecio que siente hacia mí.
—Majestad —se acercó Delorn—, creo que deberíais
volver la adversidad en victoria. Sin duda, os encontráis en
una posición ventajosa.
—¿Ventaja? —Sonrió lleno de amargura—. ¿Dónde está
la ventaja en que el deseo de los míos sea verme muerto?
—En que vos conocéis sus planes y ellos no lo saben,
majestad.
Abbathorn miró al suelo con el gesto ladeado, hinchó los
carrillos y suspiró poco a poco.
—No puedo matar a Kalaris aquí pero… ¿y si no llega a
Ursa con vida?
—Viajará bien acompañado, por lo menos una docena de
362
sus mejores y más leales siervos —objetó Delorn—. Enviar
asesinos será peligroso y descuidado. Podría acusaros de
intrigar contra él.
—Él es el intrigante. —Las palabras de Abbathorn
retumbaron en su pecho.
—Lo sé, majestad, pero...
La voz del maestro de espías se desvaneció con su
respiración al tiempo que el rey se volvía de nuevo hacia el
brasero. Se estremeció y cerró la cibelina piel de la capa sobre
el cuello. Tenía los labios áridos y pálidos, y la barba era una
sombra naciente en las descolgadas mejillas.
—¿Sabías que Kalaris tiene un hijo bastardo? —preguntó
al aire, Abbathorn.
—¿Majestad? —Ambos consejeros se encogieron en un
gesto confundido.
—Tiene un hijo bastardo, anterior a su primer
matrimonio. Kalaris renunció a casarse con la hija menor de
un Bauer. Lo cual significaba una gran vergüenza para su
Casa, así que los Kalaris llegaron a un acuerdo con la familia
de la joven Bauer. El niño creció fuerte y sano bajo la custodia
de Blaed Hown y tenía derecho a vivir en Ursa, en la casa de
su familia adoptiva. Años después, Kalaris se casó una
primera vez, pero ningún vástago nació de aquella unión. Su
mujer murió y él volvió a casarse, aunque con nefastos
resultados. Durante cinco años esperó la llegada de un hijo
varón a su casa, pero no hubo nacimiento alguno; ni siquiera
se quedó preñada. Su esterilidad fue muy comentada entre las
Casas hasta que, hace algo más de un año, ella apareció
muerta, en su propio lecho. ¿Sabéis lo que significa eso?
—Que Kalaris ansía un heredero por sobre todas las
cosas —apuntó Delorn.
—Y que vuestra hija debería guardar un ojo en su
espalda si no se queda preñada pronto —añadió el grueso juez
supremo de Davingrenn.
—Eso no es más que un secreto a voces —desdeñó el rey,
después de mirar sobre su hombro—. Ese bastardo, el hijo
ilegítimo de Kalaris, se encuentra en el asedio de Akkajauré, a
las órdenes de Brákenholm.
—Es un rehén poco valioso —apuntó Delorn—, si es lo
que habéis pensado, majestad.
—No me interesa el precio de su cabeza... idiota —
escupió Abbathorn lleno de desprecio—. Ni siquiera el valor
que pueda tener su vida para Kalaris. —Se dio media vuelta y
miró a ambos hombres—. Lo quiero muerto. Envía una misiva
a Bardok Levvoil para que rebane su cuello de parte a parte,
con discreción. Que parezca cosa de la guerra y no una vulgar
ejecución. Esto no debe llegar a oídos de las Casas. Tampoco a
Brákenholm; ese viejo lobo estepario es fiel a la reina, como
un perro a un mal amo. Este asunto se llevará con la mayor
363
discreción.
—¿Asesinar al bastardo de Kalaris, majestad? ¿Con qué
propósito?
—No estoy asesinando a un media sangre —continuó el
rey—, tan solo despejo el camino de mi hija hacia el gobierno
de Ursa. Pero necesitaremos alguna voz que hable por ella en
la guarida del león. Me pregunto cómo anda de apoyos el viejo
Kalaris.
—Podemos tantear a los Hown y los Grant. El padre de
Kalaris no tenía buena relación con Reinaldo Burk y algunas
familias podrían hablar en nuestro favor. Podemos ser
generosos con los que respalden a vuestra hija.
—Quizá… —repensó el rey—. Un nuevo matrimonio con
algún norteño...
—Ese es un asunto peliagudo, majestad —objetó Delorn
— sería como entregar el control de Ursa sin obtener nada a
cambio.
—Mi hija puede tratar con su nuevo marido y volver su
lealtad también nuestra… —El rey se pellizcó los labios
mientras susurraba todavía.
—Desde luego —apuntó Delorn, pero su voz se apagó a
medida que continuaba—. Ha tenido una buena maestra...
Abbathorn se mordió los labios y dio un paso adelante
con un bramido contenido, al tiempo que el Maestro de espías
hincaba la barbilla en el pecho y retenía la respiración.
—Mi hija servirá a esta casa hasta el final —masculló—.
¿Quién levantaría un arma por la Casa de Ursa?
—¿Damos por hecho, entonces, que Kalaris está muerto?
—Lo estará —confirmó el rey.
—La Orden de Vanaiar, con su nuevo Gran Maestre,
Ezra, son su mejor baza en estos momentos —explicó Delorn
—. El resto de Casas y sangres lo respetarán por su posición y
rango, más que por lealtad a su causa.
—Ezra y sus clérigos estarán encantados de poder formar
junto a su rey mientras tengan la bolsa llena y una excusa
para quemar herejes... —musitó Abbathorn con una ligera
sonrisa.
—¿Queréis que los monjes se encarguen de él? —Alzó las
manos Gallus—. Son sus mejores aliados.
—Yo solo digo que he entregado a esos monjes la excusa
para acabar con las manzanas podridas dentro de su cesto —
explicó el rey—. Sabrán ponerse del lado del más fuerte si
quieren conservar sus privilegios. Para sustituir a Kalaris
tengo el nombre adecuado.
—¿Quién?
—Alguien que desea desde hace mucho el control sobre la
casa de Ursa. Alguien con quien casar a mi hija cuando sea la
joven y reciente viuda de Enro Kalaris.

364
CAPÍTULO 28

Un candil que apenas iluminaba a su alrededor, una jofaina


con agua, una damajuana de latón y un par de cuencos de
cerámica era todo lo que tenían Vanya y Shana en su
encierro. La joven dama de la princesa estaba sentada en el
basto lecho de madera con colchón relleno de paja en el que
yacía Vanya. Se había echado una manta deshilachada sobre
los hombros, alcanzó uno de los cuencos y sirvió un poco de
agua clara que acercó a su ama.
Vanya tenía la mirada perdida, el gesto taciturno y
caviloso, ausente a cualquier otra cosa que no fueran sus
pensamientos. Cuando percibió el cuenco frente a ella, volvió
en sí, lo acercó a sus labios y bebió un pequeño sorbo.
Después, lo devolvió a su dama sin prestarle más atención
que la que se pone en un pestañeo. Movía los ojos de un lado
a otro sin mirar a ninguna parte. El resto de la habitación en
la que estaban presas se encontraba sumergido en las
tinieblas y la escasa luz apenas iluminaba el jergón y unos
pasos a su alrededor.
—¿Crees que está muerto? —preguntó Vanya sin mirar a
Shana.
La chiquilla levantó sus grandes ojos, luminosos y con un
eterno velo de llanto, hacia su prima.
—¿Quién?
—Mi padre —respondió Vanya y, por fin, la miró con una
máscara temerosa y desvalida, imposible de disimular, que
hizo estremecerse a Shana.
—Pero —se encogió de hombros su prima, con una
sonrisa nerviosa, y dejó el cuenco junto al lavamanos—, ¿por
qué dices eso?
—No lo digo yo —contravino Vanya—, lo dijo él.
—¿Ese chiquillo ridículo? —Shana sonrió al recordar el
insulto de Vanya, pero su risa no se contagió en el rostro de
Vanya, así que bajó la barbilla y continuó con las manos en el
regazo—. No debes hacer caso de todo lo que escuches aquí.
Podría ser una mentira para... no sé. Recuerda que eres la
princesa de Aukana.
—¿Y si es verdad?
—No puede ser cierto. Tu padre está lejos de la guerra y
no comandará su ejército, para eso están Kregar y Jornealven
y los Lieren de Kokkujia. Él es el rey, no se pondrá en peligro
así como así. Escucha —continuó con una alegre cantinela
tras sus palabras—; Ylarnna ha traicionado al rey, haría
cualquier cosa por mantener la cabeza sobre los hombros,
incluido mentirte y conseguir así un mejor trato cuando tu
padre o Kregar vengan a rescatarte.
365
Vanya se desinfló poco a poco y tiró de la manta que le
cubría las piernas. Las cejas se le hundieron entre los ojos y
torció la boca en una mueca insegura. Miró a su prima y
sonrió con un velo vergonzoso en la comisura de los labios.
Después sacó el brazo de bajo la manta y la acarició en la
mejilla. Shana se amagó con timidez y tomó la mano de Vanya
entre las suyas.
—No voy a escribir esas cartas.
Shana no dijo nada. Sus ojos se desnudaron en la
cercanía.
—Soy Vanya Kaikú y no cederé a su violencia…
La voz se le apagó un poco, al tiempo que su prima
suspiraba su angustia.
—Siento haberte pegado antes —dijo Vanya—. Fui muy
brusca.
—Y yo muy tonta.
—Las dos lo fuimos.
Shana se tendió a su lado y se tumbaron con los rostros
enfrentados y las manos enlazadas. Una leve corriente de aire
agitó la diminuta llama del candil y las sombras bailaron en
los ojos de Vanya. Se quedaron allí acostadas, con los ojos
abiertos en una pregunta silenciosa que se deslizaba
suavemente a la trastienda de sus pensamientos. Por un
instante se encontraron en la incógnita de su futuro, de lo que
podría pasar en adelante, y aquella burbuja de luz aceitunada
se convirtió en su única realidad. Fuera de allí, en la guerra,
en los asaltos a los castillos, las ciudades y las traiciones de
nobles ladinos, ocurrían cosas que no podían sospechar.
Fuera de esa esfera de luz, tras la oscuridad, a pocos pasos
del lecho en el que se encontraban tendidas, la una frente a la
otra, con las manos y las piernas enlazadas, se encontraba la
nada, por primera vez, la nada. Y mientras, en Ylarnna, en el
interior de la casa de los Eana, en los aposentos de ese
muchacho descreído y pueril, se decidía su destino, lejos de
su injerencia y voluntad.
Vanya besó a Shana en los labios y la acarició en el
pómulo con el pulgar. Tomó un mechón de su pelo oscuro que
se descolgaba sobre la frente y lo devolvió a su lugar con un
leve roce de los dedos. Su prima sonrió y le devolvió el beso,
muy suave, con mimo infantil, y se quedaron la una contra la
otra, unidas por la frente y la nariz, con los ojos cerrados. Se
abrazaron sin fuerza y recorrieron con las manos los hombros
y la espalda de la otra. Se besaron de nuevo, varias veces,
despacio, y Vanya se desinfló en un suspiro. Sin palabras, en
la penumbra, la ansiedad acumulada se convirtió en modorra
y la princesa deslizaba suaves caricias en el rostro de su
prima al ritmo de su respiración. Pronto, Shana dormía, quizá
lejos de todo aquel tormento, de la amenaza de un futuro
ignoto y peligroso; quizá no. Vanya la besó una vez más y se
366
quedó tendida, a su lado, con los ojos abiertos y fijos en
ningún lugar, tan solo la densa y oscura nada.
—Tenemos que escapar de aquí —murmuró al rostro
inconsciente de su prima.

El día amaneció apagado y monocromo y antes de que la triste


claridad comenzase a iluminar la realidad de su prisión, la
lluvia empapó el patio del pozo. Vanya y Shana se quedaron
en la puerta, sentadas en banquetas y, sin decir palabra, la
una peinaba a la otra y deshacía los nudos de su pelo. No se
habían bañado desde que dejaron Kivala. Un lavamanos de
agua fría no se podía comparar a las grandes y cálidas
bañeras, tras cortinas de vapor, con perfumes y esencias
naturales, a las que estaban acostumbradas en la asura real.
Afuera la lluvia caía despojada de toda violencia, sin fuerza
pero constante, y empapaba el brillante reborde del pozo o
goteaba desde el voladizo del soportal hasta los charcos rotos.
Vanya tenía la mirada perdida en la humedad sobre la
piedra del patio. Apenas le molestaban los tirones que Shana
daba cuando el cepillo se encontraba con un nudo en su pelo
ondulado. Había dormido poco, menos de lo habitual, con
aquella idea que le rondaba la cabeza: escapar. Buscaba
posibilidades y soluciones, tratando de recordar el día en que
los guardas de Khymil las trajeron a volandas hasta aquel
apartado patio. Había una escalinata y una casa grande con
una torre. Después una habitación, un corredor amplio, con
puertas a los lados, y al fondo una puerta de dos hojas que
quizá fuese aquella que tenía frente a ella. La fortaleza de los
Eana no podía ser mucho más grande. Pero seguro que
encontraría guardias en las puertas, por lo menos en la
principal. Deberían disfrazarse. Si pudiesen camuflarse entre
los criados podrían llegar hasta Auka y salir al galope de
aquella ciudad. Vestían sus trajes de viaje y, ni siquiera
estaban limpios, así que no parecía descabellado convertirse
en un sirviente más.
Sin embargo, cuando la locura le pareció más real y se
imaginó cabalgando sobre Auka con Shana tras ella, se sintió
triste. ¿A dónde huiría? ¿Al norte en busca de Kregar? ¿O
debía volver junto a su padre? El temor ante las palabras que
escuchó al petimetre de Khymil se había convertido en
remordimiento y pena. Escapar a los brazos del hombre que
amaba o someterse al bienestar de su familia. No podía
encontrar una respuesta a aquella pregunta. Sabía que de
volver a Kivala ya no sería entregada al hijo de los Levvo, pues
los misinios habían traicionado su alianza con Aukana. Pero,
a pesar de ello, la ira de su padre sería temible; a medida de
los problemas acarreados con su huida. Podría buscar a
Kregar y después pedir perdón al rey. Kregar Kikkuril era un
367
buen hombre, un caballero leal y justo; podría convencerlo
para esperar a casarse. Eso evitaría problemas a su padre y,
al tiempo, era la mejor solución para el reino.
La cerradura de la puerta emitió un crujido metálico y los
goznes chirriaron al girar. Mikail, el viejo consejero de Khymil,
entró en el patio, cerró tras él y se quedó un momento bajo el
voladizo, con las cejas caídas al contemplar la lluvia frente a
él. Tras un momento, se llevó la mano a la cabeza, levantó un
poco los faldones de su túnica y cruzó el patio dando torpes y
artríticos saltitos. Cuando llegó a su altura se sacudió el agua
de los hombros y saludó con una sofocada reverencia.
—Princesa Vanya —dijo, recuperando el aliento tras la
carrera.
Ella no respondió, de hecho ni tan solo miró en su
dirección, y permaneció con el rostro ladeado.
El viejo tartamudeó y encogió el pecho.
—Princesa quería pediros disculpas —dijo con la voz tan
compungida como el arrugado rostro—. El otro día obedecía
las órdenes de mi señor y, conociéndole como le conozco, es
mejor no negarse a cumplir su voluntad.
—Obedeces a un completo idiota.
Mikail cabeceó, dolorido.
—¡Un loco! —exclamó Vanya y el viejo levantó las manos,
alarmado—. Eso es lo que es.
—Es un muchacho difícil —apuntó Mikail—. Ya lo era
cuando su padre vivía y, desde que heredó el mando, su
carácter ha empeorado. Siento que os encontréis en estas
condiciones tan deplorables.
—Pues liberadme.
—Eso no depende de mí, alteza.
—Entonces —se creció Vanya—, ayudadme a escapar.
Mikail abrió mucho los ojos, espantado, y se cubrió la
boca. Tras ella, Shana dejó caer el cepillo y exclamó una
interjección ridícula.
—¡Princesa! —exclamó Mikail y miró en dirección a la
puerta—. Yo no puedo hacer eso. Sería traicionar a mi señor.
—¿Prefieres traicionar al rey?
—En absoluto.
—Pues ayúdame a escapar y te reconciliarás con el rey.
—Pero...
Vanya observó su rostro lleno de dudas y temores; el
trémulo labio, las manos manchadas enredadas entre las
mangas, los ojos viajando de un lugar a otro.
—¿O es que ya no puede importarte el castigo del rey? —
Vanya dijo aquellas palabras con una voz que no era la suya
—. ¿Ha muerto mi padre?
Mikail repitió la mueca sorprendida pero, esta vez, más
brevemente.
—Alteza, no —dijo raudo—. Es cierto que la guerra trae
368
noticias contradictorias. A veces ninguna en absoluto. Y, la
verdad, nos preocupa el futuro de nuestra ciudad como al que
más y el desplante de nuestro señor no ayuda a vuestro
padre.
—Entonces —intervino Vanya—, está vivo.
—Sí —afirmó él—, por supuesto.
Vanya resopló con hastío.
—Pues ayúdame a escapar —insistió.
—Eso no puede ser, señora —se negó el angustiado viejo
—. Está fuera de toda discusión. Si estuviera en mi mano,
estaríais libres los tres.
—¿Los tres?
—Vuestro primo llegó a Ylarnna el día después de vuestra
captura.
—¿Qué primo?
—Ikko, hijo de Eidean —explicó Mikail—. Vuestro padre
lo envió para aclarar la postura de mi señor y el silencio en
sus comunicados. Debía de partir también hacia Róndeinn
para averiguar los apoyos de los Levvo dentro de su propio
reino. Sin embargo, mi señor le hizo apresar y torturar, y
ahora está preso en los sótanos de la fortaleza.
—¿Torturasteis al sobrino del rey?
—Mi señor sospechaba que era un espía enviado para
asesinarlo o para fomentar un alzamiento en su contra —dijo
el viejo con visible sonrojo—. Desde luego, nos dijo todo lo que
sabía.
La voz de Mikail se desvaneció en un fino hilillo temeroso.
—¡Estúpidos!
—Alteza —saltó el viejo—, mi señor está enajenado.
Tenéis que comprender la situación. La guardia de su padre le
es totalmente fiel, ignora los consejos de este servidor y sus
familiares están muy enojados con su actitud. Dice esperar
noticias y mensajes que no llegan ni llegarán, para seguir las
órdenes de su padre.
—¿Qué ordenes son esas?
—¡Ninguna! —Alzó la palma de las manos—. El señor
enfermó y murió hace tres semanas sin dejar una orden o
intención con respecto a la guerra. Todo ocurrió muy rápido.
Vanya lo observó detenidamente, de pies a cabeza para
acabar en sus ojos cansados.
—La situación de Ylarnna es insostenible —continuó el
viejo—. Nuestros banderizos se alzarán en armas si no
abandonamos nuestra indecisión y tomamos partido por uno
de los bandos.
—¿Por uno de los bandos? —escupió Vanya—. Que yo
sepa, la lealtad solo contempla un bando, el del rey, mi padre.
—Me habéis malentendido, alteza —se disculpó—. Rodel
y Eric Lamakil, los primos mi joven señor, desean conseguir
vuestro apoyo a su causa.
369
Vanya ladeó el gesto de forma interrogativa.
—Desean... —dudó, apurado—, acabar con esto de una
vez por todas y poner fin a vuestro injusto cautiverio. Están de
vuestro lado. Pero para ello necesitan de vuestra colaboración.
—¿Qué puedo hacer yo si estoy prisionera?
—Eso mismo. —La apuntó con un dedo y alzó las cejas—.
Permaneced como estáis hasta que las cosas se solucionen. El
otro día, mi señor... cuando caísteis al suelo... imaginad lo que
podría ordenar en un ataque de rabia. No podemos permitir
que perdáis la cabeza —se detuvo con una mueca apurada—,
en todos sus aspectos.
Vanya se envaró y miró a su prima, brevemente.
—Voy a reunir al consejo —continuó Mikail con actitud
suplicante—. Tengo la intención de provocar la rebeldía entre
sus señores. Pero... —alzó la voz al ver la flemática reacción de
Vanya— debéis ser paciente. Todo llegará a su tiempo. No os
precipitéis, sed sumisa y acatad los mandatos de mi señor. Se
pone muy furioso si sus órdenes no se llevan a cabo, y su
guardia... su guardia haría cualquier cosa que él disponga.
Hacedme caso, princesa. Esperar es la mejor solución. ¿Lo
habéis entendido?
Las pobladas cejas de Mikail se arquearon en una mueca
expectante. Dejó las manos detenidas en el aire y tragó saliva
de forma ruidosa, marcando el esfuerzo con la nuez
descolgada. Vanya no dijo nada, asintió con seriedad varias
veces y pareció meditar las palabras del consejero. Después se
puso en pie.
—Muy bien —dijo de forma ceremoniosa.
—Me alegra oír eso, alteza —sonrió el viejo.
—Esperad un momento —continuó Vanya antes de dar
media vuelta y caminar en dirección al lecho. Dio dos pasos,
se detuvo y se volvió hacia el consejero—. ¿No sabéis que es
de mala educación escudriñar en la cámara de una mujer?
—¡Lo siento! —exclamó Mikail y se dio media vuelta con
una disculpa—. Tenéis razón, princesa. No sé en qué estaba
pensando. Es mala época para esta casa y peor para este
servidor que os habla. Demasiados problemas turban mi
sueño.
Vanya se acercó a su prima que la observaba,
atentamente, le hizo un gesto para que se levantara, cogió el
taburete por el asiento, caminó sin prisa hasta la espalda del
viejo que todavía parloteaba y lo estrelló contra su cabeza.
Mikail cayó al suelo con un quejido, entre las
descompuestas piezas del taburete. Shana se llevó las manos
al rostro y se cubrió la boca, sorprendida y espantada. El viejo
hizo intención de levantarse, con la boca abierta en busca de
aliento. Vanya cogió una de las patas, la levantó en el aire y
golpeó con todas sus fuerzas en su cogote. Con el golpe seco el
madero se escurrió de sus dedos y voló por los aires, Mikail
370
cayó fulminado y Shana dejó escapar un gritito histérico.
Incluso Vanya se asustó cuando la pata que había utilizado
como arma repiqueteó en el suelo.
—Pe... pero ¿qué has hecho? —balbuceó Shana con las
manos en la cabeza.
—Voy a sacarte de aquí, Shana —dijo Vanya, tan rotunda
como el contundente golpe que acababa de dar a Mikail—.
Después de todo, el viejo nos ayudará a escapar.
—Lo has golpeado... —murmuró su incrédula prima,
todavía con la vista puesta en el hombre tendido.
—Alguien tenía que hacerlo. —Vanya rebuscaba entre las
ropas del viejo, sacó un manojo de gruesas llaves y lo agitó en
el aire—. Además estaba mintiendo. Todo lo que ha dicho,
desde que ha entrado, no era más que una burda mentira
interesada.
—Akiel bondadoso. —Shana se acercó a la puerta donde
yacía Mikail—. Creo que lo has matado.
—No digas bobadas —desdeñó la princesa—, solo han
sido un par de golpes.
—¡Oh! Vanya —exlamó la muchacha, espantada—. Está
muerto. Has matado a un hombre.
Vanya se puso en pie y contempló el cuerpo inmóvil bajo
el quicio de la puerta. La lluvia continuaba empapando el
patio del pozo y un hilillo de sangre corría hasta fundirse con
algún riachuelo de agua clara. Se volvió hacia Shana con los
párpados desaparecidos y la mandíbula muy tensa.
—Salgamos de aquí —dijo antes de cogerla de la mano y
saltar sobre el cuerpo de Mikail.

La puerta se abrió apenas, después de que llave girara en el


mecanismo, y el rostro de Vanya se asomó al exterior. Tenía el
pelo mojado y algunas gotas resbalaban por su frente. Miró a
un lado y otro y se escurrió en la abertura. Tras ella caminaba
Shana, con los labios devorados en una mueca, casi
paralizada por el terror y con la nariz enrojecida. Caminaban a
pasos cortos, apenas apoyando su peso, como si el suelo fuera
a quebrarse en cualquier momento. Vanya se pegó al muro y
avanzó por un amplio pasillo con puertas a los lados. Tiraba
de la mano de su prima y la arrastraba hacia la libertad.
—¿Qué estás haciendo? —susurró Vanya al ser detenida
por la paralizada Shana.
—Na... na... nada —tartamudeó la muchacha.
La princesa dio un tirón de su brazo con un refunfuño
silencioso y continuaron adelante. Los sonidos propios de una
casa les parecían escandalosamente amenazantes. Una voz
lejana, pasos en la planta de arriba que hacían crujir una
viga, el silencio roto por los gemidos de la madera. Cuando
llegó a la esquina asomó medio rostro y volvió a ocultarse al
371
instante. Shana la miró de la misma forma que si hubiera
visto el fin del mundo.
—Hay un guardia —explicó Vanya.
Pegó la espalda a la pared y trató de respirar con calma.
Sentía el corazón desbocado, golpeando en su cabeza y en sus
piernas. Estaban cerca, estaban muy cerca de escapar, tan
solo tenía que encontrar la manera de pasar frente a ellos. Era
más sencillo de lo que parecía. Lo primordial era mantener la
cabeza fría y no dejarse llevar por el miedo. Aunque eso,
viendo a su prima, iba a resultar harto complicado.
Shana retenía el llanto, congestionada, con el cuello
empapado por el sudor. Respiraba a pequeños sorbitos y,
cuando se sintió observada, miró a Vanya de soslayo y sus
labios comenzaron a temblar.
—Escucha —susurró Vanya tras tomarla por los hombros
—, todo va a salir bien, pero necesito que estés tranquila. ¿De
acuerdo? —La princesa esperó hasta que su prima asintió
varias veces con el aliento perdido—. Vamos a buscar algo que
nos haga parecer simples sirvientas. Pasaremos frente a ellos
y nos moveremos hacia las caballerizas. Después escaparemos
con Auka y no volveremos a este lugar nunca. ¿Lo has
entendido? Todo va a salir bien.
—¿Parecer sirvientas?
—¡Cualquier cosa que pueda servirnos como disfraz! ¡Por
todos los dioses, ¿quieres tranquilizarte?!
—Lo siento.
—Bien, ahora haz lo que yo diga y no pasará nada.
Shana asintió de nuevo con un gesto decidido, aunque
tan frágil que parecía fuese a salir corriendo en cualquier
momento. Vanya la cogió de la mano y se la besó, lo que
pareció tranquilizar bastante a su prima, que sacó pecho y
estrechó los labios.
—Volvamos atrás —propuso Vanya, y señaló con la
cabeza las puertas de los laterales.
Caminaron de vuelta varios pasos, tan silenciosas como
gatas, intercambiaron una mirada llena de seguridad, y una
pequeña sonrisa nació en los labios de ambas. Después de
todo, todavía tenían una posibilidad. La voluntad de Vanya
podía llevarlas a buen puerto. Había una determinación
contagiosa en los ojos de la princesa, la invisible obligación de
enrolarse con ella y seguir el viento de su coraje. Siempre
había sido así. Shana, o cualquier otra de sus damas, solían
meterse en líos de cualquier calibre cuando se dejaban
enredar por Vanya. Y en aquel momento, sin predecir las
consecuencias, Shana se encontró con el mismo sentimiento
flemático y valiente de otras veces. Cuando robaron la espada
del rey porque su prima quería aprender a luchar; cuando se
escaparon durante la noche para observar una lluvia de
estrellas; cuando las sorprendieron espiando a los mozos de
372
caballerías mientras se bañaban. Durante todas aquellas
aventuras había un momento en que Vanya hablaba y con sus
palabras todo cobraba un sentido épico e ineludible, tal que
un poema de Pykewell. Después su plan daba al traste y
llegaba la vergüenza y el castigo. Aunque aquella vez era
diferente.
Una de las puertas se abrió y una mujer, gruesa y con los
mofletes como panes, salió al pasillo con un cesto a cuestas.
Su rutina diaria se vio tan súbitamente interrumpida como la
tonadilla que tarareaba entre labios, al toparse con las
prisioneras de su amo. Sin pensarlo un instante, dio un
desgarrador grito antes de soltar su carga, cogerse las faldas y
desaparecer puerta adentro. Shana comenzó a dar saltitos y
mirar a todas partes mientras Vanya se había quedado
congelada, con la boca abierta en un gesto bastante estúpido.
Cuando reaccionó, empujó a Shana hacia el final del corredor.
—Por esa puerta —dijo al tiempo que se lanzaba contra el
pomo.
Giró varias veces la manecilla pero la hoja no se abrió.
Estaba cerrada.
Su prima había añadido a los saltos nerviosos un gemido
lastimoso que nacía de sus entrañas. Vanya se quedó mirando
la recia puerta de madera.
«Piensa —se dijo—. Piensa algo que te ayude a escapar.»
Pero cuando el guardia apareció en la esquina, se
encontró que ningún pensamiento útil venía a su mente, tan
solo un incontrolable temblor en las rodillas.
El guarda avanzó a grandes pasos hasta ellas. Bajo el
bonete acorazado que calzaba por yelmo se veía su dentadura,
llena de rabia guerrera. Shana se volvió hacia él y apenas
levantó las manos.
—No... —fue todo lo que alcanzó a decir.
El golpe cruzado del guarda con el dorso de la mano la
hizo girar como una peonza y salir disparada contra la pared.
La sangre salpicó alrededor y el cuerpo de Shana cayó al suelo
como un muñeco de paja.
Vanya no supo si titubeó alguna palabra, pero cuando el
hombre llegó a su altura, ella trató de arañarle la cara y dio
unos rápidos zarpazos que apenas llegaron a rozarlo. El
guante de cuero del soldado se cerró en torno a su delgado
cuello y ella comenzó a ahogarse. Lanzó un puntapié
desesperado a las piernas del hombre, pero topó, de forma
dolorosa, con las grebas de cuero que protegían sus espinillas.
El hombre la levantó en volandas mientras ella, entre ahogos,
se aferró a su brazo. Sintió que la piel de la cara se le
hinchaba y la lengua asomaba a la boca. Su pierna se disparó,
de forma involuntaria hacia la entrepierna del guarda y, con
un quejido, el tipo se dobló sobre sí mismo y la soltó.
Al caer al suelo respiró una gran bocanada. Shana estaba
373
tendida de costado, con el pelo revuelto sobre el rostro. No se
movía. Ella se acariciaba la nuez, donde todavía sentía los
fuertes dedos del soldado haciendo presa en su carne. Se
tambaleó hasta su prima y la cogió por el brazo, tiró del
cuerpo, pero no se movió. Sobre los gemidos del hombre,
arrodillado a un lado, se escuchaban voces de alarma en la
habitación por la que huyó la gruesa criada. Miró a un lado y
otro, llena de urgencia y desesperación. Dio un fuerte tirón al
cuerpo de Shana, pero apenas lo arrastró un par de dedos.
Tenía los labios cubiertos de sangre y la mandíbula
desencajada.
—¡Shana! —gritó con todas sus fuerzas.
En ese momento, desde el suelo, el guarda la atrapó por
el vestido y la lanzó contra el muro. Ella salió despedida sin
tiempo a cubrirse. Dio con la cabeza contra la piedra en un
tremendo y seco golpetazo. Los gritos se volvieron un eco
confuso, el pasillo se retorció de principio a fin y sintió que se
mareaba. Trastabilló entre tropiezos hacia la salida, hacia la
claridad difusa del exterior, pero los pies le fallaban y las
piernas no acertaban su camino. Todo se desvanecía, excepto
el dolor y la imagen de Shana derribada.

Auka atravesaba los Campos Aukos a toda velocidad. La crin


brotaba de entre sus orejas como un torrente de plata que
descendía, proceloso, hasta las manos de Vanya. Bajaba la
cabeza y se encogía, con todo el peso sobre los estribos, el
trasero en alto, los puños en torno a las riendas. El viento
helado acariciaba su rostro y silbaba en sus oídos, acallado
por el tremendo retumbar de la carrera. Hierba y tierra
saltaban a su paso, dejando tras ella un surco oscuro que
recorría, como una flecha, el paisaje aukano. En el horizonte,
tras una colladía rodeada de valles agrestes, estaba Kjionna.
Perdía el resuello y sentía los muslos ardientes y el
corazón tan desbocado como su huida hacia Kregar. Al final
del camino estaba él, ya casi podía verlo, aunque no
recordaba su rostro. De repente fue consciente de aquella
sombra que comenzaba a devorar las palabras en su recuerdo
y que se extendía, tal que una marea negra, sobre todos sus
pensamientos y creencias. El estruendo del galope se esfumó
poco a poco, hasta desaparecer en su cabeza, y ella se
encontró en un lugar oscuro y lóbrego. No había nada allí, ni
siquiera una palabra que la hiciese comprender quién era y
qué quería. Se miró las manos de niña, las manos que
otorgaban la corona aukana. Estaban limpias e inmaculadas,
tan blancas como la nieve, aunque ella sintiera la piel
pringosa y fría. Una sensación de pánico la estremeció.
Aquellos dedos pequeños y estilizados, frágiles como ramas de
sauco, no eran lo que debían ser. Comenzó a frotar las manos
374
contra la falda, intentando borrar su propia carne, arrancarla
del hueso y echarla lejos de ella. Su cuerpo no era suyo, su
voluntad era de otros.
—¡Despertadla! ¿No me habéis oído? ¡Os he dicho que la
despertéis!
La zarandearon de un lado a otro, bruscamente, y un
golpe de vómito ascendió con la nausea y la hizo saltar en el
lecho. Se hizo a un lado y regurgito lo poco que había comido
sobre las botas de un guardia. Junto con las siguientes
arcadas, tan dolorosas como si le arrancasen la bilis de las
entrañas, escupió saliva y espumarajos amarillentos que
mancharon su barbilla. Después se limpió con el dorso de la
mano y antes de que pudiera recuperar el aliento, la
empujaron de vuelta al jergón.
La cabeza le dio vueltas y los ojos se le cerraban. Sentía
un costado de la frente, palpitante y ardiente como una brasa.
Se llevó los dedos al dolor y, con cuidado, circundó un enorme
chichón, duro como una ciruela verde.
—Había visto comportamientos irresponsables en mi
vida, pero no tengo palabras para vuestros actos, princesa
Vanya.
Un hombre maduro de gesto adusto apareció frente a
ella. Vestía una capa corta, oscura como su chaleco de cuero,
y un ancho cinturón de gran hebilla dorada del que pendía un
sencillo cuchillo de estilo aukano. Tenía el cuello amplio y la
nariz surcada por diminutos capilares azulados, los ojos
profundos y la boca casi oculta por un frondoso mostacho que
se unía, en una cascada surcada de canas, a la puntiaguda
perilla.
—Soy Kunt Eana, tío abuelo de Khymil Eana, mi señor y
vuestro anfitrión.
Vanya paladeó el agrió regusto de su lengua y se
humedeció los labios, todavía con los dedos sobre su frente
herida.
—¿Anfitrión? —preguntó con desdén incrédulo, pero el
recio noble la interrumpió sin ninguna compasión.
—¡No te atrevas a discutirme, niña malcriada! —gritó y
levantó la mano hacia Vanya. Ella saltó contra el cabecero del
lecho y se cubrió el rostro por instinto, empujada por un
terror que no conocía—. Había oído hablar de la altivez de la
reina Ikaris y su hija, la princesa mestiza, pero no esperaba
que además de engreída fuese estúpida. ¡Mantén la boca
cerrada y escucha lo que voy a decirte! Vas a firmar las
misivas que mi sobrino ha preparado para ti, no me importa lo
que pienses al respecto. ¿Crees que nada puede pasarte
porque eres la hija de un rey? ¿Acaso sabes cuántos reyes ha
tenido Aukana desde que echó a andar lejos del poder
misinio? ¿Conoces sus dinastías, las luchas de poder de esas
tribus que ahora se llaman Casas? ¿Sabes cuántas princesas
375
han acabado muertas o entregadas a guerreros por un pacto
de sangre? —Kunt Eana frunció los labios en una mueca
cargada de desprecio—. Tú no sabes nada de este lugar. No
conoces a su gente más que por los libros y las canciones. Ni
siquiera sabes lo que significa ser la hija de un rey. Crees que
la corona sobre tu cabeza justifica la soberbia, que todo es un
juego para ti, pero no deberías apostar sin conocer las reglas,
princesa, o perderás mucho más de lo que piensas.
Vanya recogió las piernas contra el pecho y apartó los
ojos a otro lado, hacia los guardias que esperaban en las
tinieblas. Su mirada se empañó con el brillo del orgullo herido
y la impotencia.
—Mi casa se juega su futuro en todo este asunto y la
tuya también, aunque no lo creas —continuó Kunt y Vanya lo
miró de soslayo—. Compórtate conforme a tu rango y
posición. Firma esas cartas y comienza a pensar como una
reina, o yo mismo me aseguraré de que pases a las crónicas
de este reino como una anécdota curiosa.
La amenaza de sus palabras recorrió su pecho como el
filo de una daga helada que esperaba el momento oportuno
para rajar su corazón. Vanya cerró los ojos. Tragó saliva y el
orgullo herido se arrastró, áspero, en su garganta junto con
los amargos restos del vómito. Los dientes le castañetearon y
ella apretó la quijada, tratando de disimular su derrota.
Kunt Eana caminaba de un lado a otro mientras sus
hombres entregaban a Vanya los pliegos para firmar. Ella
estampó su rúbrica, uno a uno, sin prisa, y cuando terminó
sintió que los músculos tocaban a retreta y desistían en su
intención de mantenerse firme. Bajó la cabeza y dejó las
manos flojas, sobre el regazo. El labio inferior devorado en un
mohín infantil y los ojos tristes. El viejo noble comprobó los
documentos y después suspiró tras el bigote. Vanya lo observó
desde las cejas. Algo había cambiado en él. Quizá no estaba
enfadado con ella, quizá sus palabras habían sido tan duras
porque nacían de la dureza, de la desesperación. Tras recibir
lo que deseaba, Kunt Eana le pareció un hombre tan vencido
como ella, arrollado por las circunstancias y empujado a
tomar decisiones que sabía no tendrían el efecto esperado y
deseado. El hombre la miró y chasqueó los labios en una
mueca difícil de interpretar, pero que a ella le pareció
compasión o tal vez cansancio.
—Lleváosla —ordenó a sus hombres. Después se sentó en
un butacón polvoriento, en la tenue frontera ambarina de las
velas. Los pliegos firmados por Vanya en una mano y la
cabeza apoyada en el puño.
Vanya fue llevada en volandas sin ningún cuidado, a lo
largo de la casa de los Eana. Algunos sirvientes se apartaron a
su paso y sus ojos coincidieron brevemente. Había un
sentimiento apenado en ellos, quizá también lleno de terror.
376
Se sintió confundida y mareada. Los pies apenas le rozaban el
suelo. La arrastraron hasta el patio del pozo. El aire fresco la
despejó. Estaba lloviznando y, a pesar de las nubes y el cielo
cubierto, la claridad del exterior la cegó un momento.
Abrieron la puerta de su celda y la arrojaron dentro de la
misma forma en que se maltrata a un condenado a muerte.
Ella cayó al suelo y respiró exhausta. Se llevó una mano a la
cabeza. Una zozobra en forma de nausea la sobrevino desde
las tripas. Tenía la boca seca y con un regusto agrio en la
lengua. Se acercó hasta la mesilla y, con esfuerzo, alcanzó la
jarra del agua. Intentó beber, pero la mayor parte del caldo se
derramó en su pecho. Tomó aire y trató de centrar sus
pensamientos, pero apenas podía enfocar la vista. La
habitación, más que nunca le pareció un calabozo sucio y
pequeño, tenebroso y húmedo. Se apoyó en el lecho y cogió la
mano de su prima que yacía inconsciente. Shana tenía la cara
hinchada, el vestido manchado de sangre seca. En pesadillas
musitaba algunas palabras incomprensibles que apenas
salían de sus abotargados labios, entre dientes rotos y
coágulos gelatinosos.
Vanya la tomó por la mano y hundió el rostro en el
jergón.
—Lo siento —murmuró con la voz trémula y perdida en
su debilidad—, lo siento mucho, prima. Lo siento.

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CAPÍTULO 29

Todo había cambiado. El clima, Mardha, los planes y, sobre


todo, Eadgard. El otoño se volvió benévolo, como si el invierno
se hubiera retirado y dejado paso a una falsa primavera. En
esos días vagaron por el sur de Misinia sin un lugar concreto
al que dirigirse. No tenían ninguna prisa porque no había
ninguna meta en la mente de Eadgard. Ya no pensaba en
llegar a Baut Hum y cruzar las montañas en dirección al mar
interior de And Ag Min. Ni siquiera recordaba si alguna vez
había tenido algún otro propósito, incluido alejarse lo más
posible de los reinos del norte. En su mente solo estaba
Mardha, la bruja, su voz sinuosa y su cuerpo ardiente.
Eadgard la perseguía con la mirada y su boca se
inundaba de saliva caliente cuando caminaba frente a él.
Sentía una quemazón sofocante cada vez que las gruesas
guedejas de su melena se contoneaban al ritmo de sus
caderas y él cerraba los puños y se mordía la lengua.
Entonces ella se giraba, levemente, casi por un casual, y con
un guiño desaparecía en la foresta. Dejaban atrás a Perro,
Iven y Swerd, preparando un fuego en algún campamento
improvisado, hasta que sus voces desaparecían en la
distancia. Eadgard la observaba entre abetos jóvenes y álamos
de mil ojos impresos en su corteza ebúrnea, quizá tan
tentados como él, por aquel juego de provocación y deseo.
Apartaba las ramas a su paso y la encontraba tendida, sobre
su manto, con la piel desnuda y los labios húmedos. Él caía
de rodillas frente a ella y se arrancaba el sayo, sucio y
agujereado, mientras ella le mordía los pezones y le arañaba
las costillas. Después le atrapaba entre sus muslos y el uno se
alimentaba del otro.
Por la noche, junto al fuego, Swerd hablaba de sus viajes
imaginarios, de lugares que no había visto y que
probablemente no existieran. Eadgard se sentía bien, con los
pies cruzados cerca de las ascuas y las manos sobre el
vientre, la cabeza apoyada en un tronco, escuchando con una
sonrisa vanidosa las ilusiones de aquel desharrapado
mendigo. Perro roía los pequeños huesos de las liebres que
habían cocinado al fuego y el joven Iven se ocultaba tras un
velo de danzarinas sombras. A pesar de ello, Eadgard
dedicaba fugaces miradas a Mardha que, a veces, ella
correspondía con una sonrisa, y recorría su piel con la
imaginación y recordaba su sabor y la suavidad de sus
recovecos. Después, más tarde, cuando el fuego se había
convertido en un lecho de ceniza rajado por incandescentes y
breves llamaradas, ella se deslizaba bajo su manta, lo besaba
y se montaba a horcajadas sobre él. Mientras, los otros
378
dormían, excepto Hontar, que subido a alguna roca solitaria
contemplaba el cielo estrellado en aquella efímera quietud.
Todo había cambiado. Cada mañana, al abrir los ojos,
sentía el sabor de ella, prendido en sus labios, recorriendo
todo su cuerpo, y él se deleitaba olfateando sus recovecos.
Sentía un fuego interior, algo nuevo en él que nacía desde el
ombligo y lo obligaba a caminar erguido. Entonces, tras
tumbarse de nuevo a su lado y poner la vista en el cielo,
sonreía. Era uno de aquellos momentos en que no se ve más
futuro que el de aquel aroma embriagador, y se olvida el
pasado por completo. Un salto al vacío de la amnesia
voluntaria, a un lugar en que no había otra cosa que no fuese
ella, y ese lugar, para Eadgard, era un lugar hermoso. Un sitio
sin nadie, ni razaelitas, ni monjes, ni dioses o reyes; un lugar
en el que tampoco estaba él.

Durante el noveno día tras su encuentro en la charca, Mardha


recogía tallos verdes que después utilizaría para preparar un
guisado en su viejo perol metálico. El viento del norte había
regresado y hería con su cuchilla la carne que quedaba al
descubierto. Eadgard estaba acuclillado, junto a unas piedras
y un solitario castaño, con el desgastado sayo cerrado sobre el
pecho y las manos bajo las axilas. Tenía los labios un poco
morados y trémulos, y los ojos vidriosos, casi cerrados, fijos
en la mujer y en su laboriosa tarea. Los cúmulos gruesos
corrían sobre él, con la implacable amenaza de la lluvia y la
certeza del frío omnipresente. A pesar de ello, otros
pensamientos venían a su mente, deslizados sobre una lengua
de inseguridad y una sospecha tenebrosa. Se puso en pie y
caminó hasta ella.
—Hola —dijo antes de llegar a su altura, se detuvo, con el
cuerpo aterido y no dijo nada más.
Mardha levantó una ceja y sonrió sin abandonar su
recolección.
—Hace frío —dijo la bruja.
—Hace mucho frío —asintió Eadgard en una sacudida
contenida—. Deberíamos pensar algo.
—¿Pensar algo?
—No estamos preparados para el invierno. Necesito una
pelliza y unas botas. Y una buena lona para cuando llegue la
nieve.
—Entonces ya has pensado algo —añadió ella sin
mirarlo.
—Le he estado dando vueltas —continuó Eadgard—. No
podemos regresar a Uddla; no con Perro y Swerd. Y tampoco
quiero ir a Róndeinn después de todo lo que me contaste
sobre los druidas. Hay que pensar en un lugar para cobijarse
y también en conseguir... —se miró los calzones y la camisa,
379
deshilachados y mugrosos—, ropa en condiciones. Con estas
pintas no podremos acercarnos a nadie sin que salga
corriendo.
—¿Qué pasó con tu idea de viajar al sur? —lo interrogó
desde abajo, con la atención puesta en algunos brotes
demasiado largos.
—Bueno —titubeó—, no estoy seguro de querer viajar al
sur.
Mardha se puso en pie y lo observó con una sonrisa
condescendiente.
—¿Y por qué ese cambio de planes?
—Estamos bien, por el momento —explicó él—. ¿Para qué
viajar al sur si aquí tenemos todo lo que necesitamos?
—¿Estás seguro? —preguntó ella sin abandonar su
sarcástica sonrisa—. De momento necesitas abrigo y calzado,
y no lo tienes, ni la posibilidad de conseguirlo. ¿O es que has
pensado tomarlo prestado?
—Bueno... —inclinó la cabeza sin convencimiento—, si lo
encuentro lo cogeré, por supuesto.
—Y con eso te darás por satisfecho.
—¿Qué quieres decir?
—Esa es toda la ambición de Eadgard Finean y ese es su
destino —canturreó ella—. Harapiento buscavidas en los
caminos. Muy apropiado para una anguila.
—Eso no es cierto —dijo él con el orgullo retenido entre
los dientes.
Mardha se volvió hacia él y lo escudriñó de arriba abajo.
—Pues tienes todo su aspecto —aseveró antes de
continuar con retintín—. Dime una cosa, tienes mi coño, mi
comida, a esos tres peleles que te siguen... ¿si consigues ropa
y zapatos serás feliz por fin, anguila?
Eadgard estrechó el cejo y caviló la respuesta, pero
Mardha continuó antes de que abriese la boca.
—No puedo hacerme cargo de los cuatro, Eadgard. No
para siempre.
—Nadie te ha pedido que te hagas cargo de nosotros...
—Tú lo has hecho.
—Te ofreciste.
—Eso no es cierto, Eadgard. —Mardha se plantó frente a
él, con la barbilla alta y el gesto acerado—. Te dije que te
protegería, que estaría a tu lado de ahora en adelante. Nada
tiene que ver con que solucione tus problemas y los de tus
amigos, bastante he hecho ya. Lo que viene ahora deberás
aprenderlo tú solo.
—Podríamos pasar el invierno en el bosque —propuso
Eadgard—, esperar a la primavera...
—¿Por qué en el bosque?
—Bueno... —dudó un instante y bajó la mirada—. Tú...
—¿Yo? —exclamó Mardha llena de sarcasmo—. Me
380
parece que me he equivocado contigo, Eadgard.
—Pero... ¿Por qué dices eso?
—Sin lugar a dudas, me he equivocado contigo. Creía que
eras diferente, que había algo especial en ti. Pero, mírate, no
pareces más que un vulgar ratero que vaga por el mundo. Y
has encontrado una mujer que te cocina y abre sus piernas
para ti. ¿Se puede pedir algo más?
—No hables así —masculló él, entre dientes—, no me
gusta.
—Me decepcionas, Eadgard.
—No digas eso.
—Y ¿qué esperas que diga? —saltó ella, cada vez más
enfadada—. Tal vez me haya equivocado contigo. Quizá no
seas tú el que los druidas andan buscando. Creía haber leído
en tu mente, había presentido tu destino, y ahora resulta que
no eres más que un fracaso...
—¡No! —gritó él, pero ella lanzó un rápido bofetón a su
cara y él se giró a un lado, con la boca entreabierta y la mejilla
palpitante.
—¡No me alces la voz! —exclamó Mardha— Tu fracaso es
el mío, idiota. Yo te mostré la puerta a una posibilidad, a lo
que podría ocurrir, pero tú te regocijas en tu ceguera y
piensas en holgazanear y en clavarme tu verga cuando te
venga en gana. Dime que viste algo el día en que lavé tus
heridas, dime que tus deseos son los míos.
—¡Lo vi! —exclamó Eadgard con los ojos empañados y
cubiertos de mil diminutas venas—. ¡Por supuesto que lo vi!
—No mientas.
—¡No miento! Lo vi, sentí la fuerza y el poder, pero ese no
era yo...
—¡Eras tú! ¡Era lo que serás algún día si te deshaces de
tanto miedo estúpido!
—Pero, no sé cómo llegar, no conozco el camino.
—Eso es algo que debes descubrir tú solo, Eadgard.
—¿Solo? —balbuceó— ¿Qué quieres decir con solo?
—Quiero decir que tengo cosas que hacer, asuntos que
requieren mi atención y de los que debo encargarme con
urgencia.
—¿Te vas a marchar? —dijo con la voz temblorosa.
—Sí.
Eadgard bajó el rostro, sombrío, y apretó los dientes con
tanta fuerza que sintió que su quijada se astillaba. Mardha
observó su rostro con atención, con la curiosidad con que le
examinó días atrás en la charca, cuando le dijo que había
visto en él algo especial, algo único. Él se volvió un poco, de
costado, y un golpe de viento agitó su pelo negro, sucio y
enmarañado, y el cosquilleo por el golpe recibido hacía solo un
instante revivió en su orgullo y en su piel sonrojada. Miró al
suelo, a sus pies descalzos cubiertos por remiendos y los
381
calzones agujereados a los que asomaban dos pantorrillas
cadavéricas. Después levantó un poco los puños.
—Pues vete —murmuró—, márchate.
El despecho le hizo escupir la última palabra con
violencia, al tiempo que arrugaba la nariz y se agriaba el
gesto.
—Tengo compromisos que atender —continuó Mardha—,
pero te esperaré en Ylarnna. Podrás encontrarme allí si es lo
que quieres, aunque deberás hacerlo tú solo.
Eadgard le dio la espalda y se encogió de hombros con
una sonrisa llena de ironía insultante. Pasó la lengua por los
labios y el pecho le desapareció en la postura.
—Claro —asintió con un tono musical—, lo que tú digas.
No me importa, puedes hacer lo que quieras.
Mardha amagó una risa perpleja, quizá ofendida. Dejó
caer los tallos verdes que había recogido, y se esparcieron por
el suelo en un abanico caótico. Había una mezcla de asombro
que se cubrió poco a poco de maliciosa y violenta aprensión.
En un veloz movimiento, cogió la cabeza de Eadgard y lo
atrajo hacia sus labios, lo besó con una dentellada, le mordió
la boca y él se resistió un poco, hasta que sintió la mano de
ella en sus pantalones. Eadgard la cogió por la cintura y
hundió la cabeza entre sus pechos. Lamió su carne entre
resuellos y ella pellizcó la piel de su espalda. Mardha le
arrancó la cuerda con la que sujetaba sus pantalones y la tela
se rajó ligeramente antes de que apareciese su polla, tan dura
que parecía fuese a estallar. Ella le cogió el miembro con la
mano, se separó un poco y clavó en él sus ojos oscuros, con
una mueca excitada y salvaje. Entonces atrapó a Eadgard por
el cuello con su mano izquierda, clavando las uñas en su
nuez, en una amenaza felina.
Eadgard levantó los brazos, pero ella giró, le golpeó las
rodillas y él se vino abajo sin poder evitarlo. Se quejó, en un
gemido ronco que se convirtió en aullido desesperado. Mardha
clavó su mano derecha en el centro de la espalda del
muchacho y él sintió su garra, rajando la piel y la carne. En
un momento los dedos de ella se abrieron paso en su cuerpo y
apartaron hueso y cartílago hasta apresar su corazón.
Eadgard perdió el aliento, los pulmones se le vaciaron de
repente y en el pecho tan solo le quedó el fuerte palpitar
atrapado entre los dedos de la bruja.
—Muchacho estúpido —rugió ella casi en un susurro a
su oído, y retorció el puño de forma que él se arqueó al
sentirla dentro—. Te he dado la llave y te he mostrado la
puerta. Es decisión tuya dar el paso y volverte aquello que
realmente eres. Los druidas piensan que eres el Khuram,
¿escuchas?, el Khuram encarnado que ha venido a poner fin a
una era. Se supone que el mundo ya no será el mismo tras tu
paso. Y tú te niegas a dejar de ser un crío estúpido y
382
caprichoso que se compadece de su suerte. —Mardha giró el
brazo y las tripas de Eadgard se revolvieron al tiempo que él
gritaba y apoyaba los brazos en el suelo. Después, la bruja
deslizó la garra de su yugular hasta la entrepierna y cogió su
verga, ahora fláccida y blanda—. ¿Quieres ser un hombre?
¿Quieres ser aquello que viste en el agua?
Eadgard no pudo contestar. Un gañido desgarrado nació
de su garganta acompañado por una dolorosa arcada que le
lleno la boca de bilis y saliva espesa.
—Estaré en Ylarnna. Puedes venir conmigo o puedes
seguir tu camino —continuó susurrando la bruja sobre sus
quejidos impotentes—. Haz lo que creas más conveniente.
Pero no me decepciones, Eadgard, acepta lo que eres y olvida
el miedo.
Mardha se incorporó y contempló desde arriba el cuerpo
caído de Eadgard que, al verse libre, comenzó a respirar y a
toser con las manos en el pecho, buscando la herida, la
sangre y las vísceras en sus manos. No había ninguna marca,
ni piel rota o carne rosada, tan solo el rastro del dolor y la
quemazón interior de encontrarse revuelto y violado. Se giró
ligeramente, apoyado en un brazo mientras con el otro todavía
palpaba el agitado pecho, como si el recuerdo fuese real y la
sensación de una mano removiendo sus tripas, haciéndose
hueco en su caja torácica, todavía persistiese en su cabeza.
Tenía el gesto espantado y no se atrevía a mirar a la bruja.
Tragó saliva, tosió y recuperó el resuello con la mano aferrada
a su camisa.
—¿Te ha quedado claro? —preguntó ella con voz gélida—.
¿Tienes algo que decir?
Él asintió en silencio, la saliva goteante entre resuellos y
los ojos vacíos, las mejillas descolgadas y el orgullo derribado,
entre la tierra removida bajo su cuerpo. Después la bruja
movió la cabeza a los lados, quizá con la sombra de la
decepción en la curva de su boca. Y esa imagen fue peor que
su garra retorciéndole el corazón, estrujando sus tripas y
haciéndole llorar vinagre. Mardha se dio la vuelta y se marchó
en dirección al este, pisando en su camino los brotes verdes
que había recogido. Eadgard la vio alejarse con el deseo de
llamarla en la garganta, detenerla aunque solo consiguiera su
desprecio y el dolor de sus golpes. Dio con el puño contra el
suelo, pero fue un golpe sin fuerza que ni siquiera llegó a
herirle la piel.

Bajo el castaño solitario, con la espalda apoyada en la piedra y


una rodilla recogida contra el pecho, Eadgard trataba de no
pensar en nada. Sin embargo, aquella era una batalla perdida
de antemano. Una batalla en la que no tenía mucho a hacer
su débil voluntad contra la avalancha de despechados y
383
dolorosos recuerdos. Una vez más se encontraba solo, dejado
por los otros, dado de lado, y sentía una tristeza vengativa, un
enfado flemático e indignado ante la traición. Aunque aquella
vez era diferente, sin lugar a dudas, la peor.
Mardha continuaba allí, con él. Sus palabras todavía
reverberaban en el eco del viento creciente, entre los ataques
de su vergüenza y los mordiscos del ego dolido. Y sobre todos
ellos aparecía su cuerpo caliente, la piel suave, los ojos, su
aroma, los gemidos entrecortados, el ataque afilado de sus
ojos grises procelosos durante el éxtasis.
Chasqueó los labios y miró a ninguna parte. ¿Qué podía
hacer? ¿Volver por ella a Ylarnna? ¿Perseguirla como un perro
abandonado y que, a pesar de las pedradas, persigue
desesperado a su amo? Dio una palmada en la rodilla cuando
sintió crecer el odio hacia ella en su corazón. La imaginó y un
mal sentimiento se acumuló bajo su lengua, repleto de una
violencia que le corría por las venas hasta hormiguearle en la
punta de los dedos. Se mordió los labios al tiempo que negaba
con la cabeza. ¿Cómo había podido dejarlo así? Sin otra
explicación, sin excusas, tan solo con el frío desprecio y la
decepción en la sombra. Qué traición, qué burda y terrible
traición. Eadgard deseó su muerte, deseó que sufriera y
después desapareciese para siempre, pero al instante cerró los
ojos y el arrepentimiento llegó tan amargo como la bilis que
todavía se deslizaba en su resentimiento.
Por una parte deseaba correr tras ella, rogar por su
compañía, por su cuerpo y su voz cada noche. Pero sabía que
no podía hacer eso, que lo despreciaría y se reiría de él, de su
aspecto, de lo estúpido que podía ser en sus lloros y gimoteos.
Mardha había visto algo en él, algo que no sabía que tenía en
su interior. Le dijo que era el Khuram, que un gran poder
había crecido en él, aunque él no podía verlo y, a su lado, se
sentía como un niño frustrado, inútil y desvalido. La
autoridad de Mardha le hacía buscar y revolverse, escarbar en
lo más profundo de sus sentimientos, desgarrar con las uñas
la oscuridad gelatinosa de sí mismo. Aunque, al final, solo
encontraba su indefensión, la humillante necesitad de echarse
a su lado, dejar pasar el tiempo y que la memoria se
desvaneciera. Pero no podía hacer eso, a no ser que deseara
escuchar el desprecio de ella y volver a sentir sus uñas
hincadas en el corazón y en su polla.
Una ráfaga de viento azotó las ramas del castaño y las
hojas muertas corrieron sobre la hierba. Unas gotas gruesas y
dispersas comenzaron a caer aquí y allá. Finalmente, el
pequeño descanso que les había dado el otoño había
terminado, y la amenaza de un tiempo inclemente regresó
como los tenebrosos pensamientos que ensombrecían el rostro
de Eadgard.
Se puso en pie y oteó el horizonte desde lo alto de aquella
384
colina. En la distancia, las nubes parecían rocas violáceas que
algún dios había sembrado en la tierra con furia despechada
contra los ingratos hombres. Tenía la camisa abierta y, entre
los agujeros del sayo, se veía su piel de gallina, sensible a
cualquier roce por la gélida caricia del aire. Cruzó los brazos
frente al pecho y observó algunas hojas agitarse a sus pies.
Entre el cuero viejo de los zapatos, remendados con paños y
restos de soga, asomaban los dedos sucios de uñas rotas.
Suspiró y no sintió ninguna piedad por sí mismo antes de
descender, en busca de los otros.
Iven, Swerd y Perro esperaban a un lado del sendero,
bajo un par de encinas retorcidas a cuyo alrededor nacían
escuálidos vástagos de tronco manchado. Hacía mucho rato
que no hablaban. Iven se había recogido bajo su capa de viaje
mientras Swerd jugueteaba con una ramita seca y lanzaba los
guijarros sueltos al otro lado del camino. Perro dio un brinco
con la vista puesta en la distancia. El amo bajaba con la
tormenta a su espalda como una sombra en pleno día. Swerd
se incorporó y dejó su improvisado juguete a un lado.
—Viene solo —dijo.
Nadie añadió una palabra. Perro continuó en cuclillas,
sin pestañear, con la vista puesta en su nuevo amo, mientras
Iven cruzó las piernas y ajustó la capa al cuello.
Sabían que algo pasaba y su intuición les decía que no
era bueno, que de la misma forma que las gotas golpeaban la
tierra, como estrellas caídas en un mundo ajeno a ellas,
Eadgard venía con una mala noticia.
Swerd, el pequeño y sucio mendigo, lo observó mientras
caminaba hacia ellos. En su rostro, tan cubierto de mugre y
suciedad, los labios eran dos rosadas y húmedas lombrices,
entreabiertas en una mueca expectante. No le gustaba cuando
Eadgard estaba de mal humor; le recordaba demasiado a los
pequeños rateros de Uddla, aquellos justamente de los que se
ocultaba en su madriguera secreta. Eran muchachos
resentidos y violentos a los que les costaba poco utilizar la
fuerza con los más pequeños, saltarles un ojo con un vidrio
roto o romperles algún hueso en reprimenda por alguna falta.
A veces, los fuertes imponían así el respeto, a través del dolor
y el miedo, quizá para ocultar también su miedo y su dolor.
Swerd pensaba que, después de todo, aquel chico enjuto y
macilento de ojos extraños, no era tan diferente de los rateros
de Uddla. Tan solo dudaba de dos cosas, su inteligencia,
empañada por un velo triste y catastrofista que lo sobrevolaba
siempre; y su crueldad. Desde lejos, entreviendo su gesto
ceñudo, adivinando la amargura en lo oscuro de sus ojos
incoloros, Swerd vio en Eadgard la máscara de sus temidos
enemigos. Sin embargo había algo diferente, algo que lo
diferenciaba de aquellos asesinos sin escrúpulos, aunque
todavía no sabía qué era, y eso lo preocupaba y llenaba de
385
temor.
Cuando estaba a una docena de pasos de ellos, Perro
corrió hasta Eadgard con alegría inusitada y dio varias vueltas
a su alrededor. Sin embargo, Eadgard no le hizo caso. Tenía el
rostro pálido, quizá por el frío, y la cicatriz que lo partía se
veía amoratada y voluminosa. Había crecido en la última
semana, ya era tan alto como Perro, e incluso había ganado
algo de cuerpo desde que Mardha lo alimentó con sus
mejunjes de hierbas, raíces y carne de liebre. El pelo le había
crecido hasta cubrir sus orejas con remolinos y nudos sucios
y su aspecto desnutrido se había sustituido por una delgadez
contrita y fuerte.
—¿Dónde está Mardha? —preguntó Swerd con su voz
infantil y nasal.
—Nos vamos —dijo Eadgard, ignorando la pregunta del
pequeño harapiento.
Todos intercambiaron miradas de desconcierto mientras
él echaba mano a un hatillo que guardaba unas pocas
provisiones, el cazo, algunas redomas que la bruja había
abandonado y las dos últimas presas de Perro.
—¿Nos... vamos? —balbuceó Iven desde su refugio de
lana.
—Pero... —añadió Swerd que caminó hasta Eadgard—,
¿dónde está Mardha? ¿Vamos a dejarla aquí?
—No te acerques a mí, Apestoso —masculló Eadgard, de
espaldas Swerd—. Mardha se ha marchado. Y lo mismo
haremos nosotros si queremos sobrevivir al invierno que se
avecina.
—¿Se ha… marchado? —se vino abajo el desharrapado
muchacho y sus ojos brillaron húmedos en el centro del
mugriento rostro.
Eadgard, por segunda vez, ignoró las palabras de Swerd y
su decepción, cerró el hatillo con un nudo y lo arrojó a los pies
de Iven.
—Viajaremos al sur —anunció sin mirar a ninguno
directamente—, hasta el Adah Khari. Buscaremos alguna
aldea o granja. Necesitamos ropa en condiciones y calzado y
también provisiones de verdad. Estoy harto de las hojas, las
raíces, los frutos y la carne de liebre.
—A mí me gusta la carne de liebre —apuntó Swerd, pero
Eadgard lo fulminó con una violenta mirada y él acabó de
desaparecer entre los hombros.
—No tenemos una sola moneda —añadió Perro, dando a
su extrañeza el habitual tono roto y rasgado de su voz—.
¿Cómo piensas comprar provisiones y atuendo?
—No he dicho que vaya a pagar por ello. ¿Algún
problema?
Perro asintió y los demás lo miraron sin pestañear.
—¿Y después? —preguntó Iven.
386
—¿Después? —escupió su ironía—. No sé qué significa
esa palabra.
Todos masticaron el violento silencio. Perro se puso a su
lado y Eadgard miró sobre su hombro, satisfecho. Asintió y
salió al camino con decisión.
—Vamos —dijo—. Quiero llegar a aquel bosquecillo antes
de que la lluvia arrecie.
Perro saltó tras él y Swerd corrió a su lado, pero no
demasiado cerca, habituado a la repulsa que producía su
cercanía. Los tres se alejaron unos pasos, hasta que
escucharon la voz de Iven y se detuvieron en seco.
—Yo no voy —anunció el joven ladronzuelo, sin
deshacerse de su abrigo.
Eadgard no se volvió del todo y lo interrogó sin apenas
girarse, desde el ángulo de una mirada torva. Estaba sentado,
con la espalda contra la encina y el hatillo que Eadgard le
había lanzado a sus pies. Tenía los ojos casi ocultos por el
flequillo tostado y las mejillas sedosas y arreboladas por el
frío.
—Yo... —añadió Iven en un estremecimiento—. Yo no voy
a ir.
—No sabía que tuvieses otra opción —replicó Eadgard.
—He pensado...
—¿Has pensado?
Iven tragó saliva, pasó la lengua por los rosados labios y
continuó.
—He pensado que viajaré a Osjen y seguiré mi camino.
—¿A Osjen? ¿Qué pasa, te has dejado llevar por las
historias de Apestoso? Son mentiras, nada de eso existe.
Díselo, Apestoso.
—Yo... —tartamudeó Swerd—. Bueno... quizá adorné
algunas cosas.
—¿Has visto? Es un buen cuentacuentos. No deberías
creer todo lo que escuchas. Vamos, iremos por algo caliente
para nuestro estómago.
—No —saltó Iven, y su propia determinación pareció
asustarlo. Respiró, tomando impulso, y continuó—. Ya te he
dicho que no voy con vosotros. Seguiré mi camino hacia
Osjen.
Eadgard entrecerró los ojos y sus cejas cayeron en una
línea recta. Se volvió totalmente hacia Iven. El ladronzuelo se
puso en pie, todavía con la capa cruzada sobre el pecho y le
aguantó la mirada, sin desafío, tan solo el vacío de una
despedida inevitable. Un golpe de viento corrió entre los dos y
ululó un gemido asombrado por el reto.
—Coge el hatillo —ordenó Eadgard a Perro.
El hombre corrió hasta el hatillo y, sin mirar a Iven, lo
cargó sobre la espalda, después volvió a la carrera hasta el
sendero.
387
—Me iría bien tener un ladrón hábil a mi lado —
sentenció Eadgard con un tono amigable—. Sabes que te
necesito.
Iven dudó un instante y desvió el gesto. Después volvió a
cerrar la capa sobre el cuello y ladeó la cabeza en una
disculpa.
—Os apañaréis sin mí —dijo—, seguro que sí.
Eadgard sonrió y miró a Iven de pies a cabeza, después
asintió de forma ceremoniosa. Dio unos pasos hasta él y le
tendió una mano.
—De acuerdo, Iven —dijo—. Te deseo una larga vida.
El ladrón abrió mucho los ojos y se sonrojó, sacó una
mano de la capa y con una sonrisa tímida y breve cogió la
mano de Eadgard.
—Cada uno elige su destino, Eadgard —asintió Iven.
Eadgard se quedó un momento con los ojos puestos en
los del ladrón. Eran unos ojos adolescentes, del mismo color
que su pelo tostado, un poco rasgados, y tenían un brillo
inocente y cálido. Sin embargo, los ojos de Eadgard eran dos
esferas de marfil, sin color, con el iris extinto en torno al pozo
infinito de las pupilas solitarias. Cualquiera hubiese podido
sacar sus propias conclusiones con tan solo observar sus ojos.
Iven tenía la timidez en los párpados, en la manera en que
retiraba la mirada cada vez que la situación lo avasallaba.
Pero también en aquel tono terrestre, sincero, sin máscara,
que circundaba sus pupilas. Incluso Eadgard podía verse
reflejado en aquellos ojos, como una visión de muerte, tan
fría, helada, tétrica y traicionera. Adivinó su propia sonrisa en
el reflejo, y supo que aquel debía de ser el aspecto de la
muerte cuando visita a sus amantes, justo antes del último
beso, antes de empujarlos a la única certeza de la vida. Era,
su propia visión, lo único verdadero que ofrecía a los demás.
Cuando le soltó la mano y se dio media vuelta, Iven hincó
la rodilla en tierra y se observó los dedos con un incontrolable
temblor que recorría todo su cuerpo. El ladrón comenzó a
convulsionarse al tiempo que se arrancó la capa y, con el
gesto desencajado, contempló su cuerpo deformarse y
retorcerse con vida propia. Iven gritó, pero no fue un grito de
dolor; era el pánico al contemplar su final.
El brazo derecho se le convirtió en un gusano abotargado
y viscoso que se retorcía hacia todas partes. La camisa le
estalló cuando el hombro y el pecho se cubrieron de tumores
que crecían los unos en los otros y formaban miembros
deformes, llenos de vida, bolsas de grasa que reventaban y se
derramaban en el suelo, vísceras inútiles que nacían desde
huesos dislocados. El grito de Iven se extinguió cuando de su
garganta brotaron una docena de raíces de carne que
devoraron su rostro deshecho. Todo el cuerpo se le corrompió
en un tumor que crecía y se expandía de forma insana. En lo
388
que había sido su tórax aparecían miembros que se devoraban
los unos a los otros y abscesos y quistes cubiertos de pelo.
Una masa sanguinolenta que gorgoteaba entre el chapoteo de
nuevos órganos caídos al suelo.
Eadgard continuó camino abajo sin mirar atrás, mientras
Swerd y Perro, con los ojos desbordados y el gesto espantado,
no podían apartar la vista de aquel informe montón de carne
que se retorcía frente a ellos y al que asomaban, de forma
lejana, restos de lo que antes había sido Iven.
Desde lejos, sin volverse ni detener su paso, Eadgard
silbó.
Perro corrió hasta él al instante, pero Swerd se quedó un
largo momento allí plantado, con los ojos puestos en el gusano
viscoso que se estremecía en sus últimos momentos de vida.
El harapiento mendigo, con el rostro sucio y el pelo bruno
caído sobre los ojos, retrocedió un paso y vio alejarse a
Eadgard y Perro. Miró, una vez más, la aberrante criatura y
sintió, por primera vez desde que salió de Uddla, añoranza por
su pequeño cubil infestado de basura, oculto en la muralla de
la ciudad. Quizá no había sido tan buena idea huir con
aquellos extraños. Quizá, en el fondo, no fuesen como él.

389
CAPÍTULO 30

Ikaris estaba sentada en el alabastrino borde del estanque.


Miraba, sin mirar, la quietud del agua entre los nenúfares y
las flores y las pequeñas ranas que buceaban de un lado a
otro y se ocultaban entre los tallos verdes. Una fría quietud
había tomado el lugar y sustituido a la música y el jolgorio
que siempre la acompañaba en aquel refugio privado. Ya no
había música, ni sirvientes con bandejas de fruta. Los
cortesanos habían desaparecido junto con las damas y los
eunucos. Y tras todos ellos, tras la muerte del rey y el
principio del fin, solo los pájaros revoloteaban de un lado a
otro, entre las hojas de palmeras y fibrosas ramas de exóticos
ejemplares traídos del lejano sur.
Deslizó una mano fuera de la manga y apenas rozó la
superficie del agua con la punta de los dedos. A su contacto
helado, se estremeció, y cuando retiró el brazo, varias ondas
perfectas recorrieron el estanque. Levantó la vista y suspiró al
mirar alrededor. El mármol níveo y los tapices, las alfombras y
las lámparas de plata bruñida, parecían apagados, casi grises,
tanto como su propia piel. El agua resbaló por sus dedos y
sintió los huesos entumecidos al cerrar el puño sin fuerza.
Todo había cambiado tan repentinamente… O quizá no. Quizá
la guerra por el norte se hubiera gestado durante años, en
otro lugar, en conversaciones bisbiseadas que sellan pactos
perecederos. Pero eso era algo que ella ignoraba, o había
ignorado, y ahora sufría el castigo que la cruda realidad le
lanzaba encima. La escasa luz del otoño aukano penetraba las
claraboyas, aunque no caldeaba lo suficiente como para
olvidar el abandono de su jardín. Tan vacío, tan escaso de
vida a pesar de sus animales presos y sus plantas tropicales,
que se sintió ajena a los placeres que no hacía mucho había
gozado en él.
Los recuerdos se le volvieron una narración amarga,
como si todavía pudiese escuchar las risas ante los
chascarrillos del bardo Pykewell. Una sonrisa arrugada
apareció en la comisura de sus labios cuando rememoró su
desastrosa interpretación de una tonada sureña. Era un
hombre al que gustaba complacer a su público; no sabía decir
que no. Así que se vio improvisando un poema serendi a
petición de la reina. En su apurada ignorancia inventó una
farfulla que apenas recordaba a la lengua de Gaenor, con tan
mala maña, que entre las carcajadas de los presentes, Ikaris
ordenó a sus eunucos que lo arrojasen al estanque. Cuando
consiguió salir del agua, entre toses y ahogos, se plantó frente
a la reina, con aspecto de roedor empapado, se inclinó con
cara de circunstancias y, tras dar las gracias, se retiró del
390
jardín. Verlo alejarse, derrotado, con los pantalones caídos y
su puntiagudo calzado salpicando a cada paso, hizo que todos
los presentes estallasen en un hilarante jolgorio.
Sin embargo, el eco de aquellas risas se había esfumado
de la misma forma que la marea se retira de la costa al llegar
la noche. La mortecina luz del viejo día deja a la vista los
cuerpos muertos, víctimas de lo insondable y profundo, que
son devorados por centenares de aves que graznan y disputan
el mejor trozo de carroña. Eso eran ellos, carroña dejada por
el mar en una costa agreste e infame.
«Pykewell —pensó Ikaris como si todavía pudiera verlo
alejarse, empapado, con el rabo entre las piernas—. ¿Por qué
te eligió mi hija para su huida? ¿Por tu cobardía? ¿Por tu poca
destreza en cualquier cosa que no fuese cortejar criadas?»
Quizá esa fuera la razón por la que el bardo fuese el
mejor aliado de una princesa que se fuga y traiciona a su
familia. Un personaje tan temeroso de ser castigado por
cualquiera que no dudaba en comprometerse, contra su
voluntad, en las empresas más absurdas. A pesar de saber
que acabaría de nuevo en el estanque helado, con el orgullo
herido y el cuerpo magullado, lo haría por temor, por
compromiso cobarde. Cualquier otro hubiera ido al rey con la
traición de su hija, pero Pykewell no. Había una extraña
mezcla de sometimiento y resignación en su postura, un
residuo aprendido en las tabernas y los pueblos, en cada
pedrada, en cada insulto venido de campesinos borrachos.
Después de todo, Vanya había elegido bien.
Su hija no estaba hecha para aceptar órdenes de nadie y
menos de un padre al que no podía respetar. Su llegada a
aquel lugar, el ninguneo al que sometieron los aukanos a
Khymir, los chistes, los rumores. Lo habían convertido en un
pelele a ojos de una niña que se convertía en mujer a cada
momento. Y también estaba aquel mote; aquel apellido cruel y
despectivo que pronto corrió de sur a norte. Vanya Muwall, la
mestiza, dos sangres. Hija de un rey ignorado y una
extranjera. ¿Acaso llegó a creer ella aquellos insultos? ¿Hizo
suyos los prejuicios de un reino que no los deseaba? Ikaris no
lo vio venir. No quiso verlo, en realidad, y dejó que todo se
resquebrajara en mil pedazos mientras escuchaba canciones y
poemas y se dejaba agasajar por falsos amigos.
Cuatro años después de ser coronada junto con su
esposo, Iwell Kaikú, como reyes de Aukana, se encontraba
sola, con un amargo poso de tristeza que la dejaba abúlica,
sin fuerzas para creer que la vida seguía sin Khymir, sin
Vanya. ¿Dónde podía ir? ¿Dónde encontrar un refugio ante el
recuerdo, el remordimiento y la culpa? La sobrina nieta del
emperador convertida en reina, entre gasas y sedas
transparentes, banquetes y gemas destellantes engarzadas en
plata y oro. Sintió un fuerte escalofrío y cruzó los brazos sobre
391
el pecho al tiempo que tragaba saliva con esfuerzo. Una
diminuta rana con el lomo como una piedra de lapislázuli
saltó sobre uno de los grandes nenúfares y se quedó allí,
quieta, con sus grandes ojos sobre ella y la respiración rítmica
y pausada marcada en su cuerpecito.
—Le han cortado la cabeza —murmuró hacia el anfibio.
El pequeño bicho saltó al agua y su brillante piel añil
desapareció entre el limo del fondo.
El amor es un asunto complicado cuando se instala en el
estómago de una joven. ¿Qué otra causa podía haber si no
para la fuga de su hija? Ella la conocía bien, o eso pensaba,
aunque el solo recordatorio a su seguridad se convertía en
duda venenosa. Vanya era una fuerza de la naturaleza,
desbocada, visceral hasta vivir en la tragedia. Cada día se
consumía en la urgencia del presente, el ahora, aquí. No había
posibilidad de un futuro, ni siquiera cercano. Todo era un
arrebato de fuerza juvenil. Pero ¿qué sabía ella del amor?
Historias de damas y concubinas. Nada que ver con la verdad
del amor, su amenaza viperina, la piel cambiante, lo
imprescindible del otro. La pasión, si la había, transformada
en seguridad, en un lecho caliente, un techo, un sustento. Ese
era el verdadero amor, algo que se volvía diferente cada día al
despertar, abandonado en los rincones de lo cotidiano, sin un
destino. Estar al lado de una buena persona que pudiera
volverle mejor a uno. Pero eso Vanya jamás lo hubiese
aceptado porque era incapaz de ver más allá de sus deseos
inmediatos.
«Khymir era un buen hombre —pensó Ikaris con el gesto
blando—. A pesar de las decisiones erróneas, sus intenciones
siempre fueron buenas. Y yo realmente lo amaba. Por encima
de su carisma, su porte abigarrado, su falta absoluta de
orgullo, siempre tuvo coraje; la determinación de ser mejor.»
La puerta se entreabrió y Majal asomó la cabeza, se
escurrió entre la apertura, hizo un gesto atrás, como si
alguien lo acompañase en su búsqueda, y cerró tras él. Esperó
un momento, con los pies juntos y las manos a los costados.
Sus miradas coincidieron desde la distancia. Ikaris, al fondo,
debía de parecerle tan pequeña como se veía él recortado
contra la puerta. Su hermano movió el bigote a los lados y
caminó hacia ella con paso decidido. Sus pisadas en el níveo
suelo resonaron sobre el sonido de las pequeñas cascadas
artificiales.
—Te hemos estado buscando —dijo antes de llegar a su
altura.
—¿Quién?
—Tus siervos.
—Necesitaba estar sola —explicó, y la resignación
apareció en forma de dos pequeños hoyuelos en su rostro—.
Tenía cosas en que pensar.
392
—Se te requiere en el salón del trono —anunció él—. Hay
una reunión con algunos de tus banderizos y ha llegado un
mensaje de los Kirkuk.
—¿Un mensaje? ¿Qué dice ese mensaje?
—No lo sé. Tú eres la reina.
Ikaris ladeó la cabeza y sonrió. Su hermano le guiñó un
ojo y su grueso mostacho tembló un poco al contener la risa.
Tendió una mano hacia ella y la ayudó a levantarse. De cerca,
Majal se veía cansado y castigado por las últimas semanas.
Tenía los párpados caídos y una cordillera nacía en el vértice
de sus ojos. Incluso su piel parecía pálida y reseca, lejos de su
moreno cutis serendi.
—Hay algo que debes saber —dijo Majal, olvidando la
sonrisa y bajando el gesto—, y prefiero ser yo el que te lo diga
antes de que te enteres frente a todos tus nobles.
Ella se detuvo y lo miró sin pestañear, con la boca
entreabierta y la respiración contenida.
—Keikuril y algunos de sus hijos, en Campollano, se han
pasado de bando y ahora cabalgan con los de Kjionna. —
Levantó un dedo, dejó a Ikaris con la palabra en los labios y
continuó—. Su hijo Adan se ha unido a nosotros. Por favor,
escúchame... Es lo usual en estos casos.
—¿Usual? —saltó ella incapaz de aguantar más—. ¿La
traición? ¡Usual!
—Hermana… —intervino él con actitud conciliadora—,
escúchame. Han dividido su familia como una cuestión de
supervivencia.
—Supervivencia, dices —escupió con rabia—. Sobrevivir
es lo máximo a lo que aspiro yo y no puedo contar con nadie.
Ni uno de ellos es merecedor del trato que se le dispensa.
Debería colgarlos a todos por traidores. Eso es lo único que
entienden, la traición y el castigo. Yo les maldigo, a todos
ellos...
—¡Ikaris! —gritó y la agarró por los hombros con fuerza
—. ¿Quieres pensar lo que dices? Lo usual no quiere decir que
esté bien. Pero es lo mínimo que vas a obtener de esta gente.
Su familia se divide para no perderlo todo. ¿Lo comprendes?
No quieren arriesgar sus posesiones, su linaje y su nombre en
una derrota. Algunos de ellos combatirán por Kregar y el resto
con nosotros, y gane quien gane su Casa podrá continuar
existiendo. No habrá sido una decisión fácil para los de
Campollano. También son hijos y madres, y nadie quiere
despedirse de un hijo. Tómalo como una muestra de lealtad y
no al contrario. Por favor.
Ella miró a otra parte y resopló. Sintió una fuerza que la
obligaba a chillar y desgarrarse el rostro con las uñas, un
golpe al estómago que la empujaba el pecho al frente. Los
dientes le castañetearon apenas y cerró los ojos con fuerza.
Después se apagó poco a poco, de la misma forma que una
393
flor se vuelve hacia la tierra cuando cae en la sombra.
—¿Lealtad? —musitó al tiempo que negaba con la cabeza
—. Yo ya no sé qué es eso.

La sala del trono de la asura real se encontraba repleta de


gente. El aire estaba cargado de un aroma intenso a sudor y
ganado que flotaba entre la bruma de los braseros ardientes.
Cuando Ikaris entró en la sala, el ambiente le pareció
demasiado caldeado, abrasador. Se detuvo un instante en la
entrada, tomó aire profundamente y continuó hasta la tarima
en que esperaba el trono vacío. En su camino observó de
soslayo a muchos de los que esperaban. Siguiendo sus planes
habían destruido las arboledas colindantes a Kivala, reunido a
sus familias, y buscado cobijo junto a lo poco que quedaba del
ejército real. Eso era todo lo que podía ofrecer, una ciudad sin
muralla, un reino sin rey y una madre sin hija.
Ikaris ignoró a su consejero Tiro Freydel cuando salió a
su paso. En los últimos días había crecido en ella una
animadversión hacia él. Pájaro de mal agüero, portador de
nefastos presagios y heraldo del infortunio de su Casa, ese era
el maestro Tiro Freydel para la reina Ikaris. Majal, trataba de
poner cordura en la ira de su hermana, a sabiendas de que
Freydel era tan solo el rostro del fracaso, de las malas noticias
que inundaban Kivala. Pero, a pesar de ello, Ikaris era una
mujer flemática que deseaba venganza y sangre y dolor en
pago por todo lo que estaba sufriendo.
Los Keikuril habían encendido el fuego de la derrota.
Quizá, como dijo Majal, era una cuestión de supervivencia, la
opción más inteligente. Pero, al dividir a su familia para servir
a ambos bandos, habían sembrado la duda en el resto de
Casas de los campos Aukos. ¿Qué pasaría si la reina perdía
su legítima cabeza frente a Kregar Kikkuril? Todos aquellos
que la habían apoyado serían castigados por el vencedor y, a
aquellas alturas, la victoria de Ikaris se veía como una
quimera, un cuento para niños.
Tiro Freydel dio un paso atrás al sentir el despecho de la
reina. Tras él los hombres esperaban, convertidos en sombras
que murmuraban, ojos abiertos y dientes prietos, armas
enfundadas y petos de cuero tachonado que hacía años no
utilizaban. Esperaban otra cosa, algo diferente de aquella
extranjera que se había convertido en su reina y que ahora
ocupaba el lugar de un rey muerto a manos de uno de sus
mejores líderes. Ikaris exigía lealtad para enfrentarse a Kregar
Kikkuril y, a cambio, una muerte segura bajo los cascos de la
mejor caballería aukana, el hacha del verdugo a los
supervivientes y el tormento a sus familiares.
—¡Adan Keikuril! —alzó la voz Ikaris y un murmullo
corrió entre los congregados.
394
Un muchacho joven, de buena planta, con el mentón
partido y los ojos claros, se abrió paso hasta la tarima. Vestía
un capote de cuero y una armadura de anillas bajo una
brigantina de láminas. Bajó la mirada un instante, no mucho,
lo suficiente como para tomar aire y levantar el gesto contrito
hacia la reina.
—¿Llevaste mi mensaje a tu padre?
—Así lo hice, mi reina —respondió Adan—. Vuestras
órdenes se han cumplido.
—¿Mis órdenes? —amagó una mueca sarcástica—. ¿Mis
órdenes se han cumplido?
Un tenso silencio barrió el salón del trono de parte a
parte. Adan Keikuril bajó la mirada de nuevo y paso la lengua
por los labios, como un gesto de disculpa o arrepentimiento.
Nadie respiró durante aquel interminable instante. Solo las
ascuas se quebraron entre llamas y chisporroteos
inoportunos. Ikaris lanzó una mirada envenenada al joven
Keikuril y los ojos se le afilaron en un ángulo oscuro y
peligroso. Sus uñas repiquetearon en los reposabrazos del
trono y torció el gesto.
—Es una bonita armadura —dijo la reina.
Adan se llevó la mano al pecho, sorprendido, y después
asintió.
—Me la regaló mi padre, alteza.
Ikaris masticó aquellas palabras con la amenaza en sus
ojos oscuros.
—Tu padre... —murmuró.
El hermano de la reina titubeó un momento a su lado y
docenas de ojos corrieron hasta ella. Todos recordaban la
muerte del vocero de Kregar Kikkuril, días atrás; la cuchillada
de la reina al rostro de Beren Krim, los gritos de sus hombres
al ser masacrados por las hachas de la guardia aukana.
Muchos de los que retuvieron la respiración pisaban con sus
botas la sangre imborrable que había empapado el suelo de la
asura.
—No soy una entendida —continuó Ikaris, tras un
repentino velo de tristeza—; de hecho no tengo la menor idea,
pero sé que me gusta y que es hermosa. Es un buen regalo.
Espero que cumpla su función, Adan Keikuril. Me alegra que
hayas permanecido fiel a mi persona y a la corona aukana.
El joven muchacho arrugó el cejo y se retiró con una
reverencia. Tras él, muchos habían respirado aliviados, entre
ellos el maestro Tiro Freydel, que se adelantó con las manos
desplegadas a los lados. Asomaban sus brazos a una túnica
gruesa, de basta lana aukana, con el cuello vuelto y bordados
de hilo en los amplios puños. Vestido tal que así, Freydel
parecía un sacerdote enriquecido, uno de aquellos clérigos de
Vedo que cobraban por comunicar con los muertos. Un
mercachifle que vendía algo que no existía.
395
—Majestad —comenzó Freydel en actitud ceremoniosa—,
los hombres de armas a vuestro servicio han acudido a la
llamada. Los Keilá, que perdieron un hijo junto a vuestro
esposo. Los Raijkolá, cuyo hijo menor Kurt fue escudero real y
que ahora sirve a vuestro hermano. Los Hillik y los Keikuril,
de Campollano. Y también los Holan, cuyos hijos cayeron
prisioneros en la batalla y ahora son retenidos como rehenes.
—Conocí a los hermanos Holan —afirmó la reina.
—Priell y Cyneric son mis sobrinos. —Se adelantó un
hombre de mediana edad, con barba abundante, tostada como
la tierra—. Soy Borel Holan, majestad. Los de Kjionna los
tienen presos y exigen un rescate a cambio de su libertad.
—¿Cuál es la suma?
—Veinte mil leones misinios o su equivalente en plata o
en bienes materiales, tasados por un notario de su elección. —
Un murmullo creció en el salón al tiempo que el fornido
hombre desplegaba la mano a un lado y apuntaba con el dedo
al suelo—. Es lo mismo que ofrecer la tumba, porque no
puedo afrontar tal cantidad, ni todas las tierras de los Holan,
en Kuntelant, valen tanto.
—No creo que yo pueda hacer mucho en este asunto —
dijo la reina—. Si ayudo a tu familia quedaré en deuda con el
resto de Casas que también han perdido a alguno de los suyos
en la lucha contra los traidores. El dolor será común a todas
las familias, desde el campesino que es arrollado por la
guerra, hasta el rey que muere luchando por los suyos. No es
decisión mía lo que ha de pasar a tus sobrinos, pero tienes mi
apoyo en todo lo pueda servir.
Tiro Freydel y Borel Holan intercambiaron una fugaz
mirada, el uno expectante, el otro con la furia oculta tras la
barba.
—Los Holan morirán de todas formas —dijo, dando un
paso al frente, Freydel—. Kikkuril los colgará cuando
descubra que su familia lucha a vuestro lado.
La reina se encogió de hombros con un rubor indignado.
—¿Y? —exclamó—. ¿Qué pretendes decir ahora, maestro?
¿Tengo que capitular a ese traidor de Kikkuril? ¿Es eso lo que
esconden tus sutilezas?
Tiro Freydel bajó el gesto con los dientes prietos.
—Creo que deberíamos dar una oportunidad a la
negociación —dijo con esfuerzo.
—No voy a negociar con traidores... —masculló tras
golpear con el puño en el reposabrazos del trono.
—Y nadie os pide tal cosa —continuó, cargado de
sumisión—. Tan solo dejad espacio para que el Consejo Auko
se reúna y tome una decisión.
—¿Dejar espacio? —Guiñó un ojo—. ¿Así es como
esperas que desaparezca?
—Majestad —continuó el viejo—, las cosas han
396
cambiado. Hemos recibido una misiva de vuestra hija.
Al escuchar aquellas palabras Ikaris volvió en sí, levantó
las cejas y envaró la espalda.
—Ha llegado la noticia de que ha entregado su confianza
y futuro a Khymil Eana, de Ylarnna.
—Eso no es posible —farfulló Ikaris.
—En realidad la carta venía firmada por ella misma,
majestad —insistió Freydel—. En su mensaje, la princesa,
afirma depositar en Khymil Eana toda su confianza para
gobernar Aukana, insta a convocar el Consejo Auko, y lo elige
como futuro sucesor al trono.
—¡Es una farsa! —gritó ella— ¡Maldita sea! ¿Es que no os
dais cuenta? Es una burda mentira. Mi hija no se entregaría,
así como así a un mocoso malcriado.
—Os recuerdo que fue ella la que se fugó con tal
propósito.
La reina levantó una garra hacia él; dedos nervudos,
uñas dispuestas.
—Freydel, te lo advierto —susurró entre dientes—. Sigue
hablando así y pondré fin a tu tarea en esta asura.
El consejero tragó saliva y ocultó las manos en sus
mangas. Buscó tras él el apoyo de todos los que escuchaban y
se volvió de costado, con el rostro ceniciento.
—Las cosas han cambiado, alteza —afirmó—. El Consejo
Auko es quien debería decidir el siguiente paso en el gobierno
de Aukana. Por el bien del reino, apartaos para que la decisión
se tome libre. No os pido que capituléis, sino que valoréis la
posibilidad de escapar, hasta que pase todo.
—¿Escapar? —se encogió Ikaris—. ¿Escapar a dónde?
—Esta mañana ha llegado una misiva de Hativ Kirkuk,
caudillo de jinetes de Raikiiyla —dijo el consejero, a lo que
Ikaris cabeceó para que continuara—. El jefe del clan Kirkuk
ha ofrecido cobijo a su majestad en su ciudad, lejos del
Halcón de Kjionna, hasta que el Consejo Auko se reúna y
tome una decisión.
Una mueca de indignación contenida creció en el rostro
de Ikaris.
—Traicionaron a su rey y ahora me ofrecen cobijo —dijo
antes de mirar a otra parte con amargura—. Si tuviese frente
a mí a esos jinetes, les escupiría en la cara. Eso es lo que se
merecen. ¿Cómo se atreven? Mi marido ha muerto y ellos son
responsables. ¿Es que quieren acabar lo que empezaron? ¿Es
eso? No pondré mi vida en manos de esos... bárbaros, nunca.
—Los jinetes se rigen por extraños códigos de honor,
alteza —explicó Freydel—. Aunque yo no descartaría la
posibilidad de una traición por su parte.
—Algo muy habitual en este país.
—Majestad, por favor. —Freydel alzó las manos—.
Vuestros súbditos están presentes.
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—¿Y eso les importa? ¿Ofenden mis palabras? No tengo a
los aukanos por hipócritas, así que diré lo que todos sabemos
desde hace tiempo. —La reina se inclinó hacia delante y miró
de una parte a otra—. ¿No es eso lo que esperabais? ¿Acaso
no deseáis desde hace mucho la reunión del Consejo Auko
para que elija un nuevo rey? Esa es la verdad de Aukana, se
encontró con un rey extranjero y no tuvo valor para
enfrentarlo y utilizar el poder de su Consejo Auko. Se sometió
como un reino cobarde hasta que ya fue demasiado tarde y la
única manera de cambiar las cosas fue la guerra y la traición.
¿Me equivoco? —Abrió los ojos y sonrió con sorna—. ¿Me
equivoco?
—Majestad... —titubeó Freydel al tiempo que Majal
caminaba hasta su hermana y se inclinaba a su lado.
—Ikaris —murmuró su hermano—. ¿A dónde demonios
quieres ir a parar?
Ella se volvió y lo observó con extrañeza, como
sorprendida por su presencia allí.
—Ahora están gobernados por una reina que no quieren
—explicó Ikaris con la voz apagada—. Y su Consejo Auko no
sirve para nada.
La reina se puso en pie y habló en voz alta.
—¡Habéis oído bien! —exclamó—. ¡No se va a reunir
ningún Consejo Auko! ¡No hasta que ganemos la guerra! La
mitad de los Señores que forman ese consejo se encuentran
bajo asedio o en grave peligro. ¿Y a quién elegiréis como rey?
¿A un traidor de Kjionna que ha vendido su reino a los
invasores misinios? ¿Esa es la mejor opción del Consejo
Auko? O quizá el hijo de un prócer de Ylarnna que dice contar
con el favor de mi hija. ¿Ese es el futuro de Aukana? Pues
permitid una franqueza a esta serendi venida del imperio más
grande que conoce Kanja: vuestro consejo no os llevará a
ninguna parte. El futuro de Aukana murió con mi marido y,
como él, es ultrajado y humillado por aquellos que una vez
juraron lealtad a la Corona.
—Mi señora... —intervino Tiro Freydel, apurado.
Ikaris lo miró con tanta agresividad que el hombre dio un
paso atrás y levantó una mano para cubrirse, ligeramente, el
rostro. Después sonrió con un brillo ladino en la mirada,
quizá gozoso de que Ikaris se hubiese puesto en evidencia
delante de tantos. Ese pensamiento la hizo enfurecer todavía
más y bufó como un animal rabioso.
—No me interrumpas —masculló entre dientes y
continuó a voz en grito—. ¡No hace falta que os ofendáis por
mis palabras! La verdad siempre resulta dolorosa, lo sé. —
Regresó a su asiento, con el despecho puesto en el rabillo del
ojo y una mueca herida—. Yo soy la única ofendida aquí.
Tiro Freydel se volvió hacia los hombres reunidos y se
encogió de hombros ante sus silenciosas suplicas. Los
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guerreros esperaban una arenga, un discurso que insuflase
valor en sus corazones antes de afrontar una batalla perdida,
pues si algo era seguro, era la derrota de la reina frente a los
traidores y sus aliados. El hilo invisible que unía a aquellos
hombres con Ikaris era un débil cordón de lealtad y
principios, un antiguo código moral que podía desvanecerse
en cualquier momento. A pesar del nefasto futuro que se les
venía encima, la mayoría esperaba en su lugar, con las armas
dispuestas a luchar por aquella reina extranjera que se dejaba
llevar por la inquina y el dolor.
Los aukanos eran un pueblo sincero y trágico, que no se
andaba con rodeos, y cuyas canciones estaban repletas de
asesinatos y muertes injustas, de reyes depuestos, amantes
no correspondidos y tiranos que se salían con la suya. Había
un gusto por aceptar el desastre, por vivir lo desgraciado que
resultaba ser aukano, y aquella vocación colectiva hacia lo
inevitable se volvía un humor negro, lleno de cinismo y, a la
vez, amor a la vida. Mil años de reyes corruptos, agentes
misinios y traidores a su historia y tradición, les había vuelto
un pueblo extraño; fuertes pero funestos derrotistas que se
congratulaban de ello, borrachos en las frías noches de aquel
reino sin rey. Eso mantenía a aquellos hombres frente a la
reina Ikaris, la sensación de que no podían escapar a su
destino, que lucharían para conseguir nada y que darían su
vida por un ideal que se esfumaba, vendido por sus propios
hermanos.
Ikaris se derrumbó en el trono y apoyó la frente en la
mano, cubriéndose los ojos con ella. Su hermano, Majal, se
acercó de un brinco y se arrodilló a su lado.
—Hermana —dijo, deslizando la mano en su antebrazo—,
¿te encuentras bien?
Ella movió la cabeza a los lados, sin decir nada, tan solo
entreabrió los arrugados labios y dejó escapar un susurro
entrecortado.
Majal se puso en pie y camino hasta el centro de la
tarima.
—La reina se encuentra indispuesta —anunció a voz en
grito—. Yo me encargaré de los asuntos que nos incumben
para la defensa de la ciudad.
Ikaris se puso en pie. Las fuerzas la abandonaban y se
apoyó en su hermano. Clavó las uñas en su brazo, la espalda
doblegada, el gesto blando. Sus oscuros ojos se ocultaron a
los presentes y suspiró, de la misma forma en que se deja
escapar el último aliento. Por un momento pareció un
espectro abatido, un alma apenada, una flor en la fría noche
de un páramo extraño. ¿Cuántos días hacía que no probaba
bocado? Su piel, tan pálida, reflejaba el castigo de la culpa y el
remordimiento, el despecho que durante tantos años había
ignorado y cubierto con canciones y poemas y fiestas llenas de
399
vino y despreocupación. A pesar de todo ello, como si pudiese
leer los pensamientos de su hermano, Ikaris levantó su
pequeña nariz de serendi. La cabellera oscura se derramó en
su espalda y su boca recuperó el orgulloso desdén imperial.
Salió sin prisa, seguida por la guardia, Muhanad y los
enormes eunucos de piel negra armados con alfanjes.
Majal se pellizcó el bigote y torció el gesto antes de
enfrentarse a los nobles hombres de armas que esperaban
una resolución, una orden que inflamara sus corazones y les
hiciese desenvainar las armas. Sin embargo solo tenía
pensamientos para ella. La imaginó de vuelta a sus aposentos,
tendida en un diván, los brazos caídos entre sedas y telas que
nadie en Aukana soñaba pudiesen existir. Pero así era ella,
tan diferente a cualquier otra reina de todo Kanja, única,
irrepetible; y verla vencida, con el vientre encogido y las
palabras extraviadas en una avalancha de circunstancias y
daño irreparable, hacían que Majal se sintiera un guardián
inútil, fracasado.
—Holan... —dijo sin levantar la mirada. Carraspeó y
enfrentó sus ojos con los de aquellos que debía comandar—.
Holan. Quiero que te encargues de armar a todos los hombres
adultos de la villa. Repartid las armas y formad grupos; un
noble y tres soldados por cada veinticuatro ciudadanos. Que
los arqueros estén bien provistos de flechas y aseguraos de
que la pendiente de la empalizada está empapada y
resbaladiza.
Majal se encontró dando órdenes y recibiendo quejas y
objeciones. Un sinuoso y cálido malestar se instaló en la base
de su cuello, tras las orejas, y reptaba hasta los ojos
convertido en una sensación febril. Eran tan pocos, apenas
una escasa milicia armada, unas docenas de nobles y una
plétora de civiles que lucharían contra cualquiera que
amenazase a sus familias, fuese cual fuese el color de su
estandarte. Aquello no era una guerra, sino una mala
representación teatral. Como actores, cada uno jugaba su
papel, con mesura en los parlamentos, hablando lo justo,
aquello que debía decir o que debía ser escuchado. No había
pasión en aquella defensa, quizá la hubo cuando Khymir
todavía estaba vivo, pero ahora, con el rey muerto y su cuerpo
vuelto ceniza, los pensamientos volaban al próximo futuro,
con la esperanza de que llegara rápido y la guerra se
convirtiese en un funesto recuerdo. Quizá ese era el destino de
Ikaris y Majal, tan lejos de su verdadero hogar, convertirse en
un recuerdo, desde el mismo momento de la muerte.
Un muchacho joven, armado con un arco que cruzaba
frente al pecho, entró en la sala y bisbiseó unas palabras al
oído de Freydel.
En ese momento, Eidean Kaikú, sobrino del difunto rey,
explicaba las pocas armas que podían entregar al populacho y
400
que apenas lograrían formar unas pocas escuadras para
defender la empalizada. Eidean tenía un aspecto joven y
desenfadado, a pesar de ser mayor que Majal. Eran las
bondades de ser un hombre de corte, un aukano
acostumbrado a la buena mesa y los placeres que otorgaba la
vida a los miembros de la familia real. Había disfrutado del
jardín de Ikaris, de la música, el vino y los poemas de
Pykewell. La complacencia no servía como escudo ante la
llegada de la guerra, y sus hijos andaban desaparecidos, uno
en Kansel y el otro en Ylarnna. De forma que su explicación se
volvió un trémulo desvarío, mientras controlaba, desde el
rabillo del ojo las noticias que traía el mensajero.
—El ejército de Kikkuril se acerca a la ciudad —anunció
Tiro Freydel tras dar un paso al frente.
Un gran silencio cayó sobre todos ellos. Majal se pellizcó
los bordes del mostacho y descansó la mano en la
empuñadura de su arma. Desvió, un instante, el rostro hacia
los muros de la asura y asintió de forma solemne. Todo lo
acordado anteriormente, las órdenes y disposiciones para la
defensa de Kivala, se desvanecieron en el espeso silencio,
como si ese hubiera sido su auténtico propósito, rellenar la
espera hasta la noticia final. El ejército de Kregar Kikkuril
había llegado.
Salieron en comitiva hasta la empalizada. Todos los
nobles y guerreros subieron al adarve de madera que
aseguraba la barrera de troncos en su parte interior. Era la
última defensa de aquella ciudad de origen nómada, un mal
muro de estacas afiladas y maderos embreados que coronaba
una pronunciada pendiente. Las nubes corrían sobre Kivala,
tan rápidas que cualquiera diría que huían, temerosas de la
batalla que se avecinaba. Todos deberían haber huido; cada
mujer y niño, cada artesano y hombre de campo. Todos
merecían otro final. Entre las redondeadas colinas, como una
fuente que brota desde el horizonte tormentoso, violáceo y
oscuro, los banderines y emblemas carmesí y plata del Halcón
de Kjionna reptaban en los Campos Aukos, ávidos de una
corona y la cabeza de aquellos que la protegían.

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CAPÍTULO 31

Una fina capa de hielo destellaba sobre la piedra, en la parte


más profunda del barranco. En los rincones en los que el sol
no era capaz de penetrar, la humedad había formado finas
columnas de hielo, blancas como hebras de plata, tan
delgadas que se partían al tocarlas. No había vegetación en
aquel lugar, tan solo algunos arbustos sin hoja, de ramas
retorcidas y secas, que habían muerto entre las rocas. Nada
se escuchaba excepto el ocasional lamento de la brisa que
corría a lo largo del agreste pasillo y agitaba algunos hilachos
de su capa.
Kali apenas respiraba. Deslizó una mano sobre la roca
helada. Sentía los dedos entumecidos por el frío, aletargados,
pero necesitaba la mano desnuda, sin manoplas, solo su piel.
Poco a poco se asomó para observar mejor. Unos veinte pasos
frente a ella estaba el animal. Coceaba unos pedruscos y
miraba la nada frente a él, quizá con los pensamientos tan
perdidos como estaba.
—Demasiada distancia, canija —susurró Suave a sus
espaldas.
Ella levantó una mano y le hizo un gesto para que
callara. La cabra montesa se volvió a un lado y les ofreció su
costado. Tenía el pelaje grueso y del mismo color que el
caramelo. Los cuernos eran cortos, casi unas protuberancias
adolescentes. Un joven rechazado; quizá perdido por la madre
o espantado por un macho territorial. Kali sabía muy bien de
aquello. Conocía a las cabras trepadoras de Bruma. No eran
diferentes de las de Dromm.
—Está muy lejos —insistió Suave una vez más—.
Deberíamos buscar a Hill y a Lestick. Ellos tienen arcos y
buena maña...
Esta vez, Kali se volvió con el ceño fruncido en expresión
enojada y se llevó el dedo a los labios. Suave se mordió el
puño y respondió con un gruñido.
Era cierto que estaba muy lejos, tal vez demasiado. Pero
si lo había hecho antes, se dijo, podía volver a hacerlo.
Aunque la primera, hace años, fue algo casual, que apareció
con la rabia y el despecho. Mientras que ahora, tras todo lo
ocurrido desde que dejaron atrás su casa, era su voluntad la
que debía imponerse a la fuerza ignota que llevaba dentro.
Siempre había sido una buena lanzadora de piedras, pero ya
no quedaba espacio a la casualidad, al azar, y todo
movimiento, de principio a fin, se ahogaba en el manantial de
la consciencia pura, en la esencia de ella misma.
Kali pensó en las palabras de Trisha, sus enseñanzas
durante los días pasados. Recordó los ejercicios de
402
respiración, la manera en que debía concentrar su mente,
vaciarla de cualquier sentimiento violento. Sin embargo,
recordó la muerte de Jared y cómo cayó su cuerpo destrozado,
bajo la lluvia. Recordó la luz y un sentimiento abrasador
aceleró su corazón. La furia los había matado a todos. Nadie
sobrevivió, porque nadie lo merecía.
Cogió un pedrusco con la diestra, un poco menos grande
que su puño. Una dolorosa punzada la estremeció cuando los
dedos se cerraron con fuerza. El animal continuaba impasible,
y ella escuchó la voz de Jared, tan grave, tan llena de
exigencia insatisfecha. «Ahora ya te ha visto —le decía—. Está
esperando un movimiento tuyo. En cuanto salgas saltará
sobre esa roca y después desaparecerá en las alturas con dos
ágiles brincos. Deberías pensar dónde estará cuando asomes
ahí fuera, en lugar de observar cómo te mira.»
Suave repitió su nombre pero ella no lo escuchó. La roca
entre sus dedos comenzaba a calentarse. Todo su cuerpo lo
hacía. Se concentró. Hacía mucho rato que no se movía y las
piernas estaban duras y rígidas, a la espera de una orden. Así
es como lo hubiese hecho. Un salto hacia delante con el aire
retenido en los pulmones, la mano atrás, con la piedra junto a
la cintura, el hombro adelantado. Después el codo sale
disparado en un latigazo y el proyectil apenas se presiente,
rasgando el aire. Y así lo hizo.
El corazón le latía con fuerza. La sangre le hervía del
hombro a los dedos. La piedra se convirtió en una brasa al
contacto con su carne. Cuando abandonó su mano dejó una
estela de vapor a su paso. Kali gritó celebrando su puntería,
casi al mismo tiempo que la cabra gemía de dolor. El proyectil
la había golpeado en una pata y ahora se alejaba de forma
penosa, cojeando y gimoteando.
Kali sonrió y saltó tras ella, subió hasta un saliente en la
roca y levantó el puño en señal de victoria. Con un hueso roto,
no escaparía, incapaz de tomar altura, y la atraparían oculta
en algún recodo del desfiladero. Comerían algo de carne fresca
y no las exiguas raciones de viaje que llevaban. Siempre lo
mismo: pan reseco, queso amargo y salazón de carne
ahumada. Como si no existiese otra cosa que comer en el
mundo. Ya casi podía oler la grasa chisporrotear sobre las
brasas y sentir el calor de un jugoso bocado caliente en los
labios. Sin embargo miró atrás, todavía sonriente, y su júbilo
se convirtió en temor.
Suave estaba caído sobre la roca tras la que se habían
ocultado. Tenía la boca abierta, en un grito silencioso, y se
cogía el pecho con ambas manos. Kali brincó sobre las rocas y
corrió hasta él. Cuando se detuvo a su lado no fue capaz de
decir nada, tan solo murmuró una trémula disculpa que
Suave no llegó a escuchar. Su piel estaba pálida como la
leche, y las venas le palpitaban en el cuello y en la frente.
403
Cerraba los ojos con fuerza y trataba de coger aire con inútiles
bocanadas al tiempo que se desgarraba la sobrevesta con los
dedos.
—¡Tito! —gritó por fin Kali y se agachó a su lado—. ¡Tito!
Respira. ¿Qué te pasa?
El monje cerró los dientes y se doblegó en un quejido
contenido. Los tendones de su cuello se estiraron como hebras
de metal a punto de estallar.
—¡Tito! —exclamó, de nuevo, con la voz llena de espanto.
Kali comenzó a agitar al monje y golpearlo en los
hombros. Había vuelto a pasar. Lo sabía. Lo había vuelto a
hacer. Era algo de lo que nunca se libraría y la perseguiría
como una maldita sombra, siempre. Sintió que se enojaba
consigo misma de la misma forma que su padre lo hubiera
hecho. Se sintió sucia y maldita, peor que una peste asesina,
y un velo de negrura cayó sobre ella. Se incorporó con las
mejillas caídas y los ojos taciturnos y cansados. A sus pies,
Suave se retorcía de dolor. Ella levantó las manos y las vio
pequeñas, inútiles, de piel reseca y encallecida, cubiertas de
suciedad y grietas. Las manos de una vieja.
Las toses del monje comenzaron a remitir al tiempo que
recuperaba la respiración de forma entrecortada. Cayó a un
lado y su rostro se relajó, todavía congestionado.
—¿Su... Suave? ¿Estás bien? Dime que estás bien…
Él se recostó sobre un costado. Respiró de forma
profunda y su pecho sonó como una caverna. Un hilo de
saliva blanquecina le goteaba desde el mentón. Abrió los ojos,
esos ojos saltones y azules de Suave, y sonrió, pero solo un
poco.
—No... —farfulló—. No pasa nada, canija. No pasa nada.
Kali se arrodilló de nuevo y lo ayudó a incorporarse
contra la roca. Suave tosió un par de veces más y tragó saliva.
Se arrancó la capucha de malla y el copete acolchado que le
cubría la coronilla. Tenía el pelo muy corto, casi rasurado,
para evitar los piojos. Se le veía congestionado, con multitud
de pequeñas gotas de sudor cubriendo su frente. Ella se
acercó un poco y puso la mano, con torpeza, en su hombro.
—Estoy bien, canija —insistió él antes de que ella
hablase—. Creo que me estoy haciendo mayor. Mi corazón ya
no es lo que era, y este maldito frío me trata como una mala
amante.
Después sonrió a Kali mientras recuperaba el aliento.
Ella asintió y bajó la mirada para volverla a él un instante
después, desde la oscuridad de las cejas. La sonrisa de Suave
se esfumó y en sus ojos apareció algo diferente, más antiguo
que el mismo miedo. Kali no sabía lo que el monje estaba
pensando, pero sintió una gran congoja que, tras un instante,
se le convirtió en un escozor ardiente en los ojos y una llama
en el estómago. Miró a otra parte, se mordió con fuerza los
404
labios y se puso en pie con la mano tendida hacia Suave.
—Vamos —dijo con el semblante pétreo—. Volvamos al
campamento.
—Pero... —titubeó él—. La presa...
—Enviaré a Hill —continuó Kali—. No llegará muy lejos.
Le rompí una pata.
Suave sonrió y cogió su mano.
—Vaya un lanzamiento. Nunca había visto nada igual.
Tienes una puntería estupenda, canija —dijo, sonrió de forma
sincera y se puso en pie con esfuerzo.
El monje se apoyó en la muchacha y comenzaron el
camino de vuelta hasta el lugar en que esperaban los otros.
Caminaron en silencio, tratando de evitar una mirada
acusadora o un mohín arrepentido. Kali clavó la vista al suelo
y olvidó mirar diez pasos frente a ella. Recordó las enseñanzas
de Jared y suspiró con fastidio, pero Suave continuó en
silencio.
«Me estaba preparando para la soledad —pensó—. Ese
era el único deber de mi padre, apartarme de los otros.»

Algunas horas después, antes de que las sombras inundaran


el desfiladero, el aroma de la carne sobre las brasas se
esparcía convertido en una densa neblina. El grupo al
completo se encontraba rodeando el fuego, atenazados por el
frío, atentos a los espetones de carne que Hill y Lestick
cocinaban. La piel chamuscada de la cabra se deshacía en
jirones y chasquidos al tiempo que alguien tragaba saliva y
pasaba la lengua por los bigotes. Había expectación en el
silencio y también una desconsolada impotencia hambrienta.
nueve días habían pasado desde que abandonaron Dromm.
Kali se encontraba acuclillada, oculta en los pliegues de
su abrigo. A su lado, Trisha sorbía los mocos y frotaba con
saña las manos, despojadas de las manoplas de lana. Tenía el
rostro agotado y pálido, con bolsas oscuras bajo sus ojos
verdes, aunque también un gesto contrito, lleno de
determinación. Ella había sido el centro de todas las disputas
de las últimas horas. El tiempo se acababa y todavía no
habían encontrado rastro de Geronte. De hecho, no tenían ni
una mísera prueba de su existencia, excepto la memoria de lo
visto en la muralla de Dromm y la insistencia de la pelirroja.
Aliados valiosos de Trisha habían resultado Olen y su
gigante amigo, Reidhachadh. Los mercenarios defendieron a
Trisha cuando, tras dar tumbos por desfiladeros y agrestes
barrancos, los monjes le achacaron no tener ni idea de a
dónde se dirigían. Por una parte los guerreros sagrados tenían
razón, perseguían una sospecha, un cuento popular
convertido en mito, pero Olen saltó al lado de Trisha y les
recordó que tenían provisiones para un par de semanas y eso
405
duraría su viaje, llegasen a su destino o no. Quizá Olen se
había movido motivado por la recompensa prometida por
Trisha si las protegía hasta llegar al sur; o quizá sus
intenciones fueron más nobles. Fuese lo que fuese, en
adelante Trisha se mostró cabizbaja y taciturna, lejos de su
habitual jovialidad.
Esa noche cenaron la jugosa y sangrienta carne en
silencio, entre el sonido del masticar, sorber y chupar. No
hubo comentarios a la caza de Kali que finalizó Hill con su
arco. No hubo más quejas que las toses antes de acurrucarse
bajo los pesados capotes y afrontar una helada noche más.
Alrededor del moribundo fuego los ojos se mantenían abiertos,
atentos al ulular del viento sobre ellos, cavilando y rumiando
algunos sueños pasados, recordando el mullido lecho
abandonado en Dromm, el ejército a sus puertas y la guerra
que los esperaba cuando regresaran.
Kali observó a Trisha y un amargo sentimiento se instaló
en su estómago. La carne se le había vuelto un incómodo
pasajero que se le revolvía y regresaba a su garganta sin
previo aviso. La mujer estaba recostada, con el semblante
céreo y detenido en la mueca atribulada. Sus ojos coincidieron
y Trisha estiró los labios en una sonrisa cansada que Kali
respondió de forma mecánica. Estuvieron mirándose un
instante más, hasta que Kali cerró los ojos y, cuando volvió a
abrirlos, Trisha había desaparecido en la sombra, convertida
en el espejismo evanescente de su rostro.
Se sintió mal y la cena se agitó de nuevo en su interior.
Recordó los ojos de Jared. La forma en que la miraban,
despojados de sentimiento, por las noches, en su cabaña.
Cuando ella se encontraba sola, perdida, y él, en lugar de
acudir a ella, le dirigía una mirada de las que derrumban un
puente. Miradas que la alejaban con un reproche, con la
culpa. Igual que la lejanía de Lestick desde lo ocurrido en
Villas del Monje. Suave, esquivo y tenso tras la cacería.
¿Había hecho ella lo mismo con Trisha? ¿Había sembrado la
distancia glacial entre ellas de la misma forma que lo hacía su
padre? Tal vez fuese una buena manera de conseguir lo que se
merecía, absolutamente nada. Al fin y al cabo, era hija de su
padre, estaba escrito en su destino. Aunque, quizá eso
tampoco fuera seguro.
Esa noche encogió los pies y las rodillas, tratando de
retener todo el calor de su cuerpo, pero ya no sentía ningún
calor dentro de ella. El aire frío le abrasaba la nariz y los
músculos se le volvían de cuero rígido. Frente a ella había
imágenes que prefería olvidar, malos sueños de un pasado
que parecía lejano. Días de muerte y sufrimiento. Aunque
hubo un momento en que sintió algo parecido a felicidad. El
rescate de Villas del Monje significó tanto para ella. Cuando
liberaron a Trisha, Olen y Reid, y escaparon del campamento,
406
dejando atrás a los soldados. Hubo un momento en que
sonrió, sin que nadie la viera, mientras corría junto a Trisha.
Fue especial. Hasta que se encontraron emboscados por los
monjes y ella los mató a todos.
Cuando abrió los ojos, el fuego se había convertido en un
leve resplandor mortecino. Los cuerpos a su alrededor eran
bultos informes que contenían una respiración o un ronquido
sofocado. Parpadeó varias veces hasta aclarar su vista. Un
reflejo azulado cubría las paredes del despeñadero y a lo lejos
se adivinaba un cielo despejado y sembrado de estrellas. Kali
contuvo la respiración un instante. El fuego se apagaba. No
había guardia. Apoyado en un muro, cubierto con su capa y
los pies cerca de las brasas, Tull se abrazaba a su arma y
roncaba con la barbilla hincada en el pecho.
Pensó que debía despertarlo, pero no quería dejarlo en
evidencia delante de todos. Lestick castigaría con severidad al
monje si lo sorprendía durmiendo durante su guardia. Tull
era un buen hombre, corto de entendederas, pero bueno. No
merecía un castigo.
—Tull —susurró Kali.
Trató de levantarse pero, tras hincar el codo en el suelo,
Olen tosió y se agitó en su lecho, con lo que renunció a
cualquier movimiento.
—¡Tull! —insistió, pero el clérigo no respondía.
Se mordió el labio con fuerza y maldijo para su interior.
Poco a poco se quitó una de las manoplas y sacó una mano al
frío exterior para coger un pequeño guijarro. Las yemas de sus
dedos palparon el suelo frente a ella y encontraron una
piedrecita que le pareció una esquirla de hielo. La cogió entre
el pulgar y el índice. Con paciente lentitud se incorporó un
poco y sacó el brazo del capote. Desplazó la mano adelante y
atrás con suavidad, afinó la puntería, y se detuvo cuando lo
vio a un lado.
Entre las sombras distinguió la silueta de un gigante.
Reidhachadh estaba sentado con las piernas cruzadas.
Descalzo, con la camisa abierta, mostrando su hercúleo pecho
imberbe. Su piel lechosa se había teñido del mismo color a
noche que impregnaba las paredes de roca. Tenía las manos
sobre las rodillas y los ojos atentos a la oscuridad. De repente
puso los ojos en ella. Kali no hizo nada, se quedó allí, quieta,
con la mano en alto y un pequeño guijarro atrapado entre los
dedos. Reid llevó uno de sus grandes dedos a los labios y le
hizo un gesto, impertérrito. Después, con la misma
parsimonia, regresó la mano a la rodilla y la vista a la noche.
Kali no se atrevía a bajar el brazo y el frío se colaba bajo
la capa sin ningún respeto. No sabía si ocultarse de vuelta
entre sus ropas sin despertar a Tull o lanzar el guijarro y rezar
por alarmar al clérigo sin alboroto. Sin embargo, se quedó
estúpidamente parada, como hechizada por el hombre de
407
Bront y su concentrada pose. No podía despegarse de sus ojos
oscuros, fijos en algún lugar, con el rostro concentrado y
marcial. Entonces, Reid levantó la barbilla un poco,
apuntando al frente, y ella lo entendió todo.
Se dio la vuelta con delicadeza y puso su atención en la
oscuridad del exterior, fuera del pequeño repecho en la piedra
bajo el que se ocultaban. Todavía tenía el brazo en alto, con el
guijarro apuntando a Tull. Le llevó un momento darse cuenta,
pero los vio.
No aparecieron todos de sopetón. Primero distinguió al
hombre alado sobre las rocas, en cuclillas, con las alas
convertidas en una mancha que devoraba las estrellas. Kali se
atragantó con su propio miedo y una fina nube de vaho
abandonó sus trémulos labios. A uno de los costados, sin
abandonar la penumbra, distinguió al jorobado de potentes
ancas y junto a él había alguien más. Lo que hasta aquel
momento había resultado ser una piedra se volvió la cabeza de
un ser grueso y bajo, sin ojos, con una boca enorme,
desdentada, de labios descolgados en un pellejo y una nariz
porcina que olfateaba en todas direcciones.
Ni siquiera respiró un sorbo de aire. Cerró los dientes con
fuerza para evitar el castañeteo y devolvió la mano a la
protección de la capa. El ser sin ojos continuaba olfateando
con su húmeda trompa en dirección a ellos y, a pesar de no
tener ojos, sintió como la descubría. Kali deslizó, suavemente,
una mano hasta la empuñadura de su cuchillo, aunque
todavía no sabía qué podría hacer con él. Miró por el rabillo
del ojo, esperando un movimiento de Reid que no llegaba. Un
golpe de viento azotó el fondo del barranco y las brasas de la
extinta fogata se avivaron brevemente. El deforme jorobado
sonrió cuando encontró los ojos de Kali iluminados por el
fuego. Era una sonrisa sardónica y viciosa, llena de maldad.
El sonido de las alas al desplegarse llamó su atención. El
tintineo de la cadena que pendía del cuello del ser y el
chasquido de su lengua purpúrea la devolvieron a su huida de
Villas del Monje. Allí estaba él, con sus ojos nacarinos y los
dientes torcidos y rotos y afilados como astillas de madera
muerta. Sintió que no podía contener su miedo y pensó que
los monjes se avergonzarían si la veían temblar de aquella
manera.
El jorobado dio un paso al frente sin despegar la vista de
ella, con la cabeza caída, bajo la enorme y bulbosa chepa y las
diminutas manitas entrelazadas frente al pecho. Kali sacó el
cuchillo de la funda con mucho cuidado. El ser sin ojos dejó
de olfatear y abrió la desdentada boca de forma exagerada. No
había lengua o algo que recordara otra cosa que no fuera la
mucosa membrana de un gusano. Reid clavó los nudillos en el
suelo, pero no se movió más allá del amenazante gesto. El
jorobado arrastró los pies de nuevo en actitud desafiante y
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Reidhachadh se incorporó, como si aceptase un desafío.
—Reid —murmuró Kali con los ojos abiertos como platos.
Pero no tuvo tiempo para más.
El gigante dio un brinco al frente y saltó sobre la fogata,
las piernas de Tull y los cuerpos tendidos de sus compañeros.
—¡Nos atacan! —gritó Kali al tiempo que salía de bajo la
capa—. ¡Despertad! ¡Nos atacan!
No resultó una buena idea, pero eso lo comprendió
demasiado tarde.
El sueño los escupió a la gélida noche de la misma forma
que un recién nacido es expulsado del útero materno. Tull
cayó de lado, con el yelmo hincado sobre la nariz y perdió su
mazo. Lestick y Hill tropezaron el uno con el otro, convencidos
del enemigo frente a ellos. Suave se quedó en su lugar, de
rodillas, con los cuchillos cruzados frente a la cara y los ojos
muy abiertos, escrutando la oscuridad o tratando de
despejarse todavía. Mientras, Olen saltó como un resorte y se
golpeó la frente con la roca, con tanta intensidad que quedó
inconsciente antes de pronunciar palabra alguna. Trisha
reaccionó bastante rápido, tomó su cuchillo y rodó hasta Kali,
pero ella ya no estaba allí.
Reid esperaba encontrarse frente a frente con el jorobado.
Sin embargo, el deforme ser resultó ser mucho más rápido de
lo que pensaba. Se dejó caer sobre las nalgas, esquivando el
arco que desplegó el puño de Reid, y lanzó una patada a la
rodilla de este. Después rodó a un lado, sin que Reid pudiera
seguirlo, y dio una coz con el talón en el costado del gigante.
El pequeño caos que se había organizado con el violento
despertar parecía no tener fin. Lestick cogió a Hill por la
pechera y enfrentó sus rostros, más enfadado consigo mismo
que con el explorador aukano. Mientras, Suave saltó hasta el
lugar en que descansaba Kali, solo para encontrar a Trisha en
un gesto confundido, contemplando la manta vacía.
—¿Dónde está? —preguntó el monje, pero la única
respuesta que obtuvo de la mujer fue una mueca de espanto.
La lucha de Reid tampoco iba mucho mejor. El jorobado
se había colocado a su espalda y, con una sucesión de
potentes golpes a las piernas, había conseguido doblegar su
tamaño hasta que hincó las rodillas en tierra. El hombre de
Bront gruñía, fuera de sí, llevado por una rabia casi animal.
Pero sus manotazos y aspavientos eran en vano. El deforme
jorobado brincaba y esquivaba cualquier intento de este por
atraparlo.
Trisha no quería dejarse llevar por el pánico, aunque
sentía que el corazón se le desbocaba y un sudor frío
empapaba su espalda. ¿Dónde estaba Kali? Suave también
miraba alrededor, cargado de ansiedad. Ninguno de los dos se
lo perdonaría si algo le pasaba a la muchacha. Los otros
monjes salían en ayuda del gigante y su lucha personal contra
409
el jorobado, mientras que allí solo quedaba Olen, inconsciente,
cubierto por la manta. Se llevó la mano a la cabeza y dio la
vuelta alrededor para cerciorarse. Entonces la vio.
El deforme ser sin ojos la había atrapado contra una roca
y abría su descomunal boca sobre ella. Los labios se le habían
estirado como una trompa carnosa que pretendía succionar la
cara de la niña mientras ella gemía y le golpeaba el vientre. Su
cuchillo estaba en el suelo, entre los pies de ambos, así que
había hincado el codo en el cuello del ser, tratando de alejar
de ella la oscuridad de sus blandas fauces.
—¡Kali! —gritó Trisha y afianzó los pies en el suelo.
Un golpe de viento creció frente a Trisha cuando levantó
la mano hacia la criatura sin ojos. Estaba furiosa, y enseñaba
los dientes como una advertencia. La cabellera roja se le agitó
con la creciente fuerza que nació de ella cuando la tierra se
estremeció entre su mano y el hombre sin ojos. Sin embargo
no ocurrió lo que esperaba.
El ser se apartó de Kali un instante, previendo el ataque
de Trisha, con la nariz husmeando hacia ella. Abrió la boca y
tragó el golpe de aire que había salido disparado desde Trisha.
Su garganta se convirtió en un buche membranoso cubierto
de venas oscuras, retuvo su carga y la escupió de vuelta hacia
la pelirroja. Su expresión había pasado de la furia a la
sorpresa, y apenas tuvo tiempo de cubrirse con el brazo y
girarse antes de recibir su propio golpe. La energía invisible
disparada por el ser lanzó a ambos, Trisha y Suave, contra la
piedra, varios pasos atrás. Se estrellaron con violencia, como
fruta madura, y se desplomaron a un lado, sin sentido.
Kali no pudo mirar, más que de reojo, cómo Trisha
quedaba fuera de combate. El correoso ser sin ojos volvió a
ella su boca descolgada. Los labios se estiraban, como con
vida propia, y trataban de envolver la cabeza de la muchacha.
Lanzó varios golpes contra sus costillas y pateó sus piernas,
pero no lograba contenerlo. La negrura de aquella boca sin
dientes se abatía sobre ella; pestilente y hambrienta de su
poder, como una larva humana. Trató de defenderse,
escaparse a un lado, escabullirse de su presa, pero solo
consiguió gritar y alimentarlo.
Nadie percibió el aullido de Kali. Al principio resultó ser
fruto del esfuerzo y la desesperación al verse atrapada bajo él,
pero después se transformó en un gritó de rabia contenida
que se liberaba de la misma forma en que lo hace un volcán
tras milenios de encierro. Reid continuaba lanzando golpes al
aire, persiguiendo al escurridizo jorobado, mientras que
Lestick y Hill se habían unido a la lucha, y entre los tres lo
arrinconaban contra unas piedras puntiagudas. Sin embargo,
la luz iluminó aquel rincón del despeñadero.
La boca del monstruo se había cerrado sobre la cara de
Kali y había comenzado a succionar con un desagradable
410
sonido. A medida que deglutía, el buche se hinchaba a golpes,
como un balón de tripa. Ella braceaba y se esforzaba por
alejarse y se escuchaba su voz en el interior del ser. Hasta
que, con ambas manos, cogió la cabeza del monstruo y, en
lugar de escapar, la aseguró con fuerza. El buche se había
convertido en un enorme balón, mientras que Kali había
desaparecido hasta los hombros en su interior. Sus manos se
hincaban en el pellejo de su cara, obligándolo a tragar. El ser
retrocedió un paso, luego otro, casi todo él se había convertido
en un estómago hinchado al que asomaban las piernas de
Kali. En un gesto desesperado, el engendro ciego tiró de los
pies de ella, tratando de expulsarla de su interior. Gimió entre
ahogos. La piel se estiró hasta lo imposible, deformando su
cuerpo bajo el tamaño de la garganta. Entonces explotó como
un relámpago contenido en una botella y todos cayeron al
suelo.
Kali se quedó tendida, entre toses, con los ojos cerrados,
cubierta de mucosa y restos todavía palpitantes, también
esparcidos por los alrededores. Tosió varias veces y se
incorporó. Había desaparecido el agotamiento, se encontraba
llena de energía.
La brillante onda expansiva había derribado a los monjes,
junto con el jorobado que, por primera vez, parecía
atemorizado frente a la presencia de Kali. El único que había
permanecido en pie era Reid, todavía jadeante por la pelea. El
gigante aprovechó el desconcierto del jorobado y le lanzó un
manotazo a la cara que le hizo caer de rodillas. Después, con
una salvaje expresión de satisfacción lo cogió por el tobillo y lo
levantó frente a él, como un animal capturado. El jorobado,
vuelto en sí, propinó una fuerte patada al rostro de Reid, pero
ya nada le haría soltar su presa. Con el otro brazo apresó su
pierna libre, lo alzó sobre su cabeza, enfrentando sus ojos, y
con un rugido lo partió en dos. La carne y los huesos se
separaron con un sonido crudo a vísceras derramadas. Reid,
tras un grito que debió de escucharse muchas leguas
alrededor, bajó la mirada al suelo, respiró profundamente y
observó, con el rostro cubierto de sangre y humores
corporales, las dos mitades de su adversario. Levantó la
mirada cuando escuchó el graznido. El ser alado todavía
estaba allí, observando todo con un brillo malvado en sus ojos
de camaleón.
Los monjes se pusieron en pie al tiempo que
Reidhachadh lanzaba una de las piernas del jorobado hacia el
ser alado que esperaba en lo alto. La carne golpeó las rocas y
resbaló, dejando un rastro bruno a su paso. Hill dio un salto
al frente y tensó la flecha en el arco. La madera crujió apenas
en el justo momento en que el explorador detuvo su
respiración. Después la flecha desapareció con el latigazo de la
cuerda y él siguió en la oscuridad la trayectoria de su dardo
411
durante un largo instante.
Todos escucharon el quejido, el aleteo y un grito furioso y
enojado.
—Le has dado —musitó Lestick su incredulidad.
En ese momento el hombre alado reapareció en la noche,
con un hombro cubierto de sangre tan negra como las plumas
de sus alas. Desde su tremenda boca chorreaban hilos de
saliva que desbordaban sus amoratados labios. Levantó un
puño con la flecha que Hill había disparado y, con un
chasquido, quebró el asta y la dejó caer a sus pies.
Por un instante, Lestick, Reid y el explorador aukano
aguantaron la pose desafiante. Hasta que el ser alado
desplegó sus alas negras y saltó sobre un peñasco cercano. Se
quedó en cuclillas, con las garras entre los tobillos. Desde la
distancia sus ojos nacarinos se adivinaban entornados,
cargados de maldad y furia. Emitió un gañido córvido y saltó a
otra roca, desde la que aleteó hasta desaparecer en la
oscuridad de la noche. Sus graznidos, convertidos en eco, se
columpiaron de un lado a otro del barranco durante un buen
rato.
Suave y Trisha aparecieron casi al mismo tiempo, con el
cuchillo en la mano y los pies zompos, casi borrachos en su
andar.
—¿Qué ha pasado? —titubeó Suave, masajeando sus
sienes—. Mi cabeza va a explotar.
—No más cabezas que explotan —añadió Hill—. Nunca
había visto nada parecido. —El explorador dejó en el suelo su
carcaj y asintió hacia Kali con un distante respeto en la
mirada.
Lestick apenas miró de reojo, enfundó su espada y dio un
puntapié a los restos del jorobado.
—Que Dios nos proteja.
—¡Kali! —gritó débilmente Trisha, parpadeó varias veces
hasta que vio a la chiquilla a un lado—. ¡Kali! ¿Qué ha
ocurrido? ¿Estás bien?
—Estoy bien.
—¿Qué era ese bicho y qué ha hecho conmigo? —Suave
se acuclilló con la cabeza entre las manos—. Tengo un tambor
aquí dentro. ¡Qué digo un tambor, por lo menos cien!
—Relájate —sugirió Trisha—. Respira con calma y con el
tiempo se desvanecerá. Tenemos suerte de seguir con vida.
Creo que utilizó mi propio ataque contra nosotros. Quizá
podía absorber la energía y escupirla convertida en otra cosa,
algo que nos hubiese roto por dentro.
—Bueno —masculló Tull con una arruga en los labios—,
se dio un buen empacho.
—No me importa —continuó Suave, desesperado—,
quiero que desaparezca...
—¿Cómo hiciste eso? —Trisha se volvió hacia la niña.
412
Kali miró a todos. En el silencio y la oscuridad, los
rostros a la pálida claridad lunar se asemejaban a espectros
despechados. Se aclaró la garganta y alzó los hombros.
—No lo sé —respondió—. No lo pensé.
—No pensaste —repitió la mujer, casi en un susurro para
ella sola. Después acarició a Kali en la mejilla—. Demasiados
pensamientos. Esa es la barrera que te detiene. Cómo no
había caído antes —se dijo—. De todas formas, no más
explosiones de momento. ¿De acuerdo?
El gigante Reidhachadh se limpió la sangre del rostro con
su propia camisa y la arrojó a un lado. Entró en el cobijo de la
roca y tomó a Olen en brazos, como si fuese un pequeño
recién nacido contra su musculoso pecho. Trisha se volvió
hacia él y se sobresaltó al ver la hinchazón en la frente del
mercenario.
—Se pondrá bien —dijo el hombretón—. Aunque no se
librará de una jaqueca.
—¡Es que nadie me va a sacar esto de la cabeza! —
exclamó Suave que se retorcía entre gemidos.
Lestick dio una patada al suelo y le lanzó una ola de
tierra y piedras.
—¡Eres un soldado de Dios! —gritó—. ¡Compórtate como
tal!
Suave se arrodilló en un rincón y cerró los ojos con
fuerza. Sentía las venas, alrededor de su cráneo, palpitantes,
a punto de estallar. Kali se acercó hasta él y le puso una
mano sobre la espalda.
—Lo siento —dijo en voz muy baja—, de verdad lo siento.
Él levantó la mirada, sus ojos parecían grises en la
noche. Tenía los labios húmedos y las manos temblorosas.
Asintió con una sonrisa forzada, dolorosa pero agradecida.
Después volvió a cerrar los ojos y continuó gimiendo casi en
silencio.
Trisha trastabilló hasta el lugar en el que estaba tendida
y se dejó caer sobre la capa. Estaba mareada y tenía la visión
borrosa. Se frotó los ojos y apoyó la espalda contra la roca. Ya
no sentía frío, aunque veía la respiración de todos en forma de
densos chorros vaporosos. Miró a su alrededor y masticó un
inevitable sentimiento de derrota. Reid había limpiado con un
paño la frente de Olen y ahora, tan delicado como si sus
enormes manos fueran las de una curandera de Akiel,
vendaba su cabeza de forma concentrada. Kali se acuclillaba
junto a Suave. Hill todavía observaba en la dirección en que
había desaparecido el graznido del monstruo alado, mientras
que Tull arrojó unas pocas ramas resecas sobre las extintas
brasas.
Persiguiendo un mito se habían convertido en la principal
presa de la cacería. Cada vez estaba más claro que Geronte
había descubierto a Kali y que la deseaba solo para él. De
413
momento no lo había conseguido. Dos de sus deformes
esbirros habían muerto y Kali había dado un paso en la senda
que la llevaría a liberar su poder. Pero, sin embargo, por
primera vez, la duda asomó a la consciencia de Trisha. ¿Qué
hubiese pasado de no ser porque el monstruoso ser retuvo la
fuerza de Kali? ¿Habrían acabado todos como los pedazos
gelatinosos que manchaban las paredes del despeñadero?
Recordaba el día en que descubrieron el campamento de los
Rjuvel en Campoalegre; los cuerpos muertos, la hierba
requemada, huesos astillados rajando carne tiznada y charcos
efervescentes de sangre coagulada. Quizá estaba intentando
poner límite a lo infinito y Kali fuese, simplemente,
incontrolable.
—¡Tull! —exclamó Lestick antes de abalanzarse sobre el
fornido clérigo y dar con él contra una de las paredes—. ¡Te
dormiste en tu guardia! ¡Casi nos matan a todos!
El grueso monje tartamudeó una disculpa ininteligible y
la papada acompañó su mala disculpa en un terremoto
momentáneo. Lestick era mucho más pequeño que él, pero lo
cogió por la túnica y enfrentó sus caras. La cicatriz que partía
la frente del que era su jefe dividía las arrugas y las dirigía,
como un cañón natural, hasta el prieto cejo bajo el que
destellaban dos teas incandescentes.
—¡Tull! —rugió Lestick, una vez más.
—No ha sido culpa suya... —intervino Kali, pero nadie la
escuchó.
Lestick zarandeó al clérigo, cuyo yelmo cayó y rebotó
contra las piedras. Lo empujó a un lado y lo derribó. Tull no
ofreció ninguna resistencia, y se quedó tumbado, de costado,
con la culpa impresa en el rostro y los ángulos de la boca a lo
largo de las orondas mejillas.
—¡Tenías una misión! —gritó Lestick—. ¡Proteger a tus
hermanos con tu vida! ¡Y has fallado!
—¡No ha sido culpa suya! —gritó Kali, y esta vez Lestick
se volvió hacia ella.
—¿Es que no lo comprendes? —Dio un paso al frente,
lleno de violencia—. Hemos sido derrotados, vencidos por…
dos bichos raros. La mitad de estos monjes estaba fuera de
combate antes siquiera de poder coger un arma.
—Pero no ha sido culpa vuestra —añadió Kali de forma
comprensiva.
—No lo entiendes. —El veterano clérigo se llevó las manos
a la cintura y movió la cabeza a los lados con el rostro
cubierto de desánimo—. Es un grave pecado. Hemos fallado,
ni siquiera matamos a uno de ellos y se supone que somos
guerreros de Dios. Hay normas, un código que marca el
camino. Pero nosotros estábamos durmiendo y eso es lo mejor
que supimos dar. Un mal combate, una vergüenza. Eso es,
habéis oído bien. Me avergüenzo de mí mismo y de todos
414
vosotros. Somos monjes, los primeros en matar y los últimos
en morir. ¡No nos importa el dolor! —exclamó de repente con
la vista puesta en Suave. Después suspiró y se apagó
amargamente sin mirar a Kali—. Esto no va con Tull. Es una
deuda con Dios. Quizá seas la enviada, la señal, pero no lo
entiendes. No entiendes nada.
Trisha se incorporó, todavía aturdida, e hizo un gesto
hacia Kali. La muchacha estaba allí plantada, junto a Suave,
con la capucha caída sobre los hombros. Tenía el perfil
recortado contra el difuso fondo nocturno, sus ojos
relampaguearon en la quietud de su rostro.
—No hay nada que comprender. —Kali saboreó cada
sílaba antes de pronunciarla—. Ha sido culpa mía. Tull no
merece castigo.
Las brasas crepitaron y una pequeña nube de débiles
ascuas ascendió hacia lo alto.
—Este es un asunto entre monjes. —Lestick le dirigió
una mueca llena de sarcasmo—. No para una niña.
El viejo monje cerró los puños con fuerza y la malla de su
armadura crujió como el hielo al quebrarse. Tenía los labios
estirados, en una mueca contenida, y guedejas de pelo
plateado caían hasta sus hombros. Lestick dio media vuelta
sin mirar atrás, salió fuera, junto a Hill, y se arrodilló en
dirección a la claridad que nacía en el este. El explorador
aukano dejó su arco a un lado e hincó las rodillas en la fría
grava junto a Lestick.
—No soy una niña —musitó Kali, pero su voz no sonó
igual. Realmente sonó infantil, lejos de la persona que Trisha
había intuido en la penumbra del amanecer, enfrentada al
monje armado.
Tull se levantó y evitó mirarla más que con un gesto de
disculpa. Se dejó caer junto a sus hermanos y se quedó con
las manos sobre los muslos y la cabeza baja.
Ella se enfureció, pero al mismo tiempo sintió ganas de
llorar. Buscó en Trisha un apoyo, una palabra, pero la mujer
no dijo nada, como si en cierta manera sí comprendiese a
aquellos hombres, dolidos ante la recompensa de una falsa
victoria. Aquello la enojó todavía más, porque en el fondo
sabía que lo que Lestick había dicho era cierto. Que no
comprendía por qué tanto dolor y sumisión, ni la culpa de
Tull, ni qué importaba si habían sobrevivido al ataque sin su
ayuda. No entendía nada de aquello y se sentía, realmente,
como una niña.
Suave se levantó a trompicones, con las manos en los
oídos y los ojos entreabiertos. Caminó hasta donde estaban el
resto de monjes y se unió a ellos. Cuando en la distancia el
cielo gris se convirtió en una estrecha franja dorada, los
cuatro apoyaron la frente en el suelo. Después estuvieron así
durante un buen rato, recitando sus plegarias y depurando de
415
su conciencia los insultos a la fe.

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CAPÍTULO 32

Earric terminó su rezo, se incorporó y descansó las nalgas en


los talones. Permaneció arrodillado mientras observaba el
colgante con el rombo dorado de Vanaiar. Lo acarició con el
pulgar, para borrar de su superficie cualquier mácula, y lo
colgó a su cuello. Respiró de forma pesada por la nariz y se
puso en pie, aunque no se movió ni un paso. La luz entraba
por la aspillera y partía en dos la pequeña habitación, como
un sable que separaba la tiniebla de la luz, justo a sus pies.
Estaba tan cerca de aquella estrecha franja, una frontera
frágil a pesar de su filo cortante, la frontera entre el bien y el
mal. ¿Realmente podía diferenciarse una cosa de la otra? ¿Era
posible hacer el bien?
El metal del colgante rozó la piel de su pecho y un
escalofrío le hizo estremecerse.
Recordó las palabras de Raben, antes de partir de Ilke.
Palabras que sembraban la mentira en su moral y destruían
las intenciones de Dios para los hombres. ¿Dónde
comenzaban las buenas acciones y qué senda recorrían hasta
el egoísmo destructor? ¿Cuándo se había transformado la
religión de los monjes guerreros en un culto hipócrita y traidor
a la verdad? El monje ciego y su aliento se habían instalado
en sus sueños y lo perseguían más allá de la noche, como un
recordatorio atronador. «¿Cuál es nuestro papel en el plan de
Dios, Earric?» Y él se volvía hacia dentro y se encontraba roto
en un millar de trozos, perdido en un laberinto de
sentimientos encontrados. ¿Dónde estaba la fe que había
cultivado durante años? El paladín ya no era más que un
renegado, un exiliado de todas partes, si es que alguna vez
había dejado de serlo.
Dio un paso atrás, sin atravesar la claridad que dividía
su habitación, y se volvió hacia la puerta. A su alrededor se
amontonaban los sacos repletos de grano y también barriles
mohosos que sudaban parte de su contenido. El suelo estaba
cubierto de paja y, en un rincón, una simple manta de lana
hacía su papel de lecho. Su hermana había insistido en que
debía instalarse en las habitaciones de la última planta, pero
él se había negado con rotundidad. Prefería aquel rincón, una
celda apropiada a su nuevo rango.
Sabía que los criados cuchicheaban a sus espaldas, y que
esos rumores se extenderían por la villa, y quizá más allá,
hasta las granjas y las aldeas del señorío. El desheredado
había vuelto, y eso lo cambiaba todo. Supuso que nadie podía
esperar su regreso. La casa de Bruswic había cambiado su
blasón desde que Koel murió y la alianza con la casa Eana se
fue al traste. En un ataque de rabia su padre hizo tapiar la
417
puerta del torreón en todos los escudos y, en adelante, su
blasón paso a conocerse como la torre cerrada. Sin embargo,
doce años después, allí estaba él, tan vacío como cuando se
marchó.
Había pasado los días encerrado en aquella alacena,
tratando de evitar a su hermana, a los criados, a cualquiera
que pudiese lanzarle una mirada acusadora. Y todo a
sabiendas de que su actitud no le hacía parecer más que un
loco, un mendigo vuelto parásito de una familia a la que ya no
pertenecía.
Agnes era una buena mujer y, en el fondo, intentaba que
Earric volviese a ser lo que una vez fue. Pero él ya no
recordaba cómo era. Había dedicado mucho esfuerzo a
formarse como paladín, a olvidar el muchacho que huía de
casa, borrar de su futuro cualquier huella, mancha o cicatriz.
Pero eso resultó una utopía, y con la debacle de su Orden, la
caída en desgracia de los suyos y el principio de una guerra en
el norte, toda la culpa hecha magma rompió la dura corteza
del olvido que su supervivencia había construido. Recuperar
aquel muchacho de quince años que odiaba a su hermano
mayor, que temía a su padre y evitaba su presencia, resultaba
una misión imposible, además de dolorosa. Quién sabe qué
había sido de aquel chico. Ahora, incapaz de obviar lo
ocurrido, tan solo quedaba el hombre, un paladín vencido y
abandonado por todos.
Salió afuera y la madera crujió bajo sus pies. La segunda
planta de la torre era una gran habitación circular, sin
paredes, tan solo unos grandes troncos devastados a modo de
pilares desde los que nacían una red de vigas de las que
colgaban mazorcas de maíz secas. La sala se utilizaba para la
vida diaria de los De Bruswic y dormitorio de los criados y sus
familias durante la noche. Dos mujeres llenaban unos cestos
con patatas y hablaban animadamente, hasta que apareció
Earric y su charla se convirtió en un mal disimulado silencio.
Él no dijo nada. Se acercó a una de las estrechas
ventanas y dio un vistazo al exterior. El otoño se estaba
comportando con clemencia y algunos pueblerinos afrontaban
su trasiego en mangas de camisa.
«Nada ha cambiado —pensó Earric—. Todo sigue igual.»
Se llevó la mano a la barba y deslizó los dedos entre los
nacientes rizos. Había aceptado la ropa limpia después de un
baño, pero no consintió que lo afeitaran. Se ofendió cuando su
hermana hizo llamar al barbero. Prefería la tupida barba clara
que le hacía envejecer, volverse otro y ocultarse, aunque
todavía no supiese quién ni dónde. Afeitarse y encontrar su
rostro en los reflejos hubiera sido un enfrentamiento doloroso
que no podía afrontar, como si de aquella manera, el nuevo
hombre que era, con su pesadumbre, su tristeza agotada,
tuviese otro rostro y no el que todos recordaban.
418
Sus pensamientos se vieron interrumpidos por la llegada
de su hermano. Lo vio aparecer con la ropa elegante y el peto
de su armadura bruñido. El pelo se le agitaba con la velocidad
al tiempo que hincaba los talones en el vientre del animal. Lo
seguían algunos caballeros que no conocía, sus siervos,
familiares y amigos que atendían a la lealtad del honor y la
sangre. Entonces Earric supo que Bruswic sí había cambiado.
Todo era diferente.
Los jinetes saltaron de sus monturas y ascendieron la
escalinata de entrada a la torre. Earric escuchó el portón de
entrada, los estrepitosos pasos en la escalera, y esperó a que
apareciesen frente a él.
Luthais levantó la vista y su rostro se cubrió de un velo
sombrío. Era tan joven a pesar de no serlo. Tenía las mejillas
rosadas, quizá excitadas por la cabalgada; los brazos fuertes y
el cuello ancho, aunque su talla había quedado por debajo de
lo que era un De Bruswic. A pesar de ello tenía sus mismos
ojos, no el color, ni siquiera la forma, sino aquella tristeza que
parecía haberse instalado en su familia, tan acostumbrados a
la tragedia como a la sangre que corría por sus venas. Era
una mirada extraña la de los suyos, estaba en él y en su
hermana; un ímpetu forjado en el dolor y la catástrofe. No se
detuvo, hasta que habló Earric.
—Te he estado esperando —dijo el paladín—. Quiero
hablar contigo.
—Ahora no es el momento —añadió sin darse la vuelta.
—¿Y cuándo lo será? ¿De nuevo tengo que dejar pasar los
días? —Earric dirigió un gesto implacable hacia los hombres
que seguían a su hermano y se detuvieron en las escaleras,
sin llegar a invadir la sala, pero con los ojos y oídos abiertos a
las palabras del hermano desterrado.
—Cuando todo esto acabe y no peligre la supervivencia
de los nuestros —respondió Luthais, mirando sobre su
hombro.
—Puedo esperar.
—Pues podrías esperar con un arma en las manos.
—¿Por qué dices eso?
—Todos se están preparando para lo inevitable. La guerra
llegará pronto a nuestra tierra. ¿A qué has venido si no es a
luchar? ¿A dormir entre sacos sobre el suelo desnudo?
¿Cuáles son tus intenciones ahora que has vuelto a casa?
—Luthais —masculló Earric con gesto firme aunque voz
suave—, has malinterpretado mi retorno. No deseo
convertirme en Señor de Bruswic. Tus temores son
infundados. Lo que tienes es tuyo, yo no quiero nada.
Su joven hermano resopló en una risa ahogada.
—¿Qué ocurre? —lo interrogó, Earric— ¿No me crees?
—¡Por supuesto que te creo! —exclamó Luthais y se
enfrentó a él, enrabietado—. ¿Qué otra cosa se podía esperar
419
de ti? Te fuiste y ahora has vuelto. ¿Crees que nos importa
demasiado tu deambular por el mundo? Por mí puedes volver
a marcharte en cuanto lo desees, no te negaré la hospitalidad,
el alimento y el cobijo, porque sé que pronto desaparecerás de
nuevo.
—Sabes que he vuelto empujado por la necesidad.
—¿Necesidad de qué? —bufó con ironía—. ¿Necesidad de
un lugar en el que esconderte? No pretendas hacerme creer
que necesitas a tu familia perdida. Tú solo buscas una
madriguera, un lugar en que medrar y descomponerte. —
Luthais escupió las palabras con desprecio y negó con la
cabeza—. No temo que reclames aquello que te pertenece
porque sé que no tienes ningún interés en esta casa.
—Te equivocas —continuó Earric—. Sí me importa esta
familia. La misma carne tenemos tú y yo...
—¡No! —gritó Luthais—. No es la misma. Quizá hace
tiempo lo fue. Tal vez cuando madre nos parió no fuésemos
tan diferentes. Pero ahora las cosas han cambiado. Te
marchaste, afronta las consecuencias.
—Luthais, yo era muy joven... me equivoqué.
—Yo también era un niño y recuerdo muy bien el día en
que desapareciste y encontraron el cuerpo muerto de Koel. —
Earric se hundió entre sus hombros con un suspiro—. Los
Eana se presentaron aquí, con las espadas dispuestas y una
soga al final de una cuerda. Te hubiesen colgado, vaya si lo
hubiesen hecho, y ojalá nadie hubiera salido en tu defensa.
Pero lo hicieron, te defendieron frente a los Eana, incluido
padre, que todavía no había tenido tiempo para creer que su
primogénito había muerto en una disputa con su segundo
hijo.
—No sabes cuánto pienso en ello.
—No voy a sentir ninguna lástima por ti, Earric. Ahora yo
soy el señor de esta torre. Tengo una responsabilidad para con
el pueblo y también con aquellos que juraron servir a mi
nombre. Puedes quedarte, pero no me cuestiones. Perdiste tu
lugar en esta Casa y eso ya no lo vas a recuperar, así que o
bien te unes a mi causa o te apartas de mi camino.
El paladín torció la boca y miró de soslayo a los hombres
de armas que esperaban en la escalera. Levantó una ceja, más
por el temor de lo que sabía iba a escuchar, que por
suspicacia o sorpresa.
—¿Unirme a tu causa? —lo interrogó.
—Me he reunido con los Trent y los De Arenoso —explicó
Luthais—. Las tres familias liberaremos a Vanya Muwall, pero
no la entregaremos a Kregar Kikkuril. Kivala todavía resiste, al
igual que Jornealven y los Lieren de Kokkujia. Todavía
podemos plantar cara a Kregar y sus aliados si unimos
suficientes apoyos en torno a la princesa y su madre. ¿Qué
ocurre? —preguntó al observar una creciente sonrisa en los
420
labios de Earric.
—Ese plan es una locura —dijo el paladín—. No lograréis
vencer en Ylarnna, y si así fuese, ¿pretendes enfrentarte a
Kikkuril para liberar Kivala? ¿Y qué hay de los misinios?
Luthais lo escuchó con la cabeza hacia atrás, la barbilla
alta, vueltos los ojos.
—Ese plan es mi plan —masculló entre dientes—. Algo
por lo que sentirse orgulloso de ser un De Bruswic.
—Pues tu plan está condenado de antemano.
—Es cierto que te has convertido en un monje, juzgando
a los otros y sus actos —escupió antes de mirarlo de pies a
cabeza—. Y en el fondo eres un cobarde, siempre lo has sido.
—Soy tu hermano mayor, me debes un respeto.
—Y ahora yo soy tu señor, me debes sumisión.
—No puedes confiar en los Trent, y menos en los De
Arenoso. Te traicionaron en su momento y volverán a hacerlo.
En cuanto tengas a la hija de Khymir, si llegas a tomarla,
negociarán con Kregar y tú te encontrarás solo y sin apoyos.
Luthais sonrió amargamente hasta que su expresión
mudó a una mueca llena de desprecio.
—Es en ti en quien no puedo confiar. Nunca debí de
haberlo hecho.
Luthais le dio la espalda y corrió escaleras arriba. El
resto de hombres que esperaban pasaron junto a Earric, sin
mirarlo, como si se tratase de una aparición o un espectro del
pasado.

Tres días después comenzaron a llegar los primeros grupos de


hombres armados. Los clanes y las familias del Señorío de
Bruswic respondían al llamado de su señor, y enviaban a
aquellos capaces de levantar un arma y un escudo. Las calles
de la aldea estaban enfangadas y el cielo, preñado de agua,
ronroneaba amenazando descargar su regalo sobre aquel
mundo en guerra. A nadie le preocupaban los truenos que se
deslizaban sobre los campos como una lengua de brisa
helada. La lluvia, en el sur de Aukana, era un buen presagio
para los guerreros.
Los Klint, desde el otro lado del lago Bjianik, habían
enviado una leva de por lo menos cien hombres de campo,
armados con estacas afiladas y hachas y espadas cortas.
Udler y Majkson eran familias modestas, pero habían
aparecido con dos docenas de hombres de espada, primos y
sobrinos y algún hombre de fortuna. Se unieron una veintena
de caballeros bien armados, y medio centenar de picas,
además de un gran grupo de arqueros. Bruswic aportaba más
de doscientos hombres de a pie, algunos con espada o maza,
pero la mayoría con un enorme zapapico que utilizaban para
excavar la roca en las canteras. Earric los observó la mañana
421
en que partieron, desde las ventanas de la torre, con los
brazos derramados a los lados. Si los Trent y los De Arenoso
habían tenido el mismo poder de convocatoria que su
hermano, Ylarnna se vería en un grave apuro. Aunque los
Eana disponían de hombres formados y bien armados,
mientras que sus siervos eran tan solo una barahúnda de
rudos campesinos y pastores, tan parecida a un ejército como
un río al mar.
El paladín esperó hasta que la columna desapareció en la
distancia.
«Allá van —pensó—. Hombres dispuestos a morir y matar
por un pacto de sumisión. Eso es el mundo, al fin y al cabo.»
Se acarició la barba y apoyó la frente en el burdo vidrio
de la ventana. Después se sentó, pero sin llegar a regalarse la
comodidad de la butaca, con los codos sobre los muslos, la
espalda curva. El colgante dorado de Vanaiar se despegó de
su piel y cayó sobre la camisa en un repentino pendular. Se
llevó la mano al cuello y, sin llegar a extraer la joya, la acarició
con la punta de los dedos.
En ese momento los peldaños de la escalera anunciaron
la subida de Agnes. La puerta se abrió de repente, con la
usual estampida que anticipaba cualquier acción de su
hermana. Ella dio unos pasos en la habitación. Tenía las
mejillas sofocadas y la respiración agitada. No dijo nada. Lo
miró con los ojos muy abiertos mientras se limpiaba las
manos con el delantal y levantó la nariz. Sus labios se
estiraron, pero las palabras se le ahogaron y el gesto se le
volvió amargo. Movió la cabeza a los lados, muy despacio,
entre la incredulidad y la decepción.
Earric la contempló y respetó su silencio. De repente
recordó la niña que fue alguna vez. Siempre tan grande, tan
desgarbada, con ese carácter que asustaba a los chicos y los
hacía huir de ella. La recordaba con el vestido sucio y las
mangas hasta los codos, amenazando, puño en alto, a
cualquiera que tocase a sus hermanos. Y mientras, él y
Luthais, con los ojos llenos de lágrimas y los mocos
descolgados hasta la barbilla, se ocultaban tras sus faldas.
Ella sí era una auténtica De Bruswic. Grande y fuerte como
Koel, luchadora, pero también sacrificada por esa familia que
no la respetaba, sometida a su destino en silencio. Tan
parecida, en el fondo, a Lora de Bruswic, en su
omnipresencia, su capacidad y valor, su desprecio por ella
misma en favor de los otros, los hombres que nacieron
después de ella y que la sobrepasaron en sus pretensiones.
¿Por qué no se había casado su hermana? ¿Por qué había
consagrado su vida a aquel naufragio en el oceano del dolor y
la muerte?
—Entonces es cierto —dijo, finalmente, Agnes—. No vas a
ir.
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—Me marcharé —añadió Earric pero su voz sonó rota y
reseca—. Me voy a cualquier otro lugar. Mañana mismo.
—Deberías quedarte y luchar junto a tu hermano.
Earric hundió una mueca arrugada entre los hombros.
—Creía que eras un monje guerrero —añadió Agnes—,
que tu vida era la guerra.
—He matado a muchos hombres en nombre de Dios y su
palabra —explicó el paladín sin levantar la vista—. Pero eso ya
pasó. Mírame ahora. Ya no queda nada. Mi Orden se extingue
por la maldad de sus dirigentes. La lucha, las oraciones...
tantas armaduras y atalayas en el páramo. ¿Para qué ha
servido? Los custodios del norte ya no significan nada. Se han
desvanecido, llevados por el viento.
Agnes dio un paso al frente con los puños en alto y los
dientes prietos.
—Pero... —musitó la mujer—. ¿Qué estás diciendo? ¿Se
puede saber qué te pasa? Este no es el Earric que yo conocí.
—Han pasado doce años.
—También han pasado doce años para mí y todavía no
me he rendido.
Earric suspiró y entrelazó los dedos entre las rodillas.
Pasó la lengua por los labios, tenía la piel reseca y salada.
—Mañana me marcharé —dijo con un hilo de voz—. Ha
sido un error venir aquí.
Agnes se hincó los puños en la cintura y las ventanas de
su nariz se desplegaron en un gesto furioso.
—¿No vas a hacer nada? —lo interrogó, masticando las
palabras—. ¿De veras no vas a hacer nada? Cuando llegaste y
te vi... cuando apareciste y diste con Loetter Trent en el
suelo... Esperaba que hicieras algo más, Earric. —Agnes tragó
saliva en un bramido contenido y le dio la espalda. Después
los hombros se vinieron abajo con un suspiro—. Ya no eres mi
hermano. Márchate y no vuelvas.

Esa misma noche Earric dio vueltas y vueltas sobre la paja,


mal cubierto por la escuálida manta de lana, con la cabeza
apoyada en un áspero saco. Escuchaba las idas y venidas de
las ratas entre los maderos del suelo, como su remordimiento,
escarbando, royendo lo poco que la culpa va dejando entre los
cimientos de su ser. El silencio de la torre De Bruswic le
resultó atronador y molesto, pegajoso como el sudor rancio
que cubría su piel. Se sintió sucio por dentro y por fuera.
Pensó que tenía los ojos cerrados hasta que una débil claridad
comenzó a iluminar la habitación. Se incorporó y los huesos le
saludaron con un incómodo y palpitante malestar. Buscó otra
camisa y se deshizo de la que su temor había empapado entre
pesadillas y visiones. Había perdido mucho peso. Tenía los
músculos rajados, cubiertos de venas y piel transparente.
423
Hacía muchas horas que no comía.
Pasó entre los sirvientes que dormían en la sala y bajó a
la cocina. La casa todavía estaba sumergida en sombras. Era
ese instante en que la noche y el día se confunden en un
momento de indecisión, y ninguno de los dos gana la batalla.
Todo parece una sombra, los colores desaparecen y el frío
helado atenaza los corazones de aquellos que deberían
descansar y alejarse de la oscuridad. Cogió un hatillo de cuero
y comenzó a guardar algunas viandas que pudiese
transportar. Encontró un par de panecillos que devoró con
ansia y también se sirvió un generoso cuenco con leche de
cabra. Después salió, con el hatillo rebosante, una manta y
un capote sobre el hombro.
En los establos eligió un caballo. Uno a su imagen y
semejanza. Un penco en los arrabales de la juventud,
huesudo, pero que todavía tenía los ojos húmedos y el hocico
suave y sin heridas. Comenzó a preparar los arreos y a
ensillar al animal. La claridad crecía y algunos vecinos se
preparaban para comenzar la jornada. El primer gallo cantó
en la distancia. Earric pasó el ataharre por el vientre del
animal, apretó con fuerza la hebilla y desplegó los estribos a
los lados. Después tomó la rienda desde el bocado hasta la
silla y aseguró el hatillo a la grupa. Se cubrió con el capote,
pero no llegó a saltar sobre la montura. Sin razón alguna los
ojos se le inundaron de lágrimas y apoyó la frente en la silla
de monta. Ahogó un sollozo y el caballo respondió con un
relincho contenido.
—¿Hola? —dijeron a su espalda.
Él se irguió, tomó aire y se volvió hacia la voz. Tras el
soportal de los establos había un hombre montado. Era un
tipo grande, cubierto por una gruesa capa con capucha de
color hueso que caía sobre los cuartos traseros de su
montura. Tenía el rostro bien formado, joven y duro, con la
barba naciente y la piel morena.
—¿Hola? —insistió el hombre.
Earric se quedó en la sombra del establo, casi oculto en
la escasa luz de la mañana. Saludó con un movimiento de
barbilla, pero no dijo nada.
—Mis compañeros y yo deseamos abrevar los caballos y
comprar algo de forraje fresco. Hemos visto la vaquería a la
entrada de la villa y también pagaríamos por algo de queso y
leche.
—Es temprano —dijo Earric con la voz rasgada.
—Lo sé —asintió el hombre, serio y contrito—. Viajamos
de noche.
Earric miró tras el extranjero y descubrió otros tres
hombres montados. Todos vestían cubiertos por túnicas bajo
las que destacaban las hombreras de una armadura. A sus
mangas asomaban guantes de malla, y en las alforjas,
424
envueltos en paños, los escudos y las espadas. El hombre
aguantó la mirada de Earric. Tenía los ojos oscuros, vidriosos,
sobre arrugas y piel envejecida de forma prematura por el
clima y, a buen seguro, por el poco dormir y el mucho sufrir
de un alma perseguida por su propia fe.
—Tendrán que esperar para la leche y el queso —dijo
Earric y señaló tras ellos—. En aquel establo, tras la torre,
encontrarán forraje y descanso para sus animales. Pueden
tomar cuanto necesiten, advertiré a los criados en tal aspecto.
El hombre adusto de los ojos cansados asintió y dio las
gracias en el momento en que uno de sus compañeros se
adelantó.
—¿No conoceréis a Earric de Bruswic por un casual?
El paladín les dio el costado y tomó las riendas con
delicadeza, después acarició el cuello del caballo y negó con la
cabeza.
—Si siguiese vivo y volviese por aquí —continuó el jinete
—, dejadle recado de que salimos hacia el este, hacia las
tierras de los Kirkuk, al otro lado del Adah Nah.
Earric bajó la mirada y musitó casi en silencio.
—Si siguiese vivo...
Los monjes montados intercambiaron miradas
suspicaces y su jefe carraspeó con gesto apesadumbrado.
—Sí —dijo—, si siguiese vivo.
—El forraje y los abrevaderos están tras la torre —añadió
Earric de forma ruda, sin prestar atención a aquellos
extraños.
Hubo un silencio denso y duro como el hielo.
—Gracias, hermano —dijo el jinete antes de tirar del
bocado de su montura y dirigirse al paso hacia los establos.
Earric no salió, como había planeado, aquella mañana.
Las piernas le fallaron y acabó sentado junto a las patas del
caballo, sobre la paja empapada de orines y heces blandas. Se
cogió las rodillas y maldijo su destino, maldijo el día en que
decidió arruinar los planes de su padre y el futuro de su
hermano. Recordó aquellos días, como un sueño brumoso,
empañado por los sentimientos encontrados. Koel de Bruswic,
el esperado hijo varón, hecho a imagen y semejanza de su
padre, y muerto doce años atrás. El rencor, el despiadado
rencor, lo había roto todo y ya no había perdón posible para
eso, por lo menos no en él.
Se puso en pie, salió fuera y se lavó la cara en un barril.
El agua estaba muy fría y esa sensación lo despejó. Respiró
aliviado y se apoyó en la pared tras él. La villa había
despertado y el nuevo día amanecía con el cielo cubierto de
nubes y una ligera brisa sureña.
Los jinetes no tardaron en aparecer de nuevo. Apenas
habían tenido tiempo para descansar y alimentar a las
bestias, pero ya salían de Bruswic, en busca de un lugar
425
seguro. Lejos de los hombres que les habían traicionado y
vendido a cambio de tierras, oro o codiciado poder frente al
nuevo orden. Earric sabía que habrían rezado sus plegarias,
ocultos en el establo. No eran buenos tiempos para
demostraciones de fe. Sus rostros le parecieron más
exhaustos de lo que recordaba, cenicientos y apagados. Uno
de ellos levantó la mano, a forma de saludo, y Earric
respondió con un leve gesto y una bendición que apenas
abandonó sus labios.
Después caminó de vuelta hasta la torre. Los criados se
apartaron a su paso y bisbisearon a sus espaldas. Bajó al
sótano y abrió la puerta de la armería. Allí estaba, en el centro
de la mesa, la armadura de su padre. Teñida de negro y oro,
con ribetes en púrpura. El peto metálico y las hombreras
estaban cubiertos de polvo. A su lado, estaba la espada, en su
vaina, con la empuñadura gruesa, tosca, como el hombre al
que iba destinada. Sintió que no había pasado el tiempo, que
todavía tenía quince años, su hermano había salido a cazar
con su padre y él se escapaba hasta la armería y observaba
aquellas joyas que nunca vestiría. Era aquel momento exacto.
El mismo día en que decidió arruinar el matrimonio de su
hermano. Sin propósito, sin otra meta más que el despecho.
Pasó la yema de los dedos y trazó el dibujo de las
filigranas en el metal. Después cerró el puño y miró a un lado.
En un armero descansaban algunas armaduras viejas. Se
acercó y buscó un peto metálico de su talla, oxidado, con los
correajes desgastados. Tomó una camisola de anillas que
crujió al despegarse del eterno descanso y también una
espada bien calibrada aunque de filo extinto.
—No mereces otra cosa... —comprimió el estómago,
dolorido, antes de pronunciar su nombre en un murmullo—
Earric de Bruswic.
En sus manos, la armadura y las armas pesaban como si
fuese el mismo mundo el que retenía entre sus brazos. Y, en
cierta forma, ese era su mundo, su nuevo mundo, lo único
que quedaba de todo lo que había conseguido desde su niñez.
Cicatrices y armas sin honor, ni historia, ni nombre.
—Señor —dijeron a su espalda. En la puerta un criado
esperaba con expresión apurada—. Vuestra hermana ha
encontrado un caballo ensillado y desea saber si todavía estáis
en la villa.
Earric se irguió y tomó aire. Sus ojos relampaguearon en
la oscuridad del armero.
—Llama al barbero —dijo el paladín—, quiero afeitarme
antes de ponerme esta armadura.

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CAPÍTULO 33

Khymil miró atrás una vez más, para asegurarse que nadie lo
había seguido en su escapada nocturna, y salió al adarve
abandonado. La puerta desvencijada crujió y se descolgó un
poco. Afuera el viento soplaba helado y la fina llovizna se
desplazaba de lado, como una cortina de sombra que barría a
su paso el tranquilo sueño de Ylarnna. Cerró la capa en torno
al cuello y corrió a lo largo de la pasarela en dirección a la
torre. El agua estaba fría y salpicó su cara sin remedio. Cerró
los ojos y se cubrió con una mano, avanzando a toda prisa
hacia aquel lugar secreto en que se ocultaba su amado y
temido padre. Pero resbaló.
La piedra húmeda, desnuda de argamasa, sirvió de
tobogán a su pie. Las rodillas se le separaron al tiempo que
emitía un grito ridículo. Cayó de espaldas y una de las piernas
se quedó colgando en el aire, a veinte varas de altura. Chilló,
lleno de pavor, y se apretujó contra las almenas del otro lado.
Un paso en falso y podría haber acabado con la cabeza
destrozada contra el suelo. Solo pensar en ello lo estremecía y
le revolvía las tripas. Se dio la vuelta y continuó a gatas hasta
la vieja torre.
Dentro, la oscuridad era total. Había un aroma rancio a
carcoma y abandono. Por lo menos se estaba seco, lejos de la
obstinada lluvia del otoño aukano. Tanteó a un lado y
encontró la yesca y el candelabro. La mecha chisporroteó y el
sebo comenzó a derretirse al calor de la llama. Un pestilente
humo negro brotó de la vela y se contoneó entre las sombras,
ahuyentando apenas la bruna densidad a su alrededor.
—¿Padre? —dijo, cubriendo la llama con la mano.
La imponente presencia de Ankal Eana surgió de las
tinieblas. Vestía una camisa larga de color verde oscuro, con
el cuello y los puños bordados en plata. Tenía el pelo peinado
de frente a nuca y la barba recortada a lo largo de su
cuadrado mentón. Siempre había sido un hombre de
costumbres estrictas y duro carácter, y eso también lo había
reflejado en su gobierno; en su familia. Sin embargo, sonreía
apenas, en la comisura de los labios, mostrando abierta
satisfacción a Khymil.
—Ya está hecho, padre —anunció su hijo—. He enviado
las cartas.
—Perfecto, hijo mío —se congratuló Ankal—.
Enhorabuena. A ojos de los otros señores te has convertido en
candidato al trono de Kivala. Estoy orgulloso de ti. Mantén a
tu lado a la princesa mestiza y prepara tus esponsales con
ella. El día que el Consejo Auko se reúna, tú aparecerás como
el mejor y más sólido relevo a la dinastía de los Kaikú. Todos
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te aclamarán y serás nombrado rey. Mi hijo... rey... por sus
propios méritos.
Khymil miró a otra parte y dejó la vela a un lado.
—Padre... —dijo, molesto—. Hay algo que no me gusta de
esa unión.
—Pero —dio un paso al frente—, ¿por qué dices eso?
—Yo no lo hubiese elegido, de no ser... por ti, padre. No
quiero que Vanya sea mi mujer...
—Hijo mío —lo interrumpió—, es por el bien de tu casa.
En poco tiempo te acostumbrarás al matrimonio. Casarse con
la heredera de la estirpe Kaikú. Muchos matarían por ese
privilegio. ¿Sabes lo que significa eso?
—Sí, padre —murmuró, pero después carraspeó y se
limpió los mocos con la manga de su bata—. Solo es que no
estoy seguro de querer una... esposa. No quiero tener que... no
me gusta hacer eso...
Su padre levantó la nariz y lo observó desde arriba, con
un reflejo céreo en la frente y los labios oscuros. Asintió
lentamente, casi con honda resignación, como si ya supiese lo
que su hijo tenía entre ceja y ceja.
—Los hombres toman lo que es suyo, Khymil.
—¡Yo no quiero! —exclamó él—. No quiero hacer eso. Ni
siquiera deseo tenerla cerca. Lo haré por nuestra casa, por el
futuro de la familia. Pero nada más. No quiero que me toque,
no quiero verla, ni cruzarme con ella en los pasillos. Tan solo
su presencia me da asco, me produce nauseas. Quizá tú sí
pudieses hacerlo, padre, pero yo no. No voy a poder. Podría
ordenar a los guardias que lo hicieran, que entrasen en su
habitación por la noche e hiciesen realidad esas cosas que
dicen cuando bromean durante sus rondas. Eso no estaría
mal. Pero yo no puedo, padre, no puedo...
—¡Basta! —gritó Ankal. Inspiró de forma pesada y
contempló a su hijo con disgusto—. Si no deseas tomarla
como mujer, ignórala. Deja que viva en cualquier otra parte,
dale la espalda, hay mucha distancia incluso en la misma sala
si uno quiere. No me importa si no consumas ese matrimonio.
Eres el gobernante de Ylarnna, y solo el gobierno de la ciudad
y mi regreso deben turbar tu sueño. —Lo amenazó con un
dedo en alto y sus ojos se volvieron una gota de pez oscura—.
Te casarás con Vanya Kaikú. Es lo mejor para ti y yo quiero lo
mejor para mi hijo y mi nombre. Con el tiempo te convertirás
en aquello que yo siempre soñé.
—Con el tiempo... —repitió el joven Eana—. Con el
tiempo...
Khymil se desinfló y palideció un instante.
—¿Qué ocurre? —preguntó su padre, con furiosa
indignación—. ¡Maldita sea! ¡Sé un hombre y compórtate como
tal!
—Sí... sí, padre —gimoteó—. Pero es que no sé si estoy
428
preparado. Sé que debo ser valiente, estar a la altura de tu
plan. Aunque... yo... yo quiero que regreses... y que madre
esté bien. Que estemos juntos y yo sea tu hijo y tú mi padre...
que todo sea como antes... mejor. Deberías encargarte del
gobierno de la ciudad y yo sería tu hijo, a tu lado...
Ankal Eana permaneció impertérrito, casi tan detenido
como una estatua funeraria de las que honran la memoria de
un gobernante pasado y que se vuelven un espejismo de lo
que aquel no fue en vida. Tan alto, fuerte, con su aspecto
señorial, la actitud marcial y el gesto duro de ojos pétreos
perdidos en el más allá.
—Pronto, todo habrá terminado —dijo con una voz de
ultratumba.
—¿Cuándo, padre?
—¡Pronto! No te rindas, hijo, no ahora que estamos tan
cerca del éxito. Escucha bien. Pronto reapareceré y daremos
su merecido a los traidores. Cuando se destapen podremos
desvelar nuestra mascarada, pero, hasta entonces, el plan
debe continuar tal y como está.
Khymil tenía los ojos inundados en lágrimas, pero hizo
un esfuerzo y asintió.
—Como desees padre —dijo—. Solo deseo servirte.
—Bien —se congratuló Ankal Eana—. Sabes lo mucho
que te amo, hijo mío. Toda mi confianza está puesta en ti, eres
mi heredero, mi único hijo. Estamos juntos en esto y
acabaremos juntos para siempre.
Ankal Eana se inclinó y besó la cabeza de Khymil. El
escuálido muchacho miró arriba y se limpió las lágrimas y la
saliva de la barbilla.
—¿Qué ocurre? —preguntó su padre, expectante—. ¿No
me crees?
—He recibido una mala noticia —respondió con el gesto
bajo—. Los De Arenoso no han respondido a nuestras misivas.
Y han llegado rumores de que se han unido a los Trent y a los
De Bruswic. Han convocado a sus siervos para luchar por
ellos.
—¡Traidores! —Su padre golpeó el puño contra la mano
—. ¡Debí haberlo imaginado! Sabía que algún día se
levantarían contra esta casa. Pagarán por esto. Ordena que
ejecuten a Ruel de Arenoso.
—Pe... pero.
—¡Que le corten la cabeza! —gritó, ante lo que Khymil
saltó, alarmado—. ¿Para qué crees que se tienen rehenes?
Para poder matarlos cuando llega la ocasión. Los De Arenoso
pagarán por su traición, igual que los Trent y los Bruswic.
Esos perros hipócritas, responsables de la muerte de tu
hermana.
—Mi hermana —musitó Khymil, asaltado por el recuerdo
—. Los Bruswic la mataron. Earric de Bruswic.
429
—Los Levvo no cumplieron su promesa y el De Bruswic
escapó —continuó Ankal—. Aunque, a pesar de todo, los Eana
obtendremos nuestra venganza. Mataremos a todos los suyos.
—A todos...
—Así que te encargarás de acabar con la vida de Ruel de
Arenoso —explicó su padre con una mano en el hombro de
Khymil—. Reunirás a todos los hombres de armas que puedas
y plantarás cara a los traidores. Después yo volveré de la
tumba y todo el reino se rendirá a nuestra inteligencia.
—Sí, padre —asintió con firmeza y determinación.
La pequeña llama se agitó con la corriente de aire y las
sombras corrieron y cambiaron de forma tal que espíritus
huidos de un tormento eterno. Ankal Eana se quedó allí,
plantado, con la faz tan seria y pétrea como el día en que
murió, mientras su hijo lo contemplaba con idolatría
enfermiza. Una devoción insana que iba más allá de lo
explicable.
El resto de noche, Khymil no pudo pegar ojo. Dio vueltas
y más vueltas e imaginó una guerra en sus propias murallas.
Se despertó una docena de veces al calor del combate, con el
escándalo de la pelea y los hombres gritando. Siempre con la
sensación de que debía comandar un ataque, que hombres
armados, hombres de verdad, le debían lealtad y esperaban
sus órdenes. Pero él no era su padre y, en sus sueños, se veía
pequeño, desbordado por la lucha y rodeado de armaduras y
escudos, arrollado por la primera línea de un ejército enemigo.
En este caso, los enemigos eran los mismos banderizos de su
Casa; aquellos que habían contraído votos de obediencia se
habían rebelado contra su nombre. Y ahora, en represalia,
debía matar a Ruel de Arenoso.
Pero, una cosa era decapitar en público a un grupo de
soldados acusados de traición. Plebeyos que habían sido
sorprendidos en plena rebeldía. Ningún juez reclamaría
responsabilidad por aquellas muertes. Matar a Ruel era
diferente. Eso sembraría la enemistad entre sus Casas para
siempre. Y siempre era mucho tiempo. Khymil se recogía bajo
las mantas y escuchaba chocar el acero y los gritos y pensaba
que no podría ser el líder de nadie. Esa era una verdad que su
padre conocía, por mucho que tratase de disimularla.
Ahora su padre pretendía conseguir la corona aukana
para él y sentarlo en el trono de Kivala. ¿Qué más se podía
pedir? Cualquier hijo hubiese estado satisfecho y orgulloso de
formar parte de los planes familiares de aquella manera. Ser
una pieza esencial de su confianza, una muestra de amor y
lealtad. Sin embargo, él temblaba oculto bajo las mantas,
asediado por pensamientos catastrofistas de final terrible.
Cuando la claridad anunció el nuevo día, se encontró
tiritando en el lecho, con las rodillas contra el pecho y los ojos
ardientes ante tanto pensamiento inoportuno. Se quedó en la
430
cama, pensando y dando vueltas a cada asunto. Su boda con
Vanya, la rebelión de sus banderizos, los De Bruswic y la
muerte de su hermana, Ankal Eana escondido en la torre
abandonada y su plan secreto para convertirle en rey. ¡Rey!
Solo aquel pensamiento servía para volverle un trozo de carne
muerta, robarle el pulso, el habla y cualquier esperanza. Él no
valía para rey, su padre sí lo hubiera hecho, pero ¿él?
Deberían haber cambiado el plan. Si su padre hubiese
desposado a Vanya Kaikú sería Ankal Eana el candidato para
ocupar el trono de Kivala frente al Consejo Auko. En ese caso
Khymil aceptaría su herencia en Ylarnna y ocuparía el lugar
que le correspondía. Ser rey, por encima de su padre, le
parecía una obscenidad insultante.
Sin embargo, a aquellas alturas, debería comportarse
según las expectativas depositadas en él. El amor y la
confianza de su padre no podían ser traicionadas.
Estaba en el lecho, bajo las mantas, con la vista
enterrada en la oscuridad abrasadora de su escondrijo,
cuando entraron los criados y corrieron las cortinas. Él se
levantó con desgana y una mueca malhumorada. No se lo
puso fácil cuando trataron de vestirlo y una de las criadas se
llevó un coscorrón al ponerle los zapatos.
—¿Dónde está mi madre? —preguntó Khymil.
—La señora permanece en sus aposentos.
—¿Todavía no se ha levantado? —masculló mientras le
abotonaban una chaqueta corta con bordados dorados sobre
una fina tela marfil.
El sirviente asintió con la mirada gacha y Khymil resopló
y dio un manotazo a la mujer que le asistía con su ropa.
«¿Es que tengo que hacerlo todo yo? —pensó al tiempo
que salía airado de su dormitorio—. ¿Nadie va a ayudarme?»
Se mordía el labio inferior y caminaba a grandes pasos con la
insidiosa sensación de que aquellas eran preguntas sin
respuesta, o quizá preguntas con una respuesta que ya
conocía: estaba solo en aquello, así que más le valía
convertirse en lo que su padre esperaba de él. Un hombre
capaz de hacerse cargo de la familia en su ausencia. Por una
parte su despecho no estaba justificado y le hacía sentirse
culpable. Su padre, oculto en la torre, pronto volvería y
pondría las cosas en su sitio. Acabaría de un plumazo con
todos los problemas de su casa. Sin embargo, por el momento
tenía que aguantar, y con esas palabras escuchaba la
autoritaria voz de su padre: aguantar, no rendirse, estar a la
altura.
Los criados corrieron a su zaga, cepillo en alto,
suplicando un instante, pero él daba aspavientos con los
brazos y los espantaba de la misma forma que se hace con
una nube de mosquitos. Sabía que encontraría a su madre
echada, con el rostro blando y evadido, la mente ausente y el
431
gimoteo ininteligible y suplicante en los labios. Ya eran dos
semanas de lloros y congoja, días en los que la había visto
apagarse al frío de la soledad, al silencio de los dioses. Su
madre deseaba haber partido con él, juntos en la vida eterna.
Estaba tan engañada. Era tan débil, tan vulnerable en su
trágica existencia sometida, que sin la fuerza inagotable de
Ankal Eana, la suya carecía de sentido. Y aquella debilidad, el
insoportable tránsito en que se había convertido la vida sin su
marido, agotaba a Khymil, lo exasperaba y llenaba de
resentimiento.
Si pudiese decirle la verdad, llevarla a la torre para que
descubriera el engaño. Podía imaginar su rostro cuando viese
aparecer a su marido de entre las sombras, el doloroso gozo
que supondría para ella comprender la charada en que se
había visto envuelta en pos de un bien mayor. Pero su padre
había sido estricto con ello. Nadie debía saber de su plan por
el momento, incluida ella. Y la había visto sufrir tanto,
derramar lágrimas durante la repentina enfermedad de su
marido, desfallecer ante la pira funeraria, abandonar la
comida, la esperanza. Deseaba la muerte pero no moría, tan
solo esperaba y esperaba con el espíritu desaparecido en el
dolor.
Al principio, Khymil se dejó llevar por aquella
desesperación, por aquel vacío que lo abandonó al frente de
una ciudad. Sintió que todo se esfumaría como un mal sueño,
que no podría soportar más la agonía en vida de aquella
mujer. Se sintió diminuto, inútil en la corriente de muertes y
desgracias que habían azotado su Casa. Hasta que subió a la
torre, días después, cuando la locura de su madre se había
convertido en una pegadiza melaza taciturna, y lo descubrió
todo. Ankal seguía vivo y tenía un plan para él.
Los guardias abrieron la doble hoja de la puerta
principal, pero Khymil no salió al corredor. Se detuvo en seco
y sus pies arrastraron la alfombra. Los sirvientes chocaron
entre ellos al tratar de evitar a su menudo señor. Se plantó
con los brazos en jarras y levantó el labio superior con
fastidio.
«Problemas, problemas y más problemas», pensó.
Vanya esperaba al otro lado de la puerta, con la espalda
recta y la barbilla alta. Vestía un traje rojo sin ornamentos,
ceñido a la cintura, hasta el cuello y que disimulaba su
generoso pecho. El pelo le caía sobre los hombros, derramado
en un mar de curvas, tostado como sus ojos. Todavía tenía la
frente magullada y con algunos arañazos.
—¿Qué es lo que quieres? —la interrogó Khymil sin
moverse un ápice y con actitud desconfiada.
—¿Qué es lo que quiero? —Encogió el cuerpo con
ofensivo orgullo—. Mi prima arde en fiebre. Quiero que un
curandero la visite y reciba los cuidados apropiados.
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—Intentó escapar... —objetó con un gesto cargado de
obviedad.
—Y ya ha recibido bastante castigo por ello.
Khymil miró a otra parte y espiró con exagerada
paciencia.
—Muy bien —dijo—, me encargaré de que sea atendida
con propiedad.
—También quiero una nueva habitación, acorde a
nuestro rango.
—¿Una nueva habitación? —preguntó Khymil con el dedo
índice contra el pecho y el labio descolgado. Por un momento,
un escalofrío le recorrió la espalda al imaginar que Vanya
esperaba dormir con él, en su cama.
—Quiero vivir en esta casa —dijo con seguridad—, no
encerrada en un patio. Es oscuro, frío, húmedo y sucio.
También quiero ropa nueva, no puedo disfrazarme siempre
con los mismos vestidos de viaje. Y necesitaré algunos
sirvientes a mi cargo para que se ocupen de nosotras y
nuestras necesidades.
Khymil la observó de arriba abajo con creciente enfado.
—Pero... —masculló lleno de rabia—. ¿Quién te has
creído que eres para darme órdenes a mí? Debería encerrarte
en un auténtico calabozo para que aprendas quién manda en
Ylarnna.
El soldado tras Vanya se adelantó y la cogió por el
hombro.
—Soy la princesa de Aukana. Y he mostrado mi favor
hacia tu nombre —respondió ella, ignorando la enorme mano
del guardia y alzando las cejas—. Algún día serás rey. Solo
espero algo de misericordia y bondad por tu parte a cambio.
Vanya dejó las últimas sílabas en el aire un instante, lo
suficiente para bajar la barbilla y esperar una respuesta.
El enfado se desvaneció del rostro de Khymil, sustituido
por una nube de sorpresa. Miró alrededor, pero no encontró
apoyo en los ojos de sus sirvientes. Hizo un gesto leve al
soldado para que retirase la mano y suspiró asqueado.
—Es lo que hacen los hombres con las mujeres —
murmuró para sí mismo con una mueca y volvió a ella de
forma casual—. Pero, yo no quiero darte nada de eso. ¿Qué te
hace pensar que debería darte algo de lo mío? ¿Quieres que te
entregue mi casa, mi pecunio, mis criados? ¿A cambio de qué?
—Vanya dio un paso atrás y Khymil abrió la boca—. No
estarás pensando...
—No he pensado en nada —dijo ella con una media
sonrisa, incómoda.
—¿Estás insinuando...?
Khymil se acercó. Los dientes le castañeteaban y la nuez
se le comprimió en un espasmo involuntario, como si no
pudiese tragar su propia saliva. Una mueca de asco creció en
433
su rostro junto con un rubor infantil.
—Golpéala —dijo al guardia tras él.
—¿Qué? —exclamó Vanya—. ¿Por qué...?
Su última pregunta desapareció cuando un fuerte
manotazo en su cogote revolvió su pelo en una ola que la
empujó adelante. Se quedó encogida, con los puños cerrados y
un bramido contenido en los labios. Tenía los ojos casi ocultos
bajo el flequillo caído sobre la frente, y desde su cobertura,
una llama vengativa apenas se intuía.
—Que seas princesa de Aukana no te convierte en mi
prometida. No adelantes acontecimientos. Te comportas como
si fueses la señora de esta casa; ese lugar está reservado a mi
madre. —El chiquillo graznó con desprecio y la observó de
pies a cabeza—. ¿O es que quieres ocupar ese puesto? ¿Acaso
quieres desbancar a mi madre como matriarca de los Eana?
Vanya permaneció inmóvil, desaparecida tras el velo de
silencio, con los carrillos hinchados, reteniendo una explosión
de rabia que no debía llegar.
—Así pues todo arreglado —canturreó Khymil—. Un
sanador atenderá a tu prima, y eso es todo. Si no tienes
ninguna absurda petición que aporte algo de amargura a mi
anodino día... Muy bien.
Tras esas palabras el muchacho pasó por su lado, a
varios pasos de distancia y con una amenaza latiente en la
arruga de su cejo. Vanya lo siguió de soslayo, sin retroceder ni
amilanarse, aunque tan quieta como un sirviente ante la
violencia de Khymil. Había repulsión y odio en él, pero
también miedo, un terror extraño que Vanya podía presentir
en su distancia, en la manera en que evitaba mirarla, como si
su simple presencia lo hiciese sentir sucio. Lo observó
mientras bajaba las escaleras seguido por su cohorte de
sirvientes. Era tan ridículo con sus estrechas mallas y aquel
pelo lacio y fino que caía hasta sus hombros. Vanya
entrecerró los ojos y detuvo su respiración durante un
instante, después miró apenas al soldado, desde el
amenazante ángulo de los párpados.
—Si vuelves a tocarme lo pagarás caro.
El soldado esgrimió una sonrisa felina antes de
propinarle un fuerte empujón.

Era una pomada blanquecina y grumosa que apestaba a


menta y a fermento. El curandero aplicó el emplasto y lo
cubrió, delicadamente, con un paño limpio. Después observó
el oído derecho, introdujo la uña del meñique en la oreja de
Shana y lo observó a la luz en busca de sangre seca. Bisbiseó
algún pensamiento de aprobación y puso su mano sobre la
frente de la muchacha. La hinchazón se había extendido hasta
la barbilla y los labios entreabiertos estaban resecos y
434
llagados por la fiebre. Shana cerraba los ojos y respiraba de
forma pesada entre estremecimientos involuntarios. El sudor
resbalaba por su cuello y manchaba el vestido, las mantas y el
lecho.
—Os dejaré infusión de amapola para que descanse —
dijo el curandero—, y también un caldo especial que bajará su
fiebre. Aseguraos de que no habla. El hueso de la mandíbula
no debe realizar ningún movimiento o sufrirá de dolores el
resto de su vida. La hinchazón remitirá poco a poco y quizá no
le deje muchas secuelas.
Vanya asintió y recibió en silencio los remedios y las
instrucciones a seguir durante cada cura. Cuando el hombre
salió se sentó al lado de su prima, tomó una compresa limpia,
la empapó en agua clara y, tras escurrirla, la puso sobre su
frente. La chica tembló al contacto con la tela y Vanya le cogió
la mano. Todavía no habían encendido la lámpara, aunque la
estancia se encontraba sumergida en las sombras. Hacía
tantos días que vivían en la penumbra que Vanya ya no
recordaba cuándo fue la última vez que vio el sol brillar en lo
alto. Todo era gris y plomizo desde que salió de Kivala. Una
sucesión infinita de nubes veloces y chaparrones que no
parecían tener fin. La tarde comenzaba en Ylarnna y afuera,
una tormenta se dejaba escuchar con su ronco aviso.
—No fue una buena idea —dijo Vanya, pasando la vista
por la abotargada herida de Shana—. Imposible obtener algún
privilegio de ese idiota. Es un crío enfermo, un demente que
nos condenará a medrar encerradas. Por lo menos no tengo
que verle. Parece que desea mantenerme apartada de él y su
familia. Si pudiese... —Estrechó el cejo en un creciente gesto
furibundo—. Si dependiese de mí... puede darse por muerto,
él y todos sus guardias.
Apretó con fuerza la mano de su prima cuando musitó
unas palabras que apenas brotaron de su respiración febril.
La recordaba el día en que llegaron al norte, cuatro años
atrás. La decepción en aquel rostro moreno e infantil, al
contemplar el paisaje descolorido de colinas suaves bajo un
cielo muerto. Las casas circulares de piedra gris, los rebaños
de bueyes jorobados, caminos enfangados y ríos de agua
helada como la nieve de la que nacían. La aventura que Shana
había soñado, junto a su prima, la futura reina de un país
lejano, se había convertido en una pesadilla. Embarcaron en
un viaje sin retorno y ahora se encontraban extraviadas en
ninguna parte, una catástrofe quizá anunciada tiempo atrás.
—Te sacaré de aquí, Shana —musitó ella con decisión—.
Prometo que encontraré la manera de escapar y llegar hasta
Kregar, o hasta el rey, y un día veremos a los Eana colgados al
final de una soga.
Shana negó con la cabeza y gimió de forma lastimosa. Se
la veía tan débil y vulnerable allí tendida. Vanya, al percibir su
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temor, la falta de determinación y el hastío que producía en
ella cada palabra de ánimo, se envalentonaba.
«Tengo que hacerlo por ella —se decía—. Shana es
demasiado cobarde para elegir su propia vida. Alguien tiene
que empujarla a vivir o morirá encerrada, aquí o en cualquier
otro lugar.»
Sabía que venía alguien porque escuchó un manojo de
llaves agitarse frente a la cerradura. Sin soltar la mano de su
prima, se envaró y alisó los pliegues de su vestido.
La puerta se entreabrió y una figura apareció recortada
en la escuálida luz del exterior. Un hombre alto y delgado se
detuvo en el quicio con las piernas abiertas y los brazos a los
lados. Vestía una capa oscura con capucha y el agua goteaba
desde los bordes de la tela hasta formar pequeños charcos a
sus pies. Un fuerte trueno resonó en los cielos cuando se
adelantó hasta la luz de la lámpara.
—Princesa —dijo con una reverencia.
Tenía el rostro alargado y serio, con un bigote rubio,
recortado desde la boca bien formada, y dos ojos pequeños
sobre los redondos pómulos. Vestía, bajo el capote, botas de
caña alta, pantalón de piel y una camisa verde de buen
bordado que cerraba con botones de plata.
—Soy Rodel Lamakil, princesa Vanya.
—Y ¿qué es lo que quieres?
—Asegurarme de que estáis bien.
—¿Me tomas el pelo? —escupió Vanya—. Hay que ser
muy tonto para pensar que puedo estar bien en este inmundo
lugar que tenéis por villa.
—Comprendo vuestra frustración, princesa...
—No comprendes nada. ¿Quién eres tú? ¿Qué haces
aquí? No me interesa tu falsa preocupación. Márchate y vuelve
con los otros a lamer el culo de ese imbécil adolescente que
tienes por amo.
—Princesa, de veras estamos preocupados por vos y
esperamos que este suplicio termine pronto.
—¿Sí? Pues entonces ayúdame a escapar. Avisa a mi
padre o a Kregar de mi cautiverio, o clava un cuchillo en el
pecho de ese enano resentido.
—No creo que haga falta avisar a nadie. Toda Aukana
sabe ya de vuestro cautiverio en esta villa. Las cartas que
firmasteis y que él envió ya han sido enviadas en todas
direcciones. Vuestro cautiverio llega a su fin por sus propias
locuras. Y, por cierto, ese enano resentido es mi primo.
—La familia no se elige.
—En Ylarnna, llegados a este punto, sí.
Vanya observó al hombre de pies a cabeza con un mohín
incrédulo y desconfiado. Regresó su atención a Shana y retiró
el paño de su frente.
—El otro día —se explicó Rodel—, enviamos a Mikail para
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comunicaos nuestro desasosiego. No os deseamos ningún
mal. Tan solo que tuvieseis paciencia, que esperaseis el
momento adecuado para nuestra causa.
—¿Causa —resopló Vanya mientras humedecía la
compresa en el agua clara—, qué causa? ¿Vuestras mentiras
son ahora una causa?
—No os miento —insistió él, dando un paso al frente—.
¿Por qué tendría que hacerlo? El gobierno de esta ciudad está
en manos de un niño que ha perdido el juicio. Pronto
acabaremos con él y seréis liberada. Nos perjudica esta
situación tanto como a vos. —Se humedeció los labios y
calculó sus palabras—. Quizá no tanto. Pero os juro por mis
ancestros que deseamos el final de esta locura.
—Pues liberadme.
—No podemos hacer eso. —Alzó un puño como un resorte
llevado por la rabia impotente—. Todavía no. Pero hasta que
llegue ese momento, pasad desapercibida en esta casa. Por
vuestro propio bien.
—¿Quieres mi sumisión? —escupió, insultada—. ¿Que
me someta a los desmanes de ese... bufón venido a menos?
Después de todo lo que ha hecho, de cómo nos ha tratado. Me
golpearon... casi mata a mi prima. ¿Qué pretende? ¿Hacer
creer a todos que lo he elegido como mi futuro marido?
—Ese matrimonio no tendría ninguna validez —desdeñó
Rodel con seguridad—. No ante los ojos de los hombres o los
dioses. Y mucho menos lo tendría para el Consejo Auko. Esas
cartas que os hizo firmar —explicó de forma ceremoniosa—,
han tenido el efecto contrario al esperado. Khymil pretendía
hacer válida su opción al trono de Aukana, pero nadie lo va a
tomar en serio. El resto de señores lo tendrán por enemigo e
Ylarnna no puede, no debe enfrentarse al resto de Casas. El
rey tomará cartas en el asunto y, cuando ese momento llegue,
necesitamos que vos estéis viva, princesa. Esa es la razón por
la que no puedo permitir que os pase nada. Es por el futuro
de mi pueblo.
Ella sonrió con amargura.
—Ayudadme a escapar.
Rodel se derrumbó y chasqueó los labios con desánimo.
—No podéis entenderlo, ¿verdad? —Movió la cabeza a los
lados y dejó una mano en la cintura—. Por eso Mikail acabó
con el cogote magullado. Sois incapaz de entender otra cosa
que no sea vuestro propio interés.
—Todo el mundo me pide que actúe en contra de mi
propio interés y a favor del suyo...
—Yo os hablo de mi ciudad, de lo irascible de ese primo
mío que nos gobierna, pero no escucháis nada. Comprendo
que deseéis escapar, que esperéis ser rescatadas por vuestro
padre. Pero eso no va a pasar, no de momento...
—Puedes contar con ello...
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—¡No! —Rodel alzó la voz—. ¡No contéis con ello! No por
ahora. Vais a estar aquí presa durante mucho tiempo, a
merced de ese que llamáis enano resentido, y si no sabéis
apartar vuestro orgullo y someteos, acabaréis como vuestra
prima. O quizá peor, quizá acabéis colgada al final de una
soga, a la espera de que vuestro propio padre os libere.
La princesa se envaró y una protesta se quedó contenida
en el reborde de los labios. Tenía los ojos muy abiertos, y en
ellos bailaba el reflejo de la llama y también la humedad de su
ímpetu.
—Mi padre... —titubeó ella—. ¿Está muerto?
Rodel afianzó las piernas en el suelo, cambió el peso de
un lado a otro, inclinando la cadera, y levantó la barbilla con
la boca entreabierta.
—¿Por qué decís eso?
—Khymil dijo algo parecido hace unos días —explicó
Vanya tras tragarse la angustia—. Mikail no supo qué
decirme.
—Está vivo —dijo Rodel tras una máscara de serenidad
—. El rey está vivo. Los rumores en tiempos de guerra no son
buenos consejeros y desde que abandonasteis Kivala, muchas
voces se encargan de urdir mentiras y conveniencias.
—¿Estás seguro? —trataba de contener su anhelo, pero
los ojos se le empañaron y el corazón se le disparó en el
pecho.
—Tan seguro como que lucha junto con Kregar Kikkuril
para defendernos de los misinios. Han conseguido detener la
invasión y quizá en un tiempo puedan enviarlos de vuelta al
oeste, así que mientras tanto, princesa, tenedme como aliado
y no como enemigo.
Vanya dudó un instante, escurrió el paño y lo devolvió a
la frente de Shana que, de nuevo, se estremeció al contacto
con el agua helada. Suspiró con pesadez y miró al hombre con
desprecio.
—¿Cómo voy a confiar en ti? —preguntó—. Eres sangre
de ese bastardo. Dirías cualquier cosa con tal de mantenerme
presa.
—Diría cualquier cosa con tal de salvar a mi gente,
princesa —afirmó Rodel, cubierto por un velo de seriedad
ceremoniosa—. Cuando todo esto acabe y el rey entre por esa
puerta, espero que recordéis quién estaba de vuestro lado.
Aunque para eso necesito que guardéis la vida.
—¿Insinúas que Khymil podría matarme?
Rodel desvió una fugaz mirada hacia Shana y estrechó la
boca.
—No estáis tan lejos de la muerte como pensáis.
Vanya clavó en él sus oscuros y grandes ojos de herencia
serendi.
—Mi hermano y yo estamos a la espera de conseguir el
438
apoyo de aquellos que todavía confían en el futuro de la casa
Eana. Su tío Kunt controla a los guardias. Cuando su
confianza en el muchacho se esfume, será el momento de
tomar el gobierno de la ciudad y devolveos al lugar que os
corresponde.
—¿Cuándo será eso?
—Pronto, muy pronto. De momento, para que veáis que
mis palabras son ciertas, quiero mostraros a alguien que
lucha a nuestro lado para liberar a la princesa de Aukana.
Rodel se volvió hacia la puerta y chasqueó los dedos. La
puerta se abrió y un desconocido encapuchado atravesó el
umbral. Caminaba encogido, con el cuerpo menudo y delgado
bajo una pesada pelliza que lo ocultaba de ojos extraños.
Entró en la estancia y se plantó frente a Vanya. El agua
resbalaba por los hombros de su capote y goteaba en el suelo.
Se deshizo de la capucha y Vanya reconoció su nariz
ganchuda, el rostro apuesto aunque bobalicón, cargado de
falsa seguridad, y los ojos saltones que sonreían al borde del
llanto emocionado.
Dio un salto sobre el recién llegado y lo rodeó con sus
brazos.
—¡Oh, Pykewell! —murmuró la princesa a su oído con los
ojos cerrados y la voz trémula—. ¡Mi buen Pykewell!

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CAPÍTULO 34

—Escarcelas —ordenó Majal.


El pequeño Kurt Raijkolá se volvió hacia el armero y
recorrió con la mirada todas las piezas metálicas. Estaban
ordenadas por pares y tamaños, las menudas en la parte
superior, las más grandes abajo. Los candelabros estaban
repletos de velas retorcidas y las sombras acariciaban la
realidad y dejaban una huella cálida y suave en las cosas.
Kurt lanzó la mano hacia una de las planchas metálicas, dudó
un instante, y volvió la vista a Majal.
—Eso es un guadarreme —dijo al tiempo que negaba con
la cabeza en actitud severa—, se pone detrás. He dicho
escarcela.
El muchacho bajó la vista, avergonzado, y devolvió la
pieza en su lugar con delicadeza. Se devoró los labios, dejó la
mano en el aire y, con decisión repentina, tomó una pieza
grande y curva. Majal asintió y esbozó una sonrisa casi oculta
bajo el bigote, a lo que Kurt resopló lleno de satisfacción.
Caminó de vuelta hasta su nuevo amo y comenzó a asegurar
las correas de la escarcela al peto metálico de su armadura,
justo bajo el vientre, con la coquilla metálica en el centro,
sobre las ingles, hasta medio muslo.
—No has hecho esto muchas veces, ¿verdad? —preguntó
Majal mientras el pequeño pasaba la cincha de cuero y
comprobaba la fijación de las piezas.
—Esta es la segunda vez, mi señor —respondió el
muchacho con la lengua atrapada entre los dientes—. La
primera fue cuando despedimos al rey Khymir.
—Espero que la historia no se repita —masculló Majal y
el escudero levantó la vista con una incógnita bajo las cejas.
—Yo debería haber estado con él, mi señor —explicó Kurt
y continuó con su labor—. El rey consideró que no podía
acompañarle a la guerra y dispuso que aguardase su regreso
en Kivala.
—¿Cuántos años tienes, Kurt?
—Cumpliré nueve la próxima primavera, mi señor —dijo
antes de bostezar.
—Comprendo que Khymir te obligase a quedarte en
Kivala. Todavía eres muy joven para vivir una batalla. Hay
cosas que es mejor verlas de adulto o, simplemente, no verlas
nunca.
—Pero señor —protesto él—, el lugar de un escudero está
junto a su amo.
—¿Hubieses preferido estar junto a Khymir en la ribera
del Adah Nah?
—Por supuesto, mi señor. Era mi obligación.
440
—¿Sabes que el rey murió en esa batalla, verdad, Kurt?
El menudo escudero lo miró de nuevo como si no
comprendiese la pregunta. Majal entreabrió los labios pero no
dijo nada. Lo observó de pies a cabeza y torció el gesto, entre
divertido y resignado.
—Tampoco te quiero a mi lado cuando los de Kjionna
asalten la ciudad. —Majal se adelantó a su réplica y continuó
con autoridad—. No lo intentes, nada me hará cambiar de
opinión. Si te veo cerca de las defensas o en cualquier sitio
peligroso ordenaré que te encierren con el ganado.
—Mi señor… —gimoteó tras ignorar el semblante de
Majal—. ¿Acaso me ordenáis que me refugie con las mujeres y
los niños?
—¡Tú eres un niño!
—Pero soy vuestro escudero —remugó con fastidio y los
hombros derrumbados.
—Y quiero un escudero vivo. No hay más que hablar.
Además, tengo una misión más importante para ti.
—¿Una misión? —Kurt se iluminó de repente.
—Primero trae las grebas —ordenó, cargado de paciencia,
y señaló a su espalda. Kurt cogió dos planchas de metal
recubierto de piel y se arrodilló a los pies de Majal para
colocarlas en sus piernas—. En mi ausencia, quiero decir,
mientras yo esté luchando en las murallas, quiero que cuides
de mi hermana.
Kurt dio un respingo y dejó la greba a medio ajustar.
—¿Queréis que proteja a la reina?
—Bueno, sí. Es mi única hermana.
—Ese es… un gran honor, mi señor —balbuceó,
impresionado, el muchacho.
—Por eso te lo pido a ti, Kurt —añadió con un tono
solemne en la voz.
—Podéis estar tranquilo, mi señor. Cuidaré de ella en
vuestra ausencia.
—Espero que no sea prolongada...
Kurt se puso en pie, de nuevo intrigado por los
murmullos de su amo, y Majal levantó una ceja y torció la
boca.
—¿Sabes que de donde yo vengo no se permite a los
chicos ser escuderos hasta los doce años?
—Arloth tenía doce años —replicó Kurt y Majal recordó al
joven Kaine que acompañó a Khymir a la batalla y se perdió
para siempre entre el fango y la sangre—. ¿Por eso permitió el
rey que lo acompañase y me dejó aquí en Kivala?
—No lo sé. Quizá fue esa la razón.
—Si no se puede ser escudero de un señor hasta los doce
años, ¿qué es lo que hacen los jóvenes?
—Estudiar —sonrió el fuerte serendi con un guiño
cómplice—. Los jóvenes de buena cuna están obligados a
441
estudiar historia, idiomas, matemáticas y filosofía. Después, si
su familia lo dispone, pueden entrar al servicio de un señor
que los instruya en la guerra.
Kurt pareció poco interesado por aquella posibilidad.
—No quiero parecer poco oportuno, mi señor —se
disculpó con reparo—, pero ¿de dónde sois, vos y la reina,
exactamente?
—¿Cómo? —se sorprendió de forma alegre tomó al chico
por la nuca y le agitó el pelo con fuerza—. ¿Mi escudero no
sabe nada de su amo?
El muchacho rio y se escabulló de la presa de Majal.
—Soy de Gaenor —continuó su explicación con una
rodilla en tierra y sus ojos en los del chico—. La raíz de la que
nace todo el imperio de Serende. La mejor y más hermosa
patria de Kanja. —Majal amagó una sonrisa bajo la sombra de
la melancolía—. El mar es un manto de piedras brillantes y
las playas son de arena blanca y rocas oscuras y afiladas
como la noche. La tierra es seca, como el viento del sur, y los
montes nacen de la piedra y desafían al calor con sus mantos
de pinos y cedros que impregnan todo de su resina amarga.
Gaenor es la ciudad más grande del mundo, y su muralla se
volvió mito mucho antes siquiera de que Aukana existiese. Su
extensión llega hasta el horizonte y, sobre ella, asoman
templos y minaretes coronados por cebollas de oro que
resplandecen como faros en la costa. Y sobre todos ellos, el
palacio del emperador, como una pirámide estrangulada por
jardines que ascienden hasta lo más alto, hasta la cima, presa
entre la calima que flota sobre la ciudad.
Kurt parpadeó varias veces y trató de imaginar la ciudad
que describía su nuevo amo.
—¿Puedo decir algo, mi señor? —preguntó el muchacho,
a lo que Majal asintió—. Con todos mis respetos, señor, pero
prefiero el método aukano.
—¿A qué te refieres?
—Escuderos a partir de los doce... —se explicó, apurado
—. Estudiar matemáticas y filosofía... En aukana formamos
mejores guerreros, señor, listos para la guerra.
Majal se cubrió con un repentino mohín taciturno, se
puso en pie y miró a su joven escudero desde arriba.
«Quizá así sea cómo habéis conseguido aquellos que os
gobiernan —pensó Majal—. Una jauría de sediciosos, podridos
de codicia que no merecen llamarse aukanos, pues ellos son el
verdugo de su raza. No hay peor enemigo para un aukano que
otro aukano. Esa es la verdad.»
—La guerra no lo es todo —concluyó, sombrío—. Quizá te
han enseñado a ser un hombre como tu padre, o como los
hombres que le precedieron, pero eso no te hará mejor, ni más
valioso para tu familia o tu patria. Lo importante es que
aprendas a tener la cabeza sobre los hombros. Algún día lo
442
aprenderás. —Majal tragó saliva y puso las manos en la
cintura. Tenía el gesto turbado y lleno de inquietud.
—Escucha —dijo tras un instante—. Si te ves envuelto en
la refriega... Quiero decir, si las tropas de Kregar entran en la
ciudad, te mantendrás cerca de la reina. No salgas al exterior
sin un escudo. Y si te encuentras en un combate, escabúllete
tan rápido como puedas. —Levantó la mano, como una
amenaza que detuvo la réplica del muchacho—. ¡Escucha!
Eres pequeño, así que te resultará más fácil escapar que
luchar. ¿Sabes cómo debes esquivar un ataque?
Kurt movió la cabeza a los lados, haciendo pucheros con
los labios.
—Si da un golpe cruzado salta hacia su escudo, si lanza
un tajo abierto, esquiva siempre hacia el brazo armado de tu
adversario —explicó Majal—. ¿Comprendes? Si lo haces antes
de que te golpee, encontrarás su flanco y él te perderá de vista
un instante. Después, huye. ¿Lo has comprendido?
El joven escudero bajó el rostro y dejó escapar un
susurro.
—Bien —dijo Majal con firmeza—. Ahora dame los
guantes, Kurt.
El escudero se volvió, cabizbajo, y le acercó los gruesos
guanteletes de piel cubiertos de malla metálica. Después lo
observó con detenimiento y miró al armero tras él, repleto de
piezas que todavía aguardaban en su lugar.
—Todavía no estáis listo, mi señor.
—No voy a necesitar todo eso, Kurt —objetó Majal
mientras aseguraba los guantes a su cinto—. Convertirme en
un trozo de metal no me librará de las heridas. Prefiero
sentirme ligero a embutirme como una fortaleza andante;
además, no tengo pensado recibir ningún ataque por la
espalda.
Kurt lo miró con curiosidad mientras él estiraba las
cinchas y correas de la armadura. Vestía un peto metálico,
con un cuello picudo a modo de gorjal, adornado con el delfín
de su nombre al pecho, las hombreras ligeras, bruñidas y
cubiertas de un fino diseño acuático, brazales de cuero,
escarcelas de láminas y grebas bajo el botín. Levantó las
piernas hacia el pecho y giró la cintura para comprobar la
capacidad de maniobra que le permitía su atuendo de guerra.
Desplegó los brazos a los lados y se golpeó con fuerza en los
hombros, esperando, quizá, que el metal se volviese uno con
su carne y desapareciese la molestia de verse cargado de tanta
malla y lámina.
Majal asintió, satisfecho, con la boca convertida en una
fina línea bajo el frondoso bigote oscuro. Hacía mucho tiempo
que no se vestía para la lucha. En los últimos cuatro años se
había dedicado a hacer más soportable la anodina vida en
Kivala. Acompañar a Ikaris en su jardín, cabalgar con Vanya a
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lo largo del río, cazar corzos en los bosques aukanos; había
llevado una vida tan contemplativa y llena de desidia que el
recuerdo le devolvió una amarga sensación de reproche.
Desenfundó su cimitarra, la volteó varias veces y la detuvo
frente a su rostro. El filo estaba dispuesto, sin una muesca,
con las cicatrices del fuego en su espejo de plata. Majal
encontró sus ojos oscuros en el reflejo y vio al hombre en que
se había convertido.
Cuatro años son toda una vida para un guerrero.
Demasiado tiempo ocioso, entrenando, luchando con Honam y
los otros eunucos, practicando su estocada con peleles de
paja. A su edad debería haberse casado, o ser un gallardo
oficial en el ejército imperial, quizá gobernar una nave de
guerra en Gaenor. Sin embargo, allí estaba, entregado a la
misión de proteger a su hermana, algo que había estado
esperando durante años, algo que temía llegara a pasar.
Volteó la cimitarra de nuevo y Kurt saltó atrás con una
exclamación contenida. Recorrió el filo con el pulgar, en una
caricia lenta y cálida. Recordaba la última vez que había
matado a un hombre con aquella arma. Frente a las costas de
Zetnos; el sol brillaba en lo alto, el agua era verde, tanto como
la hierba en el norte, y las naves de Gaenor habían abordado
las galeras piratas de Coru'aq. Pasó la lengua por los labios y
sintió el sabor del salitre y el sudor, del miedo y la excitación
ante los gritos y las provocaciones desde el barco enemigo.
Majal detuvo su pulgar en la afilada punta de la cimitarra. La
última vez que aquel acero penetró en la carne, partió huesos
y sesgó la vida de un hombre, él no era el hermano de la reina
aukana, luchaba por el emperador, por Serende y su ley. Fue
diferente, como una obligación de la edad, del ímpetu guerrero
y el hambre de conquista. Después de cuatro años en Aukana,
la flema juvenil se había convertido en un pasajero perdido en
el tiempo. Ahora era Majal de Aylin, hermano y protector de la
reina Ikaris. Ya no habían piratas en las cálidas aguas del sur,
no más reyezuelos rebeldes a la autoridad del emperador o
escaramuzas en la frontera de Hainam. En esta ocasión, si
perdía, ella moriría y todo lo otro dejaría de tener sentido.
—Lleva mi arma al herrero y que le repase el filo —ordenó
tras un suspiro evadido.
Kurt asintió y tomó la vaina de la cimitarra entre sus
manos, como si fuese un arma de exhibición o una reliquia de
tiempos remotos. Trotó hasta la puerta con su aspecto frágil,
torpe pero entregado, y la puerta se abrió frente a él. Afuera el
pasillo estaba oscuro, y el maestro Tiro Freydel apareció tras
un candil de mano. Sonrió al muchacho, pero las sombras
corrieron por su rostro y alargaron las facciones, dándole un
aspecto desfigurado y grotesco. El escudero se abrazó a la
espada de su amo y se escurrió por la abertura antes de
desaparecer a la carrera en la oscuridad.
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El hombre cerró tras él, con delicadeza, y se quedó con
la espalda contra la madera. La llama titilaba bajo su rostro y
ocultaba su expresión; a momentos parecía esgrimir una
ladina sonrisa que se esfumaba y dejaba paso a la turbación y
el sueño.
Majal se volvió hacia el arcón que tenía tras él y tomó un
grueso cinto de cuero.
—¿Qué es lo que quieres? —preguntó mientras ajustaba
el cinto en torno a su cadera, bajo el peto de la armadura.
—Pronto amanecerá —murmuró Freydel.
—Lo sé.
—Los hombres esperan en sus puestos —anunció en un
murmullo, casi con timidez—. Hay bastante movimiento en las
filas de Kikkuril. Pronto se lanzarán al asalto...
—Y yo estaré allí para detenerlos, junto con todos los
valientes que quedan en esta ciudad.
Freydel masticó las palabras de Majal e ignoró el tono de
aquella puya.
—Debes poner freno a esto...
—Solo soy un guerrero —objetó él antes de colocarse la
capa sobre los hombros—. Me temo que, en esta ocasión,
dependemos tanto de los dioses como del acero de nuestras
armas o la determinación que las empuña.
—No me refiero a la batalla. —Freydel dio un paso al
frente y se encogió antes de bajar la voz—. La guerra. Hay que
detener la guerra.
—Si encuentro a Kikkuril en la empalizada puedes dar
por seguro que su cabeza adornará los pendones de mi
hermana, la reina. —Tomó un puñal corto pero grueso, con
una funda sencilla teñida de azul claro, y lo colgó de su cinto
—. Si eso te sirve, es un buen principio para acabar con la
guerra. Lo otro quedará en manos de los aukanos. Aunque,
con los misinios encima, creo que tienen suficientes
problemas como para celebrar la muerte de ese traidor de
Kjionna.
—No. —Su voz estaba reseca y quebradiza—. No es eso.
Aunque ayudaría… Sería una gran noticia, pero no es eso.
—Soy un hombre sincero y no me gustan los acertijos y
rodeos, maestro Freydel.
—Te pido que intercedas, en nombre de la cordura, y te
lleves a tu hermana lejos de Kivala.
Majal levantó la vista y se quedó congelado, sin
pestañear, con una mano detenida en el broche de su capa y
la otra junto al puñal que pendía de su cinto. Freydel tragó
saliva y su nuez se desplazó arriba y abajo de forma
exagerada. Desvió la mirada hacia el arma del serendi y, con
un titubeo, dio un paso más.
—Sabes que es la única manera de evitar el saqueo de
Kivala y ahorrar sufrimiento a este pueblo que ya ha padecido
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bastante —explicó Freydel en un susurro—. Toma a tu
hermana, cruzad el río y acogeos a la oferta de Hativ Kirkuk.
Allí estaréis a buen recaudo hasta que todo pase.
—Sabes lo que piensa la reina al respecto.
—También sé lo que piensas tú, Majal —insistió, crecido
ante las dudas del serendi—. Esta guerra no tendrá un rápido
desenlace. Los misinios han cercado a Jornealven en la
ciudad de plata, y no tenemos noticias de Porkala y Rajvik.
Los Eana de Ylarnna no responden a nuestras misivas y, si es
cierto lo que dicen, tienen a la princesa Vanya con ellos.
Kregar está a nuestras puertas, pero no es el menor de
nuestros males.
—¿Me estás diciendo que entregue a Kregar Kikkuril la
ciudad y la corona de Aukana?
—Sí.
Majal cerró el puño y dio un largo paso hasta el
consejero. Pero en lugar de golpearlo lo aferró por los ropajes.
—Si mi hermana se entera de esto te hará desollar y te
arrojará a los cuervos.
—Pe... pero —tartamudeó el consejero, que a punto
estuvo de dejar caer el candil—, es lo mejor. Esa misma idea
ronda tus desvelos. Tu hermana estaba atada al reino por
Khymir, pero una vez muerto...
—¡Muestra un respeto! —lo sacudió y lo empujó contra la
pared—. Es tu reina y hablas de mi cuñado.
Tiro Freydel trató de contener el temblor de sus labios,
así que hincó la barbilla entre el voluptuoso cuello de su
manto, y continuó sin mirar a Majal.
—Si la reina se retira no habrá batalla. —Su voz apareció
plana, sin emoción alguna—. Kregar se nombrará rey y quizá
Khymil Eana haga lo mismo, o exija su derecho al trono si es
cierto que Vanya está con él. Ocurra lo que ocurra, la guerra
seguirá su curso y con el tiempo el Consejo Auko se reunirá y
tomará una decisión. Un consejo al que la reina puede asistir
como viuda del rey Khymir. —Freydel, esta vez sí, miró
fijamente la oscura profundidad de los ojos de Majal—.
Aceptad salir de Kivala ahora y continuaréis vivos. No seáis
victimas del orgullo. Solo de esta manera salvaréis vuestra
vida y la de la gente de Kivala. Dejad que los aukanos se
encarguen de los asuntos de Aukana.
Majal respiró con pesadez y, poco a poco, dejó marchar a
Freydel. Se retiró un paso y movió los ojos de un lado a otro,
con los brazos frente al pecho y un pellizco en el bigote.
—Mi hermana nunca lo aceptará —dijo a media voz—. Ya
la oíste frente a sus fieles. Prefiere morir que doblegar su
orgullo ante el hombre que traicionó a su marido. Una cosa es
huir con la corona sobre la cabeza, la otra es escapar y
renunciar a todo. Ikaris no aceptaría ninguna de las dos
opciones. ¿Piensas que puedo convencerla? No es fácil razonar
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con ella, apenas me escucha. La muerte de Khymir, la guerra,
Vanya desaparecida y ahora las noticias de Ylarnna. Su
confianza se derrumba, ha sufrido mucho.
—Pues pon fin a su sufrimiento y muéstrale una salida —
añadió Freydel—. Aceptad la oferta de los Kirkuk y dejad que
pase el tiempo. Todo lo otro solo empeora la precaria situación
del reino. Y, creedme, yo quiero lo mejor para Aukana.
El protector de la reina dio un respingo y levantó una
ceja, quizá insultado por aquel último comentario de Tiro
Freydel. La determinación en el rostro del viejo lo detuvo y le
hizo pensar en su hermana y en la posibilidad de no poder
protegerla durante mucho tiempo en aquella ciudad
condenada.
—El orgullo no es buen consejero, hazle comprender eso
a tu hermana —continuó el aukano con una furtiva postura—;
los hombres hablan y no aguantarán mucho más a su lado.
La lealtad tiene un límite y la dinastía Kaikú está acabada. Ya
no tiene nada que ofrecer. Hay que saber retirarse para
obtener rédito de cada situación. Es lo que intenté hacerle
comprender a la reina. Está en grave peligro. Quizá no hoy,
pero llegará el día en que os encontraréis la puerta de la
ciudad abierta y despertaréis con un cuchillo en el gaznate...
Un fuerte empujón devolvió al viejo contra la pared y, en
esta ocasión, el candil saltó por los aires y salpicó todo de
aceite derramado.
—¡¿Me estás amenazando?! —exclamó Majal con el
antebrazo hincado bajo la papada de Freydel.
—No... no... —graznó entre espasmos asfixiados—. Pero
es lo que puede pasar... sabes que pasará. Y entonces sí que
será el final para ambos. Esta ciudad no es segura para
vosotros, pase lo que pase.
Majal, llevado por un sentimiento turbador, soltó a
Freydel con un nuevo empellón carente de fuerza. Se mordió
los labios y, de un manotazo, lanzó un casquete metálico que
yacía sobre el armero hasta el otro extremo de la habitación.
Rugió, aunque en el estómago de su furia el temor lo contenía.
Un pavor atroz a fallar, a sentirse inútil y prescindible.
Durante cuatro años se había dedicado a proteger a su
hermana, a guardar sus espaldas de nada. Había servido
como confesor, como consorte y acompañante, pavoneándose
frente a las criadas y las hijas de aquellos nobles que ahora le
daban la espalda. Se llamó hermano y protector de la reina.
Había pronunciado su nombre, con la boca desbordada de
soberbia, durante cuatro años. Cuatro años de desdén hacia
los aukanos, de postergación y desaires mutuos.
—Es la primera vez que realmente me necesita —
murmuró abrazado a la penumbra de las velas—. Por primera
vez necesita de mi protección... y yo no puedo hacer nada.
El silencio se adhirió a su consciencia, como una viscosa
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y molesta segunda piel. Freydel respiraba de forma agitada, a
pequeños sorbos y dirigía su expectación hacia el sombrío
Majal. La mecha de una de las velas chisporroteó, bailó a los
lados y, con ella, toda la estancia cambió durante un instante.
Majal miraba al suelo, dio dos pasos y el diseño papelonado
de su capa también se volvió una extraña forma que
disimulaba su silueta. Se detuvo con las manos en la cintura,
masticando pensamientos y reproches, nefastos presagios que
acudían a su mente.
De repente ambos hombres levantaron la cabeza.
Intercambiaron una mirada encubierta por la duda y
tendieron la oreja de nuevo.
—¿Qué es eso? —preguntó Freydel con el espanto
tatuado en el rostro.
Majal cerró los puños con fuerza y mostró los dientes.
—Tambores —dijo—. Tambores de guerra.

El amanecer era una bruma triste que enterró Kivala en un


mundo muerto e irreal. La bóveda cavernosa sobre sus
cabezas parecía estar tan cerca que los alrededores de la villa
se incrustaban en las nubes y dejaban jirones de niebla aquí y
allá. Los campos cercanos se habían vuelto un animal
fustigado por las idas y venidas del ejército a sus puertas. A
un centenar de varas el fango oscuro había sustituido a la
hierba y había parapetos y trincheras improvisadas a las que
asomaban afiladas picas. Los soldados esperaban, armas en
ristre, frente a los pendones ajedrezados en plata y carmesí
abandonados por la brisa. En tierra de nadie, un grupo de
cuervos graznaba y brincaba de un lado a otro, consagrando
el lugar a Vedo y su próximo festín de almas.
Todos se apartaron al paso de Majal. La capa ondeaba
tras él, salpicada de fango, como una enseña de los colores de
su patria, plata y aguamarina. Caminaba con la vista puesta
en el frente, directo a la empalizada tras la que aguardaban
los arqueros. Con el yelmo puesto parecía un codo más alto.
Era una fina pieza de orfebrería que simulaba un delfín
asomando a la espuma marina. Se ceñía a su cabeza hasta el
cuello, y cubría los lados de la cara, oculta tras una larga
cruceta hasta la barbilla. Escuchaba su propio bramido como
si cabalgara en un animal salvaje, imparable. Rodeado de
rudos guerreros aukanos, con sus jacerinas de cuero, los
casquetes de metal y las hachas largas, el hermano de la reina
destacaba como un lirio entre cañas y barro, una divinidad de
la guerra venida desde el lejano sur.
Kurt apareció a la carrera, dando resbalones y
malabarismos, con la espada de Majal en alto. Esquivó unos
cestos con flechas y pasó entre las piernas de algunos de los
hombres de armas. Resollaba cuando llegó frente a su señor y
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le ofreció su cimitarra. Majal le tendió la cintura y el
muchacho pasó los correajes de la funda alrededor del cinto;
después tiró bien fuerte y dejó que Majal comprobase su
labor. Se plantó con un gesto expectante, trémulo por los
nervios y la ansiedad. Los tambores todavía resonaban en la
cercanía.
—¿Cuál era tu misión? —preguntó Majal, cargado de
seriedad.
Kurt dio un respingo y se llevó una mano a la cabeza
antes de salir corriendo.
—¡Proteger a la reina! —gritó antes de desaparecer.
Majal se ajustó los guantes y caminó, seguido por sus
oficiales, hasta el deficiente adarve de la empalizada.
El ejército de Kregar se había dispuesto en una media
luna frente a Kivala. No resultaba fácil calcular el grueso de
sus tropas pero, a buen seguro, superaban con creces a los
defensores de Kivala, quizá en una proporción mayor de diez a
uno. Majal observó la disposición de los hombres. Un grueso
grupo de infantería pesada se agolpaba en el centro de la
formación, hombres armados con hachas y espadones, y tras
ellos un millar de lanzas asomaban como un bosque en
formación. A los flancos, una mesnada de campesinos y
mercenarios, lobeznos de la guerra que aullaban y levantaban
las armas sobre sus cabezas. Majal no prestó mucha atención
a sus provocaciones y amenazas a voz en grito. Su
preocupación se enquistaba en los centenares de caballeros
que montaban tras la primera línea del ejército. La famosa
caballería de Kjionna: una hueste de diestros jinetes que, a la
manera misinia, montaban corceles recios y poderosos,
imparables cuando arrollaban al galope las tropas enemigas.
Jinetes y monturas se embutían en armaduras que les daban
un aspecto temible, bestias de metal afilado, púas y remaches
que rasgaban la carne y hacían trizas la valentía de cualquier
hombre.
—Son muchos —murmuró a su lado Eidean Kaikú,
aturdido por el miedo—, tal vez miles.
Majal se quedó mirando fijamente al sobrino del difunto
rey Khymir. Era un hombre barbilampiño, de rostro triangular
coronado por dos ojos enormes del color de la miel y una
frente diminuta cubierta por mechones ocres empapados en
sudor. Uno de los pocos Kaikú que no había marchado a la
muerte junto al rey debido a unas oportunas fiebres que lo
postraron en cama el día de la partida. De todas formas, el
destino alcanza a todos, y tal y como un monje de Vanaiar
vaticinaría: no se puede escapar a la guerra. Eidean había
entregado al reino a sus dos únicos varones; Bred, el mayor,
en el desastre del Hoyo de Kansel, mientras que Ikko, el
menor, había marchado por orden de Khymir hacia Ylarnna y
Róndeinn. Demasiadas exigencias para un hombre que no
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estaba acostumbrado a dar, y menos a perder.
—Ponte el yelmo —ladró Majal e ignoró las palabras del
noble.
Doar Kaikú apareció a su espalda y se apoyó en las
afiladas estacas que cubrían la parte superior de la
empalizada. Su padre, Lossar Kaikú, primo de Khymir, había
muerto junto al rey y su cuerpo había sido devuelto dos días
antes de que el cadáver ultrajado del monarca fuese arrojado
a los pies de Ikaris. Podría haber sido considerado un
escudero de no ser por sus armas, pues era un hombre de
aspecto juvenil y vivaz. Tenía los ojos almendrados, como su
tío Eidean, pero el mentón amplio, recortado por una fina
barba color heno.
—¿Veis toda esa caballería? —señaló Majal con el brazo
en alto—. No sirven para nada. Serán del todo inútiles cuando
intenten tomar la empalizada. Es por eso por lo que debemos
aguantar su envite. La infantería de Kregar es limitada, y sin
armas de asedio ni escalas, esos caballeros no dejarán sus
monturas para resbalar en el fango y morir aplastados.
—Es cierto —farfulló Eidean con una sonrisa nerviosa—,
no puede utilizar la caballería.
En ese momento lo descubrió entre sus caballeros.
Seguido por un heraldo montado que portaba su estandarte
con el halcón y la espiga sobre campo ajedrezado en plata y
gules. Kregar Kikkuril montaba un alazán acorazado de testa
a grupa; trotaba seguro de sí mismo, sin yelmo, con el pelo
tostado y salvaje acariciando sus hombros. Majal distinguió
las enseñas de los Krim y los Hale junto a la de Kikkuril, pero
también la liebre y el trébol de los Keikuril de Campollano.
Pronto la sangre sería el precio que unos y otros pagarían
para saldar sus deudas de lealtad, y él se encargaría de cobrar
la cantidad exacta, en nombre de su hermana.
—Creo que lanzará un asalto directo contra la
empalizada. —Majal continuó su explicación sin apartar la
mirada de la hueste enemiga y su amenazante bramido—. No
tengo a Kregar por un estratega, ni por un tipo paciente. Es
un jinete, un hombre de caballería que está acostumbrado a
tomar aquello que quiere cuando lo quiere. —Se volvió hacia
ellos y una sonrisa apareció tras su yelmo—. Quizá eso le
cueste la victoria.
Los tambores aumentaron su ritmo y la turba armada
abandonó los parapetos y las trincheras y corrió a través del
campo frente a Kivala.
—¡Ya vienen! —exclamó Eidean con una mueca
espantada.
Cientos de hombres gritaban y corrían sobre la tierra
blanda. Desde la distancia se podían adivinar los rostros
desencajados en su aullido, y tras ellos la línea de lanceros
que los perseguía.
450
—¡Corredor! —gritó Majal.
Un muchacho espigado, con la cara salpicada de pecas y
los labios tan transparentes como la piel, apareció a su lado.
No era mucho mayor que Kurt, pero su padre había nacido
plebeyo, y sin armas ni formación, aquel era el mejor y más
seguro puesto al que podía aspirar.
—¡Ve a la puerta del mercado. Dile al oficial que envíe dos
tercios de sus hombres a la empalizada y el resto que espere
en la puerta Oeste! —El chico salió a la carrera con su
mensaje y Majal se volvió hacia el adarve de troncos—.
¡Arqueros! ¡Cargad y esperad mi orden!
Durante los días anteriores habían marcado el perímetro
de la ciudad en vista a planificar las oleadas de proyectiles
que podían disparar. Para mayor pesar de Majal, los arcos
aukanos eran recurvos y cortos, en lugar de largos y rectos
como el arco misinio. Un arma de aquellas características
permitía maniobrar bien montado en un caballo y era efectivo
y rápido en las distancias cortas, pero apenas alcanzaba los
sesenta pasos de distancia. Eso les permitiría disparar una
vez durante la carga del enemigo y otra más cuando los
hombres trepasen la primera pendiente.
—¡Esperad! —exclamó Majal con la vista puesta en la
turba que se les venía encima.
Los arqueros se parapetaron a lo largo de la empalizada,
tensaron la cuerda y apuntaron dos palmos sobre el
horizonte. Afuera el tremendo berrido de los guerreros que
corrían hacia ellos se escuchaba cada vez más y más cerca.
—¡Esperad! —repitió Majal con la mano en alto.
Había un murmullo en los aukanos que esperaban tras
los arqueros. Labios que pronunciaban pensamientos,
gemidos, oraciones a dioses que se tenían olvidados. Rechinar
de dientes y rugidos apagados, contenidos al aferrar con
fuerza el mango de una maza y cubrir el cuerpo tras un
escudo redondo. Ojos abiertos y sudor maloliente y acre que
empapaba el pensamiento por el que se deslizaba una única
figura, la muerte.
—¡Disparad! —gritó Majal al dejar caer el brazo.
Un chasquido repetido cien veces detuvo la respiración de
todos. Las flechas trazaron su recorrido y, tras un instante
eterno en que nadie pestañeó siquiera, cayeron sobre los
hombres que cargaban contra la empalizada de Kivala. La
lluvia de dardos atravesó la carne y rompió huesos. Algunos
cayeron con una saeta en el pecho, cruzando su muslo, con el
rostro cubierto de sangre y las manos en alto. Pero los gritos
de los heridos apenas llegaron a destacar sobre la turba
enfurecida.
—¡Cargad! —ordenó Majal. No tendrían más que otra
oportunidad.
La primera fila de los de Kjionna llegó al primer socavón y
451
comenzó a trepar por la empinada y resbaladiza cuesta. Tras
esta primera pendiente un pequeño foso obligaba a los
asaltantes a exponerse a los arqueros de la empalizada.
Después debían trepar un nuevo rescoldo de tierra y fango,
antes de quedar atrapados entre un último foso y la débil
muralla de madera.
—¡Disparad! —gritó cuando asomaron al foso.
En esta ocasión las flechas silbaron y causaron estragos
entre los atacantes. Los cuerpos desaparecieron rápidamente
bajo la marea que trepaba a trompicones por la pendiente. A
escasos seis pasos de distancia, Majal podía distinguir la
locura salvaje del hombre que se lanza a matar o morir,
empujados a la violencia tribal, al exterminio de un enemigo
oculto tras un emblema diferente, a pesar del mismo idioma,
historia y raza. Algunos ataviados con simples armaduras de
piel sin curtir, con los rostros pintados con yeso y la
apariencia de fantasmas nórdicos. Los lanceros vestían largos
chaquetones reforzados y un cinto con correajes metálicos en
que hincaban el contrapeso de su pica cuando formaban un
muro de acero sobre las cabezas de sus compañeros.
Entonces los ganchos volaron sobre las primeras filas y
cayeron del lado de Majal.
Decenas de ganchos metálicos de los que pendían
gruesas sogas se engancharon en la empalizada. A falta de
escalas, los hombres comenzaron a trepar por las cuerdas,
empujados por los gritos y las manos de los otros.
—¡Cortad las cuerdas! —ordenó Majal a los defensores—.
¡Cortad las cuerdas!
Los arqueros se retiraron cuando los filos asomaron a la
empalizada. Se lanzaron piedras y escombros que aplastaron,
con un crujido explosivo, los cráneos de los más valientes.
Pequeños combates aparecieron a lo largo de la línea
defensiva. Majal daba tajos a las estocadas que le lanzaban
los lanceros desde abajo, esquivaba y buscaba el lugar en que
los atacantes asomaban su amenaza. Un grupo de aukanos se
enzarzaba a pocos pasos mientras varios hombres habían
conseguido saltar al adarve. Se formó una tangana aquí y otra
allá; con gran estrépito estalló un clamor de gritos y órdenes
que nadie escuchaba. Los arqueros disparaban una y otra vez
sobre la misma empalizada, en los lugares en que los
defensores se habían visto desbordados.
La cimitarra de Majal trazaba un arco de luz cada vez que
silbaba sobre las estacas afiladas de la empalizada.
Seccionaba un cráneo a la altura de los ojos, cercenaba
miembros, abría el pecho de hombro a hombro, mientras él se
dejaba llevar por la locura de la batalla. Los aullidos se
volvieron un murmullo lejano y ya no vio nada que no fuera
su escudo a un lado y el arma, arriba y abajo, como un
latigazo que sacudía su brazo. Sangre en sus manos, sobre la
452
madera, a sus pies. Sangre en sus labios y en la garganta.
Había olvidado el olor de aquel caldo, tan penetrante y
empalagoso, avasallador hasta violar los sentidos.
El fuerte golpe lo hizo volver en sí. Miró su escudo y la
mitad superior había sido desintegrada por un fuerte hachazo.
El arma todavía se encontraba incrustada en la madera y un
soldado enorme con largas trenzas oscuras trataba de
liberarla. Majal se retorció, dobló las rodillas y destripó al tipo
con un hábil movimiento de espadachín. Los intestinos
escaparon de entre las manos del moribundo que cayó hacia
atrás con expresión bovina y un hilo de saliva descolgado de la
barbilla. Majal arrojó el escudo a un lado y saltó sobre la
empalizada, partió el asta de una pica de un golpe a dos
manos y pateó a otro invasor en los riñones.
El combate se había convertido en un torbellino de golpes
y aullidos, gritos y empellones para repeler a los asaltantes.
Como una ola rompiente que se desparrama sobre el malecón,
hombres y armas eran aplastados por el empuje de sus
compañeros. Majal y los suyos se multiplicaban para dar un
golpe de pica, cortar las sogas, hincar el arma entre la
empalizada, desmenuzando la carne anónima de la
marabunta. El tiempo y el espacio desaparecieron, sustituidos
por el confuso griterío de mil rostros que iban y venían.
La empalizada resistía. La mayoría de asaltantes se
habían quedado atrapados en el último foso y se entorpecían
en su esfuerzo por alcanzar la frágil muralla de troncos. Majal
cortó una de las sogas que habían servido como apoyo en el
asalto.
«Si tuviese más hombres —pensó—, solo si hubiese
tenido unos pocos más podríamos darle a estos halcones su
merecido.»
Corrió por el adarve y reagrupó algunos de sus hombres.
«Podemos ganar —se repitió—. Podemos hacerlo.»
Escuchaba su propia voy y la sentía ajena, dando
órdenes, señalando un extremo. Trepó por una escalinata,
tomó una de las lanzas caídas en el suelo y atravesó a un
hombre que saltaba el muro. Lo ensartó por el vientre y lo
arrojó sobre la multitud que se agolpaba abajo.
Las trompetas sonaron y alguien comenzó a dar voces.
—¡Se retiran! —escuchó—. ¡Se retiran!
Saltando sobre los cuerpos muertos, atropellados en su
huida, heridos, cubiertos de fango, la tropa de Kregar se
alejaba como alma que lleva el diablo. Majal levantó el arma
en el cielo y se sintió poderoso viendo las espaldas de sus
adversarios, observando los charcos de sangre y vísceras, los
moribundos abandonados en el foso. Tras él un clamor estalló
victorioso y le tomó un momento percibir su propio grito,
rasgando su garganta. Encontró los ojos de Doar, enrojecidos
y fuera de sí, pero no vio a Eidean y pensó que quizá había
453
resultado herido. Miró alrededor, caminó unos pasos por el
adarve sin saber muy bien qué buscaba, y entonces el júbilo
se volvió llanto.
Una ola de flechas cayó sobre la empalizada de Kivala.
Los dardos susurraban como demonios antes de incrustarse
en el suelo, estacarse en los tejados, en los cuerpos de los
muertos y en los de los vivos. Majal se tiró al suelo y se
arrastró hasta la parte baja del muro. Eidean Kaikú, estaba
tendido a su lado, con una saeta atravesando su cara, de lado
a lado, los ojos vueltos a la nada y la lengua sobre la barbilla.
Cuando el último proyectil se clavó en el suelo hubo un
instante detenido, congelado en el tiempo, hasta que el sollozo
de los moribundos rompió el hechizo. Todos comenzaron a
salir de sus coberturas y correr de un lado a otro, socorriendo
a los heridos, buscando amigos y compañeros. Majal se puso
en pie y contempló la amarga victoria que había conseguido.
¿Cuánto tiempo podrían aguantar?
Se quitó el yelmo y descendió hasta la entrada principal
de Kivala. En su camino los hombres lo saludaban con una
mirada que no podía interpretar. Tal vez era fe, valentía, quizá
extrañeza al leer los ojos de aquel extranjero que los
comandaba en nombre de un cuñado muerto. Si hubiesen
podido descifrar el duro gesto del serendi, ver los sentimientos
y certezas que se ocultaban en lo profundo de sus ojos. Sin
duda era una victoria amarga; un primer paso hacia el fin.
Detenido, miró alrededor. Los curanderos y sanadores
habían comenzado su labor, y muchos heridos eran atendidos
sobre el fango o desahuciados y abandonados a los sacerdotes
de Vedo. En un rincón, hecho jirones y empapado en agua
ponzoñosa, un estandarte de los Kaikú, con sus dos cisnes
blancos, yacía abandonado a su suerte.
—Ordenad a los hombres que recojan las flechas y
reparen las que puedan ser utilizadas de nuevo —dijo a sus
hombres, mirada ausente, casi en un murmullo—. Volverán a
atacar. Pronto.

454
CAPÍTULO 35

La Jarra Espumosa era una posada modesta junto al camino


de Arenoso. Construida en piedra y madera, se levantaba en
un repecho del camino, junto a un grupo de castaños y robles
de ramas casi desnudas. Tenía dos alturas, ventanas
pequeñas, y una techumbre de caña a la que asomaban tres
chimeneas de piedra. El viento nocturno arreciaba y golpeaba
la pared y las contraventanas a las que escapaba la cálida
claridad. La fina llovizna había empapado las hojas muertas y
la hierba junto al pozo, y formaba pequeños riachuelos que
corrían entre las huellas frente a la casa.
El jinete apareció de repente, al galope, con las luces de
Ylarnna tras él, flotando en la distancia de la noche. Detuvo
su montura y un chico joven, con un saco sobre la cabeza,
corrió desde un lado y tomó el bocado del animal. El
encapuchado se dio impulso con ambas manos y brincó
ágilmente a un lado. La capa onduló y formó un torbellino a
su alrededor, confundida con el mismo cielo cubierto sobre
sus cabezas. Después, el misterioso jinete aterrizó con los pies
juntos y las manos en la cintura.
El barro saltó en todas direcciones. Había caído en el
mismo centro de un profundo charco de agua enfangada. Una
maldición susurrada nació en lo profundo de su capucha al
observar sus botas sumergidas y los pantalones empapados.
Se sacudió el barro de la camisa pero no hizo más que
empeorar la situación y ensuciar sus guantes también. El
muchacho ignoró la fallida pirueta, tiró de los arreos y el
caballo respondió con un relincho que a Pykewell le sonó
malintencionado.
El bardo salió del charco y corrió, tal que si fuera un pato
con los muslos irritados, hasta la entrada de la hospedería.
Abrió apenas la puerta, hombros encogidos, como el sigilo
personificado escabulléndose en el lugar. Había poca clientela
en la taberna. Un par de viajeros en la barra, un solitario
hombre de armas, quizá mercenario en busca de una paga, y
media docena de habituales que esperaban el momento de
emprender el regreso a casa como una excusa para beber otra
pinta. Cerró la puerta tras él y observó con mirada aviesa a un
lado y otro. En un rincón, bajo las escaleras que subían a las
habitaciones, descubrió el rostro de Korvia junto a la exigua
llama de una vela. Pykewell guiñó un ojo y caminó hacia él de
la misma forma en que lo haría un gato.
Sin embargo había pellizcado la capa en el quicio a su
espalda. A los dos pasos la puerta se abrió de par en par, una
corriente de aire y agua arrastró la paja que cubría el suelo. Y
un potente relámpago iluminó la noche antes de que un
455
estruendo rompiese el cielo.
Todos se volvieron hacia él, incluido el tabernero desde la
barra y su mujer asomada a la cocina, o un tipo gordo que
salió de su habitación y descendió los primeros peldaños de la
escalera. Pykewell se encontró empapado y sucio, con la nariz
goteante y las botas tan húmedas como un lago. Levantó la
mano derecha y esgrimió una sonrisa que parecía el rictus de
un condenado.
—Bu... —tartamudeó—. Buenas noches.
Mirando a todas partes, sin dar la espalda a sus
espectadores, retrocedió y cerró de nuevo la puerta.
Asegurándose, esta vez sí, de no atrapar la capa o los dedos, o
cualquier otra parte de su cuerpo. Saludó con un movimiento
de barbilla a los parroquianos que todavía lo miraban con una
mezcla de espanto y repulsión, y caminó hasta la mesa de
Korvia.
—Misión cumplida —dijo al tomar asiento.
Skadi Korvia apoyaba los codos en la mesa y no levantó
la mirada cuando el bardo habló. A un lado tenía una jarra de
hidromiel que sudaba su contenido en un millar de escamas
brillantes. Vestía de negro, como era habitual en él, y la piel
de su cuello surgía de la nada hasta los anaranjados bucles
de su pelo. Tenía el color subido a las mejillas y una escasa
barba nacía en torno a su quijada.
—¿La has visto? —lo interrogó desde las cejas.
—Sana y salva. —Pykewell se inclinó sobre la mesa y
sonrió, satisfecho, aunque después borró la sonrisa y puso
cara de circunstancias—. Bueno, quizá con alguna
magulladura de más y unas cuantas libras de menos.
—¿Le han pegado? —Golpeó la mesa con el puño y el
bardo saltó en su asiento—. ¡Bastardos!
—No es nada grave —explicó tras mirar sobre su hombro
—. Un par de rasguños. La princesa Vanya siempre fue muy
inquieta. Al poco de llegar a Aukana, se rompió un brazo al
caer desde el techo de la herrería de Kivala. ¿Cómo llegó allí?
No hubo manera de que confesara y, creedme si os digo que,
el enfado del rey fue supremo...
—La cosa es peor de lo que pensaba —remugó a media
voz.
—Es Shana la que ha sufrido la peor parte —continuó
Pykewell—. Guarda cama con la mandíbula rota y fiebres muy
altas. Hoy mismo la ha visto un curandero...
Pykewell se calló cuando un chiquillo se acercó a la
mesa.
—¿Qué va a tomar, señor? —dijo el niño.
—¡Pequeño Tom! —exclamó Pykewell con una sonrisa y
dio unas palmaditas en el hombro del joven—. ¿No deberías
de estar durmiendo?
—Todavía no es la hora de cenar —objetó el chico en
456
actitud desconfiada—. Y me llamo Lars, señor.
Pykewell dio un respingo y arrugó una ceja.
—Claro —afirmó, meditabundo—, cada vez anochece más
temprano, Lars. En otro orden de cosas, ¿por qué no me
acercas una buena pinta de esa cerveza roja que tenéis por
aquí? —El muchacho se dio media vuelta y el bardo lo atrapó
por el cuello de la camisa y lo volvió hacia él—. ¿Podías traer
algo para picar? Sencillo o barato, o ambas cosas. Mejor que
sea barato. ¿Qué tal algo de queso y pan? ¿Tenéis embutido?
¿Y carne de jabalí o de ciervo? ¿Pichones encebollados?
¿Pescado? ¿Sabéis lo que es el pescado, verdad? Son como las
ovejas del mar, pero sin lana. ¿Tenéis algo parecido pero con…
patatas?
El bardo miró fijamente al niño mientras acariciaba la
yema del pulgar e índice y levantaba la prominente nariz.
—Mi madre ha cocinado unos muslos de pollo esta
mañana, puedo preguntar —dijo Lars.
—Los muslos de tu madre serán un festín delicioso en
una noche como esta, Lars.
Pykewell rio su ocurrencia, frotó el pelo del crío y lo
empujó de vuelta hacia la barra. Después movió la cabeza a
los lados con una sonrisa bobalicona que cubrió con un velo
de seriedad cuando apuntó con el dedo al muchacho que
marchaba.
—¡Pero que no se te olvide el queso! —gritó—. ¡Y que sean
dos pintas! ¡Con algo tendré que remojar esos muslos!
Cuando regresó su atención a la mesa, se encontró con
que Skadi se había recostado contra el respaldo. Aguantaba
su jarra con ambas manos y observaba, sin mirar, el borde de
barro cocido. Él carraspeó varias veces, hincó los codos en la
madera y no abrió la boca. Había tenido unos cuantos días
para conocer a Skadi Korvia, muchos más de los necesarios y
deseados, y sabía que era mejor guardar silencio cuando el
otro hablaba sin decir nada.
—Esas monedas que gastas —dijo en un murmullo—, no
son tuyas. Son del rey.
—Pe... —balbuceó el bardo—. Pero, mi señor. Gasto lo
justo e imprescindible. Vos sois mi testigo. Compré una
montura; la más barata que tenía aquel establo cochambroso.
Incluso me extraña que tuviese cuatro patas. Me pasé los dos
primeros días esperando que el pobre animal muriera entre
mis piernas. Rezaré porque no coja una pulmonía y acabe con
sus huesos en algún puchero. —Pykewell levantó un dedo y
continuó, solemne—. No podéis acusarme de manirroto o leve,
mi señor, no podéis. Aunque reconozco que años en la asura
real de Kivala dejan huella en el paladar de un hombre; algo
difícil de olvidar, si me permite...
Pykewell tragó sus palabras como quien deglute un trozo
de cuero mal cocido y se encogió bajo la furiosa mirada de
457
Skadi Korvia, desvió la mirada y chasqueó los dedos.
—Podría ser peor. —Torció la boca a un lado y Korvia
dejó caer la cabeza contra un hombro—. Podríamos estar
muertos.
—Esto no es lo que yo había planeado. —Dejó los ojos en
blanco y se pellizco una oreja—. Se supone que debía regresar
con la princesa y congratularme con el rey, después pedirle su
mano y arriesgarme, como siempre, a que me echasen de la
asura... ¡a patadas!
Pykewell abrió mucho los ojos, y su nariz se arrugó a
pesar de que no había olfateado nada extraño.
—Mi señor... —habló, lleno de sutileza desconfiada—.
¿Cuántas jarras habéis bebido hoy?
Skadi dio un par de golpes en la mesa y bucles tostados
cayeron sobre su frente.
—¿Quién puede decir que no a los buenos brebajes de
esta tierra? Estáis muy tenso —dijo Pykewell de repente—.
Deberíais relajaos, disfrutad de la bebida y descansad. Hemos
encontrado a Vanya...
—¡Baja la voz! —exclamó, entre dientes, Skadi—.
Estamos en guerra. Hay agentes de Kikkuril por todas partes.
No lo olvides, cualquiera puede estar escuchando.
—Hemos encontrado a Vanya —continuó en un susurro
— y tenemos un plan para rescatarla, además de aliados que
nos ayudarán. Todo marcha por buen camino. ¿Qué puede
salir mal?
—Todo ha salido mal, idiota. —Korvia enseñó los dientes
en una mueca amarga y sin casi despegar los labios—. Khymir
ha muerto. Kregar pone sitio a Kivala, y los misinios dominan
el norte del reino mientras los señores del sur deciden a quién
apoyarán en el nuevo orden que se avecina. Todo ha salido
mal. ¿Qué podemos hacer cuando rescatemos a Vanya?
¿Quieres ser tú quien le ofrezca un padre muerto y un reino
roto?
—En absoluto, mi señor, no sería capaz de darle tal
disgusto a Vanya. Soy cobarde de nacimiento, casi por
obligación profesional. La princesa no sabe nada y creo que es
mejor que permanezca en la ignorancia, por lo menos hasta
que consigamos sacarla de su presidio. Quizá deberíamos
dejar que sea su madre la que le dé la noticia.
—Eso si podemos regresar a Kivala. Y encima ese
ególatra pretende contar con su favor frente a las otras Casas.
¿Qué más se le ha pasado por la cabeza? ¿Casarse con ella?
Pykewell y Korvia intercambiaron una mirada repentina,
empujada por las palabras que despertaron un temor mutuo.
—Pe... Pero, eso no es posible.
—No, no lo es... Nadie podría creerlo. Aunque...
—¿Aunque? ¿Por qué decís aunque? No podéis dejar las
frases a medias cada vez que tenemos una conversación
458
trascendente, os da un toque enigmático, sí, pero resulta fatal
para mis nervios...
—Aunque dependerá de los apoyos que tenga Khymil —
afirmó con rotundidad Skadi—. Si está solo, todos, hombres y
dioses, se mearán sobre sus votos de recién casados. Si
decidiese hacer suya a Vanya, el matrimonio no tendría
ninguna validez. Pero si alguien gana con su unión... —Se
inclinó sobre la mesa y clavó un dedo en la madera—. Si hay
oro, plata, títulos, tierras, ganado o, simplemente, guardarse
de un mal mayor... si los poderosos lo respaldan. —Levantó su
pichel, lleno de sarcasmo—. Que vivan los novios.
La boca de Pykewell se descolgó para volver cerrarse en
un golpe seco.
—Sois muy negativo —dijo—. Deberíais estar feliz, mi
señor.
—¿Feliz? —Dejó con violencia su jarra sobre la mesa—.
¿Me tomas el pelo? Las cosas no podrían ir peor... Además, no
confío en esos cazaliebres.
—A mí no me parecieron mala gente, mi señor —objetó
Pykewell—. Los Lamakil quieren liberar a la princesa y acabar
con ese niñato engreído que los gobierna. Y, la verdad, no me
parece extraño. A veces los ratones matan al gato... no
siempre... nunca, de hecho. Y así funciona el mundo, unos
arriba y otros abajo. Es cuestión de poder, mi señor. Ellos
desean tomar el control de su ciudad y, de paso, liberar a la
hija del rey que está presa de su señor. ¿Cuál es el problema?
Unos gobiernan y otros vuelven a casa con la princesa.
—No son trigo limpio —bisbiseó mientras desviaba un
gesto evadido y cansado—. ¿Cuáles han sido sus
instrucciones a partir de ahora?
—Enviarán noticias cuando esté... —se mordió la lengua
y miró hacia la barra en actitud suspicaz—, el puchero
preparado. Tienen que reunir todos los ingredientes antes
encender el fuego y a nadie le gusta un puchero a medio
cocer. Servirán los platos en menos de tres días, a mucho
tardar. Parece mucho, pero requiere una cocción lenta.
Nosotros actuaremos de pinches, aunque lo importante es el
postre. Cuando salga del horno, ahí estaremos... —dio tres
golpes con los nudillos en la mesa y guiñó un ojo—, con los
brazos abiertos.
Korvia se derrumbó contra el respaldo de su silla y se
cubrió el rostro con la mano. Suspiró de forma paciente y
negó varias veces, después se llevó la jarra a los labios y la
vació de un trago, la levantó a lo alto y la volvió boca abajo.
—¡Marchando! —gritaron desde la barra.
El bardo miró a un lado y a otro con una sonrisa
inocente, se encogió de hombros y resopló con fuerza.
—¿Qué pasa? —preguntó al aire—. ¿He dicho algo malo?
En ese momento el pequeño camarero dejó sobre la mesa
459
una jarra de hidromiel para Korvia. Él le acercó la vacía y se
llevó la nueva al gaznate. Pykewell borró la sonrisa al tiempo
que se envaraba con el gesto indignado.
—¡Eh! ¿Qué hay de lo mío? —gritó hacia el muchacho
que marchaba de vuelta a la cocina—. ¡Joven Lars, quiero
esos muslos tan tiernos en mi mesa! ¡Ahora mismo!
Los parroquianos que estaban en la barra se volvieron
hacia Pykewell. Una jarra cayó a los pies del padre de Lars, un
tipo grueso con un bigote hasta el pecho, que ejercía de
propietario y tabernero. Y la madre, esa mujerona norteña de
piel sudorosa y trenzas rubias, se asomó de la cocina por
segunda vez.
Pykewell se mordió los labios. Poco a poco, puso los
brazos sobre la mesa y entrelazó los dedos. Arrugó la boca y
silbó una tímida nota. Cruzó las piernas y evitó mirar hacia
aquel muro de silencio que sabía tenía los ojos puestos en él.
—Es guapa —masculló hacia Korvia—. La madre digo,
claro.

Finalmente Pykewell disfrutó de su cena y sus pintas de


cerveza roja, aunque estuvo dudando por la procedencia de
un grumo con pinta de esputo mal disimulado sobre sus
muslos de pollo. No hablaron mucho más y él tampoco dio la
ocasión de entablar conversación. Korvia andaba
meditabundo, con ese aspecto siniestro y trágico que solía
rodearle. El bardo pensaba que si había algún posible
conspirador en aquella taberna, ese era Korvia. Cumplía todos
los requisitos para resultar un espía. Era reservado, siempre
cavilando, no reía nunca, carecía de sentido del humor y
vestía todo de negro. Eso no ayudaba mucho a limpiar su
imagen, si era lo que pretendía.
Sin embargo, Pykewell se encontraba feliz tras el
encuentro con Vanya. Gracias a Rodel y Eric Lamakil
pondrían fin a su cautiverio y después improvisarían algo. A él
siempre se le había dado bien improvisar, era su especialidad.
Por eso sabía que determinadas cosas no se podían planear.
En apenas una semana había pasado de huir con la princesa
de Aukana y cometer un grave acto de sedición, a convertirse
en héroe rescatador. Todo había cambiado. Ahora Kregar era
enemigo, el rey había muerto y Korvia era el único en quién
podía confiar. ¿Quién podía haber previsto algo así? Por esa
razón él nunca hacía planes, era la mejor forma para evitar los
desengaños del día a día.
Bebió un par de pintas más en espera de que la madre
del pequeño Lars abandonase la cocina. Pensó que quizá la
mujer necesitaba algo de atención, algo de poesía y ternura
que, evidentemente, no obtenía del gordo bigotudo. Aguardó
con las piernas cruzadas, la espalda recta y los dedos
460
tamborileando sobre la mesa en actitud de suficiencia. Sin
embargo, la mujer no apareció y él desistió al borde de la
borrachera. Korvia había encendido una pipa de la que
brotaba un fino humo dulzón y no tenía el aspecto que uno
busca en un buen compañero de juerga. Se despidió con una
farfulla ebria y subió las escaleras a trompicones. Una
retirada a tiempo era una victoria, y mañana sería otro día.
Se hospedaba en una buena habitación. No era la más
cara pero tenía una gran cama con colchón de lana.
Acostumbrado como estaba a la paja sobre el suelo junto con
otros criados, aquel catre le pareció un bajel mágico que lo
transportaba a costas de ensueño. Skadi había insistido en
tomar una habitación conjunta, pero él se negó y utilizó su
aerofagia como excusa. Unos pocos días de buen descanso no
harían daño a nadie, y menos a él.
Tomó un candil, torpemente, y tropezó al abrir la puerta.
Cerró de un taconazo y dejó la llama sobre una pequeña
mesa; no quería prender fuego a la posada y ya tenía
antecedentes en desastres similares. Recordó cierto
candelabro sobre unas mantas mientras él retozaba con una
cantante de grandes pechos que le pellizcaba las nalgas.
Ahogó una risa al recordar aquella mujer y sus maravillosas
ubres maternales. Se acercó a la ventana, abrió el postigo, se
bajó los pantalones y orinó hacia la tormentosa noche. ¿Cómo
se llamaba aquella cantante? Recordaba sus enormes pezones
rosados, pero no su nombre. Al fin y al cabo le pareció lógico
pues, sin ánimo de ofensa, habían sido ellos, y no sus dotes
con el canto, los que le abrieron la puerta de muchas tabernas
aukanas. Incluida aquella a la que Pykewell prendió fuego
durante un descuido en absoluto malintencionado.
Rato después, mal desvestido y a cubierto bajo las
mantas, con una mano en la entrepierna y la ebria sonrisa
perenne, soñó con aquellas buenas tetas y su cálido abrazo.

Cuando despertó hacía rato que había amanecido, aunque la


luz penetraba tenue y mortecina por los resquicios de la
contraventana. Se desperezó tantas veces como creyó
necesario y salió de la cama. Era una mañana fría y corrió
hasta la ventana con las manos bajo las axilas y los pies
encogidos. Abrió la ventana, se bajó los calzones y comenzó a
orinar al tiempo que suspiraba de placer. Solo había una
sensación comparable a la buena cerveza aukana entrando en
el cuerpo de uno, y esa era verla salir cuando lo requería. El
cielo era una costra de plomo que se reflejaba en los
numerosos charcos que llenaban las roderas y las huellas del
tráfico matutino. El pequeño Lars y el muchacho de las
caballerizas observaron boquiabiertos el largo chorro que salía
de la ventana y él los saludó con la mano libre, antes de
461
sacudírsela y desperezarse una vez más.
La taberna estaba muerta a aquella hora de la mañana.
Los viajeros de paso ya habían partido y los habituales no
volverían hasta la tarde. A media luz, la atmósfera cargaba
contra uno con el pesado hedor de las cenizas frías y la
cerveza derramada. La puerta de entrada se encontraba
abierta de par en par y un gato se colaba junto con la fresca
brisa otoñal. El tabernero esperaba solo, tras la barra, con un
trapo en el hombro y varias docenas de jarras frente a él.
Pykewell bajó las escaleras y descendió el último escalón de
un salto. El hombre levantó la vista, gruñó bajo el bigote y
volvió a su labor.
—¡Buenos días! —exclamó el bardo.
Ante la falta de respuesta anadeó hasta una de las mesas
y se apoyó de forma descuidada. Hincó la uña en las huellas
de cera que las velas habían dejado la noche anterior y se
balanceó a los lados, acompañando el desvanecimiento de su
jovial sonrisa.
—¿Llego a tiempo para el desayuno? —preguntó al arisco
hombre—. Me muero de hambre. Mataría por unos muslos
como los de anoche.
Un nuevo gruñido nació en las profundidades de aquella
tremebunda tripa y el bigote se agitó nervioso.
—Es un decir... —musitó Pykewell con reparo—. En
realidad soy incapaz de matar a nadie, ni nada. Es... una
manera de hablar.
—Es casi mediodía.
—Vaya —parpadeó, sorprendido—. He dormido como un
bebé. Debo de estar recuperando sueño perdido por el camino.
—Pykewell se acercó y apoyó los codos en la barra, tomó una
de las jarras y comenzó a juguetear con los dedos en el asa—.
La semana pasada no pude pegar ojo. Me tumbaba y allí
estaba, esa voz insidiosa y el hormigueo en el estómago,
calambres en las piernas... ¿Sabes lo que quiero decir,
verdad? Vaya una semana que tuve. Era un saco de nervios, y
de los malos. Y todo por el capricho de una mujer. O sí, ya
sabes como son. Yo, yo, yo. Ahora, ahora, ahora. ¿Cómo podía
pegar ojo con toda aquella presión sobre mi pobre persona? El
cansancio es terrible, es como una losa sobre la espalda. Y
bueno, ya sabes, tanto nerviosismo, ya sabes... —El bardo
levantó las cejas y señaló su entrepierna, seguido de alguna
onomatopeya curiosa y un silbido—. No hay nada peor para
nuestro pequeño amiguito. No te ofendas, pequeño lo digo por
mí, no por ti. Aunque voy bien servido, no creas. Pero un tipo
grandote como tú, seguro que…
—¿Qué es lo que quieres? —lo interrumpió el tabernero.
—Bueno, me conformaría con un desayuno, pero puedo
hacer tiempo hasta la comida. —Alargó las sílabas y caviló sus
palabras—. Aunque aligeraría la espera con una cerveza.
462
Los ojos del tabernero desaparecieron bajo las cejas,
respiró profundamente y se desinfló al tiempo que se pasaba
la mano desplegada de frente a barba.
—Su amigo dejó un mensaje. —Tenía un velo de
taciturna paciencia en el rostro.
—¿Mi amigo? —se extrañó Pykewell—. ¿Es que se ha
marchado?
—Estuvo con alguien, un muchacho que lo buscaba.
Hablaron frente a la puerta y después se marchó.
—Qué extraño. —Se pellizcó el mentón con los brazos
cruzados—. ¿No te parece extraño? ¿Por qué razón me
abandonaría aquí?
—Lo extraño es que dejase una nota —murmuró el
hombre, sacó un papel doblado de su bolsillo y lo arrojó sobre
la mesa—. Incluso ha pagado su cuenta.
Pykewell dio un respingo indignado y tomó el papel de un
manotazo, lo desplegó a una buena distancia de su rostro y
leyó con la nariz en alto.
—Quiere que me reúna con él al caer el sol en la cantera
abandonada. —Una incógnita se dibujó en su frente—. ¿Hay
alguna cantera abandonada por aquí cerca?
—En Ylarnna —respondió el tabernero, que continuaba
con su tarea—. Tome el camino a Róndeinn, a medida legua
encontrará un desvío al norte. Es un viejo camino flanqueado
por olmos. Le llevará directo a la mina abandonada. No tiene
pérdida.
Pykewell repiqueteó con las uñas en la barra y resopló
como un animal de carga hastiado, en previsión de una larga
espera.
—¿Y qué hago yo hasta el atardecer? —preguntó al aire
con retintín disgustado.
—Ese no es asunto mío —replicó el rudo tabernero—. Yo
tengo mucho trabajo, así que no me moleste.
El bardo se dio la vuelta y apoyó la espalda en el reborde
de madera, contrariado. Podría pasar el día en Ylarnna,
holgazanear por sus calles, buscar un lugar en que comer algo
decente y beber un par de pintas. Aunque tenía órdenes
expresas de no acercarse por la ciudad, no hasta que los
hermanos Lamakil hubieran llevado a cabo el golpe que
acabase con el gobierno de Khymil Eana y el cautiverio de
Vanya. Qué difícil situación. Abandonado a su suerte por el
avieso de Korvia, dejado en aquella fonda de camino, sin
diversión, ni un maldito entretenimiento hasta la tarde que no
fuese contar las mordeduras de las chinches en su escuálido
cuerpo.
Ya comenzaba a estar cansado de aquel personaje
siniestro y taciturno, de sus silencios, de su arrogancia y
altanería. Al fin y al cabo no dejaba de ser Skadi Korvia, el
aborrecido por todos. Y, ¿quién había sido el que encontró a
463
los Lamakil? ¿Quién los descubrió conspirando en aquella
taberna sucia a las afueras de Ylarnna? ¿Quién los llevó hasta
Korvia y propició su alianza? ¿Quién se ofreció a correr el
riesgo de entrar en la casa de los Eana y tranquilizar a la
princesa Vanya? Él, el bardo Pykewell. Korvia no había hecho
más que protestar, refunfuñar, desconfiar de los Lamakil y
ahogarse en su propia tragedia, noche tras noche. Y encima
debía soportar su altanería y desprecio, solo porque era un
Señor y su familia tenía una villa propia. ¡Un noble maldito y
repudiado, eso es lo que era! No se merecía la deferencia y el
respeto que obtenía de aquel bardo, antiguo artista en la corte
de la reina Ikaris de Kivala.
—Prepare mi cuenta. —Se volvió, esgrimiendo una
sonrisa de oreja a oreja—. Pasaré el día en la ciudad.

Ylarnna era una urbe bien construida en torno a una colina


suave y amplia que caía, por uno de sus lados, en el cauce del
río Adah Nah. Era una ciudad próspera, enriquecida con el
comercio y la agricultura, que no disponía de muralla y crecía
libre, formando sus propios suburbios en torno al viejo
caserón de la familia gobernante. Las calles de las afueras
eran lodazales sucios, y las casas apenas eran más que
chamizos de madera en los que vivían varias familias
apiñadas como roedores bípedos. Sin embargo, a medida que
uno se acercaba al centro, la ciudad se destapaba con su
hermoso esplendor comercial. Calzada adoquinada, edificios
de dos y tres plantas con techos puntiagudos a los que
asomaban humeantes chimeneas de latón; artesanos que
trabajaban el vidrio y carretas cargadas de pieles, alfarería o
toneles, que avanzaban entre la multitud, tiradas por grandes
bueyes.
Pykewell se regaló un buen estofado y media hogaza de
pan recién hecho, además de tres pintas de una cerveza negra
como la noche. Rato después, con el mondadientes entre los
labios, se encontró tan satisfecho que tomó su cítara y
rasgueó unos acordes que dedicó a la clientela del lugar. Su
improvisación le valió unos aplausos y una invitación a un
trago que no rechazó. Con el fuerte licor de hierbas todavía
empapando sus labios, se lanzó a improvisar un poema a las
buenas gentes de Ylarnna. Y así, entre aplausos, consiguió
llenar el buche y vaciar la botella de aquel excelente licor
casero. Cuando se despidió, excusado por sus obligaciones
para rescatar a la princesa, tenía el hablar zompo y la visión
un tanto turbia. Trepó a su viejo jamelgo y salió en dirección a
la mina abandonada con una sonrisa ebria y una tonada en
los labios. Había sido una tarde memorable.
A pesar de haberse detenido en dos ocasiones a vaciar la
vejiga junto al camino, llegó a la cantera con una puntualidad
464
asombrosa. Era un lugar triste, con paredes de roca excavada
y malas hierbas entre restos de andamios y vieja maquinaria.
El cielo continuaba tan plomizo como al comienzo del día, y
apenas podía decirse que el sol estuviese muriendo en el
oeste. Las sombras crecían en la foresta y los sonidos previos
a la noche se contenían entre las ramas, en espera de la
oscuridad. El aire se enfrió de repente, muerto de sopetón
cuando la penumbra comenzó a arrastrarse a su alrededor.
Pykewell levantó el cuello del capote y se caló el sombrero
hasta las orejas.
—¡Señor de Korvia! —gritó.
Su voz rebotó de un lado a otro, como un pájaro atrapado
sin salida, hasta que desapareció entre las rocas. El silencio
se había convertido en un murmullo que acechaba a su
espalda. Se encogió entre los hombros y miró a los lados al
tiempo que un terror repentino lo estremecía de pies a cabeza.
Quizá no había sido buena idea beber aquella última copita de
licor. Su estómago se convirtió en un volcán cuyos ardientes
vapores le abrasaban la garganta. Quizá dos o tres copas de
menos hubiesen ayudado.
—¡Señor de Korvia! —repitió, aunque en esta ocasión la
voz se le rompió y el eco apenas le pareció más que un gemido
quejumbroso.
Escuchó susurros entre unos arbustos con extraña forma
y se volvió hacia allí. No había brisa alguna, pero algunas
hojas se movían apenas. Cerró los ojos y se los frotó con saña.
¿Era aquella sombra lo que parecía ser? Afinó la mirada y la
corteza de los árboles le devolvió el gesto con mil rostros
ceñudos. Se preparó para llamar a Korvia por tercera vez, pero
un eructo incontrolable apareció con una vaharada etílica que
le hizo arrugar la nariz y saltar en la silla. El caballo bufó y se
movió a un lado cuando él maldijo su suerte. Se llevó la mano
al estómago, hipó y saltó en la silla de nuevo al tiempo que
repetía su maldición.
Los cascos en el camino resultaron ser una música
deliciosa a sus oídos. El chapoteo y la tierra levantada entre
los olmos del camino delataban al visitante. Pykewell sonrió
aliviado, incluso la noche pareció detener su avance y el
crepúsculo retrocedió un paso. El único acceso a la cantera se
veía como un túnel sin salida, de la misma forma que debe de
verse una mina abandonada que amenaza con escupir un
engendro condenado en el infierno. La sonrisa de Pykewell se
esfumó cuando comprendió que no era Korvia quien se
acercaba.
Media docena de jinetes aparecieron de la oscuridad,
como bestias salidas de las profundidades de la tierra.
El bardo abrió la boca en un grito ahogado y vomitó sobre
la crin de su montura. Tiró de las riendas a un lado y otro con
tanta fuerza que el sufrido animal se quejó en un relincho,
465
cabeceó, y Pykewell dio de bruces al suelo. Todo le dio vueltas
alrededor. Se encontró tendido, con la cara magullada,
cubierta de barro y espumarajos de bilis resbalando por la
barbilla. Emitió un quejido gallináceo cuando intuyó a los
jinetes sobre él. Los cascos retumbaban en su cabeza. Abrió y
cerró los ojos, tratando de aclararse la vista, pero solo vio el
fugaz resplandor de un filo en la noche.
Los jinetes, tal que espectros encapuchados, se
desplegaron a su alrededor. Uno de ellos atravesó con la
punta de su espada el sombrero del bardo y lo lanzó a un
lado. Él se encogió sobre las rodillas, en actitud suplicante,
sacudido por temblores y ruegos ininteligibles.
—¿Dónde está el otro? —preguntó una voz firme.
Pykewell escupió una farfulla epiléptica, graznó un llanto
desgarrado y entrelazó las manos frente al pecho.
—¡Responde! —gritó el hombre y levantó el arma,
preparado para repartir un golpe cruzado.
En ese momento un dardo silbó en el aire y, con un
sonido seco, se clavó en el costado del jinete. El arma cayó al
suelo y su portador expiró en un lamento, antes de
derrumbarse a un lado y aferrarse a la crin del animal. Todos
se agitaron en sus monturas y desenvainaron las armas
cuando Skadi Korvia apareció de la nada, como una gota de
oscuridad, con una espada y su cuchillo largo en ristre.
Cogió desprevenido al más cercano, rodeó los cuartos
traseros del animal y, con un brinco, dio una cuchillada a los
riñones del encapuchado. El tipo aulló de forma desgarradora,
se volvió hacia delante, pero Korvia tiró de su capa y lo
derribó. Después se ocultó tras la grupa. Los otros se
volvieron hacia él y se vieron detenidos por el espantado
animal. Korvia se movió hacia un extremo, caminando de
costado, y tomó el bocado del caballo. Los otros jinetes
espolearon nerviosos a sus monturas y salieron por los lados.
Entonces, Korvia lo liberó, al tiempo que pinchaba su vientre
con la daga.
El pobre animal saltó y coceó hacia todas partes y sus
iguales se encabritaron y salieron espantados ante los
relinchos doloridos del otro. Cada jinete se aferró a la silla o
tiró de las riendas con fuerza o gritaba el nombre de su
montura, tratando de retomar el mando. Un momento que
Korvia aprovechó con rapidez.
Saltó sobre uno de los jinetes y con un fuerte golpe
cruzado le rebanó el brazo izquierdo. El hombre gritó antes de
encontrarse el hierro hincado en las tripas. Con un gorgoteó
se derrumbó y el caballo se alejó en la creciente noche.
Cuando dio media vuelta, los otros tres se encontraban
alejados unos de otros. Con mayor o menor suerte habían
recuperado el control de sus caballos y se preparaban para
cargar hacia él. Sin regalar un segundo a la duda, Korvia
466
corrió hasta el más cercano y, cuando el jinete levantó su
espada, cruzó bajo la cabeza de su montura y lanzó una
cuchillada a la rodilla del jinete. El caballo lo arrolló y él cayó
de espaldas sobre un matorral. Los otros dos se abalanzaron
sobre él mientras su compañero gritaba y maldecía con la
pierna sangrante.
Detuvo un espadazo y rodó bajo las ramas. Los filos
silbaron a su espalda, se levantó, trastabilló a un lado y corrió
hasta un árbol cercano. Los jinetes lo persiguieron y él rodó
alrededor del tronco, no muy rápido, aunque lo suficiente
como para lanzar un espadazo a las traseras de un animal
que relinchó de forma salvaje. Ambos jinetes chocaron y él
rodeó el árbol en el otro sentido, con la espada en alto y los
dientes prietos. Tan fuerte fue el golpe contra el jinete que
Korvia cayó hacia atrás y se golpeó la cabeza contra una
gruesa y retorcida raíz.
Se quedó con el pecho encogido, sin respiración, abrió
mucho los ojos y un millar de destellos lo cegaron por un
momento. Había perdido su arma, así que se levantó,
tambaleándose con el cuchillo en alto. Arrastró los pies atrás
y, de nuevo, cayó sentado entre la vegetación. Rugía y bufaba
como un jabalí rabioso antes de cargar desde su cobijo. Saltó
adelante, fuera de sí, pero solo encontró que su oponente
había puesto pies en polvorosa. Korvia jadeó, tal vez con
escepticismo, todavía con el corazón desbocado y los tendones
del cuello tensos como el cuero.
Recuperó su espada y salió al claro. Después de la
espantada, dos cuerpos habían quedado en el suelo, alrededor
del bardo, que todavía estaba encogido, con la cabeza entre
las manos.
—Levanta —ordenó Korvia casi sin aliento—. Ya pasó
todo.
Pykewell se incorporó poco a poco. Tenía el rostro pálido,
manchado de barro, vómito, mocos y lágrimas. Las manos
todavía le temblaban como a un anciano y levantó las cejas al
comprobar la matanza.
—¿Qué ha ocurrido? —preguntó con un hilo de voz.
—Lo que yo temía —respondió Korvia al tiempo que
limpiaba el filo de su espada con la capa de uno de los
muertos—. Los hermanos Lamakil; esas víboras de Rodel y
Eric, nos han utilizado.
—¿Utilizado?
—Por supuesto. No piensan liberar a Vanya, sino más
bien usarla como moneda de cambio cuando acaben con
Khymil y tomen el gobierno de Ylarnna.
—Pero... Entonces...
—Nosotros somos la excusa para que Vanya crea que
todo es por su bien.
Pykewell se miró las manos y se llevó los dedos a la boca,
467
como si se sorprendiera por poder besar su carne.
—Podíamos haber muerto —murmuró lleno de ansia—.
¡Querían matarnos!
—Eres muy observador.
—Me habéis salvado. Por segunda vez me habéis salvado.
—Ahórrate las gracias, no las merezco.
—Pero ¿cómo lo sabíais? Quiero decir, ¿cómo lo sabíais?
—Esta mañana, mientras dormías, los Lamakil enviaron
un mensaje igual que el que te dejé yo a ti. Intuí que era una
trampa y necesitaba a alguien que hiciese de cebo.
—Oh. Vaya. Eso es muy considerado. Ciertamente, no
merecéis mi agradecimiento.
Korvia enfundó su arma, caminó hasta la foresta y
regresó con su ballesta.
Pykewell se puso en pie. Las rodillas le dolían tanto que,
en lugar de erguirse, se quedó encogido, como un bastón
retorcido. Sentía todo el cuerpo entumecido, lleno de
magulladuras y contusiones que le punzaban y pellizcaban al
menor movimiento.
—Creo que necesito cambiarme de calzones —dijo tras
palparse la entrepierna—. Me pillaron por sorpresa, los muy
bastardos. ¿Quién iba a suponer que nos traicionarían?
—Yo lo hice —escupió Korvia—. Te dije hace tiempo que
no me fiaba de ellos.
—Lo sé —saltó Pykewell con repentino desdén—, pero vos
no os fiáis de nadie, así que no le di demasiada importancia.
Skadi Korvia caminó a un lado. Había recuperado el
resuello y, en la noche, sus ojos parecían dos teas que
cavilaban en silencio. Todo él era una mancha oscura que
devoraba la luz. Se quedó un momento con los brazos en
jarras y Pykewell temió lo que iba a decir porque intuyó, en su
rostro borroso, la idea que rondaba su mente.
—Tres han escapado —musitó un pensamiento en voz
alta—. Debemos ocultarnos y actuar rápido.
—¿Ac... actuar?
—Esta mañana estuve en Ylarnna, investigando un poco
a esos Lamakil y sus preparativos para convertirse en señores
de la ciudad. Vi muchos soldados en la puerta de los cuarteles
y dobles guardias en las torres. Es evidente que la guarnición
se prepara para algo.
—Yo también estuve en Ylarnna y no vi nada de eso... —
apuntó Pykewell, con un dedo atravesando el agujero de su
sombrero.
—Lo harán pronto.
—¿Harán qué? —Caminó hasta él con las piernas
separadas—. ¿Quién?
—Los Lamakil, idiota —lo increpó con la voz contenida y
el puño en alto—. Pronto darán el golpe y se harán con el
control de la ciudad.
468
—¡Qué truhanes! —escupió el bardo antes de cubrirse
con una mueca desagradable—. Y pretendían matarnos... sin
avisar...
—Debemos entrar a por Vanya antes de que sea
demasiado tarde.
—¿Entrar? —se escamó, preso de una angustiosa
expresión—. Se supone que era ella la que saldría, y que
teníamos aliados en todo este asunto. Aliados de los de
verdad, no de los que intentan matarte al caer la noche.
Después, regresábamos a casa con la princesa, victoriosos, y
nos colmaban de honores… Así es como terminan las
historias, o por lo menos, como debieran terminar.
—Todo se ha ido al garete —desdeñó Korvia, perdido en
sus pensamientos—. Tendremos que improvisar.
—¿Improvisar?
Pykewell se replegó sobre su estómago y vomitó a sus
pies los hediondos restos de un estofado remojado en cerveza
y licor.

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CAPÍTULO 36

Se detuvieron en lo alto de un otero, un repecho arrasado


desde el que contemplar la inmensidad selvática de Oag. Más
allá de los límites del bosque, al norte, las tierras de Aukana
parecían un desierto de colinas ocre y verde apagado. Tras
ellos, en el horizonte, las inmensas montañas de Baut Hum.
Dagir La y su acompañante, Daima La, observaron a su
alrededor. El bosque roto y pisoteado, rajado de arriba abajo
por aquellos que habían sido condenados al destierro en
resarcimiento a sus crímenes del pasado. El rostro del Gran
Druida se agrió cuando por fin toparon con los causantes de
tal destrucción.
Frente a ellos, el estrecho valle era recorrido por un río de
cuerpos sucios y cabezas calvas que aplastaba a su paso la
vegetación. La informe grey se desparramaba entre arbustos y
rocas, y solo los árboles más grandes sobrevivían a su
marcha. Los pequeños animales se escabullían entre gañidos
asustados y bandadas de aves saltaban a la seguridad de los
cielos desde las copas de la foresta. Ka se detuvo sobre un
árbol caído y señaló al frente.
—Ahí está el rey. Gara os espera, druidas —dijo—.
Seguidme...
Pero no pudo acabar la frase. La vara de Dagir La lo
golpeó en el pecho y el pequeño trasgo voló por los aires hasta
caer de espaldas. Se quedó en el suelo, de rodillas, con un
gemido dolorido.
—No vamos a dar un paso más —dijo Dagir La,
amenazante y contrito—. Dile a Gara que estamos aquí. Que
detenga la marcha y venga a vernos.
Ka se puso en pie y dirigió su viscoso resentimiento hacia
los druidas, de costado, escupió un espumarajo verdoso y
asintió sin disimular una mueca rabiosa. Después saltó al
frente y marchó hacia la barahúnda que avanzaba
inexorablemente a través del bosque.
—Son muchos —apuntó Daima La.
—Todos.
—Quizá miles... —murmuró el joven druida—. Nunca
había visto nada igual.
—No tengas miedo.
—No lo tengo —contravino Daima La—, pero hay que
reconocer que es... inquietante.
—¿Nunca has tratado con un ogro?
—Jamás había visto uno.
—Son estúpidos, egoístas, codiciosos y malvados. Pero
son valientes, o quizá su misma falta de inteligencia los
empuje a serlo. Fuertes, muy fuertes; he visto algunos
470
capaces de arrancar un árbol de raíz o lanzar piedras del
tamaño de un hombre. Son bestias de la peor calaña que los
dioses pusieron sobre la tierra, después de los gigantes
Dachalan, claro, aunque esos son todavía más lerdos si cabe.
Los ogros no son capaces de pensar en otra cosa que no sea el
presente, quizá el futuro inmediato. Para ellos no existen las
consecuencias, es por eso que tan solo actúan mediante la
destrucción. Corrompen su entorno, envenenan la tierra y los
ríos…
—Son como los hombres.
—No, los hombres son mucho peores. Tienen la
inteligencia para inventar excusas y llamar a su podredumbre
progreso. Con los hombres no se puede llegar al
entendimiento. Los ogros son más simples. Hay que tratarlos
con rudeza, es lo único que comprenden, el desprecio. Los
hombres inventaron la política para acuchillarse con palabras
y escudarse en los propósitos de una civilización condenada a
la extinción. Algún día, el mundo de los hombres
desaparecerá y nadie recordará su existencia. Piensan que son
importantes, que son el centro de todo, pero en realidad, tras
su paso no quedarán ni los huesos de sus pobres cuerpos. Y
no me entristece vaticinar su destrucción; no puedo decir que
no merezcan un final mejor.
Dagir La se volvió hacia los trasgos que escuchaban con
gesto bobo y los amenazó, levantando su vara hacia ellos.
Todos saltaron y se ocultaron tan rápido como sus pequeñas
piernas se lo permitieron, estallando en una algarabía
espantada. Después se sentó sobre el mismo tronco que había
ocupado Ka, dejó la vara a un lado, sacó un pellizco de hoja
de boor de su zurrón y comenzó a mascar con la vista puesta
en la creciente noche.
—Mañana lloverá —dijo, a lo que Daima La oteó a lo lejos
—. Es seguro que mañana lloverá.
Con esas palabras se quedaron largo rato observando la
negrura que comenzaba a extenderse desde oriente, y cómo el
sol se ahogaba en un mar de nubes; el aire frente a ellos se
tornaba un añil alicaído y los colores se apagaban. Las
docenas de trasgos que cuchicheaban y gruñían a su
alrededor se volvieron sombras de ojitos brillantes que
saltaban de un lado a otro, agazapados, rasgando el silencio
con su farfulla.
Dagir La estudió la cicatriz que el cauce del Adah Kari
trazaba tras el manto verde del bosque. La corriente era una
gruesa línea de plomo fundido, sólida, tal que un camino
dejado por los dioses en su tránsito terreno. Un sendero
divino que conducía a su presencia, un lugar en que
desvanecerse y volver a formar parte del todo. El druida siguió
el río hacia el oeste y pensó en Ela Adjiri y las palabras de
Daima que habían removido el tranquilo lecho de un plácido
471
estanque. Róndeinn debía de estar más o menos por allí,
desaparecida en la brumosa distancia.
Había sentido una extraña melancolía desde que ella
acudiese a verlo, llena de inquietud y desasosiego. Todo había
cambiado en aquel mismo instante, como una bola de nieve
que se echa a rodar por la ladera helada. Había descubierto
tantas cosas en tan poco tiempo que recordó las palabras de
su maestro, Gorian La: El insensato que reconoce su
insensatez es un sabio. Pero el insensato que se cree sabio es,
en verdad, un insensato. ¿Eso había sido él durante todos
aquellos años, un insensato? Ahora sabía que nunca se puede
llegar a conocer el mundo lo suficiente. A pesar de estar en
comunión con la existencia, con el eterno fluir de la vida,
jamás podría llegar a conocer la verdad. En el fondo no dejaba
de ser un ignorante hombre al que se le cerraban las puertas
de la verdad. Aunque, ¿era posible conocerse a sí mismo?
Quizá bucear en lo profundo de uno era una quimera
comparable a lo complicado de diluirse en el universo. Algo
que existía en los proverbios de los maestros, pero que no
podía más que rozarse con la punta de los dedos, sin llegar a
alcanzar la iluminación verdadera.
El mundo se descomponía frente a él y sus años pasados
le parecían un tránsito difuminado hasta el día en que Ela
regresó al bosque. El desapego le había dejado impertérrito
frente a la vida, tan vacío como debía estarlo para alcanzar un
estado superior de consciencia. Y sin embargo, desde aquel
día, una triste comezón crecía en su interior.
El apego conducía al miedo, y el miedo a la desgracia, a
la infelicidad. ¿Y no era esa la meta de toda vida? Vivir la vida
plena y sin remordimiento, en paz, aceptando el sufrimiento
de la existencia. Sin embargo, la duda continuaba allí, como
un insidioso parásito que hurgaba en sus entrañas. ¿La
amaba? ¿Era eso? ¿La había amado durante todos aquellos
años, en la distancia, lejos de ella y su destino? Dagir La
amaba la vida en el bosque. Proteger a sus criaturas y traer
justicia a sus habitantes le hacía feliz, y se sintió enojar al
pensar que una debilidad posesiva se escondía tras sus
sentimientos por Ela. Tal vez no, tal vez solo fuera la alegría
de tenerla a su lado, compartir un camino, un trecho más del
largo deambular por el mundo. Hasta volver a ser uno para
siempre. ¿Tan mal había entendido las enseñanzas de sus
maestros, que cuando creía estar cerca de la meta, su
propósito más lo alejaba de la verdadera finalidad de la vida?

El sol se despedía del mundo y arrastraba la claridad de su


capa hacia el horizonte. Los primeros ogros que se acercaron a
los druidas, lo hicieron sin prisa, midiendo las distancias.
Eran seres enormes, de tres varas de alto, fornidos, gruesos,
472
sin un pelo en el cuerpo, con la piel cuarteada y dura, cetrinos
como el azufre. Vestían unas pocas pieles sin curtir y la
mayoría cargaban con grandes garrotes, algunos simples
troncos jóvenes que habían arrancado en su camino. También
había hembras, tan feas como los hombres, con barrigas y
pechos descolgados, que cargaban algún pequeño ogro a su
espalda.
Cuando Ka apareció de nuevo, Dagir La escupió la hoja
de boor y se puso en pie. Daima La se colocó a su lado, con el
cayado frente a él.
Gara venía seguido por una multitud de gigantes, pero
ninguno tan colosal y recio como él. Era un ogro tan ancho
como alto, con un gran panzón, huesos afilados le
atravesaban las orejas y una piel de oso cavernario le cubría
la cabeza y caía sobre sus hombros. Cerraba los puños y
apenas movía los brazos a los lados cada vez que daba un
amplio paso. Tenía el cejo prieto y, bajo las arrugas, una
diminuta llama titilaba en la penumbra del ocaso. Cuando
llegó a su altura se detuvo, con los brazos a los lados, y los
labios fruncidos a los que asomaba algún colmillo roto. En su
cintura, pendiente de una rudimentaria cuerda tejida con
fibras vegetales, un enorme espadón de filo mellado, tosco
como su propietario.
—Druida... —retumbó su voz, pero no pudo decir nada
más.
La vara de Dagir La lo golpeó en la base de la nariz. Gara
no se movió un ápice, a pesar de que la cabeza le miró a las
alturas y la piel de oso resbaló en su pelado cráneo. El resto
de ogros rugieron una sorda amenaza. La impotencia se
reflejaba en sus músculos tensos, la violencia presa en los
ojos. Los trasgos aullaron y se agitaron, cubiertos unos tras
los otros, en espera de una reacción de su nuevo rey.
Cuando el ogro volvió su atención al druida, un reguero
de sangre oscura corría por su barbilla y empapaba los labios
hasta gotear sobre su hercúleo pecho. Mostró los colmillos y
un rugido trémulo creció en su garganta.
—Vais a volver al lugar al que fuisteis expulsados —dijo
Dagir La. Su voz sonó serena, llena de aplomo—. Pero no lo
haréis sin castigo alguno. Habéis roto la promesa que hicieron
vuestros antepasados y traicionado al Círculo de los Seis.
Además de todo el daño causado al bosque en vuestro camino
al norte...
—¡Estamos hartos de vivir en valles muertos y tierras
baldías! —exclamó Gara.
—Es vuestro sino. Desafiasteis una vez al consejo. No
caigas en el mismo error, Gara, porque no tendré piedad de
vosotros. Vivís entre la inmundicia porque sois seres
inmundos, esa es la verdad de vuestra existencia…
—No me gusta la forma en que me hablas, druida…
473
La vara de Dagir La silbó en el aire y el ogro giró la cara,
magullada, tras el golpe cruzado.
—No vuelvas a interrumpirme…
—Queremos vivir como los hombres.
De nuevo, Dagir La lanzó un golpe a la nariz del ogro. En
esta ocasión, Gara dio un paso atrás y el murmullo entre los
ogros se convirtió en una ola de indignación.
—Alguien tiene que pagar por el mal que habéis causado
—continuó el druida—. Así que tú y tus allegados me
acompañaréis y seréis juzgados por el Círculo de los Seis. El
resto regresarán al sur hoy mismo.
El rey ogro rugió su desacuerdo y la sangre que goteaba
de su bulbosa nariz reflejó las primeras luces de la noche.
Mostró los dientes, de la misma manera que un animal salvaje
lanza una advertencia, y clavó sus pequeños ojos en el
hombre frente a él.
—Los ogros no nos sometemos a los druidas —dijo,
conteniendo la rabia—. Tus días como mandamás se han
acabado, Dagir La. Ahora, yo soy el rey. Y el rey dice que…
Dagir La dio un golpe cruzado a la cara de Gara. La vara
dibujó un arco de claridad que pareció iluminar alrededor,
pero en aquella ocasión nada salió como esperaba. El ogro
había atrapado la vara del Gran Druida con su zurda y la
había detenido a pocas pulgadas de su cara. Ambos se
quedaron detenidos, con los ojos desafiantes, el uno en el
otro.
—Los ogros no obedecerán más órdenes de los druidas.
—¿Cómo te atreves? —masculló Dagir La—. Esto te
costará la vida.
Gara empujó al druida y se separaron unos pasos. Daima
La levantó su cayado frente al creciente círculo de monstruos
que los rodeaba. El rey ogro extrajo un papel mugroso y
arrugado del cordón de piel que le servía de cinto. Lo cogió
entre el pulgar y el índice, delicadamente, y con un
movimiento de muñeca lo desplegó frente a él. El pliego se
abrió y mostró una buena caligrafía y un sello de cera que
colgaba de una cinta carmesí.
—¿Sabes leer, druida? —preguntó el rey ogro.
Dagir La se acercó, desconfiado pero adusto. Sus cejas se
levantaron al tiempo que los ojos se abrían en un gesto
pasmado. Las risas de los trasgos formaron un creciente
graznido que acompañó al sonido de sus rudimentarios
cuchillos al ser desenvainados. La noche caía sobre el bosque
y la sardónica sonrisa de Gara relucía en la oscuridad.
—No puede ser —musitó el Gran Druida, incrédulo.
Los ogros dieron un paso al frente, cubriendo las estrellas
con su avasallador tamaño.
—Ya no tienes ningún poder sobre nosotros, druida. El
viejo juramento ha sido roto. —El rey ogro tomó su espadón,
474
ansioso por reclamar la venganza de sus antepasados—. Es la
hora del dolor.
La potente patada impactó en el pecho de Dagir La, que
salió despedido, como una brizna de hierba lanzada al viento.
Cayó sobre la tierra, dando vueltas y más vueltas, entre las
ramas rotas y la vegetación pisoteada. Cuando se incorporó,
sintió que le faltaba el aire, el pecho dolorido, ardiente, y los
ojos le hacían chiribitas en su aturdimiento. Estaba
magullado y tenía el rostro arañado y escocido. Con la rabia
asomando a sus párpados, hincó las rodillas en el suelo y se
puso en pie.
Un bramido atronador, casi un aullido enloquecido,
estalló entre las filas de los ogros. Tras el primer golpe de su
rey, docenas de enormes bestias se abalanzaron sobre los
druidas en una amalgama de garrotes y robustos brazos,
orondas panzas, y sádicas muecas sañudas que cerraban un
cerco en torno a ellos.
Daima La volteó su cayado tal que un remolino sobre su
cabeza y saltó atrás. Con un fuerte golpe en la frente y un ágil
movimiento, derribó al primer ogro que se le vino encima. El
monstruo dio con el pecho en el suelo, desequilibrado por su
propia violencia y el empuje del resto de la horda. Un pequeño
tumulto se formó al instante, y muchos tropezaron con el
cuerpo caído a modo de obstáculo. Al otro lado, los trasgos
reían y gimoteaban, ansiosos, con los afilados cuchillos
resplandeciendo sus irregulares filos junto al rostro. Las
criaturas del bosque parecían deleitarse en aquel momento.
Lo tentaban, lanzando piedras a su espalda, o le arrojaban
ramas rotas que él detenía o esquivaba.
El Gran Druida de Anam Oag sintió una ola de rabia que
ascendía por su pecho. Tenía las mejillas recorridas por
arrugas que llegaban a la boca y las cejas convergían sobre los
oscuros ojos. Frente a él los ogros cargaban en tromba. Tomó
su cayado con ambas manos y asentó los pies en el suelo. Las
vibraciones de aquella furiosa barahúnda sacudían las
ramillas y hojas bajo él. Esperó hasta el último momento. La
nariz tan alta como el desdeñoso mentón, los puños en torno
a la madera, el estómago encogido, la respiración sometida.
Saltó adelante y se volvió una difuminada silueta, veloz
como el aleteo de un colibrí. Su cayado aparecía hundido en el
vientre de un ogro y, antes de que aquel se derrumbase por el
fuerte impacto, recorría un fugaz arco y rompía la cabeza de
otro. Dagir La se retorcía y saltaba y giraba como un torbellino
al que perseguía la tela de su manto. Los ogros chillaban,
enfurecidos, y daban golpes a ciegas, persiguiendo al hombre
que se les escabullía entre las manos.
Daima La, sin embargo, no era tan diestro en el combate
como su maestro. Los trasgos lo acechaban desde la espalda
y, a duras penas, lograba esquivar los garrotes de los ogros.
475
Trastabillaba y tropezaba mientras retrocedía a trompicones y
evitaba morir antes de tiempo. A su alrededor la tierra y las
ramas estallaban, desmenuzadas, cada vez que puños y
estacas golpeaban el suelo. Saltó sobre los cuchillos de los
trasgos, pero una enorme mano echó la zarpa a su túnica y se
encontró preso, frente al rostro de uno de ellos.
Su maestro se detuvo un instante al percibir la
complicada situación del joven druida. Daima La tenía el
rostro lívido y las orondas carnes de sus mejillas le caían a los
lados, más allá de la papada. El ogro rugió de forma leonina,
lleno de placer satisfecho. Lanzó una patada a su barbilla; un
golpe débil y escaso que apenas enojó al monstruo. Se volvió
hacia Dagir La. Los ojos de maestro y alumno se encontraron
un instante. Comprendió que debía hacerlo y asintió a modo
de despedida. El ogro abrió la boca y lanzó una brutal
dentellada.
La tela de sus vestiduras se rajó entre sus poderosos
colmillos, pero no había nadie allí. Un pequeño zorro rojo cayó
a los pies del estupefacto ogro, que todavía masticaba la
túnica, en busca de su presa. Los trasgos estallaron en un
alocado griterío al descubrir el engaño. El momentáneo
tumulto resultó caótico. Los ogros lanzaban pisotones a un
lado y otro, tratando de dar caza al zorrillo que se escabullía
entre sus piernas. La escandalosa banda daba cuchilladas y
saltaba sobre él, pero se escurría y dejaba tras de sí montones
de trasgos aturdidos que eran chafados por los torpes ogros.
Dagir La observó cómo el zorro rojo salía a toda prisa y
desaparecía en la protección del bosque. Lanzó su vara atrás y
le saltó el ojo a un contrincante, después volteó a un lado y
esquivó la carga de otro. Entonces apareció el espadón,
partiendo la noche, y tras él llegaba Gara, el devoracorazones,
abriéndose paso entre sus secuaces.
Los ataques se sucedían uno tras otro y el druida se
retiraba, paso a paso, hacia lo agreste del bosque. El grupo de
ogros era tan numeroso que incluso se entorpecían y caían
sobre él, de la misma forma que una multitud de niños
persiguen a un pequeño ratón huidizo. Había ansia y locura
devoradora en la manera en que saltaban tras sus pasos, una
sádica adicción no satisfecha durante mucho tiempo.
Finalmente, un fuerte golpe desequilibró al druida. Sus
rodillas se doblaron, la fuerza desapareció con el aliento
exhalado, tan solo un breve instante. Aunque fue suficiente.
Actuó veloz como un rayo. Su cuerpo se tensó como una
estaca clavada en el mismo corazón del mundo. Empuñó el
cayado con ambas manos y lo hincó en el suelo. En una
atronadora explosión repentina, una barrera de llamas creció
a su alrededor. El muro de fuego formó un círculo amplio, de
unos cinco pasos de radio y barrió todo en torno al druida. El
suelo se volvió una desolada alfombra de brasas y cenizas
476
ardientes. Los trasgos se consumieron como pequeñas teas
chillonas y los ogros saltaron fuera del círculo, dando
espantados aspavientos. El druida permaneció impasible,
oculto tras la mortal barrera.
Al otro lado, los ogros eran siluetas difusas que las
llamas distorsionaban en su letal danza. Miró sobre él. El cielo
era un campo sembrado por nubes, largas como las barras de
una prisión, que encerraban un mar de estrellas. Un momento
para recuperar la serenidad y alejar la turbación del combate.
Era momento de salir de allí; saltaría hasta el bosque y
treparía a las altas ramas, escaparía como lo hace una ardilla
gris, de copa en copa, corriendo sobre el campo de ramas. Sin
embargo, escuchó la voz de Gara, dando órdenes a los otros
ogros. Buscó sus ojos entre las llamaradas y lo encontró. El
rey de los ogros pagaría por sus fechorías, no quedaría
impune al castigo de los druidas. Dagir La cobraría su deuda,
algún día. Aunque nada salió como esperaba.
Un gran peñasco atravesó la barrera protectora y lo pilló
desprevenido.
El brutal impacto lo lanzó a muchos pasos de distancia.
Sintió el viento en su cuerpo y el peso de la piedra sobre él
cuando cayó al suelo. Estiró los brazos en torno a la porosa
superficie de la roca, pero el simple movimiento le punzó en
las entrañas al tiempo que un vómito sanguinolento estalló en
su boca. Sentía todos los huesos del pecho astillarse con el
simple latido de su corazón y supo que estaba acabado.
Sobre él, el mundo era un horizonte azul y gris oscuro, y
las estrellas brillaban más que nunca. El aire llegó a su nariz
y le refrescó con su atrevido aliento nocturno. Cerró los ojos y
apoyó la cabeza contra el suelo, relajado, casi dormido.
—Mañana lloverá —dijo. La sangre formaba burbujas que
estallaban en sus labios.
Un tosco y rudo manotazo apartó la piedra a un lado y,
liberado, sintió que volvía en sí. Pero solo fue un reflejo
momentáneo que se transformó en nausea cuando lo tomaron
por la pechera de su túnica. Gara lo zarandeó frente a él, tan
cerca que podía escuchar su respiración pesada, rasgada y
profunda como una sima.
—Te lo dije, druida —masculló sin abandonar el ronco
gruñido.
Dagir La levantó la cabeza y, por segunda vez, clavó sus
ojos en él. El reto airado, la autoridad contrariada, se había
transformado en desprecio, quizá orgullo y altanería herida,
dolida y manchada de saliva y sangre. Sin embargo, el druida
relajó sus músculos aplastados y abandonó el resentimiento.
—Puedes matar mi cuerpo —dijo—, pero no a mí.
Gara lo sacudió de nuevo y Dagir La se retorció de dolor.
Los trasgos saltaron en un griterío malvado, impregnado por
la avidez que provocaba ver la sangre de su peor enemigo.
477
—Demasiado pronto para un final, druida —dijo el ogro,
mostrando su temible dentadura, astillada y rota como un
naufragio en una costa agreste—. Todavía tienes mucho que
sufrir.

478
CAPÍTULO 37

La sala elegida para la boda había cambiado mucho desde que


Anja la visitase por primera vez. Las paredes habían sido
encaladas y salpicadas de tapices. El suelo estaba limpio y, a
los lados, cubierto de alfombras multicolores. Los pilares
habían sido adornados con flores y guirnaldas y hojas tan
verdes como el color de su Casa. Un centenar de lámparas,
rodeadas de cristales y prismas refulgentes, inundaban la
bóveda de luz etérea.
Definitivamente no parecía el mismo lugar. Incluso
podría haber dicho que no estaban en el Lévvokan. La claridad
no era una de las virtudes de aquel palacio de estancias
retorcidas como la política de sus fundadores. Más bien le
pareció un lugar de ensueño, uno de esos por los que todas
las princesas suelen suspirar, con el anhelo perdido, entre
gestos ñoños. Por supuesto, ella nunca había soñado con
nada parecido. Anja Levvo no esperaba el día de su boda, ni
adornar su pelo con flores y delicadas perlas, sino con conocer
el nombre de temibles demonios y llamarlos a su lado para
que le desvelasen los secretos del universo.
Cuando Anja apareció en la puerta, todos se volvieron
hacia ella. A unos pocos pasos estaba su padre, el rey,
esperando para tomarla de la mano y acompañarla hasta Enro
Kalaris que aguardaba la recompensa a su lealtad junto al
diácono de Vanaiar en Davingrenn, Darius Mill.
La estrechez de la sala se desbordaba con la asistencia a
la boda de la única hija del rey Abbathorn. En la parte trasera
se encontraban todas las familias acaudaladas de la ciudad,
los burgueses y ricos mercantes del mar de Mis; también Ben
Dagomar, de Rioviejo, y una representación de los Coldon y
los Vorg, banderizos de su padre que venían desde el sur de
Davingrenn. Un grupo de monjes de Vanaiar, con las
armaduras relucientes y las sobrevestas inmaculadas, y varias
monjas de Akiel que esperaban a un lado. En las primeras
filas descubrió sangres de los Droemar de Ilke, también de
Vjestagoy y su tío Okral, con los Levvo de Boldo. Thoigerford
Kolmm había venido con su esposa y su hijo menor, el
bobalicón de Lonenfach.
Eso era todo. Apenas un centenar de personas para
celebrar los esponsales de una princesa misinia. Como su
madre le había anunciado, la guerra no iba a detenerse por un
trámite camuflado de ceremonia. Sintió una comezón en el
pecho y pensó que quizá fuese el orgullo herido, o los nervios
ante su inminente boda, aunque después rechazó ambas
posibilidades y recordó su viaje con la vela azul.
Abatthorn Levvo tomó de los dedos a su hija y la
479
acompañó a lo largo del pasillo central hacia el sacerdote.
Tenía la mano descarnada, húmeda y helada tal que un
apéndice moribundo. Estudió su perfil un instante, también
los ojos. Su mirada pétrea nacía de una esfera biliosa,
cubierta de capilares anaranjados; la piel grasa y cetrina
despedía, a pesar de los perfumes y los bálsamos, un fuerte
hedor acre. Síntomas de enfermedad y corrupción; no había
lugar a duda. Incluso ella podía prever la afección corriendo
por sus venas, empapando cada órgano, asomando a los poros
de su frente, bajo la corona. Pero ¿cómo habían dejado pasar
por alto sus médicos aquellas señales? En lugar de la
respuesta se dio de bruces con la intuición sibilina, casi una
amenaza, en la sonrisa viperina de su madre y, junto a ella,
su prometido, Enro Kalaris.
Iba a casarse. Su padre la entregó a aquel gigante
pelirrojo y ambos se colocaron frente al sacerdote. Esa era la
ceremonia que cambiaría su vida, aunque sus pensamientos
discurrían por otras sendas. La voz de Darius Mill se le volvía
lejana y la boda quedaba tras un velo vaporoso.
Una duda surgió a su consciencia: ¿podría escapar
aquella noche a la torre de la biblioteca a pesar de ser su
noche de bodas? Ziamud le había ofrecido una semilla de
amapola negra. Todavía podía ver su aspecto ratonil,
jorobado, la saliva en sus colmillos, con la pequeña garra
extendida, ofreciéndole la semilla. Una potente droga que la
volvería dócil en la cama y evitaría el dolor. Anja no había
dedicado un instante a aquel pensamiento hasta que el
duende lo hizo evidente.
Sexo.
Eso era lo que Kalaris esperaba de ella tras el decoro y la
celebración, lo mismo que había visto unos días atrás. La
imagen de su madre, vuelta sobre el lecho, hincando la cara
en las almohadas, y Kalaris tras ella, poseído y cegado por el
placer, golpeando las nalgas con su cadera. Escuchaba los
golpes de la carne, sin compasión, robando la respiración de
los amantes. Y después su miembro, ese enorme apéndice
venoso, tal que un asta de músculo palpitante que oscilaba
arriba y abajo.
Sexo; a eso se reducía todo.
En las cocinas, en los establos, los prostíbulos de los
barrios más infectos de la ciudad o en los lujosos palacios de
los burgueses. El sexo era el motor del mundo, una expresión
del poder y la dominación, quizá también un ejercicio
placentero, aunque eso, sospechaba la princesa, resultaba lo
de menos. Sin embargo Anja no pensaba en otra cosa que no
fuesen sus libros, Ziamud y los hechizos que aprendía cada
noche. ¿Podría escapar de su noche de bodas para regresar a
la biblioteca? No aceptó la semilla de amapola negra por esa
razón. Si conseguía escabullirse necesitaría su cabeza
480
despierta durante el resto de la noche, aunque primero
debería dar a Kalaris lo que deseaba. Un precio a pagar con la
moneda de la sumisión.
Su madre le había enseñado que la vida de una mujer
Levvo comenzaba de aquella forma, frente a un altar. Que en
adelante caminaría junto a aquel hombre del que se
alimentaría, al que daría hijos con los que luego construiría su
propio poder. Ser ella a través de los frutos de su vientre,
forjar las herramientas para elevar a su progenie, como mil
larvas invasoras que devoran al huésped, ajeno a la verdad
que se ocultaba bajo su inmaculado y gélido aspecto. Sin
embargo, Anja sabía que no era del todo cierto. Sentía que las
cosas no comenzaban tras aquella ceremonia, ni que esos
votos aprendidos de memoria y que alguien escribió por ella,
eran las primeras palabras de la nueva Anja Levvo. La
princesa sabía que el génesis de ella misma estaba muy atrás
en el tiempo.
Recordaba el día en que Rághalak llegó al Lévvokan. Anja
era una pequeña niña, silenciosa, envarada junto a la reina,
tal que una imagen en miniatura de aquella mujer de rostro
ladino. Anja aguantaba la mirada al que sería consejero de su
padre, su sonrisa de dientes afilados, los ojos viperinos de
reflejos acuosos, como el limo de una ciénaga. Sin embargo,
esa misma noche soñó con aquel hombre misterioso. La piel
manchada de la calva, las venas en el dorso de las manos y
sus oscuras garras felinas. Durante los siguientes meses espió
los movimientos de aquel ser extraño y misterioso al que todos
rehuían, al principio por su aspecto, después por el poder que
fue acumulando en sus manos. La niña se escabullía tras él y
lo observaba en la distancia, a sabiendas de que aquel hombre
de ninguna parte la observaba desde el rabillo del ojo. Había
algo atrayente y seductor en la obscenidad de su sonrisa, en
la advertencia de sus ojos. Algo en lo bizarro de su aspecto
que la atraía al lugar que todos evitaban.
Un día, mientras seguía al consejero en los largos pasillos
del Lévvokan. Se topó con él, agazapado en una esquina,
esperando sorprender a su perseguidora. Ella dio un salto
atrás y exclamó su sobresalto. Recordaba la manera en que la
escudriñó de pies a cabeza, con una mueca hambrienta y
sádica a la vez. De una de sus mangas sacó un pequeño libro
de tapas oscuras y, sin decir palabra, se lo entregó.
La piel estaba ajada en el lomo y los bordes desgastados
por la caricia de lectores desaparecidos en el tiempo. Canción
de la última bruja de Shem, rezaba la piel repujada de la
portada. Una cinta colorada se coló entre sus dedos y ella
abrió la página señalada.
«Cierra los ojos para ver el mundo que te han robado
aquellos que presumen de ser ciegos. Tiende las manos y
tocarás lo que no existe en las mentes de los pobres de
481
espíritu. Escucha la enseñanza verdadera. El silencio grita tu
nombre.»
Quizá docenas de ojos tan ávidos como los de aquella
niña, habían recorrido por primera vez los símbolos
garabateados, la trémula caligrafía sobre un papel irregular de
contorno roto. Aunque, tal vez fuese al contrario; tal vez muy
pocos habían podido leer las palabras que otros arrojaron al
abismo del tiempo, los aullidos desesperados de aquellos que
se rebelaron contra la muerte y fallaron. Cuando Anja despegó
la mirada de aquel pequeño tratado, el consejero ya no estaba
allí, y ella supo que había sembrado una semilla que ardía en
su interior con la fuerza de mil soles. Aquel sí era un principio
digno de ella, una explosión catártica, una ola de ambición
inexplicable, un fuego arrollador y eterno que la consumía por
dentro desde aquel momento.
De repente parpadeó y escuchó los vítores y aplausos a
su alrededor. Kalaris levantó el velo transparente que cubría
su rostro y ella abandonó el sueño, recién nacida a la
realidad. El hombretón se inclinó y la besó en los labios. Tenía
la boca húmeda y su saliva era amarga y ácida a la vez.
Cuando se volvieron la sala abovedada le pareció un
interminable pasadizo. Los presentes, como felices extraños,
aplaudían y arrojaban flores a sus pies. Trompetas resonaron
y se unieron al clamor de la pequeña multitud. Eso era todo.
Esa había sido su boda.
En adelante se vio conducida y empujada por sirvientes,
agasajada por desconocidos que se deshacían en halagos y
reverencias. La sentaron en un trono junto a su marido, en el
centro de una gran mesa en espiral que ocuparon todos los
presentes. La música no dejó de sonar, y las carcajadas,
palmas y canciones. Corrió el vino a raudales y empapó los
platos de pichones, faisán, truchas y cebollas dulces. En los
braseros asaban espetones de buey y una jauría de mastines
misinios se disputaba los huesos que los invitados lanzaban al
aire. Kalaris reía y bebía y levantaba la copa hacia unos u
otros antes de beber de nuevo.
Ella no probó bocado. Pasaron los platos bajo sus narices
y con ellos las horas y el aroma de la embriaguez y la
borrachera. Las canciones soeces sustituyeron a los himnos y
las poesías, su tío Okral cantó subido a la mesa y los criados
corrieron de un lado a otro con jarras y más jarras de
espumosa cerveza. Sin embargo ella esperaba, esperaba y
esperaba que todo pasara para volver a su círculo de poder y
viajar a los libros arcanos y, con ellos, al mundo real.
Con las manos sobre el regazo y el rostro de porcelana se
dedicó a estudiar a los otros. Su madre reía de forma
mecánica, con esa mueca tan suya entre el sutil cumplido y la
amenaza. Sabía que había un vacío en su corazón. Browen no
había asistido. Había desaparecido en su viaje de Bremmaner
482
al asedio de Akkajauré, y no se tenían noticias desde hacía
días. Eso pesaba en ella como una lápida sobre un muerto en
vida, Anja lo sabía bien, pero no demostraría flaqueza, ni un
sentimiento al respecto. Ambas forjadas en el mismo molde de
hielo. La vio mirar desde el ángulo del ojo a su marido, el rey,
y leyó en sus pensamientos el odio, la venganza y el despecho.
Abbathorn, tan delgado, demacrado; con la barbilla devorada
por los labios y los ojos caídos. Era la imagen misma de la
muerte y la decadencia. Después miró a Kalaris y se imaginó
que quizá su madre podía verse reflejada en ella, como una
imagen del pasado.
El bullicio se acalló cuando el rey se puso en pie. Sus
rodillas flaquearon y dos criados acudieron en su ayuda. Se
agarró al hombro de uno de ellos y se retiró a cortos pasos. Al
llegar a su altura se detuvo. Miró desafiante al sonriente
Kalaris, convertido en una momia resentida. Después clavó
sus ojos marchitos en ella y abrió la boca de la misma forma
que lo haría un anfibio.
—Nunca podrás dejar de ser mi hija, aunque ya no lo
seas —dijo con voz nociva y profunda.

La noche ya había caído sobre el Lévvokan y ella se


encontraba sentada en el lecho de una habitación que no era
la suya. Esa noche compartiría cama con su marido. La
primera de muchas, o quizá no tantas, tal vez ninguna. Había
estado tanto tiempo preparándose para aquello que no tenía
ni idea de qué debía hacer. Sabía lo que ocurriría en el futuro,
cuando fuera dueña de una casa y pudiese campar a sus
anchas, ordenar y hacer valer su voluntad y deseo. Pero el
momento que se le venía encima no podía preverlo. Tenía las
manos sudorosas, estaba nerviosa, así que al final no había
podido evitar esa débil sensación infantil de miedo y
excitación. Puso toda su atención en la puerta. Tras ella las
risas y voces de hombres, bravatas y socarronas bromas
malintencionadas. Hasta que se abrió y entró él.
Kalaris andaba un poco de costado, descamisado, con
una jarra adornada en una mano. Los anillos de sus dedos
refulgieron a la luz de las velas. Vestía una chaqueta negra y
su pelo se derramaba sanguíneo hasta el cuello taurino. Sus
ojos acuosos la vieron y se deleitaron en ella. Bebió un largo
trago y arrojó la jarra a un lado. Anja no se inmutó cuando el
metal repicó contra el suelo. Se puso frente a ella y tomó su
rostro entre las manos. Tenía los dedos grandes y ásperos.
Ella pareció diminuta, atrapada entre sus brazos. La
contempló con una sonrisa complacida y satisfecha, chasqueó
la lengua y suspiró.
—Por fin, Anja —dijo, moviendo la cabeza a los lados—.
Mi propia Anja Levvo.
483
Ella no parpadeó. Esperó y atendió a sus conocimientos,
a lo que los libros y su madre le habían enseñado, aunque en
ninguna de sus lecciones se hablaba del amor, o del sexo, de
lo que fuese aquello.
La tela de su vestido se desgarró de arriba abajo. Los
botones saltaron por los aires y corrieron por todas partes, en
una huída espantada y alocada. Anja dio un respingo,
alarmada, y abrió mucho los ojos. Las costuras la habían
arañado en la piel de los costados y bajo los brazos. Entonces
él la empujó atrás y Anja rebotó en el mullido colchón. Kalaris
se subió a horcajadas sobre ella; contempló sus pechos
blancos y pequeños, las costillas de piel suave y pálida,
conteniendo la respiración azorada. Anja miró al techo
mientras él se deleitaba. Escuchaba su cavernosa satisfacción
escapar entre los labios húmedos, asomando al gesto
devorador. Entonces le apresó el rostro con el pulgar y el
índice en las comisuras de los labios y la obligó a mirarlo. En
ese momento, al verse en los ojos de él, al contemplar la
satisfacción en sus pupilas dilatadas, supo que se había
convertido en una presa, que la imagen de ella misma se
había hecho pedazos, rota como su respiración, asustada y
llena de miedo. El terror se instaló en su estómago, disparó su
corazón, azoró sus mejillas, contrajo sus músculos. Y eso
desbordó al hombre de excitación animal.
El gesto de Kalaris había cambiado. Estaba tan serio, tan
concentrado en la severidad de cada movimiento, que parecía
un meticuloso artesano entregado al placer de su trabajo. Sus
manos recorrieron la carne de Anja, de la misma forma que se
amasa el pan, con fuerza, dejando la huella de la fuerza y el
poder la propiedad en ella. Su cuerpo reaccionó, y sin
pretenderlo lanzó un manotazo a su cara, se retorció y trató
de escabullirse, en silencio, sin un quejido. Se sintió como
una lombriz entre las patas de un pájaro. Kalaris la agarró por
el cuello y, con la otra mano, se arrancó la camisa de forma
salvaje. Tenía el pecho musculoso y cubierto de pelo. Anja se
retorcía y daba puntapiés y clavaba las uñas en su brazo.
Entonces él metió los dedos en su boca y ella sintió cómo la
angustia la hacía retorcerse. Después, mientras todavía se
ahogaba entre toses, le arrancó el vestido, desmenuzándolo
por partes. Primero las mangas, la pechera, la falda, las
enaguas. Ella se retorció desnuda y dio zarpazos al aire que
chocaban contra el muro de su cuerpo. Le abrió las piernas
bruscamente y contempló su cuerpo desnudo. Anja vio su
polla dura y se atragantó con su propio miedo. El corazón
latía sin control, esperando una huida, una escapada. El
pánico era una sensación nueva e incontrolable para ella, que
la obligaba a lanzar las garras entre gemidos impotentes. La
tomó por las muñecas, y pensó que sus huesos se romperían,
desmenuzados entre aquellos dedos rocosos. Entonces le dio
484
la vuelta y la tendió boca abajo.
Anja sintió la necesidad de gritar, pero no lo hizo. Apenas
podía respirar, y echó la cabeza atrás, tratando de escurrirse
entre sus piernas. Sentía el peso de él sobre su cuerpo, su
codo hincado en la espalda. De repente, Kalaris se detuvo. La
tomó por los hombros y se separó un instante. Ella se volvió
con el pelo sobre el rostro, como un velo que ocultaba su
desesperación, y lo vio.
Tenía la boca entreabierta, en una silenciosa
exclamación. Su pecho se contraía mientras los ojos recorrían
la espalda de ella. Con la yema de los dedos tocó la cicatriz
que la marcaba y se estremeció al sentir la carne nueva de su
herida contraerse. El recuerdo de aquella noche volvió a ella.
Sintió la cuchillada de nuevo, el frío metal abriendo la carne,
buscando el lugar en el que se ocultaba la vida. Sin embargo
Kalaris mordió la cicatriz con los labios, su lengua recorrió la
abultada y fea marca, lleno de ansia y gula avasalladora. Anja
clavó las uñas entre las sábanas y sucumbió; de la misma
forma que un naufrago se deja llevar por las enormes olas que
rompen contra las rocas, agotado ante una lucha imposible.
Resignada al dolor, a la extraña y terrible sensación de verse
sometida, abocada a un torbellino que hincaba en ella su
infinito apetito de juventud y sangre. A su lado, casi inmóvil,
su mano herida, deforme e inválida. Quizá como ella, atrapada
en un torbellino que no podía controlar.

—Estoy sediento —dijo Kalaris que todavía resollaba, tumbado


a un lado—, acércame esa jarra de vino.
Anja estaba tendida de costado, con los ojos abiertos, el
pelo revuelto, cubierta por una fina colcha bordada. Tenía un
corte en el labio, bajo la nariz, y la sal de la piel le escocía.
—¿Es que no me has oído? —insistió, dando un codazo a
su espalda—. Trae el vino a tu marido, Anja.
Al escuchar su nombre se incorporó. Sentía el cuerpo
magullado y dolorido. Tragó saliva y el regusto a sangre y
semen se arrastró por su garganta. Al ponerse en pie vio la
sangre seca en sus muslos, finos rastros escamosos de lo
ocurrido. Tomó los restos de su vestido y se lo echó sobre los
hombros. En su cintura había guardado algo que necesitaba
ahora. Por un momento dudó si debería haberlo utilizado
antes, mucho antes de que él entrase a la habitación. Alargó
una temblorosa mano hasta la jarra y arrojó la semilla de
amapola negra en el caldo. Después volvió al lecho y la ofreció
a su marido.
En el espejo su reflejo la mostró tal y como era, de una
forma en que no se había visto antes. Pálida, menuda,
vulnerable. Miró sobre su hombro y allí estaba la cicatriz.
Aquella deformidad, la marca de su vergüenza. La piel estaba
485
irritada, sembrada por los dientes y la rudeza de aquel
hombre. Anja se estremeció y las rodillas le flaquearon. Él rio
al arrebatarle la jarra de las manos. Bebió y el caldo carmesí
se derramó en su pecho y empapó su cuerpo y el lecho.
Después la contempló desnuda, la cogió por las nalgas y
mordió con fruición su vientre, el ombligo, el vello de su sexo.
—Quiero un hijo —dijo entre resuellos—. Un hijo que
será rey.

Cuando Ziamud la vio aparecer en el círculo de poder se


encontraba navegando en un polvoriento legajo de pergaminos
y maltrechos rollos de piel. El duende se quedó anonadado,
con la mandíbula descolgada y un ronquido largo y sordo.
—¿No habéis tomado la semilla que os di, mi ama?
Anja se acercó y se sentó en el suelo. La penumbra se
contoneaba frente a ella y, como las sombras, sus ojos
danzaban de un lado a otro, incómodos.
—Se la di a él. Ahora duerme y yo puedo dedicarme a
cosas más importantes.
Ziamud caminó a su lado, sin llegar a entrar en el
círculo, y tendió una manita hacia ella.
—¿Queréis que Ziamud os haga olvidar? —sugirió—.
Puedo condensar una poción que os libere de los recuerdos…
Anja se pasó los dedos entre el pelo, de frente a nuca, y
cerró los ojos un instante. Después los abrió y pestañeó varias
veces.
—Quiero que me ayudes a preparar los libros que
llevaremos a Ursa —dijo, llena de determinación—. No quiero
dejar nada aquí que pueda echar en falta después. Todavía
puedo aprender mucho sobre los círculos de poder y también
sobre la transmutación y alteración de los elementos. Quiero
conocer el poder de las velas mágicas y también el de encantar
objetos, las runas sagradas y las maldiciones oscuras.
—Ziamud buscará todo eso y lo pondrá a los pies de su
ama. —Se inclinó con una reverencia preocupada—. Pero no
sé cómo lo llevaremos hasta Ursa, mi señora.
—No necesito todos estos trajes. Esta no soy yo…
—En ese caso, Ziamud se encargará de aligerar el
equipaje del ama. Pero no puedo hacerlo frente a vuestros
criados… a no ser que pretendáis que Ziamud acabe en una
jaula sucia, comiendo mondas de patata como una vil
alimaña, mi ama.
Anja se mordió el labio y sintió el molesto recuerdo del
corte. Se quejó apenas y suspiró al tiempo que concentraba
sus pensamientos en los libros y la manera de llevarlos con
ella.
—Eres muy feo, Ziamud.
El duende encogió sus deformes y peludos hombros y
486
esperó, confundido. Anja habló en un susurro, casi inaudible
y olvidó un momento sus moretones y huesos doloridos.
—Necesito a alguien que pueda asistirme de día —dijo
con aspecto evadido—. Alguien que pueda estar a mi lado y
compartir mi secreto. Una mujer, una dama de confianza. Y sé
quién es la persona adecuada.

487
CAPÍTULO 38

Cielo y roca, a poca distancia de ellos, formaban la misma


compacta superficie. Las nubes se habían instalado sobre sus
cabezas, ensartadas en las afiladas agujas y, de vez en
cuando, pequeñas aves asomaban a sus vaporosas panzas. El
sol estaba oculto desde el amanecer, y el día parecía un eterno
ocaso incoloro. Había llovido, unas pocas gotas que todavía se
olían en el aire, pero no lo suficiente como para borrar el
rastro. En la piedra, mil pequeñas manchas húmedas; grietas
de bordes cortantes que servían de erosionados pozos.
Hill, el explorador aukano, introdujo la mano en uno de
aquellos agujeros y llevó el agua a los labios. No bebió.
Levantó la vista al frente, un poco elevado, y tendió la oreja.
Después cerró los ojos y respiró profundamente. Aguantó la
respiración y escuchó el silencio. Las gotas resbalaban desde
sus nudillos y caían de vuelta al charco. Abrió los ojos y bebió,
solo un poco, lo suficiente como para mojarse los labios y la
lengua. A su alrededor los líquenes eran manchas violáceas y
amarillas y blancas. Acarició con las yemas la piedra, dio un
paso largo, casi un brinco, y buscó en el suelo una pista
invisible.
Escuchó los pasos y el metal rechinar a su espalda. Por
la manera en que sonaba su armadura solo podía ser Lestick.
Suave vestía una malla corta bajo el peto de cuero. Tull no
caminaba de aquella manera; un paso vivo... ahora un salto...
dos pasos cortos. Hill tomó la pequeña redoma que colgaba en
su cinto y la hundió en uno de los pozos. Después se sentó y
esperó la llegada del monje. Todavía quedaban, por lo menos,
veinte pasos.
Como todo el mundo sabía, Hill no era el típico clérigo. La
sangre nómada que corría por sus venas lo había moldeado
por dentro y por fuera. Era menudo y delgado, piel
aceitunada, de ojos oscuros ligeramente rasgados y nariz
pequeña y respingona. Tras días de escapada hacia el norte,
un fino bigote crecía en los extremos de su boca. Una herencia
oriental, casi salvaje, imposible de ocultar. Al contrario que
sus hermanos vestía tan solo una túnica, sin mangas, que
anudaba con un grueso cinturón, y a la que asomaban unos
buenos pantalones de piel y botas altas. Cubría su cabeza con
un bonete de algodón del que escapaban caracoladas puntas
de un pelo negro y fino. No necesitaba muchas armas, aparte
de su cuchillo largo, el arco recurvo que colgaba a su cuello y
el carcaj repleto de flechas. Se llevó la botella a los labios y dio
un breve sorbo, más generoso que el anterior, aunque no lo
suficiente como para contentar a un sediento.
Había conocido a Anair en los páramos más allá de
488
Portondehierro. Persiguieron una partida de saqueadores
durante días, hasta que dieron con ellos y los mataron. El
monje inquisidor, líder de Los Puros de Vanaiar en Rajvik, le
propuso unirse a su hermandad. Él no aceptó, tampoco dijo
que no. Tan solo se quedó en silencio, se dio la vuelta y se
marchó.
Los Puros de Vanaiar eran un capítulo fuerte y devoto. No
era casualidad que su líder fuese un joven inquisidor que
prometía convertirse en un alto cargo del Consejo de la Ira
algún día. Rajvik había sido una fortaleza mítica en la historia
de la Orden. Un lugar de peregrinaje para la mayoría de
monjes. Una de las primeras conquistas del profeta, muchos
siglos atrás. Era un buen lugar en el que entregarse al servicio
de Dios, luchar con los mejores y, quizá, algún día poder
morir en el campo de batalla. Pero Hill no era un buen
creyente. Se convirtió cuando tan solo era un niño, por una
obligación contractual. Él ponía su trabajo y su maña, los
monjes la comida y un techo. Resultó ser un buen trato, el
mejor, dadas las circunstancias.
Hill no era su verdadero nombre. Él era Kjhillué Kuihauk,
un buen hijo de su padre y buen hermano de los suyos. Pero
era habitual en el oriente de Aukana, habitado por tribus
nómadas, las luchas entre clanes dominantes. Un
matrimonio, favorables alianzas o la fuerza del hierro, daban a
unos u otros mejores pastos, tierras más propicias en el
invierno o los mejores sementales. Los Kuihauk fueron fuertes
y poderosos Caudillos de jinetes, hasta que llegaron los
Kirkuk. Entonces todo cambió y los antes orgullosos jinetes se
vieron abocados a la ruina y la mendicidad. Así acabó él, como
otros tantos, convertidos al Dios de la guerra, exiliados o
vueltos mercenarios en los grandes territorios del este.
Realmente le gustaba aquel dios. Como a todos los
jinetes, Vanaiar le infundía un gran respeto. Un Dios sin
rostro, vengativo y cruel, que animaba a la guerra y la disputa
para solucionar los conflictos. Era previsible que su
belicosidad encajase entre hombres aficionados a la
competición y la lucha. En ese sentido era un monje orgulloso
de su Dios. Pero formar parte de los Puros era otra cosa, algo
muy diferente. Quizá si su clan no estuviera disperso y
debilitado. Si su familia no hubiese olvidado las hazañas de
antaño. Pero, incluso a él mismo le costaba recordar las
historias narradas junto al fuego, encogido bajo una gruesa
piel, a los pies de su padre. Nada de aquello quedaba, y los
suyos, los Kuihauk, se esfumarían con él, como si nunca
hubiesen existido.
Tres semanas después se presentó frente a Anair con su
arco y sus flechas y le dijo que era todo lo que podía ofrecer.
El monje inquisidor no pedía más.
Hacía seis años de aquello y todavía no sabía por qué
489
Anair decidió llamarlo a su lado. Nunca se lo dijo. De hecho
jamás cruzaron muchas palabras. El líder de los Puros resultó
ser un monje silencioso, estricto y exigente, que no concedía
beneficios a nadie y repartía las tareas y responsabilidades
por igual. Hill atendía las órdenes de Anair, le servía lo mejor
que podía y no discutía su criterio. Con el tiempo comprendió
la meticulosa labor del inquisidor, dedicado a tomar pequeñas
piezas rotas, fragmentos de un propósito, y a ensamblarlos en
una máquina de engranajes perfectos. Los Puros eran un
capítulo disciplinado y leal formado por guerreros,
administradores, clérigos, novicios, cocineros; cada uno de
ellos, una pieza única en las manos de Anair.
Lestick apareció tras su resuello, vio a Hill y se detuvo a
su lado.
—¿Algo? —preguntó con la vista puesta en el profundo
barranco.
—Ha pasado por aquí —respondió el explorador—. Se
detuvo un rato. Bebió. Después siguió por allí y subió aquella
pared.
—¿No puede volar?
—Desde ayer.
—¿Crees que anda lejos?
—Lo suficiente.
—¿Qué quieres decir?
—Lo suficiente para no atraparlo.
—Si está herido no llegará muy lejos...
—Llegará a dónde quiere llegar.
—Quizá si nos damos más ritmo le demos alcance.
—Olvídate de eso, Lestick. —Hill miró a otra parte con
cierto fastidio—. No vas a cogerlo. Vamos tras él porque es lo
que quiere. Si nos detenemos, él también lo hará. Si aprietas
el paso, él también lo hará. No le atraparás nunca.
Lestick observó a su compañero con las manos en la
cadera, miró las paredes a su alrededor y de nuevo la
dirección que había señalado el explorador. No debía de faltar
mucho para que la noche volviera con su helado abrazo.
—Creía que eras un gran cazador —dijo Lestick.
—Y lo soy. Pero ese bicho no es una presa —añadió Hill
antes de dar otro breve trago—, es un cebo.

Un rato más tarde el grupo al completo descansaba,


desperdigado en torno a los pequeños pozos de agua clara.
Había aprovechado para rellenar los odres y dar un respiro a
los pies. No habían descansado más que unas pocas horas en
los últimos dos días. Malas horas de peor sueño, agitado, con
guardias dobles, atentos a cualquier sonido extraño venido
desde la extraña noche. Todos estaban agotados, excepto el
gigante Reidhachadh, a pesar de que, sobre su musculosa
espalda, cargase el morral de Olen y el saco de Kali y Trisha,
490
además del agua y las provisiones. Todos bufaron o gimieron
al dejarse caer al suelo, excepto él.
Suave se quitó la capucha de malla y se lavó la cara con
estrépito, tratando de despejarse. Pero al volver la vista al
cielo cubierto se mordió la lengua y se dejó caer, fatigado.
—Solo nos falta la lluvia —musitó con la cabeza caída a
un lado.
—No lloverá —contravino el gigante Reidhachadh—. Se
acerca una tormenta, pero no lloverá.
—Vaya, eso me tranquiliza —replicó Suave, aunque no
obtuvo ninguna réplica a su ironía.
Hill, al lado de Lestick, señaló una estrecha y tortuosa
senda que ascendía una de las paredes.
—Deberíamos subir por ahí y comenzar a descender
antes de la noche —apuntó Olen.
—No queda mucho para anochecer —intervino Olen sin
ponerse en pie—. ¿Por qué no descansamos aquí?
—Porque pronto se levantará viento del norte y nos
conviene salir de este despeñadero —explicó Hill—. Al otro
lado de esos riscos estaremos a buen recaudo.
—¿Cómo lo sabes? —dijo, lleno de desdén, Olen—. Ni
siquiera sabemos dónde estamos. Hace días que caminamos
en este laberinto de precipicios y barrancos muertos. No
parece que vayamos a encontrar nada más que lluvia, frío y
más lluvia.
—¡Olen! —exclamó Trisha, que buscaba algo de comer en
su saco. A su lado Kali, oculta bajo la capucha, se sentaba
con las piernas cruzadas y la espalda encorvada.
Hill lo miró sin pestañear y después buscó a Lestick. El
veterano clérigo resopló y se secó el sudor con la manga de su
túnica. Tenía las hirsutas canas húmedas, adheridas a la
frente y las mejillas, y por su cicatriz corrían gotillas de sudor
hasta el entrecejo. Sin decir nada elevó su vista a las alturas,
primero por la roca, siguiendo el pedregal y los corrimientos
de tierra, hasta las crestas afiladas, y después el cielo, tan
compacto como la montaña. Se detuvo un instante y resopló
de nuevo.
—¿Qué piensas? —preguntó Tull con expresión bovina.
Su jefe se pasó la lengua por los labios y mordió las pieles
secas que se levantaban junto a los cortes. Tenía los ojos
claros y vidriosos, rodeados de arrugas de las que nacía la
creciente barba plateada.
—Pienso que hace muchos días que veo el mismo paisaje
—masculló Lestick. Movió la cabeza a los lados, tan solo un
par de veces, y cuando levantó la barbilla tenía la boca prieta
y el gesto duro—. Subiremos a esos riscos antes de la noche,
como dice Hill.
—¡Vamos! —protestó Olen—. ¡Ni siquiera hemos parado a
comer!
491
—¡Seguiremos tal y como dijo Hill! —gritó el monje, fuera
de sí.
Olen dio un respingo, incluso Reidhachadh se puso en
pie al percibir la violencia en la voz de Lestick. Todos
permitieron que el eco se desvaneciese con la creciente brisa
que anunciaba el fin del día. Se intercambiaron miradas
suspicaces aunque agotadas que, como el eco, quedaron en la
distancia. Nadie añadió una palabra más. Los resuellos y
algún quejido al sacarse una bota o aflojar el cinto fueron toda
la conversación. Desparramados en el fondo de aquella
garganta, lejos los unos de los otros, royendo un trozo de
carne en salazón o masticando semillas de tabalisa.
Volvieron a la cacería tan pronto que Olen todavía
mascaba embutido y pan mientras trepaban por las
escarpadas paredes de piedra. En algunos lugares los
derrumbamientos, recorridos por las cabras trepadoras,
formaban peligrosas sendas que se venían abajo con estrépito
al paso de Tull o Reid. Avanzaban poco a poco, asegurando
cada paso, tras los rezos y plegarias de los monjes que
suplicaban morir luchando, y no aplastados bajo una de
aquellas lenguas pedregosas. Cuando llegaron a la cima, un
fuerte vendaval se levantó y las nubes corrieron rápido sobre
sus cabezas, convertidas en jirones espumosos que dejaban la
huella de su paso sobre la piedra y la volvían oscura y
resbaladiza.
Reid y Hill no erraron en su pronóstico. El viento azotaba
sus capas y levantaba olas de arenilla que les golpeaban el
rostro tal que vidrios rotos. Comenzaron el descenso a ciegas,
tanteando cada escalón, sin ver más allá de sus propios pies.
Cada paso era un salto de fe, un estremecimiento hasta que
se apoyaba en la sólida oscuridad y la estabilidad sustituía al
vértigo una vez más. Reid aparecía entre las sombras y tendía
su mano en los pasos más complicados. Las voces eran
devoradas por la tormenta, y Hill gritaba a Lestick el camino
exacto, los lugares en que arañar la roca con el metal de sus
guantes.
Era noche cerrada cuando encontraron un refugio lo
suficientemente amplio para todos. Una grieta tremenda, casi
una amenaza a la gran montaña, que formaba una terraza
natural abierta al sur. La tormenta pareció ignorarlos en aquel
cobijo y, a pesar de no poder encender fuego, el calor volvió a
sus cuerpos en forma de músculos doloridos y rozaduras
sangrantes.
Cayeron desperdigados sobre los petates, tendidos con la
cabeza apoyada en el morral y los pies en alto. Nadie dijo una
palabra, excepto una sinfonía de bufidos y quejidos
contenidos que eran devorados por algún ocasional golpe de
viento. Hill se cubrió la cabeza con un pañuelo oscuro que
anudó en la nuca, cruzó el arco sobre el pecho y salió a
492
explorar los alrededores. Nadie le prestó demasiada atención.
Había un aire siniestro en los ojos exhaustos, agotados por el
ascenso y la lucha contra la creciente tormenta.
Lestick se puso en pie y se rascó la barba cana que había
nacido en su cuello durante los últimos días. Kali y Trisha lo
observaron en silencio mientras Olen se quitaba las botas. El
monje dio unos pasos a un lado y torció la boca, masticando
un pensamiento que intentaba tragar desde hacía demasiado
tiempo.
—Mañana regresaremos a Dromm —anunció tras eludir
las dudas.
—¿Qué? —saltó Trisha presa de la incredulidad
indignada.
—Escucha, mujer —replicó el clérigo—. Nos quedan las
provisiones justas para el camino de vuelta. No voy a dejar
que mi vida quede en estas montañas mientras mis hermanos
luchan en las murallas.
—No debemos estar muy lejos...
—¡Lejos! —exclamó, asombrado—. ¿Lejos de qué? Hemos
caminado durante más de una semana y no hemos
encontrado nada aparte de esos engendros que nos atacaron y
la sombra alada que perseguimos sin tregua. No me importa si
Geronte existe. Tu misión acaba aquí.
—Por supuesto que existe —replicó ella—. Vosotros
mismos habéis visto a sus esbirros. ¿O de dónde crees que
han salido? ¿De veras crees que pueden existir tales
monstruos en estas montañas si no es por la existencia de
Geronte?
—No me has entendido —añadió el clérigo de forma
paciente aunque autoritaria—. No estoy discutiendo la
posibilidad de continuar la cacería. Las provisiones se acaban
y el tiempo de tu misión también.
—El consejo dijo...
—El consejo te dio un plazo para que saldases tu deuda
con un brujo y el plazo ha expirado. Regresaremos a Dromm.
Fin de la discusión.
—Lestick —dijo Trisha, poniéndose en pie de forma
solemne—, mi tutora me envió al norte para encontrar a ese
hombre... ese monstruo que se llama Geronte. No mentí
durante el consejo. Esas aberraciones... por algún motivo las
envió tras Kali. Debo encontrarlo, pero no por la obediencia
que debo a mi tutora, sino por evitar más problemas a la
ciudad de Dromm. —Lestick levantó una ceja—. El brujo
enviará a sus esclavos tras de Kali.
—¡¿Cómo puedes saber eso?!
—¡Vosotros mismos lo habéis visto! ¡Hay que continuar el
rastro!
El veterano monje miró de soslayo a Kali, al tiempo que
se mordía los labios en una mueca.
493
—La misión ha terminado.
—Bien —asintió Trisha con suficiencia—, entonces
continuaremos solas.
—¡Eh! —exclamó Olen—. ¿Te has vuelto loca, bermeja? El
monje lleva razón, tenemos las raciones justas para el camino
de vuelta. ¿Quieres quedarte en este pedregal? No hay manera
de sobrevivir aquí.
—¡He dicho que regresamos! ¡Todos! Nadie va a continuar
la busca. Te pondrás a disposición del consejo y Kali pasará a
la tutela de Anair. Ahora ya no es asunto mío.
—¡¿Pretendes entregarnos al consejo?! —Trisha se clavó
un dedo en el pecho—. Sabes que te equivocas, Lestick. ¿Por
qué haces esto? ¿Por qué no quieres que encontremos a ese
brujo?
—¿De qué estás hablando?
—Puedo sentirlo en ti. —Los ojos de Trisha se clavaron en
el monje—. Desde que salimos de Dromm. Deseas que no
encontremos a nadie, que todo sea una mentira y volvamos
frente al consejo con las manos vacías. ¿Para qué dejarme en
evidencia? ¿Para qué poner en peligro a Kali? ¿Es esa tu
misión? ¿Para eso te envió Anair?
Lestick gruñó y dio un paso al frente con aspecto
colérico. Las venas de su frente palpitaban, conduciendo la
rabia. Tull y Suave se incorporaron con los ojos muy abiertos,
a la espera de un arma que se asoma a la noche. Reid también
se adelantó, en silencio, mientras que Olen deslizó con
descuido la mano hasta su cuchillo. Había un muro de
silencio entre los tres clérigos y el resto del grupo, un muro
que amenazaba con venirse abajo en cualquier momento, sin
que todavía se adivinase de qué lado caería.
—Deberías quedarte. —Apareció Kali frente a Lestick.
Habló sin apenas despegar los labios, con los ojos
descubriendo su extraño y avasallador vacío.
El clérigo la miró como si no pudiese reconocerla. Sus
facciones se relajaron y bajó los puños.
—Si no lo haces por mí —continuó la muchacha—, hazlo
por Dios. Todavía le debes una venganza.
Lestick dio un paso atrás e intercambió una mirada
desconcertada con Tull y Suave. Después se volvió hacia Kali
y entreabrió los labios, casi tartamudo, pero no llegó a decir
nada. El aire corrió entre ellos y agitó la lana de sus
maltrechos hábitos. Hubo un momento de duda, una
pregunta silenciosa, que nadie había pronunciado pero que se
reflejaba en el pesaroso semblante de aquellos devotos
guerreros. Lestick bajó el rostro y miró una vez más a Kali,
oculto tras sus gruesas cejas. Cavilaba, como un buey
detenido en el centro del camino, lo que sus pensamientos
querían decirle, pero sin llegar a abrir las puertas que su fe
había cerrado a la razón.
494
De repente, Hill apareció de un brinco sobre una roca.
Llevaba el arco cruzado en el pecho, se había deshecho del
pañuelo con que se protegía del viento y, en la penumbra, su
rostro parecía el de un muerto vuelto a la vida.
—Lo he encontrado —dijo, entre resuellos, pero al
percibir el silencio de los otros sobre él, tomó aire y repitió—.
He encontrado a Geronte.

La luna cortaba el despeñadero como un filo de escarcha. El


barranco se abría en un gran cañón de forma ovoide y en una
de las paredes estaba la fachada de aquel gran templo
olvidado por los hombres. Un lugar viejo y roto, astillado en
mil escamas de sombra y roca, tal que la piel de un fósil de un
pasado abandonado al tiempo. Talladas en la misma piedra,
cuatro gigantescas columnas bordeaban la entrada.
Centenares de grietas recorrían la roca, como heridas
mortales que formaban una confusa red en sus líneas rotas.
Sobre ellas, a modo de capitel escorado y casi vencido, figuras
colosales soportaban las rocas salientes que coronaban el
precipicio. Los gigantes frenaban la dentellada de una
montaña a punto de devorar la obra del hombre. Como una
lengua de roca, una desigual escalera ascendía hasta las
columnas y, a sus pies, una advertencia.
Docenas de estacas, picas quebradas y varas astilladas,
se dibujaban aquí y allá, rodeadas de huesos pelados que
parecían emitir luz propia a la claridad del plenilunio.
Colgaban, balanceados por el viento, amuletos y piedras y
huesos afilados, y cantaban con caóticos chasquidos. La
tormenta aulló cuando el grupo se detuvo frente a aquel
tétrico paisaje. Cubiertos con las capas, la voz devorada por el
látigo del viento, tratando de afianzar los pies entre las lascas
de piedra cortante.
Trisha se adelantó e hizo una señal con el brazo. Todos la
siguieron a trompicones, agazapados ante la fuerza del
vendaval, utilizando las manos para trepar por la irregular
escalinata. Frente a la gran boca hambrienta que era la puerta
se formaba un torbellino de polvo que corría de un lado a otro,
con vida propia, y rodeaba a los intrusos, inspeccionando sus
cuerpos entre empujones malhumorados. La mujer, con el
rostro cubierto tras el codo, miró atrás una vez más. Todos
esperaron encogidos. Tenían los oídos sordos ante el aullido
de la tormenta y el eco de los huesos, ajenos a la voz de la
cordura que aconsejaba alejarse de aquel lugar.
Lestick movió la cabeza a un lado, hacia Tull, y este tomó
su hacha con ambas manos y se adelantó hasta el quicio de la
puerta. Suave se apostó a un lado, con los cuchillos en alto,
junto al pecho. Todavía hubo tiempo para una mirada más,
un momento para llenar los pulmones y convencerse de lo que
495
iba a pasar. Kali estaba quieta, plantada a espaldas de Trisha,
con la vista puesta en la oscuridad del interior. Olen dijo algo,
pero nadie pudo escucharlo y un golpe de viento se llevó sus
palabras. Una gran nube cruzó frente a la luna y las sombras
se volvieron espiras cambiantes que aguardaban su momento.
Trisha dio un paso al frente, después otro, hasta atravesar la
puerta. Los demás la siguieron.
Había un hedor corrupto y viejo en el interior. El aire y su
lamento quedaron fuera y de nuevo pudieron escuchar su
propia respiración. Trisha se quitó la capucha y miró
alrededor. La claridad nocturna proyectaba sus sombras que
se hincaban en la aterciopelada nada que los envolvía. Todos
permanecieron en la estrecha franja de luz, con las armas en
alto, espalda contra espalda, y la vista puesta en la nada
frente a ellos.
—Tull —dijo Lestick al tiempo que le indicaba con la
mirada uno de los costados.
Ambos monjes se adentraron en el amplio recibidor y se
escuchó el eco de sus pisadas. Era una sala enorme de la que
no llegaban a atisbar el final ni la anchura, oculta como
estaba entre sombras sólidas como paredes construidas con
obsidiana. Hill esperó rezagado, con el arco dispuesto, en el
lado contrario al gigante Reid y a Olen.
—Mantente a mi lado —dijo Trisha a Kali y abrió su capa,
con una mano en alto y el dedo corazón e índice desplegados
frente a ella.
—¿Qué es este lugar? —preguntó Olen.
—Un templo —respondió Suave, nariz en alto, tal que un
roedor que husmea desconfiado.
—¿Este lugar es cosa vuestra?
Lestick se volvió hacia el buscavidas con expresión
enojada.
—Es mucho más antiguo —intercedió Trisha, que trataba
de dilucidar la oscuridad frente a ella—. Quizá un lugar de
culto anterior a los reinos del norte. No he reconocido las
figuras del pórtico, pero podrían ser gigantes o titanes que
existieron tiempo atrás y que los bárbaros adoptaron como
parte de su panteón. En la antigua tradición, Ulfmaer era el
padre de las montañas, de su piedra moldeó a los gigantes
Dachalan que un día poblaron esta tierra. Muchos mineros y
artesanos del hierro todavía lo adoran en secreto.
El viejo monje mantuvo su mirada en Olen y después
escrutó alrededor con desagrado.
—Paganos —escupió.
—No conviene enojar a Ulfmaer —apuntó Reidhachadh.
El gigante permanecía imperturbable, con aquella
trascendente mirada suya, perdida en la oscuridad sobre
ellos, y el pecho hercúleo desplegado, quizá inflamado por una
emoción que no mostraba—. Hace mucho tiempo los
496
hermanos Hierú y Tirambar decidieron acabar con él. Su
padre Thurin les envió tormentas y el agua cubrió el mundo.
Pero nada puede acabar con la montaña, ni el viento, ni el
agua pueden destruir la tierra. Quizá parece que no es así,
que la roca se descompone y desaparece, pero Ulfmaer es
eterno. La roca permanece en la arena; la arena en el polvo; el
polvo en el aire. Nada puede acabar con Ulfmaer porque él es
el mundo. Y ahora estamos en sus entrañas.
La voz del enorme mercenario retumbó en la inmensidad
del templo y todos se agitaron, pendientes de la oscura cortina
que se tendía frente a ellos.
—Pues más razón todavía para no pasar la noche —
replicó Olen—, ni tampoco un día. Por todos los dioses viejos,
¿qué hacemos aquí?
—Un templo abandonado —murmuró Trisha sus
pensamientos al aire—. Ya no queda nada de aquello por lo
que se construyó.
—Gigantes y dioses muertos... —añadió Suave con los
ojos muy abiertos.
Un golpe de viento arrastró el polvo sobre las baldosas y
corrió entre las piernas de Tull. El monje describió un arco
con el filo de su hacha, hacia la oscuridad, y el metal silbó al
cortar la nada. Se humedeció los labios y buscó de soslayo a
Lestick.
—Ese hedor... —susurró el recio clérigo.
—Y ahora... —musitó Olen, con el cuchillo largo
apuntando a todas partes—. ¿Qué hacemos ahora? ¿Nos
ponemos cómodos?
—Deberíamos entrar —propuso Trisha.
—Bermeja —murmuró de nuevo el mercenario—. Ya
estamos dentro.
—Quiero decir más adentro.
—Me encanta escuchar eso de tus labios —sonrió Olen
sin bajar la guardia—. Pero ¿quién va primero?
—Nosotros iremos primero —intervino Lestick, cargado
de seguridad y aplomo.
En ese momento la luna se cubrió de nuevo y la estrecha
franja luminosa se volvió un recuerdo difuso que permanecía,
obstinado, en sus retinas.
—¿Qué es ese olor? —Tull arrugó la nariz.
—¡Suave! —llamó Lestick, autoritario—. La lámpara.
El monje dejó los cuchillos en el suelo, tiró mano del
petate y comenzó a rebuscar entre sus cosas.
Los cuerpos de los compañeros se habían vuelto siluetas
incoloras entre la tenue barrera que delimitaba el interior de
aquel lugar. La sombra se les vino encima, primero engulló a
Tull, y cada vez se encontraron más juntos en el estrecho
círculo.
—¡Suave! —insistió Lestick con la hoja de su arma
497
tendida hacia la nada—. ¡La lámpara!
—¡La tengo! —exclamó el monje que buscaba en el saco,
rodeado por sus amigos—. Pero no encuentro la yesca.
La nada acariciaba sus cuerpos y les daba la bienvenida
con un frío abrazo. Podía ser oscuridad, tan solo la ausencia
de luz, pero resultaba un fluido helado que se arrastraba por
el suelo y los envolvía, tal que el viscoso cuerpo de un enemigo
ancestral. Reid abrió los brazos a los costados, solo un poco, y
cerró los puños al tiempo que afilaba la intuición. Sin
pretenderlo retrocedió un paso.
—¿Qué ocurre? —lo interrogó Olen de forma suspicaz.
A su espalda, Suave decidió vaciar el contenido del
petate, y los cazos y escudillas repicaron en el suelo en un
momentáneo estropicio.
El gigantón tenía los ojos ocultos, fijos en el vacío, y una
mueca creció en su rostro, tensó su poderosa mandíbula y sus
hombros crecieron junto a la cabeza.
—¿Qué has visto, Reid? —lo interrogó Olen, a su lado,
tratando de descubrir lo que había puesto en guardia al
montañés.
—¡¿Qué pasa con esa lámpara?! —insistió Lestick.
—La maldita yesca no aparece —gimoteó Suave,
arrodillado tras él.
Trisha tiró del abrigo de Kali y la cubrió con su cuerpo,
abrió las piernas y en su mano vibró una leve onda de fuerza
invisible que estremeció los bordes de su capa. El miedo
eclosionó como un sentimiento irrefrenable que brotaba por
todos sus poros. La oscuridad dejaba demasiado lugar a la
imaginación; formas inventadas por la cordura, o por la falta
de ella; pesadillas hechas reales. El manto de oscuridad se
arrastraba como un lecho ponzoñoso que los sumergía y
devoraba en silencio partes de su cuerpo.
—No estamos solos —anunció la profunda voz de
Reidhachadh.
Todos pudieron escucharlo. Kali desenfundó su cuchillo
con inseguridad y se asomó a la espalda de Trisha. La
respiración de Suave, agitada y llena de ansiedad, era lo único
que se escuchaba mientras rebuscaba entre cuerdas,
cacharros y viandas envueltas en paño. Hill tropezó con él
mientras apuntaba su arco a todas partes.
—¡Suave! —exclamó Lestick con impaciencia.
—¡Ya está, ya está! —respondió el monje. Dio un codazo a
la rodilla de Hill, se revolvió y breves chispazos aparecieron
entre sus manos—. ¡Lo tengo, lo tengo!
Un susurro se deslizó a su alrededor. El viento del
exterior pareció lejano, casi olvidado en la distancia, mientras
que la claridad de la luna se apagaba un poco más,
depositando sobre ellos un velo casi impenetrable.
—Deberíamos salir de aquí —sugirió Reid, entre dientes.
498
Tull lanzó un par de hachazos cruzados frente a él y la
atmósfera se partió en dos para volver a unirse.
—¡Algo me ha tocado la pierna! —gritó el monje.
Lestick comenzó a murmurar una plegaria.
—Señor, mi Dios, único y verdadero…
Era cierto, había algo, una presencia que desplazaba la
impenetrable atmosfera frente a ellos.
—… dame fuerzas para aplastar a tus enemigos y
devolverlos a las tinieblas.
La intuición bailaba con el temor, dando vueltas y
vueltas, y sus risas resultaban tan atronadoras como los
latidos del corazón, golpeando en la sien, una y otra vez, y
otra, y otra, sin detenerse, como si cada latido fuese el último.
—Señor, mi Dios, único y verdadero...
El susurró se convirtió en un creciente lamento, en un
chasquido hambriento, un sonido de carne arrastrada sobre la
piedra.
—Bermeja... —dijo Olen, colocándose junto a la mujer—,
¿dónde nos has traído?
El grito de Suave, lleno de júbilo, les hizo mirar atrás por
un instante.
—¡Luz! —exclamó con una sonrisa en los labios y brincó
con la lámpara en alto—. ¡Por fin luz!
Una esfera de claridad dorada inundó la estancia y las
sombras retrocedieron unos pasos. La amenaza quedó al
descubierto y la sonrisa de Suave se esfumó tan rápido como
el júbilo por su pequeña hazaña.
A su alrededor, decenas de seres deformes, algunos de
aspecto raquítico, de piel transparente y ojos vacíos, otros con
músculos casi humanos y poderosas mandíbulas desde las
que se descolgaban chorretones de saliva pegajosa. A ambos
lados, por todas partes, la oscuridad se había vuelto legión de
monstruos que esperaban en silencio su oportunidad para
saltar sobre ellos. Podredumbre y corrupción deforme, úlceras
y piel incolora, ajena a la calidez del sol. Un muro de criaturas
nocturnas, retorcidas por dentro y por fuera, hambrientos de
la vida de la que ellos carecían. La amalgama de miembros
desnudos, de uñas rotas y carne blanda se vino sobre ellos
como una ola hambrienta que se rompe en un rugido insano.
—¡Vanaiar! —exclamó Lestick antes de dar un mandoble
y partir el cráneo de un engendro.
Las flechas de Hill silbaron en la penumbra y tras ellas,
casi al mismo tiempo, los cuerpos caían a los pies de los se
abalanzaban con un rugido. Reid golpeó con el puño y Olen
acuchilló a uno de aquellos desfigurados seres y lo volteó
sobre el hombro, lanzándolo a varios pasos de distancia.
—¡Están por todas partes! —gritó el buscavidas antes de
prepararse para un nuevo ataque.
Trisha abrió los dedos y una fuerza invisible golpeó a
499
media docena de seres que caían sobre ella entre empujones,
disputando el sabor de su cuerpo. Las criaturas volaron por
los aires y desaparecieron en la oscuridad, lejos de la lámpara.
Se formó un ensordecedor tumulto salvaje, ladridos
histéricos que los aturdían en una confusa amenaza. Tull
repartía hachazos a ambas partes, pero manos y garras lo
cogían de las piernas y desgarraban su manto. Las oraciones
de Lestick se habían vuelto un grito que no se distinguía del la
ruidosa turba. Aullaba a su Dios y, con los ojos vueltos dos
teas sangrientas, levantaba el arma y la dejaba caer, una y
otra vez, sobre las retorcidas criaturas. Cercenaba un brazo,
cabezas rodaban, pero la avalancha se le venía encima sobre
los cuerpos muertos, resbalando en la sangre y las vísceras.
Los empujones habían desecho su pequeño círculo
entorno a Kali y Suave. Hill había colgado el arco al cuello y
acuchillaba en el vientre a un monstruo imberbe de piel
viperina y ojos de mosca. Ambos rodaron por el suelo y
quedaron sepultados entre la masa deforme.
—¡Reid! —gritó Olen cuando se vio separado de su colega.
El gigante lanzaba golpes a los lados y los cuerpos
volaban, o se partían los huesos y se arrastraban, entre
gemidos, antes de ser aplastados. Varios engendros se habían
aferrado a sus piernas, y lo mordían o lo arañaban, antes de
que él los arrancara de su carne y los partiese entre sus
manos como ramas resecas.
La voz de Olen, llamando a Reid, desapareció devorada
por los gritos y la confusión. Trisha extendía la palma frente a
ella y algunos monstruos se detuvieron, como un muro de
carne que retenía a los otros. Ella gimió por el esfuerzo, sus
pies resbalaban en el suelo. Kali miraba a todas partes y
sintió que su corazón se liberaba, era el momento, debía
hacerlo, debía dejar que aquello volviese a ocurrir. Algo se
rompió en su interior y una sensación de ingravidez la hizo
marearse. Allí estaba el calor, de vuelta con su devastación,
con la máscara de la muerte. Sintió una corriente eléctrica
que nacía de su pecho y crepitaba en los bordes de su capa,
en la punta de sus dedos. Sin embargo, abrió los ojos y perdió
el aliento. Todo desapareció, sustituido por el caos.
Suave, dando cuchilladas a diestro y siniestro, tropezó
con su espalda. Entonces la lámpara cayó y una explosión
corrió entre sus pies. Las llamas brotaron como brazos que se
retorcían y a los que asomaban rostros desfigurados. Todo se
volvió una pesadilla de fuego y oscuridad, gritos, armas que
partían miembros y voces familiares, desfiguradas por el dolor
y el miedo.
La oscuridad se cerró sobre el aceite en llamas y, entre
nubes de humo negro y sombras vivas, Kali vio la armadura
de Lestick, rodeada de cuerpos, también al gigante Reid, con
el rostro enloquecido, casi animal, lejos de su usual quietud.
500
Olen gritaba y gritaba, tratando de escapar de allí. Manos la
tomaron de la ropa y ella se escabulló con rapidez, lanzó un
tajo atrás, pero al golpear, el buen cuchillo se escapó de sus
dedos y se perdió entre la multitud. Dio patadas y codazos,
golpes para alejar aquellos deformes seres que trataban de
agarrarla. Saltó a un lado y evitó las llamas, pero la golpearon
en la cabeza y rodó por sobre los cuerpos y su agitación
enfermiza, hasta encontrarse en la tiniebla. Trisha gritaba su
nombre, pero ella también desapareció entre la
muchedumbre.
La luz comenzó a extinguirse cuando dio con la espalda
contra el suelo, pataleando desesperada. Se retorció como
pudo y escapó reptando. Sintió los pisotones en la riñonada y
las rodillas se le descarnaron contra la piedra. No veía nada,
tan solo sus propias manos y, de vez en cuando, dedos sucios
la cogían por el cuello y el pelo. Dio un codazo atrás, trató de
ponerse en pie y algo la mordió en un muslo. Ella gritó y, de
nuevo, la rabia vino a ella. El cuerpo entero le ardió, lleno de
fuerza devastadora. Sin embargo, un nuevo empujón la
derribó y, en esta ocasión, se encontró dando vueltas en el
aire.
Perdió la orientación y estiró los brazos a los lados. Todo
su cuerpo se retorció en busca de un apoyo, algo físico fuera
de ella. No veía nada, tan solo la ingrávida sensación de que
giraba cual molino en un torbellino eterno. El estómago se le
revolvió como un animal herido, pero no tuvo tiempo de
vomitar, porque llegó el golpe y todo se congeló.
Había una corriente; estaba bajo el agua. Se deshizo de la
capa y, sin esperarlo, su rostro asomó a la superficie. La
corriente la sacudía, como un pequeño insecto que flota en un
riachuelo, y la golpeaba contra las paredes. Ella escupía y
braceaba, tratando de respirar y mantenerse a flote. La
oscuridad era total. El agua le entraba por la nariz y la boca y,
entre toses, trataba de mantenerse a flote, pero un nuevo
golpe la enviaba al fondo y las piernas daban contra el lecho
de piedra. Se sintió cansada. Los músculos se le habían vuelto
rígidos y apenas podía pensar en seguir luchando. Estiró el
cuello todo lo que pudo, casi en un llanto asfixiado, pero los
brazos le cayeron a los lados, exhaustos.
Entonces la corriente cesó y su cuerpo se vio empujado
contra una ribera de piedra resbaladiza. Se quedó tendida
contra la roca. Los labios le tiritaban e hipaban en un en un
involuntario espasmo nervioso. Clavó las uñas en la piedra y
se arrastró fuera del agua. Se sentía agotada, al borde del
colapso. Se dio la vuelta y se tendió sobre la espalda. Apenas
podía distinguirse sus propias manos en la oscuridad de
aquella gruta. Se cubrió el rostro con las manos y después se
incorporó con urgencia.
Había pasado su niñez en los montes de Bruma y sabía
501
lo que pasaría si no entraba en calor. Jared se lo había
enseñado bien. La sangre se detiene, el cuerpo se vuelve azul,
el cansancio y el desánimo se apoderan de uno y después
llega el sueño del que nadie despierta. Recordaba, como si
pudiese verlo en la oscuridad a su alrededor, el día en que
encontraron una cabra extraviada, congelada en los campos
cercanos a su casa.
—Es una muerte silenciosa —dijo Jared—. ¿Qué has
aprendido hoy?
—Quitarse la ropa —comenzó a recitar Kali, con la voz
trémula y las manos temblorosas al tiempo que tanteaba los
botones de su chaqueta—, secar el cuerpo, hacer que la
sangre corra, no dormir.
Comenzó a frotarse los muslos y también bajo las axilas.
Respiraba a pequeños sorbos y encogía las rodillas contra el
pecho. No había ni la más mínima claridad a su alrededor.
Trató de exhalar su propia respiración en las manos, pero
apenas tenía fuerzas para hacerlo. El cuerpo entero se le
estremeció.
—Hacer que la sangre corra... No dormir —musitó casi
sin fuerza—. No dormir.
El eco de sus palabras resonó en la caverna sobre el
murmullo del agua. Kali detuvo su respiración, incluso
consiguió que su cuerpo dejase de temblar. Levantó la cabeza
un ápice y el pelo mojado se despegó de sus oídos. Abrió los
ojos como quien abre una puerta y el terror apareció en el
umbral de sus sentidos, sonriente, descarado, empuñando la
violencia de su indefensión.
No estaba sola.

502
CAPÍTULO 39

Las raíces del árbol caído formaban un refugio acogedor, a


cubierto de la lluvia y su insistente caricia. Sobre el suelo, las
hojas formaban un manto empapado que, en su humedad,
casi reflejaba el cielo sobre sus cabezas. Era una tarde fría,
pasada por agua, de esas en que los chaparrones persiguen a
las nubes, empujados por un viento racheado. Había un
aroma a putrefacción en el aire; la invisible vaharada de la
tierra negra y la gruesa capa descompuesta que la cubría. El
viejo roble muerto, caído de cualquier manera entre sus
hermanos, parecía una advertencia, un recordatorio a la
soberbia de algunos.
El hombre estaba subido en lo alto del tronco, tal que el
vigía de un barco abandonado en los arrecifes. Había
permanecido inmóvil durante mucho rato, y el agua resbalaba
por su empapado capote. Tenía la capucha echada, el rostro
bajo, y el reborde de la tela goteaba rítmicamente sobre el
pecho. Desde abajo, contra el cielo plomizo y su rápido
transitar, parecía un espectro venido para pasar la eternidad
junto al árbol muerto. Con el estallido de un relámpago
silencioso su rostro apareció a la oscuridad de la capucha.
Tenía los ojos grandes y muy separados, la nariz diminuta y la
boca amplia y sin labios. Sus ojos destellaron un instante,
una lengua tan roja como una herida apareció en su boca y
recogió algunas gotas que corrían por su piel, escamosa y
manchada.
Observaba, bajo él, los movimientos de la pareja,
atareados en el hueco dejado por las raíces. A un lado, un tipo
de buena planta, empapados rizos rubios, cara de pocos
amigos, brazos en jarras. Se cubría con un saco, aunque bajo
la tela asomaba un manto del color del vino y un cordón
dorado a la cintura. Tenía la espalda amplia y los brazos
musculosos, con brazales de cuero que llegaban casi hasta el
codo. Esperaba con las piernas abiertas y los pies bien
hincados en el suelo, y movía el gesto a un lado y otro,
impaciente.
—¿Y bien? —gruñó con potente voz.
La otra figura se había acuclillado al fondo del pequeño
refugio. Se desplazó a un lado y recorrió con la mano una
marca dejada en el suelo. Era apenas una niña, con el pelo
oscuro, recortado y sin peinar. Tenía los ojos brunos y los
pómulos marcados y redondos. Observaba con fijeza y
musitaba pensamientos mientras tocaba algo que nadie podía
ver, algo que ella imaginaba estuvo ahí en algún momento.
—¿Y bien? —insistió el hombretón, con mayor rudeza en
el tono.
503
Ella chasqueó los labios y torció el gesto con evidente
fastidio.
—¿Por qué no me dejas hacer mi trabajo, Raus? —sugirió
la chiquilla.
—Estoy esperando.
—Pues sigue esperando.
—¡Maldita sea! Di algo de una vez. ¿Estuvieron aquí?
El hombre de aspecto reptiliano saltó desde el tronco y
aterrizó sin inmutarse entre ellos.
—Raus —dijo. Su voz rasgada y sibilina se contoneaba
con los chasquidos de su lengua—, no seas maleducado. Deja
que Rastreadora se concentre.
El escamoso cejo no ocultó los repulsivos ojos de
serpiente.
—Gracias, Nícolo —apuntó ella con un guiño.
Laisa, o Rastreadora, que era como la llamaban en
Róndeinn sus compañeros en la casa de Ela Adjiri, siempre
había tenido un vínculo especial con Nícolo. No hacía mucho
tiempo que Nícolo, el hombre lagarto, había llegado a casa de
los Adjiri y se había unido a Los Ungidos. Al contrario que
ella, que se había criado junto a los otros razaelitas, Nícolo
había pasado su juventud oculto, lejos de cualquier persona.
Los otros eran una amenaza peligrosa. Aunque no se puede
escapar mucho tiempo a la verdad del destino que se lleva
escrita en el rostro. Finalmente los hombres dieron con él, y
con ellos llegaron sus miedos, supersticiones, prejuicios y
crueldad. Así acabó en una atracción de feria ambulante que
lo exponía como el monstruo que era. El hombre lagarto;
encerrado en una jaula mientras una multitud de curiosos le
tiraba ratones muertos o acariciaba con espanto su escamosa
piel. Condenado a satisfacer la insultante curiosidad de
aquellos vulgares lerdos de piel rosada con su sufrimiento.
Cuando la señora Adjiri supo de su existencia, lo sacó de
aquella jaula y lo llevó a su casa, para mostrarle que había
otros tan solos y dolidos como él. Laisa sintió curiosidad
enseguida por su timidez, sus silencios y la taciturna
autoexclusión de su comportamiento. Él le había cogido
cariño, si eso era posible en un hombre así, y le gustaba
asustar a los otros chicos cuando se propasaban con ella.
Aunque con Raus era diferente.
Sabía que no podía asustar a Raus con su aspecto
viperino, quizá a cualquier otro, pero no a Raus. El musculoso
hombretón siempre se encontraba dispuesto a una pelea, a un
nuevo reto; saltar, correr, luchar. Nícolo era un hombre fuerte
y hábil, pero no era rival para Raus, mucho más poderoso que
diez hombres juntos. Si se lo propusiera, hubiese movido el
mundo al caminar, o por lo menos lo habría intentado. Así
que no tenía mucho que hacer contra él. A sabiendas de su
desventaja, aguantó la posé y dejó que la lluvia empapase su
504
rostro; no le gustaba su actitud con Laisa.
El trueno llegó como el saludo tímido de la tormenta que
pasa y distrajo la atención de Raus al cielo. Se pasó los dedos
entre el pelo rubio y masculló una maldición.
—¡Dioses piadosos! —Arrugó los labios y mostró los
dientes—. ¿Cuándo dejará de llover?
—Mañana —respondió Laisa—, antes de mediodía.
El fortachón dio media vuelta y levantó las cejas.
—¿Puedes responder eso y no me dices si esos perros
estuvieron aquí? —la acusó de forma desdeñosa—. ¿Qué clase
de poder es el tuyo? Me saldría más a cuenta si pudieses
encender un buen fuego y cocinar algo caliente.
Laisa se puso en pie con la barbilla en alto y Nícolo se
hizo a un lado. La joven apenas llegaba al pecho de Raus, pero
se acercó en actitud desafiante y lo miró a los ojos.
—Si quieres fuego deberías haber ido con Jakail y los
otros. Lo mío es la clarividencia y el espionaje. Sé que no
lloverá mañana a mediodía porque soy inteligente, no como
tú, pedazo de carne —dijo, masticando cada sílaba—. Y sí,
estuvieron aquí.
—¡Por fin! —exclamó él—. Algo de utilidad, pero... tarde.
—Sonrió con una sombra malévola en la comisura de su boca
—. Como siempre.
—¡Oye! —se quejó ella—. Lo hago lo mejor que puedo.
—Pues no es suficiente, pequeña. —El hombretón dio un
paso hacia ella. En sus ojos centelleó una advertencia—.
Deberías esforzarte un poco más.
—Raus... —apareció la voz de Nícolo, ajada y siseante—.
Rastreadora se está esforzando, no la presiones.
—¿Que no la presione? —estalló él con aires indignados—
¿Hace falta que os recuerde las palabras de Ela? Esta es una
misión muy importante, quizá la más importante que se ha
otorgado a Los Ungidos, de nuestro éxito depende la
supervivencia de los nuestros y de nuestra tutora. Así que no
vengas con que no la presione, cara de tortuga. Y tú, pequeña
entrometida, ya puedes afinar tus sentidos y llevarnos hasta
esos escurridizos marcados. Estoy harto de la lluvia y quiero
volver a casa.
Laisa suspiró y se arrodilló llena de abatimiento. Ella
también estaba cansada de la lluvia, del fango, y de dormir a
la intemperie, envuelta en su capa, con los pies congelados en
las botas y los dientes del frío otoñal hincados en los huesos.
—No me vengas con esas, Raus —intervino Nícolo—.
Estás más preocupado por ser el primero que encuentre el
objeto de deseo de nuestra tutora que por el futuro de su
casa. Tu altruismo no me convence.
Raus le dedicó una sonrisa ceñuda al tiempo que su
cuello se tensaba.
—Eso es mentira.
505
—Es tan cierto como que no puedes dejar de competir
con todos, a todas horas. —Nícolo fijó en él sus extraños ojos
reptilianos, sin parpadeos, ni una sombra de humanidad en
ellos—. No vuelvas a llamarme cara de tortuga...
—¿O qué? —preguntó Raus, cargado de mofa adquirida
en tabernas y tugurios de barrios poco recomendables.
El fortachón aguantó la respiración, miró a la pequeña
Laisa y estalló en una risa repentina.
—Solo pretendo destacar que llevamos más de una
semana vagando como lobos extraviados —apuntó con
excesiva cordialidad—. Viajamos a Uddla, después al norte y
de vuelta al sur. Pasamos por esa granja roñosa y ahora el
roble caído... —Caminó a un lado y se apoyó contra la madera
—. Siempre tarde, siempre un paso por detrás. Así no lo
encontraremos nunca.
—Por lo menos les seguimos la pista —añadió Nícolo.
—Perros de presa —escupió Raus y dio un manotazo al
aire—, en eso nos hemos convertido.
—¿Quieres recibir tu hueso cuando regreses a casa,
perrito? —preguntó Laisa con un acento musical lleno de
sorna que no hizo ninguna gracia a Raus.
—Quiero cazar —habló sin prisa, con auténtica fijación
obsesiva—. No me gusta ir por detrás, así que, Rastreadora,
haz bien tu trabajo, antes de que pierda la paciencia.
La joven chiquilla lo miró desde abajo y gruñó, resignada.
Después volvió su atención al campamento abandonado; el
círculo de piedras y las cenizas, las huellas y la tierra
removida, las ramas amontonadas, formando un lecho
improvisado.
—Durmió ahí —dijo Laisa. Sus ojos cambiaron
ligeramente, con una fina película transparente que los volvió
incoloros. Miró a su alrededor como si pudiera ver cosas que
habían existido, sentir la fogata, el aroma de la comida que se
cuece, las conversaciones murmuradas—. Está enfermo y
tiene fiebre. Piensa que morirá y tiene sueños y pesadillas.
Ella le ha preparado un emplasto y le da de beber un mejunje.
—Un momento —la interrumpió Raus—. ¿Ella? Dijiste
que eran tres.
Nícolo puso una mano en el pecho del fortachón y le hizo
un gesto. Laisa se movió a un lado, en trance, y observó lo
invisible frente a ella. Caminó de costado, inclinó la nariz con
una sonrisa pícara pero ausente y movió la mano de arriba
abajo, acariciando la nada.
—Es una mujer muy hermosa —continuó, ausente a las
palabras de Raus—. Viste pieles y collares, amuletos y
abalorios. Su aroma... es almizcle y lavanda. Su piel es
morena y brillante, se unta el cuerpo con esencias y aceite.
Conoce las artes antiguas y ha puesto los ojos en él. Lo mira y
le susurra mientras limpia sus heridas. Él se siente atraído
506
por ella, por su carne. —Laisa se dio la vuelta y señaló hacia
Nícolo, como si no pudiese verlo—. El hombre perro está ahí,
en cuclillas. Y los otros dos esperan, sentados junto al fuego.
Hay mucho miedo en uno de ellos; no… los dos. Ambos tienen
miedo, pero uno no lo sabe. No quieren estar aquí, pero no se
atreven a marchar. Hace poco que dejaron este lugar.
Estamos cerca, muy cerca.
Raus resopló y dio un puñetazo a la corteza del tronco
que hizo saltar astillas y trozos de madera en todas
direcciones.
—Cerca no es suficiente —dijo.
La joven clarividente abandonó el trance con un
repentino pestañeo y se pasó la mano por la frente. Sentía un
ligero mareo, una debilidad efervescente en las piernas que
llegaba hasta la punta de sus dedos. Nícolo se acercó y puso
una mano en su hombro.
—Ha estado muy bien, Rastreadora. —Apareció una
extraña sonrisa en su rostro—. Cada vez lo haces mejor.
—¿Cuál es la dirección a seguir? —la interrogó Raus con
su habitual rudeza.
—Al sur —dijo Laisa tras un suspiro cargado de hastío—.
Fueron al sur.
—Está todo dicho. —Raus movió la cabeza a un lado,
señalando el exterior—. Al sur.
—Mala idea —siseó Nícolo—. Pronto anochecerá y la
lluvia no dejará de caer. Deberíamos buscar leña seca,
encender un fuego y pasar la noche.
—No pienso perder el tiempo contando historias junto al
fuego —se quejó Raus—. Salgamos ahora tras ellos y
recortemos la distancia que nos separa.
—Descansaremos junto al fuego esta noche, Raus.
El hombre negó, incrédulo, con las manos en la cintura.
—¿Vas a tumbarte con los pies en alto cuando podemos
dar caza a esos marcados y volver a casa? Me decepcionas,
cara de tortuga.
Nícolo dio un paso al frente con el rostro contrito en un
agresivo bufido.
—Tres días —murmuró Laisa y bajó la mirada al
escuchar sus propias palabras, después se miró las manos y
volvió su atención a ellos—. Los encontraremos dentro de tres
días. Y pasaremos la noche aquí. Nada puede cambiar eso, así
que no perdáis el tiempo con disputas.
Ambos hombres se interrogaron, sorprendidos. La
pequeña Rastreadora todavía daba vueltas a sus
pensamientos e intuiciones y trataba de poner orden en su
cabeza. Después sonrió. Había predicho el futuro, todavía no
sabía cómo, pero lo había hecho. Aquel pensamiento recorrió
su espalda y cosquilleó en la piel de su vientre.
—Tres días —repitió llena de seguridad al tiempo que una
507
risa brotaba en su jovial rostro.
Raus y Nícolo se contagiaron por un momento de su
sorpresa y júbilo ante el descubrimiento repentino. El hombre
lagarto asintió, con el orgullo apenas camuflado en sus ojos, y
se ruborizó a su manera al sentir que había mostrado un
sentimiento afectuoso sin decir una palabra.
—Voy a buscar leña seca —anunció Raus, dando media
vuelta y caminando hacia la espesura—. Nunca sé cuándo me
tomas el pelo con ese don tuyo, Rastreadora. Si algún día
descubro que me has mentido, ni siquiera Nícolo podrá
salvarte de una buena tunda. Al fin y al cabo, no se puede
luchar contra el destino.

El fuego calentó aquel rincón y, protegidos de la lluvia y el


viento, sus ropas se secaron por fin. Ardían finas ramillas y
un par de troncos podridos que humeaban por cientos de
agujeros dejados al paso de los insectos. Las botas de Laisa
descansaban a un lado, y ella estiraba las piernas y
desentumecía los dedos, tan cerca de las brasas, que la lana
parecía a punto de arder. Después, cuando sentía el
abrasador toque del fuego, retiraba los pies y los masajeaba
con un gimoteo placentero. La joven había recuperado el color
en el rostro y, tras una comida caliente y un lecho seco,
aunque fuese de hojas y ramas, su vivaracho y juvenil
carácter floreció de nuevo.
Rastreadora era una chica risueña a la que no le gustaba
complicarse la vida, sencillamente porque su don le permitía
prever el futuro y eso hacía las cosas más fáciles. Desde niña
se había dedicado a tomar el camino más corto, evitar las
dificultades, elegir los amigos correctos y apostar a la carta
ganadora cuando jugaba al mayonk. Y todo ello sin ser
consciente, ni tener la más remota idea, del porqué de cada
elección. Ella elegía y después ocurría lo que debía ocurrir. En
su pueblo siempre la tuvieron como una chica afortunada,
quizá bendecida por la suerte o por los hados, pero eso se
esfumó rápido porque la suerte no existía; algo que aprendió
al poco tiempo.
Estar en el momento adecuado en el lugar oportuno, no
era cuestión de buena suerte. El don de Laisa se manifestó el
día en que anunció la muerte de un vecino. No supo por qué
hizo algo así, tal vez supuso que era ocurrente, que no
pasaría. Aunque, dos días después el vecino murió y la buena
suerte de Laisa dejó de ser divertida y pasó a convertirse en
cuestión de comadres y rumores malintencionados. Se
encontró sola, abandonada por todos, apartada incluso del
afecto de sus padres, que la miraban con desconfianza y
distancia. ¿Había predicho el futuro o lo había provocado con
su nefasta predicción? Ella, que apenas era una niña, no
508
entendía muy bien tanto revuelo, ¿acaso preferían que
mintiese cuando una revelación golpeaba su consciencia?
Tener el don de la precognición y guardarlo bajo capas de
culpa y vergüenza le pareció una solución triste y amarga.
En adelante ya nada fue igual. La niña vivaracha y
risueña se volvió solitaria, temerosa de hablar o actuar y
descubrir a los otros aquello que tanto temían, el futuro
ignoto de su existencia.
Sin embargo, un día, cuando tenía siete años, supo que
todo iba a cambiar. Al amanecer siguiente, antes de que el sol
asomase a los campos de patatas, ella tomaría un morral de
su padre, lo cargaría con provisiones y abandonaría aquel
lugar. Saldría por la puerta y pondría dirección al este, hasta
una ciudad junto al río, Róndeinn. Y así lo hizo. Una semana
después se presentó frente a Ela Adjiri, sin más motivo que
cumplir las predicciones de su intuición, fiel a un sendero que
ya había recorrido en su mente.
Raus había caído en un profundo sueño y roncaba a
pierna suelta en un rincón. Incluso dormido tenía ese aspecto
flemático y enfurruñado que le caracterizaba y, entre silbidos
y gruñidos, mascullaba agrias pero blandas protestas. Con un
estremecimiento involuntario, ocultó las manos bajo las axilas
y se volvió de costado, ofreciendo la espalda a la fogata y a sus
compañeros.
Los truenos y los relámpagos se habían trasladado al
horizonte y la lluvia quedaba como una lengua húmeda que
saboreaba suavemente el mundo, sin fuerza ni apetito. Nícolo
estaba sentado con las piernas cruzadas y las manos en las
rodillas, no demasiado cerca del fuego, y como era habitual en
él, todavía se cubría con la capucha, enterrando su extraño
rostro en la sombra. De vez en cuando, al crepitar de las
llamas, sus ojos destellaban desde lo profundo, como cuentas
de cristal inerte y él pasaba la lengua por los finos labios en
un reflejo vipéreo. En ocasiones, cuando descansaba o se
abstraía en sus pensamientos, tan inmóvil y ausente, con los
ojos abiertos y la mirada perdida en ningún lugar, Nícolo daba
la impresión de estar muerto, hasta que las ventanas de su
nariz se dilataban y la lengua tan roja aparecía de nuevo. En
aquella ocasión, mientras Laisa masajeaba sus pies, y tras un
largo silencio, el hombre lagarto se volvió hacia ella y habló.
—¿Es cierto lo que dijiste? —la interrogó en un susurro
siniestro.
—¿El qué?
—Dijiste que los encontraremos en tres días —explicó con
su marcial inexpresividad sobre ella—, y que pasaríamos la
noche aquí. ¿Era cierto?
Laisa bajó una ceja y ladeó el gesto. Después se tendió
sobre los codos y dejó los pies cerca del fuego.
—¿Sabes una cosa? —preguntó al aire—. A veces me
509
vienen sensaciones que no puedo controlar. No son...
imágenes, ni siquiera ideas. Si fuesen ideas sabría lo que pasa
por mi cabeza, pero no es nada de eso. El tiempo es algo
extraño, por lo menos para mí. Veo lo que ha pasado y lo que
está ocurriendo, todo se mezcla, a veces es demasiado confuso
y no sé muy bien si estoy dormida o despierta. Con el futuro
es peor, viene cuando menos lo espero, a veces sin darme
cuenta, cuando elijo un camino o sé que debo sacar una carta
de la baraja. Otras son solo un mensaje en clave, una
respuesta sin pregunta. Son cosas que no puedo explicar. A
veces todo está hecho un lío aquí dentro. —Golpeó varias
veces su índice contra la frente y emitió un gemido resignado.
—Eso no responde a mi pregunta, Rastreadora —dijo
Nícolo tras meditar sus palabras con un cabeceo solemne.
—Al llegar al santuario de Ela Adjiri ocurrió algo muy
extraño —lo ignoró Laisa y continuó su narración—. Ella entró
en mi mente y descubrió cosas en mí que yo ni siquiera
sospechaba. Me dijo que podía formar parte de algo, un grupo
de marcados que se encargarían de conseguir un futuro mejor
para los suyos. Pero yo no sabía lo que significaba esa
palabra: futuro. Siempre he vivido en un eterno presente, la
balanza se decanta en el momento en que tomo una decisión.
Cada vez que doy un paso comienzo un camino que ya he
recorrido. Pero lo hago sin saber, sin conocer a dónde me
lleva, aunque a veces la bruma se abre y puedo ver lo que
ocurrirá. Ela Adjiri me dijo que yo sería una gran vidente, que
tendría el poder de cambiar el destino del mundo. Pero yo sé
que el destino no puede cambiarse, es algo ajeno a nuestra
existencia.
—Cuando la voz de Ela entra en tu cabeza toda tu vida
cambia —musitó con un mohín cómplice; la vista en las
llamas.
—¿Tú también?
Nícolo se acomodó y mostró las manos a la fogata,
después las frotó sin fuerza y las devolvió a la cobertura de su
capa.
—Ela Adjiri y Trisha aparecieron frente a mi jaula una
mañana. —Sus ojos reptilianos se empañaron con un
sentimiento humano—. Habían venido desde muy lejos,
atraídas por los rumores de un hombre lagarto que se exhibía
de aldea en aldea. Ambas me parecieron muy hermosas, un
espejismo de claridad en la inmundicia que me rodeaba. Ela
se acercó y me tocó, pero no se había movido, ni siquiera
había desplegado el brazo hacia mí. Yo sentí que me tocaba y
escuché su voz en mi cabeza. Como tú. —Señaló su frente con
un dedo y después enmudeció tras un velo de tristeza—.
Entonces supe que no merecía aquel castigo. Nadie merece tal
tortura por el simple hecho de nacer diferente. La vergüenza
de ser lo que era, el asco que sentía cada vez que imaginaba
510
mi rostro, todo eso justificaba la humillación de ser mostrado
como un bicho raro, servir como atracción de feria para que
los otros se sintiesen mejor después de maltratarme. Pero Ela
Adjiri me hizo ver que era todo mentira, que los monstruos
más peligrosos se ocultan tras máscaras de simpatía y
palabras de amistad. Después Trisha llamó al feriante y le dijo
que me liberase. Sin protestar el hombre abrió la jaula, me dio
ropa limpia y, por increíble que parezca, nos fuimos
caminando. Como si nada de aquello hubiera pasado, aunque
sí que pasó… durante demasiado tiempo. —El hombre lagarto
suspiró antes de olvidar la momentánea debilidad y se envaró
—. Como puedes ver, ambos tenemos un pasado parecido.
—Todos nosotros —apuntó ella con retintín musical y las
manos sobre la tripa—. Todos repudiados, fugitivos, exiliados
que huyen de su pasado. Todos perseguidos por los recuerdos
de las palizas, las pedradas o la soledad. Todos feos, por
dentro o por fuera.
—Algunos más que otros —dijo, torciendo la boca en lo
que podía ser una sonrisa.
—Deberíamos llamarnos los feos apaleados...
—Excepto Raus —la interrumpió Nícolo—. En su pueblo
era él quien daba las palizas.
Ambos rieron la broma, pero contuvieron su carcajada al
observar que su compañero se agitaba bajo la capa. Laisa se
tumbó de lado y arrojó una piedrecita al fuego. Una congoja
melancólica se instaló en la curva de la boca, reteniendo una
sonrisa comprensiva.
—La gente suele sentir pesar por el pasado y tener miedo
al futuro —dijo de forma ausente mientras tomaba otro
guijarro y lo lanzaba hacia la fogata—. Yo no temo el futuro.
Es algo que está ahí, esperando impasible.
—Quizá algún día lo tengas —apuntó Nícolo.
—¿Por qué debería temer mi poder? —le inquirió ella con
extrañeza—. Es algo que Ela me repite constantemente, no
debo temer mi don. Es parte de mí. El miedo lleva a la
negación, a rechazar lo que somos.
—Veo que has estudiado bien. —Nícolo esgrimió una de
sus indescifrables muecas—. Me gustaría ser tan aplicado
como tú, Laisa, o por lo menos la mitad de optimista. Temer lo
que uno es resulta una triste forma de sobrellevar la vida. Lo
sé por experiencia. —Se apagó poco a poco y tras una
meditación pesarosa volvió a ella con el fuego reflejado en su
piel escamosa—. Ela estará orgullosa de ti. Pero ¿no has
pensado que te está preparando?
—¿Preparando para qué?
—Tal vez no sea tan fácil cuando puedas predecir la
muerte de tus seres queridos. —Su voz rasgada y correosa se
arrastró hasta ella—. A la gente buena también le pasan cosas
malas. Es algo inevitable. Llegará un día en que verás morir a
511
aquellos que amas y, entonces, ¿qué harás?
Rastreadora sintió que las palabras de Nícolo se le
cruzaban en la garganta, y se desinfló, fastidiada y molesta,
aunque también cargada de resignación, con la vista puesta
en la llameante hoguera.
—Todavía no has respondido a mi pregunta, Laisa —
insistió el hombre lagarto—. ¿Es cierto lo que dijiste?
Ella se tumbó y descansó la cabeza sobre el zurrón. Se
echó la capa por encima y entrelazó los pies a cubierto. Tenía
los ojos resecos, extintos, atormentados por pensamientos que
su cuerpo de niña rechazaba.
—Lo sabremos dentro de tres días —confesó, sin mirarlo
—, pero necesitaba descansar esta noche.
Nícolo se envaró satisfecho y permaneció despierto
mientras sus compañeros se mecían en las redes del sueño.
Afuera la noche cubría el mundo con su manto de negrura
despiadada, ajena a los hombres y su triste existencia, nacida
de la culpa y alimentada al famélico sol del castigo.

Durante los días siguientes el clima fue benévolo con ellos. El


aire de poniente soplaba cálido, casi primaveral, y las nubes
pasaban sin descargar su triste llanto otoñal sobre ellos. La
tierra, a excepción de algunos charcos con ínfulas de
grandeza, se secó, y transitar por las sendas y caminos resultó
mucho más agradable que en los días anteriores. Rastreadora,
como venía siendo costumbre, decidía el camino a seguir,
unas veces sin dudar un momento, otras se detenían en una
encrucijada o volvían atrás para tomar un sendero olvidado.
Nícolo confiaba en las intuiciones de la chiquilla, guardaba
silencio y contrarrestaba las quejas enfurruñadas de Raus.
Los campos fronterizos entre Misinia y Aukana eran un
lugar abandonado por los dioses, dejado a las canciones que
hablaban del exilio de los primeros lores aukanos y a las
batallas con sus antiguos parientes misinios. Nadie había
poblado aquellas tierras desde mucho tiempo atrás, y nadie
dedicaría el esfuerzo necesario para revivir aquella tierra
negra, dura y muerta. Entre Uddla y Róndeinn los campos se
limitaban a ondularse, en una sucesión infinita de colinas
peladas a las que pocas veces asomaba algún árbol y, menos
aún, una granja perdida. Detenidos en lo alto de un otero,
escudriñaban los alrededores, en busca de un rastro, una
señal que Laisa pudiese identificar como su ansiada presa. Al
sur, la inmensidad salvaje del bosque de Oag volvía la tierra
una mancha verde oscura, justo tras el cauce del Adah Kari, y
al este, los rocosos cerros tras los que se ocultaba la ciudad
de Ylarnna se rodeaban de nubes pesadas y gruesas.
Desde la noche en que acamparon al resguardo del roble
caído, no habían cruzado muchas palabras. Raus continuó
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con sus quejas y su humor rudo y lleno de soberbia. Una vez
puesta la vista tres días en el futuro, nada podía hacer más
que esperar que el momento llegase, caminar tras Rastreadora
y otear el camino con la vana esperanza de poder acortar ese
plazo. Laisa había evitado a Nícolo en todo lo posible desde la
noche en que habían charlado junto al reconfortante fuego. No
tenía un motivo en especial para huir de su mirada, tan solo
la insidiosa sensación vergonzosa de que no podía prever todo
lo que podía ocurrir, o que por lo menos, no podía elegirlo. El
hombre lagarto la había enfrentado a su poder.
—Yo soy un monstruo —le dijo—. Está a la vista de
todos. Pero no creas que tú eres diferente. Somos iguales; a
ojos de los demás, no somos más que seres imperfectos,
animales raros. Nada podrá cambiar eso.
Quizá por esa razón, Laisa deseaba desde entonces ser
ciega al futuro, sorda a las intuiciones que brotaban en su
consciencia. Pero eso era imposible y nada podía hacer por
evitarlo, excepto echarse la capucha sobre el rostro, de la
misma forma que Nícolo cubría su fealdad. Y eso, en realidad,
los volvía más iguales si cabe, y ella masticaba ese mal
sentimiento y seguía adelante.
Con las primeras luces del tercer día, Raus los despertó
lleno de ansiedad infantil. Interrogó a Rastreadora mientras
recogía el campamento y preparaba el petate para continuar
su camino. Si lo que la muchacha había dicho era cierto,
deberían encontrar a los escurridizos razaelitas ese mismo
día. Así que se subió a una roca y, mano en el cejo, escudriñó
en todas direcciones en busca de su presa. Laisa, todavía
adormilada, mascullaba con fastidio envuelta en su capa. El
día era muy largo y no por mucho buscar darían antes con
ellos. A pesar de ello, el fortachón de Raus, dio un puntapié al
morral de Laisa y los exhortó a darse prisa.
En adelante fue Raus el que abrió la marcha. Caminaba
a grandes zancadas, descendiendo las colinas casi a la
carrera, mirando a una parte y otra. Laisa y Nícolo lo
perseguían entre las inútiles objeciones y explicaciones de
ella. Nada haría olvidar a Raus que el final de su misión se
encontraba cerca, y saltaba, brincaba y corría cada vez más
excitado.
Finalmente llegaron a un camino de tierra bien
conservado que discurría de este a oeste. Había marcas de
ruedas en la tierra y la hierba estaba pisada en los bordes.
Cuando llegaron Nícolo y Laisa, Raus esperaba desde hacía
rato, con los brazos en jarras, mirando en ambas direcciones.
—¿Hacia dónde?
Laisa bufó hastiada, antes de llegar al camino.
—¡Vamos, Rastreadora! —exclamó el fortachón rubio,
lleno de impaciencia—. ¿Por dónde?
—¡No lo sé! ¡Maldita sea, déjame pensar! —lo increpó ella
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y dio un vistazo alrededor.
El camino descendía un centenar de pasos y después
continuaba su trazado entre collados y suaves valles nacidos
de prados infinitos.
—Un camino... —murmuró Laisa, observando la fina
gravilla a sus pies y dio con la puntera en los guijarros—. Un
camino hacia el este...
Entonces levantó la mirada y observó a lo lejos. La suave
brisa hacía danzar los bordes de su capa y también agitaba
los mechones que, enmarañados, cubrían su frente. Nícolo y
Raus siguieron sus ojos y los vieron. Había tres figuras a un
lado del camino. Parecían charlar o discutir entre ellos.
La sonrisa apareció en los labios de Raus. Un gesto tan
fiero y satisfecho como el del depredador que se prepara para
saltar al ataque.
—¡Por fin! —exclamó, aprisionando las palabras entre
dientes.
Sus pies se afianzaron en el suelo. Las aletas de su nariz
se desplegaron al tiempo que el azul de los ojos oscurecía en
lo profundo de su excitación.
—Raus… —musitó Nícolo tras él y le puso una mano en
el hombro.
Sin embargo el hombretón dio un zarpazo y se deshizo de
aquel molesto recordatorio. No tenía ninguna intención de
detenerse, no ahora que había alcanzado su objetivo. De un
brinco, emprendió una carrera hacia los tres hombres que
charlaban en la distancia.
—¡Raus, Raus! —gritaron a su espalda, pero nada podía
ya poner freno a su ímpetu.

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CAPÍTULO 40

Una escuálida llovizna caía sobre el campamento de los De


Bruswic. La noche era un telón oscuro que se deslizaba en
forma de persistente humedad, tan fina, que apenas hacía
otra cosa que flotar en el aire nocturno de un lado a otro. Las
fogatas se encogían y rebrotaban con cada golpe de brisa,
sembrando el cielo de centellantes y breves chispazos que se
unían a la vaporosa humareda. Los hombres se
arremolinaban en torno a los fuegos, cubiertos con sus
ruanas, como siluetas confusas en un cuerpo único, bebían y
charlaban, y en ocasiones una algarabía nacía en uno de los
grupos seguida por las carcajadas y el jolgorio.
—La soldadesca está animada —observó Bearach Klint—.
Es una buena señal.
Luthais despegó la mirada de la fogata y observó sobre el
hombro a su ejército; si es que merecía aquel nombre. A su
alrededor los fieles al señorío de su Casa, nobles menores,
familias que habían obtenido el rango, o las tierras, en
guerras pasadas o por matrimonios concertados y buenas
alianzas. Habían acudido a su llamado de la misma forma que
él hubiese corrido a formar junto a los Eana de Ylarnna.
Aunque eso nunca ocurrió y ahora se veía forzado a marchar
contra su señor, con la loca idea de liberar a la última del
linaje real y enfrentarse a la poderosa misinia y al perro
traidor de Kikkuril.
—Nosotros deberíamos de dar ejemplo —apuntó Elgo
Udler con una frasca de licor en alto.
Su hermano Stane levantó su jarra y ambas chocaron en
un rudo brindis, derramando parte de su contenido. El resto
de señores, incluido Luthais, alzó sus picheles y exclamó un
hurra por la victoria o por una muerte rápida.
—Tengo un buen presentimiento —dijo, a continuación,
Bearach Klint, esgrimiendo una sonrisa torcida.
El patriarca de los Klint era un hombre maduro, recio y
rocoso, con una creciente barba cana y el cráneo pelado a ras.
Vestía una vieja jarecina de cuero sobre la que habían cosido
una cota de anillas, y el pesado capote se arrugaba en su
cuello, dándole un aspecto incluso más robusto de lo que ya
era de por sí. Sus ojos claros resplandecieron en un guiño
preñado de seguridad y aplomo, tal vez adquirido con la edad,
algo en lo que ganaba de varios lustros a todos los presentes.
—Mi mano izquierda está entumecida —continuó
explicando Bearach al tiempo que abría y cerraba el puño—;
es una buena señal. La última vez que me pasó luché con tu
padre contra el clan de los Kujki, a orillas del Bjianik. Y fue
una tremenda victoria. Próspera para tu casa y para la mía.
515
Hace muchos años de eso. Tú todavía eras un niño de pecho.
—El tiempo pasa más rápido de lo que creemos —asintió
Luthais, melancólico, se deshizo de aquella breve pesadumbre
y encogió los hombros—. Brindo por aquella victoria y por
tener a mi lado a tan bravos aliados.
Todos los hombres levantaron sus jarras con una brusca
exclamación.
—Mi sobrino ha cabalgado hasta aquí esta tarde —
apuntó Patch Majkson, un hombre de mediana edad, cuya
barbilla subía hasta las narices y el bigote caía a los lados, en
una eterna mueca desconfiada—. Ha visto a los Trent y los De
Arenoso y dice que han reunido casi tres mil hombres. Los
Eana no tendrán otro remedio más que claudicar.
Un nuevo brindis y choque de jarras en alto.
—Los Eana no llegarán a levantar las armas —dijo
Luthais y todos le escucharon con atención—. Nadie entregará
su vida por el hijo de Ankal.
—Ese sí era un buen gobernante... —masculló Bearach y
a sus palabras siguió un murmullo molesto.
—Ladino y escurridizo —contravino Elgo Udler con
acento ebrio—. Siempre ha estado enfrentado al rey y a los
señores del norte. Quién sabe lo que quería y tramaba ese
hombre, apostaría todas mis tierras a que no era menos
traidor al reino que Kikkuril. La enfermedad se lo llevó en el
momento más inoportuno, pero este mal se gestó mucho
tiempo atrás, no es solo culpa de ese muchacho malparido
que tiene por hijo.
—¿No sabes qué deseaba? Los Udler sois duros de
mollera. Afina el oído porque yo te lo diré. Ankal Eana deseaba
una cosa, ¡solo una! Y esa era la cabeza de mi señor y el final
de la Casa De Bruswic. ¡Por encima de mi cadáver!
—No puedo negar lo que dices —rugió el rudo aukano—,
pero con él al mando no te hubieses encontrado aquí
acampado, esperando para asaltar su casa y recuperar el
orgullo de los aukanos.
—No habrá ningún asalto —intervino Luthais y todos
callaron al escuchar su voz—. Cuando lleguemos a la ciudad
lo encontraremos colgado de un asta y la heredera de los
Kaikú será nuestra. Sé de buena tinta que sus familiares
esperan el momento o la excusa para acabar con la estirpe de
los Eana. Nuestras armas a sus puertas les darán la iniciativa
que les faltó en las últimas semanas. Un señor que no sabe
gobernar a sus súbditos no es digno del cargo que ocupa.
Khymil Eana es un niño consentido, un déspota fuera de
control. Va siendo hora de poner fin a sus desmanes y
retomar la posición que nuestra amada tierra merece.
—Dicen que su madre ha perdido el juicio. —La voz de
Elgo Udler, además de etílica, sonó temerosa y llena de
superstición aukana—. Que deambula por su casa como un
516
alma en pena, que ve a los muertos y habla con ellos.
—No es buen asunto matar a un loco, nunca lo ha sido.
—Mal fario, sí señor, mal fario.
—Nadie va a matar a esa mujer —saltó Luthais con
autoridad—. Y si alguien lo hace serán los Lamakil o cualquier
otro de los que rodean a Khymil. Nosotros solo vamos a
reclamar lo que nos pertenece como siervos: un señor justo
que actúe con justicia. Una vez Ylarnna tenga un nuevo
gobernante uniremos nuestras tropas, formaremos un ejército
y después...
—¡Kivala! —exclamaron todos con las jarras en alto.
«Eso es —pensó Luthais antes de beber—. Esto es solo el
principio.»
Esa noche descansó en una pequeña tienda que sus
asistentes montaron para él. No era el pabellón de un rey,
apenas se diferenciaba de las tiendas de lona que utilizaban
sus hombres, pero estaba a cubierto de la lluvia, caliente
entre pieles y mantas de lana. Se retiró el peto metálico de su
coraza y las piezas de los brazos y piernas, aunque dejó la
malla, las calzas acolchadas y las botas. Tumbado en la
oscuridad, a la espera del sueño, permaneció con los ojos
abiertos, atento a los sonidos del campamento y las gotas
golpeando la tela.
No podía evitar pensar en el retorno de su hermano
Earric. Su vuelta a un hogar que ya no le pertenecía cerraba el
círculo de una historia propia de bardos y cuentacuentos. El
último episodio de una de esas sagas familiares llenas de
tragedia épica que tanto gustaban escuchar junto al fuego en
las noches invernales. Un poema que había comenzado hacía
doce años y que, sin lugar a dudas, debía titularse: Auge y
caída de los De Bruswic.
Luthais no tenía muchos recuerdos de su infancia, los
había enterrado cuando a los catorce años tuvo que hacerse
cargo del gobierno de una villa y su señorío. Recordaba
escasos momentos de la niñez, juegos y alguna imagen de
Agnes y Earric luchando con espadas de madera. Ningún
momento agrio ni malos sentimientos. Quizá, lo único, la
figura distante de su padre y su primogénito, siempre fuera,
atareados con el cotidiano funcionamiento de sus tierras, los
pleitos a resolver, conflictos en los lindes y cobros de
impuestos. Rememoraba aquellos tiempos como una época de
bonanza y bienestar.
Llegó el momento en que Earric desapareció de sus
juegos. En aquellos días no percibió nada extraño. Él era un
muchacho que se quedaba con su madre, Lora de Bruswic, y
su hermana Agnes, al cuidado de la casa. Earric partía
durante días con su padre y su hermano para ayudar en sus
tareas y deberes. En su memoria germinaba el día en que
sentado en la escalinata principal de la torre, con las espadas
517
de madera sobre los muslos, los observó marchar; el padre en
el centro y sus dos hijos a los lados. Ese día se sintió
fastidiado y un poco abandonado, obligado a guardar la casa
con las mujeres. Algo que, en pocos años, sería obligación
cotidiana. Tiempo después, cuando la desgracia ya se había
tramado, supo que fue aquel instante preciso, el que sirvió de
chispa para que prendiese el vehemente fuego adolescente.
Eran tiempos en que la Casa De Bruswic estaba
destinada a convertirse en un nombre importante en Aukana.
Sus tierras daban buen rédito y la ganadería crecía cada año.
El oro misinio compraba las pieles de buey y los comerciantes
de paso hacían buenos tratos en la villa antes de viajar a
Ylarnna o Kjionna. Ankal Eana, gobernante y señor de los
Bruswic, llamó a consultas a su padre. Luthais rememoró el
momento en que, junto al fuego, su padre les contó la
generosa oferta de su señor. Ankal Eana sabía que su hijo
nunca sería un sucesor a su gobierno; había nacido raquítico
y débil, y no creía que llegase a sobrevivir un par de inviernos.
No deseaba que Ylarnna cayese en manos de otros lores
aukanos, ni tampoco confiaba en sus familiares, los Lamakil.
Así que propuso un matrimonio al mejor y más próspero de
sus siervos. Los Eana y los De Bruswic casarían a sus hijos
primogénitos y así perpetuarían una estirpe nueva y fecunda.
Fue un día de gozo en la torre de la familia. Hubo
canciones, se sacrificó un buey y muchos barriles de buena
cerveza se vaciaron. Koel se sentó al lado de su padre y había
una complicidad afectuosa en su mirada. Luthais no
recordaba a Earric durante los festejos, quizá porque no
estaba y andaba perdido en algún lugar, floreciendo el
despecho y el rencor que hacía tiempo cultivaba.
Después pasó todo; sin previo aviso. ¿Por qué lo hizo?
Eso solo él podía saberlo. Koel muerto, Earric desaparecido y
él oculto en su cuarto, escuchando las voces del patriarca y
los lloros de madre. Los Eana no tuvieron ninguna piedad con
los suyos. El pago por la muerte de Walda Eana fue tan alto
que se prolongó durante años; el rencor permanecería
enquistado en las siguientes generaciones. En adelante sus
recuerdos se volvían de una claridad asombrosa. El silencio de
una casa muerta, el tedio, la amargura, lo gris de cada día sin
importar la época del año. Se convirtió en hombre, adulto, de
la noche a la mañana, sin juegos ni risas. Tan solo la
severidad de un padre herido y débil. Cada momento era un
suplicio lleno de pesar, una condena en vida. Su padre, Koel
de Bruswic, enfermó y murió. Su madre, marchita y
envejecida, lo siguió en menos de dos años, cuando él ya era
señor de una villa empobrecida y maldita, que había perdido
su brillo en el fango de la vergüenza.
Earric había regresado, tantos años después, ¿para qué?
¿En busca de redención? Luthais no podía perdonarle, no era
518
su papel en aquella historia. Él tan solo era el hijo menor, que
asumía sus obligaciones con dedicación y sumisión. De eso se
trataba, agachar el rostro, abnegado, y entregar todo sin
recibir mucho a cambio. Earric era culpable, y nada iba a
cambiar eso.
La claridad mortecina del amanecer lo sorprendió
despierto, con la modorra ahuyentada por la ansiedad
expectante ante el conflicto. Recordó sus palabras tras la
cena, junto al fuego, y rogó a los dioses por que fueran
certeras sus predicciones y los familiares de Khymil Eana
rindiesen la ciudad sin pelea. Rezó a los dioses antiguos y
evitó una palabra para Vanaiar, el dios guerrero. Quizá los
unos no escuchasen su plegaria y el otro lo maldijera con el
pecado de la cobardía por pretender evitar la batalla. Pero
¿qué otra cosa podía hacer? Eran tiempos de guerra y el dios
único estaría sentado en lo alto, mientras los hombres se
esforzaban por saciar su apetito de muerte y violencia. Si
sorteaban la lucha en Ylarnna, marcharían sobre Kivala y
después al norte, al rescate de Jornealven y su ciudad de
plata. Ya tendría tiempo el dios de la guerra de reclamar lo
que es suyo y cosechar los campos regados con sangre,
plantíos de carne y lloros.
Levantaron el campamento bajo la misma lluvia
monótona y volátil que les había acompañado desde que
abandonaron Bruswic. Los hombres se pusieron en marcha,
hacia el sur, mientras él comprobaba, subido en un repecho
del camino, la escuálida sierpe embarrada que dejaban a su
paso. Apenas un centenar de lanceros, algunos caballeros y
hombres de espada, más una buena leva de campesinos y
granjeros mal vestidos y peor armados. Si en algo había
llevado la razón Earric, es que aquello no era un ejército,
quizá suficiente para asaltar una villa pequeña, alguna
escaramuza o emboscada, pero no para reconquistar Aukana
a los traidores y sus aliados misinios. Era algo tan evidente,
que nadie podía disimular aquella certeza.
Sin embargo, las cosas cambiaron cuando alcanzaron el
campamento de los Trent y De Arenoso. En torno a la
encrucijada del camino de Bruswic un centenar de tiendas
salpicaban los verdes campos, cubiertos de cicatrices
sangrantes de barro oscuro. El trajín de las tropas sonó como
música celestial a oídos de todos. Había jinetes que trotaban
entre lanceros y arqueros a pie, hombres de espada ataviados
con pesados chaquetones de cuero reforzado y un pequeño
grupo de ballesteros con grandes escudos de campaña. Una
caterva de hombres empujaba un carromato estacado en el
fango y las fogatas dispersas llegaban a su olfato como una
leve neblina. En el centro del campamento, los estandartes de
los caudillos ondeaban sobre la lona de las tiendas. El escudo
equipolado sable y púrpura de los De Arenoso, junto a la
519
cabria azur sobre plata y las rosas de los Trent, algo que
pensaba no llegaría ver nunca, y a los que pronto se uniría el
caballo rampante y el torreón de su casa.
Esa noche la lluvia ofreció un descanso a los hombres y,
en torno al fuego, se reunieron una treintena de nombres y
casas menores que habían acudido con sus respectivos
señores. La habitual antipatía que enfrentaba a los banderizos
de Ylarnna se disolvió en un rígido protocolo lleno de gestos
simpáticos y miradas desconfiadas.
Losner de Arenoso, un tipo de piel curtida y escaso pelo
bruno, con los ojos perdidos en la sima bajo las cejas, la nariz
bulbosa y los labios simiescos, acudió con su primogénito,
idéntico al padre en nombre y aspecto, y la congoja bajo el
brazo. Su hijo menor, Ruel, estaba preso de los Eana y, tras la
muerte de sus acompañantes, temía por su vida. Podía ser
que ya hubiese medrado en algún calabozo, que hubiese sido
torturado o que su cabeza esperase a su padre en un cesto.
Fuera lo que fuese, Losner de Arenoso permanecía en silencio
con el gesto agrio y malhumorado. Aunque nadie lo
compadecería, pues pagaba por sus propios actos, al intentar
negociar con la hija del rey Khymir y salvar el pellejo a
cualquier costa.
Los Trent, por otra parte, menos siniestros que los De
Arenoso, eran una familia numerosa, ruda en sus maneras y,
sobre todo, bien avenida. Loetter, tras su enfrentamiento con
Luthais había preferido mantener la distancia y dejar su
enemistad para otro momento, y bebía, entre risotadas, con
su hermano Mitch y su primo Max. El patriarca de su casa,
Likud, con la cana barba trenzada a la vieja usanza aukana, y
su hermano Rodel el Huraño, charlaban en baja voz con sus
fieles y bebían apenas de las rebosantes jarras de peltre.
Todos aquellos guerreros ataviados con corazas y
armaduras metálicas que no vestían desde hacía años, se
reunían junto al fuego para representar una alianza por el
bien común, por un futuro conjunto y mejor para los suyos y
para Aukana. Aunque, al fin y al cabo, no dejaba de ser una
representación en la que, llegados al final, cada uno trataría
de sacar la mejor tajada.
Luthais sabía muy bien aquel extremo. Los aliados
podían cambiar de bando y, dadas las circunstancias, no
debía despreciar ninguna posibilidad. Una vez tuviesen con
ellos a la princesa Vanya y las tropas de los Eana a su lado,
más le valía andarse con los ojos bien abiertos y los oídos
prestos a cualquier rumor. Si Kregar era reconocido como rey
en el Consejo Auko, aquellos hombres que reían y cantaban
en torno al fuego buscarían la mejor manera de ganar su
favor. Bruswic no podía aguantar solo ni permitirse
enfrentamientos. Si tenía que elegir un traidor como rey y la
salvación de su pueblo, o la hija de un linaje maldito y la
520
guerra en sus tierras, no tendría ninguna duda.
Todas las conversaciones se detuvieron de forma abrupta
y el crepitar de los troncos en llamas fue lo único que se
escuchó. Luthais se encontraba con los codos sobre los
muslos y la copa entre las manos. Había ignorado la disputa
de Bearach Klint con los hermanos Udler sobre el futuro de
una guerra que no había hecho más que comenzar. Hastiado
de tanta cháchara especulativa se evadió con la vista perdida
en el fuego, caviloso sobre lo único que podía importarle, el
futuro de su casa en un reino descabezado, descompuesto y
sin posibilidad de reparación. Al principio no dio importancia
al silencio, hasta que levantó una ceja y vio las viejas botas
frente a él.
—Luthais —dijo Earric.
Se incorporó y fue consciente de la docena de atentos
rostros sobre él, casi ocultos, cubiertos en las sombras
tostadas, siluetas de armaduras y armas. No pudo evitar abrir
los labios un poco, aun sin tener intención de pronunciar
palabra. Su hermano se había afeitado, de forma que parecía
más joven, casi como lo recordaba. El pelo recortado y limpio
y su mandíbula cuadrada, como un monumento a los grandes
ojos sinceros. La mirada de Earric siempre había tenido ese
fondo de culpa, de tristeza ignota, incluso en los mejores
momentos, en los días de juegos o en su éxito como paladín
de Dios. Vestía una vieja malla, sin mangas pero larga hasta
los muslos y un peto de cuero y metal sin sobrevesta ni capa.
Se le veía como un caballero pobre, o un hombre de armas
vuelto de una larga campaña; óxido, abolladuras y un escudo
desgastado con el emblema de su casa.
De repente, Earric se arrodilló frente a su hermano. Puso
las manos en el suelo, en actitud humillada, y un murmullo
estalló entre los reunidos. Luthais levantó la vista, con el gesto
espantado y el cuerpo paralizado.
—Vengo a luchar por mi casa —dijo Earric, labrando la
tierra con el orgullo que manaba del manantial de sus ojos
tristes—. Mis armas y mi vida están al servicio de esta causa,
por el nombre de mi padre y por mi hermano, señor y amo de
Bruswic y de mi destino.
El joven señor de Bruswic titubeó un instante. A su
espalda, sus siervos permanecían tan paralizados como él
ante la aparición de Earric. Al otro lado, los representantes de
buena parte de las más importantes familias de la comarca lo
observaban, pasmados, como si fuese un espectro venido del
pasado. Tragó saliva y miró la espalda de aquel hombre
postrado a sus pies. En su recuerdo jugaban con espadas de
madera y su hermana Agnes los perseguía en torno al pozo.
Había pasado tanto tiempo que el horizonte de su memoria
apenas llegaba a mostrarle una intuición, un regusto dulce y
amargo a la vez.
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—Levántate. —Tendió la mano hacia él y lo ayudó a
ponerse en pie—. Tú destino te pertenece solo a ti, Earric.
Nadie puede hacer uso de él, ni por la fuerza, ni por votos o
juramentos. Eres bienvenido a mi lado, hermano.
El viejo Likud Trent se puso en pie y levantó su copa con
un gesto duro que acentuó las arrugas de su cara.
—¡Un buen presagio! —ladró.
Todos los presentes lo imitaron, y una ensordecedora
cacofonía guerrera repicó junto a la fogata con el hurra por la
victoria.

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CAPÍTULO 41

Rostros deformes, monstruosos, rugían y bramaban desde la


oscuridad. Uñas y garras desgarraban su ropa y la herían,
tiraban de ella y la arrastraban a las profundidades de las que
había surgido la legión de engendros. Un deseo insano
empujaba a aquellos seres, una necesidad hambrienta de ella,
de llevarla con ellos y alimentarse de su belleza. Decenas de
manos recorrían su cuerpo, hacían presa en sus muslos, en
los brazos, la cintura, el pelo, con una mezcla de caótica
adicción irrefrenable. Trisha coceaba, se retorcía y escapaba,
lanzaba todo su poder hacia un lado y varios de ellos salían
despedidos de vuelta a la oscuridad, pero nuevas criaturas se
abalanzaban sobre ella hasta dar con la espalda en el suelo.
Entre el amasijo de carne y oscuridad palpable, apenas
podía distinguir las figuras de sus amigos. Los gritos de los
monjes se confundían con los aullidos de sus adversarios. Se
volvió hacia ellos y tendió una mano en busca de ayuda, pero
una fuerza invisible tiró de sus piernas. Clavó los dedos en la
roca y gritó desesperada antes de ser engullida por la nada.
Deglutida por una garganta viscosa que la pellizcaba y
manoseaba; un centenar de lenguas rugosas, ásperas, que la
lamían en sus rincones secretos.
En adelante todo se volvió una sucesión de golpes y
arañazos. Una irrefrenable corriente la llevó en volandas hasta
las profundidades de la montaña, por corredores excavados en
la tierra, estrechas entrañas apuntaladas con vigas podridas.
Abría los ojos y, en la confusión, discernía sombras que
rugían y ladraban, fauces húmedas y cuerpos deformes,
pálidos y cubiertos de llagas y eccemas y tumores. Rugidos
frente a ella, uñas rotas, vaharadas de pestilencia
indescriptible que se instalaba en su estómago y la agitaba
por dentro. Después desfalleció, musitando su resistencia,
extenuada por la lucha y por los días de viaje en la montaña, y
todo se volvió oscuro.

Kali se había convertido en una tea ardiente, rodeada por un


ejército de monstruos que la adoraban tal que si fuese un
ídolo enviado por un dios maligno y vengativo. Trisha corría
hasta ella, se abría paso entre los engendros que, en un
trance profundo, se agitaban a su alrededor y entonaban una
oración sin letra, tan solo un murmullo sordo. Hincaba los
codos, daba golpes y se acercaba a Kali. Nadie se lo impedía
excepto el mismo cuerpo de la multitud. Gritó su nombre pero
ella no se volvió. Cuando llegó a ella y la tomó por los hombros
sintió un calor ardiente que le golpeaba el rostro. La obligaba
523
a volverse. Estaba rígida, como una estaca, y vio que sus pies
no tocaban el suelo y se mantenían flotando a unos pocos
dedos de altura. La luz que brotaba de Kali e iluminaba a las
idólatras monstruosidades, aumentó su intensidad. Trisha
observó, llena de un pánico atroz, que la muchacha había
perdido sus rasgos, se había vuelto otra cosa, una mancha
borrosa, indefinida y confusa. Gritó, pero no escuchó su
propia voz porque la luz lo consumió todo.
—¡Bermeja! —dijeron a su lado— ¡Bermeja, despierta!
Volvió en sí con un sobresalto que la estremeció de pies a
cabeza. Parpadeó varias veces y se cubrió con un brazo al
percibir la silueta a su lado. Se deslizó hacia atrás, pero su
coronilla dio contra la roca y se encogió con un quejido.
—Trisha, soy yo, Olen.
La mujer entornó la mirada y la penumbra se desvaneció
de forma tímida.
Estaba tendida, en el suelo de un pozo no demasiado
amplio, de unos tres pasos de ancho. Las paredes ascendían
talladas en la roca de forma irregular, cubiertas de siniestras
marcas, manchurrones oscuros que salpicaban la piedra con
el aspecto de vanos y desesperados intentos de escapada.
Olen, en cuclillas, había puesto una mano en la rodilla de ella,
y esperaba con el gesto suplicante.
—¿Dónde estamos? —preguntó ella, lanzando la mirada a
la claridad de lo alto—. ¿Qué ha ocurrido? ¿Dónde está Kali?
—Eh, tranquila, pecosa. Has estado inconsciente un
buen rato y no voy a poder responder a todas esas preguntas.
¿No recuerdas nada de lo ocurrido?
Trisha se llevó la mano a la cabeza. Sentía un zumbido
que la aturdía y el estómago agitado.
—Recuerdo la entrada... —murmuró ella—. Y también la
pelea, con los engendros y después... Después me cogieron.
Levantó la vista y comenzó a resollar con agitación
creciente.
—Tengo que salir de aquí —dijo presa de la urgencia—.
Hay que encontrar a Kali.
—Saldremos de aquí cuanto antes, pecosa...
—¡No lo entiendes! —exclamó, incorporándose—.
¡Geronte es un monstruo! ¡Hay que encontrarla antes de que
le haga daño!
—¡Tranquilízate! —gritó al tiempo que levantaba los
brazos—. He visto con estos ojos tan lindos cómo se las gastan
por aquí esas cosas. Me han arañado, mordido, golpeado y
arrojado a un pozo, unos bichos raros, más feos que cualquier
otro bicho raro que haya visto en mi corta pero interesante
existencia. Así que, no me digas que no lo entiendo, pecosa,
porque lo entiendo a la perfección.
Trisha apoyó la espalda contra la pared, se derrumbó un
poco y, de nuevo, se llevó la mano a la frente.
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—Esos monstruos —comenzó a explicar tras dar un
momento al amargo sabor de la intuición—, todos esos
engendros, igual que los que nos asaltaron en el desfiladero, o
el tipo con alas de cuervo y una cadena al cuello. Son sus
hijos.
—¿De qué estás hablando?
—Geronte…
—¿Estás de broma? —Olen se encogió de hombros en un
gesto incrédulo—. ¿Todos son hijos suyos?
Trisha se sentó con las piernas estiradas y asintió
después de desinflarse, agotada.
—Un tipo prolífico —musitó Olen tras cavilar la
respuesta.
—Geronte es un arcani muy antiguo —comenzó a narrar
Trisha—. Además de un razaelita vengativo y despechado que
pretende devolver al mundo de los hombres el rechazo que
sufrió en sus carnes. Aprendió las leyes de la magia arcana y
se retiró a las montañas a prepararse para luchar contra los
hombres. Pero, un día se dio cuenta de que había un enemigo
que no podía derrotar: el tiempo. Así que comenzó a perpetuar
su existencia de dos maneras. Utilizó magia oscura para
alargar su vida y eludir su cita con la muerte. Y también se
propuso transferir su... «don» a aquellos que llevarían a cabo
su obra cuando él no estuviese, sus hijos.
»Así pues, Geronte buscó una mujer razaelita que
reuniese las condiciones óptimas para comenzar con su
propósito. La historia se confunde con el mito y cuenta que
Geronte tomó la apariencia de un joven bien parecido, culto y
de riquezas abundantes. En Kjionna encontró a la hija de un
criador de caballos; una chica que podía apaciguar a las
bestias con sus palabras. Supongo que en aquel momento,
Geronte valoró la bondad como un ingrediente importante en
su malvado plan. Sin embargo, al contrario de lo que podía
suponer, su primer hijo resultó un demonio malvado que se
cobró la vida de su propia madre durante el parto. Pero no
vino solo. Una niña nació también aquel día del cuerpo
muerto de la madre. Ella sería la primera de una progenie que
arrastraría por el mundo su pérfido origen. Hasta aquí llega la
historia de Geronte. Muchos años después el mito se convirtió
en leyenda, más tarde en chisme y superstición para ser
contado junto al fuego. En Korj, en Kjionna, Uddla y
Dosorillas, la misma historia con diferentes nombres...
»Desaparecido durante más de un siglo, ha continuado
con su insano propósito. Los hijos de los hijos de los hijos...
—Un momento... —intervino Olen—. Un momento... ¿Me
estás diciendo que tuvo descendencia con sus propias hijas?
—Y por lo que he visto en la entrada del templo, también
con sus nietas y sus bisnietas —asintió Trisha con un
movimiento de cabeza—. No esperaba encontrar esta prole de
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esbirros deformes. Se supone que había utilizado sus poderes
arcanos, la alquimia ya olvidada, incluso contactó con
entidades de otros planos de existencia; pero toda lucha es
inútil. Ela Adjiri y yo así lo suponíamos; si existía Geronte su
historia no podía ser real. El don de Razael se transmite de
forma aleatoria, sin manera de predecirlo y, junto con los
hechizos de Geronte, habría generado la deformidad de los
recién nacidos y su muerte... Estaba convencida de este
hecho. Todas esas criaturas no deberían estar aquí... No
pertenecen a este mundo.
—¿Qué son, demonios? —Señaló arriba con un dedo en
alto y una expresión de desagrado—. ¿Todos esos...
monstruos, son demonios?
—Son niños. —La mandíbula le tembló un poco y ella
cerró los dientes—. Los hijos de Geronte.
—Niños... —Olen perdió el aliento y miró arriba.
—No, no todos. El tiempo pasa y nadie permanece niño
para siempre. Aunque, supongo que muchos crecen y sirven a
su padre. Quizá las mujeres son apartadas y... fecundadas
por él, tiempo después. Por eso ha continuado expandiendo su
semilla, durante décadas, hasta formar una familia de cientos.
Una familia maldita. —Desvió la mirada y arrugó los labios—.
Tengo que advertir de esto a mi tutora. Nadie sabe lo que este
hombre está haciendo en las profundidades de su casa.
El mercenario estaba boquiabierto, con los brazos en
jarras y el rostro pálido.
—Trisha —dijo tras una reflexión—, me está asustando
mucho todo este asunto de Geronte.
—¿Comprendes ahora por qué hay que encontrar a Kali
lo antes posible? —lo interrogó.
—¿Crees que por eso nos perseguía el hombre alado y los
otros feuchos? ¿Que ya venían tras ella desde Dromm?
—No lo sé; es muy probable. Aunque creo que hay algo
más, algo en Kali que atrae al arcani que hay en Geronte. Esa
niña tiene el poder más antiguo del mundo en ella, una fuerza
destructora nacida de algo tan grande como los mismos
dioses. Creo que Geronte descubrió eso y anda tras la llave de
su venganza definitiva.
Olen dio un puntapié a la nada y caminó en círculos en
torno al perímetro del pozo.
—Hay que salir de aquí —masculló, entre dientes—.
Tenemos que pensar un plan. Un plan que funcione. Quizá si
te subes sobre mis hombros puedas alcanzar aquella piedra y
trepar un par de varas más. Hace rato que no escucho ningún
ruido; debemos de estar solos. Pero hay que hacerlo rápido y
bien, sobre todo bien...
Olen se detuvo y observó el gesto blando de Trisha, con la
mirada perdida en la nada y una mano sobre la rodilla. Tenía
los ojos brillantes, como dos gotas de aguamarina en la
526
profundidad del pozo. El pelo revuelto, tan sólido y vigoroso
como su color ígneo, y la cabeza ladeada sobre el hombro.
—¿Qué piensas?
Trisha torció la boca y suspiró.
—Yo también soy una mujer —respondió de forma
irónica.
El mercenario la contempló desde arriba y cruzó los
brazos frente al pecho. Trisha tenía los ojos enormes, y había
una sombra de decepción y derrota en la curva de sus
párpados. Las pecas que salpicaban sus pómulos se veían
oscuras gotas dispersas y tenía los carnosos labios lívidos y
resecos. Olen no dijo nada. Se arrodilló a su lado y la tomó de
la mano.
—Le dije que no estaba preparada... —confesó Trisha y
Olen la interrogó con un movimiento de barbilla—, pero ella
insistió. Mi tutora. Ela Adjiri. Yo le dije que no estaba
preparada para esta misión, que todavía era pronto.
—¡Eh! —saltó él sin rudeza en su tono—. Tú no has
hecho nada mal. Solo quieres lo mejor para Kali. ¿Cómo ibas a
suponer que las cosas se torcerían de tal manera? —Trisha
negó con la cabeza y miró a otra parte, a lo que Olen apretó
con fuerza su mano—. No te culpes por lo ocurrido, lo has
hecho lo mejor posible, lo cual no está nada mal. Kali te está
agradecida. Recuerda que nos salvó de los Rjuvel, que en mi
caso es como cortar la soga de la horca. Esto es tan solo un
contratiempo, pronto saldremos hacia el sur y te olvidarás de
todo. Te doy mi palabra, y la de Reid, es mi amigo y puedo
hacerlo. Nosotros pagamos nuestras deudas de vida.
Trisha sonrió y expulsó el aire por la nariz.
—Para ser un pirata hablas muy bien.
—Porque me crió un estafador que viajaba por todo el
norte —explicó él—. Cuando no tienes nada que vender es
mejor aprender a hablar mucho y rápido, bermeja. Hay que
saber engañar con la palabra. —Bajó el rostro con un mohín
tímido—. Pero este no es tu caso, claro.
Olen miró fijamente sus manos, en torno a los dedos de
Trisha, y carraspeó al tiempo que la soltaba y se sentaba con
las piernas cruzadas.
—Lo que quiero decir, pecosa —continuó—. Es que no
debes preocuparte. Yo estoy contigo.
Trisha desplegó una gran sonrisa y le dio un ligero golpe
en el hombro.
—Nunca había visto un mercenario como tú.
—Porque no soy mercenario.
—¿A no?
—¡Por favor, bermeja! —exclamó él, antes de resoplar—.
¿Me has visto bien? ¿De verdad piensas que un mercenario
tiene este aspecto? Debería masticar clavos y escupir
herrumbre, andar con putas y tipos de malas pulgas y pocos
527
amigos. Ni siquiera tengo una mala cicatriz con la que
alardear en las tabernas y tugurios del norte. Yo no valgo para
ser mercenario, ni siquiera cuando me enfado. Y menos mal
que tengo a Reidhachadh, él es el que impone respeto.
Aunque al final, los negocios siempre nos salen mal, bastante
mal. Ya viste cómo acabamos en el Kunai, remojados y sin
bote. Esa es mi triste verdad, bermeja.
—Lo que no entiendo... —musitó ella—. Los hijos de
Geronte me atraparon a mí, porque soy mujer, pero ¿qué
haces tú aquí?
Olen dio un respingo y abrió mucho los ojos al tiempo
que negaba con la cabeza.
—No soy una mujer si es lo que piensas...
—¿Por qué te atraparían a ti? —insistió ella—. ¿Por qué
no dejarte con los otros y llevarse solo a las mujeres?
—Bueno —se encogió y habló especulando—, quizá
pensaron que era mejor no dejarte sola…
Trisha dio de nuevo un golpe en el hombro de Olen, esta
vez tan débil que apenas fue una caricia.
—Prefiero que no seas un auténtico mercenario.
—¿Por qué? —se extrañó él—. ¿Has pensado que no voy a
cobrarte? Ya te he dicho que esas pieles de Tikrit macho valen
su peso en oro. No seré un mercenario, pero no estoy tonto,
pecosa.
Olen se llevó el índice a la sien y mostró un guiño
cómplice. Ella entreabrió los labios y movió la cabeza a los
lados.
—Desde luego que no, Olen —dijo, incrédula—, desde
luego que no.

El pozo era un lugar frío y oscuro en el que antiguos


prisioneros habían dejado las huellas de la desesperación.
Arañazos y restos de sangre adornaban las paredes, y el suelo
estaba cubierto de ceniza y deposiciones tan secas como la
piedra. Un hedor acre impregnaba todo y se aferraba a sus
gargantas como un empalagoso intruso ácido. Se habían
acostumbrado a la penumbra, de tal manera, que la tímida
luz del exterior les parecía tan clara como un amanecer
estival. De vez en cuando, sobre sus cabezas, un golpe de
brisa cavernosa corría sobre la apertura del pozo y, a su paso,
la luz bailaba con el sonido de una llama agitada.
Olen trató de trepar por la pared, pero todos sus
esfuerzos fueron en vano. Al poco de comenzar su escalada,
los pies se le venían abajo y él caía con un quejido, alguna
uña rota y los dedos en carne viva. Trisha se encontraba débil
y sin fuerzas. Había luchado contra los hijos de Geronte hasta
desfallecer y sentía nauseas y mareos que no presagiaban
nada bueno. No recordaba haber recibido un golpe en la
528
cabeza, ni sus heridas revestían importancia y, sin embargo,
le costaba centrar la atención sin que un molesto zumbido
creciese en su cabeza.
Olen se llevó las manos a la boca, a modo de improvisado
altoparlante, y comenzó a gritar.
—¡Reid! —exclamó—. ¡¿Alguien puede oírme?! ¡¿Hay
alguien ahí?! ¡Reidhachadh! ¡Reid!
—¡Basta! —lo interrumpió ella—. La cabeza va a
estallarme.
—Tenía que probarlo —se disculpó.
—¿Acaso piensas que no te escucharán los que nos
metieron aquí?
Olen caviló la respuesta un instante y se pellizcó el
mentón.
—¿Por qué no pruebas a... ya sabes? —propuso,
moviendo las manos en círculos a su alrededor.
—¿Ya sé? —arrugó el cejo en una mueca.
—Sí, ya sabes. —Repitió de nuevo el movimiento, un poco
más enfático en esta ocasión—. Vamos, bermeja, no te hagas
la tímida. Te he visto lanzar a varios de esos bichos a cinco
pasos de distancia con solo extender el brazo hacia ellos. Y
¿qué me dices de la puerta de Dromm? Detuviste un carro
sobre la cabeza de Kali. Todo el mundo pudo verlo.
—Y ¿qué es lo que quieres decir?
—Pues que podrías darme un empujoncito. —Señaló
arriba—. Solo tienes que poner esa cara tan seria y estirar los
dedos. No quiero morir en esta letrina inmunda.
Ella titubeó y dio un paso atrás.
—No sé, Olen —dijo con reparo—, hay algo raro en mí. No
me encuentro bien. Algo pasa con mi poder.
—Inténtalo —insistió él—, por lo menos una vez.
Tenemos que escapar. Hazlo por Kali.
Trisha se pasó la lengua por los labios, tomó aire y abrió
un poco las piernas. Después desplegó la mano derecha hacia
Olen, relajada, sin fuerza, y clavó en él sus ojos verdes.
—No te muevas —ordenó sin apenas abrir la boca.
La ceniza del suelo saltó a los lados en un tímido golpe de
viento invisible. Olen amagó un sorprendido gemido y levantó
los brazos cuando sintió que sus pies se separaban del suelo,
empujados por una ingravidez imposible. Miró alrededor,
como buscando aquella fuerza que sentía en las piernas, en la
espalda, por todas partes. Se levantó apenas un par de dedos,
después un palmo, muy lentamente, pero entonces se detuvo.
Trisha comenzó a respirar de forma agitada, los dientes le
castañetearon y se llevó la mano al estómago al tiempo que se
derrumbaba contra la pared y Olen caía al suelo.
—¡Trisha! —exclamó él al observar su gesto dolorido, y
corrió hasta ella.
—Ya te dije que no me encuentro bien —dijo entre toses
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—. Algo extraño pasa en este lugar. Puedo sentirlo dentro de
mí.
Olen brincó atrás y la contempló con espanto.
—¿No pensarás que...? —la interrogó, lleno de terror.
Ella lo miró desde las cejas sin comprender.
—Quizá Geronte ya te hizo algo —explicó él con reparo—,
algo que no puedes recordar. Tal vez estés preñada.
Trisha gruñó y lanzó un puntapié a la espinilla de Olen
con todas sus fuerzas, que no eran muchas, y su pelo se le
vino sobre el rostro.
—Olen, eres un auténtico idiota.
—¡Por lo menos pienso en algo que nos saque de aquí!
—Pues conseguirás que nos maten.
—¡Claro! —Dio una palmada, cargado de sarcasmo—. Tu
plan sería mucho mejor de no ser porque no tienes ninguno.
Alguien tiene que tomar las riendas, bermeja.
—¡Pues hazlo sin levantar la voz ni decir tonterías!
—¡Si mis ideas te parecen tonterías deberías dejar de
hacerme caso!
—¡Por supuesto que lo haré!
—¡Bien! —Rio de forma absurda—. ¡Saldré por mi propia
cuenta! ¡Y ya veremos quién ríe el último!
Se quedaron frente a frente, sin poder más que mirar a
otra parte ni evitar la cercana presencia del otro. Aunque, de
repente, ambos dejaron de respirar.
—¿Me has echado de menos?
Olen y Trisha miraron hacia arriba y encontraron el
grande rostro de Reid asomado al pozo. Ambos se iluminaron
con una sonrisa jovial cuando el hombre de Bront se dirigió a
ellos.
—Sabía que estabais vivos —dijo—. Era solo cuestión de
tiempo.
—¡Reid! —gritó Olen, lleno de júbilo, dando brincos con
los puños en alto—. ¡Cuánto has tardado! Te dije que me
encontraría. No sabe vivir sin mí.
—¡No dijiste nada de eso!
—¿No lo hice? Reid siempre me encuentra, esté donde
esté. No importa la distancia, aunque estuviera al otro
extremo de Kanja, él vendría a por mí. ¡Gracias, amigo!
Arrojaron una soga y Olen ayudó a Trisha a trepar por la
resbaladiza pared. Un instante después se reunieron en la
superficie, lejos del profundo y oscuro cubil en que habían
estado encerrados. Y por un momento, para monjes y legos,
entre sonrisas y abrazos y manos entrelazadas, el reencuentro
fue reconfortante y sincero. Trisha se encontró mucho mejor
cuando abandonó la profundidad del pozo y explicó su
debilidad debido a unos extraños signos que bordeaban el
agujero en la roca.
—Brujería —masculló Lestick antes de escupir a la
530
profundidad tenebrosa—. Este lugar ha nacido de la magia
maldita.
Olen saltó sobre los poderosos hombros de su gigantesco
amigo y se colgó de su cuello como si fuese un chiquillo. Sin
embargo, tal y como el júbilo se diluía en un silencio
melancólico, Olen y Trisha percibieron la cruda realidad de
sus rescatadores.
Reid tenía la camisa desgarrada, contusiones en los
brazos y un improvisado vendaje en torno a su rocoso muslo.
Los monjes no andaban mucho mejor. Lestick y Tull estaban
cubiertos de arañazos, con la sobrevesta rota y la cota de
malla salpicada de sangre y restos de carne y vísceras. Hill
apuntaba su arco hacia un corredor que se abría a un lado,
una boca húmeda deseosa de sorberlos con su constante
gemido cavernoso. Al otro lado, Suave levantaba una lámpara
mientras esgrimía un cuchillo largo en la otra mano.
—¿Qué ocurrió? —preguntó Trisha.
—Desaparecieron —respondió Lestick a media voz. Tenía
el rostro cansado y parecía envejecido tras el combate—. De
repente, tal y como habían aparecido, regresaron a la
profundidad de su caverna. Matamos una veintena de esos
engendros y los demás no dejaron atrás más que el eco de sus
susurros.
—¿Y Kali?
—La perdimos —explicó el veterano clérigo—. De la
misma forma que desapareciste tú. Ya tienen lo que
buscaban…
—Las mujeres.
—Era cierto, ese Geronte iba tras la enviada.
—No la llames así, Tito ⎯lo reprendió, Lestick.
—¿Cómo haremos para encontrarla?
—Reid dijo que podía encontrarte y seguimos su
intuición.
—Hicisteis bien —asintió Olen, cargado de orgullo.
—Eso os honra —dijo Trisha—. Pudisteis habernos
abandonado aquí, pero regresasteis por nosotros.
—No —intervino Reid con su habitual semblante
inexpresivo—, nadie iba a dejaros.
—O de lo contrario se hubiese enterado de quién es mi
amigo —añadió Olen, guiñando un ojo hacia los monjes.
—Pero con Kali…
—Está en algún lugar de esta guarida. ¿Qué haremos
para encontrar a la niña?
Trisha se adelantó de forma decidida y apremiante.
—El que busca, encuentra.
Los ojos de Trisha se encontraron con los de Lestick.
Tenía los ojos claros, escarbados en la piel desgastada,
sembrada de una dispersa barba cana. El clérigo asintió y
señaló a su espalda.
531
—Hace un momento cruzamos un pasadizo, amplio y
bien ventilado, que desciende hacia lo profundo de la montaña
—explicó—. A los lados no hay otra salida así que no hay
muchas más opciones. Pero —se detuvo y miró a todos y cada
uno de ellos—, debéis ser conscientes de lo que vamos a
encontrar ahí abajo. Todas esas criaturas no son seres de
Dios. Son engendros de otro mundo y tratarán de llevarse
vuestro espíritu y desgarraros la carne. Aúllan y gritan y se
retuercen como lunáticos que arden en la posesión de sus
cuerpos. Nunca, jamás había visto nada semejante. Sus ojos
son teas llameantes, algunos tienen garras y colas con
aguijones o cuernos afilados como agujas. Si vamos a bajar,
debéis saber a qué os enfrentáis.
—Creía que los monjes no tenían miedo —dijo Trisha sin
apartarle la mirada.
—Lo digo por vosotros, mujer —respondió Lestick de
forma cortante—. Yo llevo toda la vida esperando este
momento.
Tomaron la antorcha que pendía junto al pozo y
emprendieron el camino de descenso en busca de Kali. Abrían
la marcha Tull y Lestick, tras ellos Suave, con la lámpara en
alto, Trisha, Olen y cerraba la comitiva Reid.
Era cierto que el pasillo era amplio, y alternaba tramos
excavados en la roca con otros reforzados por grandes bloques
de piedra tallada que formaban una bóveda excepcional. En
ocasiones una suave corriente de aire ululaba entre sus
piernas, o danzaba con la llama de la antorcha, y ellos se
detenían a escuchar los lejanos sonidos de las profundidades
cavernosas.
Finalmente, llegaron a un salón rectangular al que
comunicaban varias aberturas. Dos magníficas puertas de las
que solo quedaba el marco tallado en la roca y otras dos,
menores en tamaño y ostentación, aunque no en lo siniestro
de su oscuro pescuezo. Se detuvieron y escucharon a un lado
y otro. Reid tomó la antorcha y comprobó la corriente de aire
de ambas aberturas. No satisfecho con el resultado olfateó la
oscuridad y masticó sus pensamientos. Hill se arrodilló a su
lado y pasó la yema de los dedos por el suelo, después se
observó la piel sucia e interrogó al gigante con silenciosa
suspicacia.
—Es por aquí —señaló Reid con un leve movimiento de
su cabezota que Hill corroboró de forma solemne.
Lestick se plantó frente a aquella sólida carencia de luz.
Un leve aliento helado surgía de la pútrida profundidad y
advertía a los extraños del mal que se ocultaba en aquella
guarida. Trisha se estremeció y Olen respiró pesadamente y
buscó el apoyo del gran Reidhachadh. Sin embargo los otros
eran monjes, no debían dudar, ni sentir temor o debilidad
frente a lo desconocido. Tull preparó su hacha, asintió hacia
532
Lestick y caminó hacia la densa penumbra seguido por los
otros.
—¡Un momento! —exclamó Olen, y todos se volvieron
hacia él, lo que le hizo sentir un tanto incómodo. Carraspeó y
se explicó con la voz encallada tras sus costillas—. Entramos
en el templo cuando había caído la noche. Eso quiere decir
que ya habrá amanecido. ¿No deberíamos descansar antes de
buscar pelea? Quiero decir —continuó—, ¿nadie está cansado
o hambriento?
Los clérigos intercambiaron su desconcierto y se fijaron
en Lestick. Tull, con el hacha cruzada frente al pecho, se pasó
la lengua por los labios. Suave, a la cálida llama de la lámpara
junto a su rostro, se veía famélico, desnutrido y agotado, con
los ojos azules más saltones que de costumbre. El líder de los
clérigos se rascó la naciente barba en el cuello y meditó la
proposición de Olen.
—No veo una razón por la que debamos retrasar nuestro
encuentro con Geronte y sus bastardos —dijo, sin ocultar su
pose desdeñosa.
—Quizá tú no —replicó Olen—, pero en el caso de que ese
pasadizo comunique con otra habitación como esta, y más
corredores y túneles, y nos encontremos en un maldito
laberinto de catacumbas, como supongo que habrás previsto,
no querrás detenerte en cualquier lugar cuando el cansancio
nos obligue a descansar.
—Podríamos descansar un rato —apuntó Hill, el
explorador—. Este es un buen lugar.
Lestick meditó la proposición de Olen con algunos
reparos reflejados en su mirada.
—¡No estás retrocediendo, si es lo que piensas! —exclamó
Olen—. Tan solo retrasas tu encuentro con el enemigo.
—Yo no quiero dormir —intervino Trisha—. Kali se
encuentra en algún lugar, bajo la amenaza de ese monstruo y
su horda de engendros. El tiempo pasa y juega en nuestra
contra.
—Daremos un bocado —dijo Lestick cargado de la
rotundidad del jefe—. Bebed agua y descansad si queréis.
Será breve.
Olen se acercó a Trisha y tendió un odre de agua hacia
ella. La mujer lo fulminó con la mirada. Tenía los dientes
prietos y los puños cerrados, en una acusación violenta pero
muda.
—Bebe y descansa, bermeja —propuso él, pero Trisha
apartó el odre de un golpe y se dio la vuelta hacia la oscuridad
del camino que debían seguir.
El mercenario se colocó tras ella y susurró a su oído.
—Puedes escupirme en la cara o acusarme de cobarde si
es lo que deseas —dijo, con ruda sutileza—, pero tú no eres
un guerrero de Dios y necesitarás todas tus fuerzas. No quiero
533
ver cómo te fallan las piernas en caso de que debamos salir
con Kali a la carrera. Así que siéntate y descansa.
La mujer se giró apenas y se encontró los ojos oscuros de
Olen tan cerca de los suyos que sus narices casi se rozaron.
Entreabrió los labios y bajó la mirada en un gesto arrepentido
y agotado. Después asintió y tomó el odre de tripa que Olen le
ofrecía, caminó hasta un lado y se sentó con las piernas
recogidas contra el pecho y la espalda apoyada en la pared.
Reid tomó una vieja antorcha de un soporte alto, la
empapó en aceite y dio un poco más de claridad a su
improvisado campamento. Las sombras corrían sobre la
piedra e inundaban cada poro de la roca, cada ranura o
grieta, y le daba el aspecto de un reptil durmiente. Lestick y
Tull bisbiseaban en un rincón, mientras Suave cortaba un
trozo de cecina y se lo pasaba a Hill. El silencio cayó sobre
aquel rincón devorado por la montaña y pronto pesó en sus
músculos.
Trisha se arropó en su capa y descansó la cabeza sobre
un hombro. Cruzó los brazos en un cálido abrazo y recordó a
los hijos de Geronte, con sus deformidades, su salvaje maldad
pervertida, y sintió que la saliva se le volvía agria y el pecho se
le encogía. Pronto saldrían de allí. Encontraría a Kali y
escaparían, pero solo para volver. El frío se desvaneció cuando
la rabia vengativa trepó desde sus tripas. Regresar, algún día,
a aquel enclave maligno para acabar con él, destruirlo,
desmenuzar su cuerpo; por todo el mal que había hecho.
Geronte merecía morir, y ella se encargaría de ello.
Los párpados le cayeron al tiempo que sus pensamientos
se volvían tan volubles como el humo. Apenas una imagen
aparecía en su cabeza, se transformaba en otra cosa, algo
indefinible, una idea, que de nuevo desaparecía. Era un lugar
oscuro, aunque no le producía ningún temor. No veía su
cuerpo porque ella era parte de la misma sustancia que la
rodeaba. Algo que no se podía tocar pero que lo formaba todo,
viscoso, omnipresente, parte fuera y parte dentro. Entonces la
vio a ella.
Ela Adjiri estaba allí. Majestuosa, como una flor de cristal
en la noche. Se acercó sin caminar. Su rostro parecía sereno,
en paz, con esa sonrisa en los ojos y un pensamiento no
pronunciado. Vestía su habitual vestido celeste y blanco, con
un sedoso pañuelo sobre el pelo que ondulaba desde los
hombros. Cuando llegó hasta ella no dijo nada. Observó el
cuerpo invisible de Trisha hasta encontrar un rostro que no
podía verse. Entonces le habló de la misma forma que se
habla a los niños.
—Siempre has temido mirar lo profundo de ti misma. —
Su voz sonó lejana y potente, lanzada desde dentro de un
lugar tan grande como el mundo—. Si en tu interior sólo
encuentras oscuridad, no estás vacía, tan solo tienes los ojos
534
cerrados.
Como golpeada por un huracán sintió que se alejaba a
toda velocidad, que su pecho se hinchaba en una bocanada
interminable y toda ella crecía y crecía. Una sensación
vertiginosa la empujó hacia un torbellino y, al fondo, un
pequeño punto de luz. Un lugar privado, suyo. Y en él, un sol
brillante, tanto que desvanecía todo. Y entonces escuchó su
nombre.
Trisha.
La llamaban y escuchaba su nombre.
Trisha.
Supo que tenía que ir cuando vio el camino, tan claro
como un sendero en un día despejado.
—¡Trisha!
Se levantó de un brinco, con el resuello entrecortado y el
rostro sudoroso. Miró a su alrededor y todo estaba
exactamente igual. Suave cortaba cecina que Hill tomaba del
filo de su cuchillo. Los monjes susurraban sus confidencias.
Olen y Reid a un lado. Aunque ahora todos la miraban,
pasmados, sin pestañear. Ella dio la vuelta y observó su
alrededor, confundida.
—¿Te encuentras bien, pecosa? —la interrogó Olen tras
un instante de duda y se incorporó hacia ella.
Trisha buscaba con la mirada algo que no podía ver, sus
labios se movieron sin pronunciar palabra. Una mueca
preocupada apareció en el rostro de Olen cuando tendió un
brazo hacia ella.
—Kali —murmuró Trisha con la vista perdida en sus
pensamientos.
—Deberías descansar... —replicó Olen, pero ella lo
interrumpió empujada por la urgencia.
—¡Es Kali! ¡Me necesita! —gritó y la angustia en su voz se
contagió a todos.
Los monjes levantaron sus armas y Reidhachadh
desplegó su colosal tamaño. Olen trató de agarrarla, pero ella,
fuera de sí comenzó a dar aspavientos en la dirección opuesta.
—¡No es por ahí! —exclamó, corriendo hacia el otro lado
—. ¡Esta es la puerta! ¡Tenemos que ir! ¡Tenemos que ir ahora!
Tull y Lestick se volvieron hacia Hill en un momento de
confusión.
—Pero... —balbuceó Suave—. ¿Qué está diciendo?
—Bermeja, cálmate. —Olen mostraba sus manos
desnudas ante la nerviosa mujer—. Habíamos decidido
descansar un poco.
—¡No hay tiempo! —gritó ella—. ¡Tenemos que ir ahora!
—Esa no es la dirección —musitó Hill al hombro de
Lestick, pero todos pudieron escucharlo.
Trisha dio una zancada larga y arrancó la tea ardiente de
la pared. Después la agitó frente a la puerta y su cortina de
535
negrura.
—Os digo que sé dónde está Kali. —Trisha perdía el
aliento mientras su corazón estallaba en su cuello—. Está en
peligro y es por aquí.
Lestick se devoró los labios y cerró el puño con tal fuerza
que el metal de sus guanteletes crujió como la madera. La
lámpara que Suave sostenía en alto brillaba tras él, y su perfil,
con la gran armadura de su Orden, se proyectaba sobre la
puerta que señalaba Trisha. La figura del monje, ataviado con
sus armas, las grandes hombreras y refuerzos metálicos, sus
brazales y las botas. Todo él era una fortaleza andante, una
máquina de matar en cuyo interior bullía la fuerza de la fe. El
monje gruñó y un mechón de pelo plateado cayó desde la
espantosa cicatriz que partía su frente, hasta cubrirle los ojos.
En ese momento, un desgarrador aullido ascendió por el
túnel y estalló frente a ellos. Mil voces más gritaron tras el
primero, y con el ensordecedor barullo, la puerta escupió una
lengua de polvo y ceniza. Olen cubrió a Trisha con su cuerpo
mientras los monjes resistían el envite del vendaval con el
antebrazo frente a la cara. Los gritos rebotaban en las paredes
de la bóveda, entre las columnas, entre ellos mismos; el
chillido insano de mil azotados hasta quedar en carne viva.
Cuando desapareció, el corazón les latía de tal manera
que podía escucharse su galope sobre el pesado silencio.
—Os lo dije —murmuró Trisha entre resuellos y con los
ojos inyectados en pánico.
Lestick desenfundó su espada, poco a poco, con la replica
del afilado acero corriendo en la vaina. Tenía la boca curva,
alrededor de la barbilla, en un ademán de repulsa y asco.
—Ha llegado el momento de darle a Dios su venganza —
dijo.
Los clérigos se lanzaron sin dudarlo hacia la oscuridad,
con la lámpara tras ellos y las armas en alto. La negrura los
engulló al instante con su abrazo húmedo. Olen levantó las
cejas y ladeó el gesto con resignación. Trisha saltó tras él,
empujada por una intuición que no comprendía, pero que le
ardía en el pecho como un fuego imposible de apagar.
Reidhachadh miró tras él y agitó la antorcha a un lado y otro.
Apenas se podía ver los pies a la escasa luz. Observó la nada
frente a él y olfateó ligeramente, solo un pequeño ronquido
con la nariz. Escuchó las pisadas de sus amigos,
desapareciendo en la distancia y se volvió una vez más hacia
el otro lado con una mirada desconfiada.
Cuando el gran hombre de Bront saltó tras los pasos de
sus compañeros, la sala que habían ocupado hasta hacía un
instante se sumió en la tiniebla. No pasó nada más, tan solo el
silencio y el aliento de la brisa bajo tierra. Hasta que llegaron
los pasos zompos, arrastrados, los lamentos y el rechinar de
dientes.
536
CAPÍTULO 42

Sollozos contenidos y algún gemido roto era lo único que se


escuchaba en los oscuros pasadizos que surcaban las
profundidades del Lévvokan. Las cucarachas corrían entre los
pies de Anja y se ocultaban en las fisuras de la piedra, a
resguardo de la flámea luz de la antorcha. Frente a ella, Horn,
el jefe de los carceleros de su padre y amo de verdugos, abría
el camino hacia el pozo de muerte y dolor que eran las
entrañas de su casa. A cada paso, un ronquido asomaba a la
boca torcida de Horn y, de vez en cuando, al llegar a un
recodo del camino o frente a unos escalones desiguales y
retorcidos, miraba sobre su hombro y ella veía su rostro tuerto
inspeccionarla desde la hueca negrura. ¿Habría visto alguna
vez aquel hombre la claridad del día? Su cuerpo enjuto y
maltratado por la humedad, la piel mugrosa y su aspecto
encogido y contrahecho, le recordaron a las mismas lombrices
que se arrastraban en la tierra negra.
El carcelero se detuvo frente a un portón de madera
podrida y remaches oxidados. Señaló con un movimiento de
su prominente barbilla y guiñó su ojo vacío.
—Debe de ser esta, mi señora. —Su correosa voz titubeó
en un carraspeo—. Es la única que concuerda con vuestra
descripción.
Anja asintió sin mostrar afectación. Tenía los labios
recogidos en una mancha carmesí y los ojos resplandecieron
en lo profundo de su capucha. Vestía una capa de color del
musgo con ribetes glaucos, un verde tan oscuro que toda ella
parecía flotar en la húmeda oscuridad a su alrededor. Su voz
apareció en un murmullo.
—Abre la puerta —dijo.
El grueso manojo de llaves tintineó en la cintura de Horn
al tiempo que su rasgada voz alargaba una duda con reparo.
—Pero… Mi señora… —se disculpó el hombre—. ¿Estáis
segura de que deseáis entrar ahí? La puta está loca y no es
seguro para una chiquilla de vuestra edad…
—Abre la puerta ahora mismo.
—Sí, alteza, como ordenéis —replicó Horn, encogiendo
sus huesudos hombros y cabeceando, resignado—. Pero si
vuestro padre se entera será mi cabeza la que acabe en una
jaula para pájaros.
—Mi padre no sabrá de mi visita a este lugar si no eres tú
quien corre a decírselo —explicó Anja y las sombras corrieron
por su cutis de porcelana—. ¿Qué haces cuando un marcado
muere en su celda?
El tétrico jefe de carceleros repensó la respuesta con una
mueca arrugada y un gruñido fastidiado.
537
—Rághalak se encargaba de eso, mi señora. Pero ahora…
lo arrojamos al pozo. Es una sima sin fondo que encontramos
en los cimientos del palacio. Así es como vuelven al infierno
del que no debieron salir.
—Bien —asintió satisfecha y desplegó una mano hacia la
puerta—. Hoy una razaelita ha muerto aquí, ¿comprendes?
Horn abrió su boca y mostró los dientes sucios en un
gesto bobalicón. Inclinó la cabeza y giró la llave en la
cerradura mientras murmuraba su desacuerdo y
sometimiento al tiempo. Los goznes chirriaron en una
advertencia desgarradora antes de mostrar el vacío dejado por
el tormento al otro lado.
Una vaharada pestilente golpeó a Anja en la nariz cuando
se asomó a la mazmorra. La luz apenas iluminaba lo
suficiente como para intuir el agujero excavado en la roca, la
paja en el suelo y restos de excrementos secos en un rincón.
La asfixiante atmósfera le resultó opresiva aunque cálida.
Nada se escuchó en el interior a excepción de los insectos que
corrían a ocultarse entre la piedra rota y la mugre. En un
rincón estaba ella, con la cabeza entre las rodillas y las manos
en los tobillos. Cuando levantó la mirada, un sonido de
grilletes inundó el cubículo.
Anja contempló el rostro deforme de la mujer y descendió
los escalones sin apartar la mirada de ella, algo que quizá no
había hecho nunca nadie.
—Te conozco —murmuró la prisionera—. He soñado
contigo.
Estaba acuclillada, envuelta en harapos que no
ocultaban su sucia desnudez. Debía de ser joven, quizá unos
años más que Anja. Su cuerpo era hermoso, bien formado
aunque raquítico tras el encierro en el Lévvokan. Sin embargo,
era la visión de su rostro lo que producía una repulsión
inevitable. Mientras que el lado derecho era el de una joven
con el pelo hirsuto y los ojos grises y melosos, el costado
izquierdo se descolgaba tal que plomo fundido en una mueca
horrible. El párpado dejaba a la vista el globo ocular, recorrido
por capilares y úlceras, y la boca descendía junto con la
mejilla, deformando un pellejo en el que goteaba la saliva que
escapaba a su dentadura. Consciente de su fealdad la mujer
se cubrió con una huesuda mano y habló de nuevo, inclinada
a un lado.
—¿Estoy soñando otra vez? —dijo con un fino hilo de voz.
—No es un sueño, y tampoco lo era el otro día.
—Es cierto… —escudriñó a la princesa frente a ella—. Se
te ve diferente. Has cambiado. Así pues debo de haber muerto.
¿Qué clase de infierno es este y qué dios me castiga si no he
hecho nada malo?
—No estás muerta. Estás encerrada en los calabozos de
Abbathorn Levvo.
538
La mujer se desinfló, contrariada, al escuchar aquel
nombre.
—Así pues estoy viva. Todavía…
—¿Cómo te llamas?
—Mi nombre… —musitó, haciendo memoria—. Mi
nombre es Sarma.
—El otro día —dijo Anja de forma suspicaz— pudiste
verme. ¿Cómo es eso posible?
—¿Y cómo es posible que tú aparecieses en mi sueño?
—Yo soy la que hace las preguntas. Ya te he dicho que no
era un sueño. —La princesa dio un paso a un lado y la
contempló de soslayo—. No pareces muy especial, pero sé que
las apariencias engañan. Dime cuál es tu don.
—¿Especial? No hay nada especial en mí. ¿Por qué me
han encerrado? ¿Es porque soy fea? Ya no recuerdo cuánto
tiempo llevo aquí. Deben de haber pasado semanas o meses.
¿Qué ocurre? Me miras como si estuviese loca. Quizá lo
estoy… ¿Es de día o de noche? Creo que es mediodía, el
momento en que la gente se sienta en la mesa y parten el pan.
El puchero humea sobre los rescoldos del hogar y yo espero a
morir en paz… —Rio, pero su carcajada desapareció de forma
tan convulsa como había brotado de su garganta. Después se
cubrió el rostro con ambas manos y un siseo al que alternaba
un murmullo roto asomó a su pecho. Una parte de ella
sonreía, la otra era una máscara de locura.
—Es exactamente mediodía, Sarma. —Anja se arrodilló
frente a ella—. Vengo a petición tuya. Voy a sacarte de aquí,
pero antes quiero saber en qué consiste ese don tuyo.
—Nadie tiene la llave del infierno.
—Yo sí.
—Y ¿quién eres tú?
—La hija de aquel que te puso esas cadenas.
—El rey Levvo es un diablo, el mal encarnado. El diablo
no engendra nada bueno, no hay bondad en su sangre, solo
dolor y rencor para el mundo. La corona es una guadaña que
cosecha la mies de mi raza, una raza maldita de seres
malditos que arderán en las llamas. Yo no he hecho nada…
nada puede romper las cadenas, ni las mías, ni las tuyas.
—Soy Anja Levvo. La princesa bruja. ¿Ves eslabones en
mis brazos? ¿Argolla en mi cuello?
—Nuestra prisión es diferente y la misma.
—Pues dame una razón para que te lleve conmigo y
escapemos juntas. De lo contrario me marcharé y no volverás
a verme, ni siquiera en sueños.
Sarma saltó adelante, puso sus manos sobre las rodillas
de Anja y, como un acto reflejo, las retiró asustada. Después
se volvió de costado.
—Conozco la verdad. El mundo no es tan simple como
nos han dicho —comenzó a explicar, en una postura recelosa
539
—. Hay muchos mundos y todos están en este. Entre una
orilla y otra hay puentes, resquicios, puertas y canales que
comunican un lado con el otro. Yo puedo ver la realidad.
—¿Eres capaz de ver otros planos?
—Ponle el nombre que quieras…
—¿Puedes atravesar al otro lado o solo eres testigo? ¿Eres
capaz de hacerte ver y sentir, podrías traer cosas de allí?
Sarma se cubrió con la mano media cara pero, en esta
ocasión, dejó al descubierto la parte deforme y sonrió de forma
grotesca.
—Estás aquí —dijo—. Eso responde a tu pregunta.
Anja se incorporó y observó a la mujer desde arriba; nariz
en alto, las manos frente al vientre, rumiando sobre una vida,
la clemencia y el desprecio.
—No durarás mucho aquí abajo.
—Por poco que sea ya es demasiado —balbuceó Sarma y
se arrojó a los pies de Anja—. Dijiste que me sacarías de aquí.
Por favor, no me dejes. Déjame escapar o pon fin a mi
sufrimiento y da la orden para que me maten. Por favor…
Anja dio una patada a sus mugrosas manos y se alejó un
paso.
—Necesito alguien que me acompañe, alguien en quien
pueda confiar —dijo, llena de orgullo y dureza ante la
muchacha humillada a sus pies—. Quiero ese don que posees
y tu servicio.
—¡Lo tienes! ¡Es tuyo! —exclamó, arrastrándose sobre la
hedionda paja sucia—. Mi vida será tuya, pero sácame de
aquí, por favor, por favor… Escapemos juntas, rompamos las
cadenas. Juntas…
La estrecha franja de luz que entraba desde la portezuela
de la mazmorra iluminaba tenuemente a la joven y formaba
sombras cambiantes que hacían más extraño aún su
semblante. Postrada, como un esclavo ultrajado, Sarma
miraba arriba entre sollozos y su cara parecía sacada de un
sueño, irreal y mudable como una multitud de velos que
descubrían al monstruo o a la joven indefensa.

A la mañana siguiente, con las primeras luces del alba, la


pequeña comitiva se preparó para abandonar el Lévvokan. Un
carruaje esperaba en el patio principal de palacio, rodeado de
criados y sirvientes que aseguraban cinchas y ataharres,
alforjas atiborradas de cosas que no necesitaba. En los fardos
y pesados arcones que aseguraban con cuerdas al techo del
carruaje, bajo telas y vestidos, ocultaba su único tesoro, los
libros. Ziamud se había asegurado de elegir bien para su ama,
y Sarma la ayudó a camuflar tanto texto y pergamino en
cajones secretos, envueltos en tocados, cosidos al forro de
vestidos que nunca usaría.
540
Era una mañana gris y nadie había acudido a despedirla.
La tarde anterior, mientras trabajaba con el pequeño
duende enrollando palimpsestos y recetas mágicas en el cierre
de los grandes baúles, tuvo un pensamiento para su madre.
Desde hacía días que no tenían noticias de Browen y los
rumores se extendían por toda la ciudad. Algunas voces
decían que el príncipe Levvo había muerto, otros que había
huido de su malvado padre y ahora se regalaba mujeres y vino
en tierras más cálidas al sur. Sea como fuese, los chismes se
volvían oscuros presagios en torno al futuro del reino. Sin un
heredero para Abbathorn qué sería de Misinia.
Estaba segura de que tales patrañas habían llegado a
oídos del rey y la reina, y que servían de acicate a la lucha de
hienas, el fuego que había prendido en su odio mutuo y que
consumiría el Lévvokan hasta reducirlo a cenizas. Sin
embargo, aunque una parte de su instinto le decía que debía
salir de Davingrenn lo antes posible y alejarse de aquella
estirpe enferma que la había engendrado, un sentimiento
apocado y triste germinó en su corazón. Analizó el vacío que
sentía en el estómago y, aparte de la ansiedad por la partida,
su preocupación por no dejar ningún libro, y el salvaje
sometimiento sexual al que la obligaba su reciente marido,
sintió que su comezón nacía de una necesidad que creía
desterrada: deseaba ver a su madre una vez más.
Escribió una nota que entregó a los sirvientes en la que
solicitaba un último encuentro antes de salir hacia Ursa. Se
camufló tras un mohín infantil y sin pretenderlo puso un
anhelo en ello, la expectativa de reunirse con la mujer que la
había moldeado desde su nacimiento. Después se puso su
vestido negro con los puños dorados y un brocado sobre el
talle, bordado en oro, que formaba afiladas puntas hasta su
espalda y le daba el aspecto de una avispa peligrosa y frágil a
la vez. Esperó junto a sus libros de diplomacia y decoro, con
los tratados de política e historia y las maneras en que se
conduce la voluntad de los hombres mediante la sugestión.
Libros que le parecían juegos de niños comparados con los
tratados mágicos que había descubierto, pero que guardaba a
su lado para complacer a su madre. Esperó con la vana
esperanza de que Anja Levvo acudiera una vez más a
reprenderla por algún desliz en su educación, por un botón
despasado o las agujas en el pelo colocadas sin simetría
alguna. Pero no fue así.
Recordó las últimas palabras del rey, antes de abandonar
los festejos de su boda, y comprendió que no había sido un
insulto llevado por el despecho, sino una declaración de
intenciones, un proceder en el nido de las serpientes Levvo.
Ella, sin haber salido del Lévvokan, ya no estaba allí.
Caminó a pasos cortos hasta el carruaje, subió la
escalinata con dificultad y se sentó, ahogando un quejido
541
dolorido. Enro Kalaris observó su mueca y sonrió al tiempo
que hinchaba el pecho, orgulloso de su hombría.
Kalaris montaba un robusto potro prieto, tan oscuro en
su pelaje como su armadura, ornamentada con filigranas
carmesí en el pecho y el gorjal. La testera metálica del caballo
estaba cubierta de púas y espinas, y en sus resoplidos, el
vaho que brotaba de sus ollares le daba un aspecto diabólico.
Observó a su nueva esposa de forma hambrienta, lleno de
deseo salvaje, como si pudiese arrancarle la ropa y tomarla allí
mismo. Su caballo giraba y giraba, contagiado por la
excitación del jinete. Anja esperó sentada, sin prestarle
atención, pero su frialdad parecían excitar aún más a Kalaris.
Finalmente el rudo norteño exclamó una carcajada y dio un
golpe a la puerta que sacudió todo el carruaje. Cabalgó hasta
el frente y, tras su señal, las ruedas crepitaron sobre el
adoquinado del Lévvokan. Anja tuvo una última mirada hacia
las ventanas del palacio. Estaban desiertas.

542
CAPÍTULO 43

Kali se detuvo a una distancia prudencial. La pequeña llama


se había convertido en una claridad tenue que iluminaba el
final del corredor y la estancia con que comunicaba. Se sentó
sobre los talones y miró atrás. Ya no recordaba cuánto rato
hacía que había comenzado a seguir aquella pequeña llama
titilante, pero debía de ser mucho, porque no escuchaba el
correr del agua a sus espaldas. Había aparecido de la nada,
flotando en la palpable oscuridad de la caverna. Al principio
creyó que era una visión, quizá un fantasma, pero lo cierto es
que aquella lucecita la guio hasta el túnel en la piedra y, tras
muchos recodos y giros del enrevesado y estrecho canal, hasta
donde se encontraba ahora.
Todavía tiritaba, helada hasta los pensamientos, con la
ropa empapada hecha un fardo bajo el brazo, y el pelo
húmedo. Dudó un instante y, de nuevo, miró atrás en busca
del silencioso consejo; estaba sola y nadie podía ayudarla.
Frunció el ceño y exhaló con decisión. Era una tontería
quedarse allí. El frío la mataría de todas formas y, ¿por qué si
no se había arrastrado tras aquella luz?
«Piensa primero, actúa después —se dijo, recordando las
palabras de Jared—. No te lances a la madriguera tras la
presa. El conejo escapará por la salida trasera y tú te
encontrarás atorada en la estrechez del túnel. Piensa primero,
actúa después.»
Sin embargo, ella no había pensado mucho en la
posibilidad de morder el anzuelo y, llevada por la urgencia, se
había lanzado a aquel túnel laberíntico. Si era una trampa ya
era demasiado tarde para evitarla, incluso para pensar en
otras posibilidades, pues solo unos pocos pasos la separaban
del final. Kali apretó los dientes y continuó gateando hasta el
borde del canal. Sin asomarse dio un vistazo al interior, con
los ojos bien abiertos; pero el chapuzón comenzaba a hacer su
efecto y un estornudo irrefrenable la asaltó de repente. Se
mordió los labios y clavó las uñas en la frente, maldiciendo en
silencio tal y como lo hacía su padre.
—Salud —dijeron desde la pequeña habitación.
Era una voz suave, quizá una niña, aunque todavía no se
dejaba ver.
Kali, desconfiada, se acercó y observó el lugar sin llegar a
asomar la cabeza.
Vio un cuartucho rectangular, de tres pasos por cinco
aproximadamente. Las paredes estaban formadas por grandes
bloques de piedra y a cada una desembocaba un canal como
el que ella había recorrido. Descubrió restos de maderas
carcomidas y metal oxidado en un rincón, sobre lodo seco y
543
suciedad acumulada. En las fisuras de la pared crecían
hongos luminiscentes con la forma de colmenillas azuladas. Al
otro lado, una mesa desvencijada sobre la que brillaba un
candil de bronce y, en un barril partido al efecto, un pequeño
lecho en el que esperaba su expectante anfitriona.
Era una niña escuálida, con el pelo tan blanco como la
piel, los hombros huesudos y los dedos largos. Apenas mediría
una vara de altura y tenía unas facciones inquietantes. Los
ojos ovalados y muy separados, sin cejas, el mentón diminuto,
como la nariz, subrayada por una boca estrecha y en forma de
corazón.
Kali dio un respingo cuando la descubrió, sentada en su
rudimentaria cama.
—No te asustes —dijo la extraña niña—. No voy a hacerte
daño. Puedes pasar. Te irá bien entrar en calor.
Descolgó las piernas al interior y saltó en el centro de la
habitación. Había una atmósfera bochornosa y opresiva a la
vez que la abrazó con su vaporosa calidez. La sangre corrió
otra vez por sus manos y sintió las mejillas retomar su
habitual, aunque escaso, color. Kali respiró profundamente y
sintió que los músculos se le volvían gelatina. La niña albina
saltó del lecho y corrió hasta ella cuando la vio tambalearse.
—Siéntate. —La agarró por el brazo y la acompañó hasta
el barril cama—. Has estado mucho rato en el agua helada y
debes de estar agotada. Aquí entrarás en calor. Los hongos
nos protegen, con ellos estaremos bien. Nos iluminan,
alimentan y también calientan el aire que respiras. Nada malo
te ocurrirá aquí.
Puso la mano en su hombro y observó cómo Kali asentía
y se desinflaba un poco hasta quedar tendida en el lecho, con
la cabeza sobre un mullido almohadón.
—¿Quién eres tú? —preguntó Kali, al rato, en un
murmullo exhausto.
—Mi nombre es Vita. —Tras estas palabras parpadeó
varias veces y una sonrisa, o algo parecido, se dibujó bajo la
nariz—. Tengo aquí un par de camisas que quizá te sean de
utilidad si quieres cambiarte de ropa.
Kali no respondió, tan solo la desarmó con una muda
desconfianza bajo las cejas y se incorporó, sembrando una
distancia de dos codos entre ellas. Vita inclinó la cabeza y
torció el gesto, impulsada por la sorpresa o la indignación.
—Ya te he dicho que no voy a hacerte daño —repitió.
—¿Por qué debería creerte?
La muchacha albina se alejó hasta la esquina, tomó
algunas prendas de ropa de un montón y se volvió con aquella
sonrisa tan rara.
—Porque no tienes otra opción —respondió, y le tendió
las prendas, esperando que Kali las tomara de sus manos.
Dudo un instante, bajó la mirada y trató de recordar lo
544
que una vez dijo Jared sobre pensar y actuar, lanzarse a lo
estrecho de una madriguera y verse atrapado sin salida. La
ropa se adhería a su piel y, a cada movimiento, se estremecía
con el simple roce helado. Dio la espalda a cualquier
especulación sobre madrigueras y pensamientos inoportunos
y, de un zarpazo, aceptó el ofrecimiento.
Se arrancó el sayo y la camisa todo lo rápido que pudo y
la arrojó a sus pies, junto con el resto de pertenencias
empapadas. Tras una semana larga de periplo por las
montañas, su indumentaria estaba sucia, y ella bajó la
cabeza, avergonzada por su propio hedor. La mayoría de
prendas eran pequeñas, pero pudo calzarse una camisola
gruesa que apenas le cubría más allá de las caderas. Encima
se puso un vestido de bordado añejo, con tantos descosidos y
rotos, que le costó descubrir el lugar para los brazos y la
cabeza. Unos calzones deshilachados y un par de zapatones
enormes, llenos de remiendos y malos arreglos, completaron el
desaguisado. Cuando terminó arrojó su ropa a un lado, se
descalzó de nuevo, y se sentó en el lecho, reconfortada en su
agotamiento.
Su anfitriona había guardado silencio, observando todo
en actitud divertida.
—Mi nombre es Kali —se presentó a modo de disculpa—.
Gracias por la ropa.
—Hola, Kali.
—¿Qué haces aquí?
—Vivo aquí.
—¿Sola?
—¿Te parece extraño el lugar o la situación?
—Supongo que ambas.
—Tú también estás aquí y tu llegada no ha sido muy
convencional.
—Me caí... —dudó un instante al hacer memoria—. Debí
de caer en un pozo. Después el agua me arrastró hasta esa
caverna. No sé cómo me salvé, podría haber muerto. Gracias
otra vez.
—No tienes por qué dármelas. Hacía mucho tiempo que
no hablaba con nadie. Me gusta la compañía.
—¿Por qué estás aquí?
—¿Tú qué crees?
—¿Es un escondite?
—Es mi escondite, sí.
Kali asintió y dio un vistazo alrededor. Después la
observó a ella, tan frágil y enfermiza, con su cabeza ovoide de
grandes ojos, como un insecto humanizado. Presintió miedo
en ella, y curiosidad también.
—Es un bonito lugar —dijo Kali antes de repensar la
siguiente pregunta mientras jugueteaba con los dedos en la
tela de sus calzones—. Aquí estás a salvo de ellos.
545
—Nunca podrán encontrarme. Este es mi refugio secreto.
—Yo vine con otra gente, sabes... —explicó Kali—. Unos
monstruos horribles... muy raros, nos saltaron encima y yo
me separé del grupo. ¿Sabes qué pasó?
—No he visto a tus amigos, pero si han caído en las
garras de ellos... —Vita movió a los lados la cabeza.
Kali tragó saliva y frunció el ceño.
—Tengo que encontrarlos —musitó, desplazando el
agotamiento con la convicción.
—No te lo recomiendo.
—Pero... —titubeó, llevada por la urgente impotencia—.
No puedo dejarlos solos.
—Eres tú la que estás sola —contravino la chica, sin
mostrar afectación en su rostro ebúrneo—. Además, es
probable que ya estén muertos.
—¡No digas eso! —exclamó—. No pueden estar muertos.
No es cierto. Los monjes son buenos guerreros, saben luchar y
no temen a la muerte...
—Eso no tiene nada que ver. —Vita habló llena de
ternura infantil—. Este lugar está maldito, Kali, todo el que se
acerca a él muere de alguna manera, por dentro o por fuera.
Solo la muerte pervive aquí.
Kali se derrumbó sobre el lecho y el reproche empañó su
mirada, devolviéndole su aspecto siniestro y taciturno.
—Es mi culpa. Todo ha pasado por mi culpa —dijo con
las manos caídas en el regazo.
Vita se sentó a su lado y la acarició en un brazo. Después
la tomó por la barbilla y enfrentó su rostro.
—¿Por qué dices eso?
—Porque es cierto. —Sus palabras brotaron desde el
confuso trenzado que formaba la rabia y el sollozo
desconsolado—. Vinimos aquí por mí, porque él me busca.
Desde el mismo día en que ese bicho salió de mis pesadillas y
me encontró en el bosque. Alas de cuervo, risa de hiena...
Vita palideció de repente, hasta el punto de parecer una
criatura de marfil.
—¿Él te busca? —musitó con su pequeña mano frente a
la boca.
—Trisha ya sabía de él. Su nombre es Geronte —
respondió Kali—. Envió a esas criaturas, esos bichos, a
buscarme. ¿Por qué? ¿Qué espera de mí? Trisha dijo que
Geronte era muy viejo; que conocía los secretos de la magia
arcana y también la raíz de la maldición de Razael. Yo tengo
esa maldición. Soy... soy una mala persona, y quiero
respuestas que solo él puede tener.
Vita se levantó, evadida y distante, y caminó hasta
colocarse bajo un racimo de hongos brillantes. Bajo la tenue
claridad azulada se la veía frágil, llena de temor visceral.
—Yo sé por qué te busca —dijo, deslizándose a un rincón
546
más oscuro y desapareciendo en la penumbra. Su voz, apenas
un susurro etéreo, fue arrastrada por la corriente ventosa que
atravesaba la estancia desde las canalizaciones—. Sé qué
desea.
Kali se envaró y puso los pies en el suelo. Al tacto frío de
la piedra un temblor sacudió sus piernas.
—Geronte ansía solo una cosa de ti y de mí. —De nuevo
su rostro, emergiendo de las profundidades, rompió la
superficie tenebrosa—. Quiere tu cuerpo. Tu vida y tu poder.
—¿Cómo lo sabes? —saltó Kali, perpleja—. ¿Quién eres
tú?
Vita se descompuso y sus grandes ojos se derramaron en
la nada.
—Yo soy su hija —anunció, desvalida—. Lo que lo
convierte a él en mi padre.
La boca de Kali se desplegó en un gesto involuntario y
volvió a cerrarse con una trémula mueca.
—Aquellos que os asaltaron y los monstruos que mandó
en tu busca —continuó su explicación, Vita—, son mis
hermanos. Todos corruptos, vueltos monstruos por él. Seres
retorcidos y enfermos que obedecen, carentes de consciencia,
lo que él les dicta desde las profundidades de su templo. Esa
es la razón por la que codicia mi cuerpo y el tuyo, para
expandir su simiente y criar hijos a su imagen y semejanza.
»Hace tiempo, mucho tiempo, que me oculto en este
lugar, lejos de él, de sus garras. Pero su maldad me persigue,
lo haría aunque me fuese a la otra parte del mundo. Ya no me
puedo deshacer de él. Creía que estaba a salvo, que este era
mi refugio invulnerable, pero... no es así.
La acusó con una mirada despechada.
—Yo solo quiero respuestas —se excusó Kali.
—¿Respuestas a qué? —Vita había abandonado su
dulzura por el ansioso recelo—. Él no puede ofrecerte nada
más que dolor y sufrimiento. Te cogerá y te obligará a hacerlo.
Te penetrará y después criará sus vástagos en ti. Lo he visto
hacerlo y sé de lo que es capaz; generación tras generación de
enfermedad y ceguera maldita.
Kali volvió al lecho y se sentó con la espalda curva y el
pecho devorado por los hombros. Pensó en Trisha, en Olen,
Reid y los monjes. Pensó que quizá fuese verdad que habían
muerto todos, que Geronte los había fulminado en la
profundidad de su laberinto.
—Necesito saber por qué yo —murmuró Kali con la voz
rota—. ¿Por qué a mí? Tengo que verlo y hablar con él. No me
importa lo que pase.
—No... —saltó Vita—, no cuentes conmigo. Yo no puedo
ayudarte. Si abandonas mi refugio te encontrará y ya sabes lo
que piensa hacer contigo.
—Correré el riesgo.
547
—No sabes lo que dices.
—Tengo que conocer...
—Él no puede enseñarte nada. Solo dolor y más dolor,
eso es lo único que tiene dentro. Tú no lo conoces, no sabes
de lo que es capaz.
—Pues lo averiguaré.
—¡No te vayas! —exclamó, con una máscara sonriente
sobre la desesperación—. Quédate aquí conmigo; viviremos
juntas, nos esconderemos para siempre.
—Puedes esconderte para siempre —Kali mostraba una
sincera tristeza prendida en sus ojos incoloros—, pero eso no
arreglará nada. Fuera todo continuará igual y él te perseguirá
hasta el fin de tus días. ¿Qué más da si te coge o no? Vivir en
este agujero resulta siempre peor.
Vita suspiró y se sentó en el lecho. Sus pequeños pies se
quedaron colgando desde el borde del barril.
—Tú no sabes lo que es... —musitó sin levantar la vista
—. Esconderse es lo único que te librará de él.
Kali tomó una de sus manitas y entrelazó sus dedos con
los de ella.
—Yo solía escaparme de casa —comenzó a narrar, Kali—.
Tenía un perro que se llamaba Chacal y algunos días
corríamos hasta las montañas y me escabullía en el bosque.
De lejos la casa de mi padre se veía tan... minúscula,
comparada con el resto del mundo. No quería regresar.
Deseaba escapar y no volver nunca. Pero al final la noche caía
y llegaba el frío y yo deshacía el camino, de vuelta a la verdad
de sus silencios, a sus miradas llenas de odio. Él lo sabía... —
se aclaró la garganta antes de continuar—. Sabía que yo
quería salir de allí y olvidarlo, perderlo de vista, pero eso no es
posible. Las cosas no se pierden de vista solo con darles la
espalda. Es algo que él me enseñó, y tenía razón. —Apretó con
fuerza su mano y dijo con la boca pequeña—: Cuánto he
llegado a odiarlo, sobre todo cuando tenía razón.
—¿Qué pasó después? —preguntó Vita de forma curiosa.
—Ahora está muerto —respondió, sin un parpadeo—. Y a
veces lo echo de menos. Pero solo a veces.
La luz en el pálido rostro de Vita se apagó poco a poco y
un velo desconsolado cayó sobre ella. La piel exigua de sus
mejillas se secó por un instante y toda ella pareció una
anciana abatida.
—Dime cómo puedo encontrarlo y marcharé ahora mismo
—propuso Kali.
Vita le dirigió una mirada espantada, llena de ofensa y
tristeza.
—No podrás encontrar la salida de estos pasadizos —dijo
—, y ellos darán contigo. Esperan fuera, en la oscuridad, para
saltar sobre ti. No podrás encontrarlo si no te acompaño.
—Pues entonces ven conmigo.
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—No puedo —golpeó sus diminutos puños, el uno contra
el otro—. Nos matará a las dos. No, peor, seguro que es peor.
—No hay nada peor que la muerte —asintió Kali,
tomando ambas manos de Vita entre las suyas con
vehemencia—. No nos pasará nada.
—Tú no lo conoces; no lo conoces, no lo conoces…
—Él a mí tampoco.
La voz susurrada de Kali se contoneó junto a Vita y la
hizo levantar la barbilla. Tenía los ojos húmedos, tan oscuros
que no reflejaban nada, excepto el semblante adusto de Kali.
Un rostro que no reconoció como el suyo.

La oscuridad se resistía a doblegarse ante el candil y la


escuálida llama flotaba en el aire sin apenas iluminar
alrededor. Las sombras se estiraban y encogían a medida que
avanzaban y, a veces, se venían sobre ellas en un ataque
imprevisto. Vita abría el paso. Su cuerpo desaparecía a media
altura, dejando los pies desaparecidos en la nada, y le daba
un aire espectral. Tras ella, Kali apenas podía verse las manos
y pensaba qué clase de oscuridad era aquella que la atrapaba
tal que arenas movedizas.
Si en una cosa Vita no había mentido, era la dificultad
para encontrar la salida en aquel complejo sistema de túneles
y corredores. Realmente, Kali no hubiera hecho más que dar
vueltas, desorientada, y entregarse a las garras de los
engendros o a la muerte por agotamiento.
Habían gateado un buen rato por estrechas
canalizaciones que comunicaban el sumidero que servía de
escondrijo a Vita. Hasta una losa que bloqueaba la entrada y
que Kali no hubiera podido abrir de ninguna manera. Estaba
camuflada con tal habilidad que solo Vita podía saber que tras
aquella piedra se encontraba su guarida secreta. Después
caminaron por pasillos más amplios; a la izquierda dos veces,
a la derecha, dejaron un cruce atrás y treparon a una gran
canalización circular, húmeda y empapada de lodos
malolientes.
Finalmente salieron a un corredor tan ancho como una
avenida. Kali saltó desde el borde del canal y ayudó a Vita a
descender. La muchacha temblaba y sus pasos eran más y
más cortos.
—Tranquila, pequeña —dijo Kali, colocando una mano en
su hombro—. No va a pasar nada.
Vita la miró de soslayo y la angustia se esfumó un
instante de su mirar.
—No me llames pequeña —escupió de forma severa—. Tú
eres la pequeña.
—Yo... —tartamudeó Kali, confusa—. Pensé...
—No me importa lo que pensaste. —Su voz enojada se
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volvía aguda e irritante—. Podría ser tu madre, o tu abuela.
Soy mucho más vieja de lo que piensas, así que no me trates
como si fuese una niña. Sé muy bien lo que hago.
El ceño se le volvió una arruga convexa sobre los ojos y a
los labios aparecieron sus dientecitos. Kali parpadeó varias
veces y asintió con solemnidad.
—Puedes marcharte si quieres —propuso Kali,
conciliadora.
Sus palabras golpearon a la pequeña albina que
abandonó su agrio enfado y se devoró los labios.
—No hace falta que me acompañes —continuó la
chiquilla—. Ya has hecho bastante. Indícame el camino y
continuaré yo sola de aquí en adelante.
Vita hincó el mentón en el nacimiento del pecho y negó
con la cabeza.
—Es mejor si voy contigo —explicó al suelo—. Han sido
muchos años, demasiado miedo. Va siendo hora de poner fin
a esto; de una manera u otra.
De repente, Kali se volvió al escuchar un sonido a su
espalda. Escrutó la nada frente a ella y sintió una respiración
en el linde de la esfera que dibujaba la luz. Unos pies
descalzos se arrastraron frente a ella.
—Están aquí —dijo Vita sin apenas despegar los labios.
Tras ellas un gorgoteo confirmó que así era. La penumbra
se volvió un revoltijo de formas y miembros que no llegaban a
mostrarse. Dientes que castañeteaban, gruñidos mudos y
garras sobre la roca; estaban ahí, pero no podían verlos. La
efervescencia de las sombras casi reconocibles, fauces,
músculos hipertrofiados, el manoseo de los cuerpos, unos
sobre otros, la hediondez de sus carnes viscosas, ojos que
lamen desde los rincones.
—Deberíamos seguir —propuso Vita, continuando su
camino—. Ahora ya no hay vuelta atrás.
Kali se pegó a la espalda de la extraña mujer y la siguió
con un ojo puesto en los pasos tras ella, los crecientes
susurros casi convertidos en murmullo. Por momentos creyó
que una silenciosa turba las seguía, y recordó el
multitudinario recibimiento cuando llegaron. Todos aquellos
engendros, seres nocturnos, grotescos por fuera y por dentro;
los hermanos de Vita, hijos de sus propios hijos, arrastrando
una herencia corrupta. Clavó las uñas en las palmas de las
manos. Estaban empapadas por el sudor. La oscuridad creció
y se le vino encima, reduciendo la claridad a una tenue esfera.
—Ya casi hemos llegado —anunció Vita
Con sus palabras una gran figura cayó de las alturas
frente a ellas y un revuelo gallináceo sustituyó a los susurros
y gorgoteos a su alrededor. Vita y Kali dieron un brinco y se
encontraron pecho con espalda y el trémulo candil en alto.
Ambas ahogaron un quejido temeroso y, al sonido de su
550
debilidad, la marabunta a su alrededor se hizo un poco más
visible, envalentonados por la presencia del hijo predilecto.
Frente a ellas las alas de cuervo, desplumadas y sucias, se
desplegaron en toda su envergadura, los ojos nacarinos
relampaguearon y la cadena que pendía de su cuello tintineó
al rozar el suelo. Kali ya conocía su boca desproporcionada,
los dientes como estacas y los largos brazos fibrosos. El
monstruo volador que la perseguía desde hacía semanas pasó
una lengua gelatinosa por los finos y oscuros labios y extendió
un dedo hacia ella.
—Tú… —dijo con la voz hambrienta y arenosa que se
arrastró hasta ella como una lombriz ciega.
Vita lanzó un zarpazo hacia su mano extendida y dio un
paso al frente. El ser replegó las alas a su espalda, retiró la
mano y jugueteó, de forma recelosa, con los eslabones de su
cadena.
—Apártate —ordenó, haciendo gala de autoridad—.
Vamos a verlo a él, así que más te vale no entretenernos.
—¡Vita! —se sorprendió el engendro con una mueca
desproporcionada y continuó con sus maneras sibilinas—.
Has vuelto. Padre está enojado contigo. Te hemos buscado
durante mucho tiempo, y ahora vuelves... con ella.
—Demasiado poco ha pasado, Absalón —replicó la
menuda mujer—. Todo tiempo lejos de ti siempre es poco.
Un bosque de dientes torcidos y rotos apareció en una
siniestra sonrisa y el engendro se inclinó sobre ellas.
—Vita... —pronunció su nombre desde la profundidad de
un apetito malvado—. No has cambiado nada. Padre está
disgustado contigo. Ha perdido su valioso tiempo, y ya sabes
lo mucho que le enoja perder lo único que no puede
recuperar. Tú eras su preferida, su última esperanza, hasta
ahora...
Inclinó el gesto hacia Kali y la observó de pies a cabeza.
—Hace muchos días que te encontré en el bosque —
continuó mientras a su alrededor los cuerpos se agitaban en
una creciente ansia—. No podía creer que estuvieras allí, tan
pequeña, tan vulnerable. El regalo ideal para mi padre.
—¡Yo la llevaré hasta él! —gritó Vita y su hermano,
Absalón, dio un respingo felino y desplegó de nuevo las alas—.
Tuviste tu momento y ahora yo la entregaré a padre.
—No es justo que tú puedas recuperar su favor y yo, que
tanto lo amo, fracase en mi misión —dijo Absalón con acento
taimado—. ¿Por qué no llevo yo a la razaelita y tú te postras a
los pies de padre? Eso nos convertirá a ambos en ganadores y
merecedores de su amor y piedad.
—¿Ahora loas el amor y la piedad? —se indignó ella y
levantó el candil hacia su rostro—. Eres un mal bicho,
Absalón, corrupto y avaricioso, traicionero. No dudarías en
clavar un cuchillo en la espalda de padre si no fueras también
551
un cobarde.
Las enormes alas negras aletearon un par de veces y
Absalón arrugó los labios en una mueca resentida. Levantó el
puño y estrujó los dedos frente a su rostro.
—¿Por qué tendría que hacerlo? —preguntó lleno de
rencor—. ¿Por qué dejarte pasar cuando podría romper tu
cuello como una rama seca y beber la sangre que corre por
tus venas? Sangre de mi sangre, carne de mi carne.
—Hazlo —escupió ella con una seguridad aplastante—.
Hazme daño como ya lo hiciste, intenta herir mi cuerpo. Sabes
que no puedo morir.
—Eso lo hace más divertido —guiñó un ojo de camaleón y
risas guturales brotaron a su alrededor.
—No te atrevas a herirme o perderás el aprecio que padre
te tiene.
Absalón meditó un instante aquellas palabras y les dio el
costado. Masculló un murmullo y se volvió hacia Kali.
—Yo la llevaré hasta padre —propuso, carente de fuerza.
—Inténtalo —masculló Kali, creciéndose junto a la
pequeña Vita.
El revuelo alrededor, se convirtió en una amalgama de
siluetas, bocas hambrientas y garras deformes que contenían
el ansia por abalanzarse sobre ellas. Absalón sonrió y cruzó
las manos frente al pecho, por primera vez pareció un hombre
de piel cenicienta y músculos delgados. La cadena a su cuello
osciló cuando se acuclilló y enfrentó sus rostros, tan cerca,
que pudo sentir el sabor de su saliva y el tufo acre de su
cuerpo.
—¿O qué? —masculló, sonriendo de forma retadora—. Sé
muy bien lo que se oculta en ti, niña. Yo puedo verlo; desde el
primer día en el bosque, yo vi el volcán en tu interior. La
energía que lucha por salir y tú contienes.
—Aléjate o lo comprobarás en tus carnes —lo amenazó
Kali, entre dientes—. Y no soy una niña.
Absalón se envaró, abandonando la sonrisa con
desprecio.
—Claro —dijo—, ninguna de las dos lo sois. Pasad y
enfrentaos a Geronte, mi padre. Él os acogerá en su regazo y
os dará su amor.
Se apartó a un lado y desplegó el brazo, invitándolas a
continuar por el corredor. La pequeña multitud que intuía en
la oscuridad comenzó a aullar cada vez más y más alto, hasta
que la puerta apareció frente a ellas.
La doble hoja de obsidiana había sido pulida en un
diseño surcado de curvas y símbolos extraños, quizá tan
antiguos como el mismo templo y los dioses a los que fue
levantado. Al acercarse, Kali se vio reflejada en la superficie,
tal que su rostro haría en un estanque sin fondo. La
oscuridad a su alrededor ocultaba los rostros abotargados y
552
deformes, ávidos de su carne, pero el reflejo de la piedra
mostraba la realidad. Absalón se frotaba las manos al tiempo
que sonreía, justo a su lado, frente al espejo pétreo que la
enfrentaba a ella misma. Estiró un brazo hacia la muchacha
sumergida en la piedra. Había algo en su rostro que no podía
reconocer, una parte de ella misma que permanecía oculta
como el monstruo tras la doble hoja de piedra.
Con un chirrido, la puerta se abrió.
Ya no había vuelta atrás.

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CAPÍTULO 44

Mardha se había marchado y nada iba a cambiar eso.


Al día siguiente amaneció igual que cualquier otro día. La
helada matinal le mordía los pies y entumecía sus dedos.
Tenía los labios resecos y se encontraba débil y sin fuerzas,
abúlico y desganado aún antes de comenzar a caminar. La
boca le supo a diablos. Se dejó caer en el improvisado jergón,
tiró del saco que le servía de manta y cerró los ojos. No era un
intento de recuperar el sueño perdido durante la noche, más
bien un esfuerzo por perder de vista la realidad, esa vecina
monocroma que lo acompañaba desde hacía demasiado
tiempo. Pero sabía que nada cambiaba de aquella manera,
que las cosas no se solucionaban al darles la espalda. Algo así
le dijo Mardha antes de marcharse, antes de estrujarle las
tripas y llevarse una parte de él.
Eadgard se incorporó y sustituyó la debilidad por una
mueca de agria irritación. Allí estaba Swerd, hurgándose las
narices con una cantinela estúpida en los labios. El pequeño
desharrapado tenía algo que enervaba la paciencia de
Eadgard. Con el paso de los días, cada vez que lo miraba, su
boca se torcía y el carácter se le agriaba. Nada tenía que ver
con su suciedad, el tufo de su aliento, la piel grasienta y
opaca, cubierta de tiznón ennegrecido. Quizá fuera su
comportamiento infantil, preñado de una inocencia tonta, el
brillo soñador, incluso optimista en aquellos ojos que,
rodeados de inmundicia, parecían dos lagos cristalinos. En el
fondo, ambos muchachos no habían sido tan diferentes,
criados en la calle, castigados por los otros, buscavidas en pos
de una salida al laberinto de la supervivencia. Sin embargo,
observando al mendigo cantarín que extraía la roña de entre
sus dedos, él sentía una rabia extraña y violenta que le
inundaba de vinagre los párpados. Quizá así fue él mismo
algún día, un día lejano que merecía ser olvidado.
—¿Dónde está Perro? —preguntó Eadgard,
malhumorado.
Swerd dio un respingo y se limpió la mano en la camisa
con la misma expresión que si un espectro hubiera aparecido
frente a él. Desde el día anterior y la despedida de Iven, el
andrajoso vagabundo se había mantenido a distancia, siempre
a la espalda de Eadgard, aterrorizado hasta la médula. Aquel
temeroso comportamiento había alimentado el desprecio de
Eadgard hacia Swerd y lo inflamaba en sus palabras y actos.
Aunque, al tiempo, le gustaba sentir su respiración
desaparecer cada vez que se volvía, o el tartamudear
respuestas improvisadas.
—No... no lo sé. —Swerd se incorporó, dio un par de
554
pasos, tropezó y cayó de espaldas. Se levantó y se alejó,
trastabillando—. ¡Iré a buscarlo!
Realmente había sido una mala noche, despierto entre
tiritones o sumergido en pesadillas febriles que le hablaban al
oído. Tenía hambre, frío y se sentía tan sucio como el pútrido
de Swerd. ¿Qué debía hacer? ¿Cuál era el siguiente paso? Le
hubiese gustado saber qué era lo correcto, aquello que
Mardha esperaba de él, aunque quizá no fuesen la misma
cosa y esa duda lo ahogaba en su propia sangre. ¿Qué era lo
que Mardha esperaba de él? Tal vez debiera salir de allí, viajar
al sur, o al norte, y olvidarla. Borrarla para siempre de su
memoria, de la misma forma en que uno se olvida de la
infancia; convertirla en un recuerdo difuso camuflado de
sentimiento. Escapar en otra dirección, convertirse en aquello
que Mardha había visto en él, aquello que le mostró en el
reflejo del agua. Un hombre alto, fuerte, despiadado y adorado
por muchos. Eso era lo que ella quería, un hombre de verdad.
Por eso lo había tratado como a tal, sin cuestionarlo, durante
el día y también la noche. Él solo quería complacerla, ser lo
suficientemente bueno.
Pero ¿y si no era eso? Tal vez ella esperara en Ylarnna a
que él regresase. Que fuera tras ella y la reclamase para él, o
se pusiera a sus pies, entregado. Quizá Mardha lo había
dejado para que volviera a su lado y pudiese aprender con ella
los secretos del mundo. O echarlo para siempre a patadas,
arrastrarlo por el fango y reírse en su cara. Eadgard enterró el
rostro entre las manos y se arañó la frente hasta que la
cicatriz de su rostro lo avisó con un fuerte pinchazo.
La echaba de menos, de la misma forma que se añora un
carbón ardiente en la lengua. Deseaba no haberla conocido
nunca, pero en su sufrimiento la quería a su lado, porque se
sentía completo, mejor. Pensó en su cuerpo, su sexo húmedo,
sus pechos, la piel de la cintura resbaladiza de aceites. No
debería haberse marchado, no de aquella manera. Y entonces,
una ola colérica brotó en él y arrolló a su paso el deseo y
empapó de dolor sus peores sentimientos vengativos.
Se levantó furibundo, se cubrió con el saco, lo anudó a la
cintura, echó mano del morral y salió a paso vivo colina abajo.
La hierba estaba húmeda y, en más de una ocasión, sus pies
se venían de costado, obligándolo a apoyar las manos en el
suelo. No fue consciente hasta pasado un buen rato de que su
resuello por la carrera se había convertido en sollozo.
Finalmente el sendero apareció en una hondonada natural
que guiaba la vereda entre pequeños altozanos. Cuando llegó
a la encrucijada se detuvo en seco.
De este a oeste discurría el camino que transitaba entre
Róndeinn e Ylarnna. A los lados, el campo era una planicie
verde y despejada, con la salvedad de un templo ruinoso que
salpicaba su alrededor de capiteles y frisos mohosos. Dejó
555
caer el morral al suelo y los hombros se derrumbaron tras él.
Ese era el final de su valentía. Eadgard supo que aquel cruce
era la frontera que delimitaba voluntad e impotencia. Podía
vivir a un lado o al otro, pero no en ambos. Tampoco podía
quedarse allí plantado, con el cuello desaparecido. Solo existía
una posibilidad, una oportunidad, una vida. Dar el paso sin
retorno que lo definiría para el resto de su existencia.
—¡Eadgard! —gritaron a su espalda.
Perro fue el primero en alcanzarlo. Tras él venía Swerd,
corriendo y dando brincos, todo lo rápido que daban sus
cortas piernas.
—¡Eadgard! —insistió el saltarín mendigo antes de llegar
—. Te marchaste sin decir nada.
—¿Ocurre algo, amo? —gruñó Perro, junto a él—. ¿Estás
disgustado?
—No, no ocurre nada —musitó Eadgard—. Solo estaba
eligiendo un camino.
—Podíamos haberte perdido... —dijo Perro.
Eadgard estudió a ambos con una expresión indiferente y
la boca caída en su vértice. El saco oscuro con el que se
cubría había vuelto su piel más pálida si cabe, tan blanca
como la espuma, y sus ojos parecían de hielo quebradizo.
—¿En qué dirección debemos ir, amo? —lo interrogó
Perro.
Él respiró tras una pausa larga y se pasó los dedos por el
pelo. Estiró atrás la cabellera negra y dejó las manos en la
nuca mientras cavilaba con el gesto blando. Miró al este. El
camino desaparecía entre las panzas del paisaje hacia los
montes previos a Ylarnna. Había una tormenta en el
horizonte, una lejana negrura, presagio de buenos augurios
para los guerreros aukanos, pero motivo de maldición para
aquellos que no tuvieran un lugar en el que cobijarse. A pesar
de todo, ¿qué parte del norte estaba libre de guerra, violencia
y muerte? ¿Acaso importaba a dónde fuera? La balanza caía
del lado de aquello que deseaba, sin importar las
consecuencias, sin razón alguna. Tal vez el mundo entero
fuera solo una excusa, un pretexto para imaginar otra opción
que no fuese correr a ella. ¿Qué le importaba si todo moría, si
todo se extinguía de la noche a la mañana? Al fin y al cabo, en
el fondo de su hastío, sabía que había nacido para perder.
—Iremos a Ylarnna —anunció Eadgard, por fin.
En ese momento escucharon el galope en el camino y los
tres se giraron en la otra dirección. Un hombre llegaba a la
carrera y, a lo lejos, otras dos figuras lo perseguían. Perro
olfateó el aire y se colocó junto a Eadgard.
—Viene hacia aquí —observó Perro con los músculos de
todo el cuerpo preparados.
—Deberíamos marcharnos —apuntó Swerd que
retrocedió un paso—. No me gustan los desconocidos que
556
corren hacia mí.
El corredor se acercó a toda velocidad y aminoró la
marcha hasta detenerse a unos pocos pasos de ellos.
Era un hombre de tamaño colosal, un palmo más alto
que Perro, con hombros redondos de los que nacían dos
poderosos brazos desnudos. Tenía el pelo rubio y el rostro
cuadrado, dividido por una boca pequeña y fina, tanto como
sus ojos claros. Los observó sin decir nada, con las manos en
la cintura y la respiración apenas agitada tras la larga carrera.
Dio un paso a un lado y torció el gesto hacia los defensivos
ronroneos de Perro. Después levantó una ceja y estudió al
tembloroso Swerd, para esgrimir media sonrisa y señalar a
Eadgard con el mentón.
—Así que eres tú —dijo con suficiencia chulesca—. Por
fin te encuentro.
Eadgard miró a sus compañeros desde el ángulo de los
párpados y amagó una sonrisa nerviosa. Una palabra
silenciosa asomó a sus labios al tiempo que se clavaba un
dedo en el pecho.
—No pareces gran cosa —murmuró el extraño y se acercó
con el cejó prieto—. Por todos los dioses piadosos, no sois más
que tres zarrapastrosos... He visto condenados a muerte con
más futuro.
El fortachón rio su ocurrencia, pero su actitud se ahogó
al escuchar el creciente gruñido de Perro.
—Dile a tu amigo que no se precipite. —Un amenazador
destello apareció en su mirada—. Hay mejores causas por las
que luchar y con más probabilidades de victoria.
—¿Quién eres tú? —lo interrogó, por fin, Eadgard—. ¿Te
envían los druidas?
—¿Druidas? Tal vez es cosa de ellos, sí. Pero eso no
importa ahora. Me llamo Raus —se presentó e hinchó el
hercúleo pecho—, y no tenemos mucho tiempo que perder, así
que déjate de presentaciones y pongamos los pies en dirección
a casa. Me trae sin cuidado si feucho y mugroso vienen contigo
pero, si tienes que despedirte no lo hagas largo. Tengo poca
paciencia con los momentos emotivos y los lloros.
—Pero... ¿Qué...? —Eadgard pasó del pasmo a la
indignada agresividad pareja al rugir de su compañero.
—¡Eh! —exclamó Raus, señalando a Perro, que tenía el
pelo de los hombros erizado y los ojos desaparecidos en una
arruga—. ¿No tienes un palo que lanzar a tu amigo? Dile que
se calme o tendré que darle un par de caricias en esa cara tan
fea.
Eadgard se mordió las tripas y se desplazó al lado,
conteniendo a Perro.
—Vas a tener que explicarme eso, Raus, o cómo te
llames. —Le aguantó la mirada y enfatizó el tono de su
discurso—. Apareces de la nada para llevarme... ¿a casa? Yo
557
no tengo casa, y si la tuviera no estaría cerca de la tuya,
puedes creerme.
—Escucha, pelagatos...
—¡Raus! —gritó a su espalda una voz joven y femenina.
El grandullón no ocultó su disgusto y cerró el puño con
violencia. Maldijo su suerte entre dientes y pareció recriminar
a Eadgard y los suyos con un bufido impregnado de paciente
fastidio.
La chica era una adolescente bien parecida, con el pelo
corto y oscuro y los ojos grandes. Tenía las mejillas
arreboladas y el cuello empapado de sudor.
—¡Raus! —exclamó con el resuello devorando su voz—.
¡Cállate! ¡No digas nada!
—¿Por qué? —respondió él con un aspaviento reprimido
—. Ya está todo explicado, se viene con nosotros y punto.
—Yo no voy con nadie… a ningún lugar —apuntó
Eadgard, golpeando la lengua contra el paladar.
—No le hagas caso. —La chica ignoró al grandullón y dio
un paso al frente.
Un tercer hombre se unió al grupo, pero se quedó unos
pasos por detrás, con la cara cubierta por un pañuelo oscuro
en la profundidad de su capucha. Vestía una capa larga y
ocultaba los brazos en las amplias mangas, de modo que todo
él parecía un tétrico espantapájaros. Perro saltó adelante y
mostró los dientes al tiempo que gruñía y lanzaba
espumarajos de saliva.
—¿Quién es ese? —ladró el peludo fortachón—. ¿Por qué
se tapa la cara?
La muchacha levantó una mano en actitud conciliadora y
respiró varias veces, sin quitar el ojo de Perro, antes de
hablar.
—Me llamo Laisa y soy pupila de Ela Adjiri, señora de
Róndeinn —se presentó, inclinó apenas la cabeza y continuó
apurada—: Mi señora nos ha enviado en tu busca para
llevarte a su casa y ponerte a su cuidado.
—¿A mí? ¿Por qué yo?
—No lo sé. Eso no puedo saberlo. —Laisa todavía tenía la
respiración agitada y el color subido tras la agitada
persecución—. Pero mi señora tiene su motivo; siempre lo
tiene. Ella es... la protectora de los razaelitas. En su casa
estarás a buen recaudo, entre los tuyos.
—¿Entre los míos?
—Entre nosotros. —Desplegó los brazos hacia sus
acompañantes, el agresivo rubio y el misterioso hombre oculto
—. Todos somos marcados sin hogar. Desheredados. En casa
de Ela encontramos protección y también consuelo. Ella nos
da una misión en la vida, un propósito común. Nosotros
somos como tú.
—Habla por ti, enana.
558
—¡Raus! —exclamó Laisa, exasperada.
—Vosotros no sois como yo —dijo Eadgard, cargado de
desprecio—, y no me importa quién sea tu señora y lo que
pretenda. No voy a ir con vosotros.
—Grave error, huesudo. —Raus se adelantó tras golpear
la palma de la mano con su puño—. Nadie ha pedido tu
opinión.
El hombre oculto en la capa se adelantó y cogió por el
hombro al fortachón. Su piel apareció a la luz, cetrina y
escamosa.
—Tranquilo, amigo —dijo con voz sibilina y rasgada—.
Deja que Rastreadora se explique.
—¡No hay nada que explicar! —gritó Eadgard—. Ya os he
dicho que no iré a Róndeinn. No me interesa vuestra oferta. Yo
voy por libre, y no sigo a nadie que no sea yo mismo.
—Pero... —titubeó Laisa—. Hace días que andamos tras
tus pasos. Debes acompañarnos a Róndeinn. Quizá te parezca
extraño ahora, y sé que es un poco raro… llegamos corriendo,
caídos del cielo, con un mensaje de alguien que no conoces. Si
eres como nosotros, quizá pienses que no es así, que mereces
estar solo, aparte de los demás; pero eso es algo que todos
hemos sentido alguna vez. En casa te olvidarás de ese
sentimiento, te lo aseguro.
Eadgard ladeó la cabeza y tragó saliva. Por un instante
sus facciones se relajaron, a pesar de los gruñidos de Perro y
la inquisitiva mirada de Raus sobre él.
—Con nadie estarás mejor que con nosotros –continuó
Laisa—. Es lo mejor para ti. Ela te lo explicará cuando llegues
y...
Aquellas palabras se deslizaron por la garganta de
Eadgard. El estómago expulsó una vaharada ardiente al tratar
de digerirlas. Retrocedió un paso y torció la nariz.
—Ya te he dado una respuesta —insistió, desconfiado—.
Yo voy por libre.
Raus apartó la mano de Nícolo de un codazo. Las aletas
de su nariz se abrieron cuando su respiración se volvió
acelerada. Los brazales que cubrían sus antebrazos crepitaron
al contener los músculos y Laisa se volvió con una amenaza
en los labios, pero ya era demasiado tarde. Su compañero se
encontraba preso de la excitación. Una gruesa vena se había
hinchado en su frente y las pupilas le habían devorado el color
de los ojos. Ella lo golpeó en el pecho con todas sus fuerzas,
pero fue como tratar de detener un jabalí cargado de
adrenalina y violencia. Laisa cayó al suelo frente a la
embestida de Raus.
—¡Nadie ha pedido tu opinión! ¡Vendrás con nosotros! —
masculló entre dientes con la voz tan tensa que parecía a
punto de romperse.
Cuando Raus saltó al frente y cogió a Eadgard por el
559
cuello de la camisa, Perro se lanzó sobre él y le atrapó el brazo
con ambas garras. Mordió la carne a la altura del codo y, al
tiempo, dio un rodillazo en el costado del hombretón. En una
situación normal las costillas se habrían quebrado, quizá
perforado un pulmón, y Raus hubiera caído al suelo,
escupiendo sangre, herido de muerte. Sin embargo todos se
detuvieron en un instante de hielo. Perro alargó su gruñido
con los dientes hincados en la carne de Raus y la rodilla en su
costado, mientras Laisa se arrastraba a un lado y se cubría la
boca con espanto. Incluso el hombre encapuchado dio un
salto atrás, quizá temeroso de lo que iba a ocurrir.
—Segundo error —masculló con un tono satisfecho y
hambriento.
Su rostro cambió y la ira arrasó sus facciones. Las cejas
se arquearon en un ángulo malvado y los ojos perdieron todo
color. La carne de los pómulos desapareció, alargando su cara
hasta la fuerte mandíbula.
El puño de Raus rasgó el aire como un vendaval invisible
y, al tiempo en que Perro caía hacia atrás, sonó un terrible
golpe. Apenas había tocado el suelo cuando Raus se movió
hasta él y lanzó una patada a su vientre que lo hizo salir
volando por los aires. Raus se mostraba pletórico, empujado
por un júbilo fogoso que le hacía sonreír de forma sádica.
—¡Raus! —gritó Laisa, pero todo resultaba inútil. Su
amigo había entrado en el trance gozoso que para él
significaba el combate. Ella se descompuso en un gesto
contrariado—. Esto no debería estar pasando. ¡No puede
ocurrir así!
Perro se incorporó sin una queja. Las rodillas dobladas y
el brazo derecho en el suelo, listo para saltar al frente.
Guardaba una mano sobre el vientre y la sangre goteaba
desde su boca y formaba burbujas entre los dientes. Se
retaron con la mirada un largo instante. Raus sonreía
satisfecho; cerró los puños y sus nudillos crujieron una
amenaza.
—¡Sí! —exclamó al tiempo que abría las piernas y
sembraba los pies en el suelo.
En adelante todo ocurrió muy rápido. Nícolo saltó sobre
su amigo y lo apresó bajo los brazos, pero escasamente llegó a
juntar las manos sobre el pecho.
—¡¿Qué estás haciendo, cara de tortuga?! —exclamó él—.
¡No te metas si no quieres pelear!
Trató de zafarse de la presa, lanzó las manos a su
espalda, pero Nícolo se escabulló bien y Raus no consiguió
más que danzar en círculos con su amigo a cuestas.
—¡Dejadlo ya! —exclamaba Laisa a voz en grito, pero
nadie la escuchaba—. ¡Parad! ¡No hemos venido a pelear!
La muchacha estaba arrodillada y levantaba las manos
en actitud suplicante. Se puso en pie, dando voces, llamando
560
a la calma, pero su voz se confundió con los ademanes de
Raus que trataba de deshacerse de Nícolo. Se volvió hacia
Eadgard y lo que vio la hizo atragantarse.
La tierra temblaba y los guijarros se desplazaban como
en el epicentro de un terremoto que anuncia su llegada a la
superficie. Tenía los brazos caídos a los lados, la barbilla en
alto y los ojos se le habían vuelto hacia atrás. Una infinitud de
capilares sembraban su cuello y palpitaban llenos de una
energía sobrehumana. Laisa se levantó a trompicones y
tartamudeó una advertencia hacia Nícolo y Raus, que giraban
y giraban como un gigante que espanta un insecto. Sus ojos
se encontraron con los del pequeño mendigo a espaldas de
Eadgard. Swerd retrocedió, espantado, trémulo y lleno de
miedo. La miró con una disculpa, se dio la vuelta y salió
corriendo colina arriba.
El suelo bajo sus pies estalló y se resquebrajó en mil
pedazos en una explosión atronadora. Una red de hendiduras
y grietas hirieron la tierra desde los pies de Eadgard y
corrieron en todas direcciones. Laisa resbaló entre las piedras
que brotaban del camino, se aferró a los pedazos que
aparecían tal que menhires instantáneos y trató de
mantenerse en pie. Nícolo salió despedido en uno de los giros
de Raus, dio de bruces contra el suelo y se quedó atónito al
contemplar el espectáculo. Centenares de pequeños
filamentos formados por raíces y tallos de hierba, cobraban
vida y se enlazaban unos con otros, hasta convertirse en
tentáculos fibrosos que arañaban la tierra o la golpeaban en
su ciega ira. Incluso Raus miró a lo alto, boquiabierto, al
presentir la sombra de aquel monstruo de mil brazos sobre él.
Eadgard había abierto las manos y, cual siniestro
titiritero, parecía controlar aquella bestia sin cuerpo ni
voluntad. Las finas hebras se enlazaban, crecían y se
enroscaban, formando tallos y lianas de los que brotaban
nuevos miembros cubiertos de espinas. Con un movimiento
apenas perceptible, los tentáculos se lanzaron hacia sus
adversarios. Laisa se ocultó tras un enorme monolito, a modo
de lápida, que había surgido frente a ella, pero las raíces
corrieron a su alrededor y la estrujaron contra la piedra.
Nícolo saltó a un lado y volteó sobre una profunda grieta, un
brazo espinoso silbó ante él y se contorsionó para evitarlo. Vio
a Laisa, atrapada contra la piedra, con una docena de
filamentos y raíces oprimiendo su cuerpo. Dio un gran brinco
y desvió, con un manotazo, un apéndice fibroso que pretendía
atraparlo. Pero en ese momento, el suelo desapareció a sus
pies y varios miembros vermiformes se enroscaron en sus
piernas. Al otro lado, una docena de pasos frente a Eadgard,
Raus permaneció firme e impasible.
Una cepa de la que brotaban varias extremidades se
abalanzó sobre el rubio fortachón. Los brazos se agitaban y
561
cambiaban, recomponiéndose a cada momento en una
amalgama compacta o descompuestos en mil filamentos
punzantes. Pasaron entre sus piernas, rodearon el tronco y
formaron nudos en torno a su cintura sin que él hiciera el
más mínimo movimiento. Raus no quitaba ojo de encima a
Eadgard. Levantaba un lado de la boca y esperaba su
momento. Cuando una de las raíces se arrastró hasta su
cuello, a modo de soga viviente, él la atrapó con la mano y sin
demasiado esfuerzo la arrancó de su piel. Después abrió los
brazos, y al expandir los músculos de su espalda los
tentáculos se quebraron en mil partículas vivientes. Tomó con
ambas manos la cepa principal y tiró con todas sus fuerzas.
La tierra se rompió como en un campo cultivado y una enorme
sierpe orgánica salió a flote. Raus abrazó aquella masa
retorcida que se agitaba enloquecida y, tras hincar las uñas
en sus vísceras de tierra, la rajó de arriba abajo. Sobre la
arena revuelta y las piedras removidas, un montón de raíces
cayeron a sus pies.
—¿Eso es lo que eres? —masculló con sorna al tiempo
que se sacudía la tierra de las manos y los hombros—. ¿Un
simple jardinero? Ela Adjiri debe de haber sobrestimado tu...
Sus palabras se esfumaron con el crujir de dientes rotos
y un arco de sangre que salpicó alrededor. Cayó al suelo,
aunque trató de levantarse al instante, con los ojos fuera de sí
y la mano en la boca, pero el mundo osciló a un lado y otro tal
que un barco en plena marejada. Sacudió la cabeza, pestañeó
varias veces y escupió una flema sanguinolenta y restos de su
dentadura. Cuando volvió la vista, encendida en una rabia
asesina, encontró que Perro le esperaba con los puños en alto.
Un puntapié en el mentón lo derribó de nuevo. Perro
saltó sobre él, a horcajadas, y lo golpeó varias veces en la
cara, muy rápido. Después se levantó, lo tomó por la pechera
y lanzó un mortal mordisco directo a su nuez.
Los afilados colmillos se detuvieron tan cerca que
acariciaban la piel de Raus.
Perro emitió un gemido rasgado al sentir los dedos de su
oponente en el cuello.
—Todavía no —dijo Raus, entre dientes, al tiempo que
daba un rodillazo a su entrepierna.
Rodaron el uno sobre el otro y las posiciones se
invirtieron. En esta ocasión fue Raus el que golpeó con el codo
en la fea nariz de Perro, después levantó el antebrazo y dio un
golpe de tal calibre, que la grava alrededor saltó por los aires.
Perro rebotó contra el suelo y cayó de lado, se revolvió y lanzó
un arañazo atrás. Emitió un aullido desesperado y frenético,
pero Raus esquivó el golpe y hundió la rodilla en sus riñones.
Perro se encogió en un doloroso gañido agudo y se quedó
trémulo con los dedos hincados en la tierra.
Cuando Raus miró a su alrededor la encrucijada en que
562
se encontraban se había convertido en un campo roto y
desfigurado. La hierba había dejado paso a multitud de
terrones oscuros salpicados de piedras y cantos rodados,
salidos a flote en medio de aquel naufragio.
—¡Raus! —llamaba Nícolo, todavía atrapado entre la
maraña de raíces—. ¡Raus, ayúdame!
Su voz quedaba demasiado lejos para los oídos de su
compañero. Raus se pasó el dorso de la mano por la boca y
escupió un esputo viscoso que se deslizó por su barbilla hasta
descolgarse sobre el pecho. Torció el gesto y avanzó un paso
zompo y todavía aturdido hacia el único que todavía se
mantenía en pie. Eadgard tenía las rodillas encogidas y la
languidez de sus huesos tiraba del resto de su cuerpo hacia
abajo. Los ojos se proyectaban en sus exiguas mejillas como
dos sombras exhaustas, y los brazos parecían frágiles
apéndices. Alternaba su inquietud entre el cuerpo caído de
Perro y el fuerte razaelita, retador hasta el insulto, sobre
lianas descompuestas en el terrazgo removido.
—Buen truco —masculló Raus. Su voz se escuchaba algo
más blanda, aunque todavía soberbia y desafiante—. El juego
ha terminado y solo hay un ganador, chico. Así que más te
vale dejarte de tonterías. Vas a venir a Róndeinn, lo quieras o
no.
Eadgard bufó como un gato atrapado sin salida y sintió
que las piernas le flaqueaban y la mandíbula hacía rechinar
los dientes. Un regusto ácido, como el orgullo regurgitado
ascendiendo la garganta, revolvió su estómago y lo hizo
estremecerse de impotencia. Todo lo que Mardha había dicho,
todo lo que él creyó de sí mismo, se desvanecía llevado por la
brisa. El poder del Khuram, la fuerza que residía en él, se
derramaba de vuelta al mundo al que pertenecía. El odio
explotó en su interior; un sentimiento que germinaba desde
hacía tiempo, muchos años. Un desprecio por la vida, por todo
lo que el sol iluminaba, por aquellos que lo rodeaban. Odio
hacia él mismo y su existencia triste y solitaria.
El bufido de Eadgard se transformó en grito desgarrador
cuando una onda de energía invisible rajó la tierra a sus pies.
Las ramillas y fibras que habían caído muertas se
recompusieron y formaron nuevos tentáculos y miembros
repletos de vida. Se agitaron en lo alto con una danza
ofuscada, una amenaza viperina y ciega que aporreaba la
tierra alrededor de forma contundente. Eadgard dio un
latigazo con los brazos y media docena de aquellos seres
revividos se lanzaron contra Raus, levantando polvo y piedra a
su paso, abriendo caballones y surcos. La voz de Laisa, en un
chillido roto, se escuchó antes de que cayeran sobre él.
Raus saltó atrás y evitó uno de los tentáculos con un ágil
movimiento. Un miembro nervudo se enroscó en su pie al
tiempo que otro lo hacía en su cintura. Cogió con ambas
563
manos el correoso apéndice y lo partió en dos. Ambas mitades
cayeron al suelo, agitándose tal que un gusano seccionado por
un niño travieso y malvado. Un golpe cruzado lo derribó y mil
hilachos nacidos del suelo crecieron alrededor de su cuerpo.
Se revolvió y desgarró otro de los tentáculos alrededor de su
cuello. Giró como un molinillo, dando golpes y recibiendo
varazos y punzadas por todas partes. Raus tomó la más
gruesa de las raíces y, con un bramido animal, la dobló tal
que un reptil infinito, anudado en su desesperada lucha por
escapar, y la destrozó en mil pedazos.
Eadgard, con la sangre goteando desde su nariz, tan
débil que parecía fuera a derrumbarse, observó atónito al
hombre que había sobrevivido a su ataque. Todos los brazos
que habían surgido de la tierra, articulados por su voluntad,
yacían en pedazos, destruidos como su seguridad. Raus
jadeaba, cubierto de sudor. La tierra cubría infinitud de
pequeños cortes y rasgaduras con un fango negruzco que se
mezclaba con la sangre. En su rostro, una sonrisa torva se
abría como un puente a su violento desenfreno combativo.
—Es mi turno. —Su voz apenas se distinguió del resuello.
Con un destello instantáneo, Raus corrió hasta Eadgard,
tan rápido que este apenas pudo contener el aliento en
previsión del golpe. El puño del fortachón rubio se hundió en
su plexo solar, sus pies perdieron de vista el suelo y salió
volando por los aires. Eadgard cayó varios pasos atrás, con un
quejido lastimoso. Cerró los ojos y la oscuridad se iluminó con
mil estrellas brillantes que, al explotar, abrasaban su espalda
con pequeñas agujas de hielo. Arañó el suelo y su gemido se
convirtió en un río de lágrimas que surcaba la suciedad de su
rostro.
—Ya te dije que no soporto los lloros. —Raus había
recuperado su vozarrón y lo amenazaba dedo en alto—. Así
aprenderás que cuando Ela da una orden, los demás
obedecemos. Ve acostumbrándote si quieres quedarte en su
casa, comer en su mesa y dormir caliente. Me pidió que te
llevara con ella y no estoy acostumbrado a perder, mocoso. Ya
lo aprenderás con el tiempo, Raus nunca pierde.
Eadgard se incorporó sobre un codo. La boca desbordaba
sangre derramada en la camisa. El pelo caía sobre los ojos,
pero no ocultaba los arañazos y heridas de su malogrado
aterrizaje. Sonrió, o quizá fuese una mueca impuesta por la
vanidad moribunda.
—Y yo no estoy acostumbrado a seguir órdenes, capullo.
La ira ascendió por el cuello de Raus, por los músculos
electrificados, los tendones de acero, por las venas que se
dibujaron en la carne.
—¡Raus! ¡Detente! —gritaban Nícolo y Laisa, todavía
aprisionados por filamentos y ramas secas en torno a sus
cuerpos—. ¡Déjalo, Raus! ¡Para!
564
Pero él no escuchaba nada que no fuese la brutal
erupción de su poder, emergiendo tal que una explosión
incontrolable, en todas direcciones, una onda arrolladora que
nacía de su rabia interior.
Cogió a Eadgard por la pechera y lo abofeteó varias veces,
con la palma y el dorso de la mano. La sangre salpicó a todas
partes. Un golpe de codo torció la mandíbula del muchacho a
un lado y la cabeza cayó sobre los hombros como la de un
muñeco muerto. Raús lo contempló un instante, con el puño
en alto, pero su presa era un fardo inmóvil que apenas
respiraba y, con una sonrisilla victoriosa, lo sacudió en alto.
Después lo levantó sobre sus hombros y lo lanzó tan lejos
como pudo. Eadgard voló por los aires, cruzó el camino, se
golpeó contra los restos del templo derrumbado y quedó
tendido sobre la hierba.
—¡Raus! —continuaban llamando los otros— ¡Raus! ¡Vas
a matarlo, imbécil!
En esta ocasión el hombretón sí se giró hacia ellos,
levantó las manos y se encogió de hombros.
—¡No le he dado tan fuerte! —dijo en actitud poco
arrepentida, disimulando una sonrisa—. Todavía se mueve,
¿lo veis?, todavía se mueve.
Eadgard se arrastró al otro lado del enorme trozo de friso
contra el que había chocado. Tiraba de sus piernas y sentía el
cuerpo magullado, tan dolorido, que no podía saber si se
había roto algún hueso o era el mismo espíritu el que clamaba
por un final rápido. El corazón le palpitaba entre ceja y ceja y
apenas podía respirar. Sintió la urgencia inmediata de
escapar, pero estaba tan molido e incapacitado que solo pudo
estallar en llanto y golpear la piedra junto a él.
Escuchó la voz de Raus, sus pisadas cerca de él, cada vez
más cerca. Y al saborear el salado gusto de las lágrimas y la
sangre sintió vergüenza y rabia y desprecio hacia la muerte y
hacia sí mismo. Se levantó, oculto en su rincón, y entonces vio
la única escapatoria.
A pocos pasos, en lo que podría haber sido la cripta del
viejo templo, descubrió un hueco en la hierba. A primera vista
podría haber pasado por una madriguera grande, pero en
realidad era un arco de piedra, cubierto por la broza y los
espinos salvajes. Saltó hacia allí y se dejó caer en la
oscuridad. Atravesó la hierba y se encontró en un túnel
amplio y húmedo cubierto de tierra suelta. Miró a su espalda
y la salida era un sol gris que lo cegó con su poca claridad. El
cuerpo de Raus eclipsó la luz y su silueta se recortó
totalmente negra, sin rasgos, tan solo su agresiva voz
convertida en una amenaza vuelta eco.
—¡Eh! —gritó de forma ruda—. ¡Ven aquí, no lo hagas
peor de lo que ya es! ¡Vamos! ¡No te haré nada, lo prometo!
¡¿Es que no sabes aceptar una broma, mocoso?! ¡Era parte de
565
la bienvenida, no es personal!
Eadgard miró hacia la luz con los ojos fuera de sí.
Descubrió la figura de Raus con la mano tendida hacia la
nada, pero no vio su cara ni sus ojos. Un deseo asesino se
enquistó en su estómago, junto a la impotencia y el miedo.
Con un gruñido, hincó las rodillas en la tierra y se arrastró
hacia la oscuridad.

566
CAPÍTULO 45

Absalón empujó ambas hojas de la puerta. El viejo metal


arañó la suciedad del suelo y una fina cortina de polvo brotó
desde los remaches y las bisagras y brilló, volátil, frente a
ellas. El hombre alado se hizo a un lado y, con una reverencia
solemne pero exagerada, las invitó a entrar en la sala. Kali y
Vita caminaron sin quitarle un ojo de encima y con la
multitud de engendros tras ellas, formando un cuerpo único
de mil ojos pérfidos. Sin embargo su valentía se esfumó al
segundo paso, titubearon y ambas se detuvieron al poco de
cruzar el umbral.
Frente a ellas una gran nave rectangular se alargaba
hasta el infinito. A los lados una fila de columnas redondas
entre las que ardían braseros de bronce de dos varas de
altura. La atmósfera estaba caldeada y el hedor amargo de la
corrupción ocupó el lugar dejado por la descomposición de la
puerta. Había una claridad tenue que iluminaba el pasillo
central y ocultaba la suciedad y el abandono de los rincones
más oscuros. Al fondo, convertido en una difusa figura,
Geronte esperaba sentado en un trono de piedra.
Vita dejó caer el candil hasta la cintura y Kali puso una
mano en su hombro. No se miraron porque ninguna de las
dos podía despegar la atención de aquel hombre distante,
lejano, vuelto una figura oscura. La diminuta mujer dio un
paso, rápido y confiado, pero de nuevo se detuvo. A su espalda
los murmullos se volvieron una alegre aunque afónica risa.
Kali miró sobre su hombro y Absalón sonreía con la boca
cerrada y los brazos cruzados frente al huesudo pecho
desnudo. Hizo un gesto amable, con la cabeza inclinada,
invitándola a introducirse en la boca del lobo. En su memoria
escuchó la voz de Jared tan severa y cruel, hablar de trampas
y tramposos y acciones que no se pueden pensar, porque de lo
contrario los pies se quedan anclados al suelo, vueltos roca y
tierra. Después imaginó el capón en su cogote y su enfado si
la viese entrar en aquel lugar. Tomó a Vita por la mano,
enlazando sus dedos, y caminaron a lo largo de la nave.
Avanzaron seguidas de Absalón y sus hermanos que,
disgregados entre las columnas, aparecían escupidos por las
sombras para sumergir de nuevo su fealdad y locura un
instante después. Eran hombres de piel azulada, con brazos
atrofiados o muy desarrollados, jorobados, deformes, con los
rostros desordenados y sin ningún sentido de la proporción o
simetría. Los más ágiles saltaban de un lado a otro, tal que
acróbatas monstruosos, mientras que otros trastabillaban o,
simplemente, arrastraban su mísera existencia. Kali levantaba
la guardia, atenta a cada movimiento, hasta que estuvieron lo
567
suficientemente cerca de él, y el estupor asomó a sus labios
entreabiertos.
Geronte estaba sentado con los brazos a los lados y los
ojos cerrados. Vestía una gruesa túnica azul con ribetes
calabaza que se derramaba hasta sus pies en mil pliegues y
rebordes. Tenía la piel tan blanca como Vita, pero con el
aspecto de una fina capa transparente y reseca. Bajo ella no
había carne alguna, y los huesos asomaban descarados a
cada articulación. Era más momia que humano; cubierto de
polvo, inmóvil como un cadáver. Incluso los hirsutos
mechones de pelo que nacían de su manchado cráneo
parecían telarañas pegajosas.
Se colocaron a los pies de la tarima, pero no dijeron
nada. La algarabía de los hijos de Geronte se acalló de forma
repentina y un espeso silencio cayó sobre todos ellos.
—¡Vita! —La voz de Geronte resonó en toda la sala,
seguida del eco de los gañidos de sus hijos. Era una voz
cavernosa y profunda, que alargó el nombre de su hija hasta
impregnar cada rincón con su maldad.
Con un crujido sus dedos se despegaron del reposabrazos
y los párpados se abrieron, pero no había nada tras ellos
excepto una escuálida gelatina glauca. Todo su cuerpo se
agitó en un movimiento mecánico y nubecillas de polvo
estallaron sobre él. Se despegó del respaldo y sus huesos
crepitaron, tal que madera astillada. Sus ojos blandos y
viscosos se posaron en ella.
—Te he estado esperando, hija mía —dijo—. He reservado
mis últimas fuerzas, el poco aliento que me queda, para ti,
todo para ti. Pero has sido tan egoísta, tan, tan egoísta, hija
mía. Debería castigarte, encerrarte en algún lugar oscuro y
olvidar que has existido, que una vez fuiste mía.
En ese momento Geronte inclinó el reseco gesto hacia
Kali. Los grandes orificios de su nariz olfatearon y un esbozo
de lo que podía ser una sonrisa descubrió unos dientes
grandes y encías oscuras.
—Tú. —De nuevo su voz se alargó hasta ocupar toda la
nave.
Kali no retrocedió y mantuvo la mirada en sus ojos
muertos, a pesar de no saber si realmente la veía o no. El viejo
respiró apenas y movió el dedo en el aire.
—Absalón no había exagerado —musitó un pensamiento
en voz alta y el hombre alado se envaró tras ellas lleno de
orgullo, olvidando la presencia de Vita—. Era cierto. Eres tan
fuerte como él intuyó. —Clavó el codo en el trono y se
incorporó un poco—. Absalón, mi buen hijo, puede ver el
poder de los elegidos. Perdona si no los llamo razaelitas o
marcados, yo prefiero el término elegidos. Lo otro son excusas
de monjes invertidos o reyes supersticiosos.
»Como decía, mi hijo puede ver en tu interior y le ha
568
sorprendido eso que ocultas tras tu carita desvalida. Y,
créeme, es un gran cazador de los de tu especie. —Geronte
movió la mano y ofreció su palma en actitud amable—. Y así
me encuentro, llevado por la entusiasta noticia de mi amado
Absalón, que envío a dos de mis hijos con él. Dos de los
mejores, los más listos y fuertes. —Su voz se volvió un
lamento teatral, una congoja exagerada y falsa—. ¿Dónde
están ellos ahora? ¿Dónde yacen sus cuerpos? Abandonados a
las fieras, sin una pira funeraria que los despidiese de un
mundo que no llegaron a conocer. Mataste a mis hijos y
apareces ante mí; algo que tarde o temprano tenía que pasar.
¿Quieres pagar el precio de sus vidas, matadora de mis hijos?
¿Qué tienes para ofrecer, aparte de tu propia vida? Pues, al fin
y al cabo eres un ser mortal, como ellos. No te dejes llevar por
el orgullo y la vanidad. Nada te diferencia de mis hijos. En la
muerte todos somos iguales. Eso es lo único que importa, lo
único que debe turbar tu existencia.
—No me interesa nada de lo que digas —dijo Kali—.
Excepto una cosa.
Geronte se cubrió con una momentánea máscara de
acritud.
—Te he dicho que no te dejes llevar por el orgullo. Yo soy
el que habla; tú la que escucha —la amenazó y se dejó caer
contra el respaldo. Después pasó sus largas uñas por la
piedra del reposabrazos mientras cavilaba sus próximas
palabras—. Voy a explicarte lo que pasará en adelante.
»Hoy será el principio del fin de tus días. El mío llegó
hace mucho tiempo... —Una sombra nostálgica pasó veloz por
su rostro muerto y su voz roncó severa de nuevo, más
despiadada incluso—. Vas a poner todo tu poder a mi servicio
y lo harás de la mejor manera que los dioses te han otorgado.
Vas a parir un hijo para mí. Hoy mi semilla se introducirá en
ti y también en Vita. Una nueva vida crecerá en vuestro
interior con parte de mi poder y parte del tuyo; un vástago de
mi esencia que perdurará en este mundo cuando yo me haya
marchado.
»Vita es inmortal —explicó, desplegando una mano hacia
ella—. Ella dará a mi hijo resistencia y una larga vida. —Con
un lánguido movimiento se volvió hacia Kali—. ¿Y tú? ¿Qué
me darás tú, linda niña?
Kali cerró los puños, asqueada por el discurso de aquel
pellejo seco y ciego.
—Muerte —mordió Kali las palabras—. Yo te traigo la
muerte.
Un murmullo creció en la oscuridad sobre el que se
escuchó la risa aspirada de Absalón. Geronte no dijo nada, se
inclinó levemente y apoyó el codo en la rodilla.
—Interesante —asintió con una mezcla de curiosidad y
recelo.
569
Kali dio un paso al frente, convencida de su valentía.
—Quiero que me respondas a unas preguntas.
Geronte no disimuló su estupor y miró a Absalón tras
ella.
—¿Quieres...?
—Esa es la razón por la que he venido. Necesito
respuestas.
—Tú no has venido a mí, niña. Nosotros te hemos traído.
Nada obtendrás de mí excepto mi semilla.
—Me hablaron de tu sabiduría; de que tus conocimientos
no tienen parangón en todo Kanja. Yo no quise creerlo, porque
mis dudas son grandes, más apropiadas para los dioses que
para los hombres mortales. Dijeron que tú sabrías la razón,
porque ya no eres un hombre, que has burlado a la muerte.
El viejo esgrimió una mueca molesta aunque levantó la
barbilla.
—¿La razón de qué?
—De mi poder. Quiero saber por qué tengo el don de la
muerte. Mi primer recuerdo está lleno de dolor. Solo he
causado sufrimiento y muerte a mi alrededor. ¿Por qué yo?
—¿Por qué tú? —sonrió lleno de soberbia—. Porque sin él
no serías tú, sería otra cosa. Quizá en otro lugar, en otro
tiempo, pero no aquí, no ahora.
—Pero... —dudó ella—. No lo quiero. No quiero esta
maldición.
—Eso no puedes elegirlo —se burló él y escupió su
desdén—. Acéptalo. Tú eres así y nada va a cambiar eso.
—¿Quiere decir, tal vez, que soy un plan de Dios?
—¿Qué tiene que ver Dios en todo esto?
—Si tengo este poder porque debo tenerlo y nada puede
cambiarlo —explicó Kali—, ¿significa eso que soy parte del
plan de Dios?
Geronte pareció divertirse con la pregunta y respondió
con obviedad.
—Todos somos parte del plan de Dios —dijo—. Pero ¿qué
plan? ¿qué Dios? Eso no lo sabe nadie. ¿El dios para el que
excavaron este templo hace siglos? ¿El dios de la guerra? ¿El
dios de los muertos? Muchos te dirán que los dioses son niños
que juegan con nuestro mundo. Pero Dios es mucho más. Es
tan grande que no existe; su consciencia omnipresente se
desvanece cuando la nombras. Todos somos parte del plan de
Dios, aunque los dioses sean una quimera y su plan una
ilusión.
Kali movió la cabeza, aturdida.
—El plan es que no hay plan. Ese es el gran truco de los
dioses. ¿Qué ocurre? ¿No puedes entenderlo? ¿Tanto te queda
por recorrer todavía?
—Respondes a mis dudas con acertijos.
—Tus propias dudas son la respuesta, niña —ladró él.
570
Las ventanas de la nariz de Kali se abrieron al resoplar de
forma caballuna.
—No soy una niña —masculló de forma amenazadora.
—Claro —afirmó Geronte que adoptó una pose estirada
—. Ya veo. No eres una niña. ¿Y qué eres? —Kali abrió la
boca, pero él la dejó con la palabra en los labios—. ¿Una
mujer? ¿Eres una mujer? Tu cuerpo es menudo, no tienes
pechos, ni caderas, y tu voz es tan infantil como la de un
chiquillo castrado. ¿Por qué no quieres ser lo que pareces?
¿Deseas ser una mujer? Yo te haré mujer si no lo eres.
Aunque...
»Quizá tus preguntas sobre lo divino escondan una
pretensión más elevada. ¿Deseas ser una enviada de Dios?
¿Por qué? Tal vez creas que Dios, tú Dios, puede aceptarte en
su plan, a su lado, y así convertirte en la mujer que no eres.
Creo que deseas someterte a Dios para ser otra, para que él
pueda follarte sin poner sus manos sobre ti, para que no
corrompa lo que eres ahora y odias tanto. Es eso, ¿verdad? Te
odias, como tantos otros, te odias. Ve y yace con Dios si te
place, pero pierde toda esperanza, esa es una trampa en la
que caen muchos. Inclínate ante Dios y seguirás siendo niña
para siempre.
»Yo puedo conseguirte lo mismo. Te haré mujer y seré tu
único Dios padre en adelante.
Kali dudó un instante y dio un paso atrás.
—Niña. Mujer. Enviada de Dios. —Geronte se adelantó en
su asiento y habló con confidencia—. Puedes ser una. O
puedes ser todas. Las cosas no son tan sencillas; pueden ser,
o no ser, o ambas, o ninguna. No existe una única posibilidad,
ni una encrucijada que decida tu camino. Aunque, de
momento, solo eres una niña inútil. Y durante muchos años…
lo seguirás siendo.
Kali miró alrededor, la confusa turba que las rodeaba se
encontraba excitada y contenían risas y jolgorio un tanto
infantil aunque malévolo. Dio un nuevo paso atrás y cogió la
mano de Vita.
—¿Satisfecha con mis respuestas? —la interrogó Geronte,
acentuando cada sílaba.
—No —respondió ella con rotundidad y continuó sin
titubeo ni duda—. De nada me han servido tus insultos.
—Eso es porque tengo razón, niña.
—¿Por qué enviaste a tus hijos tras de mí?
—Yo, yo, yo... Eso es todo lo que te preocupa. Te sientes
tan traicionada por el destino que no puedes pensar en otra
cosa. ¿Por qué yo? ¿Por qué a mí? ¿Por qué, por qué, por qué?
Ya te he dado la respuesta a tus preguntas. Abandona toda
esperanza si continúas buscando un sentido a tu existencia.
Para mí eres una herramienta a utilizar en mi lucha contra el
mundo, eso es lo que serás a partir de ahora. Acepta tu
571
destino.
Kali resopló y torció la boca.
—No eres tan sabio como me dijeron.
—Quizá eres tú la que no puede entender…
—Creí que encontraría respuestas.
—Y regresas con el cesto lleno de inseguridad y miedo.
Recuerda que cosechas aquello que tú misma sembraste.
Puedes ser lo que desees, pero no basta con decirlo.
Vita miraba a Kali con fijeza, sin pestañear. Ella se volvió
un poco y pasó la punta de la lengua por los labios. Las cejas
se le volvieron una línea fina y oscura.
—Ahora nos marcharemos —dijo—. Vita y yo saldremos
de aquí y no nos verás más. Buscaré a mis amigos, así que
dile a tus hijos que nos dejen en paz o todos morirán.
El viejo se estremeció en una risotada hiriente y
pequeñas nubes de polvo aparecieron a su lado.
—¿Y a dónde irás? —Su profunda voz ocupó cada rincón
—. ¿Crees que saldrás por esa puerta y volverás al mundo
real? No tienes escapatoria. Este es el mundo real. Vita lo sabe
muy bien. Ella no abandonará a su padre, se quedará
conmigo, para siempre.
La mujer a su lado temblaba, atemorizada. Su rostro
níveo resplandecía por el sudor y su boca se había vuelto una
trémula mancha rosada. Kali la observó un momento,
hipnotizada por la figura de su padre, y dio un fuerte tirón de
su mano para recuperar su presencia.
—¿De veras pretendes buscar a tus amigos? ¿Qué
amigos? Estás sola —murmuró Geronte, como una amenaza
que serraba el espacio que los separaba—. No te queda nada.
Incluso aquellos que vinieron contigo han desaparecido.
—¡No! —gritó Kali.
—¿De veras pensabas que podrías salir con vida de mi
casa? —continuó, casi sentado al borde de su trono—. Esos
monjes y los mercenarios que te acompañan, todos están
muertos. Mis hijos regresarán con la mujer. A ella la reservo
para un más alto menester y compartirá tu destino.
Vita ahogó un gemido cuando el círculo a su alrededor se
cerró. Los hijos de Geronte aparecieron a la luz, con sus
cuerpos contrahechos, llenos de úlceras y tumores, ojos
vidriosos y desencajados que las devoraban sin tocarlas. Kali
se volvió a todas partes y levantó un puño hacia el maligno
Absalón y su feliz suficiencia. El hombre alado se estiraba
espigado, con los brazos frente al pecho y una sonrisa sádica
en el rostro.
—Si alguno de ellos me toca —dijo Kali a voz en grito—.
Todos morirán.
Esta vez sí, Geronte se puso en pie y sus articulaciones
crujieron cuando su decrépito cuerpo se estiró.
—No te apures —se inclinó de forma perversa—, seré el
572
único que te pondrá la mano encima.
Un sonido oblongo y eléctrico anunció la erupción del
poder de Kali. Estrechó la boca en un gesto depredador y sus
ojos se volvieron un pozo sin fondo al tiempo que una esfera
casi invisible aparecía a su alrededor. Los hijos de Geronte se
detuvieron en un precavido momento de duda mientras la
respiración correosa de su amo se deslizaba, ávida, hasta ella.
—Si me tocan —insistió Kali, desplegando los brazos a
los lados—, todos moriréis.
Geronte descendió uno de los escalones frente a él, pero
solo con un pie, dobló la espalda y levantó los hombros,
encogido como un avaro retorcido.
—Ese poder que crees tuyo —dijo con los dientes prietos
—, no te pertenece. Tú solo eres el canal, el lugar por el que
desembocará en el mundo y, algún día consumirá tu propia
existencia y destruirá todo aquello que amas.
—También a ti y los tuyos si no nos dejas salir. —Kali
hinchó el pecho y una descarga eléctrica recorrió la superficie
de la esfera que la envolvía—. Voy a buscar a mis amigos y
después nos marcharemos.
El pelo de la muchacha se agitaba con la estática que
zumbaba en torno a su cuerpo.
—¡Te advertí respecto al orgullo! —exclamó el viejo brujo
—. Crees que puedes amedrentarme a mí, ¡a mí!, con la
amenaza de la muerte. Tú, cría engreída, que no sabes lo que
es el dolor, que te compadeces de tu soledad y vienes
buscando respuestas a preguntas vacuas; preñada de
vanidad, de hambriento desprecio por el mundo que esperas
conocer… No eres la única que tiene la capacidad de herir a
los demás.
Vita retrocedió con el trémulo candil en la mano al
presentir lo que iba a pasar.
—No —musitó, congelada por el pánico y la duda que, en
su murmullo, se contagiaron a Kali. Aunque ya era demasiado
tarde.
Geronte clavó sus ojos viscosos en Kali y ella cayó al
suelo fulminada.
Vita dio un paso hacia ella pero no la tocó, de la misma
forma en que se evita a un leproso. Se llevó la mano a los
labios y trató de contener una letanía atónita, a medida del
terror que preñaba su rostro. Su joven amiga se había
derrumbado de costado, abrazada a las rodillas, y los ojos tras
un abanico de arrugas. Cerraba los dientes con tal fuerza que
un gemido ahogado quedaba preso en su garganta.
—El dolor. —Geronte recuperó su ladina amabilidad—.
Sentirás el dolor y podrás decirme qué es peor: el dolor o la
muerte.
Con un brusco gesto los engendros saltaron sobre Vita.
—¡No! —gritó ella y el candil cayó a sus pies, con un
573
repiqueteo metálico que desapareció arrollado por la tangana
en torno a su resistencia—. ¡Haz algo! ¡Lo prometiste;
prometiste que no pasaría!
Kali sentía que una bestia de fuego la mordía por dentro
y su veneno corría, desbocado, por sus nervios. Tan pronto un
calambre le sacudía las piernas, como el estómago se le
revolvía entre aguijonazos virulentos. Los huesos le ardían;
cada poro de su piel se contraía como abrasado por el ácido;
los músculos se rajaban recorridos por mil cuchillas afiladas.
A su alrededor, en una insana danza alegre y grotesca,
Vita, atrapada por sus hermanos, era llevada en volandas
entre arañazos y patadas. Gritaba hacia Kali y, con el rabillo
del ojo, comprobaba cómo la distancia con Geronte se
acortaba. La mujer aulló de forma desgarradora cuando la
ofrecieron a aquella momia polvorienta y ciega. Geronte colocó
sus manos en el nacimiento del cuello, como si desease
observar cada detalle de su extraño rostro. Los engendros la
inmovilizaban, la tomaron por el pelo y tiraron atrás su
cabeza. El brujo se movió adelante de forma acartonada y de
entre los dientes apareció una lengua tan reseca como un
trozo de cuero. Entonces, ante la creciente excitación de sus
hijos, lamió las mejillas de Vita, empapadas de sudor y
lágrimas. Una y otra vez, muy despacio, deleitándose con los
sollozos de ella en un éxtasis enfermizo.
—¡Te dije que si nos tocabas moriríais!
La voz de Kali llamó la atención de todos sobre ella. Se
había puesto en pie, con el rostro desfigurado por el dolor y el
cuerpo encogido y trémulo.
Geronte, sin soltar el rostro de su hija, levantó la mirada,
quizá sorprendido en un principio, aunque su cadavérico
rostro se cubrió con la ira y violencia del despecho. Todavía su
lengua, oscura como el cieno, asomaba a los escuálidos
labios. A los pies de la tarima, la pequeña muchacha había
pasado sobre el miedo y lo retaba con los pies abiertos, la
mano sobre el vientre, el sudor frío brotando de su frente. Sin
embargo, el poderoso arcani movió la cabeza a los lados.
—Que hayas vencido el dolor del cuerpo no quiere decir
que puedas vencer el dolor del espíritu. —Su voz reptó hasta
ella y se clavó en su corazón—. Todavía te queda mucho por
aprender y sufrir.
Extendió una mano huesuda hacia ella y acarició el aire
frente a él. Kali levantó los puños hasta la cintura. La esfera
de luz que brillaba a su alrededor apareció de nuevo, esta vez
recorrida por brazos de electricidad que chispeaban en la
superficie. Sintió que su corazón se aceleraba y el vacío de su
interior la arrastraba al momento vertiginoso que lo precedía
todo, antes de la explosión, de la carne quemada y los huesos
rotos. Las pupilas de Kali se convirtieron en dos diminutos
alfileres que apuntaban al viejo brujo. Nacía de ella, podía
574
sentirlo, estrujar el poder que manaba de su interior y
lanzarlo fuera en mil y una formas. Sin embargo, de repente,
todo desapareció. Las arterias palpitantes se sumergieron en
la carne, la pesadez del cansancio regresó a sus piernas, la
esfera eléctrica se esfumó y ella se dejó caer al suelo, con el
gesto blando, presa de la melancolía.
Incluso Vita detuvo sus gritos al observar el
desvanecimiento de Kali; pero solo un instante, lo suficiente
para que sus captores rieran como el eco de la satisfacción de
Geronte. La mujer, retomó su lucha desesperada, presa del
pánico, cuando los esbirros de su padre la obligaron a besarlo
y sintió la lengua arenosa en su boca y las manos muertas
sobre su cuerpo.
Kali se había sentado con las piernas cruzadas y los
brazos caídos a los lados. Tenía la vista empañada, lejana
como algún recuerdo perdido en la frontera del olvido. Apenas
escuchaba los desesperados gritos de Vita en busca de auxilio;
se quedó allí, quieta, prestando atención a sentimientos
inoportunos que creía haber desterrado de ella misma.
Cuando Absalón se plantó frente a ella, no levantó la mirada.
Tampoco cuando el hombre alado la tomó por la pechera, de
la misma forma que se levanta un muñeco de paja, y la puso
frente a él. El tétrico engendro buscó con sus ojos nacarados
la vida de Kali, un reflejo de voluntad en aquella triste mueca
que la invalidaba. Sonrió al comprobar la evanescencia de su
fuerza y la agitó a los lados, con el rostro torcido por el
desprecio.
—No... —suplicó Kali, con los ojos inundados en
lágrimas.
La dejó caer y, antes de que tocase el suelo, le propinó
una fuerte patada en el vientre que la hizo saltar por los aires.
Absalón desplegó las alas en un espasmo de placer cuando
Kali quedó tendida en el suelo, recogida en un ovillo
indefenso, entre sollozos y excusas a su cobardía. Después se
acuclilló junto a ella y clavó una sucia uña bajo la barbilla de
Kali.
El monstruoso hombre alado la estudió con curiosidad
infantil, carente de cualquier sentimiento, de la misma forma
que un perro husmea la presa de su amo en la cercana
distancia.
La chiquilla musitó algunas palabras sin sentido, voces
surgidas desde las emociones, desde la génesis de su propia
persona, que nada tenían que ver con Geronte, Vita o lo que
allí estaba ocurriendo. Sentimientos nocivos, venenosos, que
atrapaban su voluntad en un torbellino destructivo, una
trampa que la aprisionaba en la congoja y el tormento de ser
ella misma. Kali de Bruma, la maldita hija del cabrero, venida
a este mundo para matar a su propia madre.
Se encontraba en un lugar tan profundo y secreto de ella
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misma, que ni siquiera reaccionó cuando Absalón se apartó,
alarmado por los aullidos de sus hermanos. Gritos de auxilio.
Una tromba desordenada y caótica invadió la puerta
principal del templo. Media docena de seres deformes se
atropellaron en la entrada, dando berridos temerosos. La
mayoría heridos, cubiertos de pegajosa sangre negra,
magullados o, simplemente, espantados ante las armas que
surgieron de la oscuridad. El último de ellos cayó al suelo con
un gorgoteo moribundo que finalizó cuando Lestick arrancó la
espada de su carne. A su lado apareció Tull, el hacha frente al
pecho, robusto en su tremenda armadura, piernas abiertas
hombros en alto y, tras él, el colosal tamaño de Reidhachadh.
Cuando Trisha entró en la nave principal del templo, su
ígnea mirada se encontró con los ojos muertos de Geronte. El
brujo apartó a Vita de un empujón, que cayó inconsciente
sobre sus hermanos. Su rostro embalsamado se contrajo en
una mueca ofendida y violenta.
—Tú —masculló la mujer entre dientes y desvió su
atención al cuerpo de Kali, tendido frente al hombre alado.
Con un gruñido de su amo, los hijos de Geronte cargaron
hacia los intrusos al tiempo que aullaban, enloquecidos,
zarpas en alto y mandíbulas desgarradas.
—¡Vanaiar! —gritó Lestick antes de comenzar a correr
hacia la jauría de monstruos, seguido por los otros monjes.
Tull volteaba el hacha en alto, sobre su cabeza, y Suave
esgrimía los dos cuchillos largos y una mueca salvaje, distante
de su habitual aspecto risueño. Hill, el explorador, disparó
varias flechas mientras se hacía a un lado, tan rápido que
apenas se veía su mano acompañar el latigazo de la cuerda.
Trisha dio un golpe al hombro de Olen y señaló hacia
Kali, a los pies del hombre alado, tan tieso como una estaca,
esperando su momento. El mercenario cabeceó y salió con
ella, a la carrera, seguidos por el gigante Reid. Se colaron
entre las columnas de la izquierda, en la penumbra, con la
idea de evitar la marabunta que se les venía encima en la nave
principal. Sin embargo, los hijos de Geronte eran muy
numerosos y pronto les asaltaron desde todas partes. Reid se
puso al frente, dando un brinco prodigioso, y estampó a uno
de aquellos seres contra uno de los pilares. Trisha y Olen
avanzaron poco a poco, espalda contra espalda, lanzando
cuchilladas y manteniendo a raya a los más osados.
El choque de los monjes contra el grueso de los esbirros
resultó ensordecedor. Metal y carne se enfrentaron en una
turba confusa de gritos y alabanzas a Dios. El filo de las
armas resplandecía en el aire y después tajaba los miembros y
partía cráneos, rompía huesos, seccionaba músculos, vertía
humores viscosos que explotaban en salpicaduras
sangrientas. Lestick lanzaba espadazos y se cubría con un
espantajo ensartado en su cuchillo. Daba patadas y gruñía
576
cada vez que su arma se incrustaba en el cuerpo de un
enemigo. Tull describió un amplio círculo con su hacha.
Algunos esbirros cayeron con la cara destrozada o el plexo
solar abierto, mostrando el blando mecanismo de una caja de
sorpresas; las vísceras a la vista, todavía palpitantes. Suave y
Hill luchaban con sus cuchillos y esquivaban, saltaban y se
revolvían y hundían el arma hasta la empuñadura en el cuello
de un oponente o le saltaban un ojo con un certero golpe
cruzado.
En un momento la pelea se había vuelto un confuso
remolino de estacazos y empujones. Trisha y Olen no pudieron
acercarse hasta Kali, y se encontraron contra un muro lateral,
rodeados de seres corruptos y grotescos. Reid se había visto
alejado de sus amigos y lanzaba los puños contra la turba
enfurecida. Sus oponentes salían despedidos y él,
descompuesto por la rabia, rompía huesos y clamaba en un
idioma gutural y desconocido. Trisha gritó su nombre y el
gigante se volvió, pero no hizo falta que dijese nada más. Reid
comprendió al instante y sobre sus oponentes vio a Absalón,
el hombre alado que lo retaba con la mirada. Kali estaba
agazapada a sus pies, con el rostro hundido entre las manos y
el cuerpo encogido.
El gigante de Bront, entre codazos y golpes se abrió paso
hasta una de las columnas, tomó uno de los grandes braseros
de bronce y lo volteó sobre su cabeza a modo de mayal.
Rescoldos ardientes y centellas y ceniza centenaria volaron
alrededor. Todos se apartaron de su camino hasta que
Absalón y él se toparon, frente a frente, sin excusas. Las alas
negras desplegaron su envergadura en un vértice mortal, justo
hacia los encendidos ojos del engendro. Esperaba con las
rodillas flexionadas y los brazos a los lados, incitando a su
oponente con una mueca agresiva, aunque sin despegarse de
Kali.
El brasero silbó en el aire, pero Absalón lo esquivó sin
dificultad. Reidhachadh cambió de mano en el mismo
movimiento y dio otro amplio golpe cruzado que se llevó por
delante la cabeza de un esbirro a su espalda. Sin embargo,
con un aleteo poderoso, Absalón saltó atrás y, antes de que
sus pies tocasen el suelo de nuevo, los eslabones de su
cadena tintinearon su ataque. El metal oxidado golpeó al
gigante en la cara y, con un movimiento de muñeca, la cadena
se curvó en el aire y propinó un fuerte latigazo desde el
hombro al bajo vientre. Reid se encogió con un gruñido, pero
no se amilanó. En esta ocasión, como si de una lanza se
tratara, cargó con el brasero, bramando furioso. Aunque, de
nuevo, Absalón, tal que un contorsionista, replegó sus alas y
giró como una peonza, enredando la cadena en el cuello de
Reid, a su paso.
Los monjes estaban sembrando la casa de Geronte de
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cadáveres y mutilados que trataban de arrastrarse lejos del
combate, quizá en busca de un mejor lugar para morir. Entre
oraciones y salmos que recitaban a voz en grito, se habían
hecho un hueco tan grande que la mayoría de esbirros no se
atrevían a acercarse, y se turnaban en ataques
descoordinados, gazapos de un asalto fallido. Cuando alguno
de ellos se arrimaba lo suficiente, el hacha de Tull lo abría en
canal o Lestick le daba un tajo o una estocada firme en los
riñones al rehacer su ataque. Los que estaban más lejos se
encontraron con las flechas de Hill, así que retrocedieron
hasta las columnas y se ocultaron, temerosos de aquellos
clérigos de acero y cuero.
Cuando Geronte alzó la voz en una letanía arcana, sus
hijos se escabulleron de vuelta a las sombras. El brujo se
balanceaba a los lados, con los brazos en alto, y de la
oscuridad cavernosa de su boca surgían palabras tan
antiguas como el mundo y sus dioses. Un potente trueno
resonó en la estancia al tiempo que la resplandeciente luz
dibujaba un círculo en el suelo, tal que un relámpago frío.
Una nube ocre, de apestoso hedor ácido a azufre y vómito,
estalló de repente y, salida de un portal invisible, apareció una
criatura que quizá un día habitó las pesadillas de viejos y
niños.
Una serpiente de plata y cristal se elevó desde la
espumosa bruma, sin llegar a asomar más que la cabeza y
una fracción de su cuerpo. La piel bruñida resplandecía como
un espejo curvo y blando, y en su rostro dos rubís flameaban
destellos ígneos. Su largo cuerpo se alzó en las alturas,
sostenida en su contoneo por la humareda maloliente, vaciló
un instante y lanzó una veloz dentellada hacia los enemigos
de su amo.
La enorme cabeza atrapó a Tull en su mordisco. Los
colmillos de afilado hielo atravesaron el metal y la cota de
anillas con un crujido que resultó en una explosión
sangrienta. La serpiente se alzó con su presa y agitó la cabeza
a los lados en un espasmo mortal. El clérigo la golpeó en el
hocico con la empuñadura de su hacha, varias veces,
mientras los dientes de ella asomaban a través del cuerpo. El
hacha salió despedida y el monje continuó golpeando con sus
guanteletes, en un esfuerzo inútil que apenas enojaba a la
gigantesca aparición.
Atrapado junto a Trisha, y rodeados por los hijos de
Geronte, Olen se desesperaba al ver a su amigo doblegado por
Absalón. Reid había caído de rodillas, con las manos en el
cuello, tratando de aflojar la asfixiante presión de la cadena
en torno a su nuez. El hombre alado había dado un brinco y,
con las rodillas en los hombros de Reid, tiraba de la cadena
con un gesto sádico.
Olen esquivó un par de engendros, dio un codazo en la
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nuca de uno y recibió a otro con un rodillazo en el pecho
antes de acuchillarlo en la cara. Trisha se defendía lo mejor
que podía, con la espalda pegada a la pared y el arma en alto.
De vez en cuando, apuntaba su mano hacia alguno de sus
oponentes y este caía de espaldas, o salía despedido con un
crujido de vértebras rotas.
—¡Reid! —gritó Olen, desesperado.
El mercenario cogió a Trisha por la capa y tiró de ella
hacia donde se encontraba su compañero. Dio una patada
alta que despejó su camino y después lanzó su cuchillo hacia
Absalón. El arma voló por los aires con un siseo mortal en su
difuso contorno, convertida en una veloz sombra de muerte.
Pero Absalón era el primero de los hijos de Geronte y hacía
honor a su posición, en su pose y también en su destreza
guerrera. El avispado hombre cuervo, dio un manotazo a un
lado, sin aflojar la presión de la cadena en torno a
Reidhachadh, y desvió la hoja de Olen. Con un graznido
victorioso retomó su presa en el gigante, que se derrumbó
incapaz de aflojar los eslabones de hierro que lo
estrangulaban.
—¡Hazme un hueco! —ordenó Trisha, ofreciendo su arma
a Olen—. ¡Que no se acerque ninguno!
Olen tomó la espada de la pelirroja y se encargó de
protegerla. Ella se acercó a una columna mientras Olen daba
vueltas alrededor y amenazaba con el arma, o chocaba con
algún inconsciente que se arrojaba sobre el filo. Él lo pateaba
y golpeaba antes de dejarlo caer al suelo con la vista puesta
en los amenazantes esbirros. La mujer respiró, sólida y blanda
a la vez, y sus facciones se relajaron. Cuando expulsó el aire
los sonidos desaparecieron y todo se oscureció un poco.
Absalón estaba a unos pocos pasos de ella, subido al cuerpo
estentóreo de Reidhachadh, y tiraba de la cadena entre
risotadas crueles.
Entonces, en el silencio, Trisha escuchó el nombre de
aquel ser y lo pronunció sin hablar.
«Absalón.»
Las alas se replegaron y él se volvió hacia ella, confuso y
un poco aturdido. Sus ojos nacarinos se fijaron en ella, en su
paz, mientras escuchaba la caricia aterciopelada en su
cabeza.
«Absalón. Hijo mío, mi querido, mi retoño. Absalón mi
pequeño.»
La vio, ausente al caos de alrededor, al hombre que
peleaba y evitaba que sus hermanos se le arrojaran encima, a
los gritos y las plegarias de los monjes guerreros. El hijo de
Geronte se sintió triste y quizá más humano de lo que había
sido nunca. Por un instante, todo desapareció, excepto él y la
mujer que le hablaba. Sintió la necesidad de llegar a ella y
encogerse en su regazo, volverse uno y dormir entre sus
579
brazos, sentir el aroma de su cuerpo, la calidez de su piel.
Aunque miró sus manos, monstruosas y fuertes, de piel como
el plomo muerto, y los ojos del monstruo se velaron con
lágrimas por primera vez desde el día de su nacimiento.
Cuando Reidhachadh se deshizo de la cadena, se volvió
como un buey fuera de sí. Con sus grandes manos aferró el
cuerpo de Absalón y lo levantó en volandas, después lo partió
como una rama. El espinazo del hombre crujió al reventar en
mil astillas. Las alas golpearon a todas partes, en un aleteo
espasmódico y agonizante. Reid, caído en la locura, puso un
pie en la espalda del hombre y, con ambas manos, arrancó
una de las alas que se desgarró con un visceral sonido de
carne y tendones resquebrajándose. El engendro quedó
tendido en el suelo, en una postura incómoda y rota, obscena
incluso para un muerto.
Tull cayó al suelo con un estrépito metálico. La serpiente
de plata y cristal atacó al resto de monjes que se cubrieron
tras las columnas. Las flechas de Hill rebotaban en la piel
acorazada del animal y Suave apenas podía contener algunos
deformes seres que le hostigaban desde detrás. El fornido
clérigo herido se levantó al instante. Su armadura estaba
destrozada y mostraba la carne y los órganos de Tull,
escupiendo sangre y empapando su armadura. Con aquel
gesto bobalicón tan propio de él, se adelantó con paso zompo,
hasta el lugar en que había caído su hacha de guerra. La tomó
entre sus manos, trémulas y débiles, y se volvió hacia la
serpiente, preparado para atacar una vez más. La sangre
manaba a borbotones desde sus heridas y el rostro se le volvió
un velo lívido y mortecino. Levantó el arma sobre su cabeza y
se derrumbó para no volver a levantarse jamás.
La gran serpiente plateada continuaba danzando frente a
Geronte y lanzaba dentelladas a los monjes que se ocultaban
y esquivaban sus ataques. Trisha y Olen consiguieron llegar
hasta Reid y arrastrar a un lado el cuerpo de Kali. La chiquilla
estaba consciente, con los ojos abiertos y una trémula letanía
en los labios.
—Pero... —se exasperó Olen al comprobar el estado
catatónico de Kali—. ¿Qué diablos le pasa?
Trisha tomó su cara entre las manos y observó sus ojos.
Reid, junto a ellos, imponía su presencia a los esbirros que
pretendían atacarlos.
—Es el brujo —respondió Trisha con el aliento agitado—.
Está en su cabeza. Solo yo puedo liberarla.
Olen resopló sin paciencia y dirigió una mirada cargada
de odio hacia el brujo que alzaba los brazos tras la enorme
serpiente.
—¡Alguien tiene que poner fin a todo esto! —exclamó
antes de saltar hacia la tarima del trono.
La serpiente se movió a un lado y lanzó una dentellada,
580
pero el mercenario volteó por el suelo y esquivó la embestida.
Después dio un brinco hacia los escalones, cuchillo en mano,
y saltó sobre el malvado brujo y su letanía arcana. Un
estallido eléctrico lo detuvo en el aire y lo envió, como un
muñeco, varios pasos atrás. Olen cayó fuera de combate y
quedó tendido de costado.
El bramido de Reidhachadh fue atronador. El gigante
salió al frente, pero la serpiente se interpuso con su
amenazador siseo y el resplandeciente contoneo de su cuerpo.
Él dio un paso atrás y buscó un arma con que cubrirse
aunque, en ese momento, uno de los engendros de Geronte
saltó sobre su espalda y comenzó a lanzar puñetazos y
dentelladas a su cogote. Reid giró sobre sí mismo, dando
aspavientos para deshacerse del esbirro. La serpiente de plata
se volvió hacia el gigantón que luchaba y se agitaba, dispuesta
a un nuevo ataque. Lestick aprovechó para abalanzarse sobre
su costado y descargar un terrible golpe con ambas manos. El
impacto produjo un doloroso sonido agudo que se extendió
como una afilada onda invisible.
Lestick se quedó plantado, con el rostro cubierto de
sangre y sudor, el hirsuto pelo pegado a la cicatriz, y la
espada rota entre las manos. La hoja había estallado de la
misma manera que lo hubiese hecho el vidrio. Intuyó su figura
desde las cejas. Cerró los ojos y esperó el momento, sin un
pensamiento, la mente en blanco, desaparecido de aquel lugar
y momento. La serpiente lo atrapó entre sus fauces, lo sacudió
en lo alto y lanzó su cuerpo hasta el otro lado. Lestick golpeó
contra una de las columnas y cayó al suelo. Su cuerpo
destrozado todavía se movía, tenía los ojos abiertos y la
mirada extraviada en ningún lugar. La carne y el metal de su
armadura se fundían en uno y la sangre bañaba su atavío de
guerrero sagrado.
—¡No puedo hacerlo! —masculló Trisha, desesperada.
Kali no respondía a sus palabras. Continuaba aterrada y,
a momentos, pasaba por sacudidas llenas de vergüenza o
pudor, en las que se ocultaba con una mueca de dolor
infantil, abandono e inseguridad. Trisha había entrado en su
mente, rebuscando en el pozo de su personalidad para
encontrar a la pequeña niña asustada que se ocultaba en
algún lugar. Debía encontrarla y tomarla de la mano, llevarla
a la superficie y alejarla de la oscuridad y el miedo a lo
doloroso. Pero, cada vez que lo intentaba, chocaba con una
presencia sólida como un muro. Geronte estaba en ella y nada
podría hacer hasta que la abandonara.
El brujo rio tras la serpiente. Todavía tenía las manos en
alto y vistosas corrientes eléctricas comenzaron a surgir del
aire sobre él y recorrer sus dedos y brazos esqueléticos. Hill
disparó una flecha directa a su rostro, pero el proyectil se
desvió al chocar con una barrera invisible. Las carcajadas de
581
Geronte se volvieron un tétrico y mecánico presagio de su
derrota. Reidhachadh todavía giraba y giraba con un engendro
subido a horcajadas en su espalda. Dos de sus hermanos,
aprovechando la ocasión, saltaron sobre sus piernas e
hincaron colmillos y garras en sus muslos.
Los chisporroteos en torno a Geronte crecieron en
intensidad y la atmósfera se electrificó de la misma forma que
lo hace el aire otoñal antes de la tormenta. Trisha acarició el
pelo de Kali que continuaba oculta, tan débil y trémula como
nunca la había visto. Todo parecía perdido. Lestick y Tull
yacían muertos entre cadáveres desparramados. Olen estaba
tumbado de costado y su amigo Reid luchaba con ahínco
contra tres engendros. Suave y Hill resistían contra viento y
marea las embestidas de la gran serpiente plateada y de los
pocos hijos de Geronte que quedaban en pie. Solo ella podía
poner fin a todo aquello.
Se puso en pie y levantó los brazos hacia Geronte. El
brujo se había convertido en el centro de una burbuja
eléctrica que parecía a punto de estallar. El sonido de la
estática y el olor del ozono llenaron la nave principal del
templo. Trisha puso los ojos en blanco y dejó caer la cabeza
hacia atrás. Su cuerpo pareció crecer y los dedos se le
volvieron agujas de carne. Geronte sintió al instante la
intrusión de la mujer. De repente ella se había vuelto tan clara
como una estrella en una noche sin luna. Se esfumó el
combate, los monjes y la serpiente, Reid y su denodada lucha
en desventaja; todo se convirtió en ella y su voz, su delicada
forma de escudriñar en la mente de los otros. Pero Geronte no
era cualquier ilusionista ambulante y se creció de la misma
forma que las olas silenciosas en una noche de marejada.
Frente a ella, él era un muro de oscuridad que la aplastaría
como a un insecto.
Trisha se retorció y abrió los ojos en una mueca
espantada. Frente a ella, el brujo sonreía. Tenía los ojos
entreabiertos y su monocromo y gelatinoso estado asomaba a
los párpados resecos. Supo que había sido un error y que,
ciertamente, estaba todo perdido. Sintió que una gran congoja
socavaba sus fuerzas. De la mano de Geronte, la vergüenza la
golpeó por dentro al recordar todos los errores que había
cometido en su vida, cada fallo, cada vez que no estuvo a la
altura, lo poco y mal que correspondió a la gente que la
amaba y que perdió con el tiempo. Al fin y al cabo, Trisha
estaba sola, sin amigos, sin familia, sin conocer el amor... y
así lo estaría para el resto de su vida porque era lo que
merecía.
El triunfo de Geronte reverberaba en su carcajada.
Sin embargo, su victoria se volvió una dolorida mueca
que acompañó a un quejido entrecortado. La esfera de
electricidad desapareció cuando él se volvió, tratando de
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alcanzar el cuchillo de Olen clavado en el centro de su
espalda. Su boca se derrumbó a los costados, dolida y
decepcionada, al observar a Vita tras él, con el semblante
impertérrito y duro. En ese mismo instante, Trisha y Kali
volvieron en sí tras un parpadeo. Geronte se agitaba con el
arma hincada en su espalda y lanzaba torpes zarpazos que su
hija esquivaba sin dificultad.
Trisha se arrodillo junto a Kali y la tomó entre sus
manos.
—¿Estás bien? —la interrogó de forma ansiosa, a lo que
ella respondió sin palabras, asintiendo con un compungido
sentimiento—. Espera aquí y no te muevas.
La mujer desenfundó su daga y saltó sobre los atacantes
de Reid. Con un hábil movimiento se deshizo de uno de ellos y
el gigante se encargó de los otros dos. Señaló hacia Olen y
Reid salió corriendo hacia allí al tiempo que ella llamaba la
atención de los monjes.
—Retiraos —gritó con todas sus fuerzas—. Es el
momento de salir de aquí.
Hill disparó una flecha que se clavó en la espalda de
Geronte, junto al cuchillo de Olen. El viejo brujo se revolvió
espantado. Con un aullido levantó los brazos y la serpiente
danzó en un peligroso movimiento. Reid tomó a Olen en
brazos y corrió de vuelta a Trisha, pero Kali ya no estaba en
su lugar y avanzaba a través de la sala a cuerpo descubierto.
La muchacha había visto a Lestick, contra la columna,
con un muñón a la altura del hombro y el rostro desfigurado.
Tenía los ojos abiertos y el pelo empapado en su propia
sangre. Kali se acercó hasta él, ausente a la serpiente de plata
y a los pocos hijos de Geronte que todavía gritaban y aullaban
en la distancia. La saliva se descolgó de los labios del clérigo
al pronunciar su nombre. Todavía estaba vivo, pero carente de
energía sus palabras se convertían en un balbuceo
moribundo, casi un murmullo ahogado.
⎯He… he fallado ⎯dijo⎯. Lo siento… lo siento…
Se quedó junto a él, con los ojos empañados y muy
abiertos, la boca devorada por la impotencia y el oscuro
recordatorio de los malos sentimientos que la habían
paralizado hasta hacía solo un instante. Era tan poca cosa,
tan insignificante frente a aquel hombre que moría a sus pies.
Si pudiese ayudarlo, tender una soga que lo alejase de la
oscuridad en la que se hundía. Pero no podía, no podía hacer
nada, porque, ¿qué era ella? La muerte, la ira de Dios, la
venganza de aquellos que luchaban sin importar la vida
propia. Eso era lo que dijo Anair, lo que Lestick reflejaba en
sus ojos moribundos: ese era su destino.
Cuando Trisha descubrió a Kali, la muchacha ya no era
ella. Sus ojos habían desaparecido en una sombra y de su
cuerpo nacían relámpagos que golpeaban alrededor. Un
583
torbellino ardiente arrasó la sala y todos los sonidos
desaparecieron, devorados por la virulencia de su poder.
—¡Ocultaos! —gritó Trisha hacia los otros— ¡Poneos a
cubierto!
Hill y Suave saltaron tras una columna y Reid cubrió con
su cuerpo el de su amigo inconsciente.
Kali avanzó sin prisa hacia Geronte y en su camino la
serpiente se alzó con el silbido que precedía a su ataque
mortal. Ella, con la vista puesta en el brujo y sin prestar
atención a la aparición, hizo un gesto leve y descuidado con la
mano como quien espanta un pequeño insecto. La piel de la
serpiente burbujeó, y las escamas se convirtieron en metal
fundido. Su cuerpo se desparramó en pequeños charcos
efervescentes y la niebla de la que había brotado se esfumó.
Un fuerte golpe de viento antinatural recorrió la nave
principal del templo. Los hijos de Geronte se apiñaban en un
rincón, tal que una manada temerosa por la proximidad de su
depredador. Su padre esperaba herido, pero ni un rastro de
sangre manchaba su túnica. Se apoyó en el trono de piedra y
observó con fijeza a Kali. Había una mezcla de admiración y
miedo en su rostro, un terror primitivo que surgía de la misma
raíz que movía su cuerpo decrépito. Frente a él, su ambición,
su deseo más codiciado y también su fracaso. El brujo se
doblegó como si un puñal se hundiese en sus entrañas y
exclamó un quejido ronco con la mandíbula rajando la piel de
su rostro.
Kali levantó la mano, con la palma extendida hacia él, y
un brazo invisible rompió su cuerpo con el ímpetu de un
tornado. Los brazos se separaron del cuerpo y también la
cabeza, después su carne seca se deshizo y los huesos se
volvieron astillas y polvo. Los ojos blandos e incoloros de
Geronte cayeron al suelo, como un escupitajo, mientras el
resto de su persona se desintegraba en un millar de partículas
diminutas. Cuando Kali cerró el puño, una explosión sacudió
la sala y los restos de Geronte salpicaron las paredes y las
columnas. Entonces gritó. Kali cerró los puños y su chillido
retumbó bajo la montaña como miles de voces prisioneras que
escapan a la superficie.
El techo sobre sus cabezas anunció su derrumbe con un
ronquido largo y profundo. Trisha miró arriba y maldijo
cuando las primeras columnas se vinieron abajo. Gritó el
nombre de Kali, pero la muchacha no lo escuchó, o ignoró su
llamada. Se había quedado muy tiesa frente al trono, con la
vista puesta en algo que ella no podía ver. Así que salió a la
carrera y la cogió por los hombros. Kali parecía hipnotizada,
ajena a lo que había ocurrido. Trisha buscó en sus ojos y la
vio. Una niña albina de ojos enormes y extraña apariencia se
había sentado en el trono. Sus pies no tocaban el suelo y la
piedra parecía devorar su escuálido cuerpo. Tenía los ojos
584
puestos en Kali, y la misma ausencia floja en ellos. La mujer
cargó a Kali a su espalda y corrió, esquivando y saltando los
escombros que se les venían encima.
—¡Déjame en el suelo! —exclamó Kali, pero tuvo que
insistir hasta que Trisha se detuvo—. ¡Puedo correr sola!
Trisha iba a decir algo, pero la muchacha dio un
manotazo a sus brazos y salió a la carrera, después de
dedicarle una mueca agria.
Toda la montaña era un castillo de naipes que se
desmoronaba. Los pasillos se descomponían y grandes piedras
eran escupidas por corrimientos de tierra. El suelo se rajaba
en mil grietas que se abrían a abismos insondables. Reid
corría frente a ella, con Olen a su espalda. Saltó una pequeña
sima aparecida a sus pies y esperó para ayudarlos a cruzar.
Les cogió de la mano y les lanzó hasta la otra parte, excepto a
Hill, que saltó sin perder pie.
Un hedor corrupto y agresivo brotaba en forma de
vaharadas repentinas desde sumideros y cloacas que se
hundían a su paso. La roca gemía su próxima muerte y abría
sus entrañas, salpicando azufre y ceniza sobre aquellos que
trataban de evitar la hecatombe. Con un temible crujido, el
suelo se desplazaba a un lado y otro, como la lengua de un
moribundo en sus últimos estertores.
Corrieron, siguiendo sin dudarlo la espalda de Hill. El
explorador aukano galopaba por pasillos oscuros y atravesaba
las nubes de polvo sin duda alguna, como si conociera el
camino y lo hubiese recorrido a diario. Cuando la luz de la
salida apareció al fondo, se veía tan lejana que pensaron que
no llegarían nunca. La bóveda se desintegraba a medida que
pasaban, de la misma forma que las fauces se cierran para
aplastar y masticar su alimento.
Con la gran nube polvorienta, la puerta del templo
escupió rocas y grava rota, y sumergidos en ella rodaron por
la escalinata y quedaron esparcidos de cualquier manera.
Kali abrió los ojos, aturdida y mareada. Trisha se
sujetaba la cabeza con ambas manos y Reidhachadh trataba
de espabilar a Olen. La asaltó un golpe de tos y sintió el sabor
de la tierra en la boca. El sol se había ocultado bajo la roca y
pronto la noche volvería a cubrir el mundo. Se sentía llena de
energía, pletórica. Cada batido de su corazón era un
estruendo que la golpeaba en la sien, mayor que el derrumbe
de la montaña que todavía reverberaba tras ella. Se miró las
manos y sintió la energía correr por sus dedos. Como otras
veces, un gratificante hormigueo recorrió toda su piel. Había
matado a Geronte, lo había hecho, con su poder. Sonrió y
cerró los puños.
La figura de Suave se dibujó en una sombra sobre ella.
Miró arriba y lo encontró tan serio, tan abatido que no parecía
él.
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—Suave —dijo, pero en su júbilo la voz apareció
temblorosa. Se mordió los labios—. Lestick, Tull,...
El clérigo asintió sin mirarla y echó mano de su cinto.
Sacó el cuchillo que le había regalado algunas noches atrás y
se lo ofreció con aires solemnes.
—Perdiste tu cuchillo cuando nos asaltaron a la entrada
—dijo—. Lo he guardado para ti. Nunca pierdas tu arma.
La conquistó una gran melancolía al recordar a los
monjes muertos. Había utilizado su poder, pero ¿para qué
había servido? Lestick, Tull y Vita habían muerto, y ahora sus
cuerpos yacían en la misma tumba subterránea que los hijos
de Geronte. ¿Qué había aprendido de todo aquello? ¿Qué
significaban las palabras de aquel brujo, antiguo como los
primeros hombres? Sin lugar a duda había algo cierto en todo
lo que dijo, Kali y su poder eran la misma cosa. Algo
incomprensible e imparable.
Dudó un instante y tomó el cuchillo de su mano.
Después el monje dio media vuelta y se marchó de vuelta con
Hill.
«No volveré a perder el arma —se dijo al tiempo que se
abrazaba a ella—. Ese es mi destino. Dios lo quiere.»

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CAPÍTULO 46

Era una noche tranquila. El río apenas murmuraba en su


lento discurrir, y las nubes se adelantaban y pasaban fugaces
por el reflejo de las oscuras aguas. La luna asomaba su
claridad tras aquellas viajeras que sobrevolaban el sur de
Aukana y que despertarían a muchas leguas de allí, con el
sueño de los hombres y sus guerras olvidado. La tierra estaba
seca, aunque la brisa era fría y húmeda, y arrastraba unas
pocas hojas secas de una parte a otra del camino.
Todo estaba en calma. Unos pocos jirones de niebla
brotaban en las orillas y se enredaban, cual rastrojos
invasores, en el pequeño amarradero y también bajo los arcos
del puente. Rudimentario, de madera, recubierto de tierra
sobre soportes de piedra; lo suficientemente ancho para el
paso de un carro y varios viajeros. Un pequeño bote de río
golpeaba la proa en los maderos del muelle y danzaba con la
corriente hasta donde las amarras se lo permitían.
Era un lugar sin nombre ya que nadie se había tomado
nunca la molestia de ponerle uno. Unos pocos lo llamaban El
Aserradero, sobre todo los extranjeros venidos del oeste,
misinios renegados de sangre mezclada que no eran tenidos
muy en cuenta por los vecinos de Ylarnna. Los jóvenes
granjeros de la zona, aukanos de acento indescifrable y
carácter tosco como la tierra que cultivaban, lo llamaban La
Cortadora. Podría pensarse, de forma errónea, que en
referencia a las habituales labores de una serrería. Sin
embargo, y atendiendo al sentido del humor más negro de
todo el norte, La Cortadora había resultado ser un título
merecido y ganado con los años, acumulando en su cortar un
buen número de pulgares, índices y meñiques, además de
tajos inmisericordes y feas cicatrices, que atesoraban muchos
de aquellos campesinos y leñadores de la comarca.
Finalmente, los más viejos todavía se referían a aquel
lugar como El molino de Hikins, a pesar de que ya no había
molino y las cenizas de Hikins se marcharon, navegando río
abajo, muchos años atrás. Así era pues, que aquel grupo de
casuchas y almacenes junto al puente, cerca del linde del
Gran Bosque de Oag, tenía muchos nombres sin tener
ninguno, y quizá ni siquiera mereciera tal beneficio.
Un gato negro apareció a un lado, cerca de un cobertizo
repleto de troncos y tablones. Avanzó unos pocos silenciosos
pasos y se detuvo. Bajó el cuerpo. Sus ojos refulgieron,
atentos a una presa que solo podía ver él. Entre los troncos
había virutas, astillas y restos de serrín acumulado. El aroma
de la serrería impregnaba todo de un dulce aroma a resina. El
gato avanzó un paso más y de nuevo se detuvo, dispuesto a
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lanzarse sobre aquella intuición agazapada que podía ser su
cena.
—¡Vamos! —gritaron a un lado—. ¡Ya lo tienes!
El gato se volvió, espantado, y desapareció de un brinco
en la tenebrosa serrería.
El hombre lo observó marchar y torció la boca con un
resuello ebrio.
—Gato tonto —masculló antes de hipar.
La claridad que abandonaba las ventanas de la caseta de
guardia formaba dos estilizadas columnas de oro a sus pies.
Estaba bajo la techumbre de entrada, apoyado en una de las
vigas y, sin pretenderlo, se balanceaba adelante y atrás.
Escrutó un momento más el lugar por donde había
desaparecido el gato y guiñó los ojos cuando creyó ver
extrañas formas en la oscuridad. Hipó de nuevo y al sentir su
propio aliento empaparle el olfato, levantó la frasca de
cerámica hacia los labios. Sin embargo, la detuvo frente a la
nariz y la hizo a un lado. El corchó se balanceaba al final de
un cordel y lo golpeaba en la barbilla. Las hojas de los
arbustos cercanos se contoneaban con un susurro y sus hojas
reflejaban la momentánea caricia de la luna, como un
silencioso beso de plata.
—Estás borracho —dijeron desde la puerta, a su espalda.
El soldado apenas se volvió. Rio entre toses y dio un
trago.
—Alguien tiene que hacer algo —gruñó—. El mundo se va
al garete y nadie hace nada.
—Pues de momento podrías entrar.
—Estoy bien aquí.
El otro guardia cruzó el umbral y se puso a su espalda.
Vestía un raído chaquetón de cuero que en su día fue teñido
de grana y que ahora apenas conservaba una pálida sombra
de aquel color. Sobre el corazón, la silueta del ciervo rampante
de la familia Eana.
—No creas que lo hago por ti —dijo, lleno de paciencia—.
Prefiero que el sargento te encuentre mañana dormido, en tu
jergón, que tener que buscar tu cuerpo entre las piedras de la
orilla. A buen seguro te hará más feliz, y al sargento también,
aunque no lo creas.
El borracho se dio la vuelta. Su sonrisa estaba húmeda,
asimétrica bajo la ganchuda nariz. Había un gesto amable,
incluso gracioso, en su rostro.
—Se me da bien nadar —dijo.
—No lo pongo en duda.
—Soy un buen nadador.
—Entra dentro y duerme un rato. Yo acabaré la guardia.
Abrió mucho los ojos, espantado y sorprendido en exceso.
—No… no puedo hacer eso —balbuceó.
—¿El qué?
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—Dejarte solo toda la noche. Es mi obligación… mi deber,
eso es, mi deber.
—No me importa. Es mejor si descansas un rato. Yo te
despertaré por la mañana.
Asintió, hastiado y lleno de sarcasmo incomprendido.
Apoyó la cabeza en la viga y musitó unas palabras inaudibles.
—Deberíamos irnos a casa —propuso, casi en un
balbuceo involuntario.
—No irás a ninguna parte.
—Claro —de forma repentina pareció irritado—, a ti no te
importa. Te da igual lo que pase porque no tienes a nadie.
Pero ¿qué hay de mí? Tengo una familia de la que ocuparme
y…
—No les pasará nada.
—Eso no puedes asegurarlo. Yo ya sé lo que es una
guerra y los monjes… los monjes lo dicen desde hace años:
nadie escapa a la guerra. Nadie.
Su compañero dejó que la lúgubre conclusión se diluyera
en un largo ronquido ebrio.
—¿Ahora crees en Dios?
—Yo creo en lo que me conviene, esa es la mejor religión.
Y mi dios me dice que debería estar preocupado por los míos.
—El sur de Aukana es seguro. La guerra no llegará aquí.
—¡Claro! —exclamó, y al volverse de sopetón algo de licor
se derramó en su mano—. Ahora puedes ver el futuro. Tienes
la facultad de desentrañar los misterios de la vida. Pues
permite que te diga una cosa: yo soy un simple guardia de
mierda y no soy tan listo como tú.
Lo apuntó con el índice y la actitud aviesa, pero
trastabilló a un lado y cerca estuvo de caer al suelo. Su
compañero le echó una mano al hombro y lo ayudó a apoyarse
contra la pared.
—Vamos —dijo—, no seas tonto. Túmbate un rato y por
la mañana todo te parecerá diferente.
—¿Diferente? —escupió entre salivazos—. Tengo una
familia que proteger… unos hijos que alimentar… Yo vivo en
las tierras de los Trent, maldita sea…
—Ya sé dónde vives.
—Nos colgarán a todos.
—No van a colgar a nadie.
—¡Traición! —exclamó a los cielos.
—Escúchame bien. —Lo tomó con ambas manos por el
rostro y enfrentó su mirada ahogada en licor—. Nada va a
pasar a los tuyos. Los Trent y los otros lores al servicio de
Ylarnna son aliados de los Lamakil. ¿Y sabes quién mandará
cuando se deshagan de ese niño idiota de Khymil?
—Los Lamakil —respondió, falto de convencimiento.
—Los hermanos Lamakil, eso es. Nadie que no sea un
Eana acabará al final de una soga.
589
—Pero… la guerra…
—Kregar Kikkuril será el próximo rey, eso es seguro. Él
mató a Khymir y reclamará la corona para su testa. Ylarnna
se reconciliará con él y ese será el final de la guerra.
El guardia borracho hincó la barbilla en el pecho y le
dirigió una mirada zafia y resentida.
—Kikkuril —masticó aquel apellido con desagrado,
chasqueando la lengua—. Un mal pájaro del llano. Están locos
esos de Kjionna. Nunca traman nada bueno. ¿No me crees?
Es el viento, el viento de la pradera que les hace perder la
cordura y les llena de ínfulas de grandeza. Venderían a su
madre por una olla de oro; ¿qué crees que hará con nosotros
con tal de coronar su polla? Estoy borracho, sí, pero sé lo que
digo. Son traicioneros y desleales, peores que un jinete
Kirkuk. ¿Kikkuril? Salimos de la sartén para caer a las
llamas, eso es lo que pienso. Además es medio misinio.
—¡Tú también!
—Sí, pero no me corono rey de nadie. Acabaremos todos
muertos, eso es lo único que nos merecemos. —Su voz se
volvió un lastimoso quejido—. Un castigo, eso es. Un castigo
de Vanaiar a nuestra cobardía. Por ser sumisos y dejar el
gobierno de nuestras vidas a esas ratas avariciosas. No
debimos confiar en ellos. Tuvimos que hacer algo hace tiempo,
hace mucho tiempo. Pero lo dejamos pasar, dejamos que ellos
nos dijesen cuál era el camino a seguir, el gobierno correcto,
la manera en que llevar nuestra vida, ¡mi vida! Y ya ves,
ahora… El reino dividido, la gente muerta de hambre. Todo es
una mentira… ¡Una farsa!
Su compañero lo observó fijamente y suspiró.
—Ya me tienes harto con tus tonterías —dijo, dando
media vuelta y regresando al calor de la caseta—. Haz lo que
te parezca.
—¡Me marcharé a mi casa!
—No me importa.
—¡Volveré nadando!
—Por mí puedes beberte el río entero —masculló, dando
un portazo.
El soldado dio dos pasos zompos atrás y se enfrentó a la
casucha en que acababa de desaparecer su compañero.
Levantó un puño en alto y lo agitó con un gemido resentido.
Después, con la mueca todavía viajando de un lado a otro de
su boca, dio una patada que levantó una pequeña ola de tierra
y grava.
Realmente debería hacerlo, marcharse de allí, cruzar el
puente y regresar a casa. Cuidar de los suyos hasta que la
tormenta pasase. Solo dos cosas le hacían ponerse aquel
uniforme cada mañana: la paga y el miedo al castigo de los
Eana. Aunque eso estaba a punto de cambiar.
La escuálida paga no le compensaba en absoluto. Todos
590
los días debía viajar desde su casa, cuando todavía el sol no
asomaba en el horizonte, hasta aquel condenado aserradero.
Controlar los carromatos que cruzaban el puente cargados de
madera, asegurarse de que no había robos, vigilar que los
leñadores no aprovecharan su trabajo para cazar algún corzo,
perseguir a los furtivos cazadores de osos. Y después volver a
casa, ya de noche, con el humor perdido en el largo tránsito
diario. Eso si no debía quedarse en una guardia nocturna
como aquel día. Y todo por una mísera paga que apenas les
daba para alimentarse y pagar las reparaciones de un tejado
tan agujereado como un queso de Boldo.
Pronto los Eana desaparecerían y él entregaría el
uniforme, ya lo tenía decidido. Volvería a casa, con su familia,
y plantaría patatas y coles, como había hecho su padre, y el
padre de su padre. Enseñaría a sus hijos a pasturar las ovejas
y también a cambiar el chamizo del tejado. Haría el amor a su
mujer y traería más hijos al mundo. Un mundo del que no
deseaba saber nada más. Estaba cansado de tanta guerra,
disputa y traición, de las que no comprendía más que su
origen, los sucios hilos del poder y la avaricia que manejan los
destinos de los hombres comunes.
Dejó caer la frasca a un lado y eructó. La brisa corrió
entre sus piernas mientras el licor se vaciaba en el suelo. Se
pasó la manga por la boca y miró arriba. Una oscura e infinita
silueta cubrió la luna y la tierra ocultó su verdadero rostro
tras un manto de negrura. Arrastró sus pasos hasta la
cercana foresta. Caminaba a trompicones, con la espalda
derrotada. Tenía la boca llena de saliva y los ojos escocidos.
Se plantó frente a la primera línea de arbustos, se levantó el
chaquetón y comenzó a orinar sin dejar de tambalearse.
Mientras observaba su meado desaparecer en la
oscuridad comenzó a sentirse un poco ridículo y también
culpable. Su compañero era un buen tipo. Realmente no
merecía todo lo que le dijo. Ni siquiera era cierto que no
tuviese a nadie. Todo el mundo tiene a alguien en su vida.
Aunque él estaba agotado, cansado de aquel trabajo que le
llenaba de amargura cotidiana. Quizá por eso era tan paciente
con él, porque sabía de su hastío y tan solo trataba de
tranquilizarlo. Pero nada podía hacerle sentir mejor excepto
dejarlo todo y recuperar su vida anterior. Una vida sencilla,
sin armas, sin uniformes, sin oficiales malparidos ante los que
cuadrarse. Suspiró al tiempo que se sacudía los últimos
estertores de su orina. Volvería a la caseta y se tumbaría un
buen rato. Al fin y al cabo, ya lo tenía decido y, como dijo su
compañero, al día siguiente vería las cosas de forma diferente.
La claridad de la luna apareció de forma repentina, como
un ojo que se abre e ilumina la realidad nocturna con su
lechosa bendición. Se quedó pasmado y bizqueó ligeramente
al observar frente a él. Era una roca extraña, rugosa y familiar
591
sobre la que había meado. Siguió con la vista la silueta y alzó
la cabeza mientras desentrañaba la figura. Todavía tenía su
miembro, arrugado y húmedo, entre las manos. La brisa
movió las hojas frente a él y unas gotas de orín empaparon
sus pantalones. Entonces se atragantó en un ronquido.
—Joder… —graznó con los ojos tan abiertos que sintió
cómo el frío de la noche se colaba tras sus párpados.
El tremendo espadazo cayó sobre él tal que una breve
línea luminosa. Abrió su cuerpo desde el hombro izquierdo
hasta la cadera, y su vida se desparramó con un desagradable
sonido de vísceras y sangre. El gigantesco pie descalzo dio un
paso al frente y aplastó los órganos aún palpitantes. Gara, el
rey ogro, se detuvo sobre el cuerpo muerto y miró alrededor.
El aserradero estaba desierto, tranquilo y en calma. Un par de
almacenes permanecían en la más profunda de las tinieblas y,
junto a ellos, una cabaña iluminaba su alrededor con la
dorada claridad que escapaba de sus ventanucos. Al otro lado
estaba el puente, tendido como una puerta mágica a un
mundo nuevo.
Gara miró tras él, de soslayo, y al bosque asomaron los
cuerpos de docenas de ogros, siluetas de aspecto zafio que
brotaban de la noche. Levantó su espadón y gruñó de forma
ronca y amenazadora.
—Ha llegado la hora de vivir como los hombres —dijo.

A dos leguas al sur del aserradero, Dagir La permanecía


malherido e inconsciente, sumergido en una plácida ausencia
que estaba cerca de llegar a su fin. Parpadeó varias veces y el
telón de sus ojos cayó una y otra vez bajo el peso de la
debilidad. Las sombras frente a él se aclaraban y emergían del
turbio sueño nocturno. Sintió el frío en los pies descalzos y el
sabor férreo de la sangre en la garganta. Estaba tumbado de
costado, con la cabeza caída sobre el hombro. El pecho saludó
su despertar con una dolorosa punzada. Respiró apenas,
evitando cualquier movimiento innecesario, pero no pudo
evitar la tensión en sus músculos al contemplar el rostro
frente a él.
—¡Tú! —rugió el druida, pero el dolor le hizo retorcerse.
Los latidos de su corazón palpitaban como un tremendo
tambor en su cabeza, la respiración le sabía a un millar de
vidrios rotos bajo la piel de su pecho. Clavó las uñas en el
suelo y desgarró la tierra con un gemido.
—En tu estado, no deberías moverte —sugirió Mardha,
dando una inflexión alegre a sus palabras—. Parece ser que
los ogros y el mismo Dagir La han descubierto que, a pesar de
todo su poder, sus huesos no dejan de ser como los de
cualquier otra criatura. No lo intentes. Mejor quédate en esa
postura si quieres evitar que una de tus costillas perfore los
592
pulmones o quizá el corazón, aunque dudo que un simple
hueso atraviese un órgano tan duro y reseco como el tuyo.
El druida observó las siluetas de los ogros tras ella y los
pequeños trasgos que revoloteaban a su alrededor,
cuchicheando ocultos su gozo victorioso. Espiró y relajó los
músculos, de forma que el insufrible tormento se convirtió en
un recordatorio sordo y constante que acompañaba a los
pequeños sorbos de su respiración. Un hilo de saliva parda,
casi sanguinolenta, se descolgó desde la comisura de su boca,
y él volvió a cerrar los ojos.
Mardha se acuclilló frente a él y lo observó, ladeando el
gesto, casi con curiosidad infantil. Sus ojos grandes y oscuros
de hurón recorrieron cada poro de su rostro, la suciedad en
las arrugas, las líneas tatuadas que formaban espirales
infinitas en sus exiguos pómulos y trepaban por la nariz, las
pobladas cejas que subrayaban la amplia frente. Los collares y
amuletos que pendían de su cuello chocaron entre sí con un
vaivén sinuoso. Una mano delgada y de dedos largos apareció
del abrigo de piel y se acercó al rostro del druida, aunque se
detuvo a medio camino, sin llegar a tocarlo.
—¿Sabes a quién me recuerdas, Dagir La? —Su voz
estaba llena de sensualidad y excitación—. Cuando te veo así,
derrotado, con el alma rota en pedazos y los huesos vueltos
ceniza. En las fauces del dolor, inmóvil en el suelo, tan
vulnerable… ¿Sabes a quién me recuerdas? —Entonces sí. Las
largas uñas de la bruja acariciaron la piel de Dagir La, desde
la oreja hasta el mentón—. A mí misma, Dagir La. Cuando te
veo tendido, escupiendo sangre, sin fuerzas para seguir
viviendo, pensando, quizá, que tu corazón detendrá pronto su
camino. Te veo y recuerdo el día en que reclamaste a Mina y te
la llevaste de mi lado.
La sonrisa de Mardha se volvió una mueca amarga y el
recuerdo le empañó la mirada.
—Pero tú no sabes lo que es el amor.
Dagir La entreabrió un ojo, no mucho, lo suficiente como
para que asomase su altivo desprecio.
—Tú tampoco —escupió entre dientes.
La bruja clavó las uñas en su rostro y mostró los dientes,
pero se contuvo y su mueca se volvió una sonrisa falsa que
contrastaba con el furioso brillo de sus ojos.
—Desafiante hasta el final —murmuró—. Al fin y al cabo,
como te dije, no somos tan diferentes, druida.
Retiró la mano y la introdujo en su abrigo de piel. Una
pequeña redoma de fino vidrio azulado asomó entre sus
dedos. Ella la puso frente al rostro de Dagir La, para que
pudiese ver las titilantes gotillas condensadas en su interior.
—¿Te gusta? Lo he hecho especialmente para ti. Me ha
tomado años. Al principio no tenía claro su propósito, incluso
pensé que fabricaba este aceite para mí misma. Aunque en el
593
fondo siempre supe que el día llegaría, tarde o temprano.
¿Sabes lo que es? ¿No tienes ni idea, verdad? Tal vez intentes
apartar el miedo y pienses que es un veneno. Ahora tus
pensamientos discurren entre esos proverbios fáciles que te
enseñó tu maestro y que repites como un tonto. Quizá piensas
que estás preparado para la muerte, que no temes aquello que
forma parte de la vida, y todas esas sandeces tan propias de
ti. Pero yo te digo que vas a sufrir mucho más que cualquier
otra criatura de este mundo.
Con un agudo pop, la bruja extrajo el pequeño tapón de
la redoma y un fino hilillo de vaporoso aroma ascendió en el
aire. Ella se apartó de los efluvios de la esencia y contempló
su creación con la mirada ávida y ansiosa.
—Morirás —sentenció—, como toda criatura viviente lo
hace algún día. Pero antes vas a perder todo aquello en lo que
crees. Hay algo en esta esencia, algo que ni siquiera yo misma
puedo comprender. —Miró la redoma, llena de extrañeza
casual—. Me he dejado llevar por la intuición, siguiendo el
camino de otros antes que yo, senderos que no conocía, pero
que ya habían sido recorridos antes. Y todo por el odio, el
eterno desprecio que despiertas en mí, Dagir La. La muerte no
es suficiente, no para ti. Mereces mucho más… mereces la
carga de ser humano. Eso es lo que tengo aquí dentro, tu
humanidad, todo lo que creíste dejar atrás. —De nuevo
contempló las trémulas gotillas en el vidrio y suspiró, casi
satisfecha al escuchar su venganza—. Así quedarás atrapado
en un lugar oscuro, repleto de la más dolorosa tortura. A solas
con la peor de las compañías: tú mismo, Dagir La. Hasta el
final de los tiempos.
«¿Sabes? ⎯ladeó el gesto ensoñador⎯. Estuve a punto de
perderme este momento. Supongo que tenía miedo. Me
aterrorizaba pensar que no podía triunfar contra ti, que no
podía acabar contigo. Supongo que has hecho más mal del
que yo misma puedo sospechar. Pero estoy aquí, y es real, ¿lo
sientes? ¿Sientes mi victoria, verdad? Quiero compartirlo
contigo, druida, mi éxtasis.»
Apoyó el reborde del vial en el cejo del druida, justo entre
los ojos, y un perfecto círculo de aceitoso añil manchó su piel.
Después, con suma delicadeza, colocó el tapón en su lugar y
guardó la redoma de vuelta al abrigo. Contempló el rostro del
druida por un largo instante y repitió la interminable caricia
de su quijada. Tenía el aspecto vencido y una sombra de vejez
bajo los ojos. Apenas se movía al respirar, pero estaba vivo,
todavía estaba vivo. Ese pensamiento la alegró y pensó cuánto
le quedaba todavía por sufrir.
—Lo he encontrado —musitó Mardha, aterciopelada y
cariñosa—. Tengo al muchacho que buscabas.
Dagir La abrió los ojos y las ventanas de su nariz se
dilataron con un bramido contenido. Ella sonrió y continuó
594
acariciando su rostro, de la misma forma en que se acaricia el
de un niño antes de dormir.
—Sí —dijo—. Se llama Eadgard y no hay lugar a duda. Es
el Bo Khuram. Pronto me reuniré con él de nuevo. Lo he
convertido en mi amante. ¿Y sabes una cosa? Me gusta. Está
lleno de vida… y muerte. Es como la existencia misma, pasión
arrolladora, una fuerza incontrolable. Aún tiene mucho que
aprender, aunque, a partir de ahora tendrá una buena
maestra. —Se rio al contemplar el creciente enojo dolorido en
el yaciente druida—. Ya te dije que yo también tengo oídos y
ojos en el bosque. Nada me resulta más placentero que verte
sufrir. En tus últimas horas, medita sobre el futuro, porque
hoy comienza el final del Círculo de los Seis.
Dagir La cayó y cayó en un pozo sin fondo. Sentía su
cuerpo dar vueltas, retorcerse, sus miembros se alargaban
hasta el infinito y su cuerpo se descomponía para volver a
unirse después. No opuso ninguna resistencia y se dejó fluir,
hasta que se sintió golpear las rocas, de la misma forma en
que las olas luchan contra los acantilados. El mar,
incansable, se retira y lucha por devorar los grandes bloques
volcánicos que han surgido de la tierra. Pero la piedra resiste
y el mar vuelve, una y otra vez, en una danza infinita que
dura miles de años. Se volvió salitre y comprendió que nadie
podía ganar aquella batalla.
De repente una gran duda le atravesó la frente, como una
espina de hielo que se hunde en lo más profundo de uno y
después su glacial herida corre por la sangre, llegando a todas
partes. Abrió los ojos y no había nada a su alrededor. Miró
sus manos y allí estaba la piel, sobre la carne, cubriendo al
hueso. No vio sus tatuajes rituales y una gran ansiedad se
apoderó de él. Ese era su cuerpo, pero ¿por qué no podía
reconocerlo? Se tocó el rostro y palpó los labios, la mandíbula,
las cejas, la nariz. Nada de aquello le era familiar. ¿Qué estaba
pasando? Un terrible miedo nació en su interior y le mordió
las tripas. ¿Dónde estaba? ¿Qué era aquel lugar? Trató de
controlar su respiración, detener el corazón desbocado.
Entonces supo que no podía hacer nada y la derrota trepó por
sus piernas hasta envolverlo con su gelatinoso abrazo.
Ela Adjiri lo miraba desde la distancia, pero él podía ver a
través de sus ojos. El druida era un hombre adusto,
imponente, que dibujaba un muro de ostracismo frente a él.
Una barrera invisible que lo separaba de todo. El mundo se
encogió y desapareció a sus pies. Le tomó un largo instante
darse cuenta de que era él quién había crecido hasta perder
de vista todo lo otro, hasta quedarse solo en aquel lugar vacío
y sin límites. De nuevo miró sus manos, limpias,
inmaculadas, y la carne blanda se le volvió agua que cayó en
una ruidosa cascada.
Estaba sentado en una playa. El cielo aparecía untado
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por una fina capa cenicienta que se teñía de violeta en el
horizonte, allí donde el mar ya no era glauco y se unía al cielo
en una franja brumosa. La arena estaba formada por miles de
millones de pequeñas conchas y restos de caracoles marinos,
tan diminutos y frágiles que se volvían polvo con solo
acariciarlos. Aquello lo entristeció y sintió que podía llorar,
aunque no recordaba haberlo hecho nunca. ¿Por qué no había
llorado en toda su vida? ¿Era eso posible?
Descubrió la silueta del viejo en la orilla. Todavía estaba
lejos y se acercaba sin prisa. De vez en cuando, se detenía y
observaba a sus pies, tomaba algo del suelo y lo estudiaba
durante un instante, después lo devolvía a la arena, en un
movimiento delicado, y seguía su camino. Cuando estuvo
bastante cerca reconoció su cara.
—¡Gorian La! —gritó el druida y agitó una mano en alto
—. ¡Maestro!
El anciano druida le dirigió una amplia sonrisa. Tenía el
rostro cubierto de tatuajes que habían perdido parte de su
tintura y se difuminaban en la piel quebradiza y descolgada.
Vestía un tosco manto de lana, anudado con un cordón a la
cintura, y se apoyaba en un largo cayado, casi tan retorcido
como su espalda.
—¡Gorian La! —insistió su discípulo, poniéndose en pie—.
¡Soy yo! ¿Acaso no me recuerdas?
Gorian La entrecerró los ojillos y las arrugas sembraron
su frente y el contorno de los ojos.
—¿Quién eres tú? —preguntó de forma suspicaz—. ¿Qué
haces aquí?
—Soy Dagir La, tu pupilo. ¿No me reconoces?
—¿Qué haces aquí?
—Creo… —paladeó las palabras, confundido—. Creo que
me he perdido.
El viejo maestro agachó la cabeza, visiblemente
decepcionado, y negó varias veces, abatido. Dio media vuelta,
sin mediar palabra, y regresó sobre sus pasos.
Dagir La gritó con todas sus fuerzas, aunque no pudo
escuchar su voz. El sonido del mar aumentó hasta convertirse
en un estruendo ensordecedor. A lo lejos las olas rompían
contra la roca. ¿Para qué lo hacían si no podían ganar aquella
batalla?
De nuevo sintió el dolor en los ojos de Ela. La herida de
su despecho le ardía en la piel y sentía cada palabra no
pronunciada. Una sensación horrible nació en su interior,
como una ola de vómito irrefrenable. Era el odio, el reproche y
el desprecio que sentía hacia ella, hacia sus sentimientos.
Creció hasta desaparecer en la altura y la perdió de vista.
Gritó su nombre, pero sus oídos estaban sordos, cerrados a
su propia voz. ¿Por qué la odiaba de aquella manera? ¿Por qué
lo amaba? ¿Era eso? La amargura trepaba por su garganta y
596
lo rajaba por dentro. Su cuerpo cambió, la piel se ajó y se
volvió decrépita y corrupta, como la de un viejo resentido al
final de sus días.
El anciano esquelético y desnudo en que se había
convertido estaba encogido en un rincón. Temblaba como un
animal temeroso y se cubría el rostro con artríticas manos.
¿Cuál era la razón de su fracaso? ¿Por qué había acabado allí,
en aquel infierno de culpa y remordimiento? Él que nunca
había dejado un hueco al reproche, que había aceptado la vida
tal y como le fue regalada. Aullaba y se retorcía, tratando de
conseguir una lágrima, ni siquiera un llanto desconsolado,
una llamada de auxilio, pero todo resultaría en vano por los
tiempos de los tiempos. La culpa, siempre la culpa, como un
manto de piedra que acompaña desde la tumba a la cuna y
vuelta a morir para nacer de nuevo.
La voz de Ela se deslizó poco a poco, sinuosa como ella,
hasta acariciar su piel. Dagir La abrió los ojos y vio una
pequeña luz, minúscula como el ojo de una aguja, desde
donde procedía aquel llamado.
—El juez miente… el juez miente… el juez miente…
Entonces levantó el rostro que sabía no era el suyo. Los
ojos ciegos, la boca cerrada.
«Lucha, quién quiera que seas, lucha por vivir.»
La oscuridad era un ponzoñoso caldo que impregnaba su
piel de mezquindad y desasosiego.
«Lucha, lucha, aunque la victoria no exista, aunque no
haya recompensa tras la batalla.»
Nada arriesga quien lo ha perdido todo.
Desde el profundo pozo solo se puede ascender.
Y repitió aquellas palabras una y otra vez, en una oración
que reverberaba por todas partes. La voz de Ela que rompía
contra las rocas, de la misma forma que él había hecho en el
pasado.
«El juez miente… el juez miente… el juez miente…»
Juez y acusado de su propia existencia, esa era la
verdad.

Estaba sentado en una playa. El cielo aparecía untado


por una fina capa cenicienta que se teñía de violeta en el
horizonte, allí donde el mar ya no era glauco y se unía al cielo
en una franja brumosa. La arena estaba formada por miles de
millones de pequeñas conchas y restos de caracoles marinos.
Hundió los dedos entre la fina gravilla. Fue una sensación
agradable.
Cuando devolvió la vista al frente, su maestro, el gran
Gorian La, estaba frente a él. No tenía el aspecto que
recordaba. Era un druida maduro, pequeño pero robusto, la
cabeza calva y los ojos despiertos y en paz. Ese era su aspecto
cuando él no era más que un joven aprendiz que escuchaba y
597
tomaba sus enseñanzas por ciertas.
—¿Quién eres tú? —preguntó Gorian La, apuntándole
con el extremo de su cayado en actitud suspicaz.
Dagir La desvió la mirada al mar y recordó al viejo
desesperado que se arrullaba en la soledad de su abandono.
Dio una profunda bocanada de aire marino y volvió sus ojos a
él.
—No lo sé —respondió.
—Y ¿qué haces aquí?
—Sólo estoy de paso.
Su maestro sonrió y asintió, cargado de compasión.
—Mi buen Dagir La —dijo—, cuánto te he echado de
menos.
—Yo también, maestro.
—Ven —propuso Gorian La, retomando su camino—,
caminemos juntos.
Maestro y aprendiz discurrieron a lo largo de la playa,
cerca de las suaves olas que no llegaban a tocar sus pies.
Frente a ellos, un rastro de huellas se alejaba en la distancia.
—¿De quién son estas huellas, maestro? —preguntó
Dagir La un buen rato después.
—Nuestras.
—¿Nuestras?
—Todos los caminos no son más que uno que se repite
eternamente. A tus pies están tus propias huellas, marcando
el sendero que has recorrido con anterioridad.
—Así pues ya estuve aquí antes.
—Puede ser; recuerdo un día en que llegamos al otro
extremo del Anam Oag, hasta el océano. Tú nunca habías
visto el mar y te impresionó mucho. ¿No lo recuerdas?
Dagir La divagó, ceñudo, y negó en silencio.
—Aquel día yo te hablé del vacío. Del vacío depende la
utilidad de la vasija. Por el vacío discurre el aire que hace
sonar la flauta. Nosotros somos una caña agujereada, el
aliento de la vida a través del vacío produce la música de la
existencia. Buscar el vacío, permitir que el aliento sagrado
corra a través de uno. ¿Lo recuerdas?
—No lo recuerdo, pero lo comprendo, maestro.
—¿Comprendes el vacío de la mente?
—Sí, maestro.
—¿Y el vacío del corazón?
—Sí, maestro.
Gorian La se volvió hacia él y sonrió al tiempo que
hincaba un dedo entre sus cejas. Sintió un chispazo ardiente
y contrajo la frente en una arruga ceñuda.
—Dagir La, eres un idiota —dijo—. ¿Tan poco has
cambiado en todos estos años? ¿Cómo puedes pretender el
vacío mental sin amor en tu corazón? Nunca comprenderás la
sabiduría universal si no permites que el amor eche raíz en tu
598
corazón.
—Pero…
—Nada tiene que ver esto con el apego y el ostracismo. Te
has alejado del mundo y de ti mismo en busca de algo que ya
tenías. Para emprender el viaje más largo, no hace falta
moverse. Las olas rompen contra la roca, la montaña aguanta
su embate. Eso es lo que nos enseña la lucha eterna de Ierú
contra Ulfmaer. Así ha sido siempre, y así seguirá siendo.
Acepta el sufrimiento y el amor como parte de la vida, de la
misma forma que debes aceptar el bien y el mal. Toda vara
tiene dos extremos. ¿Puedes entender lo que significa eso?
Has confundido compasión por soberbia, benevolencia por
vanidad. Pretendías estar vacío, pero en ti ya no quedaba sitio
para nada más que tú. No hay más camino que el sendero del
medio y nadie puede salirse de su trazado. ¿Comprendes?
Dagir La no hizo nada. Bajó la mirada y se acarició entre
las cejas; después deslizó la yema de sus dedos sobre el
puente de la nariz, hasta los labios.
—Ahora sigue tus huellas y sal de aquí.
—No puedo salir de aquí, maestro. La bruja Mardha me
encerró en este lugar.
—Nadie puede encerrarte si tú no lo deseas. ¿Te parece
una cárcel esta playa tan hermosa?
—Tal vez… Solo es un recuerdo olvidado de algo que ya
ocurrió.
—La verdadera cárcel es tu ego. Debes encerrar la prisión
en ti y no al contrario. Que ella sea la prisionera de tu
voluntad.
—Pero… no sé cómo hacerlo. No puedo abandonar este
lugar.
—Sí puedes.
—No sé cómo.
—Tan solo sal de aquí.
Dagir La miró a lo lejos mientras su maestro sacudía la
mano, animándolo a alejarse.
—Camina y vete. Vamos. Haz sencillo lo complicado.
Gorian La sonrió ante lo obvio del enigma. Su discípulo
miró al frente y de nuevo a su maestro, confundido y lleno de
dudas. La playa era una línea curva, infinita en su blancura,
con el espumoso ir y venir de las olas a un lado y la densidad
boscosa de Oag al otro. Miró a sus pies descalzos y arañó la
arena con los dedos. Cuando devolvió la vista a su maestro, el
viejo druida lo observaba desde la distancia, apoyado en su
vara, como una oscura silueta sobre la reluciente playa.
Caminó adelante mientras cavilaba las últimas palabras
de Gorian La y sintió que un adventicio tumor crecía en él.
Había menospreciado todo aquello que creyó no era correcto.
Juzgó de la misma forma el amor incondicional de Ela y la
maldad de los ogros y los Ishká, como si no pertenecieran a la
599
verdad de la vida. Se detuvo y miró atrás, pero ya no había
nadie allí, salvo la brisa marina y su soledad. Una vara tiene
dos extremos y un punto medio. ¿Cómo se pueden eliminar
los extremos y permanecer en el camino del medio? Aquello
era una sandez que había guiado su vida durante años. Una
vida que debía cambiar.

—¡Ha despertado! —gritó Daima La, preso de alegría repentina


y sincera—. ¡Por fin ha despertado!
La claridad le resultó cegadora al principio. Tenía el
cuerpo magullado y dolorido, y la primera bocanada de aire le
perforó el pecho con mil punzadas sangrientas. Apenas pudo
murmurar su respiración entre los labios resecos y agrietados.
A su lado, el gordinflón rostro de Daima se recortaba sobre un
cielo plomizo, cargado de lluvia no derramada. Su discípulo
gritó sobre su hombro y regresó a él con una sonrisa nerviosa,
cargada de ansiosa felicidad. Estiraba sus manos hacia él,
pero sin llegar a tocarlo, como si temiera herirlo con su
euforia. Estaba desnudo, y su orondo cuerpo mostraba
arañazos y contusiones entre la suciedad y el barro que
también manchaba su barba.
—Daima… —masculló el druida, rasgando su garganta.
—No hables, maestro. No digas nada. Pronto estarás
bien. —Entonces se puso en pie y agitó los brazos en alto—.
¡Ha despertado! ¡Dagir La está vivo!
Trató de incorporarse, pero con un quejido se vio
empujado por la fuerte mano de su pupilo. Tenía el tórax
cubierto por emplastos de hojas y paños que rodeaban su
pecho. Deslizó los dedos sobre las vendas y sintió el aroma del
musgo y también el hedor del amoniaco y los hongos. Giró la
cabeza y escupió una flema espesa. A su lado, un apestoso
charco de vómito, negruzco y bruno como la pez, todavía
bullía en su mágica y ponzoñosa toxicidad. Entonces la vio a
ella y comprendió.
Midiori, se acuclilló junto a él. La hija de Mukherjee no
llevaba la máscara y sus profundos ojos brunos reflejaron su
propio cuerpo yaciente. La Kudaw lo observó con curiosidad,
con la rareza impregnada en el entrecejo cuando los de su
raza contemplaban el mundo. Tenía el rostro fino y lívido, de
rasgos suaves, recorrido por capilares y venas oscuras que
trepaban desde su cuello. La nariz diminuta y respingona y
los ojos enormes y rasgados, sin iris, tan solo un pozo
insondable. Sus finos labios se curvaron hacia arriba, en una
sonrisa tan poco humana como era ella.
—Creímos que no volverías nunca, Dagir La —anunció.
Su voz suave, casi una melodía susurrada, lo acarició como la
brisa cargada de lluvia.
—¿Qué…? —se trabó Dagir La en una mueca.
600
—Encontré a los Kudaw, maestro —explicó Daima La,
todavía preso de la excitación infantil—. Yo los traje aquí y
ellos te liberaron. Los ogros iban a colgarte; ya habían
preparado el cadalso, maestro.
Dagir La desvió su atención a un lado y descubrió el
sádico monumento construido por Gara y los suyos. Restos de
troncos muertos y maderos retorcidos, formando un aspa en
la que colgar el cuerpo del druida, una advertencia a las
criaturas del bosque, una declaración de intenciones en
adelante. A su alrededor vio trasgos muertos, y los enormes
cuerpos de algunos ogros cubiertos por las estilizadas flechas
de los Kudaw.
—Viajaba con los míos hacia Blancamapola, Dagir La —
añadió Midiori—. Cuando nos enteramos de lo ocurrido.
—Gara ha continuado su camino hacia el norte con su
pueblo —Daima señaló en aquella dirección—. Nada podrá
detenerlos antes de que lleguen a las fronteras de Aukana.
—Así pues, no hay tiempo que perder. —El druida
contuvo un rugido y trató de incorporarse—. Tenemos que ir a
Ylarnna.
—Deberías descansar —sugirió su pupilo, espantado—.
En tu condición es mejor que regresemos a casa.
—Mi casa ya no es mía, Daima. —La voz se le volvió triste
y pesarosa. La mujer Kudaw y el joven druida gordinflón se
miraron, al comprobar que las lágrimas surcaban sus mejillas
—. Los ogros lo han conseguido, no sin la ayuda de una
argucia en la que no habíamos caído porque nunca pensé que
algo así podría llegar a ocurrir. Kregar Kikkuril ha entregado
la ciudad de Ylarnna a los ogros; ahora deben lealtad al rey de
Aukana. El juramento se ha roto.

601
CAPÍTULO 47

—Sois el guardián de Ylarnna, deberéis abandonar la cama en


algún momento —sentenció Kunt Eana con seriedad glacial.
Khymil se ocultaba bajo las mantas, sin pronunciar
palabra, a la espera de que el tío de su padre desistiera y
volviese, con el rabo entre las piernas, hasta los chismosos
familiares que esperaban al otro lado de la puerta. Los había
escuchado bisbisear a sus espaldas desde hacía semanas,
pero en las últimas horas, el secretismo conspirador se había
destapado y emergía sin reparo a su alrededor. Los criados
murmuraban, los guardias, sus familiares, la gente
trabajadora de Ylarnna; todos lo miraban desde la distancia,
con el mismo reparo con el que se mira a un moribundo en el
lecho de muerte. Él podía sentir los reproches de sus siervos,
el menosprecio camuflado de servilismo desde que sus planes
se habían ido al traste y todo había salido mal.
—¿Dónde está mi madre? —preguntó el joven señor.
—Vuestra madre languidece por momentos, con la vista
empañada, perdida en ningún lugar, y palabras
incomprensibles en los labios —explicó Kunt, respiró y
continuó, pesaroso—: Vuestro curandero no quiere darle más
infusión de amapola y cree que ha perdido la cabeza
definitivamente.
El bulto bajo las mantas se quedó inmóvil, detenido
incluso en la respiración que se escuchaba.
—¿No esperaréis pasar ahí el resto de vuestra vida? —lo
interrogó Kunt, dando a su voz un tono inflexible—. Por todos
los dioses, tenéis una ciudad que gobernar y el consejo espera
una dirección en la que apuntar sus resoluciones.
—¡Pues que esperen! —exclamó desde su cálido
escondrijo y la voz sonó amortiguada y sorda—. ¡Diles que
estoy indispuesto!
—Mi señor. —El viejo noble se pellizcó el entrecejo y
suspiró con paciencia—. Te he apoyado durante las últimas
semanas. He defendido frente a muchos de tus familiares el
buen juicio de esos planes que tu padre, mi sobrino, dejó en
tu conocimiento. He hecho todo eso por el amor que tenía a tu
padre y por los lazos sanguíneos que nos unen. Pero si no
sales de la cama y acudes a ese consejo, tus siervos votarán
en tu contra y elegirán un nuevo nombre para esta villa. El
tiempo de los Eana llegará a su fin y no podré hacer nada
para impedirlo.
Hubo un silencio impenetrable y pesado como las mantas
bajo las que se ocultaba Khymil. Kunt Eana era un hombre
recio que todavía conservaba, pese a la edad, la envergadura
que lo hacía tan parecido al desaparecido Ankal Eana.
602
Levantó un puño hacia la cama con los ojos fuera de sí y los
dientes prietos. La piel manchada y fláccida de sus mejillas se
cubrió con un rubor enfurecido. Detuvo el golpe en el aire y
todo su brazo se estremeció por la rabia contenida.
—¡Levanta de una vez! —gritó, agarrando las mantas y
revolviendo el refugio de Khymil—. ¡Sal de ahí mocoso
impertinente y actúa como un Eana!
Khymil comenzó a patalear y dar golpes a ciegas al
tiempo que aullaba y gritaba en busca de auxilio. Las
almohadas volaron por los aires y las mantas formaron un
confuso torbellino al que aparecía un pie o una mano que se
revolvía de vuelta a su madriguera con un quejido lastimoso.
Kunt Eana gruñía y maldecía entre dientes y lanzaba por los
aires la ropa de cama y los cojines mientras su sobrino nieto
se escabullía como un ratón asustado.
La puerta se abrió de repente y una pareja de guardias
invadieron la estancia junto con algunos criados y familiares
curiosos que se quedaron pasmados ante la escena.
—¡Quiere matarme! —aullaba Khymil sin dar la cara—.
¡Detenedlo y encerradlo en un calabozo! ¡Kunt Eana es un
traidor! ¡Un cobarde!
El viejo guerrero se incorporó entre resuellos y se quedó a
los pies del lecho, con los brazos en jarras, sin prestar
atención a los boquiabiertos guardias.
—El consejo comenzará antes de mediodía —dijo,
amenazante y solemne—. Más te vale acudir o yo mismo te
llevaré a rastras.
Con esas palabras dio media vuelta y salió de las
habitaciones de Khymil. Los guardas y el servicio
intercambiaron miradas confusas y llenas de indecisión hasta
que su amo se revolvió en el lecho.
—¡Fuera! —gritó sin asomar al exterior—. ¡Todos fuera de
aquí!
La pequeña comitiva se esfumó con un murmullo que
perduró en la cabeza de Khymil aun después del portazo que
lo dejó solo. Cuando se destapó sintió la habitación fría y llena
de deslumbrante claridad. Tenía el cuerpo empapado en sudor
y el pelo se le pegaba a la frente y a las mejillas sonrosadas.
Resopló con la vista perdida en el techo y un sentimiento
agotado y fastidioso que lo sumergía en lo más profundo de su
desidia. Todo había salido mal: el plan de su padre, las cartas
enviadas a los cuatro vientos proclamando su boda con Vanya
y sus opciones al trono aukano, la lealtad de sus siervos y
familiares, el futuro de su casa y de él mismo... Todo se había
ido al traste, pero ¿cómo era eso posible?
Se sentó en el borde de la cama con las piernas colgando,
hundido entre los hombros y los brazos flojos a los lados. Si
pudiese escapar hasta la torre y consultar con su padre sabría
qué hacer, cuál era el siguiente paso. Sin su consejo se
603
encontraba perdido y bloqueado, paralizado ante el reto de
enfrentarse a sus familiares, siervos y criados, y solucionar el
embrollo en el que se había metido.
El envío de cartas, anunciando el favor de Vanya Kaikú,
había convertido a Ylarnna en el centro de todas las miradas,
incluidas las de los misinios. Ninguna misiva había llegado,
anunciando la lealtad de los Señores aukanos; nadie se había
declarado su aliado, admirado por la inteligencia de su casa y
su gran golpe de mano. Ni una sola respuesta, nada, tan solo
el silencio abrumador y la sospecha a su espalda.
Ladeó la cabeza y torció la boca al cavilar una idea. Quizá
eso era lo esperado. Tal vez su padre había dado por hecho
aquella reacción y todo era parte del plan desde el principio.
Era la única posibilidad, estaba seguro. Aquel pensamiento le
insufló nuevas energías. Eso quería decir que todo iba por
buen camino, incluso era probable que los conspiradores
contra su persona se destapasen en breve. Acudiría al consejo
y después se escabulliría hasta la torre para comunicarle a su
padre las últimas noticias. El final estaba cerca, su padre lo
había prometido; pronto todo acabaría y volvería a ser como
antes, mejor, como debería haber sido.
Se vistió con unos calzones, medias y una chaqueta
sencilla sobre la camisa. Apenas se mojó la cara en la jofaina
del rincón y se pasó los dedos entre el pelo, grasiento y
enmarañado. Cuando abrió la puerta la conversación
desapareció de la misma forma que las olas se retiran de la
costa, arrastrándose en un susurro que va y viene. Pasó junto
a los guardias y los criados, caminando con su habitual y
flemático paso. Abrieron las puertas frente a él y se dirigió a la
sala principal donde se reunía el consejo. Escuchaba, tras él,
los cuchicheos y el murmullo de sus siervos, la expectación a
su paso, y eso le agradó y le hizo sentirse seguro.
La guardia estaba armada y lista y se cuadraba a su paso
en los pasillos. Pensó que esa era una buena noticia, pues
estaba convencido de que los traidores no tardarían en
destaparse y que pronto debería desvelar la verdad de lo que
ocurría en Ylarnna.
Todos se volvieron hacia la puerta cuando se abrió y él se
detuvo en el umbral, sin llegar a entrar. Sentados a una gran
mesa redonda estaban los distinguidos próceres de la ciudad y
también los hombres de armas más notables. Sus primos
Rodel y Eric Lamakil, el viejo patriarca de los Boiki, los
gemelos Hiss, con sus barbas doradas como paja, Kunt Eana,
que había intentado rescatarlo de las mantas hacía un
momento y su cuñado Wartel el Borracho. También estaba
Kjant Rolin, con su primogénito Huber, primero de una
numerosa prole de doce muchachos.
Tras un primer paso dubitativo, entró como un vendaval,
como si la urgencia no fuera con él y aquellos hombres no
604
mereciesen mucho más que su simple presencia. Evitó los
ojos acusadores, especialmente los de Kunt Eana, y se
escabulló hasta la silla de su padre. Saltó sobre los cojines
que elevaban su corta estatura y carraspeó con parsimonia.
—Ya estoy aquí —dijo, con falsa tranquilidad mientras
sus dedos repicaban en la madera de la mesa—. ¿Hay alguna
novedad?
Los reunidos se miraron unos a otros entre gestos de
confusión y creciente indignación. Su tío abuelo, Kunt Eana,
se llevó la mano al rostro y se derrumbó contra el respaldo del
asiento.
—¿Alguna novedad? —preguntó al aire Rodel Lamakil,
lleno de sarcasmo. Sonrió y recorrió con la mirada a todos y
cada uno a su alrededor—. Claro que hay una novedad,
primo. Tu tiempo al frente de Ylarnna se ha acabado.
—¿Qué?
—El consejo está harto de tus desmanes, locuras e
indecisiones —explicó Rodel, alzando la voz, tal que si leyera
un discurso largo tiempo aprendido—. Has fallado al gobierno
de tu ciudad y comprometido el futuro de tus súbditos y sus
siervos. Tus acciones y órdenes se han traducido en grave
prejuicio tanto para tu familia como para la nuestra...
—¡Eso es mentira! —exclamó Khymil al tiempo que
saltaba sobre los cojines.
—¡Nunca debiste heredar el puesto que ocupas! —
intervino Eric Lamakil junto a su hermano.
—¡Ahora os destapáis, sucios traidores! —Khymil trepó
en su asiento y les apuntó con el dedo acusador y el gesto
avieso y contrito—. Sabía que esto ocurriría, que en algún
momento os quitaríais la máscara y desvelaríais vuestras
intenciones. Desde un principio habéis rondado el gobierno de
Ylarnna y ante la primera dificultad aprovecháis, cual
animales de presa, para hacer mella en mi mandato.
—Pero ¿qué primera dificultad? —intervino Kjant Rolin
con su voz nasal—. Tus banderizos estarán a las puertas de
nuestra ciudad esta misma tarde, quizá antes. Pedirán que le
entreguemos a la princesa Vanya y negociarán por su cuenta
con Kregar Kikkuril, si no lo han hecho ya. Todos los señores
del Consejo Auko nos tienen por enemigos y el mismo Kregar
se encargará de nosotros cuando sea coronado rey. Quizá
utilice nuestro feudo como moneda de cambio con sus aliados
misinios...
—Eso son especulaciones —objetó Khymil de forma
desdeñosa—. Mi plan avanza según lo previsto y pronto
obtendré algún resultado.
—¡No hay ningún plan! —exclamó uno de los hermanos
Hiss—. Nos habéis hecho creer que así era, que esperar era la
mejor solución para Ylarnna, pero no habéis hecho más que
esquivar vuestra responsabilidad y hacer oídos sordos a los
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consejos de los vuestros.
—Palabras interesadas más que consejos.
—La cuestión es que ahora es demasiado tarde —
continuó Rodel Lamakil tras apoyar el codo en la mesa—.
Deberíamos habernos aliado con Kregar cuando derrotó a
Khymir. Si hubiésemos marchado con él sobre Kivala nada de
esto hubiera ocurrido, nuestros banderizos formarían a
nuestras órdenes y no frente a nosotros, y el futuro rey nos
tendría en gran estima. Sin embargo, mi primo ha hecho todo
lo contrario, ocultarse y guardar para sí lo que el destino nos
había regalado: la hija del rey muerto.
—Un grave error —murmuraron al tiempo que asentían
con pesadumbre los presentes—. Fatal.
—Seguía las órdenes de mi padre —se excusó él.
—Vuestro padre no dejó ninguna orden al respecto —dijo
Wartel el Borracho.
—Y no podéis culpar a los muertos —añadió Kjant Rolin
—. Es una falta de respeto y trae mala suerte.
—Pero es cierto —se excusó él, y su voz sonó aguda y
rota—. Tan solo he seguido los deseos de mi padre para mí.
Me mantuve al margen, busqué lo mejor para Ylarnna, para
algún día ser nombrado rey de Aukana. Esos son los deseos
de mi padre, y yo he cumplido con él, algo que vosotros no
podéis decir.
—¿Rey? —masculló Rodel Lamakil—. Tu padre ni
siquiera pensaba otorgarte el gobierno de esta ciudad, ¿por
qué iba a desear que te coronasen rey?
—¡Eso no es cierto! —exclamó él—. Mi padre confía en
mis aptitudes, sabe que lo estoy haciendo bien y que todo
marcha según lo previsto. Por supuesto que quiere verme
coronado en Kivala. Algún día nuestra familia controlará el
reino, nada podrá impedir eso.
—Si tu padre quería verte gobernar —insistió Rodel, tras
una pausa sangrante—, ¿por qué prometió a tu hermana con
el primogénito de los De Bruswic? ¿Crees que iba a entregarte
el mando a ti, un retrasado achacoso?
Khymil rugió y se puso en pie sobre su butaca, dando
manotazos y aspavientos y soltando salivazos.
—¡Mereces morir por eso que has dicho, Rodel! —aulló
fuera de sí—. ¡Atrapadlo! ¡Detenedlo y cortadle la cabeza!
¡Romped sus huesos! ¡Sacadle los ojos! ¡Colgadlo de los pies
en la puerta para que sirva de mofa su cuerpo! —Khymil miró
a todas partes, pero nadie se movió un ápice y él se
tranquilizó, exasperado por la derrota, con los ojos
enloquecidos y las manos temblorosas—. ¿Qué ocurre aquí?
¿Qué está pasando? ¡Obedeced!
—La guardia no seguirá tus órdenes; no más —explicó
Eric Lamakil con un gesto avieso pero contenido.
Él buscó a su tío abuelo, Kunt Eana, que todavía
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ocultaba su rostro en la mano y dejaba que los
acontecimientos se le vinieran encima.
—Kregar Kikkuril será el próximo rey de Aukana y, como
he anunciado a este consejo, nos conviene servirlo bien y
enmendar los fallos de las últimas semanas si queremos
guardar beneficio de lo que el futuro depara a este reino. —
Rodel Lamakil, puesto en pie, desplegó un brazo de un lado a
otro—. La princesa Vanya Kaikú será entregada a Kregar
antes de que la corona de Kivala descanse sobre su frente.
—¡Nunca! —gritó Khymil, dando un golpe a la mesa—.
Esa corona será mía, mi padre lo dijo. Vanya no saldrá de esta
casa. Por encima de mi cadáver.
El viejo patriarca de los Boiki se inclinó sobre la mesa
con el gesto ladeado en una media sonrisa sardónica.
—No creo que eso le importe demasiado a nadie, mi
señor.
Khymil tragó saliva y su barbilla subió y bajó varias veces
en un trémulo e indeciso recorrido. Después abrió mucho los
ojos y se envaró en su asiento ante el silencio que siguió a la
tétrica voz del viejo Boiki.
—Habéis conspirado contra mí —musitó—. Habéis
tramado la muerte de vuestro señor y eso os costará la
cabeza. Pagaréis por vuestra rebeldía con la vida, todos
vosotros. Traicionarme a mí es traicionar a mi padre.
—Tu padre está muerto —replicó Eric Lamakil, alzándose
junto a su hermano Rodel.
La carcajada de Khymil arrancó antes de que la sonrisa
apareciese a sus labios. Fue una risa desquiciada que vomitó
sobre todos ellos, agarrando su camisa con fuerza y tirando de
la tela hasta casi desgarrarla. Después se cubrió el rostro con
ambas manos, tomó aire de forma ruidosa, combado hacia
atrás, y señaló a los Lamakil con desprecio.
—Mi padre está vivo —dijo con la voz fuerte y dura.
Los presentes dieron un respingo en sus asientos y se
interrogaron en silencio. El viejo Kunt Eana se incorporó con
el rostro iluminado y lleno de sorpresa. El resto se miraba sin
parpadear, con el gesto bobalicón o simplemente incrédulo.
Khymil sonrió satisfecho al comprobar el pasmo en los
Lamakil.
—Ya os dije que solo seguí las órdenes de mi padre. Está
muy satisfecho conmigo, algo que no podré decir de vosotros
cuando sepa que he destapado a los traidores. Vosotros, los
Lamakil, estáis muertos.
—Eso... no es posible —tartamudeó Rodel.
—¡Ja! —Khymil se contoneó con los brazos en jarras, y se
subió a la mesa—. ¿Sorprendido? Los Eana somos más
inteligentes de lo que piensas, Rodel. Pronto pagarás por tus
insultos.
—¡Un momento! —intervino Kunt Eana—. ¿Es eso cierto?
607
¿Ankal está oculto?
—Por supuesto, tío —asintió él y anadeó hasta el centro
de la mesa—. Mi padre fingió su propia muerte con el
propósito de arrancar la máscara a esta cohorte de buitres
que lo rodeaba. Todo era un juego, un engaño magistral para
dejar en evidencia a los Lamakil. Claro que no olvidaré las
intenciones de todos vosotros.
El viejo Boiki carraspeó y enmudeció.
—¿Dónde está? —preguntó Kunt, presa de la ansiedad—.
¿Está en la ciudad?
—¿En la ciudad? —bufó Khymil, inclinando la cabeza de
forma descuidada—. Mi padre se encuentra en esta misma
casa.
—No puede ser... —murmuraba Rodel que miraba de
soslayo a su hermano—. No es posible...
—Ardió en la pira —apuntó su hermano Eric—, lo vimos
con nuestros propios ojos.
—Las mismas llamas en las que arderás tú también...
traidor —dijo Khymil, inclinándose con aspecto sádico y
paladeando su triunfo.
El joven señor dio una palmada, saltó de la mesa y se
volvió con inusitada alegría.
—Os llevaré a su presencia —dijo con una reverencia—. Y
avisad a mi madre, va siendo hora de poner fin a su
sufrimiento.
El consejo siguió a Khymil en su camino hacia la torre
abandonada. Caminaba con la sonrisa en los labios, el paso
firme y danzarín, y se congratulaba al escuchar la turba
agitada que lo seguía. Ankal Eana estaba vivo, repetían tras
él, todo era un engaño. Miró sobre el hombro y comprobó el
ansioso gesto de su tío Kunt, y también la devastación en los
Lamakil o los Hiss. Ahora tendrían que tragarse sus ofensas y
pagar por su conspiración contra el hijo de Ankal. Su padre
los castigaría, retomaría las riendas del gobierno y le
premiaría a él, a su primogénito, con la corona de Aukana. El
día anterior esa posibilidad le había parecido una locura, un
sinsentido, pero ahora, tras comprobar su victoria sobre
aquellos hombres, sabía que podía ser rey de la mano de su
amado progenitor. Él y su padre, el gran Ankal Eana,
gobernarían juntos el destino de Aukana.
Atravesó el estrecho adarve a la carrera. Era una mañana
fría y el aire glacial le abrió la camisa y borró de su rostro
cualquier rastro de las lágrimas anteriores. Tras él, los
hombres cruzaron con cuidado por el estrecho pasadizo
elevado, hasta la desvencijada puerta.
—¡Padre! —gritó Khymil al tiempo que atravesaba el
umbral y se perdía en la oscuridad—. ¡Padre, todo ha
terminado, ya podemos contar la verdad!
Kunt Eana, seguido por los Lamakil y el resto de nobles
608
entraron tras él. Era una estancia amplia, circular, con el
suelo de madera, sucio y viejo, sumergida en las sombras del
abandono. El aire enclaustrado hedía a encierro mohoso,
húmedo y también carcomido, la clase de aroma que envuelve
los rincones dejados por los hombres a las ratas y las
alimañas y también a la imaginación y el miedo.
—¡Padre! —insistió el muchacho—. Creen que has
muerto, que no pensabas en mí como tu heredero. Son unos
traidores, padre, muéstrate y castígalos por su rebeldía.
¡Padre!
Se volvieron alrededor, a todas partes, pero el ventoso
susurro matinal era lo único que asomó entre los maderos
rotos y desgastados de la torre. Los Lamakil interrogaron sin
palabras al viejo Kunt Eana, al igual que los hermanos Hiss,
al tiempo que se mesaban las barbas, de forma suspicaz. El
viejo tío del antiguo señor de Ylarnna, Ankal Eana, se pasó la
mano por el rostro una vez más y asintió, lleno de
pesadumbre.
—Yo se lo diré a la madre —dijo, casi sin voz, y se dio la
vuelta, apartando los ojos de Khymil, tal que se aleja uno de
un mal recuerdo, algo que no debería haber sido y que resulta
mejor enterrar, lejos de la moral y los lazos familiares.
—Padre… —continuó diciendo el muchacho con los ojos
empañados y las manos frente al escuálido pecho—. Padre...
Las dagas asomaron a su funda y la brisa de la mañana,
en un golpetazo oportuno, quizá henchida su corriente
invisible de compasión o tan solo vergüenza o escandalizada
por los crímenes de los hombres y el hierro en sus manos,
cerró la maltrecha portezuela de la torre abandonada.
Cuando, instantes después, comenzaron a sonar las
campanas y las señales de alarma, los hermanos Lamakil
asomaron a toda prisa al adarve. Ambos tenían su arma
ensangrentada todavía en la mano. Unas gotas oscuras,
granate casi negro, salpicaba la solapa de la capa de Eric,
insignificantes en su escandalosa denuncia muda.
Boquiabiertos contemplaron el clamor que llegaba a su recién
adquirida ciudad. Eran los nuevos dueños de Ylarnna, por el
momento. A lo lejos, en el camino que acompañaba al río en
su fluir infinito, una masa informe reptaba entre el polvo del
camino.
—Por todos los dioses, Rodel —dijo Eric a su hermano
con una lágrima derramada en la mejilla—. ¿Qué es eso?

609
CAPÍTULO 48

—¡Algún día tendrás que salir de ahí, rata de cloaca!


Raus se llevó las manos a la cintura, escrutando la
oscuridad del túnel. Escupió a un lado e introdujo los dedos
en la boca. Palpó el hueco que antes ocupaban sus muelas, la
herida blanda de la que manaba la sangre que sentía empapar
su lengua. Gruñó, asqueado, y escupió de nuevo una flema
espesa. Hacía muchos años que no sangraba tras una pelea y
no le gustaba la sangre, en especial la suya. Estudió sus
dedos y el líquido carmesí que los empapaba y los volvía
pringosos. Nunca nadie le había roto un diente, ni dejado tan
exhausto como se encontraba. El chico escurridizo era
realmente bueno y su amigo con cara de perro también tenía
potencial. Se limpió la mano en la pechera de la camisa y
sonrió, despreocupado.
«Espero que quieran la revancha —se dijo—. Estoy harto
de luchar siempre con los mismos.»
Devolvió su atención al tenebroso túmulo en el que se
había ocultado Eadgard. A las paredes de tierra húmeda
asomaban raíces y lombrices negras y doradas que hurgaban
el aire en su ceguera antes de desaparecer bajo tierra. Tomó
una de las finas raíces y la arrancó con un rudo tirón. No le
gustaban los lugares oscuros y pequeños. Se sentía encerrado
entre cuatro paredes y no soportaba las habitaciones sin
ventanas. Por nada del mundo se metería en aquel lóbrego
pasadizo subterráneo. Resopló al tiempo que aumentaba su
enfado.
—¡No me hagas entrar a por ti o te juro que te
arrepentirás! —gritó al interior—. ¡¿Me escuchas?!
De nuevo el silencio fue la única respuesta. Refunfuñó,
entre el enfado y el aburrimiento, y arrancó un trozo de hierba
que arrojó bien lejos.
—¡Raus! —gritaron a su espalda.
Con la excitación de la pelea había olvidado a Nícolo y
Laisa. Se volvió y pasó junto a Perro, magullado y tembloroso
tras la paliza, sin prestarle atención. Caminó en actitud
displicente, mirando a todas partes excepto a sus amigos.
—¡Raus! —insistió Laisa—. ¡No seas idiota y libéranos!
El gigantón rubio continuó con su paso distraído, se
detuvo frente a ellos y miró al cielo en busca de lluvia. Las
nubes corrían rápido y, a veces, de forma fugaz, en su corteza
aparecía una estrecha cicatriz azul. Sus compañeros estaban
atrapados entre una amalgama de ramas y raíces
endurecidas. Algunos filamentos se enroscaban en sus brazos
y otros más rígidos y secos giraban alrededor del tronco o las
piernas. Laisa estaba encogida, aunque agitaba un brazo en
610
alto, mientras que Nícolo apenas tocaba el suelo, soportado en
volandas por las renacidas raíces.
—¿Me has llamado idiota? —preguntó, indignado.
—Eres un idiota, Raus, nada va a cambiar eso —apuntó
Nícolo, conteniendo su voz sibilina—. Así que sácanos de aquí
y arreglemos este entuerto.
—Sois de lo que no hay. —Se sonrió y dio una palmada al
tiempo que miraba a ambos—. Me llamas idiota y después
solicitas mi ayuda. No eres muy buen negociante, cara de
tortuga. Lección primera: no quieras ser el gallo del corral si
no puedes hacer otra cosa que suplicar.
—¡Suéltanos de una vez, estúpida mole de músculo! —
gritó el hombre lagarto.
Raus chasqueó la lengua contra el paladar varias veces y
negó con la cabeza.
—Lección segunda: no quieras ser el gallo del corral si
Raus está en el corral, cerca de él, o algún día piensa regresar.
Laisa hizo un esfuerzo por suavizar la creciente histeria
que nacía en su estómago.
—Raus —dijo—, por favor, rompe estas raíces y
libéranos. Ahora.
Él dio un paso atrás, la contempló con sorpresa y cruzó
los brazos frente al pecho.
—Eso está mucho mejor, pequeña —afirmó,
condescendiente—. ¿Qué sería de vosotros sin mí? ¿Verdad?
Siempre dispuesto a sacaros de un apuro y, sin embargo, me
encuentro tan… infravalorado.
—¡No digas memeces! —gritó ella—. ¡Y déjame libre de
una vez!
—Hoy estás un poco tensa, Laisa. Me has llamado —
meditó la definición exacta con un dedo en alto—. ¿Memeces?
Así no vas a conseguir nada de mí. ¿Qué crees que pensará la
señora Adjiri cuando le cuente la manera en que resuelvo
vuestros problemas? Tú y Cara de Tortuga vais a pasar un
momento embarazoso frente a todos, incluido ese amorcito
tuyo de Kilar.
Raus estalló en una carcajada y curvó la espalda hacia
atrás. Desde luego, aquello le parecía de lo más divertido.
Laisa suspiró y habló tras una máscara de franqueza.
—Escucha Raus —dijo—, he visto el futuro y vas a
liberarnos.
El gigantón dejó de reír y la observó con desconfianza.
—¿Cuándo? —gruñó.
—Ahora mismo.
—¿Ahora?
—Sí, ahora mismo —insistió, cargada de hastío—.
Estamos hablando y en cuanto nos callemos vas a romper
estas ataduras y después harás lo mismo con las de Nícolo.
Raus miró, confundido, hacia el silencioso hombre
611
lagarto y se pasó la lengua por los labios. Caminó hacia Laisa
y rompió las ligaduras fibrosas que la atrapaban. La chica se
irguió con un quejido, estiró los brazos y movió el cuello a los
lados.
—Ahora las de Nícolo.
Su compañero se dio media vuelta, se detuvo un
instante, y la encaró con los hombros en alto.
—¿Por qué debería de hacerlo? —la interrogó—. No quiero
liberarlo.
—Raus. —Laisa se veía diminuta a su lado, apenas le
llegaba al pecho—. Ya te he explicado que he visto el futuro.
Primero me liberabas a mí y después a él. Yo ya estoy libre…
—señaló hacia Nícolo con obviedad.
—Pero… —titubeó—. ¿Ahora?
—¿Tú qué crees?
—No lo sé.. —balbuceó.
—Ahora. Mirarás hacia Nícolo, te volverás una vez más
hacia mí y sin decir nada te quedarás con la boca abierta.
Después caminarás hasta allí y lo liberarás.
El rubio mastodonte observó al hombre lagarto,
inmovilizado pacientemente, y después de vuelta a Laisa.
Masculló una queja, pero el pensamiento se le perdió en los
designios del destino. Abatido y visiblemente fastidiado,
caminó hasta Nícolo y destrozó sin demasiado esfuerzo la
amalgama de raíces y tallos que lo retenían. Salió con el
cuerpo dolorido, frotándose en las muñecas y las rozaduras en
torno al cuello. Dejó que Laisa se acercara y le preguntó.
—¿Realmente habías visto el futuro?
Ella le dirigió una mirada ofendida y resopló con
indignación.
—¡¿No sabías el futuro?! —saltó Raus, dedo acusador en
alto—. Me has engañado.
—¡Raus! —exclamó Laisa, dando manotazos al aire—.
Piensa un poco. Todas mis predicciones se han cumplido. Te
dije que pasaría lo que pasó. Eso es porque, como sabes, veo
el futuro.
—Pero… —Alzó las manos, extrañado por las palabras de
Laisa.
—Bueno —intervino Nícolo, conciliador—, dejadlo estar y
arreglemos este desaguisado.
A su alrededor el paisaje parecía un campo labrado por el
arado de los dioses. La tierra estaba rota y a las heridas
asomaban enormes rocas que habían dormido bajo el suelo
durante milenios.
—Hay que hacer que ese chico salga de su escondite —
propuso Laisa.
—Yo no pienso entrar en su madriguera. Todo vuestro —
apuntó el gigantón de Raus y Nícolo saltó sobre él con su
siniestra voz.
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—Pues eres tú quien debería entrar. —Se retiró un paso y
contrajo su rostro escamoso—. O mejor no te acerques a él.
—Pero bueno… —exclamó y parpadeó varias veces—. No
es para tanto.
—¿No es para tanto? —le inquirió Laisa—. Por todos los
duendes del vino, ¡casi lo matas!
—¡Pero si ni siquiera le di fuerte! —se excusó—. Además,
empezaron ellos.
—No es cierto —siseó el hombre lagarto—, empezaste tú.
—Quería ponerlos a prueba, para ver de lo que eran
capaces. Decidme que vosotros no teníais curiosidad por
saber la razón por la que nos enviaron tras él. Venga, sois
tanto o más curiosos que yo. Admitidlo de una vez, ¡os moríais
de ganas por saber qué es lo que esperaba Ela de ese
zarrapastroso! Ahora todos sabemos que no es más que un
jardinero con aspiraciones, un corta setos con malos humos.
—Rio su ocurrencia y dio unos golpecitos a la espalda de Laisa
—. Cariño, puedes decir que os he hecho un favor.
—¡¿De dónde sacas semejantes sandeces?! —chilló Laisa
y levantó los brazos al cielo.
—Yo no te he insultado —replicó, seriamente.
—Esa es la razón por la que nadie te quiere, Raus —
escupió Laisa—. No soportan estar contigo. ¿Sabes por qué?
Porque les haces daño. Hieres a la gente a tu alrededor y a ti
ni se te pasa por la cabeza. No a todo el mundo le gusta
arreglar las cosas a golpes, ni que los vapuleen o los lancen
por los aires. ¡No está bien romperte la nariz antes de decir
buenos días! ¿Lo comprendes, o es demasiado complicado
para tu intelecto?
Raus sonrió de forma un poco tonta y buscó los viperinos
ojos de Nícolo, pero el hombre lagarto lo evitó y miró a otra
parte. La sonrisa del gigantón se ahogo lentamente, después
encogió los poderosos hombros y bajó la mirada.
—Está bien… —musitó—. Soy un poco bruto, lo
reconozco. Pero a veces no puedo controlarlo.
—No quieres controlarlo —lo corrigió Laisa.
—Me gusta la lucha —continuó, avergonzado—. Ya me
conocéis, vamos. No lo hago con mala intención. Son como
peleas entre amigos, de mentiras. Alguien tiene que ser el
duro del grupo, no todos vamos a ser… —los miró de pies a
cabeza y repensó las palabras exactas, aunque cedió a la
dificultad—. Videntes o bichos raros. ¿Qué sería de los
ungidos sin mí? Nadie se molestó cuando acabé con aquel feo
licántropo en Okanendo; incluso Daima La me premió por ello.
¿Y qué me dices de los falsos predicadores de Oddland?
Tampoco hubo quejas al respecto. Pero, cuando os interesa,
mi fuerza resulta excesiva y mis maneras agresivas. Y para
que te enteres, nunca me han roto la nariz antes de
desayunar.
613
—No me refiero a la tuya, bruto —escupió ella.
—Está bien, está bien. —Raus resopló con fastidio—.
Pero no tienes derecho a decirme que la gente no me quiere.
Eso no es cierto. Y en prueba de buena fe, les pediré disculpas
y todo arreglado. —Se hizo a un lado y gritó hacia Perro, que
todavía yacía malherido—. ¡Eh! ¡Perdona por la patada! No fue
un golpe limpio, pero tú me arrancaste tres dientes así que
solo me debes dos. No te lo tendré en cuenta. —Se volvió con
una sonrisa satisfecha, de oreja a oreja—. ¿Habéis visto?
Solucionado. Temblores se fue corriendo a la primera de
cambio y ya debe de haber llegado al mar, así que vamos a por
el flacucho.
Nícolo y Laisa lo observaron en silencio, con las cejas tan
rectas como una vara.
—¿Qué ocurre? —preguntó él, sorprendido—. No estáis
satisfechos con nada.
La tierra tembló de una forma imperceptible, aunque lo
suficiente como para que los compañeros intercambiasen un
silencio tenso.
—¿Qué ha sido eso? —preguntó Nícolo al aire.
En ese instante escucharon el sonido más terrorífico que
jamás hubiesen soñado en la peor pesadilla. Los tres se
volvieron hacia el templo abandonado, que aullaba con un
millar de voces. La cueva en la que se había escabullido
Eadgard parecía una vieja boca desdentada que gemía y gemía
de forma desgarradora. Cada vez el sonido sonaba más cerca,
más intenso, y Laisa se llevó las manos a los oídos. Era el
chillido de los espíritus condenados al eterno sufrimiento,
almas que aullaban, víctimas de un dolor infinito.
Laisa sintió una convulsión repentina, desvió la mirada al
suelo y su mandíbula se descolgó sin fuerza. La imagen
penetró en su consciencia como un aguijón que inocula el
veneno de la verdad por venir. Tocó la espalda del gigantón
con la yema de los dedos y él se volvió. La miró sorprendido,
quizá con el reflejo de la confusión y la extrañeza, aunque sin
miedo. Sin embargo, ella estaba aterrada, y tras la máscara
del miedo, oculto a ojos pasajeros o desconocidos o leves o
lejanos, un pozo de tristeza y el vértigo de una mala
costumbre incapaz de evitar.
—Raus… —susurró Laisa.
Tenía los ojos empañados y los párpados desbordados de
lágrimas que reflejaban el cielo plomizo.
No hubo más palabras. El vínculo entre ellos se esfumó
en el momento en que una cascada de cuerpos desnudos,
desnutridos y corruptos, asomaron al mundo, venidos desde
el infierno. Algunos, simples esqueletos cubiertos de pellejo,
sin órganos bajo el teclado de las costillas, vestidos con
harapos o viejas armaduras de tiempos pasados. Braceaban y
lanzaban garras a todas partes, atacando la vida, el aire, la
614
tierra que habían pisado en vida. La marea de cuerpos se
atropellaba y crecía a empellones, en todas direcciones, y
gritaba, gritaba y gritaba como lo hace un hombre al ser
despellejado.
Los muertos vivientes brotaron del pasadizo como una
fuente de putrefacción destructora.
Entre la ola de cuerpos descompuestos, casi llevado en
volandas, Eadgard, con aspecto fantasmagórico y tétrico, casi
en éxtasis; ojos transmutados, lívido y poseído por algo que no
era él, que no era de este mundo.
—¡Corred! —advirtió Laisa, pero sus compañeros no
hicieron ningún movimiento.
Nícolo estaba estupefacto, con la vista anclada en aquella
turba de muertos que caminaban, brazos extendidos, hacia
ellos. Era una visión apocalíptica y turbadora, ver a los
muertos avanzar, movidos por una energía primigenia que los
hacía desear rasgar y devorar la vida a su alrededor, un
imparable impulso depredador y destructivo. El quejido de los
muertos se volvió una letanía insoportable.
—¡Tenemos que salir de aquí! —gritó ella, dando un
fuerte tirón de la capa de Nícolo, que volvió en sí y abandonó
el aturdimiento que lo inmovilizaba.
De la tierra rota, a sus pies, emergió un brazo humano
que tanteó a ciegas y agarró el pie de Raus. La carne reseca,
casi un tira de cuero agujereado que dejaba ver los huesos,
abrió paso a un rostro ciego sumergido en la grava. El
gigantón amagó un quejido que se convirtió al instante en un
rugido enojado. Tomó el miembro con ambas manos y lo
arrancó de forma brutal, de la misma forma en que hubiera
cosechado un tubérculo enquistado. Observó, asqueado, el
miembro amputado y lo arrojó hacia la turba moribunda que
se les venía encima.
—¡Panda de asquerosos! —gritó a los muertos vivientes—.
¡No me dais ningún miedo!
El renqueante avance de los cadáveres resultó ser más
rápido de lo que aparentaba. Se arrastraban de forma
inexorable, ataviados con sus ropajes exiguos, enarbolando
armas oxidadas que todavía blandían de la misma forma que
algún día hicieron; alabardas de filo quebrado o hachas de
mango carcomido.
Nícolo saltó atrás y protegió con su cuerpo a Laisa.
Corrieron a un lado, pero encontraron que un grupo de
esqueléticos cuerpos les cerraba el camino. La muchacha gritó
y el hombre lagarto desenfundó dos espadas cortas, curvas
como la luna creciente. De un puntapié alejó al primero de
ellos y, con un doble golpe cruzado, abrió dos profundos tajos
en su pecho. De forma mecánica se volvió hacia el resto de
oponentes aunque, para su sorpresa, el muerto andante no
cayó fulminado. Sin abandonar el tétrico gemido se abalanzó
615
sobre él, tirando de sus ropas con una fuerza sobrehumana.
En un ágil movimiento se deshizo de su presa y clavó ambos
filos en el cuerpo, sin mucho esfuerzo, hasta la empuñadura,
pero tampoco eso lo detuvo.
—¡Venid por mí! —gritó Raus, desplegando los brazos a
los lados, pletórico y lleno de energía—. ¡Sí!
El gigantón rubio lanzó los puños al frente con una
fuerza demoledora que barrió la primera fila de oponentes.
Rompió huesos, hincó los codos entre las costillas
polvorientas y machacó los amorfos rostros aullantes. Reía a
carcajadas mientras pateaba y daba guantazos que saltaban
trozos de carne podrida, pero nada detenía a la marabunta
renacida del sueño eterno. Hincó el pie en el esternón de uno
de ellos y le arrancó una pierna con un crujido espeluznante,
después volteó el miembro al que asomaba el fémur y aplastó
cráneos con el improvisado garrote.
El hedor de la muerte sustituyó al aroma de la tierra
húmeda y la lluvia otoñal; un tufo que se anclaba en la
garganta y tiraba de la lengua hacia la tumba oscura de la que
provenía. Laisa se escabulló hasta unas rocas junto al camino
pero uno de los cadáveres la atrapó por el tobillo. Gritó y
golpeó su cara varias veces, pero nada parecía afectar a
aquellas criaturas inmunes a otro dolor que no fuese el del
alma penitente. Desenfundó su daga y, cuando el inmundo
ser se preparaba para hincar el diente en su pantorrilla, la
clavó en uno de sus ojos, viscoso y ciego. Se liberó de su
presa, pero la persecución no cesó. El muerto en vida inclinó
el rostro putrefacto y continuó su ávido ataque con la
empuñadura del puñal asomando en la cuenca vacía. Ella dio
manotazos inútiles, se arrastró a un lado y rodeó la piedra.
Entonces lo vio a él y supo que estaban en un serio aprieto.
Eadgard levantaba las manos hacia el cielo a la altura de
los hombros. Tenía el gesto caído y los labios devorados, al
igual que el escaso color de su piel. Los ojos le habían
desparecido en un fulgor níveo, y toda su figura era recorrida
por repentinas corrientes eléctricas. Laisa perdió la
respiración cuando vio su cuerpo, levitando, unas pulgadas
sobre el suelo.
—¡El jardinero tenía una carta oculta en la manga! —
aulló Raus, entre carcajadas, repartiendo golpes y sembrando
el campo de cuerpos desmembrados que se levantaban y
volvían a caer sobre él—. ¡Mira lo que hago con tus amigos!
Nícolo recuperó sus armas y esquivó el ataque de varios
cadáveres andantes. Saltó a un lado y volteó sobre sí mismo,
pero topó contra las piernas de uno de ellos y ambos rodaron
por el suelo. Miró sobre el hombro para asegurarse de que
Rastreadora se encontraba bien, aunque ese resultaba un
eufemismo inconveniente. La muchacha daba vueltas en torno
a un monolito, perseguida por un par de engendros
616
resucitados. Un doloroso zarpazo lo devolvió al combate.
Emitió un rugido sibilino y dio cuchilladas en todas
direcciones. La carne saltaba, sin mácula de sangre, y él
atacaba y retrocedía, golpeaba y daba media vuelta, buscando
una salida, alguna manera de escapar, pero cada vez se
encontraba más lejos de sus amigos. Raus casi había
desparecido bajo un alud de cuerpos muertos, mientras que
Laisa se había encaramado a lo alto de una roca puntiaguda y
lanzaba patadas a los brazos que desgarraban su capa.
El hombre lagarto maldijo a todos los hombres, vivos y
muertos, y un graznido animal surgió de su garganta,
empujado por la desesperación ante un fin seguro. Sintió que
su escamosa piel se abría a los zarpazos y mordiscos, y lanzó
coces y codazos, preso de la locura. Corrió entre la tierra rota,
perdiendo pie en ocasiones y dando de bruces al suelo. La
capa le desapareció hecha un jirón que aquellos seres
abyectos se repartieron con ansia. Subió un pequeño repecho,
cerca del templo abandonado y sus ruinas. Los muertos
trepaban tras él, resbalando en la hierba, con los brazos
tendidos y las bocas aullantes, tenebrosas y malolientes como
el túmulo del que habían surgido. Nícolo apenas miró atrás.
Laisa recogía las piernas en lo alto de una roca y decenas de
manos la rozaban. Los cuerpos se amontonaban a sus pies,
unos sobre otros, en una hambrienta jauría imparable.
Desde lo alto de la colina pudo observar el combate. Raus
peleaba con denuedo y reía incluso cuando recibía una
herida. No paraba de parlotear y gritar bravuconadas que
nadie escuchaba, ni siquiera Eadgard, en el centro de tanto
cadáver andante. Sus perseguidores ya llegaban y él pasó los
dedos sobre los finos labios reptilianos. Sabía que necesitaba
más altura, más viento.
Saltó sobre una columna que todavía permanecía en pie,
como el esqueleto de un culto antiguo que asoma de su
precaria tumba. Trepó por la piedra sin dificultad y se planto
en lo más alto. Podía ver el horizonte desde allí arriba; las
redondeces del paisaje bajo un cielo eléctrico aunque apagado.
El mundo le pareció un lugar triste, ajeno a lo que ocurriese a
tres simples razaelitas malditos. Se sintió decaído por el
regusto agrio del recuerdo. Hubo momentos en su vida en que
deseó estar muerto, no haber nacido, porque nada podía
cambiar su piel escamosa, sus ojos felinos y la lengua bífida.
Se puso en pie, estilizado en lo alto de la columna, y sintió el
viento en la cara. Fue una sensación agradable. Con los años
había aprendido que el mundo era un lugar malvado, lleno de
gente que merecía morir y por los que no valía la pena mover
un dedo. Cargó con ese sentimiento durante años. La semilla
del odio que renacía cada vez que se veía reflejado en los ojos
de un extraño.
Afortunadamente, ahora tenía amigos, y el amor
617
resultaba mucho más fuerte que el odio.
Nícolo desplegó los brazos a los lados y su camisa estalló
en mil fragmentos que desaparecieron en la brisa. Su espalda
desplegó dos membranas flexibles, surcadas de capilares
oscuros, que se hincharon tal que velas al viento. Tenía el
torso delgado, cubierto de grandes escamas duras tal que una
armadura de piel. Replegó los largos y escuálidos huesos que
nacían de su columna y aleteó un par de veces. Respiró
profundamente y cerró los ojos cuando se dejó caer al frente,
sobre las decenas de muertos vivientes que gemían a sus pies.
En una pirueta giró sobre sí mismo, pasó rozando las
zarpas en alto que intentaron retenerlo y devolverlo a la tierra,
verter su sangre y excavar una tumba para él. El aire le
acariciaba el pecho desnudo, despertando la vieja y agradable
sensación del vuelo. Con la velocidad su piel se oscureció en el
dorso, el vientre dorado resplandeció como un relámpago al
girar en una acrobacia veloz. Laisa abrió los ojos, pasmada,
cuando lo vio directo hacia ella. No tuvo tiempo más que para
preparar los brazos y aguantar el impacto que la arrancó de
su pedestal.
El golpe la hizo perder la respiración, se agarró con todas
sus fuerzas, abrió los ojos y se encontró volando por los aires.
Lanzó las piernas en torno a la cintura de Nícolo y se aferró a
su cuerpo. Vio como se alejaban. No escuchaba nada más que
el viento en sus oídos. Una sensación de frescura la alivió, el
aire estaba limpio, incorrupto. Todo desapareció en un
instante; los gañidos hambrientos, el aullido de los muertos,
sus gimoteos lastimosos, las voces de Raus. Se inclinaron a
un lado y comenzaron a dar la vuelta, planeando.
—¡No! —gritó ella y dio una sacudida—. ¡A mí no! ¡A
Raus, tenías que salvar a Raus!
Nícolo bajó la cabeza, quizá un poco enojado por la
brusquedad de Laisa.
—Él está bien; tranquila —respondió, pero entonces vio
las lágrimas correr por sus mejillas y desaparecer en mil
gotillas invisibles. Laisa parecía tan pequeña, abrazada a su
pecho, tan rota.
—Tenías que salvarlo a él —gimoteaba, destrozada—.
Tenías que salvarlo... a Raus…
El hombre lagarto volvió su vista al combate, alarmado
por un presentimiento funesto.
Raus luchaba rodeado de muertos vivientes. Daba golpes
a dos manos, patadas y cabezazos. Se le veía agotado, dientes
prietos, cubierto de sudor. Sus oponentes salían despedidos
por los aires y se levantaban, una y otra vez, como un ejército
incansable que jamás retrocedía. Una lanza se clavó en su
espalda. Él se giró con un quejido, se arrancó el asta y
atravesó al atrevido monstruo. El arma corrió a través de su
cuerpo y se encontraron frente a frente. Raus deseaba
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adversarios a su altura, tan fuertes y ágiles como él, pero no
contaba con un enemigo sin miedo, sin dolor, sin vida.
La sangre a la espalda fue como un acicate a los otros
que saltaron adelante, enloquecidos. Arañaron su carne y él
se revolvió, dando codazos, recibiendo mordiscos en las
piernas por aquellos que caían pero no abandonaban su afán
destructor. El rostro de Raus cambió. Ya no había una sonrisa
despreocupada, ni siquiera una mueca furiosa y pletórica de
energía. El sudor y la sangre salpicaban su túnica raída y
rota. Las heridas aparecían en sus músculos, como
provocaciones a la valentía.
—¡Si bajamos a tierra —apuntó Nícolo, desesperado,
aunque Laisa tan solo lloraba y cerraba los ojos—, no podré
remontar el vuelo!
El gigante rubio golpeó una vez más y su puño se hundió
en el vientre de un cadáver que le dio una dentellada en el
rostro. Sus piernas estaban cubiertas de cadáveres que
mordían y hurgaban con las uñas en la carne. Gritó, no de
forma desgarradora, tampoco fue un grito de auxilio, más bien
su voz estaba llena de desesperación e impotencia, agotada
por el fracaso de una fuerza que nunca había sido derrotada.
—¡No puedo bajar! —insistió Nícolo—. ¡No puedo hacer
nada! —Laisa se encogía contra su cuerpo, quejumbrosa y
trémula. Golpeó varias veces sus pequeños puños en las
escamas de su vientre, desesperada, culpable. Él la abrazó
con fuerza y evitó cualquier otra excusa; no importaba lo que
dijese, Rastreadora ya conocía el final.
Un amasijo de cuerpos se retorcía en una amalgama de
miembros y rostros muertos, deformes por la fruición
malévola de su existencia. Desgarraron y mordieron y
masticaron la carne aún palpitante de un hombre todavía
vivo. La sangre y los fluidos empaparon la tierra negra y la
piedra de lo que hacía poco rato había sido un camino
tranquilo.

Eadgard cayó al suelo. Vomitó, atacado por convulsiones y


estertores que lo sacudieron de pies a cabeza. Le dolía todo el
cuerpo y también el espíritu. El mundo daba vueltas a su
alrededor, incluido el cielo sobre su cabeza. Y, en aquella
espiral infinita, observó al hombre alado que había escapado
con la muchacha. Daba vueltas y más vueltas, despacio,
planeando y elevándose, tomando altura hasta convertirse en
una difusa forma y desaparecer en las nubes. Le pareció
hermoso y sonrió, aunque le hubiese gustado verlo muerto,
con sus ojos viperinos vueltos hacia atrás. También a la chica.
La imaginó pálida, sin calor en la piel, el cuello en un ángulo
imposible. Después él los haría caminar de nuevo, como
muñecos en manos de un titiritero. Estaba tan cansado que el
619
cuerpo se le acomodó a la tierra suelta y permaneció allí un
buen rato, tendido panza arriba, entre sus vómitos
sanguinolentos.
Quizá hubiese pasado demasiado tiempo, pero cuando
volvió en sí, una fina llovizna empapaba todo. Los muertos
esperaban a su alrededor, firmes pero no inmóviles, con ese
balanceo rítmico que acompañaba un gemido constante que
nacía de las tripas. Eadgard se arrastró hasta Perro. El
hombre estaba tendido a su lado, inconsciente, el rostro
hinchado y abotargado en su deformidad. Estiró una mano
temblorosa y apenas llegó a rozar los enhiestos y gruesos
cabellos que nacían en los fuertes brazos del hombre. Se
encogió en una arcada inmediata, tal que si un puño invisible
lo golpease en la boca del estómago. Después se derrumbó
contra el peludo pecho de Perro, con la vista vidriosa perdida
en ningún lugar y un fino hilillo de saliva goteando desde los
labios.
Las heridas habían desaparecido. Bajo la sangre seca ya
no había cortes ni magulladuras. Los huesos volvieron a su
lugar, y cada hematoma se diluyó en una mancha ocre. Perro
parpadeó, confundido, al incorporarse y levantar la cabeza.
Vio a Eadgard tendido sobre él; se hizo a un lado, alarmado y,
lleno de urgente delicadeza, apartó el pelo de su frente y lo
tomó por el rostro.
—¡Amo! —Su voz gutural estaba impregnada de una
visceral y humana congoja—. ¡Amo, responde! ¿Qué te ocurre,
amo?
Eadgard tenía los ojos abiertos, aunque permanecía
impasible, ausente a aquel lugar y momento.
Cuando Perro percibió la presencia a su alrededor, los
pelos de la espalda se le volvieron mil púas enhiestas y los
labios se le arrugaron, mostrando los colmillos que contenían
un rugido sordo. Miró sobre el hombro y allí estaban, bajo la
lluvia. El agua empapaba los retales que cubrían cuerpos
raquíticos y corría por la piel muerta, deslizándose en torno a
úlceras secas a las que asomaban huesos astillados y gusanos
blanquecinos. Los muertos vivientes esperaban, como habían
esperado durante siglos en sus nichos; sin motivación, sin
otro impulso más que dejar el tiempo pasar, pacientemente,
con la ventaja de la eternidad de su lado.
—Llévame… —masculló Eadgard en un susurro, pero se
atragantó con una tos repentina.
—¡Amo! —Perro lo acarició con rudeza y una sonrisa
lacrimosa apareció en su rostro—. ¡Amo, estás vivo, estás vivo!
—Llévame a Ylarnna. —El gesto le cayó a un lado entre
balbuceos—. Tengo que volver con Mardha, solo ella puede
ayudarme.
—Sí, mi amo —asintió con determinación—. Como
ordenes.
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Se puso en pie con Eadgard en brazos. Recogido contra el
enorme tamaño de Perro se le veía escuálido y desvalido, tan
pálido como el mármol, los ojos irritados y sin brillo, labios
purpúreos, manos raquíticas. El fuerte hombretón miró
alrededor con una mueca cargada de desconfianza. La hueste
de los muertos fijaba su tenebrosa atención en él, siguiendo
sus movimientos. Había soldados armados, momificados en
sus armaduras, mujeres y viejos vueltos una carcasa reseca y
polvorienta, la panza abierta, devorada por las ratas tiempo
atrás. Los dientes castañeteaban y las articulaciones crujían
dislocadas; caras arrasadas por la podredumbre, vueltas una
tétrica máscara de lo que fueron un día, desposeídas de
cualquier sentimiento que no fuese el odio a todo lo vivo.
—¿Qué pasará con ellos, amo? —lo interrogó Perro,
mirando alrededor.
Eadgard se volvió, lánguido, con las mejillas
desaparecidas sobre el mentón.
—Volverán al túmulo —explicó en un murmullo mientras
observaba su creación—. O quizá no. Tal vez vaguen por el
mundo hasta que se apaguen de nuevo y mueran por segunda
vez. —Suspiró, con la mezcolanza taciturna que iluminaba el
cielo plomizo—. Son libres de hacer lo que deseen, si es que
desean algo. No han nacido de la nada, yo solo les he devuelto
lo que fueron en su día. Sacos de sangre y tripas que pasaron
una vida de servidumbre; días malgastados en la avaricia,
perdidos por el dolor y el sufrimiento de su triste existencia
cotidiana. No son otra cosa que lo que merecen ser. Deja que
destruyan y asesinen, porque ese es su único valor en la vida,
la muerte.
Perro emitió un gañido flojo, apretó a Eadgard contra el
pecho y corrió hasta el camino de Ylarnna. Antes de que la
lluvia arreciase había desaparecido entre los repechos y
collados del paisaje, dejando atrás un campo de batalla
arrasado y la encrucijada de su destino.

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CAPÍTULO 49

Cuando Luthais salió de la tienda, Earric todavía rezaba con


la frente sobre el suelo. Se ajustó los correajes de su
armadura y esperó, con el gesto ceñudo, a que su hermano se
volviese. Un escudero le acercó un cuenco con leche de cabra
y un mendrugo de pan duro, y él se sentó sobre una roca
helada bajo los escasos rayos solares. El frío otoñal no ofrecía
compasión alguna y se teñía de invierno prematuro, afilando
las cuchillas con que cortaba la carne de los hombres.
Finalmente, el paladín se incorporó, con las manos en los
muslos, musitó una última plegaria y se puso en pie. Lo hizo
amagando una mueca de dolor, sin llegar a enderezar las
piernas y la espalda, y Luthais pensó cuánto tiempo había
pasado allí su hermano.
—Espero que tu dios nos ayude en caso de batalla —dijo
tras tragar el pan empapado en leche.
Earric lo miró desde el hombro y sonrió.
—Dios apoya a los valientes —dijo—, luchen en el bando
que luchen. Tan solo debes preocuparte de ser justo, combatir
bien y no ofender a Dios con la cobardía… —El clérigo cerró
un puño y caviló sus palabras—. Ese es un grave pecado.
—Entonces —replicó su hermano, apuntándole con la
cuchara de madera—, ¿no le has pedido la victoria? La
nuestra es una causa justa.
—Las victorias las consiguen los hombres —apuntó el
paladín que enfrentó a Luthais—, Dios solo las bendice y se
congratula de la sangre y el valor. Pero si es una causa justa y
esperas que Vanaiar esté de tu lado, yo lucharé en su nombre
y él recibirá muchas almas que juzgar. Aunque, llegados a
este punto, también lucharé por Bruswic… y por ti.
Luthais dejó la cuchara frente a los labios y contempló el
adusto semblante de su hermano. Sonrió satisfecho y
henchido de orgullo, y se volvió hacia sus escuderos.
—¡Traed algo de comida para mi hermano! —ordenó a voz
en grito—. ¡Y también una piedra de afilado!
Earric se sentó junto a él y desenfundó su arma. La puso
frente al rostro y observó el filo, mellado en algunas partes,
marcas de entrenamientos y luchas pasadas.
—Es un arma vieja.
—Pero cumplirá su propósito —replicó sin despegar la
atención del metal—. Es una buena espada.
—Padre gustaba usar buenas herramientas.
—No esperaba menos, siempre fue un tipo obsesivo y
estricto.
—Con sus posesiones y también con la familia.
—¿Acaso no eran la misma cosa a sus ojos?
622
Luthais rio de forma melancólica y dio un momento a su
memoria.
—Se me hace extraño verte ataviado con las viejas armas
de padre.
—No recordaba que fueran suyas.
—Su armadura y también la espada descansan en el
nicho familiar —explicó Luthais—. Esa vieja camisola de
anillas, la espada y el escudo, fueron sus armas antes de ser
nombrado señor de la torre. ¿No habías visto que el torreón
todavía conserva su puerta?
Earric desvió la mirada a su escudo y corroboró lo que su
hermano decía. El viejo símbolo de los De Bruswic, anterior a
la muerte de su hermano Koel y su destierro, conservaba la
puerta de la torre abierta. Su padre hizo cambiar el escudo de
armas de la familia y tapió la puerta tras la escapada de
Earric.
—No pretendía… —murmuró Earric, bajando la mirada.
Luthais puso una mano en su muslo y dio varios golpes
afectuosos y sin fuerza. El escudero regresó con un cuenco y
un buen trozo de pan que ofreció a Earric. Ambos comieron
juntos, en silencio, sin pronunciar una palabra más.

El sol debería haber brillado en lo alto cuando el ejército se


puso en marcha, pero las nubes cubrían el cielo y no había
lugar para el calor de sus rayos ni otro color en la tierra que
no fuese el del fango y la hierba sucia. Avanzaron hasta el
frente de la columna y observaron el lento avance de la
soldadesca. Desde un altozano los señores banderizos de
Ylarnna y sus familiares se congratulaban de las fuerzas que
habían conseguido reunir y todos ellos, excepto uno, se
henchían de orgullo invencible.
Earric recordaba el ejército que el rey Abbathorn Levvo
había convocado a las puertas de Ilke con la intención de
atacar Bremmaner. Varios tekmatas de infantería pesada,
arqueros, mercenarios venidos de todas partes y el temible
Otko de caballería comandado por Brákenholm. Casi veinte
mil guerreros bien armados y dispuestos a morir matando.
Aquello sí era un ejército, y no la columna de desharrapados y
voluntariosos campesinos que no habían levantado un arma
en años, quizá nunca. Como clérigo entrenado en la guerra,
sabía que no tenían ninguna posibilidad si los Eana decidían
presentar batalla y, lleno de disgusto, esperó que Dios no
tuviese en cuenta su esperanza puesta en lo contrario. El plan
de Luthais pasaba por no luchar en Ylarnna. Quizá él también
fuese consciente de la flaqueza de sus tropas y confiase con
poder sumar los efectivos de Ylarnna a su mesnada. Fuera
como fuese, Earric lucharía y moriría a su lado si era
necesario. En el fondo, como había dicho Luthais, la suya era
623
una causa justa. Algún dios debía de sentirse complacido ante
la justicia y el honor, aunque los dioses hubiesen dado la
espalda a los hombres, hastiados de su poca palabra y falta de
fe.
Andaba perdido en aquellos pensamientos agoreros,
evitando escuchar las alabanzas de los aliados de su
hermano, cuando los exploradores regresaron dando voces.
Todos se volvieron, intrigados por la llamada, pero no hizo
falta esperar a la llegada de los jinetes para saber qué noticia
espoleaba su montura.
En el horizonte, tras una suave línea de colinas,
columnas de humo se unían a la panza de un cielo plomizo y
estático.
—¿Pero qué…? —musitó Loetter Trent, alzándose en los
estribos.
—Ylarnna —masculló Luthais con la vista perdida en la
distancia.
Un oscuro y pesado silencio cayó sobre todos ellos, como
si los temores de Earric se hubiesen contagiado de forma
repentina, arrasando con el optimismo y la confianza de tanto
noble menor y alcurnia crecida.
Los gritos y las órdenes restallaron sobre los hombres
como un látigo invisible que descarnaba sus huesos. La
columna avanzó a paso vivo al tiempo que algunos
mandamases trataban de mantener la coherencia de sus filas
con rudos elogios berreados entre salivazos. El rítmico sonido
de las botas en el camino acalló incluso el recuerdo de las
canciones y las bravatas de días anteriores, el miedo se instaló
entre las picas, en los resuellos de la marcha forzada y el
sudor resbalado en cuerpos demasiado jóvenes. La batalla
había pasado de una probabilidad intangible a una realidad
repentina, un escupitajo en la cara de aquellos campesinos y
peones convocados por sus señores a una guerra que no
habían visto. Se acabaron las bromas, las canciones y los
chistes. En su lugar, muchas gargantas se volvieron cuero
seco, la desazón volvió la saliva un ácido ardiente y los
pensamientos escaparon a otro lugar, a otro tiempo.
Una treintena de jinetes se adelantaron a la tropa y
galoparon hasta un collado en que el camino descendía hacia
la vereda fluvial que ocupaba Ylarnna. Era una llanura verde,
rota por los campos labrados y pequeñas casitas, en la que se
elevaba un suave altozano en el que crecía la ciudad. Tras la
urbe, la corriente del Adah Khari parecía una sierpe de brea,
imperturbable y sólida como el plomo fundido, separando con
su cuerpo mastodóntico el mundo de los hombres y la
inmensidad verde de Anam Oag. No se veían las llamas por
ninguna parte, pero de entre los tejados nacían brazos de
humo negro que se disolvían en las alturas. Los jinetes se
detuvieron y estudiaron desde la distancia, discerniendo
624
apenas las figuras que corrían de un lado a otro.
—Están atacando la ciudad.
—Podría ser una revuelta.
—Quizá los Eana ya han sido colgados de la muralla.
—Entonces sería su casa la que arde y no esas pequeñas
villas de la periferia.
—¡Allí! —Mitch Trent señaló hacia el río—. Hay una turba
que avanza entre las casas.
Earric y Luthais entrecerraron los ojos antes de discernir
escenas de lucha y muerte que se perdían en la distancia.
Intercambiaron una mirada de soslayo y los caballos bufaron
inquietos al presentir el tenso silencio de sus dueños. El
sonido de la alarma parecía tan lejano como los gritos y
aullidos de la población, casi un susurro llevado por el viento.
Loetter Trent avanzó su montura unos pasos. Cuando se
volvió tenía el rostro descompuesto y un vacío terrible en la
mirada.
—Eso no son hombres —dijo antes de devorarse los
labios y tirar con tanta fuerza de las riendas que su montura
relinchó una queja.
—No digas bobadas —rugió su padre, Likud, mientras se
mesaba la barba trenzada, aunque sus palabras se ahogaron
en el silencio de los demás señores y caballeros.
Earric sabía muy bien lo que estaba viendo, al igual que
los otros. A pesar de que la lógica atendía a la cordura y esta
dictaba las normas de un mundo conocido y conocible, cada
uno de ellos recordó los cuentos y las historias de criaturas
antiguas como el mundo, desterradas en lo profundo del
bosque. El temor supersticioso llegó cogido de la mano de
aquel niño que todos habían sido alguna vez, de la
imaginación con que pusieron rostro a las narraciones de
comadres en las noches de invierno. La posibilidad, por lejana
que fuera, de que la realidad estuviese ahí fuera, más allá de
sus tierras, su linaje y su historia, los golpeó en lo ínfimo de
ser hombres protegidos por una mentira.
—Ogros —masculló Earric.
—¡No puede ser! —insistió Likud Trent, dando un
manotazo al aire—. Zopencos cortos de vista, no pueden ser…
ogros.
Pero el silencio de sus propios hijos y la palidez de sus
rostros acallaron las protestas del padre. De nuevo, con la
brisa racheada, los sonidos de la ciudad llegaron a ellos. Pasó
un largo momento, tan largo que a Earric le pareció una
eternidad a medida que su consciencia desentrañaba lo que la
bruma de la distancia ocultaba a su entendimiento. Poco a
poco las sombras se volvieron soldados o campesinos,
hombres o mujeres, luchas o carreras desesperadas. Y los
ogros se volvieron monstruos enormes que asomaban sobre la
multitud y aullaban con grandes bocas tan oscuras como la
625
noche. Figuras mastodónticas que barrían el gentío con
grandes garrotes, tal que se siega la mies. Los cuerpos eran
despedazados con furia carnicera, sin compasión, y pequeñas
aglomeraciones se agolpaban sin salida contra muros;
manadas de hombres asustados que buscan refugio en la
carne de los otros.
Entre una nube de polvo, una casa de dos plantas se
derrumbó y al instante les llegó el sonido atronador de los
escombros.
—¡Dioses! —exclamó Loetter Trent y se pasó la mano
enguantada por el cráneo pelado sin disimular un gesto
impresionado.
—¿Qué vamos a hacer? —preguntó Luthais.
—¿Qué vamos a hacer? —ladró Losner de Arenoso—. Mi
hijo está preso en esa ciudad. No voy a dejar que sirva de
festín a tales criaturas.
—¿Piensas impedirlo tú solo? —Mitch Trent hablaba de
forma socarrona y cínica incluso en los peores momentos—.
Además no creo que nadie pueda comerse a tu hijo. Incluso
un ogro rechazaría tal bocado…
El viejo Losner mostró los retorcidos dientes y las encías
violáceas, pero su rugido se acalló con la intervención de
Earric.
—¿Tardarán mucho nuestras tropas? —preguntó el
paladín, vuelto hacia el norte y todos imitaron su movimiento.
A lo lejos, las primeras picas asomaban a las colinas cercanas
a Ylarnna.
—Demasiado —respondió un descorazonado Bearach
Klint.
—Yo no pienso esperar —rugió Losner y su hijo
desenvainó la espada—. Sacaré a Ruel con vuestra ayuda o
sin ella. Por mí podéis iros al peor de los infiernos.
—Nadie te ha abandonado, Losner —alzó la voz Earric.
—Pero… —tartamudeó su hermano—. ¿Qué dices? Es
una locura, apenas somos treinta jinetes y ellos… —levantó
una mano, sin fuerza, como su voz en adelante—, cientos de
ogros, Earric.
—No podemos esperar al ejército —afirmó Earric,
espoleando su caballo, que saltó al frente con un bufido—. Y
si lo hacemos tampoco ganaremos nada porque los de Ylarnna
ya habrán perecido para entonces y un asalto será una batalla
perdida. Propongo que carguemos a lo largo del camino y nos
unamos a los hombres que resisten frente a la casa de los
Eana. Que alguien regrese junto a las tropas y se encargue de
organizar el ataque por el mismo lugar; si funciona los
detendremos y si no, siempre podremos refugiarnos tras el
muro de su palacio.
—Me gusta ese plan —gruñó el De Arenoso.
Likud Trent escupió y miró a un lado y otro. Tras él la
626
figura de un ejército que no llega y, al frente, una ciudad en
llamas, sumergida en el caos y la destrucción. Suspiró de
forma cavernosa y tiró varias veces de las trenzas de su barba.
—¿Sabes que he venido con mis dos hijos, mi hermano y
mi sobrino, De Bruswic? —lo interrogó, arrojando las palabras
de forma rabiosa, casi con fastidio—. Quizá tu dios te haya
preparado para despreciar el peligro, pero si mi mujer se
entera de esto… puedes darte por muerto.
—Entonces —sonrió Earric al impasible y malhumorado
noble—, quédate y aguarda la llegada del ejército.
—¿Y dejar que un De Bruswic se lleve toda la gloria? —
Likud echó mano a su espada y sus hijos lo imitaron—. Antes
me arranco la piel a tiras y vendo a mis hijas como esclavas.
Earric avanzó al trote hasta el frente del grupo de jinetes
y escrutó los ojos de los hombres.
—¿Estamos todos de acuerdo?
El chirriante sonido de las espadas al abandonar sus
fundas, las viseras de los yelmos sobre el rostro y las cinchas
ceñirse en torno a la malla metálica, fue toda la respuesta que
obtuvo. Dio un tirón a las riendas y guiñó un ojo a Luthais,
que lo observaba con extrañeza, presa del nerviosismo.
Earric desenfundó su arma y la levantó frente al rostro,
cerró los ojos y besó la cruceta antes de levantarla sobre la
cabeza.
—¡Por Dios y por Aukana! —chilló.
Los caballos piafaron y hollaron la tierra antes de saltar
al frente y emprender el galope. Descendieron hasta el camino
a toda velocidad y formaron una cuña que rasgó el camino
hacia Ylarnna. Los cascos retumbaban e imponían su
tremendo ritmo a los corazones inflamados. Earric afilaba la
mirada, fija en la ciudad, en su destino final. Por un momento
se sintió gozoso; después de todo, el monje que se entregaba a
la lucha sin vacilar todavía no había muerto en él. Tantos
años de oración y entrenamiento daban su fruto, y él se
arrojaba a una batalla perdida. Había regresado a casa y
ahora, rodeado de hombres que no conocía, regresaba al favor
de su dios.
Miró de soslayo a Luthais. Su hermano montaba junto a
él, con el emblema de su casa ondeando en el asta de la lanza.
A su yelmo asomaban mechones de pelo, y bajo el visor veía la
boca, como un cepo que retiene el valor y la determinación de
obligar al cuerpo a moverse hacia el dolor, algo que debería
evitar toda criatura viviente. En ese momento, sus ojos se
encontraron y algo se rompió en Earric. La respiración de su
montura retumbó en sus oídos. Su hermano todavía tenía
aquella mirada que el recuerdo había enterrado entre penas y
angustias propias de la peor tragedia aukana. Lo vio como el
niño que fue un día, esperando, con sus espadas de madera
sobre el regazo; esperando un tiempo que no regresaría jamás.
627
Habían pasado muchos años y el hermano desterrado había
vuelto con su pecado a cuestas. Había júbilo y fe en Luthais,
mucha más que en el ímpetu de aquel paladín errante, sin
casa ni religión. Earric se sintió decaer y arrugó la boca, preso
de una rabia repentina. Las casas de Ylarnna se acercaban, ya
podían oler el humo del incendio.
«¿Qué pensaría mi madre si me viese conducir a su
querido hijo hacia una muerte segura? —pensó al tiempo que
alzaba la espada sobre su cabeza—. Traigo la muerte a los
míos. Ese soy yo.»
Los jinetes penetraron como una tromba imparable en las
calles de Ylarnna. Unos pocos trasgos cayeron aplastados bajo
la embestida de los animales, y las armas dibujaron arcos de
muerte a un lado y otro. Earric se lanzó al combate de la
misma forma en que lo hizo en multitud de ocasiones
anteriores; en el Burz Hatur, en Roca Kilim, en
Portondehierro; cuando no era más que un paladín novicio
que deseaba congratularse con Dios, ser perdonado a través
de la muerte y la destrucción. En aquella ocasión, dando
espadazos, buscando a los ogros entre las estrechas calles de
Ylarnna, perseguía con la intuición a su hermano y maldecía
el estigma de su familia en sus carnes.
La población corría por todas partes, huyendo a ningún
lugar, escapando de la destrucción de su ciudad, de la
pesadilla en que se había convertido su cotidiano sobrevivir.
Mujeres con los niños ocultos entre sus pechos, viejos
abandonados a su suerte, griterío y escarnio, caos, fuego,
dolor y regueros de sangre viscosa. Cuerpos muertos,
amontonados, tal que carne cultivada por aquellas criaturas
salidas del profundo sueño de un sádico. Fuego; el fuego
consumía todo y la madera requemada luchaba con el hedor
de las vísceras y el terror.
«Vanaiar. Mi Dios —se dijo Earric—. Recibe aquello que
es tuyo y ahoga tu sed de vida. Pero te imploro, ignora a mi
hermano y concédeme por fin la muerte.»

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CAPÍTULO 50

Vanya esperaba sentada en la cama, junto a su prima Shana.


La había tomado de la mano y, de forma descuidada,
acariciaba su dorso con los dedos, en un gesto tranquilizador
y comprensivo. Las heridas de Shana habían mejorado y la
abultada carne en torno a su mandíbula se había vuelto un
recordatorio negruzco y duro que apenas deformaba su rostro.
A pesar de ello todavía cerraba involuntariamente el ojo
derecho y los vendajes aseguraban que no moviese la boca.
Estaba nerviosa, ambas lo estaban, pero Vanya trataba de
sonreír y esperar, con la esperanza puesta en que todo lo que
había explicado a Shana se cumpliera.
«Pronto te sacaré de aquí —pensó Vanya, dando unas
palmadas a la mano de su prima.»
Todo había cambiado en los últimos días y la esperanza
había germinado al calor de una promesa: la libertad. Los
hermanos Lamakil pronto acabarían con ese enajenado de
Khymil Eana y pondrían las cosas en su lugar. Ella volvería
con su padre y le solicitaría el perdón y el matrimonio con
Kregar Kikkuril, así lo había decidido. Era lo mejor, para su
familia y para Aukana. Se sentía especialmente orgullosa de
su decisión, pues le parecía lo más correcto y adulto, digno de
una princesa como ella. Cumplir con sus obligaciones,
atender a la responsabilidad de su posición, a la deuda con su
familia, pero al tiempo ser estricta con sus deseos y anhelos. Y
ante todas las cosas, Vanya deseaba una única recompensa:
Kregar Kikkuril.
Desde que estaba presa en Ylarnna había soñado con él,
con su silueta masculina apareciendo de entre la bruma,
derribando los muros y tomándola entre sus brazos. Con tan
solo recordar aquellas imágenes de su memoria se sentía
sofocar, una ola de vergüenza infantil invadía su pecho, y
tragaba saliva al apartar la mirada de su prima herida.
Cuando escucharon las campanas repicar, en señal de
alarma, ambas miraron hacia la puerta. Vanya apretó con
fuerza la mano de Shana y esbozó una sonrisa nerviosa. Ya
había comenzado. Pronto estarían libres y aquel lugar
quedaría enterrado en la memoria, como una pesadilla a
olvidar de la que apenas quedan cicatrices al afrontar nuevas
noches. Su prima se envaró en el lecho, todo su cuerpo se
puso rígido y emitió un quejido largo y sordo.
—Vanya... —musitó con una mueca de espanto sin
apenas despegar los labios.
Ella besó sus dedos y apretó su mano contra el pecho.
—No hables, Shana —dijo, conteniéndola—. Ahorra tus
fuerzas. Todo saldrá bien, confía en mí.
629
Pero Shana se retorció entre gemidos llorosos.
—Ve tú... —murmuró, suplicante—. Déjame aquí... ve
tú... y ya volverás por mí...
—Pero ¿qué estás diciendo? —saltó ella con indignación
repentina—. Vamos a escapar de esta maldita ciudad y no
pienso dejarte atrás. ¿Qué pensarán en Kivala cuando regrese
sin ti? ¿Prefieres quedarte aquí sola, con ese maniaco
peligroso?
Shana abrió el ojo sano y asintió. Había un velo de triste
temor en ella, un agotamiento encogido que la perseguía
desde que dejaron Kivala. Vanya se irguió y la contempló con
seriedad. Su prima era una cobarde, siempre apocada y
abandonada a las decisiones de los otros; pero para eso
estaba ella allí, para tomarla de la mano y llevarla hacia lo que
el destino les deparaba. Vanya era la fuerte, la intrépida, llena
de arrojo y denodado esfuerzo por conseguir lo que se le
antojaba. Una terca obstinación por hacer reales sus
aspiraciones. Estaba decidida a volver a casa, afrontar el
castigo de su padre y también reclamar aquello que le
pertenecía por derecho.
—Vas a venir conmigo —dijo Vanya, afilando el tesón
entre las cejas—. Así que más te vale ponerte en pie y
comportarte como mi prima, la dama de la princesa de
Aukana.
Las lágrimas asomaron a los párpados de Shana y un
quejido largo y roto nació en su garganta. El cuerpo se le
incrustó en el lecho, y la paja bajo la manta crujió y se
amontonó a los lados. Vanya torció la boca y sus pupilas se
clavaron en los suplicantes ojos de Shana.
—Sabes que no voy a dejarte.
—¿Por qué?
—Porque tienes que venir conmigo —respondió, llena de
rotunda y aplastante seguridad—. Es tu obligación.
Shana se desinfló, de la misma forma que se marchitan
las flores, hasta perder el color y el brillo en la piel por una
escamosa y plomiza membrana invisible. Después apretó la
mano de Vanya con fuerza y levantó la cabeza.
—Prométeme que no habrán más guardias —le confió en
un susurro, a lo que Vanya sonrió y asintió, pero Shana se
acercó un poco más, hasta enfrentar sus rostros—. Promételo.
La sonrisa cayó tras un velo circunspecto y grave. Vanya,
de tan cerca, sintió el aliento de su prima y el hedor del
ungüento que empapaba los vendajes; observó su hermoso y
juvenil rostro, abotargado, con los bordes morados y ocres de
la herida en la línea fronteriza de su pómulo. Tenía los labios
resecos y pálidos, casi transparentes, y tras ellos unos dientes
pequeños, diminutos.
La puerta se abrió con gran estruendo y ambas saltaron,
espantadas. Una línea de luz mortecina dividió la estancia y
630
sobre ella apareció Rodel Lamakil. Tenía el gesto sofocado y la
respiración golpeaba en su pecho como el fuelle de un herrero.
Dio dos largos pasos hacia ellas y tendió una mano
enguantada.
—Debemos salir de inmediato —dijo, presa de la
ansiedad—. No hay tiempo que perder.
Vanya se puso en pie, con los hombros en alto y el rostro
ladeado.
—¿Por qué? —preguntó— ¿Qué…?
—¡No hay tiempo! —gritó Rodel. El sudor le empapaba el
cuello y la frente y le daba un aspecto metálico e inhumano.
—¿Cómo te atreves a levantarme la voz? —Se envaró
sacudida por la indignación.
—¿Es que no escucháis? —saltó él, de nuevo—. Venid
conmigo si queréis salir de aquí con vida.
—Pe… pero… —titubeó ella—. ¿Qué ha ocurrido?
—Os lo contaré por el camino —replicó en un ruego—,
salgamos ya.
Vanya ayudó a su prima a incorporarse y juntas
corrieron al exterior. Shana avanzaba cogida de su brazo, con
pasos inseguros y débiles, hundida bajo su propia espalda.
Afuera el sonido de campanas y el vocerío de la ciudad se
escuchaba con mayor intensidad, invadía el patio y rebotaba
bajo los soportales. Era una mañana fría y gris, casi un
perenne crepúsculo lluvioso, y el aire fresco invadió los
pulmones de Vanya con violencia.
En la casa de los Eana se escuchaban carreras y voces y
el estropicio amortiguado por los muros. Un grupo de
guardias cruzaba una gran barra de hierro en la puerta
principal. Shana los miró de reojo, encogida y temerosa, pero
ellos apenas les prestaron atención mientras cerraban
contraventanas y postigos. Un grupo de criados, cargados con
baúles y tapices y algún cofre pequeño, pasaron apresurados
en dirección opuesta y subieron las escaleras, acarreando su
pequeño tesoro. Una mujer los guiaba, con el rostro
arrebolado, faldas en alto, dando pequeños y acelerados
pasitos, agitando una mano en el aire.
Era evidente que nada había salido como los Lamakil
habían previsto. Quizá la revuelta hubiera estallado en
Ylarnna, o los apoyos de Khymil y su familia fuesen más
fuertes de lo esperado y ambas facciones se enfrentasen en las
calles, reclamando sus derechos sobre el gobierno. Rodel
Lamakil caminaba unos pasos por delante de ellas, se giraba,
alarmado ante cualquier grito, musitando pensamientos que
nacían de su aturdimiento y ansiedad. Vanya observó las
manchas en los bordes de su capa, granate muy oscuro pero
todavía viscoso en el centro. Supuso que era sangre. Dirigió
una mirada a su cuchillo y de vuelta a las pequeñas manchas
delatoras. Nada había salido como aquel hombre esperaba.
631
Aunque, el pensamiento que estalló en la cabeza de Vanya,
como un aguijonazo en el alma, no tenía que ver con lo
ocurrido, sino con lo que iba a ocurrir.
—¿A dónde vamos? —lo interrogó ella, sin detenerse.
—A un lugar seguro.
—¿Seguro? —Su voz sonó suspicaz, quizá más de lo que
deseaba—. ¿Seguro de qué?
Salieron al patio de las caballerizas y de nuevo el frescor
de la mañana la hizo sentir el sudor helarse en el pecho y el
cuello. Unos mozos corrieron a la casa, y Shana acortó sus
pasos al sentir la duda en su prima. Eric Lamakil esperaba
junto a un carruaje tirado por dos potros bayos, y se atusaba
el bigote rubio mientras arrugaba el gesto al escrutarlas.
Había un aroma a leña quemada, una vaharada ardiente que
detuvo a Vanya al instante.
—Todavía no sé lo que haré con vosotras, lo pensaré en
cuanto escapemos —explicó Rodel antes de volverse y ofrecer
de nuevo su mano enguantada en un gesto apremiante—.
¡Vamos!
—Pensaba que el plan era acompañarnos hasta el
campamento de Kregar Kikkuril o bien devolverme a mi padre
—dijo Vanya, ceja en alto.
—Las circunstancias han cambiado, el plan también —
explicó él sin bajar la mano—. Kregar nos ha vendido.
Ambas muchachas permanecieron impertérritas hasta
que Rodel levantó la voz y sacudió el brazo frente a ellas.
—¡Vamos! —exclamó—. ¡No hay tiempo que perder!
—Eso es falso —replicó Vanya con el labio inferior
descolgado—. Mentís.
—Os estoy salvando la vida, princesa. —Sus dientes
castañetearon al contenerse—. Confiad en mí. Soy lo único
que os queda.
El griterío lejano se deslizó tras sus palabras como las
columnas de humo que asomaron a los tejados. Sus ojos
chocaron durante un largo y tenso momento. Él tenía la nariz
en alto, ofreciendo el mentón, con el hermoso y fino flequillo
caído a un lado. Shana la cogió de la mano con fuerza y ella
sintió el sudor de ambas escurrirse entre los dedos. Tomó aire
por la nariz y arrugó la boca.
—Me parece que más bien es al revés, Rodel —dijo,
desafiante—. Quizá sea yo lo único de que dispones antes de
huir.
Rodel apenas se movió en su perplejidad, pero después
esgrimió una amplia y marfileña sonrisa.
—No lo habéis entendido —dijo—. Kregar Kikkuril nos ha
vendido, a todos. Vendió el reino a los misinios. Ylarnna a sus
nuevos aliados. Y tú… a ti te ha regalado a la muerte.
—Pe… Pero…
Tartamudeó ella, y su confusión dejó paso a la ira,
632
aunque no llegó a pronunciar más. En un rápido movimiento
el dorso de la mano de Rodel la golpeó el rostro. Vanya cayó al
suelo, de costado, y se quedó tendida sobre el codo, con la
mano en la palpitante mejilla izquierda. Shana se llevó las
manos a la cabeza mientras el hombre cogía a su prima por el
pelo y la arrastraba hacia el carruaje en que esperaba su
hermano.
—Ya os he dicho que no tenemos tiempo que perder,
princesa —explicaba, dando tirones de Vanya, que arrastraba
los pies, pataleaba y se agarraba a la mano del hombre—.
Esta ciudad está condenada, y nosotros con ella si nos
quedamos. Quizá todavía pueda sacar algo de todo esto si
vuestra familia está dispuesta a recuperar a la hija extraviada.
—¡Suelta! ¡Mi padre te despellejará en cuanto sepa que
me pusiste la mano encima! ¡Cerdo miserable!
Rodel se detuvo y sacudió la cabeza de Vanya, que
arañaba sin éxito el cuero que protegía sus antebrazos.
Enfrentó su rostro y pudo ver una mueca feroz de dientes
prietos que no ocultaba la sangre en sus ojos.
—Tu padre está muerto —masculló, dando un fuerte
tirón en su coronilla—. Kregar lo mató.
Las fuerzas la abandonaron al instante, se sintió floja,
derramada en el suelo, sin huesos. Pero, la misma forma que
las olas se retiran de la costa para volver, un grito contenido,
empapado de una rabia visceral, la sacudió de pies a cabeza.
Se revolvió, dio golpes a ciegas, manotazos zompos y patadas
al aire, como un gato panza arriba que se resiste a ser
capturado y ofrece una última y desesperada resistencia.
Rodel trató de cogerla por el vestido. La tela se desgarró y,
entre la polvareda, un golpe fortuito lo alcanzó en la nuez. La
soltó al instante y reculó un par de pasos, cubriéndose el
cuello entre toses ahogadas.
Vanya se levantó de un brinco, cogió la mano de Shana y
corrieron hacia el otro lado del patio. Eric y los hombres
armados arrancaron a paso vivo hacia ellas mientras su
hermano se recuperaba del mal golpe recibido. Vanya tenía el
pelo revuelto y enmarañado, caído sobre el gesto frenético y
sofocado. Tiraba de su prima y daba manotazos tras ella, a
trompicones, entre bufidos y gemidos nerviosos. Pasaron
junto a los establos y vio una puerta doble al final del muro.
Rodel se incorporó y fue tras ellas, con el paso tranquilo y
seguro. Desenfundó su cuchillo y con el brillo del filo esgrimió
una mirada sarcástica y malvada.
—Vamos, princesa —dijo—. Sed cabal y subid al coche.
Os llevaré a un lugar mejor y en un tiempo estaréis con
vuestra familia. No seáis terca o tendré que enseñaros de
cerca mi cuchillo.
En ese momento, de las caballerizas, una sombra
apareció como un fugaz fantasma, y un terrible golpe metálico
633
sonó. Rodel cayó al suelo con las manos en el rostro.
—Primero tendrás que vértelas conmigo, perro traidor.
Pykewell sostenía con ambas manos un hierro de marcar.
La violencia del golpetazo todavía recorría sus trémulos y
escuálidos brazos. Estaba tan serio como nunca lo había
visto; su larga narizota en alto, los labios recogidos, los
hombros hacia atrás en una pose vencedora que abandonó al
instante y sustituyó por una sonrisa bobalicona.
—Siempre quise decir eso —saltó, alegremente.
Eric Lamakil y sus acompañantes desenfundaron las
espadas y corrieron al rescate de su hermano que se retorcía
en el suelo. El bardo dio un respingo y dejó caer la barra de
hierro al tiempo que se escabullía en los establos.
—¡Huid! —gritó hacia la princesa y su prima que miraban
la escena embobadas—. ¡Corred! ¡Nosotros nos encargamos de
ellos!
Vanya se apartó el pelo de la cara y masculló llena de
incredulidad.
—¿Nosotros? —dijo, mirando de soslayo a su prima.
La cuerda de una ballesta golpeó contra el tope de la
montura y un dardo se clavó en el pecho de uno de los
guardaespaldas de los Lamakil. El tipo, en plena carrera, saltó
hacia atrás y cayó sobre los riñones, fulminado por el impacto
en pleno corazón. Eric y el otro se detuvieron al descubrir la
figura de un hombre de negro sobre el tejado de los establos.
Había hincado una rodilla en tierra y con la ayuda de la
puntera de la bota, preparaba el arma para un nuevo disparo.
Recortado en las nubes preñadas, su cabellera flámea refulgía
sobre su concentrado gesto.
—¡A cubierto! —aulló Eric Lamakil, corriendo hasta el
interior de las caballerizas.
Pykewell había saltado sobre unas balas de heno y caído,
milagrosamente intacto, junto a un montón de boñigas
bastante recientes. Eric gruñó enrabietado y señaló en su
dirección, a lo que el guerrero asintió decidido. En ese
momento, un virote atravesó el techo y se clavó a sus pies,
entre los dos hombres, que saltaron atrás, espantados.
—¡Yo te enseñaré a luchar como un hombre! —gritó Eric,
dando espadazos al techo sobre su cabeza, destrozando la
paja y restos de maderos carcomidos. La punta de su arma
asomaba entre el cañizo del tejado y Korvia saltaba a un lado
y otro, levantando los pies y manteniendo el precario
equilibrio.
Vanya y Shana corrieron a trompicones hasta la puerta.
Sentía el corazón golpear tan fuerte en su cabeza que todos
los sonidos se amortiguaron y la realidad pareció un lejano
sueño acuático. Su prima se apoyó en la hoja de la puerta y
recuperó el resuello. El vendaje se le había descompuesto un
poco y sus temerosos pero grandes ojos se veían brillantes y
634
vacíos a la vez. Ella tomó el mecanismo de la doble hoja y
deslizó a un lado los contrapesos, que cayeron con estrépito
entre una polvareda. Los goznes crujieron al verse liberados.
Korvia se quedó congelado al escuchar el quejido de la
madera. Soltó la ballesta y se llevó las manos a la boca antes
de gritar en dirección a las muchachas. Sin embargo el aire se
le escapó cuando los pies perdieron su apoyo y el tejado lo
tragó entre una nube de cañizo y barro seco. Bajo una lluvia
de escombro cayó a las caballerizas y se encontró a los pies de
Eric Lamakil, pero él no podía dejar de pensar en la puerta, su
advertencia carcomida y aquello que ocultaba al otro lado.
—¡No! —se escuchó la voz de Pykewell, a cubierto de los
ataques del soldado tras una viga—. ¡Vanya, por ahí no!

Cuando el portalón se abrió vio la gran silueta frente a ella. Se


giró poco a poco; la espalda se flexionó hacia atrás y apareció
un pecho hercúleo, tan ancho como una montaña. Tenía el
cuerpo rocoso y los brazos largos hasta las rodillas, nacidos
de unos hombros que ocultaban una cabeza pequeña y calva.
En su rostro comprimido una nariz porcina sobre una boca de
dientes rotos y, en el centro, unos ojos estrábicos y
gelatinosos. Su memoria viajó a la infancia, a los cuentos y
leyendas que hablaban de seres mágicos, antiguos como el
mundo, que habitaban las profundas simas de los montes o
lugares umbrosos perdidos en bosques malditos. Regresó, en
un instante, a esas noches junto al fuego en que un grupo de
niños escuchaba con ojos abiertos, oídos abiertos, narraciones
de lo imposible que luego llevaban consigo al sueño. No
importaba que al final el paladín apareciese en el último
momento, en su recuerdo, grabado como el cincel rasga la
piedra, el monstruo permanecía anclado a la memoria y al
horror más primigenio.
El ogro no disimuló su sorpresa al encontrar aquellas dos
muchachas frente a él. Con una parsimonia letal, balanceó el
brazo atrás y un enorme garrote con forma de tocón silbó
sobre sus cabezas y desintegró la puerta. Astillas, maderos y
remaches metálicos volaron por los aires en la explosión.
Vanya tomó a su prima por la mano y tiró de ella a un lado
cuando el ogro daba un paso al frente y lanzaba un nuevo
golpe cruzado.
Apenas escuchó la voz de Pykewell en la distancia, su
respiración y el frenético batir del corazón se volvieron
ensordecedores. Shana trastabilló y los pies de ambas se
enredaron antes de caer al suelo. Un instante después, Vanya
se encontró tendida sobre la grava, aturdida. Un impacto
brutal precedió al siseo del garrote rompiendo el aire y el
gruñido ronco del ogro. Vanya escupió tierra y polvo y sintió el
sabor de la arena en su garganta y el hedor del monstruo
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sobre ella. Se miró la mano derecha, sucia, cubierta por el
viscoso fango del sudor y la suciedad. Después miró a un lado
y encontró el cuerpo de Shana, recién caído en la entrada,
roto, descompuesto, como un guiñapo inútil derribado por el
viento.
La bestia levantó el garrote sobre su cabeza. La enorme
panza se balanceó frente a ella y las piernas se asentaron,
como dos columnas cortas aunque indestructibles, en el
suelo. Ella perdió el aliento y se cubrió con una mano en alto.
La criatura rugió al tiempo que una ola de furia animal nacía
de su vientre y lanzó un potente golpe sobre la indefensa
muchacha. La raíz de su garrote se incrustó en el suelo y las
piedrecillas saltaron por los aires tras el impacto. Con
curiosidad simplona observó los efectos de su golpe,
esperando encontrar el cuerpo deshecho, las vísceras y la
sangre salpicada, pero allí no había nada.
Vanya se escabulló bajo las piernas del ogro y corrió,
agazapada, hacia el exterior. Sin mirar atrás se acercó al muro
de una vivienda, pegó la espalda a él y, para horror suyo,
levantó la vista y fue consciente de su alrededor.
Ylarnna ardía en plena batalla campal. Hombres y
mujeres corrían de un lado a otro, perseguidos por pequeños y
demoniacos seres que esgrimían cuchillos oxidados.
Gigantescos ogros aplastaban a los soldados y a la población
civil por igual, acorralados sin salida, como animales
desesperados. Había fuego y gritos y muerte. El hedor de la
sangre, el miedo y los incendios, formaban una amalgama
desagradable que le hizo sentir nauseas. Clavó las uñas en su
estómago y ahogó un grito cuando el ogro se volvió hacia ella,
satisfecho por reencontrar su escurridiza presa.
No le dio una segunda oportunidad. Saltó sobre unos
barriles caídos y corrió por un callejón estrecho.
Había un ensordecedor tumulto en cada rincón de la
ciudad. Los sonidos de la destrucción y el caos estallaban por
doquier; vidrios rotos, gritos moribundos, crepitar de las
llamas que devoran una casa y a sus habitantes. Vanya
esquivó una ventana a la que asomaba un trasgo que con una
sonrisa correosa contemplaba un niño colgado por los pies. Al
frente, el callejón terminaba y la tenue luz que escapaba a las
nubes y al humo iluminaba una plaza con una fuente en el
centro. Miró sobre su hombro y, con terror, comprobó que el
ogro la seguía a la carrera, arrasando todo a su paso.
Salió a la plazoleta obligada por la escapada. Hombres
armados luchaban con ogros y trasgos por todas partes. Una
batalla campal estalló al tiempo que ella alcanzaba la fuente
del centro. Había gritos y órdenes, rugidos y gemidos
placenteros cuando un gaznate era serrado y los trasgos
hundían sus cuchillos en la carne. Los caballos relinchaban,
poseídos por la batalla, se alzaban sobre los cuartos traseros o
636
saltaban y coceaban a pesar de haber perdido a su jinete.
Se encogió contra la piedra de la fuente y esperó pasar
inadvertida. La gente moría a su alrededor. Los guerreros
caían acuchillados por decenas de trasgos que trepaban a sus
cuerpos y enormes ogros daban mandobles a diestra y
siniestra, barriendo a los lanceros y provocando el caos y el
terror más absoluto. No podía dejar de mirar alrededor, presa
del pánico paralizador. Entonces presintió la sombra sobre
ella.
El ogro esgrimió una especie de sonrisa hambrienta y
levantó el garrote sobre la cabeza de nuevo. Esta vez el rugido
se volvió un aullido salvaje y los ojillos refulgieron con el odio
liberado. Vanya se cubrió con una mano de forma un tanto
estúpida y débil, se mordió el labio y se maldijo a ella misma
antes de cerrar los ojos y bajar la mirada bajo el peso del
orgullo derrotado. Así acababa la princesa de Aukana, la hija
del rey extranjero, Vanya Muwall, la sangre mezclada. En el
suelo, con las ropas sucias y rasgadas como el valor, las
lágrimas amargas ardiendo en la piel, la bilis corriendo por las
venas. Ese era el final que merecía, lo supo en aquel mismo
instante. El corazón se le detuvo. La amargura se clavó en sus
tripas, tan profunda como la imagen de Shana en el suelo,
muerta. Como pronto lo estaría ella.
Sin embargo, todo se detuvo. El monstruo había mudado
su expresión a una sorprendida mueca. El garrote cayó a un
lado al tiempo que una cortina de sangre negra bañó su
rostro. Con un quejido apagado y correoso se derrumbó como
un árbol cae bajo el hacha del leñador.
Vanya parpadeó varias veces. El guerrero apenas le
dirigió una mirada breve. Tenía el pelo corto y tostado y el
rostro alargado, fuerte y rectangular. Vestía una armadura
vieja y un escudo abollado al que asomaba un emblema casi
borrado por el tiempo, un caballo rampante y un torreón,
sobre púrpura y plata. Su espada había quedado incrustada
en el cráneo del ogro y él apoyó la bota en el cuerpo del
monstruo para liberar el arma. Después se volvió sin prestar
más atención a Vanya y se lanzó al combate, dando
mandobles y espadazos a un lado y otro.
El estruendo de la batalla la devolvió a la realidad. Se
miró las manos trémulas y, a trompicones, se puso en pie.
Tenía las piernas flojas, los huesos desaparecidos. Se
escabulló por un callejón lateral. El clamor de la muerte y el
caos la perseguían. Los trasgos saqueaban las casas y
arrojaban muebles y viandas por las ventanas y balconadas.
La población confusa, llevada por el pánico, corría de un lugar
a otro, esperando escapar de una muerte segura. Ella daba
tumbos, desorientada, esquivando la confusión, saltando los
cuerpos muertos. Nada de aquello parecía tener fin, hasta que
se encontró en un campo labrado.
637
La tierra blanda se deshacía a cada zancada y
trastabillaba y perdía el equilibrio sin dejar de correr. Rodó
por el suelo, sobre la hierba y se lastimó en un hombro, pero
apenas sintió dolor. Continuó corriendo. El pecho le ardía y el
estómago amenazaba con escupir el ácido de su miedo. Vanya
corrió y escapó de la muerte, hasta que cayó exhausta y fue
consciente de sus propios gritos. Arrodillada sobre la tierra
cultivada, oculta entre la hierba, el lamento se le volvió un
aullido enajenado. Se arañó la cara y el vestido, se tiró del
pelo y golpeó el suelo, tan seco y muerto, que sus propias
lágrimas no lograban empapar.
¿Por qué no estaba muerta? ¿Por qué no había perecido
si era lo que realmente merecía? Su garganta se deshizo en un
llanto ronco. Todo se había esfumado frente a ella, su familia,
Kregar, Pykewell, Shana, Aukana y el mundo de los hombres.
Todo había desaparecido excepto ella, destinada a vivir el
castigo de ser Vanya Muwall, la princesa mestiza, con la culpa
y el dolor a cuestas. Por el resto de sus días.

638
CAPÍTULO 51

Kivala había resistido estoicamente. De la misma forma que


un condenado a muerte camina hasta el patíbulo sin mostrar
arrepentimiento, con el rostro lívido pero solemne, y se pone la
soga al cuello en espera de una condena injusta. Ese era el
destino de la ciudad y la dinastía de los Kaikú. Majal lo sabía;
todos lo sabían. Con el amanecer despertaban al último día de
la capital Aukana. La siguiente noche se celebraría, en torno a
fogatas, el fin de la batalla. Los vencedores tomarían aquello
que reclamasen, cada piedra de la ciudad, plata, oro, mujeres,
cerveza y vino; mientras que ellos, los perdedores, estarían
muertos y sus cuerpos serían ultrajados por la plebe como
muestra de afecto al nuevo orden.
Bandadas de cuervos graznaban sobre la empalizada y
disputaban los restos putrefactos de los cadáveres entre el
fango. La pendiente defensiva se había convertido, tras dos
jornadas de combates, en un tobogán resbaladizo, untada con
las entrañas y la sangre de los atacantes. Habían rechazado
los ataques durante dos días con sus noches, pero eso era
todo.
Majal estaba sentado, con la espalda apoyada en las
estacas de la empalizada. Recogía una rodilla contra el pecho,
donde apoyaba un brazo estirado del que colgaba la mano,
floja, liberada de su guante. El frío de la mañana atenazaba
sus huesos y la humedad le hería en los riñones y los muslos.
No se había quitado el yelmo, que apenas lucía el extraviado
brillo de su trabajado ornamento en forma de delfín. El rostro
le quedaba oculto, caído a un lado. Estaba sucio, salpicado de
barro y sangre, y había perdido la capa y una de las
hombreras de la armadura. Con un doloroso esfuerzo se puso
en pie, apoyado en el asta quebrada de una pica. Suspiró y
dirigió una mirada breve al ejército de Kregar.
El campo frente a Kivala era un lodazal oscuro al que
afloraban charcos de agua hedionda en los que flotaban
cuerpos muertos, escudos y armas abandonadas en la batalla.
Ese había sido el precio pagado por Kregar para conquistar la
ciudad. Mucho más elevado de lo que esperaba el de Kjionna;
un regalo a ojos del hermano de la reina.
En el interior de Kivala la mañana despertaba con el
lóbrego gimoteo de los heridos, atendidos en los establos, bajo
los soportales y los improvisados adarves y pasarelas de la
débil empalizada. Majal miró a su alrededor y se quitó el
yelmo. Unos pocos arqueros descansaban en un rincón,
cubiertos con mantas raídas, sus armas a un lado, junto a
cestos de mimbre que deberían estar llenos de flechas. La
guardia aukana caminaba de un lado a otro, los uniformes
639
destrozados, tan abatidos que sus hachas de combate
labraban el fango tras ellos. Esa era la última defensa de
Kivala, unas pocas docenas de milicianos agotados, vencidos
por dentro y por fuera. Podía leer en sus ojos una súplica, la
esperanza de que todo terminara pronto y pudiesen regresar
con sus familias y olvidar la guerra. Al fin y al cabo, ¿qué
importaba la cabeza bajo la corona si ellos estaban
condenados a servir y morir? La justicia era un término
desconocido y extraño para aquella gente tras generaciones de
sumisión a gobiernos corruptos que se regodeaban en su
propia soberbia. Tanto tiempo después, ya nadie recordaba
que ellos habían permitido a aquellos hombres coronados
encaramarse al trono. El hastío del pueblo clamaba por una
vida plácida y tranquila, y a cambio recibía guerra, pobreza y
esclavitud.
Aferró la afilada punta de las estacas y observó las peleas
de los cuervos en torno a un cuerpo abotargado de piel
azulada. Khymir había sido el último de su casa, el colofón de
una estirpe decadente y el único que intentó cambiar la
realidad de Aukana. Sus propias ideas sureñas, su concepto
del progreso y de una vida mejor fueron su sentencia de
muerte, la nota final a la dinastía de los Kaikú, el último
destello de aquella tierra oscura y fría. Kregar sería tan solo
un tirano más, el principio de un ciclo eterno que se repetía
durante siglos.
Escuchó el chapoteo de unos pasos apresurados tras él y
se volvió. Muhanad, el grueso mayordomo de su hermana,
venido desde el imperio con su familia, corría con las faldas en
alto y el gesto espantado. Mascullaba su nombre sin
pronunciar palabra, quizá tratando de resultar silencioso a
pesar de que se había convertido en el centro de todas las
miradas. Pasó entre la guardia aukana, llegó hasta él y se
inclinó en una rápida reverencia.
—Mi señor Majal —dijo, exhausto por la carrera—. Debéis
acudir a la asura de la reina. Ha ocurrido algo terrible.
Lo estudió de pies a cabeza. El grueso sirviente resollaba
y su aliento se volvía vaharadas cálidas a la mañana. Se
quedó estupefacto, paralizado por el terror, y a su memoria
acudieron los combates de la noche anterior. Los gritos de los
hombres y las flechas silbando sobre su cabeza, el impacto de
las armas contra el metal y la carne, el regusto de la sangre
arañando los sentidos. ¿Para qué tanta muerte? ¿Con qué
propósito luchaban los hombres, enfrentaban sus familias y
sus emblemas? ¿Cuestión de orgullo, lealtad? Cómo su
hermana había dicho días atrás, ya no se podía confiar en la
lealtad.
—¿Dónde está mi hermana? —masculló con la voz
trémula y débil.
Recordó el cuerpo muerto de su cuñado, tendido en el
640
suelo, sin una gota de sangre que derramar, y un escalofrío le
recorrió el espinazo. Sintió que todas las miradas le
atravesaban la carne como dardos envenenados.
—La reina está bien —respondió Muhanad—, pero debéis
hablar con ella, mi señor. Es… —balbuceó y su grueso labio
se descolgó húmedo—. Ha perdido la cabeza.
—¿Qué estás diciendo? —saltó, esgrimiendo una mueca
llena de repulsa.
—Hizo detener a Freydel, mi señor.
—¿Qué? —ladró con la voz contenida—. ¿Por qué?
—Al parecer, la reina sorprendió al consejero con Adan
Keikuril y otros nobles conspirando contra la corona y
tramando la rendición de la ciudad. Llamó a su guardia
personal y ordenó la detención de Freydel, se caldearon los
ánimos y en la refriega el consejero resultó… herido.
Majal respiró con calma y miró arriba. El tupido
mostacho ocultaba su boca y subrayaba su conspicua nariz.
Volvió sus oscuros y severos ojos al mayordomo y lo interrogó
con un leve movimiento de barbilla.
—¿Son sus heridas de gravedad?
—Me temo… —murmuró, atento a los soldados a su
alrededor—, que son graves, mi señor.
Majal se cubrió el rostro con la mano, fugazmente, y trató
de recuperar la compostura. Asintió y tomó su yelmo bajo el
brazo.
—Llévame con mi hermana —dijo. Tenía las mejillas
caídas y los ojos acuosos pero apagados.
Muhanad saltó tras él, hablando a su espalda.
—Fue, ciertamente, un accidente, mi señor. Un mal
golpe. Yo lo vi todo. Al poco rato quedó inconsciente…
—¡Calla! —exclamó Majal, rabioso.
Hay algo en los ojos de un desesperado, algo que no se
puede ocultar, al contrario, se enarbola tal que una enseña
orgullosa. Es un pozo de digno despecho reprimido, una
afrenta silenciosa que hiere al incauto que trata de desvelar
su significado. Esos eran los ojos que encontraba Majal en su
camino a la asura real; el rencor, la inquina de los que se
saben condenados. La gente de Kivala no deseaba aquella
batalla. Hacía tiempo que desistieron de defender a los
extranjeros que los gobernaban. El rumor de que Freydel
había sido herido por la guardia de la reina ya debía de haber
corrido de boca en boca, y con él, la gota que colmaba el vaso
de aquella gente. Majal evitó las miradas de mujeres y niños,
viejos y hombres de armas. En su cabeza, las palabras de
Freydel aparecían como un eco fantasmagórico: Dejad que los
aukanos se encarguen de Aukana.

Ikaris esperaba cerca de una estrecha ventana por la que


641
observaba el triste paisaje aukano. La luz blanca, casi gris,
apagaba los colores de su vestido y volvía su piel un reflejo
marmóreo y pálido. Era una aparición difusa, fantasmagórica,
que se sumergía en la franja luminosa. No se movió cuando
Majal entró en la habitación; permaneció ausente, tal vez a
mil leguas de allí.
—Dejadnos solos —ordenó su hermano—. Salid todos.
El recio protector de la reina tenía los ojos desaparecidos
bajo las cejas y el mostacho se movía a un lado y otro,
conteniendo en un mordisco un volcán en ebullición.
Muhanad dio una palmada y los eunucos, sirvientes y la
guardia real, salieron de la sala con estrépito apresurado.
Cuando la puerta se cerró, Majal suspiró y su cuerpo se relajó
bajo el manto de la tristeza.
—¿Qué has hecho? —la interrogó, de la misma forma que
se hace una pregunta que no espera respuesta y se lanza al
aire como un sollozo.
—¿A qué te refieres…? —Ikaris sonrió de forma
descuidada, casi juvenil—. Yo no he hecho nada.
—¡No juegues conmigo, Ikaris! —gritó él de repente y ella
saltó, asustada—. ¿Por qué lo has hecho? ¡¿Por qué…?! —La
voz se le deshizo en un lamento al tiempo que los hombros
caían a los lados, suplicantes—. Nuestra situación es mala,
peor que mala. Kivala se ha perdido y nosotros con ella. No
tengo hombres con que defender la empalizada, es una lucha
vacua y sin sentido. Aun dejándonos la vida en la defensa no
conseguiríamos pasar de esta noche. Pero ahora… —Rio con
amargura y miró a otra parte—. Has eliminado nuestra última
esperanza. ¿Quién va a luchar por ti? ¿Quién de ellos
levantará el arma por una familia muerta?
—¡No estamos muertos! —Se volvió ella, cargada de rabia
—. Todavía nos queda mucho por decir…
—¡Nada! —chilló él y su hermana lo miró, llena de
extrañeza, asustada de nuevo—. ¡No te queda nada por decir!
¡No aquí, no ahora! Has perdido a tu marido, has perdido a tu
hija y ahora le ha llegado el turno a tu orgullo. Acéptalo,
Ikaris, ya no eres reina.
Ikaris se mordió los labios y clavó las uñas al cerrar los
puños en una trémula sacudida.
—¿Cómo te atreves?
—Porque soy tu hermano y el único que te dirá la verdad
en toda Kivala. Ya no eres reina, tu poder se ha esfumado con
ese consejero que se debate entre la vida y la muerte.
Ella se volvió de costado y tragó la amarga bilis que
brotaba de su culpa.
—Fue un accidente —dijo.
—¿Un accidente? No existen los accidentes, Ikaris. Solo
son excusas. Deseabas quitártelo de encima, evitar sus
conjeturas.
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—Porque estaba conspirando contra nosotros. —Lo
enfrentó y sus ojos estaban irritados en la profundidad de las
lágrimas contenidas.
—¡Porque te hacía enfrentarte a la verdad! Y la verdad es
que ya no eres reina. —Caminó hasta ella y la tomó por el
hombro—. Aunque todavía soy tu hermano, y juré protegerte
mientras estés fuera de casa. Esa era mi misión, mi promesa.
—Pero es cierto que conspiraban —insistió, sollozando—.
Los sorprendimos, con los Keikkuril y los Holan, tramando la
rendición de Kivala y mi abdicación en beneficio de ese traidor
que mancilló el cuerpo de Khymir. Quieren que abandonemos
Kivala, que huyamos al exilio entre los Caudillos de jinetes.
¡Soy la sobrina nieta del emperador! —La determinación se le
ahogaba en la cólera—. ¿Tengo que dormir entre ganado en
tiendas de pieles?
Majal la tomó con delicadeza y vio sus propias manos,
sucias y cubiertas de roña, en la piel de su hermana. Trató de
apartar los cabellos que se descolgaban sobre la frente, pero
sintió vergüenza y bajó la mirada. Parecía mayor que ella.
Tenía el rostro arrasado por el cansancio, más allá del
agotamiento, cuando el cuerpo ya no siente dolor.
—Mejor eso que despertar con un cuchillo en el cuello —
murmuró él, resignado.
—Entonces, me das la razón. —Agitó sus manos entre las
suyas—. Son todos un hatajo de traidores.
—Pero… —Se escabulló de ella y su rostro se volvió tan
amargo como el reproche en su voz—. ¿Qué estás diciendo? Yo
conocía el plan de Freydel; me lo propuso hace dos días. ¡No
me interrumpas! Tengo mucha paciencia por amor y respeto
hacia ti, así que deja que me explique. —Esperó un instante,
respiró y continuó—: Sé que hay una posibilidad… Freydel
había arreglado nuestra salida por las tierras de Campollano y
el exilio a tierras de los Kirkuk. Dar a Kregar la ciudad y la
corona… ¡No he terminado! —La detuvo antes de que replicase
—. Dejar que pase el tiempo, esperar que las aguas se calmen
tras la guerra y convocar de nuevo el Consejo Auko. Era una
buena opción, nos hubiese ahorrado dos días de lucha y
muchos hombres estarían vivos, en su casa, cuidando de los
suyos.
Ikaris tenía la boca torcida y las mejillas habían perdido
su habitual color serendi.
—¿Por qué…? —titubeó—. ¿Por qué no me lo dijiste?
—¿Acaso hubieras tenido otra reacción que no fuese el
enojo y despecho agraviado? —Agitó un dedo en alto, frente a
ella—. No, no finjas asombro. Sabes que es cierto, tan cierto
como que yo me quedaré contigo hasta el final, pase lo que
pase, sin importar las consecuencias. Sin embargo, ahora, con
Freydel fuera de juego, nadie creerá en nosotros…
—No voy a rendirme al hombre que mató a mi marido y
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traicionó la confianza de esta familia. —Ikaris comenzó a
caminar de un lado para otro—. Kregar se sentó a mi mesa,
bebió en mi jardín, ¡mi hija nos abandonó por él! ¡Jamás!
¡Antes muerta!
—¡Eso es lo único que buscas! ¡La muerte! No hay otro
final a tu historia más que la muerte, el orgullo y la muerte.
Desde el principio nunca has buscado otra cosa, aunque
pretendieses luchar por defender esta ciudad y a un pueblo
que no te ama. Excusas, invenciones para entregarte al
castigo y convertirte en mártir y madre, aquello que no fuiste
en vida…
Ikaris lanzó un zarpazo a la cara de su hermano y dos
líneas grana aparecieron en su curtida piel. Ambos perdieron
la respiración y se quedaron inmóviles durante un largo
instante. Ella dio un paso atrás al tiempo que Majal la
atravesaba con la mirada.
—No comprendes que no puedo dejarte morir —titubeó
entre sílabas de compromiso y determinación—. Debo
encontrar una manera de evitar el fracaso.
Se fundieron en un abrazo y ella pegó el rostro a la
sobrevesta desgarrada y manchada de sangre. Por un instante
no pareció más que una niña vulnerable aunque, al instante
clavó las uñas en la armadura y el lloro se le volvió rabia
contenida. Dio un golpe en el pecho de Majal con el puño
cerrado, sin fuerza, casi con aflicción.
—Está bien. —Tenía la frente apoyada en el metal y los
ojos entrecerrados no ocultaban su tristeza—. Acepta la oferta
de los Kirkuk y dejemos la ciudad para Kregar.

Al final de esa misma tarde una comitiva real se agolpaba ante


la puerta que daba al camino a Campollano. Los sirvientes de
Ikaris corrían entre los guardias y los eunucos, acarreando
fardos y alforjas que cargaban en los caballos. No había
tiempo para nada más. Unos pocos cofres transportaban las
riquezas de una reina que huía derrotada. A su alrededor los
pocos nobles y hombres de armas que habían sobrevivido al
asalto de Kregar, también medio centenar de soldados
desarrapados, sucios y vencidos en su postura.
Ikaris montaba un alazán oscuro, casi negro, y su vestido
se derramaba sobre la grupa a modo de una nívea enseña.
Todos los ojos estaban puestos en ella, aunque ocultaba la
mirada sobre la crin de su montura, el gesto acerado y duro,
lejos de cualquier débil resquicio. La tensión de su rostro era
un reflejo del ajetreo a su alrededor. Doar Kaikú y el hijo
menor del fallecido Eidean Kaikú, Brin, junto con sus dos
jóvenes hermanas, partirían con la reina y su hermano. Con
ellos se esfumaba la dinastía que había gobernado Aukana
durante las últimas décadas. Los caballos piafaron entre
644
resoplidos sobre el murmullo de los congregados, permeables
a la agitación de los jinetes.
Majal apareció seguido de Borel Holan y Adan Keikuril.
Ambos hombres, uno a cada lado del paladín de la reina,
parecían futuro y pasado de la nobleza aukana. El patriarca
de los Holan con su barba rala y cana, el cuerpo recio pero
arrugado y la armadura de cuero tachonado y láminas de
acero. Al otro lado el joven Adan abría paso a Majal y apartaba
a la soldadesca que se agolpaba frente a ellos. Era casi un
chiquillo de mejillas arreboladas sobre las que se descolgaban
caracoladas guedejas doradas. El que hasta ese momento
había sido castellano de Kivala y capitán de la última defensa
tenía el rostro contrito, la boca desaparecida bajo el bigote y la
armadura volvía a lucir de nuevo. Había sustituido la
hombrera perdida durante los combates y también la
sobrevesta y la capa lucían limpias e inmaculadas. Sin
embargo, la nueva vestimenta no ocultaba las abolladuras en
su coraza y el tintineo de los eslabones sueltos que colgaban
de su cota de anillas, de la misma forma que sus ojos habían
perdido el brillo, asediados por el insistente agotamiento.
Desde que decidieron partir había preparado cada detalle
con minuciosidad. Envió un mensajero a los Kirkuk, al otro
lado del río, para confirmar su oferta de cobijo y, con la
excusa de su partida, envió tres hombres más que extenderían
el rumor de su nuevo paradero. Si Vanya no estaba con
Kregar, ni con el loco de Khymil Eana, sabría de su destino y
podría reunirse con su madre.
Había encargado al joven Adan la negociación con Kregar,
en los mismos términos que Freydel había pactado: la reina
abandonaría la ciudad por el oeste y entregaría Kivala a los de
Kjionna. También eligió los caballos y los pocos guardias que
los acompañarían hasta las tierras de Campollano. Una vez
allí un destacamento armado de los Keikuril se haría cargo de
su protección hasta el paso de Pedregal. A la mañana
siguiente amanecerían en las tierras de Kokkujia, a salvo de la
guerra y la amenaza de Kregar.
Cuando vio a su hermana sintió que su corazón se
inflamaba de renovada fuerza y se detuvo un instante para
contemplar su belleza. Incluso en los peores momentos, Ikaris
de Aylin rebosaba orgullo femenino. A pesar de la melancolía y
lo humillante de su escapada, del murmullo conspirador y las
miradas acusadoras en torno a ella, Ikaris merecía ser reina
por derecho propio, en Aukana o en cualquier otro lugar del
mundo.
—¿Ocurre algo? —preguntó Adan Keikuril a su lado.
Volvió en sí con un pestañeo y carraspeó, mirando a los
lados desde el ángulo de los párpados. Las nobles sangres de
los Campos Aukos que habían permanecido a su lado hasta el
último momento esperaban su salida de Kivala. Amigos, leales
645
siervos, conspiradores y falsos aliados a partes iguales. Poco
había cambiado en cuatro años; las lealtades se compran, los
pactos son cosa del oro, las tierras y los títulos. Tras todos
ellos, a espaldas de aquella comitiva tan hipócrita, la gente de
Kivala se amontonaba como una vulgar grey de grandes ojos
despechados, llenos de reproche silencioso. ¿Por qué la marca
de aquel dolor en el momento del abandono? ¿Acaso no era
cierto que nunca habían deseado el gobierno de Khymir y los
suyos, venidos desde el lejano sur? Tal vez hubiesen gustado
de otro rey, una sangre nueva, como la de Kregar, que trajese
un nuevo nombre que maldecir a la hora de pagar impuestos,
un nuevo rostro sobre el que escupir cuando la ley castigase
al pobre y protegiese al noble. Al fin y al cabo, el deseo del
pueblo era un sentimiento incierto, entre la rebelión y el
sometimiento, ansiosos y escépticos. Esperaban que las cosas
mejorasen y se dejaban llevar por prejuicios que sembraban
aquellos que se repartían el poder. Nada cambia nunca de la
mano que redacta las normas.
—¡Mi señor Majal! —exclamaron a un lado.
El pequeño Kurt Raijkolá brincó frente a él. Se había
vestido con una pelliza de viaje y cargaba al hombro un
pequeño morral de piel. Desde que comenzó el asalto de Kivala
y, más tarde, con los preparativos de la apresurada huida, lo
había olvidado por completo.
—No tengo montura, mi señor —explicó. Inclinó el gesto y
esperó en silencio. Cargaba con una pregunta en los ojos y la
descorazonadora respuesta en la húmeda curva de sus labios.
Majal se acuclilló y puso una mano en su hombro. En un
instante de duda arrugó una ceja y caviló sus palabras.
—Kurt —dijo—, a partir de ahora ya no eres mi
escudero…
—¡Pero…! —saltó él, pero se mordió la lengua al instante
y bajó la mirada ante su señor.
—Me has servido con corrección. Eres un muchacho
despierto y aprenderás bien con un buen señor. —Majal dio
una palmada en la mejilla del muchacho y se puso en pie—. A
partir de ahora quiero que sirvas a Borel Holan y su familia
hasta que el rey disponga un nuevo destino para ti o llegues a
la mayoría de edad.
El chico asintió sin levantar la cabeza. Tenía la barbilla
hincada en el pecho y lágrimas de cristal rasgaron sus
pómulos. Tal vez llorase por haber perdido a dos señores en
un mes, o por su ignoto futuro en un reino condenado, pero lo
cierto era que el serendi le había tomado verdadero aprecio en
las últimas semanas. Romper un vínculo es tan difícil y
doloroso como romperse un hueso, tan solo es cuestión de
empeño y saltar al vacío. Majal pasó los dedos entre su pelo y
lo acarició apenas, tan leve como el suspiro imperceptible. El
viejo Holan se hizo cargo del escudero cuando Majal retiró la
646
mano y caminó hasta su caballo.
Era un animal bayo, bajo y robusto, que había traído de
su amado imperio de Serende. El palafrenero le tendió las
riendas y él se acercó a la reina. Ella sonrió, como un acto
reflejo, con un instante de tristeza en las arrugas de los ojos.
Se cubría con una gruesa capa color hueso, y el cuello de
marta cibelina le acariciaba la mandíbula. Se había recogido
el pelo, trenzado a los lados de la cabeza y recogido en dos
elaborados moños oscuros. Su orgullo se impuso a la sonrisa
resignada y levantó la afilada nariz hacia él. Majal la tomó por
la mano y le besó la punta de los dedos. Después sonrió y
contempló su regia estampa. Siempre la conservaría así en el
recuerdo, como la reina Ikaris de Aukana, bajo la amenaza
tormentosa del cielo, tan espléndida, erguida sobre el resto de
mortales.
La pequeña comitiva partió en silencio. Los Kaikú se
marchaban al exilio y dejaban atrás un reino roto que no
pocos reclamaban. La turba agolpada en la entrada se diluyó
poco a poco, en silencio. Las madres corrieron al resguardo de
sus hogares con los niños entre las faldas y los soldados
abandonaron sus armas y escudos en el fango. Un trueno
ronco e interminable se arrastró entre las nubes. Algunos
miraron al cielo cuando las primeras gotas hirieron el suelo.
Adan Keikuril permaneció en la puerta, con una mano en la
cadera y la capa ondulando a su espalda, hasta que la blanca
figura de Ikaris desapareció entre las onduladas colinas.
La puerta se cerró a su orden. El joven caballero dio
media vuelta y atravesó la ciudad hasta el acceso principal a
Kivala. Las calles eran resbaladizos ríos de barro, sobre los
que cruzaban improvisadas pasarelas de tablones y maderos.
Tan solo llevaba unos pocos días en Kivala y todavía no
conocía a la perfección su laberíntico callejero. Las luces
comenzaban a brotar en las pequeñas ventanas de las asuras
aukanas. Se escuchaban los primeros borrachos cantar y
música a lo lejos que vaticinaba una noche larga. Kregar
había prometido no saquear la ciudad, respetar a la población
y también a aquellos que se sometieran. A pesar de ello, al
poco rato, en Kivala arderían las fogatas, los barriles de
cerveza navegarían en las pronunciadas callejas, hombres se
abrazarían entre cánticos y algunos otros se matarían por una
puta. Ningún trato podía evitar eso y, de todas formas, ¿para
que servía una guerra sino para celebrar la vida un día más?
Ordenó que abrieran la puerta principal y escrutó la
negrura que crecía en el este. Después se dirigió a la asura
real.
Los aukanos eran un pueblo ceñudo y hosco que se
ocultaba en abrazos efusivos y amistad verdadera, etílica,
bravucona y que siempre acababa a puñetazos. Adan
Keikkuril se sentía un poco traidor a las sombras que se
647
asomaban a los ventanucos, antes de cerrar una
contraventana a toda prisa. ¿Pero qué otra cosa podía hacer?
Alguien debía dar el paso y poner la primera pieza de lo que
debía ser y no lo que era. Al fin y al cabo, la báscula se vence
por un simple grano de trigo; eso era él, un peso insignificante
que había inclinado la balanza; un servidor de su Casa y de
su rey.
Todos lo esperaban cuando entró en el salón del trono.
Una decena de guardas, Borel Holan con su nuevo escudero,
unos pocos hombres de armas y un grupo de cortesanos que
no conocía. Nadie dijo nada. Esperaron en silencio. Algunos
con la vista puesta en tierra, entre carraspeos incómodos.
Adan caminó de forma descuidada con las manos a la
espalda. Incluso la respiración le pareció ofensiva al espeso
silencio. Sintió la boca seca y las manos sudorosas. ¿Cuándo
acabaría aquella interminable espera?
Su pregunta encontró respuesta cuando la puerta de la
gran estancia se abrió con estrépito. Varios lanceros,
ataviados con largos chaquetones de cuero tachonado, se
posicionaron a los lados y dieron con las picas en el suelo.
Tras ellos entró un heraldo. En su cinto apoyaba un
estandarte carmesí y plata con un halcón y una espiga
dorada. En lo alto del estandarte, atravesado en una punta
metálica, una cabeza humana saludaba con una obscena
mueca. Tenía la carne reseca y corrompida, las cuencas de los
ojos vacías y la lengua asomaba como un tentáculo bruno
entre los blancos dientes. Algunos de los presentes
contuvieron una exclamación cuando reconocieron el rostro
de Khymir.
Kregar Kikkuril entró en la sala y contempló su alrededor
con un ademán enojado. Tenía un aspecto imponente y
señorial a la vez. Su armadura era una exquisita pieza de
orfebrería, bruñida hasta volverse plata, con las hombreras
enormes y afilados espolones en los codos. Tanto metal afilado
doblaba su anchura y con la capa y el yelmo bajo el brazo
parecía un gigante blindado. Tras él entraron multitud de
hombres de armas, algunos venidos desde el este, pero
también otros que se le habían unido en su camino a Kivala.
Caminó hasta el trono sin apartar la mirada del frente y se
sentó con delicadeza. Dejó el yelmo a un lado y escrutó a los
presentes de la misma forma que el león saciado observa a un
grupo de gacelas temerosas.
—No voy a presentarme —dijo, calmado—. Ya me
conocéis y no me gusta andarme con rodeos. A partir de ahora
la Casa de los Kikkuril de Kjionna gobernará los Campos
Aukos. Ha llegado el tiempo de la venganza.
»Bajo mi mando, Aukana se convertirá en un reino fuerte,
unido bajo la fuerza de las armas. No habrá lugar para la
disidencia y la traición. Unidos bajo el yugo de los vencedores.
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Quizá penséis que los Levvo forjarán los nuevos designios de
esta Casa, pero no es así. Los misinios serán expulsados y
sometidos a una nueva estirpe de guerreros aukanos.
»Hay una nueva alianza en el sur. Ylarnna está ahora al
servicio de los reyes aukanos, una fuerza que los hombres no
habían conocido desde hace siglos. Una nueva era llega a los
reinos del norte de la mano de la Casa de Kikkuril. Una era de
paz conseguida a través de la guerra.
»Aquí y ahora me proclamo rey de Aukana y de todos sus
territorios. Llamo a todas las Casas a mi servicio y declaro la
guerra al invasor misinio. Por el poder que me otorga el
derecho de conquista y el favor de Dios.
—¡Viva el rey! —exclamó uno de los hombres a su lado,
dando un taconazo con las botas.
—¡Viva! —respondió la multitud al unísono.
Kregar desplegó una sonrisa torcida y una mirada torva,
inclinada y curva como el sentimiento que se había
enquistado en su pecho. Un negro tumor nacido de la
soberbia, de la belleza de su rostro, de lo inmaculado de sus
armas y lo despiadado de su historia. Un jinete que llevaba
dentro la intensa galopada infinita, impresa en el rostro, en el
cejo, en la manera en que erguía la espalda y clavaba los
talones en la panza de la vida. Un conquistador que se había
levantado para satisfacer el hambre de sus aspiraciones,
dispuesto a saciar tanto apetito contenido, el largo ayuno del
criado que desea ser amo.
Un jinete, empapado de pies a cabeza, se deslizó entre los
oyentes. Cargaba a su espalda un saco, tan húmedo y
manchado que goteaba sobre la armadura. Dio dos golpecitos
al hombro de Adan Keikkuril y le entregó el saco cuando se
giró. Era más pesado de lo que pensaba. Salió al centro y se
inclinó ante Kregar.
—Habéis hecho bien aceptando el trato —asintió Kregar,
complacido—. Supongo que es agradable mantener la cabeza
pegada a los hombros.
Adan vació el contenido del saco a sus pies y el sonido
del hueso contra el suelo resonó en la sala. Las cabezas
rodaron como calabazas huecas, en trayectorias extrañas y
aleatorias, hasta chocar con la tarima en que se encontraba el
trono. En esta ocasión no hubo ninguna exclamación
sorprendida. Ikaris y Majal, hermanos incluso en la muerte,
miraban a los presentes con ojos viscosos, bocas abiertas en
un grito eterno, desfigurados por el terror en una pena
lánguida. Apenas parecían ellos, podría haber sido cualquiera,
una mujer y un hombre con bigote; piel morena pero apagada,
casi cenicienta, y los ojos, esos ojos que reflejan al asesino en
un pozo de indefensión y derrota. Podían ser otros, de no ser
porque eran ellos, y habían muerto.
Kregar esgrimió una sonrisa macabra. Se inclinó y apoyó
649
los codos en las rodillas para observar mejor aquellos dos
rostros aullantes.
—Todavía falta una —dijo—. Aunque pronto la familia se
verá reunida.

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CAPÍTULO 52

La tarde se despedía con una llovizna de gotas minúsculas y


dejaba paso a una noche húmeda y helada. El horizonte se
había vuelto una franja añil que extendía su panza violácea
sobre el mundo, apagado y triste. Pykewell caminaba a
trompicones, sus botas chapoteaban en el barro y, con cada
tropezón, gemía y sorbía los mocos. El agua corría por su
rostro empapado y se mezclaba con las lágrimas y la saliva. Se
enjuagaba con la manga de su camisa y comprimía la nuez,
tratando de retener el llanto en la garganta. Sin embargo, su
voluntad cedía de nuevo al derrumbe, pasaba los dedos por el
pelo y, al mirar a otra parte, estallaba en un llanto visceral y
desconsolado.
Korvia lo miró sobre el hombro. Montaba un caballo de
aspecto derrotado y ambos, jinete y montura, formaban una
silueta cabizbaja y blanda. Encontró la mirada del bardo, las
mejillas descolgadas y los ojos irritados, y bufó con hartazgo.
Pykewell levantó los hombros en una súplica silenciosa y
retomó su gimoteo.
—Ya te he dicho que no fue culpa tuya —dijo Korvia al
frente.
—¡Sí lo fue! —exclamó Pykewell, dando un puntapié
desesperado y salpicando alrededor—. ¡Maldita sea, lo fue!
¡Todo fue culpa mía! Corred, dije, corred. Las empujé a esa
puerta. Si hubiese tenido la boca cerrada por una vez…
—Si quieres callarte no voy a impedirlo —masculló el
jinete, pero el bardo no pareció escucharlo y continuó con su
trágica perorata.
—No fue mi intención. ¿Cómo podía suponer que la
princesa abriría esa puerta? ¡Justamente aquella! —Pykewell
levantó los brazos al cielo y después se arañó el rostro—. La
joven Shana, pobrecilla. Su cuerpo… se quedó allí, en la
grava… con los ojos vacíos. Fue culpa mía, sí lo fue, nada me
hará cambiar de opinión. Bocazas, bocazas, me decía mi
buena madre, esa boca te llevará a la perdición. ¡Cuánta razón
tenías, madre!
Korvia detuvo su montura y se giró sobre la silla. Por
primera vez desde que escaparon de la ciudad asaltada por los
ogros, Pykewell le vio la cara. Tenía los ojos hinchados y la
piel pálida y cuarteada. Gotas diamantinas se descolgaban de
los encarnados rizos hasta su frente y corrían alrededor de la
nariz. Montaba inclinado sobre el pomo de su silla, con las
riendas flojas y una mano bajo la capa, sujetando un paño
teñido en sangre contra las costillas.
—Escucha —dijo. La mirada apagada, llena de dolor
compartido—, no fue culpa tuya.
651
—Pero si no hubiera gritado, ellas no habrían abierto la
puerta y ahora estarían vivas.
—Si los ogros no hubieran atacado Ylarnna, nada habría
pasado. —La voz de Korvia se endureció en un esfuerzo
adusto—. Si Kregar no hubiera traicionado a Khymir, nada de
esto habría pasado. Si Aukana y Misinia no hubieran iniciado
una guerra contra Bremmaner, nada de esto habría pasado. Y
si la princesa hubiera permanecido junto a su familia cuando
la necesitaban…
Korvia gimió y mostró los dientes prietos en una mueca
dolorosa.
—¡Señor! —saltó Pykewell, pero el jinete lo detuvo con un
manotazo contenido—. Tenéis razón, toda la razón. No fue
culpa mía. De la misma forma que yo estoy en lo cierto
cuando digo que deberíamos buscar un lugar en que
descansar y reposar esa herida, mi señor.
—Lo sé… —susurró él, presa de una repentina debilidad
—. Lo sé.
Pykewell echó mano de un odre que colgaba a un lado,
pero masculló un quejido decepcionado cuando comprobó la
piel desgarrada y el pellejo vacío. Miró en todas direcciones, en
busca de otra cosa que no fuesen bosques sombríos y colinas
lejanas.
—Si seguimos esta senda —explicó Korvia con la voz
rasgada y balbuceante—, deberíamos encontrar el camino de
Kjinderlar. Son las tierras de los Trent. Es un camino
transitado y no será complicado conseguir cobijo o ayuda,
quizá ambas si… no… he muerto antes.
Escupió las últimas palabras con el aliento y se
derrumbó sobre Pykewell que parloteaba tartamudo al tiempo
que trataba, con más pesares que gloria, de mantenerlo sobre
la montura.
—¡No caigáis, mi señor! —exclamó, bajo el peso del
cuerpo—. ¡Aguantad ahí arriba por todos los dioses!
Entre ahogos y jadeos, apoyó el cuerpo de Korvia en la
crin del animal y se dispuso a trepar a la grupa. El caballo
giró sobre sí mismo y él aulló cuando se sintió dar vueltas
como un molino al viento de mayo. Entre aspavientos
espantados consiguió atrapar al animal entre sus piernas y
tomar las riendas, rodeando con los brazos a su señor. Dio de
talones y el animal brincó al frente, con un trote saltarín que
desapareció a los pocos pasos, en que regresó a su postura y
andares taciturnos.
Lanzó unos pocos halagos a la bestia y sintió que su voz
de nuevo temblaba, y al escuchar su propia inseguridad se
sintió vulnerable y herido, una pulpa descarnada que se
deshacía en compasión. La tristeza se alimentó de sí misma y,
sin pretenderlo, revivió la masacre. Recordar escenas que
había vivido como si fuese otra persona, como si nada de
652
aquello hubiera pasado y tan solo fuese un sueño que se
esfuma con la lejana sensación de lo real. Cada parpadeo,
cada vez que los cascos del animal se hundían en el suelo,
una imagen nueva desgarraba su memoria. El gemido se le
volvió llanto desconsolado y sintió el impulso de gritar hasta
romper el cielo. Tartamudo, en un lloro ridículo, se contuvo y
apoyó la frente en la espalda de Korvia.
Perdieron a Vanya en las calles de Ylarnna. Desaparecida
en la vorágine de la batalla campal. El fuego asomaba a los
tejados, y una ensordecedora algarabía aterrorizada servía de
acicate a las llamas. Muerte, cuánta muerte y dolor. Korvia
tiraba de él y daba espadazos a los pequeños trasgos que
salían a su paso, cuchillos en alto, garras afiladas y sucias. Él
no podía creer lo que veía. Ogros de tamaño colosal que
rompían los cuerpos de hombres tal que cañas secas, sangre y
tripas y crueldad por todas partes. Madres que veían morir a
sus hijos, aplastados entre los puños de aquellos monstruos.
El hedor, el empalagoso sabor que todavía sentía al fondo de
su lengua, clavando las uñas y perseverando en su nariz.
Él solo era un bardo, un poeta mediocre. ¿Por qué tenía
que ver cosas que no deseaba imaginar siquiera? ¿Podría
algún día volver a cantar, a recitar un poema? El futuro se le
volvió una caverna lóbrega. Hacer reír sin dejar de llorar por
dentro. ¿Cómo fue capaz de reír antes, inconsciente a la
barbarie que lo rodeaba? Se sentía tan sucio, tan miserable y
diminuto. El mundo le resultó un lugar ajeno y amenazador,
inmenso, una fuerza demoledora que lo aplastaría si osaba
plantar cara. Un bardo sin hogar, desposeído de todo, incluida
la poca fuerza de su cuerpo esmirriado y el ingenio de su
cabeza loca.
De nuevo se encontró en el recuerdo, gritando, contra un
montón de canastos de mimbre. Se cubría los oídos con las
manos y cerraba los ojos, esperando despertar de un mal
sueño. Aunque nada desapareció. Korvia lo cubría y
empujaba, dando mandobles y patadas, mientras perseguían
a Vanya. Pero al llegar a la plaza se encontraron en plena
batalla. Un río de hombres armados irrumpió en Ylarnna tras
el clamor guerrero que los precedía. La tangana fue
monumental. Los ogros luchaban, rodeados de lanceros que
los hostigaban con sus picas. Las flechas silbaron sobre sus
cabezas, entre los gritos y el sonido metálico, el crujir de
huesos y la vida derramada.
Allí fue donde Vanya desapareció. En pleno combate.
Pykewell la buscó desesperado, sin escuchar sus propios
alaridos cuando rodaba por el suelo y se arrastraba, gateando,
a trompicones, entre las piernas y los cascos de los caballos.
No había rastro de la princesa, tan solo hombres y bestias
luchando con denuedo.
¿Cuánto había durado todo? Le parecieron días,
653
semanas. Ocultos a buen recaudo, lejos de los invasores ogros
y los trasgos, escuchó la batalla muy a pesar suyo. Korvia se
asomaba a la esquina y veía hombres que cargaban entre las
casas, estandartes que no eran los de Ylarnna, después lo
narraba con euforia contenida. Desenfundó su arma y saltó al
frente, preparado para unirse a la batalla. Pero Pykewell lo
detuvo y le impidió marcharse. Suplicó que no lo dejara solo,
que no acudiese a la lucha. Entonces fue cuando vio la sangre
manchar su camisa y Korvia se dejó caer a un lado, en un
silencio sorprendido y atónito. Eric Lamakil le había dado un
buen tajo antes de verlos escapar tras Vanya y toparse con el
garrote de un enorme ogro. Escondidos en un rincón, detrás
de un toldo raído, encontró el final de la aventura del bardo y
el traidor. Uno con las tripas abiertas, el otro lloriqueando
ante la muerte.
Sin embargo su historia no acabó allí. La mano de algún
dios caritativo trajo una densa niebla que engulló Ylarnna. La
batalla se diluyó poco a poco y los sonidos se apagaron en un
confuso griterío en la distancia. Abandonaron su refugio,
tomaron un caballo extraviado y desaparecieron en la
impenetrable marea blanca. Así fue como salvaron la vida,
aunque cargaron con la derrota.
Escuchó el relinchó, pero apenas se movió. Levantó el
rostro, desganado y vencido, tan abatido como la máscara de
un actor. De nuevo el sonido se apareció a lo lejos, o quizá su
eco, y sus cejas se alzaron como un resorte mecánico.
Parpadeó varias veces y sacudió la cabeza a los lados. Camino
adelante, en lo alto de una suave loma, dos jinetes trotaban
hacia él. Eran dos siluetas negras, aunque adivinaba los
yelmos, la armadura, y también una lanza larga rematada por
un banderín blanco y rojo. Sonrió aliviado y suspiró durante
un breve instante, hasta que recordó la guerra por el norte y
sus escasos conocimientos de heráldica. Lo habían visto, era
seguro que lo habían visto, y no quería acabar ensartado en
aquellas puntiagudas estacas.
—¡No, no, no, no! —gritó mientras hincaba los talones y
tiraba de las riendas—. ¿Es que nada va a salir bien?
Salió del camino y trotó campo a traviesa. El cuerpo de
Korvia caía a los lados, y él trataba de mantenerlo firme y
dirigir las riendas al tiempo.
—¡Señor! —Comenzó a cabecear en la espalda de Korvia
—. ¡Despertad señor, tenéis que luchar! ¡Solo será un
momento, por favor!
A su espalda escuchó el galope tendido, levantando
piedra y barro a su paso. No se volvió. Sacudió las riendas y
chasqueó los labios, animando al pobre penco, y esperando la
lanzada que pondría fin a su existencia.
—¡Vamos, maldito bicho! —chilló como un poseso, dando
saltitos sobre la silla—. ¡Cabalga, cabalga!
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Unos primeros arbustos servían de principio a una joven
arboleda. El animal, dando bufidos agotados, se internó entre
arces y pinos. Atravesó la cortina de la oscuridad y sintió las
ramas arañar sus brazos. Cerró los ojos, apretó los dientes y
dejó que el animal continuase su camino, hasta que un fuerte
golpe los derribó a ambos. Cayó de costado sobre un suelo
cubierto de agujas resecas. Se incorporó y observó, pasmado,
la grupa del animal desaparecer a pocos pasos. Korvia yacía
inconsciente, con el rostro hundido en el suelo. Se lanzó sobre
él y le dio la vuelta antes de morderse la lengua.
El silencio del día que muere en una arboleda cualquiera.
Los sonidos que delatan al intruso que husmea en busca de la
presa. Una rama que se rompe. Pykewell dejó de respirar y la
garganta se le contrajo en demanda de su sustento.
Los cascos piafaban muy cerca. Un relincho contenido,
casi un bufido. La hebilla metálica de una brida golpeaba el
cuero de los arreos con cada paso. Se quedó quieto, convertido
en una sombra entre las raíces bulbosas. Vio los cascos del
animal y sobre él distinguió al jinete. Las botas de cuero en
los estribos, armadura en las piernas, la camisola de malla y
el yelmo cerrado, con una docena de agujeros estrechos, como
los ojos de un monstruo sin rostro. La respiración, contenida
por el metal, parecía cavernosa y profunda. Pykewell intentó
tragar saliva, pero no pudo más que retorcer la lengua y
clavar las uñas en el cuerpo de su señor.
La primera lluvia de dardos lo golpeó en un estruendo
instantáneo. El hombre apenas emitió un quejido y resbaló de
su montura cubierto de las astas de los virotes. Pykewell dio
un respingo y se abrazó al cuerpo de Korvia. Las sombras se
volvieron una amalgama de formas que desaparecían entre los
troncos y ramas caídas. Escuchó ruidos de pelea y órdenes
que llamaban al silencio, susurradas a voces. Estiró la nariz y
trató de descubrir lo que estaba pasando, pero no vio mucho
más que la temprana noche cubriéndolo todo. El metal helado
de una espada tocó su barbilla.
—¿Y tú, quién eres? —preguntaron a su lado.
Se volvió sin moverse un ápice, gimiendo, lleno de terror
repentino, y se orinó encima.

No eran una banda de ladrones o buscavidas. Pykewell contó,


por lo menos, tres blasones diferentes, quizá cuatro, entre los
soldados que los acompañaban. La oscuridad ocultaba su
número; a veces distinguía un caballero, otras varios
ballesteros reunidos en círculo, hablando en un murmullo.
Pensó que era todo un ejército el que se ocultaba allí, y
agradeció a los dioses su buena mano al rodearlos de hombres
armados que, por el momento, no les habían rebanado el
cuello.
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Los condujeron hasta un claro abierto al cielo
encapotado. Un grupo de guerreros esperaba repartido entre
los troncos caídos a modo de improvisado concilio. La corteza
de los arces brillaba como la plata, manchada de cicatrices de
plomo. También lo hacían las armaduras, los ojos de los
hombres y las espadas clavadas en la hierba, de modo que no
había más color que aquel blanco inmaculado sobre el añil
oscuro. El guerrero que lo flanqueaba le dio un empujón y el
bardo cayó de rodillas en el claro.
—Encontramos a estos dos ahí fuera —anunció el
soldado—. Los perseguían unos jinetes de Kjionna.
Pykewell tenía el cuerpo magullado, aterido por el frío y la
humedad, así que su tembloroso titubeo al hablar fue de lo
más convincente.
—¡No quiero luchar! —exclamó con la voz rota.
Algunas carcajadas crecieron a su alrededor y él escrutó
en aquellas figuras armadas esparcidas en torno al claro. Un
caballero apareció frente a él. Su armadura era oscura, o eso
le pareció, tenía el pelo muy corto, joven y robusto, mostrando
una mueca chulesca y la boca torcida.
—¿Y quién ha dicho que sepas hacerlo? —lo interrogó
con una amenaza sarcástica.
—No sé… no sé… —corroboró Pykewell, dando cabezazos
asertivos—. Soy inútil en una lucha que no sea intelectual o
de talento. Conseguir herirme no tiene ningún mérito y
matarme resulta una pérdida de tiempo y esfuerzo, más de lo
primero que de lo segundo. Sin duda soy más útil vivo y de
una pieza, que muerto o mutilado.
—¿Adónde ibas? —preguntó un veterano guerrero con la
barba trenzada—. ¿Y qué le ha pasado a ese?
Pykewell respondió sin dudarlo un instante.
—Nos dirigíamos al norte. Mi buen señor va a contraer
matrimonio con la hermosa Clarisa la Hermosa. Es el hijo de
un importante noble de las tierras altas, al otro lado del río.
En nuestro camino fuimos asaltados por un numeroso grupo
de bandidos. Todo el séquito murió o huyó amedrentado y yo
conseguí escapar con mi amo. Los bandidos habían sido
contratados por el primo de mi señor. En secreto, el abyecto
primo había urdido un plan para dar muerte a mi señor
durante el viaje y hacerse con la hermosa Clarisa…
Un revés con el dorso de la mano le giró el rostro y
convirtió sus palabras en un esputo sangriento. Pykewell cayó
de lado y recogió las piernas contra el pecho.
—¡¿Acaso osas reírte de mi padre?! —exclamó el guerrero,
tomando al bardo por la pechera y sacudiéndolo como un
fardo.
—No lo maltrates, Loetter —dijeron desde un costado—.
Tus golpes no harán mejores las cosas.
Loetter arrojó al suelo al indefenso Pykewell y se volvió
656
hacia su interlocutor.
—¡Maldita sea, Bruswic —rugió—, no me des órdenes!
Estamos en mis tierras.
Ante Pykewell apareció un hombre alto y bien plantado,
de mentón cuadrado y ojos grandes y sinceros. Le tendió la
mano y lo obligó a incorporarse. Pykewell se quedó con el
cuerpo encogido y las manos entrelazadas frente al pecho.
—Las tierras son de tu padre y también la supuesta
ofensa —replicó Earric—; pero todavía no ha pronunciado
palabra.
Loetter se volvió hacia el viejo que observaba, acariciando
las trenzas de su barba.
—Deja al alfeñique, Loetter —gruñó el patriarca de los
Trent.
—Ahora responde a la pregunta que te hicieron —dijo
Earric al bardo—. No te pasará nada. Seas quién seas.
Pykewell dudó un instante y evitó de soslayo la agresiva
pose de Loetter, con los brazos en jarras y el gesto vuelto
rabia. A su alrededor el resto de caballeros esperaban en la
tiniebla.
—Mi nombre es Pykewell, bardo de la familia del rey
Khymir. —La voz le nació en un fino hilillo tímido que ganó
cuerpo poco a poco, aunque no lo suficiente como para
impresionar a aquellos hombres de armas—. Yo escapé con la
princesa Vanya hacia los brazos de su prometido Kregar
Kikkuril. Sin embargo, fuimos atacados por los De Arenoso y
secuestraron a la princesa, quizá con la intención de
entregarla a su padre, tal vez no… Peripecias del destino los
De Arenoso dieron con su cabeza ante el verdugo y la princesa
acabó prisionera de Khymil Eana, que ahora está muerto y su
ciudad tomada por los ogros. Vimos cómo la princesa Vanya
escapaba, pero la perdimos en la lucha. Mi señor de Korvia y
yo vamos tras ella… Esa es nuestra historia.
Earric se giró y varios hombres se pusieron en pie para
descubrirse los ojos en la oscuridad. Su hermano Luthais,
entre ellos, se acercó con el brazo izquierdo entablillado hasta
el codo y en cabestrillo sobre el pecho.
—¿Es eso cierto? —preguntó Loetter.
—Le has pegado al bardo del rey —apuntó su padre con
disgusto.
—¡El rey está muerto! —exclamó su hijo.
—En realidad siempre tuve mejor relación con la reina —
intervino Pykewell, dedo en alto, con tono de disculpa—. Y que
yo sepa todavía sigue viva.
—¿Y qué importa eso? —Alzó un puño y sus palabras
sonaron compungidas—. Kregar controla todos los Campos
Aukos y, a estas horas, es probable que Kivala haya caído.
Siga o no siga viva, la reina no manda en Aukana.
—Kregar tampoco lo hace —dijo Earric, aplacando la
657
furia contenida del Trent—. Jornealven todavía resiste en el
norte y nadie ha dado un paso al otro lado del Adah Nah.
—¿Por cuánto tiempo? —bufó Loetter, desdeñoso—.
Estamos acabados, rodeados por todas partes, los misinios,
Kregar y los ogros. No tenemos salida ni podemos esperar
ayuda. Reza a ese dios tuyo, si no te ha dado la espalda,
porque el fin está cerca, Bruswic.
Earric dio un paso adelante y levantó un poco los brazos,
dispuesto a cerrarle la boca a Loetter. La voz de Likud, su
padre, evitó el choque.
—¡Basta! —gritó, se puso en pie y los separó de un
empellón—. Mi hijo tiene razón. El monje renegado también la
tiene. La reina no manda en Aukana, tampoco lo hace Kregar,
ni siquiera los misinios. No sé quién controlará el reino en el
futuro, pero sí sé quién no lo va a hacer: nosotros. Apenas
somos un par de centenares y la mayoría están heridos y
agotados. Puedes apoyar a la reina o a Kregar, pero eso no nos
salvará el pellejo.
—¿Qué propones con tanto fatalismo? —lo interrogó
Luthais, aparecido tras Earric.
—Yo tengo una familia, De Bruswic —respondió el viejo
Likud, henchido de orgullo con la palabra en los labios—.
¿Qué crees que pasará cuando los hombres de Kjionna entren
en Kivala? ¿Y cuando a los ogros se les ocurra tomar el
camino que lleva a mi villa? No pienso esperar que eso ocurra
y encontrarlos colgados por los pies con la piel a tiras,
alimento para los pájaros. Me vuelvo a casa, a poner mi
familia a salvo y advertir a mis siervos. Te recomiendo que
hagas lo mismo, Bruswic.
—Un momento, Likud. —Luthais levantó la voz a pesar
de que el dolor punzaba en su brazo—. Teníamos un pacto…
—¿Y de qué sirve ahora? —saltó el viejo cacique y las
trenzas de su barba bailaron de un lado a otro—. Esa alianza
murió con la derrota. Esa es la verdad, nos han derrotado. —
Hizo una pausa, desplegó un brazo y recorrió el círculo de
nobles a su alrededor—. Se suponía que los Eana se unirían a
nosotros y después plantaríamos cara a Kikkuril, pero en su
lugar encontramos una ciudad aplastada por ogros. ¡Ogros! Ni
siquiera yo había visto nunca una criatura semejante, y son
peores de lo que las historias cuentan. Dime, ¿para qué debo
mantener viva una alianza que solo me va a traer la muerte y
la desgracia?
Luthais bajó su vergüenza a tierra y suspiró.
—Tiene razón. —La voz se le escapó en un susurro—. Es
tiempo de retirarse y rezar. Lo que se podía hacer ya se ha
hecho. Corred a casa y buscad un lugar en que ocultaos.
Después, cuando el mal os sorprenda, cosa que también es
inevitable, preguntaos qué hicisteis mal durante vuestra vida.
—No puedes seguir luchando —objetó Loetter con la boca
658
pequeña.
—¡Siempre se puede seguir luchando! —Dio un golpe al
aire con su brazo sano—. Esa princesa, la hija de Khymir es la
única heredera de su casa. Si la encontramos y asiste al
próximo Consejo Auko podría decidir quién gobernará
Aukana. ¿Por qué debería sentarme a esperar cuando puedo
cambiar las cosas?
—Nada va a cambiar, hijo —masculló Likud, abatido y
paternalista—. Todo eso que has dicho, el Consejo Auko, el
gobierno del reino… todo se ha esfumado esta mañana entre
los dedos de esos ogros que han tomado Ylarnna. Lo que
hemos presenciado era el principio del fin, debéis ser
conscientes de ello, porque ya nada volverá a ser lo que era.
Las nubes se corrieron lo suficiente como para que una
claridad lechosa iluminase a los presentes. En el silencio
algunos se descubrieron en los rostros de los otros,
dubitativos y agotados. Las palabras de Likud habían hecho
mella en su maltrecho espíritu, y la pequeña grieta se había
convertido en una brecha insondable.
—Haremos ambas cosas —dijo Earric, todavía cavilando
sus palabras, quizá formando la explicación adecuada—. No
hace falta elegir si podemos tomar más de un camino. —Se
volvió hacia su hermano—. Ve a Bruswic y prepara la partida
de todos. Abandonad la villa y salid hacia las tierras de los
Klint, al otro lado del lago, en las montañas. Buscad un lugar
para pasar el invierno apartados de la guerra y los ogros.
—¿Qué harás tú? —Luthais observó el rostro evadido de
su hermano.
—Yo encontraré a la princesa junto con el bardo y el otro.
Todavía no está todo perdido, aunque así lo parezca.
Pondremos a la heredera de los Kaikú a salvo y veremos qué
pasa con la guerra, el Consejo Auko y ese traidor de Kikkuril.
Aún podemos luchar. —Earric sonrió y guiñó un ojo a su
hermano—. Eres el señor de la torre, y tienes que cuidar de tu
familia y tu pueblo. Ve y salva Bruswic.
El paladín tomó por la nuca a su hermano y lo zarandeó,
afectuosamente.
—¡Un momento! —exclamó Likud Trent, con un
aspaviento amenazante—. Jodido clérigo del tres al cuarto, no
vas a llevarte toda la gloria por esa locura romántica; es un
mérito demasiado pesado para los hombros de un De Bruswic.
Además no he terminado mi discurso. Nosotros también
buscaremos a la hija de Khymir. Mi hijo Loetter irá con
vosotros.
Luthais saltó con una objeción en los labios, pero su
hermano lo detuvo con una mano en el pecho.
—No utilizaremos a la princesa como moneda de cambio
para salvar el pellejo —dijo Luthais de forma suspicaz—. Ella
elegirá su destino frente al Consejo Auko.
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—¿Por quién nos has tomado? —escupió Loetter, alzando
el labio en una mueca animal—. Nos insulta al tratarnos como
a mercaderes, padre.
—Calla, Loetter. —Likud tiró de los nudos de su barba en
actitud pensativa—. Tienes mi palabra, De Bruswic. Estamos
juntos en esto; hasta el final.
De forma ceremoniosa, Luthais y Likud se dieron la
mano, entrelazando los antebrazos, con la mirada penetrante
y resuelta ante el pacto y sus consecuencias. Ambas familias
sellaban así lo que podía ser su exterminio a manos del nuevo
señor del sur de Aukana, Kregar Kikkuril. Sin embargo, ante
la tormenta de la guerra, abrían una puerta a la esperanza.
Jornealven resistía en la ciudad de plata y los Caudillos de
jinetes permanecían en sus prados, ajenos a los designios de
reyes que nunca les habían importado demasiado. Cada uno
de los caballeros se comprometió a un pacto secreto, ocultarse
y esperar hasta devolver la venganza a Kregar y los ogros.
—¡Volved a casa y corred a los campos! —exclamó Likud
a los hombres que los rodeaban—. Poned a salvo a vuestra
familia, lejos de la guerra. Los aukanos siempre fueron un
pueblo de exiliados… —El viejo se apagó en un rugido
apesadumbrado—. Va siendo hora de volver a los orígenes.
El oscuro bosquecillo se inundó con los sonidos de la
partida y las conversaciones murmuradas. Los hombres de
armas cargaron a la espalda el escudo y el petate, y los pajes
acercaron su montura a los pocos caballeros que se pusieron
en pie, doloridos y abollados por dentro y por fuera. Luthais y
Earric se abrazaron sin decir una palabra. Los ojos del menor
de los Bruswic brillaron húmedos en la noche y el paladín le
tomó el rostro por las mejillas.
—Esto no es una despedida, hermano —dijo Earric—.
Tan solo el principio de un reencuentro. Volveré a casa, lo
prometo.
Pykewell, que se había arrodillado junto al cuerpo
tendido de Korvia y había escuchado todo, desapercibido,
agitó una mano en lo alto.
—¡Disculpad! —dijo el bardo—. Me parece muy bien
vuestra decisión, caballeros aukanos, digna del mejor poema
épico que se haya escrito. Pero debo hacer hincapié en que mi
señor Korvia está malherido y a pesar de su gallardía,
demostrada en múltiples ocasiones, no le veo capaz de montar
y menos de buscar princesas perdidas en la noche aukana.
—¡Llamad a mi médico! —ordenó el viejo patriarca de los
Trent.
—Un momento —intervino su hijo Loetter y se acercó al
bardo, que retrocedió, atemorizado ante el guerrero—. ¿Has
dicho Korvia? ¿Tu señor es Skadi Korvia?
—Así me dijo que lo llamase.
Loetter miró a su padre y chasqueó los labios.
660
—Entonces deberíamos dejarlo morir y evitar a la futura
Aukana una estirpe maldita.
—Eso no sería justo, noble señor —replicó el bardo—. No
he visto nada en él que me hiciera sospechar. Y no puedo
decir que su compañía fuese nefasta a mi suerte, de hecho, es
gracias a él que me encuentro aquí y no en el puchero de
algún ogro con mal gusto y peor olfato.
—Los Korvia llevan con ellos la mala suerte. Su compañía
trae la desgracia, la enfermedad y la muerte. Nada bueno
puede pasar cerca de tal pájaro —ladró, lleno de desprecio—.
Todo el mundo lo sabe.
Pykewell lo observó anonadado, miró a otra parte e
inclinó la cabeza al tiempo que se pellizcaba el mentón.
—Así pues —dijo el bardo, meditabundo—, todo este
asunto debe de ser culpa suya…
El joven caballero se envaró, presa de furiosa
indignación.
—Loetter —gruñó su padre y dio media vuelta hacia el
resto de sus familiares—, no digas tonterías.
—Pero padre… —gimoteó él y lo persiguió en las
sombras.
El cielo se había abierto en lo alto y un campo de
estrellas salpicó la negrura infinita de la noche. No había luna
que iluminara el cielo, pero a la tenue claridad los hombres se
pusieron en marcha y abandonaron el cobijo del bosque.
Muchos regresarían a casa al amanecer, con la triste noticia
de la derrota ocurrida en Ylarnna. La incógnita del futuro se
presentaba como una serpiente inmóvil, ojos muertos como
perlas negras que observan una presa demasiado débil para
presentar batalla. Habían comenzado el día con la baza de
una batalla ganada y el destino de Aukana en las manos, pero
al caer el crepúsculo todo se había desintegrado bajo el golpe
del garrote ogro y el gañido del halcón en lo alto.
—Disculpad, señor —llamó Pykewell—. Me temo que no
os habéis presentado y yo sí desvelé mi nombre cuando me
fue requerido.
—Tienes razón —respondió el paladín, que atendía a las
necesidades de los suyos antes de la partida—. Mi nombre es
Earric de Bruswic.
Se dieron la mano y el bardo se inclinó en una reverencia
nerviosa y alegre.
—Gracias por vuestro apoyo, mi señor —dijo—. Podéis
contar con mis habilidades en adelante y también con mi
estima.
Earric asintió y regresó a sus labores junto a su
hermano. Pykewell pensó que era un tipo extraño aquel monje
renegado. Tenía un porte excepcional a pesar de su vieja
armadura, la voz segura y potente cuando hablaba, e
inspiraba confianza. Sin embargo había una floja pesadumbre
661
bajo sus cejas y una sombra taciturna que dejaba a su paso,
camuflada de modestia o vergüenza.
Le ofrecieron un capote y se acuclilló junto a Korvia
mientras curaban sus heridas. Entró en calor apoyado en un
recodo seco y se hincó el gorro hasta las cejas. Sus músculos
se fundieron poco a poco, de la misma forma que la
mantequilla se vuelve blanda. Había pasado por tanto
sobresalto en los últimos días. El cansancio sustituyó a la
culpa y el dolor se diluyó en sus venas. Se dijo que debía
escribir todo aquello a la mañana siguiente, que no podía
dejar pasar la oportunidad para un gran poema, una canción
o quizá un cuento. Herido por el sueño se derrumbó contra la
corteza del árbol. La figura de Earric permanecía en pie, en el
linde del bosquecillo, atento a la partida de su hermano y los
hombres que regresaban a casa. Antes de cerrar los ojos,
Pykewell vio cómo levantaba la mano y después recogía el
puño contra el pecho, sobre el corazón. El bardo suspiró de
forma involuntaria, sonrió y cayó dormido.

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CAPÍTULO 53

Suave arrojó las retorcidas ramitas en las llamas, se agachó y


comenzó a soplar hasta que un humo lechoso y espeso nació
bajo el pequeño caldero. Después se frotó las manos y respiró
sobre las sucias yemas de los dedos antes de mostrarlas al
escaso calor de la fogata. Espiró y removió con el cucharón el
caldo insípido, claro como el agua de manantial, en el que
flotaban hojas verdes y restos de grasa gelatinosa. La barba
nacía en sus mejillas como un reflejo tiznado, y sus ojos se
veían como el hielo húmedo en una mañana gélida.
—Este puchero no hervirá nunca —dijo para sí mismo.
El cielo estaba despejado, tan azul que hería a la vista,
sin otro límite que el horizonte brumoso que lo encadenaba al
mundo. El resto de compañeros, excepto Hill, que había salido
en busca de caza o simplemente a explorar el camino de
vuelta, esperaban sentados, cubiertos bajo capotes de los que
surgían vaharadas congeladas entre tiritones involuntarios. El
único que parecía no encogerse ante el frío era el gigante
Reidhachadh, con una simple camisa, abierta hasta la mitad
del pecho y las manos desnudas, imperturbable ante el
cortante filo de la helada.
Habían pasado dos días desde que dejasen atrás la casa
de Geronte. Lestick y Tull yacían ahora enterrados junto con
el brujo y sus hijos, engendrados en su retorcido y malsano
propósito, aunque también muchas otras cosas quedaron
entre los cascotes del templo abandonado. El mundo,
desposeído de calor, se les presentaba como un laberinto de
despeñaderos y cañones infinitos. Caminaban, sin descanso,
en el pedregal helado, tan silenciosos como una compañía
fantasmagórica que vaga en busca del camino a casa. Pero el
retorno era una quimera, un regusto derrotado y agrio que, en
el fondo, sabían no se produciría nunca. Dromm no era su
hogar, tan solo era una ciudad asediada por los ejércitos
enemigos; volver atrás no haría regresar las cosas. Todo había
cambiado. Ellos habían cambiado.
El silencio mudo se había vuelto su nuevo compañero de
viaje. Las miradas eran esquivas, resbaladizas como las
conversaciones. Un lánguido sentimiento se cebó en el grupo,
de la misma forma que el frío nocturno les había mordido
hasta el hueso, inoculando el veneno del abatimiento en sus
espíritus. Kali permanecía encogida, bajo su capote. En la
profundidad de la capucha, su níveo rostro y los ojos afilados
y sin color le daban un aspecto animal, ausente y contrito a la
vez, perdido en pensamientos y recuerdos de lo pasado.
Los sueños la habían asaltado con virulencia salvaje.
Despertaba agitada, empapada en sudor agrio, la boca seca y
663
la eterna sensación asfixiada que la hacía emerger de entre las
mantas en busca de aire renovador. Entonces respiraba
aliviada, mientras todos dormían, y lo encontraba allí,
impertérrito a la luz de la luna, con la humedad congelada
sobre la piel, como una fina película de destellantes estrellas.
Reid permanecía despierto, sentado con las piernas cruzadas,
los pies descalzos y las manos en las rodillas. Apenas se
miraban un instante y ella, exhausta, se avergonzaba sin
motivo ante el gesto rocoso del gigante y volvía a cubrirse para
recoger las piernas contra el pecho y esperar en vano el
descanso. Sentía la presencia del gran hombre de Bront, como
un guardián que conociera sus desvelos, la angustia que ardía
en su interior y la agitaba como un torbellino iniciado por el
poder de Geronte. La huella del dolor era una herida abierta
que palpitaba noche y día en su corazón.
En su sueño había visto a una mujer. Tenía el pelo
trenzado y lleno de cuentas y piedras y huesos que se
agitaban cuando caminaba frente a ella. Kali la seguía y, de
vez en cuando, ella se volvía sobre el hombro y la llamaba sin
palabras, solo una sonrisa. Un deseo irresistible la empujaba
a seguirla; un ardiente vacío que la atrapaba por las tripas y
tiraba de ella hacia aquella mujer y su cuerpo, de la misma
forma que el vacío lo llama a uno con su sinuosa voz, llena de
peligro vertiginoso. Había un oasis de seguridad tras sus
pasos, un aura que le sugería el camino a seguir.
Después, desnudas, se abrazaban y ella enfrentaba su
rostro. Tenía los ojos grandes, marrones, y la nariz bien
formada, como una cumbre flanqueada por los pómulos. La
mujer le acarició el rostro y las cuentas y collares que
colgaban de su estilizado cuello refulgieron por un instante.
Sonrió de nuevo, quizá leyendo en su congoja e interpretando
sus temores.
—Nadie puede decirte lo que eres —murmuró a sus
labios, tomándola por la barbilla y levantando su pesadumbre
—. Tu destino es solo tuyo.
Suave retomó con denodado esfuerzo su intención de
cocinar un caldo y calentar el cuerpo con algo que no fuese
carne en salazón. Las fibrosas raíces ardían en una humareda
sin apenas llama y escapaban en todas direcciones, llevadas
por repentinas ventadas heladas. El resto apenas prestaban
atención al monje, que mascullaba entre dientes maldiciones
obscenas. Olen, tendido en un rincón, había desgarrado un
saco y envolvía con las tiras de tela sus maltrechas botas.
—Nunca lograrás encender un fuego aquí —apuntó el
mercenario mientras anudaba los paños en torno a su tobillo.
—Todo es cuestión de paciencia —dijo Suave, con el
rostro pegado a tierra, dando delicados soplidos a las
humeantes brasas—. ¿Quieres apostar tu ración?
—Apostaría mi villa a orillas del Mar de Mis si no fuera
664
porque no la tengo —respondió—. Esas ramas resecas, tan
duras como una piedra, no arderán nunca. Y aunque lo
hiciesen, sería tan breve que el caldo no podrá más que
templarse.
Suave se incorporó con la boca torcida y el cejo prieto,
miró a otra parte y volvió su atención a Olen con una sonrisa
carente de paciencia.
—Tus quejas me cansan, Olen —dijo—. Si no vas a ser de
utilidad, por lo menos apuéstate tu ración y cenaré doble.
—Tan solo soy realista —insistió él, encogiendo los
hombros—. Esa leña que apenas calienta no hará que el agua
hierva, cenarás un potaje frío y sin cocinar, y dormirás sobre
el suelo congelado con el estómago revuelto. Si quieres mi
ración puedes quedártela.
El clérigo se sentó sobre los talones. Su rostro alargado
estaba serio, conteniendo una amenaza. Suave ya no era el
hombre lleno de desparpajo y despreocupación infantil que
recordaban. Pasaba los días discutiendo con Tull, soltando
puyas afiladas al orondo clérigo guerrero, bromas
malintencionadas que después compartía con Kali en breves
momentos cómplices. Sin embargo, Tull había ido a reunirse
con su dios, dejando a Suave un tanto solo. Hill era un
aukano nómada, tan silencioso como una tumba, y el antiguo
ladrón convertido en monje se encontraba dolido y, tal vez,
despechado ante su misión.
—A veces me pregunto por qué motivo nos acompañaste
—dijo—. Tú que solo sabes, comer, dormir y quejarte del
trabajo de los otros. Tienes la lengua muy larga. ¿Sabes lo que
les pasa a los charlatanes en Ursa? —Chasqueó la lengua e
imitó un gesto cortante y rápido a la altura de los labios.
—Reid —musitó Olen, con los ojos puestos en los
cuchillos de Suave—, quizá ha llegado el momento de enseñar
al monje que ya no está en Ursa.
—¡Parad! —exclamó Trisha, cubierta con su manta de
viaje—. No seáis idiotas y dejad de discutir por necedades. Tú
ocúpate de la cena y tú de mantener la boca cerrada y
agradecer el trabajo de los demás.
La autoritaria voz de la mujer les hizo regresar a sus
quehaceres con un murmullo retador. Después, Trisha cerró
la manta en torno a su cuello y se volvió hacia la silenciosa
Kali. La muchacha permanecía ajena a la discusión, tan
evadida como lo había estado desde que escaparon de
Geronte. Al final Trisha no obtuvo respuestas del viejo arcani,
aunque llegaron a tiempo de rescatar a Kali de sus garras. Sin
embargo, la muchacha no le había contado qué tramaba
Geronte, si es que lo había descubierto, o por qué enviaba a
sus hijos tras ella. Trisha sabía que Kali le ocultaba algo, que
una comezón se ocultaba tras el velo de su fría ausencia, y eso
preocupaba a la mujer y la hacía sentir impotente.
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Se sentó a su lado e introdujo la mano bajo el capote,
hasta encontrar su rodilla y apresarla con rudeza cariñosa.
Kali la miró sin pestañear. El brillo había abandonado sus
extraños ojos y se veían más incoloros que nunca. Tenía el
pelo sucio, asomado al gorro en forma de afiladas guedejas
brunas. También había perdido peso, todos lo habían hecho,
pero Kali se veía diferente, la piel seca y los labios escuálidos y
transparentes. Casi parecía un muchacho taciturno.
—¿Estás bien? —preguntó Trisha, sonriendo con un
guiño.
Kali no respondió. Asintió y parpadeó varias veces antes
de encogerse de nuevo bajo su capote.
—Hace frío —apuntó la mujer con la vista puesta en el
cielo—. Pronto llegarán las primeras nevadas. Esta noche será
dura.
—Me muero por una habitación a cubierto y un fuego de
verdad.
—Podemos dormir juntas —propuso, con un mohín
alegre—. Nos daremos calor la una a la otra. ¿Te parece?
Kali asintió con una sacudida repentina.
—Estás muy delgada —observó—. Tienes que comer más.
—No hay mucho que comer —replicó, desganada.
—Cuando estemos en casa podrás comer cuanto quieras.
—Dromm no es mi casa.
—Me refiero a mi casa. Róndeinn. —Trisha sonrió y habló
cerca de su oído, con la habitual calidez de su suave voz—. Te
gustará. No hace tanto frío como en el norte; y el río, el bosque
de Oag… —Entonces sus palabras fueron devoradas por la
duda y ladeó el gesto al escrutar la evasiva indiferencia de la
chica—. ¿Kali? ¿Ocurre algo?
La muchacha negó con la cabeza y la miró, ceja en alto.
Trisha todavía sonreía, de una forma pasmada, quizá un poco
incrédula ante la distancia que sintió entre ellas.
—Algo te pasa. Estás cambiada —afirmó en voz baja—.
¿Es por lo que te dijo Geronte? Kali, escúchame. Puedes
contar conmigo. Si no me dices lo que te pasa, no podré
ayudarte. ¿Qué te dijo?
—Nada. No me dijo nada. —Cerró el capote sobre el
pecho, tratando de retener el escaso calor que brotaba de su
cuerpo y pasó la lengua por los labios—. Es solo que…
esperaba una respuesta.
—Kali…
—Solo quería saber por qué.
—No hay una razón para todo —dijo, empapada en una
repentina lástima—. Las cosas, a veces, simplemente ocurren.
—Ya…
Trisha la observó y no dijo nada. Había un asomo de
tristeza y compasión en los hoyuelos que formaban su ligera
sonrisa, también en las arrugas de sus ojos, entre las pecas
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que poblaban sus pómulos. Deseaba ocultar aquel
sentimiento, encubrirlo con la confianza y el optimismo, pero
podía ver el sufrimiento de Kali, los fantasmas de su pasado y
el horror a un futuro incierto. Demasiado para una chiquilla
tan joven, tan vulnerable, a pesar de su rudeza, de ser la hija
solitaria de un cabrero, criada en las montañas agrestes;
imposible no resultar herido con una carga tan peligrosa.
—Es que… —titubeó Kali—, no sé qué está pasando. Me
siento triste y no quiero… a veces tengo ganas de llorar, sin
motivo, ni nada… —Tomó aire y resopló con esfuerzo—.
Cuando él se metió en mi cabeza me dijo cosas horribles,
cosas que yo llevaba dentro sin saberlo. Fue… —cerró los ojos,
como si tratase de apartar el recuerdo— horroroso. Y lo
repetía, una y otra vez. Tantas cosas…
—Pero eso ya ha pasado.
—¡No ha pasado! —saltó y se enfrentó a ella—. Sigue
aquí…
—Kali…
—¡No me trates como una niña!
—No lo hago.
—Sí lo haces; todo el tiempo. Me tratas como si tuvieses
que cuidar de mí y no quiero que lo hagas. No soy una niña,
puedo cuidar de mí misma. Siempre lo he hecho.
Trisha, de nuevo, asintió de forma solemne y tragó saliva
con los párpados caídos.
—Kali —dijo—, los amigos cuidan los unos de los otros.
Eso hago yo, preocuparme por ti.
—Entonces, ¿por qué me tratas como a una niña? —
Había una queja en su voz trémula, un castigo oculto.
—Porque eres una niña… —aseveró, y sintió cómo sus
palabras golpeaban a la muchacha—, y no lo eres. Todavía
tienes mucho que aprender y para eso estoy yo aquí, para
acompañarte en tu camino.
—Puedo ser lo que quiera —murmuró tras un velo
afligido.
—Por supuesto que puedes serlo —sonrió, espantando
los demonios de la compasión, y le tomó con fuerza la mano—,
cualquier cosa que desees. Yo confío en ti.
Kali asintió varias veces y devolvió la mirada a Trisha.
Ella le acarició el rostro mientras buceaba en sus afilados
ojos. Estaba cubierta con una máscara dura como la roca, las
facciones rígidas y la determinación en el entrecejo. Inclinó el
gesto, extrañada, nunca había visto a Kali de aquella manera.
La sombra de la sonrisa se le volvió una arruga inquieta.
—No quiero que uses tu poder con los monjes —dijo Kali
de forma repentina.
Trisha parpadeó varias veces y se esforzó por no levantar
la voz.
—¿Qué…?
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—Voy a volver a Dromm. Lo he pensado mucho y no voy
a ir a Róndeinn. No por el momento.
—Pero… —Trisha tartamudeó y miró sobre su hombro.
Los otros permanecían ajenos a su conversación—. ¿Por qué?
—No lo sé —dijo tras un instante en que sus ojos se
posaron sobre las piedras rotas a sus pies.
—¿No lo sabes?
—Es algo que no puedo explicar. Siento que se lo debo. A
ellos… a los monjes.
—Tú no le debes nada a nadie y menos a esos monjes. —
La agarró por el borde de la capa y la sacudió—. ¡Kali! Si te
hubieran atrapado hace un año habrías acabado en un
calabozo o quemada en una pira. No sabes de lo que son
capaces. Los he visto hacer cosas horribles. Ven conmigo y
aléjate de sus perfidias.
Se miraron fijamente, con la desesperación repentina
desbordando el silencio de Trisha, un temor viejo que nacía en
la supervivencia. Kali tenía el semblante tan frío como la voz y
sus palabras la cortaron de la misma forma que un puñal raja
la carne y derrama el alma.
—Pero ¿y si tienen razón? —la interrogó Kali—. ¿Y si lo
que dijo Anair era cierto? Siento que debo quedarme con ellos.
Trisha no disimuló el disgusto y resentimiento de su
mueca.
—Anair es una rata —escupió, casi abandonando el
murmullo, volvió a mirar sobre el hombro y continuó en un
susurro—. No puedes creer nada de lo que diga. ¿No ves que
pretende utilizarte en su favor?
—Geronte y él dijeron lo mismo. —Trisha se envaró,
atónita—. Dijo que sí hay un plan de Dios para todos. Que no
se puede escapar al plan y… Siento que es mi destino.
—Pero… ¿Qué estás diciendo? —masculló entre dientes
—. Mira, no sé qué te dijo Geronte, pero no estoy segura de
que hayas entendido algo. Tú no sabes lo que significa el
destino. Ellos lo utilizan para volver el mundo a su
conveniencia. Ese es el destino que quieren para ti, el único
plan divino que les interesa. El destino es una mentira, Kali.
No existe. Se forma día a día.
Kali masticó las palabras de Trisha y sus ojos divagaron
de un lado a otro. Cuando se volvió hacia ella estaban
cargados de un triste reproche.
—Entonces ¿por qué no me dejas que elija mi camino? —
le preguntó.
—Porque te estás equivocando, Kali —respondió,
moviendo la cabeza a los lados, de la misma forma en que se
acostumbra uno a la derrota.
—Vuelves a tratarme como una niña.
—Porque eres una niña.
—Ya no.
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Trisha se incorporó un poco, presa de la extrañeza, con
las cejas caídas y el rostro lívido. Sacó la mano del capote de
Kali y sintió el frío del exterior.
—Eso no está en tus manos —murmuró, abatida y
desolada—, no del todo.

Esa misma noche la primera ración humeante del caldo de


Suave fue para Kali. El monje se acercó a ella con una sonrisa
que ella correspondió y le entregó, de forma diligente, una
escudilla que rebosaba su contenido. No era un buen
puchero, pero la grasa se había fundido y el tibio brebaje
sirvió para ahuyentar la helada durante un rato. Olen cenó un
trozo de carne ahumada y masticó unas pocas raíces crudas
mientras refunfuñaba en un rincón, pero nadie le hizo
demasiado caso. Cuando llegó la hora de dormir, Kali se
tumbó junto a Trisha y esta la abrazó contra su pecho,
envueltas en las mantas de viaje y sus capas. No volvieron a
hablar, aunque ambas permanecieron despiertas hasta bien
entrada la noche, desveladas por las decisiones tomadas y el
temor a lo desconocido.
Los días siguientes pasaron como una penitencia eterna.
Se levantaban, caminaban por angostos barrancos, luchaban
contra el fuerte viento del norte y buscaban un cobijo en que
acampar una noche más. No parecía el viaje de retorno al
hogar que debería haber sido. Agotados, con los pies
magullados y heridos, la piel cortada por el inclemente frío de
la montaña, avanzaban paso a paso, cabizbajos, alicaídos y
sin mucha más fuerza que la necesaria para continuar su
duro periplo.
Kali conoció el momento exacto en que Trisha comunicó
a Olen y Reid su intención de regresar a Dromm y posponer
su viaje al sur. Los observó cuchichear un momento previo a
la oscuridad, cuando el horizonte era una franja flamígera y el
cielo una bóveda violeta y añil horadada de estrellas. Olen la
miró desde lejos, con dureza y esa máscara de compasión
decepcionada que había gastado Trisha. Reid no dijo nada. El
gigante hubiera seguido a Olen a cualquier parte y no parecía
involucrarse en la incertidumbre, espiritual o mundana, de los
otros. Desde aquel día todos estuvieron más lejos, el vendaval
arrasó con las conversaciones y el poco optimismo que, en
contadas ocasiones, había aflorado en el grupo.

El cielo comenzó a sembrar las montañas de copos de nieve,


gruesos como ciruelas, la misma mañana que Dromm
apareció al final de La Senda Alta. Respiraron aliviados al
contemplar la silueta de la urbe excavada en la roca y también
la puerta que se cerró tras su partida. Kali recordó la figura de
669
Anair, con la mano en alto, y sintió un cosquilleo en su
estómago. Suave le sonrió antes de comenzar el descenso y
ella le siguió al trote. Todos se sintieron un tanto felices en
aquel momento. Habían sobrevivido a la montaña hostil y al
brujo Geronte, y la recompensa del calor humano, un lecho
mullido y comida bien cocinada, les hizo olvidar la amenaza
del inminente asedio.
Al poco de lanzarse al camino, la tormenta se volvió
copiosa y vengativa, y alternaba el aliento huracanado con
latigazos de hielo que les herían el rostro. Recorrieron los
últimos tramos del camino a paso vivo, con algún que otro
resbalón en la roca helada. Cuando llegaron a Dromm la
puerta los esperaba abierta y, tras ella, una comitiva de
bienvenida.
Medio centenar de monjes aguardaba en el pequeño patio
que precedía a la puerta de Dromm. La nieve se acumulaba en
los recovecos de su armadura y helaba las anillas de su cota,
otorgándoles el imponente aspecto de la roca y el hierro
arrancado a la tierra por los mismos dioses. A un lado, un
numeroso grupo de curiosos y también algunos hombres
legos, próceres de la ciudad, dejaban paso a los recién
llegados. Los observaron entrar con grandes ojos temerosos,
llenos de superstición y respeto a partes iguales. Los clérigos
guerreros abrieron un pasillo a su paso, en silencio, ocultos
tras sus yelmos cerrados. Kali se encontró al frente del grupo,
rodeada por una multitud armada de la que nacía un
murmullo contenido.
Anair la esperaba en el centro de la plaza. Flanqueado
por los monjes inquisidores, embutidos en sus grandes
armaduras de hombreras carmesí, se le veía pequeño, incluso
escuálido en su atuendo holgado. Bajo la capucha asomaba la
ligera sonrisa complaciente. Había recuperado el color e
incluso parecía rejuvenecido desde que lo dejaron hacía dos
semanas.
Cuando Kali llegó a su altura, el silencio se volvió un
incómodo y frágil espectador. Todos los presentes tenían los
ojos puestos en ella, y eso la hizo sentirse pequeña. No dijo
nada. Tan solo devolvió la mirada a Anair y su séquito de
clérigos guerreros. El inquisidor se adelantó hasta ella, con un
andar leve, casi delicado. Se quitó la capucha con ambas
manos. Tenía los labios finos y el pelo recortado sobre las
orejas. Las cejas arqueadas, como una línea afilada entre lo
sagrado y lo terrenal. Entonces, sin mediar una palabra, el
inquisidor hizo algo que Kali no hubiera imaginado.
Anair se postró ante ella. Hincó las rodillas en el suelo y
apoyó la frente en las sucias botas de Kali. Ella dio un
respingo, aunque levantó la mirada ante el estruendo de metal
que siguió a la acción del Alto Inquisidor. Los clérigos
guerreros se arrodillaron tras su líder, y con ellos el resto de la
670
plaza hizo lo mismo. Kali miró alrededor, sorprendida y
espantada. Las espaldas de un centenar de hombres se
inclinaban ante ella, en sumisión silenciosa. Parpadeó varias
veces y encontró a los únicos que todavía estaban en pie.
Olen, brazos en jarra, negaba con la cabeza mientras el
gigante Reid, tan inexpresivo como siempre, tomaba a Trisha
por los hombros. La mujer, entre sus enormes manazas,
parecía escuálida con el gigante a su espalda. Tenía la mirada
triste y el mentón arrugado, en un gesto taciturno y resignado
a la vez. Sin embargo, sus ojos verdes se contonearon como
una llama esmeralda.
Kali no llegó a escuchar la voz de Trisha en su cabeza,
apenas era un susurro contenido, un murmullo dolido aunque
lleno de amor. El viento del norte arreció en la zona alta de
Dromm y Kali supo, rodeada de aquellos monjes armados, que
estaba sola.

671
CAPÍTULO 54

Viajaron hacia el norte durante dos jornadas antes de cruzar


el puente de las dos puertas sobre el Hail. Anja pasaba los
días en el carruaje, entre mullidos cojines rellenos de lana en
los que se ocultaba Ziamud. Leía sus libros, practicaba con
palabras de poder y transmutaba el agua en hielo y después la
volvía vapor con un movimiento de los dedos. En ocasiones
reclamaba la presencia de Sarma. La muchacha se sentaba
frente a ella, con su deformidad apenas oculta por la capucha
de la capa. La interrogaba por sus visiones, por aquellos
lugares que escapaban a la vista del resto de mortales a pesar
de estar allí. Sarma le hablaba de los diferentes espíritus, las
auras de poder y los pasadizos oscuros que conducían a
lugares de los que no se regresaba. Después, Anja rebuscaba
en los textos arcanos y comprendía mejor los cinco estados del
alma tras la muerte. Poco a poco, aceptó los nueve círculos de
la existencia y los caminos y atajos entre todos los mundos
posibles.
Durante la noche, Kalaris la follaba sin compasión,
desgarrando su ropa, despreocupado ante la cercanía de los
criados en las tiendas contiguas. La poseía con hosca y ruda
ansia devoradora, sus dedos quedaban marcados en su carne,
y las dentelladas y arañazos dejaban su huella en torno a los
pechos y los muslos. Después ella esperaba que se quedase
dormido y se escabullía de vuelta al carruaje. Cubierta por
mantas, entre la marea de coloridos almohadones, y estudiaba
con Ziamud hasta que el cansancio la empujaba al sueño.
Al tercer día llegaron a Ilke. La que en su tiempo fue
capital misinia durante algunas décadas, era una hermosa
urbe de piedra que brotaba, tal que una espiral, sobre un
repecho junto al río. En lo más alto, tras la muralla, entre
edificios regios de grandes columnas, el palacio de los
Droemar y el templo de Vanaiar competían en grandeza.
Bandadas de gaviotas y cormoranes revoloteaban sobre las
exiguas columnas de humo que brotaban de la amalgama de
muros y puntiagudas techumbres. A los pies de la ciudad, el
Ilkebjör, el distrito portuario. Una plétora de callejas entre
casuchas y chamizos que se desparramaba hasta anclarse en
el cauce del Misvainn con un centenar de muelles y diques.
A pesar de la marcha del ejército a la guerra de
Abbathorn Levvo, una gran excitación recorría Ilke. El
populacho estaba deseoso de que acabase el auto de fe que se
estaba llevando a cabo contra los herejes detenidos durante el
último concilio reunido en la ciudad. Cuando atravesaron la
puerta, Anja pudo ver los cuerpos de una decena de monjes,
colgando por los pies desde las almenas. Un pequeño anticipo
672
de lo que ocurriría en los próximos días, pues eran muchos y
muy notables los que todavía esperaban una sentencia
anunciada tiempo atrás. En la plaza mayor de la villa, el
cadalso esperaba a los monjes presos, y los hombres
amontonaban la leña recién cortada, tan verde que aseguraba
una lenta combustión y padecimiento a los condenados.
Por los criados que la acompañaban supo que era Raben
el Jansenita y Tagge el Descalzo, además de buena parte de
sus más importantes seguidores, los que arderían en las
llamas de Vanaiar. Incluso los dioses limpian su casa de vez
en cuando. Barren la paja sucia, cubierta de inmundicia, y la
sustituyen por nuevos dogmas, palabras de fe que, como
capas de tierra sobre el cadáver de predicadores malditos,
ocultan las disidencias en la religión del dios único. Sarma
palideció al ver la leña amontonada y el jolgorio con el que los
verdugos preparaban las estacas que servirían de último lecho
a los monjes.
—No te preocupes —sonrió Anja, en una inflexión
confiada entre ellas dos—, también queman a los brujos. Nada
te ocurrirá a mi lado.
Fueron recibidos por Brol Droemar en persona,
acompañado de su hermano menor, Polson, y las hijas de
ambos, Daide y Dara. El señor de la ciudad era un hombre
chaparro, sin cuello, tan rígido como una vara y una escasa
franja de pelo sobre las orejas. Tenía el gesto tan agrio como
bruscos eran sus movimientos ortopédicos y, sobre la boca
caída, una verruga del tamaño de un garbanzo.
Apenas hubo tiempo para presentaciones. Tras un par de
reverencias apresuradas, los hombres corrieron escaleras
arriba y dejaron solas a las mujeres. Anja miró a Daide y Dara
de pies a cabeza. Dos mujeres, algo mayores que ella,
estiradas, la primera regordeta, la otra con expresión bovina y
la mirada vacía. Quizá esperaban que les contase los chismes
más populares de Dávingrenn, el transcurrir de su viaje al
norte, o incluso, si la confianza ente mujeres jóvenes lo
permitía, los sueños que había depositado en su nuevo marido
y su próxima Casa. Sin embargo, la verdad era que Kalaris
tenía una verga de hierro entre las piernas y ella era una
bruja sin escrúpulos. Demasiado real para aquellas dos
emperifolladas damas misinias. Hizo un gesto a Sarma y pasó
a su lado sin mirarlas. Tenía cosas más interesantes en
mente.
Los criados la guiaron hasta el ala este del palacio
Droemar. Sus aposentos eran lujosos y amplios, bien
iluminados pese a lo sombrío del clima misinio. Varias
habitaciones se comunicaban con grandes puertas dobles;
salones con el suelo de madera pulida y mármol, tapices en
las paredes y ornamentos heráldicos de tiempos pasados.
Eran mucho mejores de lo que estaba acostumbrada en el
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Lévvokan, siempre esquivando la ostentación por el bien de su
educación en lo moral. Los Droemar vivían como los reyes que
fueron una vez sus antepasados.
Cuando las dejaron a solas, Anja abrió un gran baúl y
Ziamud saltó al suelo. El pequeño duende rata se desperezó,
dando un gruñido largo y somnoliento. Sarma se quedó
petrificada y dio un paso atrás. Incluso su ojo deforme y
descolgado se abrió de forma exagerada. La mujer miró a
Anja, boquiabierta.
—¿Qué ocurre? —la interrogó, Anja, llena de seriedad—.
Habrás visto cosas más raras, ¿verdad?
Ziamud se inclinó en una reverencia, gorgoteando su
usual ronquido, y Sarma le correspondió levantando una
mano, tímida y desconfiada.
—¿Qué desea el ama? —preguntó Ziamud.
—Pasaremos aquí unos días antes de retomar el camino
a Ursa —respondió Anja—. Quiero que prepares el Poema de
Equebus y también los textos de Hal Kalim. Enro se ocupará
las horas de sol con cacerías y bobadas por el estilo, así que
tendré mucho tiempo libre.
—Sí, mi ama. ¿Deseáis que disponga un lugar en que
practicar durante la noche?
Anja bajó la mirada y se ruborizó.
—No —dijo; tragó saliva, levantó la barbilla y, azorada,
buscó algo que hacer entre su equipaje—, durante la noche
no… no creo que pueda… hacer nada más.
—Bien, mi ama.
—Y quiero una vela azul.
—¿Ahora?
—Lo antes posible. ¿La tendrás para esta tarde?
—Por suerte —dijo, dando unos golpecitos en su hocico
con la pequeña garra—, Ziamud es un duende inteligente y
siempre fabrica dos velas cuando le ordenan hacer una, mi
ama. Tengo la otra aquí mismo —concluyó, saltando sobre el
gran baúl de viaje.
—No hay tiempo que perder, entonces —dijo Anja.
Rebuscó entre sus cosas y encontró una escuálida piedra
calcárea. Cuando se dio la vuelta encontró a Sarma detenida
en un momento expectante y confuso. La princesa frunció el
ceño y resopló, pacientemente—. Mi marido se reúne con
monjes y nobles. Lo elija o no, sus conspiraciones son las
mías, a pesar de estar vetadas a mis oídos. De momento… —
sonrió, con un mohín malévolo hacia la anonadada sirvienta
—. Asegúrate de que nadie entra. Si preguntan, estoy
descansando en el dormitorio.
Anja entró en la habitación principal, miró a su
alrededor, apartó un pequeño mueble con exquisitas tallas en
las patas, y levantó una colorida alfombra. Se dejó caer de
rodillas y comenzó a dibujar los círculos que utilizaría en su
674
hechizo. Ziamud corrió tras ella; parecía, más que nunca, una
enorme rata sin cola que caminaba a dos patas, cargada de
cuencos y frascos. Su espalda gibosa y peluda, la cabeza
alargada, el hocico sarnoso y siempre húmedo. De forma
diligente comenzó a colocar cada pieza del ritual en su lugar.
—Es peligroso, mi ama —gruñó.
Anja continuó su labor sin detenerse, asomando a los
labios el nombre de cada símbolo arcano.
—Si nos sorprenden… —continuó Ziamud.
Dos fuertes trazos pusieron fin al galimatías mágico. Sus
ojos resplandecieron de la misma forma en que lo hacen los de
una serpiente antes de lanzarse sobre su presa.
—Eso no ocurrirá —dijo.
Tras encender la vela el efecto fue más rápido y
vertiginoso que la primera vez. De alguna manera ella había
provocado aquel tobogán en el que se deslizaba a toda
velocidad. Había una sensación ingrávida que cosquilleaba en
su estómago y que, al tiempo, la hacía sentirse mareada. La
habitación cambió y atravesó paredes y muros, pozos
cubiertos de tierra. Escuchó voces, tétricos susurros que no
entendía y a los que trató de no prestar atención. Pensó en
Kalaris y sintió que su olfato le marcaba el camino. La piedra
se volvió una membrana transparente que se adhirió a su
rostro y que atravesó sin apenas moverse. Lo turbio se volvió
claro y, como el limo en el agua estancada cuando se deja
tranquila, su visión apareció nítida frente a ella.
Dos hombres estaban sentados en torno a una mesa
alargada. Brol Droemar, señor de la plaza, cruzaba una pierna
sobre la otra y apoyaba la mandíbula en el pulgar mientras,
de forma inconsciente, acariciaba su verruga, perdido en
trascendentes cavilaciones. A su lado, en una butaca de
ornamentado respaldo alto, Jakom el Devoto esperaba una
respuesta con sus ojos saltones y la nariz ganchuda
apuntando hacia Enro Kalaris. El marido de Anja estaba en
pie, cerca de una chimenea de piedra, en la que ardían unos
pocos troncos, y que ocupaba toda una pared. Se apoyaba en
la piedra y perdía sus pensamientos entre las vibrantes
brasas, alargando el momento hasta la exasperación.
—¿Y bien? —lo interrogó, finalmente, Jakom. Tras su voz
existía una amenaza que contenía a duras penas.
—Estoy pensando —musitó Kalaris y los músculos de su
mandíbula se tensaron como un torno de herrero.
—Pensar no hará que cambien las cosas.
—Tus amenazas tampoco, Jakom. —Se volvió, desafiante.
Brol Droemar suspiró y dejó de pellizcarse su conspicua
verruga.
—No levantes la voz, Enro —dijo, sin mirarlo
directamente, de forma musical—. Recuerda que estás en mi
casa. La cuestión es que el rey sigue vivo y ninguna de tus
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promesas se ha cumplido. Acheron Rjuvel tampoco estará
muy satisfecho, su casa ansiaba ver muerto a ese pelele de
Abbathorn. Sin embargo, rey y reina continúan vivos…
⎯Pero el heredero ha muerto y también la pupila del
duque, eso ha sido un éxito.
⎯Conseguido por mis fieles, Kalaris ⎯apuntó Jakom⎯.
Sin embargo tu parte continúa sin cumplirse.
—Es solo cuestión de tiempo.
—¿Tiempo? —saltó el inquisidor—. Eso es, precisamente,
de lo que no disponemos. Tiempo ¿para qué? ¿Para que se
descubra la verdad sobre la muerte del heredero de Abbathorn
y la ramera que pretendía gobernarnos? ¿Tiempo para que
todas las casas de Misinia se levanten contra nosotros y
clamen venganza? Hay problemas que solucionar cuanto
antes, Kalaris.
—¿Por qué os compadecéis? Los planes siguen su curso,
tan solo un poco más despacio, pero Abbathorn morirá, tarde
o temprano. Yo soy el perjudicado en todo este asunto. Si
Abbathorn hubiera muerto, podría convocar a las nobles
Casas y proponer una regencia, hasta que mi mujer me dé un
varón. Sin embargo ahora debo esperar y buscar excusas que
me hacen sentir como un equilibrista sobre el cable. ¿Qué
problema tenéis los guerreros de Dios? ¿Acaso no es cierto
que Bremmaner ha cerrado sus fronteras y retirado su ejército
al cobijo de la ciudad?
—Un rumor que se volvió certeza esta misma mañana —
corroboró Brol Droemar con parsimonia.
—Así pues, como esperábamos, eso los inculpará de la
desaparición de Browen.
—Te recuerdo que Abbathorn todavía no los ha acusado.
—Y yo que el culpable se defiende sin mediar acusación.
Como inquisidor deberías de saber eso —replicó Kalaris, se
acercó hasta la mesa y se apoyó con ambos puños—. Permitid
a Bremmaner y sus disidencias internas cargar con la culpa
de la muerte de Browen; al fin y al cabo ese era el plan y todo
continúa según lo previsto, a excepción de que Abbathorn
continúa vivo. Dejad que las cosas sigan su curso…
—No te tenía por un hombre paciente, Kalaris.
—Soy el Hiurel misinio —masculló entre dientes,
ofendido—, eso me ha enseñado a tratar con hombres de
diferente ralea y ofrecer cada vez que exijo. La reina Anja debe
de haber fallado en su propósito, quizá se retrasó y la noticia
de la desaparición de su hijo detuvo su puñal en el último
momento. No es tan estúpida como para dejar al reino
descabezado, y yo no conté con esa posibilidad. Pero nadie ha
perdido nada todavía. Al contrario, con Browen muerto el rey
tiene una excusa para atacar Bremmaner. Pronto, Ezra y sus
clérigos podrán someter a la estirpe del duque Lorean y
arrasar la ciudad rebelde. Tenéis vuestra guerra santa y, en
676
poco tiempo, los Levvo estarán fuera de juego, reuniré a los
lores y la casa de Ursa será elegida la próxima dinastía real
misinia. Los beneficios se hacen esperar, eso es todo.
Las palabras quedaron en el aire, suspendidas con hilos
invisibles que viajaban entre los reunidos. Jakom torcía la
boca y tamborileaba los dedos sobre la mesa, mientras
Kalaris, de pie, caminaba a un lado y otro. Quizá no lo fuera,
pero todo sonaba a excusa, a retreta de una confabulación
que, si bien no había fallado, sí había sufrido un gran
imprevisto: el rey estaba vivo.
—Si se descubre nuestro plan… —murmuró Brol
Droemar, ocultando su boca tras los dedos.
—Nada se sabe de lo ocurrido.
—Pero, si llegara a saberse… —Jakom levantó la voz,
amenazante, y sus ojos se salieron de los párpados—. Nadie
debe conocer los verdaderos hechos ocurridos. Por lo que a mí
respecta Bremmaner es el nuevo enemigo. Vengaremos al hijo
de Abbathorn y quemaremos a esos paganos idólatras en su
maldita ciudad presidio.
Enro Kalaris caminó hasta un alto ventanal y observó el
exterior. Desde la altura, el río era una sierpe metálica que
desaparecía en el cielo gris.
—Avisaré a Acheron Rjuvel de lo acordado —dijo—. Los
Levvo caerán, tan solo hay que esperar.
Se acercó hasta la mesa, dio una palmada al hombro de
Brol Droemar que este correspondió con una sonrisa
preocupada, después hincó la rodilla frente a Jakom y besó el
anillo en su dedo.
—Eminencia —murmuró y levantó la vista desde la
trinchera de sus fieras cejas flamígeras, para dejar los ojos
tostados en él durante un afilado instante.
El inquisidor acarició con su zurda los rebeldes bucles
rojizos que cubrían la frente de Kalaris y sonrió.
—Ve en paz —dijo—, y prepárate para la guerra.
El rudo hombretón asintió, lleno de placer, y esgrimió
una mirada torva.
—Siempre —añadió.
Dicho esto dio media vuelta y salió de la habitación.
Jakom y su anfitrión esperaron en silencio. Cada uno
perdido en sus meditaciones, el uno con la vista puesta en el
suelo y las manos sobre la panza, el otro desaparecido entre la
infinitud de pliegues de su manto clerical. La claridad del
exterior se apagó y los vidrios de colores incrustados en las
ventanas palidecieron. El fuego se apagaba, sometido por la
sombra y la falta de combustible que animase su lecho. Anja
continuaba allí, entre ellos, asustada de cualquier
movimiento, como si pudieran escuchar su sollozo, sentir las
lágrimas caer al suelo. Pero nada de aquello pasó.
Browen había muerto y ella ni siquiera podía gritar por
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su pérdida. ¿Lo haría el cuerpo que había dejado atrás? Tal
vez ahora, frente a Ziamud y Sarma, el llanto llegase en forma
de convulsión a un cuerpo vacío, de la misma forma en que se
lamenta un niño durante una atribulada pesadilla. Miró sus
manos, limpias, ideales como un espejismo onírico. Su
fantasma, aquella proyección de ella que flotaba y se movía
con el pensamiento, era incapaz de expresar nada. ¿En eso la
había convertido su madre? ¿En un reflejo ideal de lo que
debía ser, una fachada, una máscara imperturbable? Cuando
regresase a su cuerpo debería continuar fingiendo, asumir que
los sentimientos la traicionaban y gritar por dentro. Ocultarse
en ella misma mientras Kalaris la montaba de forma salvaje y
esperar, esperar, pero ¿esperar qué?
El Alto Inquisidor inclinó la cabeza sobre un hombro y
miró al noble. Drol mostraba su habitual mueca, con el labio
inferior casi tocando la nariz y los extremos de la boca más
allá de la barbilla. El monje sonrió, casi un trémulo reflejo
condescendiente.
—Sabes que tengo que hacerlo —había dejadez en su
tono, una inflexión blanda, carente de sentimientos.
—Sé que es peligroso para mi nombre y mi Casa —ladró
el lore misinio.
—Es la única forma de reconciliarse con el rey. Alguien
tiene que pagar el precio. Kalaris es culpable de traición, si le
defendemos caeremos con él. Deja que Abbathorn reciba lo
que es suyo y continúe su guerra. La paciencia también es un
arma de Dios.
—A Ezra no le gustará eso. Someter la Orden a los Levvo
le va a disgustar, con Kalaris las cosas hubieran sido
diferentes. Sabes muy bien lo que digo, ¿verdad? Tendrá su
guerra contra Bremmaner pero ¿y después? En unos años el
rey reclamará de nuevo sumisión y oro. De eso se trata todo:
sodomía y riquezas.
Jakom gimió su desaprobación y agitó una mano como
quien espanta una mosca en una tarde estival.
—Ezra se acostumbrará pronto a vivir sin Kalaris —
masculló con desgana—; la guerra ayuda a olvidar amantes y
demás deslices, y cubre el recuerdo de sangre y muerte. Sin
embargo, el rey me ha pedido su cabeza en una bandeja. —El
inquisidor se incorporó, colocó su índice perpendicular a los
labios y dio unos golpecitos bajo la nariz, marchando el ritmo
de sus especulaciones—. Podría ser que Abbathorn lo sepa
todo y nos esté probando. Quizá haya descubierto que mi
Guardia Sagrada asesinó a su hijo, que tras su muerte la
corona pasaría a los herederos de Kalaris, que nada quedaría
para los Levvo más que ceniza y dolor. Desafiar a Dios tiene
sus consecuencias y ese plan de los Levvo para someter el
poder de Dios a la ley de la corona… merece un castigo
ejemplar. Sin embargo, me temo que el rey no sabe nada de
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esto y cree que Kalaris y su reina habían conspirado para
asesinarlo. La reina es una pieza más que debería haber caído
tras cumplir su papel y rebanar el cuello de su marido. Por
supuesto no tiene constancia de nuestra intención, ni sabe
quién acabó con Browen a orillas del Kunai. Si esto es así —
detuvo su mano en el aire, floja, sin fuerza, abriendo la puerta
a la obviedad—, ¿qué me impide matar a Kalaris y enterrar al
único que puede delatarnos?
El noble Droemar pellizcó su verruga, delicadamente, y
miró al inquisidor sin pestañear. Se inclinó hacia delante y
apoyó el brazo en la rodilla.
—No quiero que ocurra en mi ciudad —dijo en tono
confidente—. No en Ilke.
Sus palabras parecieron divertir a Jakom. Ladeó la
cabeza al otro lado, sonriendo abiertamente, y guiñó un ojo.
—En el camino a Ursa —dijo—. A un día de aquí está la
encrucijada del camino a Korj. Hay una posada junto al
camino. Pasarán la noche allí; a Kalaris le gusta ese sitio. Me
encargaré de que sea su último reposo.
—¿Y qué pasará con ella?
—¿Con Anja? Ella debe sobrevivir y llegar a Ursa.
Algunas fichas se mueven en la ciudad desde hace tiempo,
agentes leales a la corona han movido los hilos y la soga. El
rey quería el gobierno de la ciudad para su hija y, la verdad,
yo también. Con Kalaris muerto, ella será una importante
aliada de la Orden en el futuro.
Brol Droemar se puso en pie y arrastró su butacón con
estrépito. Hincó los pulgares en su cinto y espiró, desinflado
por las circunstancias y sus trágicos frutos.
—El rey lo manda —escupió.
—El rey lo manda —concedió el inquisidor, desganado.
Se encogió ligeramente de hombros y se volvió hacia los
ventanales mientras Drol abandonaba la sala por donde
Kalaris lo había hecho un instante antes.
Jakom quedó solo, devorado por los pliegues de su manto
monacal, encogido en sus pensamientos y argucias. Había un
brillo malvado en sus ojos, en la línea de los labios bajo la
nariz y la manera en que mordisqueaban los dedos.
—Y Dios lo quiere —concluyó en un susurro.

Cuando Anja abrió los ojos, en una exhalación repentina,


Ziamud extinguió la llama entre sus pequeños dedos. La luz
había palidecido y todo parecía mucho menos brillante que
durante su viaje. Los hombros se le vinieron abajo,
acompañando a su gesto abatido. Sin darse cuenta, los ojos se
le inundaron de lágrimas silenciosas y el labio inferior
comenzó a tiritarle de forma involuntaria. Sarma y Ziamud
intercambiaron miradas desconcertadas, pasmados frente a
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ella.
—¿Ocurre algo, mi ama? —la interrogó el pequeño ser,
dando un paso prudente y cordial—. ¿Os encontráis bien?
Ella apartó la empañada mirada y sorbió los mocos al
tiempo que pasaba la manga por la nariz. Movió la cabeza a
los lados y tomó aire antes de sonreír a sus sirvientes.
—Nada —dijo, entrecortada—. No ocurre nada.
Se levantó y se tumbó en el lecho. Los brazos a los lados,
la mandíbula tan tensa que iba a estallar. Se cubrió el rostro
con las manos y sintió las uñas contra su frente. Cómo los
odiaba, los odiaba a todos. Su padre, su madre, Kalaris,
Jakom,... Un grito se atascó en su nuez y se escuchó un
desgarrón rugiente. Finalmente golpeó con los puños el
mullido colchón de lana y arqueó la espalda, dando un aullido
interminable. Tenía el rostro carmesí, los ojos enterrados en
un abanico de piel, la nariz hecha hocico.
Su frustración se fue apagando a medida que perdía el
aliento. Contuvo un instante la respiración y se tumbó de
costado con un quejido tan largo como quebradizo.
—Marchaos —dijo a sus paralizados sirvientes—.
Dejadme sola.
Permaneció tumbada hasta que las sombras se estiraron
contra los muros. La penumbra se arrastraba de bajo los
muebles y trepaba, poco a poco, devorando los colores a su
paso. Anja apenas se había movido en todo el día. Mantenía la
mirada perdida, palabras murmuradas a la consciencia. Se
encontraba atrapada, perdida en un cruce de caminos. Sí, eso
era, una encrucijada, a eso se reducía todo. Concretamente,
una en el camino a Ursa.
Una idea se había forjando con el paso del tiempo. Tras el
grito se había sentido agotada, exhausta, aunque también
liberada de tantos años, toda una vida de encorsetados
sentimientos. El cansancio la venció y, amodorrada, entró en
una duermevela confusa, en la que los recuerdos de niñez se
le mezclaban con recuerdos más cercanos e igual de
dolorosos.
Browen jugaba con ella en los jardines del Lévvokan.
Quizá aquel fue el único momento en que llegaron a
conocerse siendo realmente ellos. Cuando eran niños tenían
otra relación, una que implicaba la risa y también el enfado, el
odio visceral, la necesidad de complicidad. Después los
separaron y todo cambió, ellos cambiaron. O tal vez no, tal vez
no habían sepultado aquellos niños que fueron bajo la
educación y los preceptos morales, tal vez todavía estaban allí,
extrañándose.
Despertó bruscamente, entre sollozos repentinos. Browen
era la única persona que le importaba en aquel mundo y
ahora estaba muerto.
La ira salió a flote muy temprano. Asomó a sus ojos y
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alimentó sus pensamientos más oscuros. Recordó los rostros
de todos y cada uno de ellos y sintió una repulsa rabiosa y
llena de despecho y violencia. Los músculos de todo su cuerpo
se tensaron, la respiración se le agitó al ritmó frenético que
imponía su corazón. Hasta que una palabra vino a su mente.
Los labios se relajaron al tiempo que divagaba con la mirada y
tragaba saliva.
—Venganza —dijo.
Aquella palabra reverberó en su mente durante las
siguientes horas y también días. No bastaba con desear la
muerte de todos, quería verlos sufrir, apagarse en su poderosa
magnificencia. Kalaris, Jakom, Ezra, los Droemar y los Rjuvel;
todos caerían algún día. Venganza.
Su marido no notó nada extraño en ella, aunque Anja si
presintió el desasosiego en él. Por las noches comenzaba a
acostumbrarse al sexo desmesurado y violento de Kalaris, a
su gran tamaño y a los jadeos en la nuca. La tomaba por el
cuello, con fuerza, y la asfixiaba mientras ella arañaba su
pecho, antes de un orgasmo que la hacía recoger las piernas
en torno a sus caderas. Anja se agarraba a las mantas y todo
se detenía un instante de punzante placer. Después, él
quedaba tendido, boca abajo, y ella, todavía resollando,
pensaba en la encrucijada y la trampa de Jakom.
No le dijo nada a Kalaris. Guardó silencio y se comportó
como se esperaba de ella, independiente por las mañanas,
servil en la cama. Estudió sus libros con Ziamud sin la
intromisión de nadie. Sarma solía escucharlos atentamente,
sin pronunciar palabra. Nadie preguntó sobre su viaje con la
vela azul y ella no comentó nada. El día anterior a su partida
hacia Ursa, les habló en confidencia.
—Van a matar a mi esposo. Eso es lo que descubrí
durante el viaje.
Habló de forma tan seria y vacía de sentimiento, después
de dos días de silencio al respecto, que Ziamud y Sarma se
contagiaron de su impertérrito semblante.
—Los monjes, junto con algunas familias nobles y
Kalaris, habían conspirado contra mi familia. Desvelado su
complot, los monjes pretenden utilizar a mi marido como
chivo expiatorio. Mañana, después de viajar durante el día,
haremos noche en una fonda de camino, cerca de la
encrucijada de Korj. Por la noche seremos asaltados y Kalaris
será asesinado.
—¿Y qué quiere hacer el ama?
—Nada —respondió, cortante y helada como un témpano
afilado—. Dejarlo morir.
Esa misma noche se dio un baño con sales y esencias.
En el agua flotaban raíces aromáticas típicas de Ilke y la zona
de Entreríos. Pensaba qué haría después de que Enro
muriese. ¿Cómo lo haría para acabar con los otros? Sus
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divagaciones fueron lejos en el tiempo, escrutando las
posibilidades mientras una mano navegaba, floja, por la
superficie del agua. Consideraba cada situación, los posibles
aliados en un futuro probable, y después, con complejas
suposiciones, buscaba el opuesto a lo probable. Se mordía el
labio mientras rondaba una idea que crecía como un árbol
pelado y sin hojas. El agua se le quedó fría y ella salió de la
bañera. Sarma se acercó y la envolvió con un gran paño, pero
Anja la detuvo.
En un espejo de pie podía ver su reflejo. Se acercó y
estudió su silueta, las redondeces de su carne. Anja había
cambiado, quizá de forma sutil, pero lo suficiente como para
percibir la diferencia. El contorno de los pechos, la curva de la
cadera y también los muslos. Su piel continuaba siendo pálida
e inmaculada, pero ya no era la misma Anja Levvo. La cicatriz
a la espalda, como un cañón erosionado, su mano recogida,
casi inútil, inválida.
A la mañana siguiente partieron hacia el norte. Se
despidieron de la familia Droemar y les agradecieron su
hospitalidad. Todos los gestos y buenos deseos le parecieron
una monumental muestra de falsedad e hipocresía. Aunque
ahora jugaba con ventaja, y eso ponía las cosas mucho más
fáciles. Su última sonrisa al señor de la villa, su hija y su
sobrina, tan tiesas y delicadas, fue en realidad una gozosa y
relamida amenaza; algún día, ella en persona se encargaría de
verlos muertos, con la garganta rajada de parte a parte, y sus
cuerpos serían dejados a las aves carroñeras hasta que
blanqueasen sus huesos al sol.
Pasó todo el día en el carromato, estudiando algunos
viejos poemas que narraban las increíbles aventuras de un
brujo en el lejano reino de Zingaria. No sentía ningún
nerviosismo especial, aún a sabiendas de que la noche se
acercaba de forma inexorable y pronto todo cambiaría.
Explicó a Sarma que, una vez en sus habitaciones,
tomaría el carruaje y lo dejaría dispuesto para partir en un
lugar recogido y apartado. Ella se quedaría con Kalaris y se
encargaría de tenerlo distraído. Después mezclaría polvo de
amapola en el vino, con el propósito de dejarlo dormido y que
no pudiese despertar o escapar de alguna manera. Ella
llegaría hasta el carro cuando la trampa se destapase y
huirían hacia Ursa. Después preguntó si le había quedado
claro, asintió y regresó a sus libros. Ya no volvió a mencionar
nada al respecto. Tan solo bisbiseó algunas palabras mientras
leía textos arcanos.
Sin embargo, sin previo aviso, Anja levantó la vista de su
estudio. Tenía el gesto ceñudo y concentrado, quizá
contrariado por algún pensamiento inoportuno. Sarma y
Ziamud, acostumbrados como estaban a las cavilaciones de
su ama, no dijeron nada. Esperaron en silencio mientras ella
682
paseaba sus ojos verdes, profundos como la bahía que bañaba
las cercanías del Lévvokan, de un lado para otro. En sus
manos un viejo tratado encuadernado en cuero descansaba
sobre el regazo. Volvió su atención al texto y después recuperó
aquella arruga ceñuda que pareció desear arrojar por el
ventanuco del carruaje. Ahora sí, Sarma y Ziamud
intercambiaron una interrogante mueca.
La princesa acarició sin mirar un tosco grabado que
representaba una mujer desnuda, de costado, con la panza
preñada. A su lado un árbol rudimentario tendía sus frutos y
ella alargaba sus manos hasta tomar la fruta sin nombre.

La posada junto a la encrucijada del camino de Korj, tenía por


nombre Las Cinco Sendas, aunque siempre se había llamado
El Lugar de Rjobsen. El nuevo propietario creyó oportuno
cambiarle el nombre por dos motivos. En primer lugar, y a
pesar de que había sido así durante los últimos ochenta años,
el negocio ya no pertenecía a la familia Rjobsen. Lo cual
provocó la queja de algunos pocos melancólicos lugareños. En
segundo lugar, el recién venido, desde tierras menos agrestes
y más cálidas, decidió imprimir algo de su buen humor y
alegría a tan seria y adusta fonda. Así fue como la llamó Las
Cinco Sendas, aunque evidentemente eran cuatro las que
formaban aquel cruce de caminos.
En realidad era un grupo de edificios en que vivían,
cómodamente, tres familias. Por una parte estaba la taberna,
famosa por sus buenas cervezas y escabeches. Justo al otro
lado, la posada en sí era un edificio de tres plantas, con un
hermoso voladizo en el tejado, rematado con madera y ladrillo.
Al otro lado, junto a las caballerizas, una herrería con un
pequeño horno y chamizo en el que colgaban herraduras y
arreos. Muro con muro estaba la casa del herrero, sólida como
debía ser la casa de un hombre recio, y de ventanas pequeñas
bajo una techumbre de paja y cañas.
Se acercaba el invierno y los caminos no eran muy
transitados en aquella época. Unos pocos viajeros se habían
detenido a dar un bocado y observaban con disimulo el gran
carruaje cubierto y los soldados con emblemas de Ursa.
Cuchichearon su curiosidad hasta bien entrada la tarde,
momento en el que, tal que criaturas del bosque, los leales
asomaron el hocico a su acostumbrada jarra de cerveza. Las
conversaciones se animaron al calor de la lumbre y unas
pocas cuerdas se rasgaban de vez en cuando para acompañar
a las típicas tonadas norteñas.
En el momento en que comenzaron a servir la cena, ya
toda la clientela sabía que un importante prócer de Ursa se
alojaba en la tercera planta de la posada. Hay secretos más
difíciles de ocultar que las voces de una comadre, y la
683
ostentosa comitiva y sus acompañantes armados no
ayudaban en su disimulo. El carruaje cerrado y la docena de
buenas monturas resaltaban en unos establos más bien
despoblados y, por otra parte, los hombres armados que
ahogaron su sed en la cantina, no podían negar su
procedencia. Así pues, bien por la perspicacia de cada uno, o
bien por la soltura de lengua de los muchachos de las
caballerizas, nadie había pasado por alto la presencia de tan
insigne huésped.
Las Cinco Sendas había servido costillar de cordero y
huevos cocidos con remolachas y col. El edificio se inundó con
el aroma de la comida y los ojos hambrientos de aquellos con
bolsa pequeña aunque llena, o gruesa y escuálida, según el
caso, devoraban en la distancia los platos desbordantes. Los
soldados de Ursa comieron y bebieron como cualquier otro
cliente y aceptaron la invitación por parte del tabernero, que
sabía cuidar de su negocio tanto como de su bolsillo.
En el exterior la noche se presentaba despejada y
tremendamente fría. La cercanía de las montañas de Bront y
sus grandes cimas heladas, se deslizaba en forma de una
constante y suave brisa. Las estrellas brillaban en el
firmamento y la luna se ocultaba, como un afilado párpado
ceniciento, tras el tejado de la posada. Una pareja de guardias
daban patadas contra el suelo, cerraban el capote sobre el
cuello, y se alternaban una pequeña barrica de licor. No
hablaban mucho, hacía demasiado frío y pocas novedades que
comentar, excepto el deseo de acabar su guardia y pasar al
interior, a disfrutar de una buena cena y arrancarse la
humedad de los huesos.
Miraron al camino cuando escucharon el sonido de
cascos. Dos grandes carromatos aparecieron precedidos por
varios jinetes. La visión en su conjunto, bañados por la
claridad nocturna, las vaharadas en los ollares de los
caballos, la luz reflejada en las sobrevestas y las túnicas
blancas, parecía una visión fantasmagórica. Los guardias se
adelantaron y escrutaron a tan extraña comitiva. Sin duda
eran monjes de Vanaiar. Se reconocían sus armaduras, los
caballos cubiertos por la misma tela sobre las placas de cuero
y metal. Sin embargo, los banderines en sus lanzas estaban
anudados al mástil, también las enseñas en los carromatos.
Se detuvieron frente a la posada. Los animales bufaban y
piafaban en el suelo, excitados, tan deseosos de la batalla
como sus dueños. El carromato abrió sus puertas traseras y
los guardias maldijeron su suerte.

Algunos perros peleaban por los huesos que los satisfechos


clientes arrojaban cerca del fuego. Un par de viajeros se
habían animado y entonaban un poema antiguo y bastante
684
habitual, demasiado romántico para los hombres de Ursa. La
tropa de Kalaris reía, despreocupada, entre chistes y
ocurrencias, a la tentativa de partir en busca de un burdel o
alguna viuda solitaria. Los más borrachos reían a carcajadas y
llenaban sus picheles con alegría, mientras que los más
sobrios resoplaban, hastiados y aburridos, por la cercanía de
su próxima guardia. Fuera como fuese, todos habían quedado
saciados con la cena. Se sentían seguros, cerca de sus tierras,
de sus familias y hogares, de los prostíbulos añorados o las
tabernas conocidas. Ursa quedaba a un día de camino,
aunque ninguno de ellos llegaría a ver un nuevo sol.
La puerta de entrada estalló en mil pedazos. La mayoría
de la clientela saltó en su asiento o se encogió ante la lluvia de
astillas y estacas polvorientas. Un gran silencio cayó sobre
todos ellos, hasta que una mujer chilló de forma
desgarradora.
En la entrada un guerrero imponente. Grande como un
árbol, vestía una terrible armadura teñida de blanco, la
sobrevesta ondeaba tras él como un pendón inmaculado. Las
partes de su cuerpo que asomaban al metal se veían cubiertas
por un recio vendaje que no dejaba un ápice de carne al
descubierto. Cerraba los puños en torno a dos hachas de
combate y, frente al rostro, un volátil paño sedoso le daba un
aspecto terrible y despiadado. Pocos habían visto un monje
penitente y habían sobrevivido para contarlo, los
guardaespaldas de Kalaris no fueron una excepción.
En adelante todo ocurrió muy rápido. El monje penitente
saltó sobre la mesa de los soldados, enarbolando en alto sus
armas. En el estrépito que siguió, los filos rompieron el cálido
aire de la posada. Se desmenuzaron los huesos, se rajó la
carne, de la misma forma que un carnicero disecciona una
pieza y separa los tejidos con precisión dedicada. El griterío de
los clientes se convirtió en histeria cuando una docena de
aquellos monjes entraron en tromba y corrieron hacia las
escaleras. La sangre empapó el suelo y sustituyó al aroma
hogareño por un hedor a mierda y muerte.
Los guardias de la tercera planta, alertados por el
retumbar en la escalera, habían tomado sus armas y
descendido unos pocos escalones. Los penitentes aparecieron
sobre ellos como una exhalación mortal y anónima. Pasaron
sobre sus cuerpos todavía moribundos, ahogados entre
gorgoteos premonitorios. Avanzaron por el pasillo, destrozando
las puertas en su camino, sin palabras, sin una orden,
asesinando a todos aquellos que salían a su paso. Nada se
interpondría en su objetivo.
Arrollaron la última puerta y entraron en la habitación de
Kalaris y Anja. Las velas se agitaron con la estruendosa
invasión. Los monjes penitentes se acercaron a la cama y
golpearon con sus armas las figuras tendidas sobre el lecho.
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Las mantas formaron una amalgama confusa con la lana del
colchón y las astillas de la madera. Se detuvieron. Apenas
tenían la respiración agitada y el sonido de la madera
quebrada y las pequeñas partículas que aterrizaban por todas
partes era lo único que se escuchaba. Miraron alrededor, pero
allí no había nadie.

La parte trasera de las caballerizas se encontraba iluminada


por la claridad lunar. Todo había adquirido una fina película
plateada que desposeía todo de su color y lo sumergía en las
profundidades de lo monocromo. El carromato había salido
poco a poco, en el disimulado silencio de sus crujidos y
chasquidos habituales. Sarma daba golpes de rienda y trataba
de alcanzar, lo antes posible, la oscuridad del camino que se
adentraba en la cercana foresta.
En el ventanuco trasero, Kalaris y Anja observaban las
sombras asomarse a las ventanas de la posada, luces,
carreras, gritos y demás sonidos de la debacle en que se había
convertido aquella noche. Enro parecía lívido, bien por efecto
de la luz nocturna, bien por el miedo que empañaba sus
vidriosos ojos. Anja, por su parte, apoyaba la mano en la
ventana y permanecía tan inalterable como siempre.
Permanecieron en silencio durante un largo momento, hasta
que el carromato comenzó a sumergirse en las sombras y la
posada desaparecía como un lejano sueño pasajero.
—Estoy vivo —musitó Kalaris un pensamiento en voz
alta. Después se miró las manos y sonrió hasta estallar en
carcajadas—. ¡Estoy vivo! ¡Estoy vivo! Me has salvado Anja.
Has salvado mi vida. Gracias a ti no he muerto.
Kalaris y ella se miraron fijamente. Él estaba inflamado
en júbilo, pletórico. La cogió por el rostro con ambas manos y
la besó con vehemencia, después se separó y la contempló de
cerca, sin decir nada. Las pupilas de Anja se dilataron, el
rubor le subió a las mejillas, su corazón se aceleró y
entreabrió los labios de forma sensual, permitiendo a su
lengua insinuarse. Entonces, después de vestir la máscara del
amor, sonrió.
«Todo a su tiempo —pensó—. Todo a su tiempo.»

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CAPÍTULO 55

La leña ardía en el hogar y caldeaba los nuevos aposentos de


Anair el Abandonado, Alto Inquisidor en Dromm. Era una
estancia amplia, excavada en la roca, con el suelo cubierto por
alfombras y tapices y pinturas en las paredes. Había
pertenecido a Huberd, uno de los representantes del clero
frente al Lucero de Dromm, pero Anair había decidido darle
un uso más apropiado. Ahora, Huberd trabajaba en las viejas
habitaciones del inquisidor, un lugar pequeño y húmedo,
adecuado a los menesteres de un monje metido a político.
Anair estaba sentado tras la robusta mesa de roble y, con
las manos enlazadas bajo la barbilla, observaba cómo Tasha
avivaba el fuego en la chimenea. Los troncos explotaron en un
fogoso torbellino que ascendió hacia la oscuridad y las brasas
crepitaron antes de regresar a su reposo susurrado. Frente a
la mesa, tres monjes esperaban en silencio.
El gran Rókesby Tres Dedos estaba repantigado en su
sillón. Tenía el gesto malhumorado y las sombras volvían su
rostro aún más fiero. La barba y el millar de arrugas nacidas
en torno al parche de su ojo izquierdo le daban un aspecto
demoniaco y terrible. La mortecina luz anaranjada corría por
su rostro, como el rugido contenido de la ira.
A su lado, Laghras el Errante, se sentaba rígido y recto
como la vara que apoyaba en el suelo. Tenía la mirada
agotada, diluida en las sombras cambiantes que nadaban en
los diseños de las alfombras. Era un monje de convicciones
reflejadas en el semblante, estricto y devoto hasta las últimas
consecuencias. Junto a él, oculto en la túnica de inquisidor y
el rostro vuelto una máscara mortuoria en la que brillaban las
exiguas ascuas de sus ojos, Osprey, el fiel espía de Anair.
—Parece que no entiendes el funcionamiento de esta
urbe, inquisidor —masculló Rókesby, entre dientes—. Lo que
el consejo vota es ley. Ninguna decisión se toma sin el voto de
los representantes del clero, los nobles y, por supuesto, el
pueblo.
—Eso era antes de la guerra, querido Rókesby —replicó
sin apartar la mirada del fuego, con la voz calmada y un tono
musical, quizá mecido por el desdén camuflado de tolerancia
—. Ahora las cosas han cambiado. Debemos plantar cara a la
traición de Ezra y Jakom, y no podremos hacerlo si
mostramos debilidad, en la fe o en la lucha. Todo marcha
según yo vaticiné. Kali ha regresado y los monjes creen en
ella. Nuestras oraciones recuperan su poder a medida que la
fe regresa a ellos. Dios no nos ha abandonado, tan solo nos
envía pruebas, dificultades a vencer. Cuánto más dura la
batalla, más dulce la victoria.
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—No discuto tus vaticinios…
—Pues acepta a la niña —escupió sibilino y se volvió
hacia él. Los ojos se le iluminaron con un destello dorado—.
Es todo lo que te pido.
—¡Y la acepto! —exclamó, dando un golpe en el
reposabrazos de su butaca—. Doy por buenas las señales de
Dios. No lo creí al principio y rectifico. Hay algo en ella, todos
lo saben. Pero lo que pides, inquisidor… —Se inclinó adelante
y rugió entre los dientes prietos—. Eso no se puede hacer en
Dromm.
Anair se apoyó en el respaldo, levantó la mano
lentamente, hasta besarse el índice suavemente, en actitud
cavilosa aunque fría como un témpano.
—Se hará —dijo, enfatizando cada letra.
—No lo verán mis ojos.
—¿Por qué pones obstáculos al poder de Dios? —lo
interrogó, con levedad y casi una sonrisa burlona—. ¿Tanto
aprecio le tienes a la norma y la costumbre de esta urbe? ¿No
ves que los propósitos divinos están por encima de las leyes
humanas? —Afiló la boca y bajó la nariz antes de que su voz
continuase por un sendero lóbrego y sinuoso—. Si te opones,
te enfrentas a Dios mismo.
—Le tengo tanto aprecio a Dromm y su gente como amor
cabe en mi corazón —clamó el viejo clérigo, conteniendo la
rabia—. Me arrancaría los ojos antes que agraviar su
costumbre o mancillar el nombre de Dios. No pongas en
cuestión mi amor o mi devoción, inquisidor.
—Pues acepta la disolución del consejo hasta el fin de la
guerra. Es por la protección de la ciudad por lo que decido
tomar esta medida, por la seguridad de aquellos a los que
amas. Tu cargo como Lucero de Dromm te permite hacerlo.
Disuelve el consejo ciudadano y entrega el gobierno de la
ciudad a la Orden de Vanaiar.
—La Orden le ha declarado la guerra a Dromm —rugió
Rókesby.
—¿Pretendes que le entreguemos la ciudad a Ezra? —
intervino Laghras, conciliador— ¿Qué clase de sinsentido es
este?
—No esa Orden. —Anair divagó un instante y dio unos
golpecitos sobre la mesa—. La Nueva Orden de Vanaiar. La
auténtica fe; aquella que cuenta con el favor de Dios.
Los tres monjes se interrogaron, confundidos, y el
silencio se quebró por el chasquido de un tronco ardiente.
—Explícate.
—Cómo ya he dicho las cosas han cambiado. Los
hermanos han recuperado la fe y, con ella, la bendición de
Dios. Nuestras plegarias nos sirven en la sanación de los
heridos y también en el combate. Pero no podemos abandonar
el destino de nuestra fe a manos de las votaciones de un
688
consejo ciudadano. Es por eso que disolverás el consejo y la
Orden se hará cargo del gobierno de la ciudad.
—¿Y quién gobernará Dromm? —Rókesby se inclinó
hacia delante, en un movimiento retador—. ¿Tú?
Anair apoyó la espalda y cruzó los dedos frente al pecho.
Tomó una pose leve, calmada. Miró a los hombres, uno a uno,
de izquierda a derecha, sin mover la cabeza. Sus labios se
separaron con un chasquido reptiliano.
—En concilio secreto —comenzó a explicar—, vosotros
tres, además de Largo Rhea, Gardyner y Huberd; me elegiréis
primer Gran Maestre de la Nueva Orden de Vanaiar, los
Guerreros del Profeta. Después yo elegiré los nuevos cargos.
Rókesby será el Maestre de Armas. Tú, Laghras, serás el
nuevo Maestre de la Fe y te encargarás de las cuestiones
espirituales. Osprey será el Alto Inquisidor y Maestre de
Espías. Los tres hermanos que participaban en el consejo de
Dromm, pasarán a ser jueces de la fe. Armaremos un ejército,
fuerte en La Palabra y en la espada, y haremos la voluntad de
Dios, de una vez por todas.
—¿En concilio secreto? —escupió el furibundo padre de
armas—. Perro pretencioso… Sabes que no se puede nombrar
un Gran Maestre sin la aprobación de todos los hermanos,
incluidos los guerreros. Ellos eligen el candidato mediante sus
votos, no tú.
—Entonces yo seré el candidato a elegir. —Ladeó el
rostro, con obviedad—. Preséntame ante los hermanos como
la mejor opción. La única.
—Cualquiera puede ser candidato. —La voz del siniestro
Osprey apareció como él, deslizada desde lo profundo de su
capucha, de la misma forma en que se ponen las cartas sobre
la mesa y se espera la reacción de los otros jugadores.
Todos callaron y miraron de soslayo al ladino espía. Su
gesto céreo, los ojos como platos, la boca desaparecida en una
sombra.
—Te repito que las cosas han cambiado —asintió,
finalmente, Anair.
—¿Por qué deberíamos hacerlo? —Laghras se estremeció
con su desafío.
—Porque soy el único que puede salvaros. —Anair se
inclinó adelante con un dedo en alto—. ¡Contén tus insultos,
Rókesby! Sabéis tan bien como yo que es cierto. Ninguno de
vosotros puede liderar la nueva fe que ¡yo! he recuperado de la
herejía y el descrédito. Escuchad a vuestro sentido común, la
Orden necesita una cabeza visible. No seremos dignos de Dios
si nos rendimos. Nuestro sino es la lucha, no ofrecer la cara
para recibir golpes. Hace apenas tres semanas todos habíais
aceptado la muerte y os entregabais a los brazos de un final
glorioso. Sin embargo, hoy, los clérigos celebran la vuelta de la
niña —dio un repentino golpe con el puño sobre la mesa—,
689
¡confían en la victoria porque saben que Dios está con
nosotros! He conseguido levantar el culto de sus cenizas y
proclamarnos la única fe. Y todo en tres semanas.
El inquisidor recuperó el aliento, afiló el gesto y sus ojos
destellaron, retadores.
—Dadme seis meses y entraremos en Rodstel para mayor
gloria de Dios.
—¿Rodstel? —Laghras palideció a pesar de los cálidos
reflejos del fuego en su alargado rostro—. ¿Piensas declararle
la guerra a Ezra?
—Noche y día. Una guerra sin cuartel, a fuego y hierro.
Dios clama venganza.
—Pero todos los capítulos están con ellos. La guardia
sagrada, los paladines del norte y cada padre de armas
misinio los apoya…
—Nosotros tenemos a Kali —dijo entre dientes con un
ángulo suspicaz en el cejo—, y no me gusta tu actitud,
Laghras. Deberías mostrarte más devoto y sumiso ante los
desafíos que Dios nos plantea. Quiero ver a esos traidores
arder en la pira, consumirse en su propia avaricia. Algún día
serán condenados como herejes y ese cargo pesará sobre sus
nombres durante siglos.
—¿Ese es el papel de la niña? —lo interrogó Rókesby,
rasgando su garganta—. Servir como prueba fehaciente de la
verdad que proclamas.
—¿Acaso no es cierto? ¿No está a nuestro lado en el
asedio que padecemos? ¿No es la razón por la que los clérigos
han recuperado sus plegarias? Salió en busca de ese brujo
que iba tras ella y ha regresado. Los monjes que la
acompañaron han sido muy claros…
—Ella sola destruyó un templo de Ulfmaer —apuntó
Osprey—. Eso no es cosa de un simple razaelita, hay algo en
ella; eso es lo que dicen los murmullos al caer la noche. En la
biblioteca, en el refectorio, en las capillas y las celdas. Los
clérigos saben distinguir un enviado de Dios de un simple
marcado.
Un gruñido quedó preso en la arrugada mueca de
Rókesby.
—Tienes frente a ti una luminosa salida y prefieres morar
en la oscuridad —añadió Anair—. Abre los ojos. Nuestra fe es
el arma más poderosa, en todos los sentidos.
—Tenemos un serio desacuerdo en lo espiritual,
inquisidor. No entendemos la fe ni las señales de la misma
forma. Aunque yo solo soy un monje guerrero…
—Entonces —lo interrumpió—, deja las interpretaciones
de las señales para los eruditos y estudiosos de la fe. Ellos
escudriñarán el destino en las palabras del pasado.
—Tú mismo elegiste a esos eruditos y les marcaste el
camino —lo amenazó con el dedo acusador.
690
Anair apoyó un codo, se volvió de costado, casi de perfil,
y se pellizcó el mentón. Tenía la voz pausada, como un
pensamiento lanzado al aire.
—El camino de la salvación y la gloria de Dios —dijo.
El gran padre de armas se levantó y caminó hasta la
salida. Toda su armadura chirrió con estrépito cuando se
volvió en actitud desafiante.
—No me gusta tu plan —escupió, asqueado, paladeando
un desagradable bocado de repulsa—. Tu sonrisa hipócrita me
resulta molesta, como un aguijón venenoso en mi carne. No
me gustas tú, inquisidor.
Anair respondió sin mirarlo, hablando para él mismo.
—Yo he salvado aquello a lo que te aferras.
—Estás realmente loco, Anair —dijo antes de salir por la
puerta, pero la voz de Anair lo retuvo un instante.
—¡Rókesby! —llamó y lo enfrentó desde la penumbra de
su sillón, como quien lanza una trampa sobre la presa—.
Mañana me harás Gran Maestre.
Las palabras se descolgaron de los labios de Anair con
sutileza, dibujadas con una pluma en el aire. El rostro del
robusto clérigo desapareció en una mueca furibunda y
marchó, dando un portazo.
Un pesado velo cayó sobre los clérigos que todavía
esperaban en la habitación. Anair se golpeaba la yema de los
dedos contra el mentón mientras perdía su atención en las
chispeantes brasas. La luz acariciaba su bien afeitado
semblante y bailaba en la claridad de sus ojos. El inquisidor
se apoyó con ambos brazos sobre el tablero de la mesa y se
dirigió a Laghras el Errante.
—Como próximo Maestre de la Fe —le dijo—, necesito
que expliques a los monjes de Dromm mi plan y las
consecuencias que tendrá para todos. En cuestiones
espirituales tienen tu confianza y entenderán el propósito de
nuestro nuevo camino. Alaba el poder de la venganza, la
obligación de una guerra sin cuartel al lado de esa chiquilla
enviada por Vanaiar mismo, y los hermanos enardecerán de
pasión sangrienta. No podemos fallar. Dios está de nuestro
lado. Ve ahora —ordenó e hizo un ademán hacia Osprey—. Tú
espera aquí, será solo un momento.
Laghras asintió y se levantó, aunque a medio camino,
con las rodillas flexionadas, pareció dudar un instante y se
detuvo. Interrogó al inquisidor en silencio, después miró a su
fiel acólito y se puso en pie. Cabeceó y, de nuevo, observó a
ambos monjes, perdidos sus cuerpos entre las ondas del lino y
los ribetes carmesí. Tragó saliva y la protuberante nuez subió
y bajó de forma ruidosa. Finalmente dio media vuelta y cerró
la puerta tras él.
—Sabes que confío en ti, mi fiel Osprey —dijo Anair. El
monje frente a él asintió, dando a su habitual rostro
691
inexpresivo una tenue inflexión placentera—. Pronto serás el
nuevo Alto Inquisidor en Dromm y los asuntos de la fe
pasarán por tus manos. De la misma forma en que yo he
ofrecido toda mi devoción y fuerza a la causa, tú deberás velar
por la corrección en los principios de La Palabra. La
inquisición no es tan fuerte como antes, pero dispondrás de
tus propios clérigos guerreros, libertad en tus investigaciones
y palabra en los procesos que ordenes.
—Es un cargo que me honra, maestro —replicó Osprey.
—Por supuesto. Sé que serás un buen inquisidor, pero no
me llames maestro. Pronto seré Gran Maestre y deberás
llamarme padre y, en previsión a ese momento, es que deseo
encomendarte una misión, mi fiel Osprey.
—Lo que desees.
—Rókesby habrá salido a reunirse con sus padres de
armas y clérigos guerreros. No será tan estúpido de tramar
contra mí y dividir a los hermanos en la nueva fe. Es momento
de unión, aunque no confío en el entendimiento del viejo
Rókesby. Por eso quiero que descubras con qué palabras se
dirige a los suyos, qué intenciones guarda y si esquivará la
sumisión que me debe y que salvará a la Orden.
—Así lo haré, Anair.
—Debes ser discreto.
—Siempre.
Anair ocultó las manos en las mangas y sonrió
complacido. Con un ligero golpe de barbilla despidió a su fiel
servidor. El engranaje se había puesto en marcha, ya nada
podría detenerlo.
Apenas dio un bocado esa noche. Tasha le sirvió un
cuenco con col hervida y un mendrugo de pan, cerveza negra
y un brebaje caliente a base de buenadama y espino blanco
que su curandero le había prescrito hasta la sanación total de
sus heridas. Mientras comía releía las líneas de viejos escritos
y repasaba las anotaciones de los hermanos bibliotecarios;
caligrafías trémulas entre manchurrones de tinta en papel
añejo, fino como seda cenicienta. Entre legajos polvorientos
anudados con cintas encarnadas, se inclinaba sobre textos
olvidados, candil en alto, y el dedo recorriendo el trazo de cada
versículo, tratando de descifrar el significado de aquellos
pasajes de la historia.
La Palabra fue dictada por el profeta después de recibirla
del enviado de Dios en persona. Cada noche se le aparecía un
ángel y le narraba un nuevo texto. Según los primeros
biógrafos del profeta, aquellos que lo acompañaron durante la
guerra civil Aukana y la posterior reconquista de los reinos del
norte, la aparición divina era una entidad flotante, luminosa y
áurea, armada con una espada flamígera y no tenía rostro.
Los encuentros se describían con profusión de datos en la
mayoría de escrituras, a pesar de que las apariciones solo se
692
producían cuando el profeta se encontraba a solas, en lugares
apartados. No había referencia a tal aparición en los
versículos dictados por el profeta, excepto su papel como
mensajero y comunicador de la voluntad de Dios por devolver
el reino de los hombres a sus propietarios y expulsar a las
tribus K’ari que habían invadido sus tierras.
De todas formas, ¿qué era el profeta sino otra cosa más
que un comunicador? Un líder que atraía a cuantos
escuchaban su llamado. En una ocasión detuvo el sitio de
Kuna, cerca de Porkala, con su mera presencia. Las lealtades
se exaltaban a su paso, los hombres dejaban todo para
compartir su destino. Esa fe ciega fue la forjadora de una luz
sagrada que duró siglos y que había comenzado a apagarse en
los últimos años. ¿Qué tenía aquel hombre que arrastraba a
su paso a cuantos lo escuchaban? Era evidente que estaba
tocado por la gracia de Dios.
En ese momento un sombrío pensamiento se le incrustó
entre ceja y ceja. Dejó el candil a un lado y se quedó con la
vista perdida en la abigarrada escritura. Los textos de Jansen
fueron prohibidos hacía décadas. Raben había sido condenado
por seguir las enseñanzas de su maestro y la interpretación
que hacía de sus palabras. Señales que se interpretaban, de
eso se trataba todo en el mundo de los hombres. ¿Qué era lo
real sino un suceso a través de los ojos y la consciencia de
otro? Aunque Dios estaba por encima de toda interpretación,
más allá del mundo de las ideas, en la pureza del concepto.
Pero entonces… ¿Quién era el profeta?
Anair se sentó en una butaca cerca del fuego. Hundido
entre los pliegues de su túnica, con las piernas abiertas y el
cuerpo desaparecido bajo la gruesa tela. Una pequeña llama
luchaba por sobrevivir al lecho de brasas y danzaba sobre un
tiznón ennegrecido. Dromm era una ciudad excavada en sí
misma, que hurgaba en las tripas de la montaña y se ocultaba
del mundo exterior, un lugar en que el recogimiento y la
soledad era una obligación inevitable. Pensó que allí estaban
ellos, en el útero de la roca, como una fuerza por nacer y
golpear al mundo. Pero después, con los siglos, ¿qué quedaría
de todo aquello? ¿Quiénes serían héroes y quienes villanos?
Los vivos no respetan la memoria de los muertos, ni siquiera
su voluntad en vida. La historia resulta ser una piedra de
molino que vuelve polvo los huesos de los condenados. Todos
pasaron por ello, incluso el profeta y su recuerdo, vuelto
palabras por hombres que no estuvieron allí.
Suspiró cuando la llama desapareció. El lecho de ascuas
ardientes palpitó como un ente vivo bajo la ceniza. En breve la
oscuridad se volvió un abrazo helado que comenzó a trepar
por sus piernas. Apenas pestañeaba. Sentía las manos
húmedas en el cobijo de sus mangas y los dedos entumecidos.
Aquel pensamiento se resistía a salir a flote y él observaba su
693
intuición desde la altura, a salvo de la amenaza que se oculta
en la profundidad tenebrosa. Sabía que estaba allí, aunque no
lo dijese, a pesar de buscar una excusa con denuedo. Solo, en
sus nuevos aposentos, tan oculto como un hombre podía
ocultarse entre vestiduras sagradas y textos antiguos, Anair
supo que el profeta había sido un razaelita.

A la mañana siguiente despertó con la cabeza pesada y


los pensamientos abotargados. El mal humor germinó al tibio
y molesto calor de una persistente jaqueca que no se
desvaneció con las infusiones frías que le sirvieron. A pesar de
la febril sensación afrontó sus labores diarias con dedicación
resignada. Seleccionó los textos y las oraciones que serían
leídos en el refectorio durante la comida. Los canónigos y
bibliotecarios le enviaban los fragmentos que él creía
oportunos de viejos textos prohibidos por generaciones
anteriores de inquisidores. Palabras que Jakom hubiese
quemado en la pira sin pensarlo dos veces. Las profecías de
Jansen, los versículos más apasionados sobre el profeta y su
resistencia ante los traidores. Una nueva fe necesitaba nuevos
textos sagrados, y con ellos, nuevos dogmas, una nueva meta,
un nuevo camino. Después, se dispuso a comprobar los
listados e informes que tenía sobre los monjes y clérigos al
servicio de cada padre de armas, aquellos que habían formado
parte de otros capítulos y los naturales de Dromm.
Tenía frente a él montañas de pliegos y manuscritos
administrativos. Los ojos le ardían y se pellizcaba el entrecejo,
tratando de aclarar la vista. Debía leer cada informe, colocar
las piezas en su lugar correcto y adecuado, comprender el
funcionamiento para eliminar las redundancias, las manzanas
podridas si las hubiese. Finalmente acabó medio adormilado,
aplastado en el asiento y con las hojas escurridas de entre los
dedos.
Cuando Tasha entró en el despacho y le sugirió el
almuerzo, se sorprendió de que ya fuese mediodía. El
cansancio de los días pasados todavía hacía mella en él y la
falta de sueño cobraba su precio sin prisa, poco a poco.
Paladeó la desidia y sonrió un poco por el desliz; había tanto
por hacer y tan poco tiempo, ¿qué importaba una falta en el
agotador trasunto hacia su destino? Observó a Tasha avivar el
fuego que ardía en el hogar y una extraña sensación brotó de
la duermevela de su cansancio.
—Tasha —dijo, caviloso, ceja en alto—, ¿has visto a
Osprey?
El joven se volvió y negó con la cabeza tras meditar un
instante.
—No, maestro —respondió.
—Envía alguien a buscarlo —ordenó el inquisidor—,
quiero que se presente ante mí con la mayor brevedad posible.
694
El joven acólito asintió y salió por la puerta. Anair
parpadeó varias veces y espantó el fantasma de la modorra.
¿Cómo podía ser tan leve consigo mismo? Se sintió sucio ante
la dejadez en sus obligaciones y también por su falta de
severidad. Apretó los dientes, enojado y, tal vez, un tanto
defraudado por su debilidad. Dejar escapar una mañana de
aquella forma, cuando la fe se encontraba sacudida en su
convulsa situación, le pareció algo inaceptable.
Tomó papel, tinta y pluma, y escribió tres notas, las tres
idénticas, a los magistrados que representaban el clero frente
al consejo ciudadano de Dromm. Largo Rhea, Huberd y
Gardyner actuarían como jueces en la nueva Orden de
Vanaiar, y debía comunicarles sus intenciones en persona.
Los convocó para aquella misma tarde, en sus aposentos; una
cita inexcusable que no rechazarían.
Entregó las notas a Tasha y comió mientras hojeaba los
documentos sobre su mesa. Escuchó por tres veces las
campanas que marcaban el paso del tiempo y levantó la vista
de su mesa cuando la luz se volvió un velo azulado y las
sombras crecieron en los rincones. Su joven sirviente entró en
la habitación con una tea humeante y encendió la lámpara
sobre su cabeza. Anair estiró la dolorida espalda y miró por la
ventana el azulado y decadente final de la tarde.
—Tasha —dijo, con un mohín desconfiado—, ¿enviaste
las notas como te dije?
—Sí, maestro.
—¿Te aseguraste de que fueron entregadas
correctamente?
—En mano a sus destinatarios, como dijiste, maestro.
—¿Y enviaste en busca de Osprey?
—Dos clérigos salieron en su busca antes de mediodía,
pero no han regresado todavía.
—¿No han regresado todavía? —se extrañó Anair y
masculló entre dientes—. Dromm no es tan grande y Osprey
debía regresar esta mañana. ¿Qué está pasando aquí?
En ese momento el eco de un jolgorio llegó desde el
exterior. Tasha abrió la puerta y un novicio se abalanzó en la
habitación como una exhalación. Anair se levantó, dando un
brinco, y algunos papeles roídos por el tiempo volaron por los
aires.
—¡Eminencia! —exclamó un joven escuálido que vestía
un hábito demasiado grande para tan poco cuerpo—.
¡Eminencia, debéis venir de inmediato!
Anair salió de tras la mesa e interrogó al novicio con una
mirada tan dura que el joven dio un respingo y tartamudeó.
—Es… es el Lucero… Rókesby ha convocado a sus
hombres de armas en el refectorio del templo… —El novicio
tragó saliva y continuó con el mismo tono que hubiera
utilizado para una disculpa—. Claman por un nuevo Gran
695
Maestre.
En un rápido movimiento el inquisidor tomó al novicio
por el cuello de su hábito y lo sacudió frente a él. Tenía los
ojos fuera de sí, y los dientes tan prietos que pareciera fuesen
a quebrarse como la madera.
—¡¿Qué estás diciendo?! —masculló, en una fiera mueca.
Después soltó al muchacho, que cayó de rodillas, y salió por la
puerta—. ¡Tasha! ¡Vamos al refectorio!
Su barbilampiño ayudante saltó tras él, dando saltos, con
las faldas hasta la pantorrilla y el gesto espantado. Anair
caminaba a grandes pasos y bramaba como un animal
dispuesto a defender su territorio. Cuando salieron al pasillo
que comunicaba sus estancias con el ala principal del templo,
el jolgorio abandonó el eco y se volvió un auténtico clamor.
Algunos clérigos corrían hacia el refectorio y muchas voces
llamaban a los que todavía no estaban presentes. Anair dio un
puñetazo a la puerta y maldijo, furibundo. Tenía los nudillos
descarnados y sangrantes, pero no pareció sentir ningún
dolor.
—Rókesby —dijo para sí mismo—, viejo perro ambicioso.
Dos clérigos inquisidores aparecieron desde un lado.
Vestían sus armaduras de hombreras carmesí y una capucha
de malla sobre la cabeza, sin yelmo. Venían a la carrera, quizá
agitados por las prisas de los otros monjes o por su propio
mensaje escrito en los ojos.
—Eminencia —dijo uno de ellos al llegar a su altura—, no
hemos encontrado a Osprey por ninguna parte, ni a los
hermanos que partieron en su busca. Nadie sabe de él, ni lo
han visto desde anoche. Su celda está vacía y no parece haber
dormido allí. Es como si se hubiera esfumado.
Un nuevo golpe contra la puerta fue toda la respuesta del
Alto Inquisidor en Dromm. Rókesby no había calculado las
consecuencias de nombrarse nuevo Gran Maestre. Tal vez
tuviese el apoyo de los guerreros y algunos de los monjes,
incluso si Laghras lo apoyaba, el viejo padre de armas no
tenía lo que debía tener un Gran Maestre. La fe de los clérigos
continuaba en la niña y en aquello que la hacía especial, el
don divino puesto a su alcance. Rókesby no era más que un
bruto que no entendía de política, incapaz de ver más allá de
sus narices. Muchos conocían esa verdad y nadie depositaba
su fe en un líder condenado a pasar a la historia, no en aquel
decisivo momento. Pasara lo que pasase la inquisición todavía
no había dado su última palabra.
—Avisa a los otros hermanos —dijo Anair, con los ojos
desaparecidos en la cordillera de su ira—, os quiero a todos
armados y listos en el refectorio.
Los inquisidores se abrieron camino a empellones. Una
turba de monjes y clérigos se agolpaba en la abarrotada
entrada al amplio salón. Había un griterío considerable y
696
apenas podía entender nada. Muchos brazos se levantaban en
el aire y algunos monjes clamaban a los cielos, presa de una
histeria enfervorizada. Todos los clérigos guerreros de Dromm
debían de estar allí. Muchos se subían a las grandes bancadas
y mesas que recorrían el comedor del templo.
¿Dónde estaba Osprey? ¿Por qué no se le había
informado de todo aquello?
Algunos monjes inquisidores se congregaron tras él.
Como había ordenado estaban armados y dispuestos para
luchar por el Alto Inquisidor. Encerrados en las temibles
armaduras, amplios y duros como una montaña de metal, las
hombreras teñidas de rojo sangre y los ojos destellando al
fondo de su estrecho visor. Las armas en sus fundas,
suplicando con su presencia una excusa para repartir la
voluntad de Dios y congratularse en la pelea.
Reconoció la figura de Laghras entre el gentío, apuntó
hacia él y sus fieles servidores le abrieron paso, repartiendo
codazos y golpes. Cuando llegó a su altura el espigado clérigo
se volvió, advertido por las quejas y gritos ante la llegada de la
inquisición, pero se encontró con el puño de Anair, directo a
su nariz. En una explosión sangrienta Laghras cayó al suelo y
cuando abrió los ojos el Alto Inquisidor lo zarandeaba
salvajemente, con el rostro descompuesto, soltando salivazos.
—¡Qué has hecho, patán! —le recriminó mientras sus
guerreros abrían un círculo a su alrededor y protegían a su
líder—. ¡Rókesby no puede ser Gran Maestre! ¡Ese no es cargo
para un servidor! ¡Nadie creerá en él, nadie!
Laghras escupió un esputo sangriento que se quedó
colgando de su barba y sonrió de forma ofensiva, casi un
insulto placentero.
—Rókesby no es Gran Maestre —dijo—. Es la voluntad de
Dios. ¿Escuchas inquisidor? ¡La voluntad de Dios!
Anair soltó al monje que quedó tendido a sus pies. La
multitud a su alrededor bullía en el clamor y solo unos pocos
prestaban atención a su altercado con Laghras. Estiró el
cuello, escrutó sobre la aglomeración y entonces descubrió la
razón de tanto alboroto.
Los monjes habían encontrado un nuevo Gran Maestre,
alguien que los uniría de nuevo en la fe y la victoria, alguien
que estaba mucho más cerca del poder de Dios.
Sus ojos se encontraron con los de Rókesby. El viejo
padre de armas se veía satisfecho, orgulloso y retador. Sonrió
al inquisidor antes de arrodillarse frente a Kali. Decenas de
monjes guerreros daban vítores y hurras y golpeaban de forma
estruendosa sus armaduras. Tras el viejo padre de armas,
como una ola que se expandía desde su epicentro, toda la sala
comenzó a postrarse y guardar silencio. Finalmente, todos a
su alrededor hincaron la rodilla en tierra, mentón hincado en
el pecho, el puño derecho sobre el hombro izquierdo. Tan solo
697
los inquisidores permanecieron en pie. Los guerreros,
confundidos, esperaban una reacción de Anair, un
movimiento que no llegaba. Sus ojos se habían encontrado
con los de Kali. Sintió cómo la ira se desvanecía y un trémulo
temor le agriaba la contrita garganta. Era el sabor de la
derrota y el rencoroso nacimiento del odio.

698
CAPÍTULO 56

Máscaras de hierro cubrían los rostros de la guardia real


misinia. Ante el estrepitoso avance de aquellos guerreros de
enfurruñado y terrible rostro metálico, los sirvientes y
habitantes del Lévvokan saltaban y abrían paso. Una ola de
sorpresa y alarma los precedía y tronaba en los pasillos,
inundados con el sonido de las botas y el repicar del metal en
palacio. Gallus, el consejero de Justicia, avanzaba tan rápido
como podía, hincando su bastón en el suelo, dando órdenes
como ladridos severos y dejando guardias armados tras él con
un simple golpe de mentón. El semblante intransigente
reflejaba una moral tan negra y austera como sus ropajes. La
fama de su juicio estaba impresa en el adusto semblante, y la
calavera de plata de su bastón anunciaba la única sentencia
de su tribunal privado.
La doble puerta se abrió con tal fuerza que los goznes
restallaron y la madera se quebró. Anja Levvo, la reina
consorte, se encontraba reunida con algunos de sus allegados
y, como el resto, no pudo reprimir el sobresalto en su rostro,
aunque de forma fugaz y breve. La guardia entró como un
vendaval que arrasó a su paso mobiliario y también algún
iluso sirviente que pedía explicaciones por la intrusión.
Cuando Gallus apareció, tras sus acólitos, el silencio se
presentó como la mejor defensa posible ante su acusadora
mirada. El consejero miró a un lado y otro, cargado de
desprecio y vileza. La reina sonrió y ladeó la cabeza,
recuperando su habitual suficiencia y desafiando a los
invasores de su privacidad. Gallus y Anja se miraron durante
un largo instante, como si fuese algo que hacía tiempo
esperaban que ocurriese. Los gemidos ahogados del sirviente
herido a los pies de los soldados eran lo único que se
escuchaba.
—Prendedla —ordenó Gallus. Su voz asomó a los gruesos
labios como un ronquido anfibio, sin un ápice de humanidad
en ella.
Anja no opuso ninguna resistencia. Tampoco perdió su
sonrisa, ni apartó la mirada del consejero de su marido, el rey.
Vestía un traje largo, verde y perla, tan entallado al cuerpo
que su figura resplandecía como una estrecha franja de luz
esmeralda. La piel pálida, tersa y suave como la piedra pulida,
sin un rastro de sangre corriendo por sus venas. Se había
recogido el largo pelo bruno, y caía a lo largo de su espalda tal
que una afilada punta de brea. Flanqueada por las grandes
armaduras de los que, hasta aquel momento, habían sido sus
servidores, Anja se veía tan delgada como la serpiente de la
que siempre le había gustado alardear: un mortal áspid verde.
699
—Te has equivocado de bando, Gallus —dijo cuando pasó
a su lado.
En sus labios, la advertencia se volvió amenaza, sutil, de
la misma forma que el hielo se quiebra bajo los pies del
incauto que cruza un río empujado por las obligaciones de la
lealtad. Aunque Anja sabía tentar esa motivación en los
hombres, y Gallus la observó marchar, conducida por la
guardia a su última morada: los calabozos del Lévvokan.

Un denso banco de niebla había emergido desde la bahía y


toda Dávingrenn se encontraba bajo un lecho blanquecino que
iba y venía como la superficie de un lago vaporoso. Las torres
y las cúpulas y algunos edificios asomaban a la bruma como
presencias fantasmagóricas, un bosque de difusas lápidas
ciegas que buscaban el sol sin demasiada suerte. De la misma
forma en que los jirones brumosos se deslizaban entre las
callejas, sobre el adoquinado húmedo, empapado de silencioso
temor, los rumores llamaban a las ventanas de cada casa, se
colaban en las conversaciones susurradas, en los cuchicheos
sospechosos convenidos en tabernas lóbregas de mala muerte.
Toda la ciudad sabía muy bien lo que ocurría en palacio,
aunque nadie pudiese confirmar, asegurar o corroborar los
chismes, ni siquiera los más allegados a la familia real.
Lo cierto es que el rey se moría y eso dejaba muchas
cosas en el aire y detenía el hacha del verdugo en lo alto,
esperando la orden y un cuello que cortar.
Gallus observaba la ciudad desde la ventana, devorada
por la impertinente marea blanca, y dejaba lugar a
pensamientos incómodos. Sabía que era el veneno del áspid
verde lo que corría por su conciencia, de la misma forma que
los edificios desaparecían en el abrazo vaporoso del Misvainn
y su lento fluir. Permanecía impertérrito; los ojos saltones
abiertos, la ancha boca desplegada en una mueca agria, las
mejillas descolgadas y un imperceptible ronquido asomando a
los ollares de su narizota. Finalmente, dando un suspiro
quebradizo, hincó el mentón en la papada y volvió la espalda a
la ciudad.
Sobre su mesa esperaba una plétora de órdenes
judiciales, papeles, pergaminos y demás legajos
administrativos; al otro lado, el sello del rey. Se acercó y
jugueteó con los dedos por el irregular borde de algunas de
ellas. Tomó una con un gesto descuidado y la examinó en la
distancia, descifrando la abigarrada escritura de su puño y
letra. Los términos judiciales alargaban los conceptos en un
galimatías difícil de entender para un lego en la materia.
«La justicia del rey… por voluntad del Dios único… acusa
de adulterio y traición a la corona… resuelve la culpabilidad
de Enro Kalaris… condena a pena de muerte… por cualquier
700
medio necesario.»
Dejó la sentencia sobre todas las otras y tomó una barra
de cera teñida de verde oscuro. La colocó sobre la llama de
una de las velas y le dio vueltas, lentamente, mientras
observaba la superficie ennegrecer y burbujear. El hedor del
sebo ascendió hasta sus narices con el fino hilillo danzarín del
humo. Desvió la mirada un instante hasta la sentencia de
muerte. Tan solo era un trozo de basto papel con los bordes
rotos, pero tras recibir el sello real se convertiría en un puente
al futuro de Misinia. Tan leve, tan ligero. Con aquella pequeña
marca de cera se volvería pesado como el plomo, capaz de
hollar una marca indeleble en la historia. No era una
sentencia más, una de las que redactaba todas las semanas,
condenando algún delincuente, un burgués o mercader, o
cualquier otro obstáculo o molestia para el rey y su poder.
Aquella era una sentencia a uno de los más poderosos
hombres de Misinia. Tendría consecuencias, un precio a
pagar, quizá un precio demasiado alto para él.
Las gotas cayeron sobre el papel con un tamborileo seco,
todavía humeantes. Dejó la barra a un lado y tomó el selló del
rey. Estaba tallado en piedra, con un sencillo pero robusto
mango en hueso. Antes de imprimirlo vio el águila coronada
de los Levvo y el lema: EL REY LO MANDA. Tomó aire pero no lo
expulsó. Cerró los dientes con fuerza, la saliva se acumuló
bajo su lengua. Los goterones de cera reflejaban una sombra y
el vibrante puntito luminoso de las velas en su superficie. No
hizo nada. Movió la cabeza a un lado y desvió los ojos a
ninguna parte.
Con un movimiento cargado de duda dejó el sello real en
su soporte y se sintió liberado de un peso enorme. Observó de
nuevo la sentencia, con el manchurrón de tinta, inmaculado,
secándose sin firma ni sello. Dio media vuelta y, antes de dar
un paso, miró sobre el hombro una vez más. Después salió de
la habitación.
Caminaba con el pie zompo, golpeando el bastón contra
el suelo a cada paso. Su pecho tronaba, cavernoso, y resollaba
excitado. Los ojos le desaparecían en una mueca iracunda y
todos se apartaban a su paso, evitando siquiera mirarlo.
Descendió hasta los niveles más bajos, allí donde los
cimientos del palacio y sus entrañas se excavaban en la
misma roca. La húmeda cercanía de la Bahía asomaba a las
paredes y reflejaba la luz de las antorchas, o goteaba por
doquier, formando extraños ecos en los oscuros corredores
subterráneos. Encontró a Horn, el jefe de carceleros,
repantigado en un taburete, bajo una lámpara, con los pies
cruzados y las manos sobre la panza. Cuando reconoció a
Gallus, el carcelero tuerto dio un brinco y se puso en pie. Sus
labios se movieron pero no pronunció ninguna palabra.
Tampoco Gallus habló. El carcelero levantó las cejas, apurado,
701
echó mano de las llaves que guardaba al cinto y eligió uno de
los pasillos. No demasiado lejos se detuvo frente a una puerta,
introdujo la llave y abrió para el hombre que ostentaba el
poder de la justicia en Dávingrenn. Gallus emitió un grave
mugido aprobatorio y se asomó a la abertura.
Allí estaba Anja, sentada en un camastro de madera y
paja. Tenía la espalda recta, tanto como una columna de
mármol, los brazos sobre el regazo y, desde las muñecas, dos
recias cadenas se descolgaban sobre las piernas. Se la veía
incólume, ajena a la oscuridad de aquel sucio presidio, la piel
lechosa, los ojos verdes, profundos y afilados como los alfileres
de sus uñas. Gallus entró y la puerta se cerró a su espalda.
Tomó el pomo de su bastón con ambas manos, miró alrededor
y regresó hasta la reina presa.
—¿Os han tratado bien? —la interrogó, con su habitual
seriedad y la voz ronca.
Anja sonrió y levantó las manos. Los eslabones
tintinearon en el aire.
—Me han puesto grilletes —dijo, dando un aire irónico a
sus palabras.
—La acusación es grave, mi reina. La pena… la muerte.
—No me preocupan tus sentencias, juez.
—Ya lo veo. —Gallus chasqueó los labios y tomó aire
antes de continuar—. Y es algo que me inquieta. He pensado
en ello. Tal vez estáis definitivamente loca, lo cual es bastante
improbable. Quizá no tenéis miedo a la muerte, y yo no deba
inquietarme por vuestra valentía. Y también es posible que
vuestra tranquilidad sea una muestra de soberbia y vanidad
propia de la posición.
—También podría ser el regodeo previo a la victoria.
Gallus paladeó el temor de aquello que no podía asomar
a su garganta.
—Abbathorn está condenado, ¿verdad? —dijo.
—Apenas durará unos días más.
—¿Cómo es eso posible?
—Se puede matar de muchas maneras, no solo con el
verdugo o el cuchillo. Abbathorn hace mucho tiempo que está
muerto, aunque parezca vivo. Su cuerpo degenera, las arterias
se secan y el riego no llega a su consciencia. La locura es una
señal, una indicación de que pronto su cabeza dejará de
funcionar. El alma partirá del cuerpo y dejará atrás un saco
de carne y huesos, muerto, pero vivo.
Gallus caminó a un lado y se apoyó en la pared. Sintió la
fría humedad del granito y dio unos pasos hacia el otro lado.
—¿Sabe vuestro hijo algo de todo esto?
—Browen está aparte de los caminos que yo abro para él.
Todo quedará como la sucesión de un hijo excepcional a un
padre mediocre.
—¿Estáis segura de eso? ¿No sospechará nada?
702
Anja levantó una ceja en un mohín sorprendido aunque
gozoso.
—Veo que has estado pensando en el futuro. Eso es muy
inteligente por tu parte, Gallus. Cuando Abbathorn se apague,
Browen deberá tomar las riendas del reino y yo estaré a su
lado, como madre e hijo. ¿Te sorprende? Tu gesto me resulta
divertido, sí. Pronto la guerra va a dar un vuelco y Bremmaner
será el nuevo enemigo. Mi hijo está destinado a casarse con la
única hija de Khymir, y cuando eso ocurra, unificará los
reinos en el imperio que el norte se merece. Ahora, la
pregunta es: ¿cuándo ese momento llegue, dónde estarás tú,
Gallus? ¿En el Lévvokan repartiendo muerte y tortura o
encerrado en un agujero con grilletes en las manos,
suplicando por una muerte rápida?
La reina agitó las manos en el aire, sonriendo de forma
malévola, y las cadenas repicaron su tonada. Gallus la miró
de soslayo, con la boca en una arruga, conteniendo un
ronquido meditabundo. No era de su agrado sentirse
atrapado. No había sentencia que pudiese solucionar sus
dudas.
Sin decir nada dio media vuelta y salió de la celda,
dejando atrás la ofensiva sonrisa de la reina. Horn se apresuró
a cerrar la puerta mientras Gallus miraba al suelo, dando
espacio a sus pensamientos en tan estrecho pasadizo. No
disponía de mucho tiempo para solucionar las cosas y poner
cada pieza en su lugar, engranajes de un mecanismo que
debía echar a rodar, sin fisuras, en perfecta armonía, antes de
que se viniera abajo y diese con su cabeza en un cesto.
—¿Dónde está Delorn? —ladró el consejero.
Horn lo miró, combado sobre la cerradura, con su ojo
vacío y hueco como la boca descolgada en una mueca
silenciosa. Emitió un gemido largo y cadencioso, y Gallus
sintió su aliento a vino agrio golpearlo con fuerza.
—En las cámaras… —respondió, casi en una pregunta—.
Necesitaba los instrumentos…
El grueso consejero lo empujó al pasar a su lado y Horn
cayó sobre la puerta. Salió hasta la caseta de Horn y
descendió por un túnel tan aprisa como su pierna inválida le
permitía. La respiración se le volvió un bramido ahogado.
Trastabilló en un recodo y el bastón se enredó entre sus
piernas, se escapó de sus manos y repicó contra el suelo. La
luz formaba ondas al ritmo de la escasa corriente de aire. Un
pequeño resplandor apareció al final del corredor, en la
rendija de una puerta. Cuando llegó respiró varias veces y
tragó saliva antes de entrar.
El hedor de la carne quemada era insoportable. Gallus se
cubrió la boca y buscó en sus bolsillos el pañuelo bordado que
siempre llevaba con él. En un lado, un hombre desnudo
colgaba, inconsciente, entre poleas y cadenas. Junto a él, los
703
verdugos, ocultos tras mugrientas capuchas de cuero,
avivaban algunos hierros en grandes cazuelas repletas de
brasas ardientes. Las máscaras, hechas de retales y piezas
heterogéneas mal cosidas, les daban un aspecto simiesco y
rudimentario, tal que primitivos salvajes de un tiempo remoto.
Delorn estaba sentado a una pequeña mesa sobre la que
reposaba un candil, un tintero y varias hojas de papel
manuscrito. Dejó la afilada caña que gastaba para escribir en
el aire y se incorporó con un gesto sorprendido.
—¿Ocurre algo? —preguntó, extrañado por la presencia
de Gallus.
—¿Debería? —respondió tan rápido que el Maestre de
Espías dio un respingo y dudó un instante.
—No… —Se encogió de hombros y cerró la boca—. Creía
que no te gustaba bajar a tu antiguo lugar de trabajo.
—Hace años —asintió, caminando hasta la mesa,
balanceando su peso como un barco en la tormenta—, es
cierto, unos cuantos, que no bajo a estas salas. Aunque la
situación lo requiere…
Gallus desvió la mirada a los verdugos y el Maestre de
Espías asintió al comprender.
—Dejadnos solos —ordenó antes tomar asiento de nuevo.
—¿Qué has conseguido? —preguntó Gallus cuando la
puerta se cerró.
—La reina ha estado envenenando a Abbathorn durante
meses. Su médico lo descubrió hace unas semanas, pero no
dijo nada debido a las amenazas de la reina. Al parecer el
hombre estaba viudo pero tenía una hija que desapareció sin
dejar rastro. Lo he investigado. A estas alturas no hay nada
que pueda detener el deterioro del rey. La muerte es segura.
Gallus le dio la espalda. Acariciaba la yema de su pulgar
sobre los nudillos.
—Tu eficiencia te honra, maestro de espías…
Dellorn sonrió, complacido, y asintió, ceja en alto, mohín
vanidoso.
—¿Lo sabe alguien más aparte de él? —preguntó Gallus,
sobre su hombro.
—Gallus —murmuró el Maestre de Espías—, ¿es que no
me has oído? El rey se muere.
—Te he escuchado a la perfección —rugió, se encaró
hacia él y golpeó el suelo con el bastón—. Pero quiero saber si
lo sabe alguien más.
—Solo él.
La respuesta pareció satisfacer a Gallus que, de nuevo,
caminó entre divagaciones mudas.
—Es un asunto muy grave —dijo, de la misma forma en
que se repite una forma de cortesía—. Cuantos menos lo
sepamos mejor.
—Menos sería nadie. He sido muy escrupuloso desde el
704
principio. Ninguno de mis agentes está informado, ni siquiera
los más cercanos al rey. Tan solo la reina, tú, yo, los verdugos
y este hombre conocemos la verdad.
La tripa de Gallus se movió a los lados cuando asintió
tras las tranquilizadoras palabras de Delorn. Sus ropajes
negros se confundían con la tiniebla alrededor y tan pronto
parecía pequeño como enormemente gordo.
—El rey se muere… —musitó Gallus, lanzando sus
palabras al aire, de la misma forma en que un pescador tienta
el cebo y provoca ondas en la superficie del agua.
—No te equivoques, Gallus —lo reprendió Delorn,
severamente—. El rey ha sido asesinado por la reina. Esa es la
verdad. Deberías tenerlo presente en tu sentencia, porque
habrá que dar muchas explicaciones en adelante.
Gallus lo miró fijamente, tal que un reptil permanece
inmóvil, petrificado hasta que su respiración lo delata o la
lengua aparece a los labios. Tenía los puños cerrados en torno
a los botones de su chaleco, y el mortuorio pomo de su bastón
relucía frente al pecho, como un testigo más de la
conversación. El consejero desvió la mirada a los ojos vacíos
del cráneo, la estampa impertérrita de la muerte, y después
miró al hombre que se balanceaba apenas en las cadenas.
Tenía la cabeza caída y la sangre formaba coágulos viscosos
que se deslizaban sobre la carne sudorosa.
—Léeme la declaración completa del médico —propuso
Gallus de repente, sin mirarlo directamente—. No quiero dejar
ningún cabo suelto.
Delorn suspiró con fastidio y se inclinó sobre el papel,
hincó el dedo y comenzó a recorrer la página al tiempo que
leía las inculpaciones del reo. El consejero dio unos pasos
zompos a un lado. Cabeceaba mientras escuchaba
atentamente la declaración. El hombre había confesado todo,
sin dejar un lugar a la duda. La reina había envenenado al
rey. Gallus se puso tras Delorn. Su gesto se había vuelto
ceniciento, carente de color. El rey moriría irremediablemente,
su voluntad estaba quebrada, hecha añicos. Su cuerpo
quedaría como un envoltorio vacío. Gallus tenía los ojos muy
abiertos, cejas en alto, la boca tensa, de oreja a oreja. Delorn
continuaba leyendo, con las narices pegadas al papel. Todo
quedaría como una apoplejía resultado de un largo deterioro.
Gallus introdujo la mano bajo su chaquetón. El cuchillo
asomó a la funda y se deslizó en un susurro apenas
perceptible. Su sombra, en la pared tras él, parecía la de un
gigante anguloso de negrura rocosa. Se acercó hasta la
espalda de Dellorn. Podía ver su cuello. Sería sencillo. Un
golpe seco, como el que otorga el matarife al animal
sentenciado. Había que aprender a sacrificar en pos de un
bien mayor.
Ambos saltaron cuando la puerta se abrió y un guardia
705
entró, presa del pánico y la urgencia. Delorn había dejado caer
el papel y Gallus, a su espalda, lo miró espantado, con el
arma oculta bajo el brazo.
—¡Debéis subir a palacio! —exclamó el criado—. ¡Ha
llegado un mensajero! ¡Dicen que Browen ha muerto! ¡El
príncipe… está muerto!

Cuando llegaron a los aposentos del rey, una pequeña


multitud se había congregado en los salones previos a sus
habitaciones. Entre los distinguidos lores misinios y
burgueses adinerados afectos a la corona, hallaron hombres
de armas y monjes de Vanaiar que charlaban en baja voz.
Todos abrieron camino a un grupo de siniestros sacerdotes de
Vedo, el dios de los muertos, que recitaban plegarias al ritmo
de sus incensarios. Alhric Cawod, castellano del Lévvokan,
atajó la conversación que tenía con algunos oficiales de la
guardia, y se dirigió hacia ellos cuando los vio entrar. Vestía
su armadura completa; una excelente aunque poco elaborada
cobertura de placas bajo la que calzaba un traje de malla. La
sobrevesta larga, hasta las rodillas, anudada al cinto y teñida
de verde y blanco, con el águila coronada sobre el pecho.
—Por fin os encuentro —dijo, saliendo a su paso.
—¿Qué ha ocurrido?
—Dicen que Browen ha muerto, asesinado por
Bremmaner.
—¿Quién lo dice?
—Los monjes. Encontraron su cuerpo junto al Kunai en
una villa llamada Gutkho. Acusan a los de Bremmaner de
tender una trampa al príncipe.
—¿Y qué hay de cierto en ello?
—El duque retiró hace dos días sus tropas en Aukana, se
ha encerrado tras las murallas y guarda silencio desde
entonces.
—El duque… —masticó las palabras Delorn y se
estremeció con un gesto agrio.
—¡Gallus y Delorn! —llamaron a su espalda. Darius Mill,
diácono de Vanaiar, se acercaba con el gesto pesaroso,
rodeado de sus clérigos guerreros—. Parece ser que la
desgracia golpea a esta casa con negros presagios.
—¿Quién trajo la noticia? ¿Se puede confirmar?
—La Guardia Sagrada de Parvay encontró al príncipe
heredero muerto tras una emboscada cerca de Gutkho. Los
bremmenses le tendieron una trampa en su camino hacia el
asedio de Akkajauré.
Gallus no ocultó una mueca desconfiada y cruzó la
mirada con Delorn.
—Podrás verlo por ti mismo —concedió Darius Mill,
alzando una mano y torciendo el gesto con falso pesar—. Por
706
orden del Gran Maestre Ezra, traen su cadáver de vuelta a su
hogar. Es triste que quizá el rey no viva para ver su funeral.
Por lo menos murió luchando hasta el final, Dios lo acogerá a
su lado como a su hijo predilecto.
—Esperaremos a ver su cuerpo antes de declarar el duelo
oficial.
—Es una sabia decisión, pero no evitará el trágico
desenlace de esta historia. La Casa de los Levvo se tiñe de
sangre en sus últimas horas. En ocasiones, los designios de
Dios son inextricables.
Gallus ignoró al clérigo y se volvió hacia Alhric, que
esperaba marcial junto a sus oficiales.
—¿Se le ha comunicado al rey la nueva?
—Hace un momento —respondió el guerrero y bajó el
gesto ceñudo—. Pero no hizo más que balbucear sinsentidos.
Desde anoche se despierta entre gritos y aullidos; dice ver a
su padre junto al lecho y también a la reina. Yo no soy
curandero, pero creo que ha perdido definitivamente la
cabeza.
⎯Y por lo que he oído su enfermedad ha empeorado
⎯apuntó el clérigo avieso⎯. Creo que debería avisar de tales
nuevas a mis superiores.
⎯El rey está vivo, Darius ⎯escupió Gallus.
⎯Yo no he dicho lo contrario.
⎯No vendas la piel del oso antes de matarlo.
⎯Dios me libre de tal ofensa. Sólo debo informar de
cualquier nueva a Jakom y Ezra.
⎯No hay nuevas en palacio. El rey manda, el resto
obedece.
Darius Mill se devoró los labios en una sonrisa apurada,
casi cortante.
⎯Los sanadores hacen todo cuanto pueden pero su
cuerpo está desahuciado ⎯dijo Cadwod, apesadumbrado.
—Eso no es de tu incumbencia, Alhric —intervino Delorn,
mostrando los dientes—. No hables de aquello que
desconoces, en especial cuando nombres al rey.
—Pero… —titubeó el joven soldado.
—Por cierto —añadió Darius Mill, dando un vistazo
alrededor—, ¿dónde está la reina? Pensé que se encontraría
junto a su marido en tan aciago momento. ¿Sabe ella de la
pérdida de su hijo? Ese debe ser un revés importante para
una madre. Puedo dirigirme a ella y consolarla en el destino
que Dios eligió para su progenie.
—No se requiere tu consuelo, Darius —replicó Gallus
antes de picar con su bastón en el suelo, tomar a Alhric por el
brazo y hablarle al oído, entre dientes—. Aquí sobra gente.
Quiero estos salones despejados de curiosos, interesados y
santones, ahora mismo.

707
El guerrero dio un taconazo y repartió las órdenes a los
guardias. Gallus se despidió con un escueto gesto y observó
de soslayo la reverencia que ocultaba el descuidado desafío de
Darius Mill y sus monjes, como una bandada de cuervos en
espera de la carroña. Después, entre el ajetreo de la
muchedumbre que abandonaba la estancia, arrastró su pie
zompo hasta los grandes ventanales. La niebla había
comenzado su retirada, de vuelta a la bahía de la que había
surgido, y la ciudad reaparecía tan sucia y podrida como
siempre. Sin embargo, las nubes se abrieron un poco, y los
exiguos rayos del sol otoñal iluminaron la multitud de cúpulas
verdes que brotaban aquí y allá. Por un momento, Dávingrenn
pareció un lugar diferente, una ciudad nueva aunque vieja,
dispuesta a comenzar una nueva era.
El espejismo fue breve, como una llovizna primaveral. La
plomiza densidad se cerró sobre el cielo misinio y las sombras
devoraron los colores con fruición. Todavía quedaba mucho
para la primavera. Dávingrenn se encogió como un animal
herido, cubierto de fango, en espera de tiempos peores. Desde
la altura del Lévvokan el mundo había cambiado. Gallus ya no
vio la eterna extensión verde sometida al designio del rey, sino
una fiera al acecho que amenazaba a la Casa Real con su
incierto porvenir.
—Enviaré agentes a Bremmaner y también a Rodstel.
—¿Rodstel? —lo interrogó con el gesto ceñudo.
—No sé tú, pero yo no creo en las casualidades. —Delorn
se pellizcó el mentón y observó el mismo horizonte que Gallus
—. El rey asesinado por su esposa y el hijo de ambos y
heredero al trono aparece muerto en tierras de un aliado que
se vuelve enemigo. Rodstel se me antoja una pieza clave en
todo este entuerto. El reino se nos escapa como ceniza al
viento…
—¿Cómo ha podido pasar frente a nuestras narices?
Delorn suspiró. Alicaído y pálido, su rostro envejecido,
surcado por mil arrugas en las exiguas mejillas, parecía el de
un hombre de papel mojado. Se mordió los labios, huraño y
avieso, mientras un pensamiento llegaba a su mente.
—La reina todavía tiene mucho que explicar en este
asunto. Es una lástima que no sea más… participativa.
Quiero descubrir la verdad y solo ella puede desvelarla.
Gallus levantó una ceja. La papada se le unía en una
bolsa al mentón y desbordaba el cuello de su camisa. Perdió
sus pensamientos en la lejanía del paisaje y asintió.
—Haz lo que debas —dijo, con el reflejo de la tormenta en
sus pupilas.
Guardaron silencio durante un largo instante, cada uno
perdido en sus tribulaciones y en el mismo nefasto
presentimiento. La pesada respiración de Gallus atronaba en
su pecho con un ronquido sordo y rítmico mientras
708
balanceaba su peso sobre el bastón. Ambos se miraron una
vez más, aunque no dijeron palabra. Gallus guardó para sí la
posibilidad de haber matado a aquel hombre en el caso de que
Browen hubiera estado vivo; sabía que Delorn hubiera hecho
lo mismo de ir un paso por delante. O quizá no, pero eso le
importaba poco al consejero de Justicia. Debería jugar bien
sus cartas si pretendía continuar en el cargo y salvar el
pellejo. En unos días el rey habría muerto y las opciones a la
sucesión se agotaban. La reina Anja aceptaría una regencia
hasta que el Hiurel misinio propusiese un nuevo candidato.
Delorn podía torturarla cuanto le viniese en gana, eso no
desvelaría nada que no supiesen ya. La reina no sabía de la
muerte de su hijo, quedaba fuera de sus planes. Pero Delorn
insistiría con sus hierros candentes y pinzas metálicas sin
encontrar nada. Para cuando Okral Levvo, el tío de Anja,
llegase a palacio él ya habría redactado una orden, decretando
la protección de la reina. Una orden que Delorn había
incumplido. El Maestre de Espías quedaría en evidencia y él
ejercería de juez junto a los Levvo, traicionados por sus más
leales, excepto el fiel Gallus.
En ese momento, la puerta se entreabrió y un sirviente se
escurrió en la abertura. Cuando descubrió a ambos
consejeros, suspiró aliviado, dio una palmada y caminó hacia
ellos de puntillas y apurado. Le temblaba la boca y su rostro
estaba cubierto de sudor.
—¡Señores! —exclamó, contenido. Gallus y Delorn
intercambiaron una mirada suspicaz—. Tenemos… tenemos
un problema… un problema enorme.
—¿Qué ocurre? —preguntó Delorn, mirando al
tembloroso sirviente.
—Hay un hombre… —se explicó—, un curandero que
desea ver al rey.
—¿Y cuál es el problema?
El criado separó el cuello de su camisa y bajó la voz.
—Viene acompañado por… —dijo, tembloroso—. Un
monstruo.
—¿Qué? —saltó Delorn y una sonrisa involuntaria nació
en la comisura de sus finos labios.
—Un monstruo, mi señor, un gigante…
—¿Y cómo le habéis permitido el paso?
—Ese es el problema, señor. —El sirviente se encogió y
frotó sus manos lleno de ansiedad—. No lo hicimos. Pe… Pero
viene hacia aquí.
—¡Qué! —repitió Delorn, dejando atrás la incredulidad
por el sobresalto.
—Entraron con los mendigos de la mañana, pero se
colaron en el patio principal. Cuando nos dimos cuenta ya
subían las escaleras a esta cámara. La guardia se interpuso,
pero… pasó por encima de ellos… Yo lo vi, mi señor, pasó
709
entre los guardias como… —dudó y se llevó las manos a las
mejillas—. ¡Oh! Señor, como…
La puerta estalló en mil astillas que volaron por todas
partes. El cuerpo del guardia atravesó el umbral y se deslizó
por el suelo unos cuantos pasos, inconsciente, hasta quedar
tendido entre los restos de madera. El sirviente aulló y se
ocultó tras los boquiabiertos consejeros de un excepcional
brinco. Todos dieron un paso atrás cuando los dedos se
aferraron al resquebrajado umbral de la puerta. Era una
mano enorme, de un codo de amplitud, oscura y húmeda, tal
que fango viscoso que dejaba huella donde pasaba. Después
entró el monstruo.
Se inclinó al atravesar la puerta y, cuando descubrió a
los consejeros, se volvió hacia ellos y desplegó su amenazante
pose. Medía por lo menos tres varas de altura, pero no era su
tamaño lo que dejó sin habla a los testigos. Estaba cubierto
por una larga capa a base de sacos remendados, que casi
ocultaba su grotesco aspecto. Todo su cuerpo era una masa
de tierra y raíces, a la que brotaban lombrices y escarabajos, y
que se agitaba con vida propia. El hercúleo pecho, formado
por un intrincado nudo de ramas, se hinchó y los puños se
levantaron a los costados. El rostro era una masa informe, sin
rasgos, tan solo dos ojillos brillantes, como teas diminutas y
asimétricas.
—Akiel bondadoso —murmuró Delorn, ignorando los
lloros del sirviente a su espalda.
Tras la criatura entró una segunda figura. Cubierto por
un capote oscuro y sucio, desgarrado en los bordes. La
vestimenta de un hombre de los caminos. A una de las
mangas asomaba una mano joven y fuerte que aferraba una
vara de viaje, casi tan alta como él. La capucha derramaba
una oportuna tiniebla sobre su rostro. Se volvió hacia ellos y
levantó un dedo con una uña larga y negra, casi una garra.
—Delorn —señaló a uno y después al otro, poco a poco,
sin prisa— y Gallus.
Ellos afilaron la mirada, con el cejo prieto, cuando su
intuición se vio tentada por el recuerdo.
Una veintena de soldados aparecieron a la carrera, con
las alabardas en ristre, pero se detuvieron en el quicio de la
puerta. La criatura se volvió hacia ellos y abrió los brazos,
dispuesto a ofrecer combate. El misterioso hombre
encapuchado no se movió un ápice, y continuó con el dedo
apuntando a los consejeros.
—¡Quietos! —gritó Gallus, brazos en alto—. ¡No hagáis
nada!
Los hombres chocaban hombro con hombro, ocultos tras
los filos de sus armas. Gallus dio un paso atrás al reconocer
la sonrisa malévola que vio en lo profundo de aquel rostro casi
oculto. Dientes limados, como una sierra de marfil, asomaban
710
a los labios violáceos. La mirada viperina de unos ojos
mostaza.
—¿Rághalak? —musitó Delorn, con el terror del que
lanza una pregunta conociendo la respuesta.
Con ambas manos, el extraño se quitó la capucha y
mostró su verdadero rostro.
Era joven, de piel marmórea y cejas finas y afiladas que
convergían sobre el ceño. Tenía el pelo oscuro como la brea,
largo e hirsuto caía sobre los hombros y destacaba su piel
transparente, salpicada de manchas en el cuello y la
mandíbula. Su inquietante sonrisa mostró de nuevo los
dientes, puntiagudos como una hilera de húmedas estacas.
—Quizá sí —respondió—, aunque también quizá no.
Muchas cosas han pasado en mi ausencia, hombres de corte.
—Pero… Has rejuvenecido.
—Sí. He cambiado y también he aprendido cosas. El
cambio es positivo, muchas cosas se dejan atrás, algunas que
no se desea perder, aunque cuando se encuentra el camino, el
regreso siempre es victorioso.
—¿Cómo…?
—Dellorn, maestro de espías, siempre interesado en la
razón de los hechos, tan aplicado, como un sabueso que
husmea en las madrigueras de la vida, en los recodos
mugrientos de la ciudad. No hay una respuesta a todo.
Deberías entrenar también tu fe y dejar los asuntos de lo
inexplicable a los crédulos. Algún día comprenderás mi
retorno, y quizá mi origen, pero no será hoy.
—Esa… criatura… haz que se marche.
—Es mi sirviente.
—Debe salir. Estos son los aposentos del rey.
—¿Acaso me hubieses dejado entrar de no ser por su
ayuda? —Rághalak mostró su rejuvenecida sonrisa afilada—.
Me temo que todos sabemos la respuesta, ¿es cierto? Es
cierto.
—Browen ha muerto, Rághalak. El reino se descompone
sin los Levvo…
—Me importa poco el destino del hijo —lo interrumpió,
con gesto leve—. El final de una era se acerca y con él llegará
la venganza de mi pueblo. Ceniza y muerte y guerra… No os
derrumbéis hombres del norte, es hora de cosechar el fruto de
vuestro trabajo. Tengo entendido que el rey agoniza. Tengo
que verlo para poder sanar su cuerpo.
—Está en su cama. Pero todo está perdido. Los médicos
lo han desahuciado.
Rághalak caminó hasta la puerta del dormitorio y la abrió
suavemente con la punta de su cayado. A la densa oscuridad
asomó el gemido de un moribundo.
—Nadie puede hacer nada por él, Rághalak —añadió
Gallus.
711
El consejero se volvió apenas, sobre el hombro, y miró a
ambos sin pestañear. Sus ojos se afilaron en un guiño
maligno.
—No me subestimes —siseó—. Ahora, yo puedo.

712
CAPÍTULO 57

Parecían espíritus del bosque que desaparecían entre la


vegetación. No podía verlos pero sabía que estaban allí. Dagir
La bebió un pequeño sorbo del odre que le ofrecía su discípulo
y continuó observando a los Kudaw y sus ágiles siluetas. Eran
casi una veintena, y se habían dispuesto alrededor, vigilando
los alrededores y previniendo cualquier desagradable
sorpresa. Se movían en silencio, con sus largas extremidades
acariciando el suelo de forma felina, el arco dispuesto y una
aljaba llena de proyectiles asegurada en un costado. Vestían
armaduras de cuero que ceñían sus estilizados cuerpos,
decoradas con ornamentados trabajos repujados que
enlazaban con las numerosas correas y anclajes. Ni una pizca
de su carne quedaba al descubierto. Todos se cubrían con
máscaras de cuero a las que asomaban guedejas y mechones
de pelo bruno o plateado, y que les daban un aspecto onírico y
algo tétrico.
Observó a uno de ellos trepar a lo alto de un árbol, tan
rápido como una ardilla. Después se plantó en la copa,
acuclillado sobre una rama, y oteó el horizonte a lo lejos.
Realmente era una raza extraña y diferente que no tenía igual
en ningún otro animal que Dagir La hubiera visto en todo
Kanja. Hablaban entre ellos su extraña lengua
incomprensible, llena de contracciones guturales, chasquidos
y golpes de lengua. También inclinaban la cabeza a los lados,
como muestra de curiosidad, cuando observaban al joven
druida cambiar los vendajes sucios de su maestro. Entonces,
en ese momento, Dagir La veía sus ojos negros, como dos
perlas oscuras en lo profundo de sus máscaras, y se
preguntaba qué hacían aquellos seres allí y de dónde habían
venido.
El vigía descendió de las alturas a una velocidad
vertiginosa y se acercó a Midiori. Le dijo algo al oído, a pesar
de que nadie podía entenderlo. Ella asintió y respondió lo que
debían ser algunas órdenes. Después se acercó hasta los
druidas y se quitó la máscara. Siempre se despojaba de ella
cuando debía hablar con el druida, como un protocolo
aprendido de la obligación decorosa de parecer un poco más
humana a ojos de sus protegidos.
—Ylarnna está cerca —anunció, aspirando las vocales.
Midiori siempre tenía ese gesto amable y complaciente,
casi feliz, que sus grandes ojos brunos volvían tan artificial
como la máscara con que solía cubrirse.
El Gran Druida de Oag asintió y apretó los dientes
mientras Daima La comprobaba los emplastos en torno a su
pecho.
713
—Deberías descansar, maestro, o estos huesos no
sanarán nunca —sugirió el joven druida. Había cubierto su
desnudez con algunas pieles que los ogros muertos ya no
necesitarían y apestaba a guarida de trasgo.
Dagir La negó y se estremeció en una mueca dolorida.
Pequeñas gotas de sudor sembraban su frente y la fiebre le
daba un aspecto macilento y mortecino. Respiraba a pequeños
sorbos, con la espalda tan recta como una columna de piedra
y las manos sobre los muslos.
—La ciudad está en llamas —dijo Midiori, de la misma
forma en que alguien comenta el tiempo o el paso de las
nubes en el cielo. Su rostro no cambió en absoluto, preñado
de amable complacencia.
Sin embargo, los druidas se volvieron hacia ella. Daima
La se quedó con un emplasto de musgo en vilo, cerca del tórax
de su maestro, el rostro espantado. En los últimos días su
saludable felicidad se había convertido en una sombra
negruzca bajo los ojos y las mejillas fláccidas en torno a una
boca pequeña que estaba habituada a la sonrisa más que al
llanto. Dagir La cerró los ojos un instante y dejó de respirar.
Cuando volvió a abrirlos, sus cejas empujaban el rostro hacia
un filo de adusta determinación. Con la ayuda de Daima La,
se puso en pie, no sin tambalearse, y se apoyó en su cayado.
—Sigamos adelante —dijo.
Avanzaban con lentitud, siempre en dirección al norte.
Midiori se mantenía cerca de los druidas, junto dos o tres más
de los suyos, mientras que el resto se adelantaban, cerraban
la marcha o guardaban los flancos de la comitiva. Pronto,
Dagir La pudo oler el aroma del incendio y apretó el paso.
Hincaba el cayado en el suelo, con rabia, y en ocasiones su
febril estado le hacía detenerse y retener el vómito, clavando
los dedos en el estómago. Antes de llegar al linde del bosque,
casi cuando podían escuchar la corriente del Adah Kari, el
druida le preguntó a Midiori:
—¿Por qué os dirigíais a Whoramantal?
Ella no respondió, tan solo inclinó su rostro cubierto a la
manera de su pueblo.
—Dijiste que ibais a Blancamapola cuando mi buen
Daima os encontró. ¿Por qué os dirigíais en mi busca? ¿Acaso
tienes noticias de tu padre?
Midiori miró al frente y pareció cavilar las palabras del
druida. El habitual semblante inexpresivo de la Kudaw era,
máscara mediante, una corteza impenetrable.
—Así es —respondió, tras un largo instante—. Mi padre,
el Muy Antiguo Navegante de Rendelín, ha marchado a
reunirse con sus hermanos del Bosque de Rim y Nam Dhalas.
Con ellos tratarán los asuntos que tú llevaste ante él y
tomarán una decisión. Eso es todo lo que harán por el
momento.
714
—Una decisión... —masculló Dagir La, conteniendo el
enfado, lo que llamó la atención de la mujer—. La verdad, no
puedo comprender a tu pueblo, Midiori.
—¿Por qué dices eso, Dagir La?
—Todavía no sé si sois unos cobardes o tan solo unos
inconscientes que juegan con el destino del mundo. Tu padre
me confesó vuestro origen, el lugar del que provenís y el
devenir de vuestra especie. Ahora sé quién viene tras vosotros
y también por qué. ¿Crees que no sospecho el motivo de esa
reunión? ¿Crees que no adivino la intención de los tuyos?
—Por muy sabio que seas, mi querido druida, no puedes
leer la mente de un Kudaw. Somos diferentes a los hombres,
somos otra cosa.
—No, Midiori, no lo sois. ¿Cuándo comprenderéis que no
se puede escapar a las consecuencias de los propios actos?
¿Huiréis otra vez? Ya no os queda lugar en el mundo que
oculte vuestro pasado. Las heridas abiertas no dejan de
sangrar, hasta la curación o la muerte.
Ella lo contempló desde la profunda negrura de su
máscara. No dijo nada más.
Frente a ellos se abrió la claridad previa a la orilla del río
y, al otro lado, la ciudad de Ylarnna. Todos se detuvieron
consternados, incluidos los Kudaw. ¿Qué pensarían aquellos
seres para quienes los humanos eran tan extraños e
incomprensibles como un acertijo para un niño? Dagir La
conocía bien a los hombres, sabía de sus guerras, su avidez
por la riqueza y el despilfarro, su ansia devoradora sin
sentido. Los hombres no merecían más que su compasión.
Pero los Kudaw, ¿qué podía pensar sobre aquella raza ajena al
mundo, a las normas naturales que él había aprendido? La
imagen frente a él le produjo una profunda congoja y, por
primera vez, un sentimiento silencioso, quizá taciturno o
alicaído, se ocultó bajo las máscaras de aquellos extraños
seres que lo habían salvado de una muerte segura.
Ylarnna se consumía en el caos y la muerte. Tejados
ardían tal que piras funerarias que elevaban a los cielos las
almas de los desaparecidos. Desde el oeste, un ejército de
ogros había arrollado la ciudad. El viento traía el aroma de la
ardiente batalla y también los gritos y el estropicio. Las gentes
corrían como hormigas espantadas, saltaban al río desde las
ventanas, perseguidos por hordas de trasgos. Clamaban las
campanas su señal de alarma, aunque quedaba en nada su
llamado, pues nadie escuchaba. Una escena tras otra, la
batalla tuvo lugar frente a sus ojos. Ogros masacrando
mujeres con sus hijos en brazos, destruyendo los muros de
las casas, acabando con cualquier cosa que tratase de resistir
su envite. Una revancha que había germinado durante
décadas, siglos, esperando ser liberada de la misma forma que
un río rompe diques y presas.
715
Vieron soldados armados y estandartes asomar a los
edificios. Había caballeros montados y lanceros que se hacían
fuertes en las estrechas callejas. De repente todo se convirtió
en una lucha sin frentes, una nube de combates y carreras,
gritos y órdenes. Los trasgos saltaban desde los tejados. Un
ogro barría con su garrote a un grupo de arqueros y sus
cuerpos salían despedidos por encima de los suyos. No
podrían ganar, no de aquella manera.
Dagir La dio un paso al frente y aseguró bien los pies en
la pedregosa orilla del río. Levantó los brazos muy poco a
poco, soportando el dolor, conteniendo la flaqueza de sus
piernas. Un repentino golpe de viento sacudió los bordes de su
manto y cerca estuvo de caer. Daima La saltó adelante, pero
antes de que llegase a tomarlo por el brazo, su maestro lo
detuvo con un gesto.
De nuevo abrió las piernas y tomó aire, profundamente,
por la nariz. El intenso dolor le hizo gemir un quejido. Cerró
los ojos con fuerza. Gotas de sudor caían desde su nariz.
Entonces se relajó y al abrir los ojos ya no había ninguna
sensación en él.
La niebla comenzó a emerger en la otra orilla y a formar
pequeños remolinos que se resistían a desaparecer, llevados
por la brisa del cauce. Pronto formaron nubes, tan blancas
como el algodón, que crecían y crecían, trepando hacia
Ylarnna. Midiori dio un paso al frente y muchos de los Kudaw
también lo hicieron. El poder de Dagir La, el Gran Druida de
Anam Oag, se mostraba ante ellos. Poco a poco, Ylarnna fue
siendo devorada por la lenta marea brumosa, constante,
paciente y ajena a la batalla que se libraba en su interior. Un
rato después, la ciudad entera había desaparecido bajo la
impenetrable niebla. El escándalo de la lucha se fue diluyendo
de la misma forma que la niebla había cubierto todo. Primero
se volvió un lejano murmullo, después tan solo quedaron
algún solitario y ocasional chillido. Grupos de guerreros y
ciudadanos abandonaban la ciudad y corrían hacia los
campos, lejos del que había sido su hogar hasta hacía poco.
Dagir La se desinfló y cayó al suelo. El joven druida,
todavía anonadado ante la invocación de la niebla, llegó a
tiempo y lo ayudó a reposar su peso sobre los cantos rodados.
Su maestro tenía los dientes manchados de sangre y la
mirada vidriosa y vacía. La piel del cuello se le había vuelto
violácea y las arterias asomaban a la piel.
—¡Dagir La! —exclamó Daima, preso del pánico—.
¡Maestro!
Él levantó una mano y la puso cerca de sus labios, en un
gesto tranquilizador pero agotado.
—Deberás fabricar una camilla —dijo su mentor,
haciendo un esfuerzo, rajando su voz—. No podré caminar en
adelante.
716
—Sí, maestro. Haré una camilla, como ordenes, y te
llevaremos de vuelta a casa. —Daima La reía y lloraba al
tiempo. Sus manos temblaban sin llegar a tocar a Dagir La.
—No... No iremos a casa. Quiero que me llevéis a
Róndeinn.
—Donde tú desees maestro, iremos a Róndeinn, a casa
de Ela Adjiri.
—Los monjes saben lo que dicen, y bien han forjado su
palabra en la carne y el espíritu de los hombres. Cuánta razón
en esa maldita frase. —Dagir La miró tras su discípulo y sus
ojos encontraron los de Midiori—. Nadie puede escapar a la
guerra y, ahora, ha llegado al bosque. Hasta la misma puerta
de nuestra casa.

717
PERSONAJES DESTACADOS

Aukana

Aerinha Dama de la princesa Vanya


Agnes de Bruswic Hermana mayor de Earric y Luthais
Ankal Eana Señor de Ylarnna, muerto tras una repentina
enfermedad
Arloth Kaine Escudero del rey
Attew Kuibala Cofrade mayor del reino de mercaderes en Ylarnna
Bearach Klint Señor del la orilla oeste del Bjianik y siervo de
Bruswic
Bilton Kuilén Jefe de la guardia real aukana
Borel Holan Tío de Priell y Cyneric Holan
Cuinn Keilá Hijo de los Keilá
Cyneric Holan Hijo de los Hollan, banderizos de Kivala
Drae Kalili Conocido banderizo de Jornealven. Señor de Kuna
Ejvan Dwort Señor de Porkala
Elgo Udler Siervo de los Bruswic
Eric Lamakil Hermano menor de Rodel
Hativ Kirkuk Líder del clan Kirkuk
Hubert Rolin Hijo de Kjant y miembro del consejo de la ciudad
Ikail Lieren Señor de Kokkujia
Ikaris de Aylin Reina de Aukana
Ilonka Ama de cría de Vanya
Jasin Kirkuk Señor de la Roca Kilim e hijo de Hativ
Kayuil Raikkili Bastardo de Hativ Kirkuk
Kenean Durek El Milano Negro
Khymil Eana Joven señor de Ylarnna
Khymir XII/Iwell Kaiku Rey de Aukana
Kjant Rolin Noble en Ylarnna
Koel de Bruswic Patriarca de los Bruswic. Señor de la torre
Koel de Bruswic Primer hijo varón de los Bruswic. Muerto por
accidente
Koldo Hajkl Líder del ejército aukano en el norte
Kregar Kikkuril Señor de Kjionna
Kroger Kivalik Sobrino del rey. Bastardo de su hermano Homen
Kunt Eana Prócer de Ylarnna. Tío de Khymil
Kurt Raijkolá Escudero del rey
Likud Trent Señor de Kjindelar y siervo de Ylarnna. Patriarca de
Trent
Lilit Eana Esposa de Ankal y madre de Khymil Eana
Loetter Trent Flemático primogénito de Likud Trent
Lora de Bruswic Madre de Agnes, Koel, Earric y Luthais
Losner de Arenoso Señor de Arenoso, banderizo de Ylarnna
Losner de Arenoso Hijo promogénito de Losner, hermano de Ruel
Lossar Kaikú Primo del rey, hijo de Clea Kaikú
Luthais de Bruswic Hermano menor de Earric y señor de la torre
Maestro Tiro Freydel Primer consejero del rey
Majal de Aylin Hermano y protector de la reina
718
Max Trent Hijo de Rodel Trent y sobrino de Likud
Mikail Heraldo del consejo de gobierno de Ylarnna
Mitch Trent Segundo hijo de Likud Trent y hermano de Loetter
Moireach Jornealven Señor de Akkajauré
Muhanad Primer mayordomo de la Asura Real
Ovel Lierén Hijo de Ikail
Patch Majkson Hombre de armas al servicio de Bruswic
Priell Holan Hijo de los Holan, banderizos de Kivala
Pykewell Bardo/trovador
Rodel Lamakil Primo de Khymil Eana. Prócer de Ylarnna
Rodel Trent el Huraño Hermano menor de Likud en Kjindelar
Ruel de Arenoso Hijo menor de su Casa, preso en Ylarnna
Skadi Korvia Caballero de la Casa maldita de Korvia
Shana Prima de la princesa venida de Serende
Stane Udler Siervo de los Bruswic y gemelo de Elgo
Vanya/Muwall La princesa mestiza
Walda Eana Hija de Ankal Eana. Prometida con Koel de Bruswic
Wartel el Borracho Cuñado de Kunt Eana y prócer de Ylarnna
Ylliria Endan Señora de Kharijarvi

Misinia

Abbathorn Levvo III Rey de Misinia


Acheron Rjuvel Señor de Dosorillas
Aden Klump Hijo de Vygen Klump, de Bjorne
Abot Jolder Señor de Osjen
Anja Levvo Reina Levvo y prima del rey Abbathorn
Anja Levvo La princesa Levvo
Bardok Levvoil Hijo de los Levvoil, banderizos de Boldo
Ben Dagomar Banderizo de Dávingrenn
Berk Esclavo tullido de Raghalak
B’jan el Khunita Asesino de la reina
Brákenholm/Comandante Líder del Otko en El Linde
Brayder Juez Supremo del rey
Browen Levvo Príncipe heredero de los Levvo
Bura Encargada de la cocina del Lévvokan
Daide Droemar Hija de Brol Droemar
Dallpen/Tirantes Representante del vulgo en el consejo ciudadano de
Dromm
Dara Droemar Hija de Polson Droemar
Dedair Kolmm Líder de los Verdaderos caballeros de Korj
Deroigh Kolmm Primogénito y heredero de los lobos de Korj
Douglas Bakster Banderizo de Ilke
Ealard Skol Señor de Uddla
Ela Adjiri Señora de Róndeinn y protectora de los razaelitas
Enro Kalaris Señor de Ursa y Hiurel misinio. Prometido de la
princesa Anja
Everard Bakster Hijo menor de los Bakster. Monje al servicio de
Rókesby
Gallus Consejero de Justicia
Gavein de Mornay Guardaespaldas de Browen
Horn Jefe de carceleros y verdugos
Lonenfach Kolmm Hijo menor de Thoigerford Kolmm, de Korj
Okral Levvo Señor de Boldo y tío de los reyes
Oliver Rjuvel Primogénito de Acheron
Polson Droemar Hermano menor de Brol Droemar
Rághalak Místico, confidente y consejero de los Levvo

719
Sarma Razaelita presa en el Lévvokan, al servicio de Anja
Tolmen Consejero de la Moneda
Thoigerford Kolmm Señor de Korj
Udder Allanson Hjo de los Allanson. Banderizo de Dosorillas
Verneil Rjuvel Hijo menor de Dosorillas
Vygen Klump Señor de Bjorne
Wenn Jolder Hijo tullido de los Jolder, marino y buscavidas
Ziamud Demonio, servidor de Anja

Anam Oag

Ayleen La La araña blanca, rige la región de Unthar y el valle de


La Araña
Daima La El druida zorro, encargado de la región de Okanendo
Dagir La El druida duende, Gran Druida de Oag y responsable
de la región de Whoramantal (Blancamapola)
Gara Devoracorazones Autoproclamado rey de los ogros
Gorian La Gran Druida y maestro de Dagir La
Ka Trasgo al servicio de los ogros
Mardha Bruja de Pozahonda que desafía el poder de Dagir La
Tharas La El gavilán, anciano druida que rige la región de
Kálasar

Bremmaner

Duque Rolf Lorean Duque de Bremmaner


Leana Hornavan Pupila del duque, última de su estirpe y sacerdotisa
de Keirá
Róderik Moirean Señor del Kunai
Volker Lorean Belicoso sobrino del duque

Orden de Vanaiar

Adir el Justo Clérigo de Dromm


Adamh Clérigo de los Puros de Vanaiar
Anair Banaan el Abandonado Inquisidor y líder de los Puros de Vanaiar
Brendan Slote Hermanos del río, Dosorillas
Cedric Hown el Aprendiz Pupilo de Ezra en Ursa
Darius Mill Padre de Dávingrenn
Dedair Kolmm Hijo del conde de Korj. Líder de los Verdaderos
Caballeros de Dios
Earric de Bruswic Paladín errante, representante de los Paladines de la
Aurora
Everard Bakster Monje de Rókesby
Ezra Gran Puño Maestre de Armas
Gardynerd Representante del clero ante el Lucero de Dromm
Gillian Kukuin Jefe de la guardia en Bruswic
Hakkad el Castigador Hermanos de la furia divina
Hill/Kjhillué Kuihauk Monje y explorador aukano bajo las órdenes de Anair
Huberd Representante del clero ante el Lucero de Dromm
Jakom el Devoto Alto Inquisidor
Jorad Lugarteniente de la Guardia Sagrada leales al Gran
Maestre
Kembald Kirembé Diácono en Kivala
720
Kundan el Oso Padre de Uddla
Largo Rhea Representante del clero ante el Lucero de Dromm
Lestick Sinyelmo Veterano soldado de Dios en la congregación de
Rajvik
Padby/Lindadama Joven monje a las órdenes de Rókesby
Parvay Lugarteniente de la Guardia Sagrada, leales al Gran
Maestre
Ojvind el Cortés 23º Gran Maestre de la Orden
Osprey Interrogador y espía al servicio de Anair
Raben el Jansenita Maestre de la Fe
Rókesby Tres Dedos Padre del Lucero de Dromm
Roster Clérigo de Mann
Suthwel Sanador y monje
Solón Clérigo guerrero
Tagge el Descalzo Padre de Villas del Monje y líder de los Clerigos de
Mann
Tasha el Rojo Lazarillo de Raben
Thurstane Danner Diácono de Ilke
Tito/Suave Ladrón convertido en monje
Tull Monje de Rókesby
Whetlay del Río Padre de Kivala

Navegantes Kudaw

Mukherjee Muy Antiguo Navegante de Rendelín


Midiori Hija de Mukherjee y aventurera Kudaw

Aventureros

Absalón Hombre alado, hijo predilecto de Geronte


Arnos el Sonriente Ladrón y asesino
A Adolescente huidizo, recipiente de un gran poder
Geronte El viejo arcani, desaparecido en el norte durante
años
Hontar/Perro Razaelita rescatado por Eadgard
Iven/Peque Extraordinario ladrón y levantabolsas
Jared Cabrero en Bruma, serendi exiliado
Kali Hija de Jared, recipiente de un gran poder
Laisa/Rastreadora Joven razaelita con el don de la videncia
Mina Sirviente en el Lévvokan, agente a la fuerza de Dagir
La
Nicolo Razaelita al servicio de Ela Adjiri, con aspecto
reptiliano
Olen Buscavidas y contrabandista en el Kunai
Raus Razaelita, forma parte de Los Ungidos de Ela Adjiri
Reidhachadh Hombre de Bront, gigante
Swerd/Apestoso/Podrido Mendigo de Uddla. Razaelita que corrompe aquello
que toca
Trisha Pupila de Ela Adjiri de misión en el norte
Vita Hija de Geronte, oculta en lo profundo del templo

721
Apéndice
Sobre la fonética en los reinos del norte.

Los dialectos de los reinos del norte son el misinio, el aukano y el


bremmense. Los tres comparten una base fonética, ya que proceden de los
mismos colonizadores que emigraron de Bahía Blanca algo más de dos
milenios atrás y la mezcla de su cultura extranjera con los nativos
nórdicos. Sin embargo, vamos a puntualizar algunos aspectos de cada
lengua y su pronunciación.

Respecto a los nombres de origen misinio, suelen ser mas broncos y


oscuros que los aukanos, con una pronunciación cerrada y gutural a oídos
de los extranjeros. Son voces rudas de palabras largas, que desarrolla las
paráfrasis en los tiempos futuro y perfecto. Los aukanos, por su parte,
utilizan una basta variedad de vocabulario de Este a Oeste, con mayor o
menor influencia de sus raíces misinias o los dialectos tribales al otro lado
del Adah Kari. Es probable que un nativo de Kjionna y un jinete de
Raikkila apenas coincidan en unas pocas palabras y cultismos
prácticamente en desuso. El bremmense, debido a lo hermético de su
cultura, es el más hosco y cerrado de los tres dialectos norteños, con
términos y raíces que todavía perviven de los primeros pobladores del
norte, anteriores a la formación de los reinos.

La [j], cuando se encuentra en el centro de la palabra o a su inicio, se


pronuncia tal que una [i]. Al final de palabra el sonido se convierte en una
[g]

Rjuvel [riú-fel], Korj [Kórg], Rajvik [rái-fik]

La [v] siempre se pronuncia [f], a excepción de las ocasiones en que se


duplica, en cuyo caso se pronuncia [b]

Anja Levvo [á-nia lé-bo], Gavein [gá-fein]

La unión de [th] siempre se pronuncia [z]

Abbathorn [áb-ba-zorn], Thoigerford [zói-ger-fort]

La [h] a principio de palabra siempre es aspirada.

Hontar [jón-tar]

Comúnmente, la combinación de [kh] se convierte en el fonema [j]

Khymil [ji-míl], Kharijarvi [ja-ri-iár-fi]

También en aukano es habitual la duplicación de la [k]

Kokkujia [kok-ku-iá], Akkajauré [ak-kai-au-ré]

La duplicación de la vocal [e] produce su apertura

Ayleen [ai-laen]

Excepto en los nombres kudaw en que se convierte en [i]

Mukherjee [mu-jer-yí]

722
Sobre las medidas y distancias.

Los personajes miden el mundo que habitan según las siguientes normas:

Distancias

• 1 vara = 83 centímetros
• 1 paso = 1,5 varas
• 1 vara = 2 codos = 3 pies
• 1 pie = 12 pulgadas
• 1 pulgada = 1 dedo
• 1 legua = 5000 varas

Pesos

• 1 onza = 28,5 gramos


• 1 marco = 8 onzas
• 1 libra = 16 onzas
• 1 arroba = 25 libras
• 1 quintal = 4 arrobas

723

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