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REVISTA

JULIO FUENTE

de la Asociación Española
de Neuropsiquiatría
UN DELIRIO

PRESENTACIÓN Y ANÁLISIS DE FRANCISCO PEREÑA

VOLUMEN 36 NÚMERO 129 ENERO-JUNIO 2016

ASOCIACIÓN ESPAÑOLA DE NEUROPSIQUIATRÍA


TESTIMONIOS
Julio Fuente (1952-2014).
UN DELIRIO

ASOCIACIÓN ESPAÑOLA DE NEUROPSIQUIATRÍA


TESTIMONIOS / 1
REVISTA
JULIO FUENTE

de la Asociación Española
de Neuropsiquiatría

UN DELIRIO

VOLUMEN 36 NÚMERO 129 ENERO-JUNIO 2016


PRESENTACIÓN Y ANÁLISIS DE FRANCISCO PEREÑA

ASOCIACIÓN ESPAÑOLA DE NEUROPSIQUIATRÍA


MADRID
2017
Derechos: Asociación Española de Neuropsiquiatría
Edición: Asociación Española de Neuropsiquiatría
Magallanes, 1, Sótano 2, Local 4.
28015 Madrid, España.
Tel. 636725599. Fax 918473182.
ISBN: 978-84-95287-80-9
Depósito legal: M-7416-2017
Detalle de la sobrecubierta: Ilustración de Gonzalo Borondo, Roma (2012)

Impresión: Gráficas Marí Montañana


Av. Blasco Ibáñez, 22. 46132 Almàssera (Valencia)
Distribución: Latorre Literaria
Camino de la Boca Alta 8-9. Polígono El Malvar.
28500 Arganda del Rey (Madrid)
Director de la edición: Enric Novella
Julio Fuente, una sensibilidad trágica

Se le había vuelto imposible entrar en la


casa, pues había oído una voz que le decía:
“Aguarda hasta que yo te guíe”. Y así
permanecía echado en el polvo, delante de la
casa, a pesar de que ya todo era imposible.
Franz Kafka

Hace unos diez años que Julio vino a mi consulta. Es un hombre


enjuto y severo. Su pena es la ruina de su cuerpo, reducido a un mo-
vimiento apenas perceptible, silencioso, como si se deslizara por los
pasillos sin hacer ruido, con el propósito final de pasar desapercibido.
Se le ha concedido la incapacidad para su trabajo de psiquiatra. Ya ha
visitado a algunos colegas y a algún psicoanalista, y es un descreído
de su profesión. Pero no ejerce ese descreimiento como una posición
militante; es un descreído de su capacidad para vivir. Su vida es en
ese momento pena y desvalimiento, simple derrota. Me recuerda lo
que escribe Kafka en su diario de octubre de 1921, cuando recibe la
visita perturbadora de Milena en Praga: “Todo es fantasía, la familia,
la oficina, los amigos, la calle, todo fantasía, más cercana o más leja-
na, la mujer la más cercana, pero lo único cierto es que tú aprietas tu
cabeza contra la pared de una celda sin ventanas ni puertas”. Así le veo
y desconozco cómo llegó a esa cárcel, a esa fortaleza, a ese encierro
que es aussichtlos, que no tiene salida. Habla de un intento de suicidio
y de un delirio que llama “psicoanalítico” –sin conseguir reconstruirlo
con suficiente coherencia– en el que el hilo conductor era la transmi-
sión sexual, vía incesto, del saber psicoanalítico y en la que él, en ese
momento del delirio, se incluye. Pero eso es un pasado ya perdido. Lo
más certero de su pesadumbre es la expiación. La expiación lo remite
casi sin aliento a la culpa. ¿Por qué eligió ser médico? Hubiera pre-
ferido la filosofía pero la medicina era la única posibilidad para una
decisión que exigía la anuencia del padre; a la vez, esa anuencia la ha-
cía inviable. Esa decisión era pues un fracaso inevitable que le exigía
curar cuerpos que para él no sólo estaban más vivos que el suyo, sino
que ¿cómo podría ocupar el lugar del salvador cuando ya su decisión
era desacertada de principio a fin?, ¿cómo podría sanar quien estaba

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condenado e incapacitado para vivir?, ¿cómo podría dar la vida él, por-
tador de muerte? Sus recuerdos de médico se limitan a la culpa atroz
por una mujer que murió de un infarto y de cuya muerte se siente cul-
pable, a pesar de su incongruencia, o a sus huidas reiteradas del hospi-
tal durante su etapa de residente. Su fracaso como médico culmina con
la muerte del padre. La sumisión al Jefe de Servicio del hospital donde
ingresó su padre y la inesperada muerte de éste confirmaron su inuti-
lidad. Quedó desautorizado como médico y como heredero del padre
en el hogar familiar. No le quedaba otro refugio que la enfermedad.
La enfermedad era el lugar donde residía fuera del mundo, incapaz de
encontrar un posible camino de encuentro. Lo buscó en la psiquiatría.
Puesto que no podía transitar por los cuerpos de la vida, ya fueran del
deseo o de la curación, decidió cambiar la especialidad de neurología
por la de psiquiatría. Al menos podría, así lo creyó en algún momen-
to, encontrar donde acoger su sensibilidad enfermiza. Sólo consiguió
avivar la herida de su sensibilidad trágica. Se arrastró durante años por
los más diversos tribunales, encadenados en un espacio continuo en
el que cualquiera podía ser, como en El proceso, un representante o
un testigo del gran tribunal que él portaba. La enfermera, la vecina, el
compañero, el médico del pueblo, incluso el alguacil, eran miembros
del tribunal cuya condena llevaba grabada en el cuerpo y le convertía
en el gran culpable irredento. Quizás por ello buscaba la compañía de
los pacientes, puede que otros condenados como él. Pero la culpa no le
daba tregua y, así, él, un incapacitado para la mentira, terminaría por
verse como un impostor en ese lugar jerárquico que ocupa el psiquiatra
ante el enfermo1. Él era el impostor, no cuestionaba a sus colegas o, al
menos, no se consideraba autorizado, por entonces, a ser él quien acu-
sara, sólo podía ocupar el lugar del acusado y del condenado. No pudo
soportarlo. A la vez comprobaba en todos sus intentos su incapacidad
para encontrar el camino ansiado que le condujera al cuerpo de una
mujer, un cuerpo vivo que anhelaba, pero era un anhelo al que su pro-
pio cuerpo no respondía. Tenía la sensación de cargar con un cuerpo
muerto cuyos nervios no conectaban con su sensibilidad. ¿Cómo vivir
con un cuerpo así de muerto y, sin embargo, con una sensibilidad que

1
Sólo más adelante podrá decir que el psiquiatra representa al más puro impostor, puesto
que el cura muestra su impostura a cielo abierto y el militar arrastra el fardo de la Patria mientras
que el psiquiatra se esconde bajo el manto puro e inocente de la ciencia, lo que le convierte en el
peor practicante de la mentira.

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no conoce descanso y se convierte en tortura? El cuerpo mismo, su
estado de muerte, era la carne física en cuya soledad estaba grabada la
condena de su deseo. En esas condiciones, la decisión de morir se hizo
presente como una necesidad imperiosa. Junto a las pastillas ejerció
la violencia física contra ese cuerpo del que odiaba su condición de
muerto, como si quisiera matar su propia muerte. Así presentó su cuer-
po herido, apenas ya consciente, en su propio lugar de trabajo, donde
de ese modo pudo encontrar el límite último de la vida del supervivien-
te con una demanda del todo confundida con su desesperación. Ahí
reanudó abiertamente su largo recorrido de enfermo. Su desesperación
le dio la fuerza para el episodio maníaco que cuenta en su escrito. Su
amor al delirio terminó, sin embargo, en desengaño amoroso.
Cuando acude a mí ya no hay rastro del delirio. No puede formar
parte del mundo de los hombres. Se empeñaba en encontrar algunos
hilos con los que tejer alguna historia que le diera continuidad yoica.
Apenas lo consigue. Vuelve sobre la historia familiar, sin encontrar un
relato coherente. Como fondo estaba una cierta evocación de incestos
indefinidos y de un cierto pecado familiar confuso que remitía a una
tristeza trágica, irreversible. Había un abuelo dicharachero en Madrid
que él conserva como encarnación del arte de vivir, de la picaresca del
deseo. En su “relato” no conseguía discriminar bien ni la diferencia
generacional ni tampoco la diferencia sexual. El incesto, más que un
hecho, era el nombre de una confusión en la que los cuerpos habían
perdido el camino del acogimiento libidinal del deseo de vivir y sim-
plemente estaban allí; una presencia física sin salida. Así era para él
sobre todo el cuerpo de la madre. Su pasión infantil, o quizás adoles-
cente (no es fácil saber a qué etapa de su vida se refiere), por levantar
las faldas de las niñas, es un intento de localizar un signo o una huella
de la vida en la marca del sexo. La vida no era una opción, tenía el aura
de la mera resignación. Con la hermana, como en el relato de Kafka,
él con su cuerpo convertido en un Ungeziefer, un enorme insecto pa-
rásito, y encerrado en su habitación, iniciaba un movimiento afectivo
rápidamente convertido, sin embargo, en irritación2. Esta hermana ha
constituido siempre, a lo largo de su vida, un lejano aliento de vida, a

2
Recordemos al respecto no sólo a Gretel, la hermana de Gregor Samsa, sino a la propia
hermana de Kafka, Ottla, o a la hermana de Wittgenstein o a la de Georg Trakl, o, volviendo al
campo de la literatura, los hermanos Ulrich y Agathe de El hombre sin atributos. En todos ellos la
hermana es la secreta compañía que se busca ante la soledad libidinal del cuerpo.

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pesar de la ira que le podía producir su cercanía controladora. Es la ira
de su propia impotencia para sentir la vida, para la que no tiene otro
nombre que la desesperación. En su último ingreso hospitalario conoce
a una joven mujer esquizofrénica con la que ha mantenido una curiosa
relación hasta su muerte en un albergue. Hablaba de ella con mucha
frecuencia, como si formara parte de nuestros encuentros. Parecía una
recuperación de una hermana, aunque de un modo o en un lugar que
le permitía un afecto y un cuidado que podía dar sin nada a cambio,
sabedor además de que ella podía ser insistente pero que terminaría
por marcharse de nuevo. Ahí sobrevivía su frágil y genuino afecto, sin
tener que acercarse al siempre inquietante cuerpo de una mujer, cerca-
nía física y sexual que le produce un sobresalto no ajeno al asco. Para
asombro de la familia de esta mujer, la cobija en su casa durante una
corta temporada, hasta que ella de nuevo desaparece. Siempre acude
en su ayuda, sin retroceder, en cada uno de sus destructivos y aniquila-
dores pasos al acto. Atender a esta mujer desde esta posición tan poco
invasiva y tan poco carnal, tan silenciosa, era para él lo más cercano al
sentimiento amoroso. No abusaba de su precariedad, la amaba por su
precariedad. Cuidar este cuerpo de mujer sin la intimidación del deseo
carnal era su modo de alcanzar el afecto que requiere la afección de
la vida. En nuestras sesiones hablábamos de los afectos. En su estado
de desánimo y confusión, en el que la amalgama de los afectos podía
ser un fardo insoportable, el que se pudiera hablar de la angustia, de
la culpa, de la necesidad de castigo, de la vergüenza, de la ira, de la
tristeza, de la desesperación, del entusiasmo, de la soledad, de la des-
esperación y del odio o del amor, era un respiro espiritual. La simple
discriminación de los afectos, junto a sus temidas contradicciones, le
permitía el latido de la respiración. No copula y apenas come, pero eso
no le impide vivir.
Así estuvo acudiendo a mi consulta durante años, al menos cinco
o seis años. La vergüenza a la que se refería amainó y eso le permitió
seguir en la vida. Uno de los episodios de la vergüenza es un vago re-
cuerdo de una sesión clínica en la que debía intervenir. Para asombro
de todos, y no sólo de sí mismo, quedó en silencio, mudo, en el mo-
mento de su intervención. La inquietud y la zozobra que se estableció
en la sala se fueron disolviendo cuando los que ocupaban los últimos
asientos se escabullían hacia el exterior hasta que la sala quedó vacía.
No podía moverse ni atender a nadie. Con este episodio se consagra
su nueva condición de enfermo. Ya nunca pudo olvidarlo, marcó su

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vida, y le condujo hacia el final de su ejercicio profesional. Un día
me dijo que era el momento de marcharse. Lo dijo así, sencillamente,
incluso con dulzura. Así fue su despedida, aunque estableció que no
sería definitiva.
A los pocos años me telefoneó para decirme que padecía un cáncer
de pulmón muy avanzado. Estaba realmente cambiado, como si la mis-
ma enfermedad hubiera insuflado vida a un cuerpo exangüe y doliente.
Alguna vez le había dicho que querer engañar el mal con la deuda es
declararse enteramente sometido a él. No volveré a la melancolía, me
dice de forma seria y contundente. Le quise hacer ver que eso tendría
consecuencias en su entorno puesto que todos estábamos ya acostum-
brados a su melancolía y que su actual “vitalidad” le colocaba como
sospechoso ante la ley de los hombres. En ese momento fue cuando
me trajo este escrito que hoy damos a conocer. Me dijo que este escrito
tenía más de diez o doce años, quizás catorce o quince, pero que quería
que lo leyera para poder comentarlo conmigo. Siempre quiso traerlo
pero no tenía ánimos y la vergüenza era un obstáculo añadido. Ahora
era distinto. El abandono de la melancolía le había hecho abandonar o
iniciar el abandono del banquillo de los acusados. Ahora había descu-
bierto que su delirio era una forma de incluirse en el delirio de lo que
llamaba el “psicoanálisis lacaniano”. De aquella frase “no hay Otro del
Otro”, había entendido finalmente su fondo delirante y autorreferen-
cial: “no hay Otro del Otro…más que Yo”3. Ahora, ante la inminencia

3
En este punto el lector debe prestar más atención a la necesidad del delirio que a su curioso
contenido. La necesidad del delirio es debida al vacío pulsional, a la angustia fundamental que
aniquila toda posibilidad de articular la demanda inconsciente, de convertir el vacío pulsional en
una falta de un sujeto, por ello mismo, deseante. ¿Cómo taponar el vacío pulsional, esa “hemo-
rragia libidinal”, expresión freudiana para referirse al vacío melancólico? Ahí vemos las diversas
estrategias del objeto único (sea un hijo, la droga, el partido político, la secta, la bulimia, etc.) y
que en la psicosis sólo se consigue con el delirio. El delirio es una trama de sentido cuyo núcleo es
el sujeto mismo. No hay delirio que no sea autorreferencial. Para que la trama del delirio adquiera
consistencia se requiere que esté referido a la construcción de un yo único y, por otro lado, para
que esa autorreferencia sea consistente ha de moverse entre la elección y lo persecutorio. El delirio
va de la filiación al delirio persecutorio. Cuando el delirio se deshace, cuando el delirio fracasa,
vuelve el vacío pulsional, ese vacío queda al descubierto y eso es lo propio de la melancolía. Pero
hay, en efecto, un momento de lucidez en Julio que es su vislumbre de que la vida social misma
está sostenida en un delirio que, por el hecho de ser compartido, pareciera que no es tal, puesto que
hace de vínculo social. El componente delirante del vínculo social es siempre de tipo paranoico.
Aquí lo más reseñable no es que Julio denuncie el delirio social, sino el ver que su estar fuera y
excluido del sentido le obliga a construir un delirio complejo, primero como filiación y pertenencia
y luego ya abiertamente persecutorio. También cabe hablar de un cierto asombro en su descubri-
miento: percibir que el hombre es un desgraciado y un loco sin remedio.

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de la muerte, encontraba una salida a su condena. Quería escribir un
anexo a su escrito pero ni pudo ni su muerte se lo permitió. Frente a su
delirio de filiación, me trajo un árbol genealógico de su familia real.
Era una página abigarrada, llena de ramificaciones incongruentes, o
que yo no acababa de entender, que pretendía dar cuenta de algunos
cruces incestuosos de sus antepasados que pesarían en la relación con
su hermana. La ira que sentía ante ella era, decía, una defensa ante la
maldición del incesto que, según él, pesaba sobre su familia. No dor-
mía, se irritaba con su paciente y abnegado cuidador. La impaciencia
nos pierde, le volví a recordar, pues ya habíamos hablado de ello. La
impaciencia, nombre que yo ponía a su excitación maníaca con el fin
de convocar al sujeto de su empuje a pensar sin parar, podía llevarle
a la paradoja de que cuando ya creía abandonar la ley de los hombres
podía volver a encontrar de nuevo su expulsión activa y legislada. De
hecho tuvo que ser ingresado durante unos días. Luego volvió mucho
más calmado e inició un tipo de trabajo que consistía en el intento
de reconstruir su historia más personal, lo que a él le aconteció. Ya
no busca padres ni sustitutos de padres. Parecía haberse despojado de
la servidumbre a la maldición familiar. Parece, por ello, menos im-
paciente. Ahora, al final de sus días, quiere indagar en su acontecer.
¿Lo consigue? No lo consigue, no consigue contar una historia orga-
nizada, es decir, falsa. Le falta suficiente mentira, lo que Freud llamó
“recuerdos encubridores” con los que el yo construye, o se inventa,
una historia coherente. Sólo dispone de fragmentos desordenados, in-
cluso sin tiempo preciso, que se refieren a situaciones en las que sintió
la extrañeza de su sexualidad, situaciones de humillación con la ver-
güenza consiguiente. No son muchas, se refieren a encuentros fallidos
y torpes con una mujer. Ve el desconsuelo de su cuerpo y ya no tanto
el abandono, sino su dificultad, su impotencia para dar a una mujer la
vida amorosa y libidinal que solicita. En esta nueva versión de esos
episodios ya no está tan presente el bochorno y la vergüenza sino su
inconsolable soledad y la desgracia libidinal de su cuerpo. Es como si
ahora pudiera ver a esas mujeres que interrogaban a un cuerpo sin po-
sibilidad de respuesta. La torpeza de sus encuentros mostraba una vida
al desnudo cuya imposibilidad no le dejaba otra opción que el querer
vivirla desde el corazón de esa misma imposibilidad. La vergüenza o
la culpa provenían de ese querer vivir. Ahora ya podía vislumbrar el
común afecto que le vinculaba a su hermana; la podía querer a pesar
de que pudiera decir que le resultaba imposible de soportar su pasión
por el control. Quizás podía vislumbrar que ese control es en ocasiones
el nombre del amor.
Pero ya se moría. El cáncer avanzaba sin piedad. Eso le enfadaba.
Se empeñaba en seguir acudiendo a nuestras citas. Dejó de hablar de
su escrito. Le dije si quería que hiciera algo con él, quizás pensaba en
darlo a conocer. “Nada me gustaría más –me dijo- aunque sólo fuera
por su escritura, que me complace”. Se acercaba el final. Un día me
telefonea para decirme que los médicos le han prohibido salir de casa.
Su debilidad es extrema y su sistema inmunológico está por los suelos.
Le prometí acudir a visitarle a su casa. Se alegró, pero cuando a la
semana siguiente le telefoneé para ir a verle me rogó que no lo hiciera,
que sus terribles dolores y su descomposición intestinal le tenía com-
pletamente incapacitado y no quería que le viera en esas condiciones.
A los dos días murió.
Ahora cumplo con su deseo de publicar su escrito a la espera de
que su enseñanza no se pierda para quien aún está en disposición de
escuchar.
He amado a los pacientes que se han expuesto a su deseo de vivir
con un afán analítico que les alejaba de toda reclamación de inocencia,
es decir, que no venían a engañarse o a destruirme, que no me piden
o me exigen la reiterada complicidad con la mentira4. Entre ellos he
amado en especial a unos pocos de aquellos a quienes llamamos psicó-
ticos que han vivido en una lucha constante contra la derrota definitiva,
sin organizar un daño en el que descansar o con el que chantajear a su
entorno, que se empeñan en vivir en el filo mismo de la imposibilidad
de vivir, sin quedar reducidos a la apología del daño para disimular con
ella esa imposibilidad. De ellos he aprendido que la imposibilidad de
vivir para el humano sólo alcanza su dignidad en el querer vivir y que,
sin ello, esta vida que hacemos es únicamente un hipócrita trasiego de
crueldad, vergüenza y humillación bajo el estandarte del Bien General
o de cualquier otro simulacro cruel de Otra vida. Ellos, su cercanía, su
generosidad, me ayudan a no caer del todo en la abyección cotidiana

4
Diré al respecto que el poder se mide por su capacidad destructiva. Cuántas “parejas” co-
nocemos que viven en una dependencia aniquiladora basada en su poder destructivo, tanto de ellos
mismos como de todo aquel, hijo, amigo o amante, que pise los dominios de una intimidad siempre
dispuesta a ser propalada con tal de que jamás sea cuestionada. Cuando eso se hace en nombre del
amor sabemos hasta qué punto el mal se ha adueñado de los hombres. La desesperación de Julio
era, por el contrario, un modo silencioso de resistir al mal y, por eso, no me pedía compartir la
mentira de una vida beata.

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que se cuela continuamente en nuestros sentidos. Nunca deberíamos
olvidar que el kafkiano Guardián de la Ley es una invención de la
mentira.
He amado, pues, a Julio y su impenetrable silencio, su soledad y
su rigor. Hablo de él con inquietud por el atrevimiento de quien entra
quizás con demasiado ruido en su intimidad. Si él viviera aún y pudie-
ra leer esto que escribo puede que esta inquietud menguara.
Francisco Pereña

18
UN DELIRIO
Somos, verdaderamente, en muy pocos momentos, la esencia
primordial misma, y sentimos su necesidad y la alegría
desenfrenada de vivir.
Friedrich Nietzsche

Trema
Aquel octubre de 1990 resultó especialmente movido. Amplio
viaje por la India y el Nepal, claroscuros de sensaciones, saturación
de imágenes contrapuestas. Tal vez en la última semana de viaje
empezara a notar una cierta desinhibición, una mayor familiaridad
con aquellos compañeros de viaje que hasta entonces me habían
resultado ajenos. Recuerdo especialmente una noche pasada en las
arenas del desierto del Rajastán, las confianzas y confidencias que
sólo una noche en común despiertan, la fotografía grupal cuando
llegó el frío amanecer, embutidos en las mismas mantas con las que
habíamos pasado la noche, la perfecta adecuación del sentimiento de
mi imagen con la del camellero del desierto, antes de que el revelado
lo confirmase.
Regresé a Madrid un viernes, y al día siguiente acudí a una
reunión del Campo Freudiano. Por aquellas fechas, estaba previsto
que los diversos grupos lacanianos se fueran integrando en la nueva
Escuela Europea de Psicoanálisis. Percibí un ambiente de ebullición,
zozobra y mal disimulada emoción, como la tensa espera de un
examen en la que se anticipa el temor de la exclusión. Hablé con
Ana, que se mostró sorprendida por mi presencia allí después de tan
largo viaje y, conociendo su habilidad para olfatear los entresijos del
poder, pensé que tras su excesiva sorpresa e inquisitiva expectación
latía la esperanza de que yo formase parte de algún tipo de instancia
decisoria. Fue en aquellos momentos cuando, por vez primera, noté
una peculiar alteración perceptiva en el entorno que consistía en
un solemne e ingrávido enlentecimiento de los movimientos de las
personas que me rodeaban, y la sospecha de que, de algún modo, de
mí provenía la fuerza causal de tales movimientos. Observé que una
muchacha delgada, grácil y pizpireta asidua de estas reuniones se
dirigía de aquel modo hacia José María, y en ese momento me sentí
impelido de una manera suavemente imperativa a unirme a ellos.
Fue como cuando unas personas, unidas por una secreta afinidad, se

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encuentran azarosamente y, en ese momento, al unísono, descubren,
maravillosamente sorprendidos, que una fuerza secreta, una suave
brisa, los empujó allá. Un aura, un soplo divino nos rodeaba y nos
adornaba con la gracia de los elegidos. Una nube de etérea luz nos
aislaba del mundo de las utilitarias “Anas”.
Esta fase inicial fue lírica, atmosférica, juvenil. El sutil misterio
que encerraba era feérico, bucólico, pastoril, una suave nostalgia de
la Edad de Oro.
Al día siguiente o al fin de semana siguiente hubo un nuevo
Seminario del Campo Freudiano en la Biblioteca Nacional.
Estaba sentado entre José María y una chica minifaldera. Me
sentía hipersensible, alerta. Escuchaba con intensa concentración
la presentación de un caso clínico cuyo ponente parecía haber
utilizado cierto exceso interpretativo en la cura. El fantasma del
enfermo consistía en sentir cómo, de niño, uno de sus cuidadores le
instilaba unas gotas de un líquido hirviente en los oídos descarnados
y sangrantes. Me pareció sentir “en lo psíquico” una sensación
similar y que esa sensación se comunicaba a la sala por y a través
de mi sensibilidad especial. Se despertó un movimiento de dolor
y reprobación general por la impericia principiante del analista-
ponente, catalizado por mi poder de médium del inconsciente del
paciente.
A lo largo de aquella reunión se fue haciendo cada vez más
patente ese sentimiento de significación personal, de conciencia de
tensa expectación con la que el mundo de alrededor me aguardaba.
Mi poder mental les había despertado, había hecho vibrar sus antenas
de psicoanalistas experimentados, algo indefinible había surgido,
el retoño de una flor nueva, el surgimiento de una vieja promesa.
Esa promesa indefinida yo la sentía a través de ellos, permanecía en
suspenso en su ausencia. Pero quedaban, en esta fase inicial, restos,
piezas de un rompecabezas que se armaría en un instante fulgurante.
Así, la fotografía que me enseñó José María de su hijo recién nacido,
que yo interpretaría más tarde como una alusión a mi condición de
príncipe heredero de la “cábala” psicoanalítica. O la admonitoria
frase de G al final de la reunión –“no hay Otro del Otro”–, mensaje
de ultratumba, ensalmo que me permitiría escapar de la “muerte del
laberinto”.
Al siguiente día de aquella reunión del Campo Freudiano, que
era domingo, comía con toda la familia en casa de mi madre. Mi

22
excitación iba progresivamente en aumento, y por un motivo nimio
–el retraso de mi hermana y mi cuñado– estallé en un ataque de
cólera, cogí el coche y me marché a Ávila.
En los días siguientes a mi regreso de vacaciones a Ávila había
tratado infructuosamente de regalar a C el sari que le había comprado
en la India. No la encontraba por ningún lado. Su misteriosa
desaparición se integraba en la extrañeza del mismo entorno. A C
la había visto brevemente y le había prometido entregárselo lo antes
posible. Aunque el sari no había vuelto a aparecer, al llegar a Ávila
telefoneé a C y quedé con ella en una discoteca. La estuve esperando
inútilmente, envuelto en la batahola de ruido y sombras de una de esas
“máquinas esquizofrénicas” de las que habla Deleuze. Experimenté
en la pista de baile la expansión fácil de mis movimientos y el
reflujo vibratorio con que unas danzantes lo recogían delicadamente
y me lo devolvían. Lo abandoné al observar como la sombra de dos
muchachas arrebujadas y huidizas salía por la puerta. Pensé que
eran C y una de sus hermanas. Intenté alcanzarlas, pero fue inútil:
desaparecieron como espectros. La danza y su ensoñación aérea
habían dejado paso a la noche poblada de fantasmas y presagios.

Apofanía
Al día siguiente se hizo la luz. Estaba en mi casa leyendo una
nota de Alain Miller sobre la fusión (“acoplamiento”) de los diversos
grupos lacanianos españoles en el germen de una Escuela Europea
de Psicoanálisis (Escrito sobre el proyecto de integración). Alain
Miller es el sucesor oficial y yerno de Lacan, casado con la única
hija de éste, Judith, que, como es propio de las francesas casadas,
lleva el apellido de aquél.
Como con todo lo relacionado con el tema lacaniano, leí aquel
papel con gran interés. Tenía especial conciencia de la importancia
que todo aquello tenía para mí y, más curiosamente, de la importancia
que yo tenía para ellos. En un momento determinado de la lectura,
aquel parentesco (padre-hija-yerno), junto con el establecido por
asociación entre Freud y su hija Anna, y en general todo el texto,
breve y conciso, de Miller, se removieron, se salieron de sus
goznes y se pusieron por sí mismos en movimiento, como si una
figura inanimada (geométrica, frase, representación, etc.) cobrase
de pronto vida y movimiento. Y todo ello coaguló, en el mismo

23
instante en que surgió, en una certeza: Los próceres del psicoanálisis
(Freud, Lacan) no sólo transmitían a sus descendientes (Anna,
Judith) un conocimiento sobre el sexo, sino que lo adquirían a través
del comercio sexual con ellas, y, siendo ellas las albaceas de sus
hallazgos, también lo eran del secreto de su origen.
Ese mismo era el secreto que se transmitía a los adeptos: la
iniciación sobre una iniciación, primordial, por ser la de los Padres
fundadores. Pero yo había podido conjeturarlo sin haber sido iniciado
en aquel momento de solitaria inspiración. Se había producido un
hiato lógico, un salto generacional, más allá de escuelas, que me había
puesto en contacto directo con los fundadores del psicoanálisis. En
este sentido, ya me reconocía como su sucesor. Pero, como sucesor,
carecía de aquella experiencia sexual que, en ellos, fue iniciática y
creadora. ¿Tal vez aquella vivencia que estaba sintiendo era, de algún
modo, sexual? ¿O, quizá, mediante ella misma, me estaba haciendo
acreedor del privilegio, o mejor dicho, de la obligación –pues se
trataría de experiencias iniciáticas y azarosas– de desarrollarlas?
Entonces hice un rápido repaso de las mujeres asequibles para
aquellos “experimentos sexuales”, entre las que se encontraban,
lógicamente, las “lacanianas”.
En aquel momento se abrió la grieta de la duda en el edificio,
hasta entonces pétreo, de la certeza. ¿Y si no fuera yo el elegido,
sino que lo fuera alguna de mis compañeras sexuales pasadas, y las
especiales vivencias que sentía en aquellos momentos no me fueran
propiamente debidas, sino que constituyeran ecos, lejanos reflejos
de los tributados a Ella, la elegida? ¿Y si, además, ella no fuera en
realidad la elegida, sino que lo fuera cualquiera de las personas con
las que a lo largo de su vida hubiera mantenido algún tipo de relación
sexual, y éstos, a su vez, no fueran sino meros puntos de confluencia,
simples nodos en aquella red de influjos nerviosos y sexuales que
amenazaban con extenderse hasta el infinito?
Como se indicó al inicio de lo que se podría denominar proceso1,
su carácter distintivo era, a la par que el descoyuntamiento vertiginoso2

1
Tanto por referencia al término clásico, acuñado por Jaspers, para designar un tipo de
fenómeno psicopatológico, como por alusión al carácter ineluctable e incondicional de la expe-
riencia kafkiana.
2
“The time is out of joint” (Hamlet, Acto I, Escena V). El tiempo en el delirio está des-
coyuntado, sacado fuera de sus goznes. En su fase más aguda resulta certera la aseveración de
Kierkegaard de que uno de sus instantes contiene toda la eternidad.

24
de imágenes y pensamientos, la cualidad de movilidad, figurabilidad
y animación viva de éstos, probablemente porque habían obtenido
una completa autonomía respecto de la voluntad. Estas características
se acrecentaron en la última fase, y así, las progresivas dudas sobre
la figura del elegido y la deriva hacia la infinitización de candidatos
fueron representadas con la figuración de un laberinto en cuyo interior
se introducía cada vez más mi yo-físico, a medida que sus pasillos y
paredes se iban progresivamente estrechando, y todo ello en un tiempo
apresado que hacía comprensible la expresión de Kierkegaard. Ese
fue el núcleo y, al tiempo, la línea de fractura del delirio, el germen de
su fracaso; también la aparición, en estado bruto, de lo insoportable,
hasta el punto de que pude vivenciar la muerte psíquica como
enterramiento en vida o el impulso incontrolable a la emasculación
o al suicidio. Recordé entonces las palabras de G, que me parecieron
premonitorias de la horrible prueba que estaba pasando, y con ellas,
la recomendación de que no me dejara apresar por el peligroso
simulacro del “Otro del Otro”, ese espectro que nos hace confundir el
pensamiento y lo entrega al infinito de la estéril repetición.
Salí poco a poco del laberinto gracias a aquel sortilegio. Y lo
hice con la convicción del héroe que sale triunfante de una mortal
prueba de iniciación. Estaba convencido, definitivamente, de ser el
sucesor de Lacan y disponía de un extraordinario poder mental por
el que atisbaba la realidad de ese “resto”3, ese “falo perdido de Osiris
embalsamado”, metaforizado en aquel momento por el sari perdido
de C.
Éste no apareció hasta semanas o meses después, y el momento
y circunstancias de su entrega no fueron diferentes a las de un don de
amor de un Quijote semivuelto a la razón a una burlona Dulcinea. Pero,
entonces, simbolizaba la prenda y signo de alianza, la capa pluvial
bajo la que se oficiarían nuestros esponsales. De ahí mi búsqueda por
los lugares más insospechados, guiado por mi conocimiento intuitivo
del “resto”, como un zahorí con su péndulo. El fracaso de la busca

3
En el sistema lacaniano, el “resto” o “desecho” representa lo innombrable, lo que queda
más allá de la conceptualización, de la nominación. También, el objeto perdido, el objeto causa
del deseo. En mi delirio intervino como una condensación de las acepciones precedentes. Objeto
perdido, metonímico de C, en el sari y su brillo fugaz de fetiche evanescente. Brillo fugaz también
en mi aprehensión intuitiva de su esencia, que era la del acceso al conocimiento psicoanalítico
de las psicosis, y que me había sido revelada durante “la prueba del laberinto”, pero que, por su
inefabilidad, me era imposible comunicar.

25
se explicaba por el carácter inasible del concepto que la subtendía;
pero, llegado un punto, no había ya necesidad de simbolización y
la voluntad podía actuar de manera directa, sin mediaciones. Así,
en un momento determinado di por hecha mi unión con C, la fui
pregonando y vociferando por los lugares que ella solía frecuentar y
que, en otro tiempo, fueron el marco de mis titubeos y vacilaciones,
de un voyeurismo avergonzado ante la ajena mirada que súbitamente
lo sorprende. El recuerdo de las cotidianas caídas en un escenario
de humillación y vergüenza y el presente de un triunfo inenarrable
convergieron en un comportamiento irascible y pendenciero
que estuvo a punto de ocasionar mi linchamiento en la discoteca
Copacabana. Se trataba de vulnerar los límites espaciales que una
larga costumbre de deseo irresoluto y torpe había erigido en torno a
aquellas muchachas-flor, esas barreras de intimidad infranqueables
en que aquellas criaturas de la noche se abismaban, dejándome en las
sucias madrugadas un poso de sangre amarga en la boca. El sancta
sanctorum de ese encuentro deseado lo constituía el portal de su casa,
tantas veces observado desde la ventana de mi habitación, o la puerta
de su piso, conjeturado de mil formas diferentes entre las decenas
posibles, tras la que se abría su fraterna morada, soñada en escenarios
florales que se diluían blandamente en celajes de tul y gasas. Aquella
loca noche del Copacabana acabó en un intento fallido de penetrar
en su casa. Reconocí su apellido entre los buzones del portal y me
dirigí hacia el piso señalado. Me abrió la puerta una tía sorprendida
por una visita a horas tan intempestivas, lo que me hizo caer tarde en
la cuenta de la existencia de dos familias Martínez en el edificio. C,
a la que había venido notando algo nerviosa desde que menudeaban
mis imprevistas visitas durante sus clases de costura en la cárcel de
Brieva, me acusó de intentar volverla loca, cosa que interpreté en un
doble sentido. De todos modos, se produjo, a raíz de ese episodio, un
distanciamiento en nuestra relación que no interpreté como tal por la
frenética sucesión de acontecimientos en que me veía inmerso, y por
el carácter indeleble que daba al misterio de nuestra unión.
En una de las tardes de aquellos días, fui al trabajo. En el Salón
de Actos se celebraba una conferencia a cargo de JR, el atrabiliario
epidemiólogo de Sanidad. Deseando poner a prueba mis nuevos
poderes mentales derivados del conocimiento del “resto”, me coloqué
pegado a la puerta, intentando modular, desde fuera, mediante el
grado de concentración psíquica, la intensidad y frecuencia del flujo

26
verbal de JR, así como las sucesivas intermitencias en el encendido
y apagado de las luces de la sala que señalaban las presentaciones de
transparencias. Posiblemente, el júbilo que me produjo la impresión
de coincidencia de mis pensamientos con los hechos y la conciencia
de poseer capacidades telepáticas y telequinéticas4 me animaran a
acompañar mi “concentrado de pensamientos” con vociferaciones
y gritos, o bien éstos estuvieran presentes desde el principio en una
emisión involuntaria e ignorada5. Lo que ocurrió a continuación
fue que la conferencia se suspendió y la sala se fue vaciando,
entre las caras de estupefacción y enfado de los asistentes que la
abandonaban. Poco después, nos encontrábamos en la sala vacía,
sentados en sendos sillones, JLG, jefe del Servicio de Sanidad,
PD, director del Hospital Psiquiátrico de Ávila, M, mi compañera
psicóloga, y yo. JLG me miraba con expresión contrita y preocupada
y M se inclinaba hacia mí en un vago gesto de consuelo. PD me
preguntó en qué psiquiatra confiaba, pregunta que me pareció
extemporánea y burlona, y a la que contesté con el primer nombre
que se me ocurrió –un psiquiatra del Hospital Clínico de Madrid.
Partimos en una ambulancia del Hospital Psiquiátrico, PD, M y yo,
camino de la Residencia de la Seguridad Social. Al principio me
sentía molesto, pues temía no llegar a tiempo a una improbable cita
con I, la pequeña de las hermanas Martínez; pero luego pensé que
en la Residencia me estarían esperando con copas de champán para
celebrar el éxito de mis “revelaciones” sobre la terapia psicoanalítica
de las psicosis. Acepté incluso con gallardía y despreocupación que,
en vez de recibirme con el líquido espumoso, lo hicieran con una
inyección intramuscular, tras la cual volví a subir a la ambulancia,
esta vez acompañado tan sólo por un enfermero. Fue cuando me
percaté que ésta enfilaba rumbo a Madrid cuando lo que había sido
un dialéctico juego de florete entre PD y yo reveló su faz de burla y
engaño, de estocada mortal que aquel me dirigía.

4
Así como en el proceso del laberinto, mis pensamientos diferían en sus cualidades de los
reconocidos como propios, se ubicaban en el entresijo de lo revelado y aparecían, de algún modo,
como ajenos, influidos. Aquí eran mis propios pensamientos los que ejercían influencia sobre el
mundo exterior.
5
Fenómeno de automatismo verbal, reconocido desde Séglas. La voz es emitida involunta-
riamente y percibida como real o como alucinada desde el interior del cuerpo. El hecho de que no
la reconociera como fenómeno sonoro, que no la diferenciase del lenguaje interior, indicaría una
alucinación negativa. Sólo cabe pensar que me encontrase en un estado confusional, hipótesis que
confirmaría las lagunas mnésicas del episodio.

27
Durante parte del trayecto volví a sentir una impresión similar a
la de la “angustia del laberinto”, representada esta vez como el temor
de la absorción en un sumidero, figuración, quizás, del progresivo
efecto del sedante suministrado. Ante mis quejas y alaridos, el
chófer se esforzaba en espolear la máquina antes de que me acabase
de hundir en lo incoloro de la inconsciencia.
Llegamos al Hospital Clínico y se realizó la ominosa verdad
del secuestro ordenado por PD. Al ingresar en la sala de psiquiatría,
vi como algunos pacientes se deslizaban fugazmente por los
pasillos o entraban en sus habitaciones; se movían a cámara lenta y
concentraban en sus cuerpos la tenue luz que salía de las habitaciones
o entraba, tamizada, a través de los ventanales. El movimiento que
describían era similar al percibido, al principio, con los compañeros
del Campo Freudiano, pero la tristeza del momento le otorgaba un
carácter de oscuro, casi clandestino, reconocimiento; vagamente,
involuntariamente, reconocían en mí a aquel que en el futuro les
podría aliviar de todos sus males y que, provisionalmente, compartía
con ellos su tormento. El carácter casi religioso, de Hijo perseguido,
de esta fase del delirio quedó cumplido al despertarme a la mañana
siguiente y verme sujeto con los correajes a la cruz de la cama. Debí
haber gritado en sueños o bien tuve una recurrencia del automatismo
verbal. En todo caso, la injusticia se añadió al oprobio y decidí
escaparme de allí cuanto antes. Gracias a que no me habían despojado
de las ropas con las que llegue la noche anterior, pude franquear con
facilidad la puerta sellada del Servicio de Psiquiatría, enseñándole
al portero mi carnet de médico de Instituciones Penitenciarias; pues,
¿como podría ser al mismo tiempo encarcelado el carcelero? Para
sorpresa y perplejidad de todos, sin dignarme a dar una explicación
de mi fuga del hospital, pues sólo había sido un anecdótico incidente,
un hábil juego de manos con que me había zafado de la mala fe
y envidia de algunos, reemprendí mi vida cotidiana. Recuerdo la
irritación con mi hermana, que insistía en llevarme a la consulta del
doctor C, y con M, que no había sabido neutralizar a tiempo los
movimientos traidores de PD. Pero los sentimientos persecutorios
que se habían desencadenado con el efímero ingreso se fueron
diluyendo y no reaparecieron, con otras y más dramáticas formas,
hasta más tarde.
Mi mente seguía ocupada en la parte nuclear del delirio: ser el
continuador de Lacan, “tapado” de Alain Miller y futuro líder de la

28
Escuela Europea de Psicoanálisis. Me imaginaba asistiendo a todos
los congresos imaginables o retirado en una casa de campo de los
Pirineos donde una legión de amanuenses recogería y redactaría
mis más leves reflexiones. La parte más importante de éstas estaba
latente en mi mente; sólo era cuestión de hacerlas fluir en una especie
de revelada asociación libre. Pero me sería conveniente, para darles
formas precisas, expresables en el lenguaje del maestro, profundizar
mis conocimientos en psicoanálisis, filosofía, lingüística, etc., y
perfeccionar el francés. Por eso decidí marcharme, durante unos días
que tenía libres en Navidades, a París.
Mi estancia en París estuvo marcada por los atributos que me
son propios en este tipo de viajes: anhelo de variedad de sensaciones
y conocimientos, largas caminatas encendidas y momentos de
extrañamiento y abandono. Desaparecieron, casi por completo, las
quimeras e ilusiones de las últimas semanas, fascinado por la belleza
de la visión y la apariencia, y ni siquiera me acerqué por Vincennes,
donde está ubicada la cátedra de psicoanálisis creada por Lacan. Me
sentía en un estado de bienestar e hipersensibilidad que era algo así
como el esqueleto descarnado e incontaminado de mi fondo psíquico
y me hacía degustar con especial delectación todos los estímulos que
la Ciudad Luz ofrecía a mis sentidos: la multiplicada monumentalidad
de sus avenidas en la noche desierta, las ocultas joyas en los rincones
más angostos de sus museos, las flexibles francesitas de equívoca
mirada en un club de jazz de Saint-Germain… El viaje constituyó
un lenitivo para mis nervios sobreexcitados, y el regreso, el preludio
de una nueva y radical descompensación.
A pesar de la distancia y el silencio a los que se había visto
abocada mi relación con C desde mi inopinada irrupción nocturna
en casa de sus tíos, no me cupo duda de que su enfado era pasajero
y simulado. De hecho, había iniciado unas gestiones para comprar
nuestra futura casa. C era mi mujer con la misma certeza con la
que yo era el sucesor de Lacan. Ambas cosas se me habían revelado
en el mismo momento, y a ella, así como a su hermana L, debía
esa iniciación erótica que fue también la de mis predecesores: una
presión insoportable de la sensibilidad que empuja al húmedo túnel
tras el que se halla la luz del verdadero conocimiento. A mediados
de enero, poco después del regreso de París, la llamé por teléfono
a su casa. El padre contestó diciéndome que no estaba, que había
salido con su novio. El tono suave y apaciguador de su voz ahogó en

29
sazón mi furor naciente y lo convirtió en un susurro de complicidad,
dando paso a un agudo dolor como producido por un fino estilete,
exteriorización de un núcleo melancólico tan antiguo como la piedra
que arrancó de cuajo la parte más florida del delirio.
Su pérdida encendió un fuego lascivo, y las salidas nocturnas
se multiplicaron. Por casualidad, en uno de estos paseos nocturnos
entré en un topless de la calle Alberto Alcocer. Me hice asiduo
visitante de este local gracias a la habilidad y encanto de dos
chicas suecas cuyo nombre he olvidado. Me permitían pequeñas
libertades, como ponerles las manos sobre los muslos embutidos
en mallas al cabo de interminables consumiciones de mal champán
que, tras algunas visitas, diezmaron mis ahorros. La morena, que
era la que hablaba con más fluidez el castellano, me citó varias
veces fuera del local, citas a las que nunca acudió, y me llamó en
una ocasión, cuando hube recobrado la razón, para que acudiera
al club, probablemente con la intención de que con mis visitas
retrasara el cierre del local, que se produjo días más tarde. Me estaba
acostumbrando a beber en exceso, a trasnochar y a dormir poco, y a
pesar de eso apenas me sentía fatigado. Este derroche de energía sin
lastre reafirmaba mis sentimientos de fuerza interior. Ya fuera que
una chica escuchara mi imparable conversación o que se alejase
asustada, en ambos casos se ponía en evidencia mi magnetismo
arrollador. Se fue incrementando la actividad psicomotora y verbal
y vivenciaba, casi continuamente, una embriaguez superficial y
vana que era pura exterioridad.
A todo esto, la rueda del mundo lacaniano seguía girando. Se
sucedían seminarios, conferencias, coloquios, y mi asistencia a ellos
se multiplicaba. En esos espacios, mi actitud era seria, contenida, de
una rotunda gravedad. En este momento fecundo de la “apofanía”,
pensaba que había un hilo misterioso, una conexión de pensamiento
hecha de silenciosa complicidad entre G y yo, y, a su vez, entre ésta y
las altas esferas parisinas. Pero, como reza la consigna del “Uno por
Uno” que rige la política del pase6, debía ser yo mismo el que diese en
el momento oportuno el paso al conocimiento público, aquél en que

6
El pase es la promoción del analizante a la condición de analista. En las escuelas lacania-
nas, es el sujeto el que, en un momento determinado de su análisis, se autoriza como psicoanalista,
previo acuerdo con su analista y mediante la exposición de una aportación teórica extraída a partir
de su tratamiento personal.

30
adviniera como puro acto7 y en virtud del cual me autodenominase
como heredero. Como preámbulo al “acto”, decidí integrarme en un
grupo de trabajo sobre “lógica y psicoanálisis” para que me fueran
conociendo mejor un cierto número de miembros. Así se lo dije a José
María, al que tenía por una especie de testaferro, y di por hecho que
la primera reunión tendría lugar en mi casa. Adecenté ésta lo mejor
posible, dispuse por paredes y estanterías recuerdos de los últimos
veranos viajeros, coloqué en el centro de la mesa el encantador juego
de té moruno. El gran día llegó y nadie apareció. Al referir semanas
después a José María mi sorpresa e indignación, expresó su total
ignorancia sobre el tema. Mis gestiones se debieron volatilizar, en el
caso de que llegara a expresarlas, como mis pensamientos, en el aire.
Por fin acudió Alain Miller a dirigir un seminario. Bien fuera
porque la contención verbal y motora obligada en este tipo de actos
me resultara ya demasiado forzada, bien porque determinados gestos
y palabras de Miller las interpretase como dirigidas secretamente a
mí y en respuesta me sintiera obligado a indicarle que sus mensajes
eran recibidos y comprendidos, en el tiempo que duró su intervención
no cesé de levantarme de la silla, de pasearme de un lado a otro
de la habitación, deteniéndome, de pronto, con ademán afectado,
para dirigirle miradas de profunda complicidad. Me marché antes de
que la conferencia acabara, en el momento que consideré oportuno,
creyendo que con eso le indicaba el límite a partir del cual ya no me
podía enseñar más.
Empecé a obsesionarme e impacientarme por la oportunidad
del momento en que debía revelarme como “el revelado”. La
espera paciente de ese momento único en que se manifestaría
la necesidad del acto, la espera de esa nueva revelación que no
llegaba, se iba fragmentando y empezaban a proliferar ilusiones
anticipadas, falsas “apofanías”. En el curso de una de ellas, una
luminosa tarde de finales de invierno me dirigí a la sede del Campo
Freudiano convencido de que allí me aguardaba la plana mayor del
lacanismo. La ansiedad que me acompañaba a lo largo del trayecto
se multiplicó al observar en la puerta del Palacio de Santa Cruz, sede

7
El acto (psicoanalítico), una de cuyas variantes es el pase, tiene una importancia crucial
en el pensamiento lacaniano. Conduce a la revelación de la verdad del ser, al “atravesar” el sujeto
su “fantasma” (esa figura que condensa la quintaesencia del deseo) y abrirse a lo real del goce, al
objeto causa del deseo. Tiene un valor ético (al sostener, con su elección, lo propio de su deseo) y
trágico (ver Antígona o Hamlet).

31
del Ministerio de Asuntos Exteriores y vecino al local donde me
dirigía, un coche diplomático con bandera francesa (eran los días,
pródigos en consultas diplomáticas, previos a la guerra del Golfo).
Supuse que la presumible presencia del embajador francés daría
un mayor énfasis a mi recibimiento y una mayor responsabilidad a
mi actuación. En la sede del Campo Freudiano sólo encontré a una
secretaria. Aún así, permanecí largos minutos en el vestíbulo. En
un punto de confluencia de fantasía e intuición delirante, sospeché
que el abandono y el silencio eran fingidos, y que en un instante,
como el atrabiliario padre de familia que regresa fatigado a su casa
y se sorprende al encontrarla oscura y sin ruido hasta que una súbita
batahola de luces y gritos le recuerdan que es su olvidado cumpleaños,
me sentiría sobrecogido ante la multitud de fieles que entrarían por la
puerta escoltando al embajador francés y al mismo Alain Miller, que
acabaría de llegar a Madrid en un helicóptero recién aterrizado en la
plaza de Santa Cruz. Miraba por la ventana esperando la llegada del
helicóptero, mientras creía oír a lo lejos los inconfundibles sones de
la Marsellesa. El paso del tiempo, implacable e irrepetible, disolvió
el ensueño. Inmune, no obstante, a cualquier contratiempo, urgí a la
secretaria a que le hiciese saber a G de mi presencia en aquel lugar.
A partir de entonces, se inició una persecución telefónica, suave
pero firme, que inquietó no poco a algunos lacanianos y que culminó
en el homenaje de amor que le dediqué en el curso de una de sus
charlas, en la que, súbitamente, me levanté, me aproximé a ella y le
entregué, como rosa de reconocimiento, un papel garabateado con
unos caracteres olvidados. De forma especialmente frecuente por
aquel entonces, aprehendía las situaciones a partir de sus aspectos más
sensoriales y pregnantes, y respondía a ellas intentando completar su
intrínseca musicalidad. La euritmia y armonía de las palabras de G
resonaron en mi sensibilidad como el acorde perfecto de Scriabin y
su lógico contrapunto fue mi rápido movimiento, que descargaba a
la música de su densa morbidez al tiempo que eternizaba nuestras
figuras en el arquetipo del amor galante.

Apocalipsis
En aquellos días, las noticias de mayor importancia eran los
preparativos de la guerra del Golfo y el affaire Juan Guerra. Un
buen día, paseando por la calle, me detuve a contemplar en un

32
quiosco la portada de una revista política que mostraba a Alfonso
Guerra levantándose de su escaño en el hemiciclo. Mostraba una
mueca crispada y tensa que se prolongaba en un dolorido espasmo
de cuello y espalda, girando hacia atrás como en escorzo, como
quien espera recibir un ataque que ignora por dónde vendrá. Seguí
caminando con la imagen a vueltas hasta que en un instante –
como en las anamorfosis de la pintura renacentista, en las que a
una determinada distancia e incidencia, respecto al cuadro, del
ojo del observador, se contempla cómo emerge súbitamente una
figura rotunda de lo que era un abigarrado amasijo de formas– se
me reveló el significado del gesto del vicepresidente: el de alguien
que oculta un secreto horrible que teme que, de un momento
a otro, sea descubierto. Ese horrible secreto de Guerra –por la
propia homonimia, por el puro juego de los significantes– era su
implicación, como narcotraficante, en la guerra del Golfo. Y mi
decisión: que si Irak perdía la guerra, como era lo más plausible,
Guerra, previo golpe de Estado, acogería en nuestro país a sus
compinches, el tirano derrocado y los narcotraficantes venidos de
todas las partes del globo como a tierra de promisión.
Este nuevo núcleo delirante surgió con el mismo carácter
de decisión instantánea que el primero (el instante de la decisión
constituye, para Kierkegaard, el tiempo de la locura). A raíz de
una percepción preñada de vagas sugerencias, se ordenaron de un
modo insólito los elementos y cristalizaron en un producto psíquico
nuevo, luminoso y radiante, que golpeó la razón con el peso de la
evidencia y empujó la decisión hacia su cumplimiento. Junto a la
sorpresa por la aparición de esa forma originaria en el campo de
la conciencia, surgió, por el otro extremo, la cadena de los nexos
causales que redoblan en la mente la necesidad de la materia. La
inicial forma sustancial fue disuelta en esbozos de explicación,
algarabía de significantes que, con su carácter binario, fueron
abriendo bifurcaciones y ramificaciones progresivamente crecientes
por el perpetuo movimiento de automaton8 que les es propio (el
“laberinto”). Esa proliferación de significantes, marcó, a partir de
entonces, la deriva del delirio.

8
Término extraído de Aristóteles. Lacan lo utiliza para referirse a las diversas combina-
ciones y movimientos (sincronía y diacronía) con que opera el sistema del lenguaje, y, por tanto,
también el inconsciente, al funcionar como un lenguaje.

33
Las calles se empezaron a poblar de individuos gruesos, toscos,
que lucían monumentales bigotes en caras de encerada palidez,
la cual contrastaba con el negro intenso de sus cabellos teñidos.
Eran los narcotraficantes o sus testaferros que estaban empezando
a llegar. Se les veía por toda la ciudad, aunque eran especialmente
visibles bajo la forma de taxistas. Uno de mis entretenimientos
favoritos en esos días era coger taxis, intentar catalogar al taxista
por su aspecto y conversación, y si deducía que era de los “malos”,
negarme a pagar la carrera aduciendo que se me había acabado el
dinero. Como contratiempo de aquellas aventuras sólo recuerdo una
fugaz visita a una comisaría de la que salí indemne.
De forma paralela y simultánea a la llegada a Madrid de aquellos
hombrecillos pilosos y malencarados, empezaron también a llegar
hombres y mujeres alegres, desenfadados y bellos, lacanianos,
que de algún modo se habían percatado del peligro que se corría y
acudían en masa prestos a contrarrestar con su revolución pacífica
la amenaza de los narcotraficantes. Sus figuras no ofrecían un
perfil tan recortado ni su identidad era tan clara como las del otro
grupo. No constituían un grupo homogéneo, pues lo integraba una
amalgama de psicoanalistas e intelectuales nativos y extranjeros.
Pululaban por la zona del Paseo del Prado, del Gijón y del Palace,
donde al parecer se alojaban. Por lo tanto, gustaba de hacerme ver
por esos lugares. Ya que, como he dicho, no eran inmediatamente
reconocibles, la comunicación, muda, se establecía a base de
una inmediata conciencia de similitud, como cuando, en otros
tiempos, los que merodeábamos en torno al lugar de convocatoria
de una manifestación prohibida nos reconocíamos por una paralela
corriente de simpatía.
Se diría, pues, que en el tablero de la ciudad se iban colocando
las piezas de la batalla, de aquella guerra bautizada como la madre
de todas las guerras en la que se iban a enfrentar las fuerzas del Bien
contra las del Mal. Pero, mientras éstas eran omnímodas, aquéllas
se acantonaban en la sombra y constituían más bien una retaguardia,
un refuerzo subsidiario a mi pura acción personal.
Por esas fechas, conocí una noche a una mujer maravillosa
que se llamaba Jeanette y estaba empleada como guardarropa en
la sala Morasol. Salimos una tarde de domingo de Carnaval. No
había nadie por las calles y nos costó trabajo encontrar un sitio
abierto. Al fin, en un bar, me contó que estaba separada, que sus

34
padres pertenecían al mundo de la farándula y que ella misma
llevaba esa vocación en la sangre. Se había casado muy joven
con un ejemplar salmantino de buena casta, es decir, áspero y
resabiado, que, perteneciente a la divisa de los tiburones del PSOE,
había llegado a ser embajador en un país centroamericano, y del
cual se había separado unos años antes. Me habló de sus pasados
problemas con la bebida y un reciente fracaso en dotar de un nuevo
padre a sus hijas (creo que eran tres, y salvo una, lo suficientemente
mayores). Me trataba con una especie de ternura razonadora, que
a veces aparentaba ofendida cuando mi orgullo viril se revelaba
contra aquel tratamiento. Entonces acrecentaba sus miramientos de
mujer madura, prometía demostrarme sus habilidades culinarias y
domésticas, y yo, que había empezado a sentir una primordial tristeza
bajo la capa de euforia que me envolvía, la cogía de las manos,
suplicante, queriendo calmar en ella una larga serie de historias
truncadas. A pesar de que estas embarazosas escenas con frecuencia
eran públicas –en un bar, en un café, etc.–, ella me siguió acogiendo
con similar paciencia y ternura. Pero, a medida que me ganaban el
agobio y la tristeza, la iba sintiendo como un símbolo de maternal
fortaleza al que acudía con tanta mayor premura cuanto que ella
misma, inconscientemente, iba disolviendo la pátina de superficial
jovialidad dejando al trasluz una insaciable sed de incontaminado
amor. A las demandas propiamente amorosas se añadieron pronto
las llamadas de auxilio o consejo por la progresiva invasión de los
narcotraficantes, que como casi todas las amenazas suelen ser de
índole nocturna, y su timbre de voz como respuesta a mis llamadas
pasó a ser crispado o aterrorizado, lo cual me reveló, en esta etapa
de razón dentro de la sinrazón, que lo mejor que podría hacer sería
centrarme en el asunto de Guerra y los narcotraficantes. Dejé, pues,
de verla o llamarla. Meses después pasé por la sala Morasol. Tal
vez, al volver a vernos en aquel escenario de opereta, se reanudase
la antigua farsa. Me dijeron que ya no trabajaba allí.
La historia de Jeanette supuso una transitoria resolución de mi
delirio de grandeza, un retorno a la conciencia de lo efímero, de lo
transitorio, la marca de un destino mortal en el que el sufrimiento
revela lo que tiene de individual e incomunicable sobre el fondo de
aquellas verdades en que lo eterno de la especie se remansa.
Una noche, harto ya de night clubs, topless y similares, y
huyendo de la soledad de las calles vacías, que volvía más ominoso

35
el silencio poblándolo de susurros inarticulados y ecos sin nombre,
me refugié en el aeropuerto de Barajas. El aeropuerto se convirtió
para mí en uno de esos espacios innominados e irreales como son
las embajadas o las aguas internacionales: tierra de nadie donde la
ida y el regreso son equivalentes e intercambiables, frontera donde
se anuda lo familiar con la extrañeza del viaje, lugar cosmopolita y
de encuentro donde se confunden identidades y nacionalidades en
un Babel de lenguas y gestos contrapuestos. Desde allí podía vigilar
la entrada de los narcotraficantes, cultivar mi pasión políglota
con las jóvenes viajeras que atestaban las salas de espera o huir y
refugiarme en París si temía por mi seguridad. Pero el objetivo más
importante, y también más peligroso, era intentar evitar que Guerra,
el gran criminal, huyera si, como parecía revelar la fotografía que lo
desenmascaraba, se sentía descubierto.
Una mañana, después de haber estado deambulando por el
aeropuerto toda la noche, la policía me retuvo en un cubículo
donde algunos pasajeros parecían resolver complicados trámites
de inmigración. Mientras ponderaba a guardias y viajeros el papel
crucial que iba a desempeñar aquel aeropuerto en el desenlace de la
guerra del Golfo, aparecieron, avisados por la policía, mi hermana,
A y D. Querían que aquéllos me siguieran reteniendo en aquel
lugar, que no era sino una pequeña comisaría; a su vez, la policía
argüía que no tenía potestad para retenerme pues no había cometido
ningún delito ni provocado ningún altercado, y que ellos se habían
limitado únicamente a avisar a la familia para que se hiciera cargo
de mí. Al escuchar esta respuesta me sentí autorizado a cruzar
la línea de separación entre aquella tierra de nadie poblada por
apátridas, inmigrantes sin autorización y víctimas de la burocracia
internacional, y la otra tierra de nadie de vestíbulos repletos por los
que se escabullían, con grandes maletas y carteras, los personajes
de la mafia internacional. Era la señal de que, abortado el plan
Guerra, intentaban poner los pies en polvorosa, salvando su libertad
y sus bienes. No escapaban a mi penetrante mirada sus figuras
estereotipadas y uniformes, de las que intentaba dar cuenta a los
guardias civiles que vigilaban los vestíbulos mientras mis amigos
intentaban retenerme. Al fin lo consiguieron y, tras una peregrina
visita al médico del aeropuerto, me condujeron a mi casa. En el
trayecto en coche, tal vez espoleado por la irritación, sostuve con D
una discusión interminable, incoercible, que correspondía a lo que en

36
términos técnicos se conoce como “presión del habla”9. Me dejaron
en casa, pues debieron considerar, equivocadamente, que, tras haber
pasado la noche en vela (no sólo aquélla, sino, posiblemente también
las anteriores), dormiría profundamente. Nada más marcharse, me
levanté de nuevo y me dirigí a Barajas. Allí se produjo el acmé
de las distorsiones visuales. Las figuras de los traficantes y otros
hombrecillos presentaban, por el carácter fuertemente contrastante
de luces, sombras y colores, cualidades propias de actores de cine
mudo o de titiriteros de pesadilla. El espacio, en general, había
difuminado sus contornos y acentuado sus rasgos, yuxtaponiéndose
imágenes fragmentadas y cambiantes. Menudeaban los falsos
reconocimientos, la discontinuidad disártrica de gestos y palabras
y una peculiar vibración de las superficies que las hacía adquirir
propiedades de acuosa profundidad. Estas alteraciones perceptivas
incrementaban las interpretaciones delirantes. En un momento
determinado, empezaron a titilar paroxísticamente las luces de los
paneles que anuncian la llegada o partida de los vuelos: pensé que
se había creado una corriente de eléctrica simpatía entre mis nervios
alertas y aquellas luces, y que ese acuerdo señalaba la llegada del
punto culminante de la acción. Yo, con mi fuerza mental sobreexcitada
e hiperestésica, provocaba aquel desarreglo del mundo exterior en
forma de paroxismo luminoso y lo recibía como señal admonitoria
de una alteración del mundo de las cosas. Fue en ese momento,
que se podría denominar como de “vibración generalizada” (una
“apofanía” puramente sensorial), cuando intuí que el ominoso
vicepresidente del gobierno, en limusina negra, acababa de llegar
al aeropuerto y se dirigía, bajando por algún secreto montacargas,
hacia las pistas de aterrizaje. Corrí desesperadamente a lo largo de
pasillos y vestíbulos pidiendo ayuda para abortar el intento de fuga.
Dos tanquetas que había visto aparcadas al llegar al aeropuerto me
hacían ser optimista respecto a mis advertencias: en aquel momento,
el aeropuerto estaría lleno de agentes. Confiado en haber cumplido
mi misión –descargada, momentáneamente, mi tensión nerviosa–,
según me disponía a abandonar el aeropuerto vi entrar por la puerta a
varios individuos con el inequívoco aspecto de ser narcotraficantes.

9
Constituye una forma de automatismo verbal. Hay una compulsión a hablar, sea del asunto
que se trate y de su mayor o menor pertinencia o coherencia. Mientras en la simple verborrea el
sujeto disfruta de su habla, aquí le empieza a resultar desagradable por la dificultad o imposibilidad
de detenerla.

37
Giré sobre mí mismo y, tras avisar a gritos a las personas que allí
se encontraban del peligro que corrían, eché a correr en dirección
opuesta, a veces agachándome o revolcándome por tierra, pues temía
recibir, en cualquier momento, un balazo por la espalda. Al fin logré
salir fuera del aeropuerto. Me abalancé sobre un autobús que salía en
dirección a Madrid. Poco después de haber perdido de vista Barajas,
volví la cabeza hacia atrás, y allí, en la última fila, vi a uno de mis
ubicuos y malévolos perseguidores. Grité desesperadamente, con la
conciencia de la fatalidad de quien nunca hallará refugio seguro, de
tal modo que el autobús se detuvo y me bajé en medio del campo.
Paré un taxi, y en él me dirigí a Madrid. Recuperé la euforia por la
derrota de Guerra y los narcotraficantes y por haber sabido zafarme
de una muerte anunciada. Aquel sentimiento de renacimiento
que habitualmente asociamos con la primavera me la hizo figurar
anticipadamente. Bajo el triunfo universal de las fuerzas del Bien y
la revolución pacífica que se avecinaba, la próxima primavera sería
eterna: chicos y chicas retozando desnudos sobre la hierba, simpatía
general no exenta de sensualidad y picardía. Tal era la estampa de
hippismo posmoderno con que amenizaba el viaje al taxista –un
chico joven y cheli–, entre cuyas escépticas réplicas me parecieron
advertir ocasionales abandonos a mis ensueños.
Mi destino era el Hotel Palace. Para la mayoría de madrileños,
éste representaba un espacio aristocrático y señorial antes de que
la invasión de turistas americanos, políticos y periodistas, lo
convirtieran en mentidero o en lugar de citas. Para mí, era también
el lugar de residencia y encuentro de los lacanianos, un lugar idóneo
para recibir el agasajo tantas veces preterido. Aquel día, además de
sonreír con complacencia a grupos de conspicuos lacanianos que
paseaban por sus aledaños, me interesaba familiarizarme con el
lugar, recorrer sus pasillos y escaleras alfombradas, alojarme en sus
mullidos sillones de época, deslizarme subrepticiamente al fondo de
platos y fuentes repletas de canapés y otras exquisiteces, del mismo
modo que un primer actor, recién llegado de gira a una ciudad, gusta
de visitar, solitario, el proscenio en que al día siguiente representará
su obra. Me quedé hasta la noche, ensayando mis poderes telepáticos
con Roca y con Paloma San Basilio.
Volví al día siguiente, el del estreno. Esperaba ver llegar, de un
momento a otro, las cámaras de televisión y los focos y, al observar
un cierto ajetreo, me precipité a las cabinas telefónicas y, entre

38
turistas japoneses y financieros nativos, llamé a mis amistades para
anunciarles mi inminente aparición en televisión. Aparecieron al fin
aquéllas, pero escoltando a una delegación diplomática china que iba
a dar una rueda de prensa en un salón del hotel. Maldije la casualidad
de la competencia antes de que un policía o empleado de seguridad
del hotel me instara, de buenas maneras, a que lo abandonara. Creo
que al final nos fuimos los dos a ver una dependienta que vendía
ropa interior, ligera de ropa, en una boutique vecina.
Regresé por la tarde, tocando ininterrumpidamente el claxon y
arrojando tarjetas de visita por la ventanilla. Me encontraba eufórico y
también impaciente por no aludir los periódicos a los recientes sucesos
y por dilatarse demasiado la hora de mi reconocimiento. Al llegar al
Palace, estaba entrando por la puerta un cortejo nupcial, camino del
ágape. Me introduje, un tanto apresuradamente, entre ellos, y tal vez eso
precipitara los acontecimientos. Penetré en un salón con dos grandes
mesas dispuestas a cada lado y repletas de toda clase de viandas. De
pronto, dos o tres individuos se abalanzaron sobre mí y me redujeron,
tumbándome en el suelo. En ese momento, pensé que el que se
hubieran tornado de ese modo las cosas, entre lo imaginado y lo dado,
debía traducir un vuelco radical en la situación política, y que Guerra
y los narcotraficantes, ayudados por un grupo de militares, debían
haber vuelto a coger las riendas del poder. Así me lo pareció confirmar
el hecho de identificar a uno de mis agresores con el encargado de
un restaurante próximo a mi casa que siempre me pareció un nido
de fascistas. Intenté zafarme de ellos y, en la refriega, debí derribar
alguna mesa con su contenido. Por fin acudieron varias personas a
aquel salón de la infamia y, una de ellas, que me pareció ser un actor
famoso y presumible simpatizante de algún grupo lacaniano, solicitó
que me soltaran. La liberación fue breve, pues enseguida me pusieron
a disposición de la Policía Nacional, la cual, en una de sus grandes
furgonetas, me condujo a una comisaría próxima. Allí me metieron
en un angosto calabozo, en el que volví a sentir las angustias de la
claustrofobia del laberinto. Al cabo de poco tiempo, probablemente
reducido por mis gritos y alaridos, volvieron a sacarme del calabozo
y la comisaría y me introdujeron en un coche celular. Conducido por
dos agentes, volví a sentirme tranquilo y seguro, pues su buen trato me
indicaba que eran fieles al orden constitucional y que, tal vez, como lo
indicaba la sirena que hacían sonar, me estuvieran conduciendo a una
importante reunión política.

39
El Servicio de Urgencias del Hospital de la Princesa, como
casi todos los servicios de urgencia de los hospitales de Madrid por
esas fechas, se encontraba en obras de remodelación y ampliación.
Su aspecto, pues, era destartalado y polvoriento. Al entrar allí, me
pareció que lo habían convertido en un hospital de campaña y que,
por tanto, a pesar de no haber observado nada anormal en el trayecto,
debían estar ocurriendo graves altercados y desórdenes en las calles.
Tras ver entrar a diversos heridos y contusionados, apareció al fin el
Dr. V, psiquiatra de guardia. Debido a las alteraciones perceptivas
señaladas, me pareció una especie de marioneta que gesticulaba
y hablaba de forma ridículamente sincopada, con un exagerado
amaneramiento. Era como un Arlequín vestido de bata, mientras la
pareja de guardias parecían dos Polichinelas, castizos y algo beodos.
Accedí a ingresar con la condición de poder disponer de habitación
individual con TV para poder seguir al momento el preocupante
clima político. Al llegar a la planta, me intentaron introducir
en una habitación recoleta y atestada de durmientes. Protesté
vehementemente, protesta que fue acallada por la sedativa influencia
de una bella enfermera escoltada por un coro de celadores en acecho.
Al final me puso una inyección y dormí toda la noche.

Consolidación
Con sorprendente facilidad, me acostumbré a mi nuevo
alojamiento. Las actividades repetitivas y rutinarias, los largos
tiempos muertos y el mismo hecho del encierro colaboraron a
ello. En las instituciones cerradas y, en general, en todo tipo de
situación en la que la libertad está limitada, las individualidades
tienden a atenuarse, las particularidades a esfumarse, en aras del
objetivo común –mezcla de sumisión y rebelión, de aceptación y
rechazo de las normas institucionales–, que no es sino el de acabar
cuanto antes con aquella situación de transitoriedad y excepción.
Esto ocurría también en la planta de psiquiatría, pero habría que
hacer dos puntualizaciones. La primera es que aquellos individuos
que consideraban su estancia allí como resultado de una injusticia,
secuestro o malentendido –como era el caso de la mayoría, al menos
en sus inicios–, mal se podían avenir a la más mínima mediación con
la norma de aquella institución que vivían como ajena o radicalmente
enemiga. Por otro lado, y aunque las manifestaciones más montaraces

40
de la locura se han doblegado bajo la camisa de fuerza química de los
psicofármacos, persiste una irreductible singularidad en sus rasgos,
en lo que se han venido en denominar, un tanto estereotipadamente,
los rostros de la locura, y que, en nuestra vida comunitaria, surgían
como espuma chisporroteante que fluía periódicamente desde el
húmedo subsuelo. Así, si la imagen que aparentemente ofrecíamos
–deambulantes silenciosos a lo largo de un pasillo de un hospital
general– resultaba, aunque desolada, familiar a la mayoría de los
mortales, dejaba de serlo cuando se sobreimponían las irrupciones,
intermitentes y fugaces –por la intervención precoz de celadores y
enfermeras–, de los rostros crepusculares de la locura: una joven
irrumpiendo en el pasillo en camisón y en actitud de éxtasis con un
siseo creciente, una gruesa señora que mostraba su desaprobación
negándose a salir del interior de una bañera vacía donde reposaba
desnuda, una seria y vieja señora soltándose de pronto por peteneras,
etc. Estas imágenes se me ofrecían multiplicadas al inicio, tal vez
porque resonaban con mi propia sensibilidad y captaba ahí la única
significación personal que aquel lugar me ofrecía. Se irían apagando
a medida que se fueron integrando en el vacío de lo cotidiano, en
la codificación de un sistema de reglas y saberes que se resumía en
la repetición invariable de un gesto perentoriamente tranquilizador.
Las mañanas estaban parcialmente ocupadas por actividades
pergeñadas y realizadas por dos mujeres maduras, psicólogas o
asistentes sociales, perfectamente intercambiables en mi recuerdo. En
una de ellas se trataba de hacer ejercicios gimnásticos, forma heroica
de combatir u ocultar los efectos rigidificantes de la medicación. En
otra nos sentábamos alrededor de una mesa en estado de profunda
concentración –una especie de ouija sin vaso–, intentando visualizar
mentalmente un paisaje paradisíaco y comunicarlo, por orden de
ubicación, al resto de la concurrencia. Tal tipo de ejercicio, que
supuestamente estimulaba la imaginación, entraba en flagrante
contradicción con el resto de las medidas terapéuticas, tanto
medicamentosas como ambientales, que tendían al fin contrario,
por lo que resultaba lógico esperar que siempre acabase como “el
rosario de la aurora”: discursos que se adelantaban al de su legítimo
poseedor, peroratas inacabables sin relación con el tema propuesto,
quejas sobre la mala calidad de las comidas, etc. Pero, como no podía
ser menos, el momento más importante de nuestra vida comunitaria
era el de la visita médica. El médico de hospital se refugia en su

41
despacho, se hurta a la mirada de los pacientes –tanto más cuanto
mayor es su puesto en el escalafón– para dar mayor empaque a ese
momento crucial de aparición triunfal en que –como en los viejos
ritos mistéricos– muestra en su deambular todo su poder y su gloria,
tanto mayores cuanto que el acto en que se revelan –un monosílabo
dirigido en voz alta a la enfermera o unas palabras de impersonal
consuelo– adquiere, por su perfil de oráculo lacónico y ambiguo, el
prestigio de lo sagrado.
Durante los primeros días de estancia me encontraba combativo
y sarcástico. Me mostraba iracundo e irritable con los familiares y
amigos que me visitaban: les instaba a que hicieran gestiones dentro
del mundo psicoanalítico lacaniano para que éstos me liberaran. No
podía comprender cómo podían permanecer allí, tranquilamente
sentados, reaccionando con frialdad a mis propuestas, que eran las
únicas que podían poner fin a aquella situación absurda. Poco a
poco, a la obligada limitación del espacio le fue correspondiendo una
dilatación en la dimensión del tiempo que, paradójicamente, vino a
reforzar lo que ya estaba presente en el tiempo anterior, frenético
en vigilias y acontecimientos: la disolución de la temporalidad,
que se resumía en una suerte de insensibilidad moral que ahora
se veía reforzada por la inmersión, a través de aquella caricatura
de cotidianeidad, en las aguas del olvido. Este brusco bautismo en
las aguas de la nada tuvo la virtud de arrebatarme de la tiranía del
delirio, dejándome a cambio los brotes de la herida de una historia
amputada. Aquellas yemas se agostaron rápidamente por el lado del
delirio de Guerra y los narcotraficantes –apenas prestaba atención a
las noticias de la televisión colectiva–; persistieron o, mejor dicho,
se mantuvieron en latencia por el lado del delirio lacaniano; y
experimentaron su mayor eflorescencia en las facetas femeninas, en
aquellos pistilos que, en su multiplicidad intercambiable, intentaban
dar cuenta del misterio de la feminidad. Procuraba, reiteradamente,
comunicarme con aquella ronda de mujeres que me había acompañado
en el pasado inmediato, requebraba sin cesar a toda joven, enferma o
enfermera, que pasaba a mi lado, intentando establecer improbables
citas para el futuro, o bien permanecía apoyado contra el cristal de la
puerta que daba al pasillo, mirando a las muchachas que pasaban: la
gracilidad de sus movimientos, su curvilínea ligereza, la flexibilidad
de su porte, quedaban reflejadas en mi percepción enfermiza con la
irrealidad de las estampas animadas. Mi actitud hacia las mujeres no

42
era muy diferente a cuando, de niño, revoloteaba alrededor de ellas
y les levantaba la falda para intentar descubrir, tras ella, el secreto
de su hechizo.
Varado, pues, en aquella tierra desierta en que el tiempo era
cuidadosamente suministrado en todos sus pliegues y recovecos
–excluyendo, por eso, la temporalidad–, rota la continuidad del
delirio, me refugiaba en la contingencia de lo fáctico. A pesar de seguir
considerando que no estaba loco, no me resultaba especialmente
incongruente mi estancia allí, y dejé de preguntarme por su causa.
Todo estaba teñido de una forzada transitoriedad que protegía de la
responsabilidad del acto.
Así me iba hundiendo en la blandura de la feliz ignorancia
hasta que apareció, en los márgenes de la conciencia, un profundo
malestar que, proveniente de lo físico, halló allí su mejor acomodo.
Se trataba de la terrible distonía de los neurolépticos10, que, cual
Erinia, se aferra con crueles garras a cuello, tronco y extremidades
e instila su veneno en el centro del corazón. Al principio sentía este
trastorno como una atenazante espera, la representación corporal de
una paciencia inhumana como la del protagonista de la novela que
intentaba por entonces leer, y por generalización, la de todo Atlas que
soporta sobre sus espaldas un mundo. Tal era el carácter impersonal,
difuso, de este indecible malestar, que sólo me lo podía representar
en mi cuerpo a través de la imagen del de los otros.
Conforme se suponía que estaba mejor, como lo atestiguaba el
que me dejaran salir un rato a la calle, mi metamorfosis en piedra
se aceleraba. Níobe errante a lo largo de la calle Conde de Peñalver,
intentaba con lengua de trapo articular torpes palabras, tormento
tanto mayor cuanto que mi impulso a hablar continuaba. Al fin, hacia
las tres semanas del ingreso, me dieron el alta con una pequeña dosis
de haloperidol, que una vez en casa retiré, pues bien sabía que esa
era la causa de mis males.
Durante uno o dos días, persistió un estado beatífico, levemente
eufórico. Con este ánimo, volví por la noche a una barra americana
de la calle Alcántara que estaba cerrada, y, a continuación, a
una discoteca próxima. Enseguida me vencieron la fatiga y
el aburrimiento, indicándome el fin de los tiempos felices, de

10
Se trata de lentos movimientos musculares involuntarios, por incremento de la tensión
de un grupo de músculos, que suelen determinar una postura o actitud fija, forzada y dolorosa.

43
aquellos días de “vino y rosas”. A la mañana siguiente, y con una
velocidad similar a como se alumbraron las certezas del delirio,
tomé consciencia de la realidad, de una realidad en la que ya no se
vislumbraba la primavera voluptuosa de los lacanianos y en la que el
pasado aparecía preñado de errores, pendencias y escándalos. Tomé,
pues, conciencia de mi locura, y con eso caí en la melancolía, ya que
ésta no es sino la conciencia de la vanidad de las alegrías y locuras
del mundo, como se la representa en las vanitas del siglo barroco –la
época más melancólica de la historia– junto a su fiel compañera, la
Vieja Señora, el Otro Absoluto.

Residuo
Durante algunos meses me quedé anclado en una tristeza
esencial que sólo conocía, como fugaz alivio, el paseo solitario del
anónimo caminante que ha dejado de estar agobiado por el peso de
la historia aunque lo siga estando por el del mundo.
Al cabo de este tiempo reanudé, con ciertas dificultades
ambientales por los residuos del pasado, mi vida laboral. Me volví
más solitario, renegué del alcohol y de otros estimulantes, y seguí,
sin cuestionarme, las prescripciones médicas. Me he acostumbrado
a desconocerme, a desconfiar del estro de las estaciones y de las
influencias de la luna, a sufrir menos las urgencias del amor y a
aprestarme a recibir sus previsibles ternuras.

44
Notas del autor
Los nombres de los diferentes capítulos del texto están extraídos
de la obra La esquizofrenia incipiente de Klaus Conrad. Se refieren a
las fases, descritas por dicho autor, del brote psicótico.
Trema es también conocida como “fiebre de las candilejas”.
Indica la peculiar sensación de tensión y ansiedad que experimenta
un actor momentos antes de salir a escena. Dicha escena fue, en mi
caso, una danza de bailarines.
El siguiente momento, pues hasta entonces se ignora el personaje
que se ha de interpretar y el disfraz que se tendrá que llevar, es el
de la “elección forzada” conducida por las miradas del público: es
el momento de la apofanía, de la imposición de la máscara. Las hay
de marioneta –es el caso del teatro simbolista, sometido el actor, por
todos los hilos, al designio del autor–, de muñeco destripado por su
división –como en las performances histéricas del living theatre–, de
maniquí –así era la que yo porté– como en el “teatro de la muerte” de
Cantor, doble mortal que el actor carga a sus espaldas, cuerpo plano
vaciado de órganos y convertido en autómata de “ruido y furia”.

Aunque no existió delirio en el sentido, persistente, establecido,


del término, me fijaré en el primer esbozo delirante, e intentaré
establecer una hipótesis congruente con su contenido. A lo largo
de todo él, se establece una analogía entre herencia intelectual y
herencia genética. El proceso de herencia intelectual era el que se
estaba desarrollando a mi alrededor en forma de sorda competencia
y del que, a partir de un determinado momento, me excluía, pues me
sabía secretamente incluido en él, como heredero, es decir, como
hijo intelectual. El que no llegara nunca a hacer uso de esa herencia
no se debió a los imponderables factores de la realidad, sino a que
así estaba inscrito en la estructura. Lacan señala en su estudio sobre
Schreber que el yo delirante y su identificación ideal (el otro divino)
tienden a converger en el infinito como funciones asintóticas, sin
llegar nunca a tocarse. En mi caso, la no actualización de mi yo
delirante (hijo heredero) en mi identificación ideal (padre de una
generación psicoanalítica) vino definida por la imposibilidad de la
estructura psicótica de dar cuenta de la función del padre. Como
señala en otra parte el mismo autor, es por el fallo del papel
regulador de dicha función en el complejo de Edipo por lo que surge,

45
como un intento caricaturesco y fallido de suplencia, la metáfora
delirante. La vinculación, en psicoanálisis, entre herencia intelectual
y genética viene documentada en casos menos famosos, además
de los descritos. Por otro lado, el mismo término de “familias
psicoanalíticas” aplicado a los diferentes grupos psicoanalíticos
incluye esta consideración. Lo que mi delirio tenía de personal y
escatológico era la analogía establecida entre relación sexual,
herencia intelectual y genética. Se podría decir que la herencia
generacional, en psicoanálisis, tenía lugar por “derecho de pernada”,
como recuerdo o ritualización del acto incestuoso original en que los
Padres fundadores habían descubierto la ley del incesto o del Edipo
(padres inocentes, de alguna forma, pues, como dice San Pablo, sólo
cabe hablar de pecado después de instaurada la Ley, condición que
no se extendía a los descendientes, que quedaban marcados con el
sello de la culpa y de la discordia). Ese hecho yo lo había intuido, lo
había visto, como vivencia delirante primaria, de un modo similar a
como Freud describe la primera observación que el niño realiza del
coito entre sus padres. Por lo mismo, el coito (los propios pasados, en
la cartografía infinita, los de los próceres del psicoanálisis, etc.) fue
conceptualizado de forma infantil: el saber se confundía con el saber
sexual, en el sentido de que el niño va “sabiendo” progresivamente
más cosas sobre la realidad sexual y el saber se convierte en sinónimo
de precocidad. Con cada coito se ganaba o se perdía un saber, sin que
se pudiera distinguir quién, de ello, más se aprovechaba. Se traslucía
así la concepción infantil del coito como acto agresivo o de despojo:
una especie de lucha de prestigio por el mutuo reconocimiento. Algo
así me sugiere también la parte final y más confusa del delirio, la de
los “proliferantes competidores”, en la que se establece una lucha
a muerte por el prestigio de recoger el germen privilegiado de la
pareja primordial.

46
Del delirio de filiación al delirio persecutorio

...algo parecido a un ave nocturna que


sobrevuela los mares en la oscuridad, algo
que hunde su lamento en su interior.

Robert Walser, El bandido

De la teología a la política: a propósito de Daniel Paul Schreber,


Julio Fuente y la psiquiatría
La teología es lo primero, y luego viene la política. Así ha sido,
al menos en nuestra cultura, desde su referencia griega. Así era en
Aristóteles, y así fue hasta Hobbes, cuanto menos. La teología era la
referencia trascendental de la política, a la que daba fundamento, le-
gitimidad y moral. Esto era independiente de la pretensión agustinia-
na de someter el poder político al poder eclesiástico. Que la religión
fuera una referencia moral de la política se fue degradando precisa-
mente a medida que la Iglesia actuaba más como “poder terrenal”.
Esto lo explica muy bien Hobbes: para que la política, el gobernante,
pueda actuar con criterios morales y colectivos debe restringir, decía,
el poder de los clérigos, aunque la referencia ética de la política siga
siendo la religión. Así fue hasta el predominio y la expansión capi-
talistas. Con la implantación del capitalismo, el lugar de la teología
lo vino a ocupar la economía y, por tanto, la idolatría del dinero. De
ese modo, la política no sólo pierde todo criterio ético o moral, lo que
podríamos llamar los ideales, sino que la misma política carece de
legitimidad y pasa a convertirse en mera gestión de los intereses del
capital. Sin la teología, la política desaparece o se convierte tanto en
sierva como en simple o mero artilugio para crear falsos enemigos, es
decir, se hace directamente autorreferencial y persecutoria.
Bien lo sabe el sujeto psicótico que mantiene aún su capacidad
delirante. Aunque no podemos olvidar que, con el predominio del
capitalismo, el delirio también se ha visto afectado. El loco ya no es
un hermano extraviado como en Géricault o en Baudelaire, y, de he-
cho, así es concebida la locura de Áyax por parte de Odiseo. El loco
es ahora, por el contrario, un enfermo que ha caído en el anonimato

47
del gen o del neurotransmisor. Ha dejado de ser un extraviado para
encuadrarse en el anonimato del organismo escacharrado, creando
así la fantasía de que hay organismos no escacharrados, es decir,
como si el sujeto fuese reducible al organismo y se agotara en él,
ignorando así que el sujeto lo es por cuanto su organismo no está
regido o en todo caso no se agota en su ciclo interno. Esta es la idea
de pulsión que el primer Freud introdujo antes de obsesionarse con
el dualismo pulsional1.
Pues bien, ese anonimato o ese radical olvido del sujeto psicótico
ha orientado a la psiquiatría hacia el intento de localizar al agente del
trastorno psíquico. Si bien ya nadie cree en la antigua frenología, se
sigue estando a la caza de algún tipo de localización, ya sea de un gen
o de una composición de genes, a fin de conseguir el siempre huidizo
descanso de la correlación de un marcador biológico con un diag-
nóstico psiquiátrico. El resultado ha sido el desinterés por el delirio,
por el trabajo de elaboración del sujeto psicótico, por su esfuerzo de
construirse como sujeto de la palabra, y ese desinterés ha ido a la par
de un intervencionismo farmacológico cuyo objetivo es borrar la pro-
pia producción delirante. Es un hecho que los delirios son atacados
de manera contundente con fármacos sedativos que en muchos casos
ocasionan una cierta leucotomía química. Matado el perro se acabó la
rabia, podríamos decir. No es mi propósito volver sobre el asunto de
la falta de rigor, digamos científico, de estas propuestas de la llamada
“psiquiatría biológica”. Sólo quiero volver a resaltar que la inocencia
con la que la “psiquiatría biológica” dota al sujeto psicótico es la
aniquilación misma del sujeto. La llamada “ciencia”, como posición
ideológica del modo de producción capitalista, carece de referencia
moral y todo lo refiere al anonimato del gen, sin prestar la menor
atención al sujeto del dolor y del deseo. Mi propósito es recuperar,
a través del testimonio escrito de un sujeto delirante, las enseñanzas
del delirio y sobre el delirio, saber que a todos nos incumbe en cuanto
que expresa el trabajo de un sujeto no confundido ni con una supues-
ta integridad yoica ni con el ciudadano2.
Este testimonio me parece de especial interés porque está escrito
por un sujeto psicótico en el instante mismo en el que su edificio de-

1
Francisco Pereña, El melancólico y el creyente, Madrid, Síntesis, 2012.
2
Francisco Pereña, “El loco y el ciudadano”. Disponible en: http://www.atopos.es/index.
php/biblioteca/otros-biblioteca/215-el-loco-y-el-ciudadano

48
lirante se derrumba y aún no ha sucumbido del todo al mutismo me-
lancólico. Por esa razón hablo de su particular interés. No abundan
los testimonios de sujetos psicóticos sobre su padecimiento. Están
las Memorias de Schreber, pero resultan abigarradas, probablemente
porque están escritas en pleno desarrollo delirante, en el tramo de lo
que considero su delirio persecutorio, pero sin haber podido testimo-
niar de su fracaso, como sí lo hace el escrito de Julio Fuente.
El testimonio de Julio Fuente tiene además el extraordinario va-
lor de acercarnos al modo cómo se construye y cómo se derrumba un
delirio. Nos ilustra sobre ese proceso. El problema que tiene la psi-
quiatría con el delirio es que, aunque le preste tanta atención como
le prestaba la psiquiatría clásica, se limita a una mera observación y
a un amontonamiento en un verdadero remolino taxonómico. Y ahí
es cuando pierde todo interés el delirio, en esa deriva clasificatoria
que nos cierra los oídos a su formación y a su vigor creativo, siem-
pre singular por ser tarea de un sujeto. Podemos hablar de “tipos”
de delirio, pero a condición de atender a su proceso de formación, al
trabajo de creación y elaboración de un sujeto.
Las diversas escuelas de la época en la que la psiquiatría se fue
construyendo como disciplina se enredan y desorientan en su empe-
cinamiento clasificatorio. Sin embargo, creo que conviene resaltar
que, en todos los autores, y en cada cual a su modo, el delirio aparece
como secundario al trastorno, por lo que sería un modo de desarrollo
e incluso de tratamiento del trastorno o padecimiento fundamental.
Lo primario sería ese padecimiento fundamental, un tipo de desin-
tegración psíquica que domina y da su tono de afectación anímica
al cuadro clínico. La propia introducción que hace Bleuler del tér-
mino “esquizofrenia” responde a esa idea de desintegración, en este
caso como Spaltung, escisión del yo, como recupera Clérambault.
En la propia sistematización que hace Magnan del “delirio crónico
de evolución sistemática”, modo a mi parecer erróneo de rectificar la
“psicosis alucinatoria crónica” de Gilbert Ballet, aparecen cuatro fa-
ses, de las cuales la primera, o fase de incubación, sería un estado de
confusión e inquietud que se va a ir orientando hacia lo interpretati-
vo. Para Ballet lo primero era el “síndrome alucinatorio”, que era in-
dependiente del delirio. Clérambault precisará esa separación en su
concepción del “automatismo mental”, al que llama fait primordial
de la psicosis. El automatismo mental reúne una serie de fenómenos
que expresan desintegración y confusión, y que son previos al deli-

49
rio. Clérambault titula uno de los capítulos de su obra “Automatisme
mental et scission du moi” (1920) para subrayar ese aspecto de des-
integración. No podemos olvidar que ya Wilhelm Griesinger en su
Die Pathologie und Therapie der psychischen Krankheiten (1845),
en la que abogaba con buena intuición por la Einheitpsychose o psi-
cosis única, hablaba de “desintegración psíquica” y de “los estados
emocionales mórbidos” como primarios y previos al “trastorno men-
tal” propiamente dicho. Posteriormente, en 1892 Clemens Neisser
introdujo el concepto de Eigenbeziehung, que cabe traducir como
“autorreferencia”, ese sentimiento de extrañeza que aparece en los
primeros comienzos de la paranoia, nombre genérico, para Neisser,
de la psicosis.
Baste este sumario repaso para ver que en efecto hay una pri-
mera inquietud, una primera extrañeza que cabría nombrar como
“disolución del yo” que es previa a la construcción delirante. Cada
uno lo dice a su modo, pero cabe concluir que prácticamente todos
coinciden finalmente en que el delirio, al ser secundario, sería un
modo de construir una subjetividad y una cierta prótesis yoica a fin
de incluirse en el orden del universo. Digo en el orden del universo
no sólo por ser una expresión schreberiana, sino porque, en efecto,
una vez que el orden social o la comunidad se han vuelto extraños, el
modo que tiene el sujeto psicótico de incluirse pasa por reconstruir
un orden del universo del que pueda formar parte la propia comu-
nidad política. El delirio es, así, el intento de construir una teología
como lugar de referencia del fundamento y de la legitimidad de la
comunidad política o terrenal. Por eso, el delirio ha de abrirse a esas
dos posibilidades creativas: la teología y la política. Esta es la gran
enseñanza del testimonio de Julio Fuente que creo que, aunque de
manera menos nítida, ya aparece en Schreber.
Recordemos que, como nos relata la historia clínica de Schre-
ber, publicada por Franz Baumeyer en 19563, el inicio de su enfer-
medad se sitúa en las “tempranas ideas hipocondríacas” que data en
el año de su casamiento, en 1878, y que le conducirán en 1884 a su
ingreso en la Clínica de Leipzig. Tales “ideas hipocondríacas”, que
van unidas a dos intentos de suicidio, son llamadas también “ideas
depresivas”. Podemos así comprobar cómo, en efecto, el desenca-

3
Franz Baumeyer, El caso Schreber, Buenos Aires, Nueva Visión, 1980.

50
denamiento de la psicosis de Schreber comienza con esa inquietud
y esa desorientación que nos permite hablar del sentimiento crepus-
cular, al que se referirá el propio Schreber, de disolución yoica o de
extrañeza del mundo.
Cuando Schreber consigue levantar su edificio delirante, los
materiales y el diseño de esa construcción son tanto la teología como
la política. Es cierto que Schreber escribe su alegato en pleno apogeo
aún de su delirio, pero los elementos persecutorios tienen ya especial
protagonismo, ya que su propósito es, por un lado, defenderse con-
tra su reclusión –“una reclusión poco menos que carcelaria”, como
dice en el prólogo de sus Memorias4–, aunque, por otro y de manera
muy capital, enseñar al mundo de los hombres el “conocimiento de
la verdad en un ámbito de suma importancia, a saber, el ámbito re-
ligioso”5. Dicho saber lo posee por su particular comunicación con
Dios, un Dios que, en consonancia con el orden del universo, sólo se
comunica en raras excepciones con individuos de especial talento,
como sería su caso.
El valor de su testimonio proviene, como él mismo señala, de su
particular experiencia de la desdicha y, a la vez, de la revelación de
cómo está organizado el orden cósmico, cuya trama está regida por
nervios que no coinciden con el organismo terrenal, sino que forman
una red presidida por el “nervio puro” o “sin cuerpo” que es Dios;
esa relación del nervio puro con los nervios de los cuerpos es lo que
les da a éstos el estatuto de “purificación” y la luz o esclarecimiento,
a lo que llama “rayos”. Los “rayos” expresan la relación con Dios
como orden estelar que preside el mundo. El problema de esta trama
de nervios es la cuestión de la excitación, puesto que la excitación
excesiva de los nervios puede ejercer tal atracción de Dios que pon-
ga en peligro la propia existencia divina y, por tanto, la del orden del
universo. Igualmente desdichada sería “la afluencia ininterrumpida
[…] de nervios divinos en mi cuerpo”6. La felicidad, por tanto, de-
pende de ese orden del universo, de que no haya desequilibrio entre
la excitación y el orden, entre lo que llamo la excitación pulsional

4
Daniel Paul Schreber, Sucesos memorables de un enfermo de los nervios, Madrid, Asocia-
ción Española de Neuropsiquiatría, 2003 (original de 1903).
5
Schreber, Sucesos memorables…, p. 21.
6
Schreber, Sucesos memorables…, p. 45.

51
y el deseo, de modo que no suceda el temido “choque de intereses
entre Dios y un individuo cualquiera”, que es la manera schreberiana
de decirlo: un choque entre el empuje pulsional y su pacificación, ya
que la excitación, sea bajo el “empuje a pensar” o a la satisfacción
sexual, puede llevar al individuo a “adoptar una conducta contraria
al orden cósmico” y así ponerlo en el camino de la desdicha.
El orden cósmico le es fundamental a Schreber como orden total
de cuya inmanencia sólo cabría hablar en cuanto orden que suprime
al individuo en una trama que requiere la eternidad como medida de
un tiempo que trasciende su contingencia. Todo el asunto se juega
ahí en que el “individuo concreto” encuentre su conexión cósmica
y pueda así existir sin la “excitación” destructiva tanto del cuerpo
como del pensamiento. El Denkzwang (“empuje a pensar”), al que
tan repetidamente alude en su alegato o testimonio, está motivado
por una necesidad de cierre, digamos, categorial, pero, a la vez, ese
empuje, esa excitación, es la amenaza de su permanente ruptura. Y
dicha ruptura sólo se podría suturar en la medida en que la relación
de Dios con el hombre no sea como “ser vivo”, sino con “cadáveres”.
Aquí creo que Schreber apunta a lo que he llamado imposibilidad de
vivir, que quiere resolver con esa permanente sutura del orden cósmi-
co aunque su empeño termine ahondando en su imposibilidad. ¿Qué
le dicen las voces? Aparte de esas continuas contradicciones tortu-
rantes, lo primero y fundamental es esto: “Todavía hoy día oigo, cada
dos minutos, tras el devaneo de frases insulsas, la expresión: ‘ahora
nos falta la idea principal’” (fehlt uns nun der Hauptgedanke)7. Este
es el desconcierto: falta algo y lo que falta es la idea principal. El des-
concierto es una actividad incongruente, es el mismo empuje pulsio-
nal a la vida que hace de la vida un permanente retorno del desorden.
Por esa razón dirá Schreber que si Dios conserva la “sabiduría ori-
ginaria que le es propia […] es en la medida en que la masa total de
rayos se presenta como masa en reposo (als ruhende Masse) y que el
concepto asociado a la expresión ‘pérdida de ideas principales’ alude
a los rayos, pero sólo cuando se encuentran en una ‘situación de mo-
vimiento’ (Bewegungsverhältnisse) opuesta al orden cósmico”8. Ese
orden es el reposo absoluto, mientras que el movimiento es el vértigo
del vacío.

7
Schreber, Sucesos memorables…, p. 238.
8
Schreber, Sucesos memorables…, p. 245.

52
Así pues, todo el edificio delirante, como orden cósmico, sólo se
sostiene en un reposo eterno que es contrario a la vida. Este es el dile-
ma del sujeto de la psicosis: la necesidad de un orden teológico perma-
nentemente atravesado, sin embargo, por el vacío pulsional, incapaz
de dar a ese vacío el estatuto de falta o de deseo. Esa contradicción es
lo que hace que aparezca el delirio persecutorio. Schreber construye
su delirio teológico para darse una filiación congruente con el orden
cósmico y su elección divina. Cuando el empuje a pensar y la misma
imparable actividad delirante se convierten en una pesadilla, ha de re-
currir al agente persecutorio como referencia y, a la vez, como límite
de un delirio que al final sólo conduce a la inanición del deseo de vivir.
El agente persecutorio era para Schreber, como sabemos, el pro-
fesor Flechsig, el psiquíatra de la Clínica de Leipzig. Quien dice
querer curarle, lo que en realidad quiere, dentro de ese mismo pro-
pósito, es aniquilarle. Así empieza la política, es decir, el estable-
cimiento del complot y del enemigo: “me había convertido en un
individuo peligroso para el mismo Dios”, y era víctima de “milagros
que se hacían contra mí”. Flechsig es el autor de ese “complot contra
mí, que consistía en que una vez reconocido o dado por supuesto el
carácter incurable de mi enfermedad nerviosa, se me entregaría en
manos de un hombre, en el sentido de que se pondría mi alma a su
merced y […] mi cuerpo, transformado en un cuerpo femenino, sería
entregado a los abusos sexuales de la mencionada persona y lue-
go, simplemente se le dejaría tirado, es decir, se le abandonaría a la
descomposición”9. Aquí Schreber se refiere a la sexualidad desde la
más radical pasividad del abuso. No dejemos de tener en cuenta que
en el capítulo 10 se va a referir al “deber religioso de mantener un
pasividad absoluta”. Era un mandato de las voces y está en relación
con el “reposo absoluto” que exige el orden del universo. Sin em-
bargo, ambos son incompatibles con el empuje a la vida. Ese empuje
a la vida, empuje que vive como coercitivo, encuentra su paradójica
referencia, tanto en su condición de peligro como de tope, en la po-
lítica. Resulta de interés que Schreber incluya en ese mismo contex-
to el término político Stimmungsmache, término que, aunque no es
fácil de traducir, en la lengua alemana se refiere inequívocamente
al campo de la política. Por eso la traducción española, “hechura

9
Schreber, Sucesos memorables…, p. 63.

53
de los sentimientos”, es claramente errónea, puesto que el campo
semántico del término es, como digo, el político. El significado de
Stimmungsmache se refiere a la manipulación que se hace de la masa
para producir determinadas emociones o estados de opinión basados
en emociones. Se crea así un estado de ánimo. Stimmungsmache se
podría traducir sencillamente como manipulación, pero para mayor
precisión se podría decir manipulación de las emociones, o, como
el mismo Schreber acota en el párrafo siguiente, Stimmungsfäls-
chungswunder10, el portento de la falsificación de los sentimientos
o de las emociones. Schreber se sitúa, con ese término estrictamente
político, en el campo de lo persecutorio.
La transformación en mujer aparece igualmente en ese campo
de lo persecutorio, formando parte del complot del profesor Flech-
sig. Mucho se ha hablado y escrito sobre este asunto. Hay que verlo
dentro de las relaciones de poder. Por lo que he podido comprobar en
otros sujetos psicóticos, creo que también responde a la gran dificul-
tad de acceso al cuerpo de la mujer y a ese extrañamiento que hace
del propio cuerpo un objeto pasivo de uso y abuso del otro. ¿Cómo
escapar a la marca del sexo de un cuerpo que únicamente ligado a la
trama cósmica adquiere su paradójica corporeidad? En la introduc-
ción escribe Schreber: “Nadie dirá que Dios, como criatura provista
de órganos sexuales humanos, tuvo relaciones sexuales con la mujer
de cuyo vientre nació Jesucristo”. ¿Cómo escapar al radical descon-
cierto de la sexualidad, del deseo corporal que se encarna en un cuer-
po libidinal? Schreber añade esta nota: “Algo similar a la concepción
de Jesucristo por una virgen inmaculada, es decir, una mujer que nun-
ca tuvo relaciones sexuales con un hombre, ha ocurrido en mi propio
cuerpo”. Dios mismo no es cuerpo, es nervio puro. En el delirio de
Julio Fuente veremos que la sexualidad –en concreto, la mujer como
sexo– juega un papel trascendental en la transmisión del saber, pero,
en efecto, más allá del cuerpo libidinal de la mujer. Cuando enfrenta
el cuerpo de la mujer, lo que aparece es el dolor y el sufrimiento sin
consuelo ante el desconcierto del cuerpo del sexo. Como veremos,
podía idolatrar a la mujer, pero su virginidad no estaba exenta de
desesperación y de esa impaciente impotencia que la ahuyentaba. En
el delirio de filiación hay una genealogía, pero su propio lugar de

10
Schreber, Sucesos memorables…, p. 120-123.

54
privilegio en la cadena de transmisión escapa a la contingencia y al
desconcierto de la sexualidad. Este es el “malentendido fundamen-
tal” (ein fundamentales Missverständnis) al que también se refiere
Schreber. ¿Cómo vivir por fuera de la pasión sexual? ¿Cómo vivir
en el seno de un imposible “reposo absoluto”? Es un vivir como si se
estuviera muerto; ni Dios, dice Schreber, puede conocer en realidad
al hombre “como ser vivo”, sólo conoce el cuerpo en cuanto cadáver.
La demanda del otro sin cuerpo es una demanda muerta. ¿Cómo vivir
si el vacío pulsional no tiene otro destino que la nada y el mutismo
radical de la vida? El delirio persecutorio será el intento de vincularse
con la vida a través de la institución de un perseguidor.
Del delirio de filiación al delirio persecutorio, de la teología a la
política. Si la teología levanta el delirio y le da su estatuto moral, la
política es la aparición del daño y la antesala de la definitiva aniqui-
lación en el mutismo melancólico. La política se funda en un delirio
persecutorio compartido en una complicidad con el daño y en la ex-
tensión de la destructividad de los humanos, así confabulados unos
contra otros, unos viviendo de los otros y también contra los otros,
envalentonados con la idea del Bien y la promesa de salvación. Si
bien es cierto que con el delirio de filiación el sujeto busca un lugar
en el mundo, este lugar no tiene el predominio de la confabulación
persecutoria. Es un delirio que liga a una transmisión y, en ese senti-
do, a una pertenencia, pero es una pertenencia en la que la elección
no es excluyente como lo es en el delirio de persecución. Esto lo
muestra muy bien, como vamos a ver, el proceso delirante que Julio
Fuente nos describe. Y esto le da un valor incuestionable, que sitúa
a Julio no sólo en la estela de Schreber, sino que su testimonio es en
su sencillez probablemente la mejor clarificación de cómo se crea y
se arruina un delirio. Se convierte así en un testimonio imprescin-
dible para la clínica de la psicosis y para conocer mejor qué es eso
del hombre, su penuria y su capacidad de destrucción. Quizás por el
momento de su escritura, nos ayuda a arrojar un poco de luz en el
confuso amontonamiento taxonómico: delirio crónico no alucinato-
rio, delirio crónico de evolución sistemática, delirio degenerativo,
delirio polimorfo, delirio de posesión, delirio de influencia, delirio
interpretativo, delirio de reivindicación, delirio de persecución, etc.
Hoy el delirio está en vías de extinción. Parece el enemigo a aba-
tir. Podemos encontrar esbozos deslavazados de delirios persecutorios
sin el aliento del delirio de filiación y siempre con esa agitación in-

55
vasiva de presencias con las que acompañar un estado de confusión
y de perplejidad. El delirio está en entredicho, ya no está visto como
la creación de un sujeto en el extremo abismático de la imposibili-
dad de vivir y del empuje a vivir, esto es, como la palabra que crea
el sujeto para encontrar un orden universal que dé acogimiento a su
extravío. Hoy las palabras están en desuso, han perdido su silencio,
y la psicofarmacología ha convertido el silencio en insensibilidad e
impotencia. ¿Qué sucede cuando el delirio no levanta el vuelo de su
creación? La anestesia es un estado de mortandad. Ni siquiera cabe
sentir el dolor de la exclusión del mundo, al borde mismo de la vida.
Con la rehabilitación anestésica se les aloja en un mundo al que ja-
más pertenecerán. El resultado es esa palabra opaca e insistente que
recorre los dispositivos y las farmacias, los medios de información y
los informes de todo tipo, clínicos, judiciales, sociales, etc., a saber, la
depresión. Ni sabemos bien qué es, pero ya no tenemos otra palabra
para salir del paso, para jugar a entendernos entre nosotros y así no
escuchar más a un sujeto. La depresión no tiene sujeto sino clientes
o usuarios, en suma, consumidores. Sin delirio, la psicosis se mueve
entre el destructivo paso al acto o la definitiva anestesia. Eso tam-
bién nos atañe a nosotros. La creciente insensibilidad ante el dolor
de nuestros semejantes es nuestra propia mortandad, nuestra propia
insensibilidad ante el hecho de vivir convertido en una rutina y en un
temor a perder esa rutina.
Hay una ética del delirio, aquella que hace del sujeto delirante
alguien que guarda su delirio en el pudor de quien busca ante todo no
dañar, aunque sea bajo la forma megalómana de la redención. Pero es
una redención que no es el justificante de quien pregona lo universal
para ignorar al sujeto concreto. No es la promesa redentora del político
que con sus proclamas solemnes únicamente busca localizar un enemi-
go. En el delirio de filiación, el sujeto psicótico aún intenta un orden de
justicia universal, un orden, a pesar de la elección, no excluyente. En
el delirio persecutorio su dimensión política es una intriga para crear la
ficción de una pertenencia excluyente en la que el sujeto psicótico ya
anuncia su ruina. Con la paranoia se inicia la pasión del daño, la gran
conspiración y el gran argumento, la gran mentira política de tomar-
nos por inocentes y autosuficientes mediante la destrucción del otro,
tomado como enemigo. Como nos dice Julio Fuente, ahí comienza el
desastre, la definitiva ruina tanto del delirio como del sujeto del deli-
rio, abocado entonces a la lenta muerte del abismo melancólico.

56
Análisis del delirio
Nos acercamos con cautela a un texto que nos abre las puertas
a una experiencia que, si no es única, sí es, en efecto, una revela-
ción, y una revelación es ante todo lo que nos muestra el otro lado
de la trama, lo que el intento de hacer coincidir realidad y totalidad
representacional ha de excluir. Julio Fuente, un sujeto psicótico, nos
relata su delirio y su fracaso en el mismo instante en que ese fracaso
se produce. Eso le da el valor de testimonio único, puesto que está
escrito justo en ese momento en el que el sujeto ve cómo su delirio
se disuelve como último horror, como el horror que de nuevo le de-
vuelve al abismo de su radical y definitivo alejamiento del mundo.
Su delirio aún perdura, pero ahora ya reducido a la niebla que entre-
vé una angustia sin retorno. El escrito es una despedida del delirio a
sabiendas de que es, a su vez, una despedida de la vida. Una vida sin
delirio es una vida cierta e inane, sin sentido, una vida amorfa que se
disuelve en su propia nulidad corporal.
Nos acercamos, pues, a este escrito de Julio con cierto temor y
cierta vergüenza por adentrarnos en una intimidad que se dirige, sin
embargo, a nosotros en una despedida que denuncia nuestro con-
fort discursivo. Levantamos su secreto con la intención de que sus
palabras sigan dejándose oír en la penumbra de su final, como un
testimonio de vida que perdura después de su muerte, como pequeño
espacio recóndito en el bullicio parlanchín de nuestro oficio.
En el umbral del texto nos reciben estas palabras de Nietzsche:
“Somos, verdaderamente, en muy pocos momentos, la esencia pri-
mordial misma, y sentimos su necesidad y la alegría desenfrenada
de vivir”. Como si con ellas nos advirtiera acerca de lo alejados que
vivimos de la “esencia primordial misma” y puede que no sólo viva-
mos su lejanía sino de su lejanía, de modo que esa misma lejanía nos
permite vivir, aunque a la vez nos impide la “alegría desenfrenada”
que une la vida alterada, la pulsión, con la palabra nueva que brota
de esa alteración y que busca su implantación en el delirio.
La distribución que encabeza los diversos apartados que Julio
establece en el relato de su delirio está tomada de las fases que Klaus
Conrad establece en su libro La esquizofrenia incipiente11. Conrad

11
Klaus Conrad, La esquizofrenia incipiente, Madrid, Fundación Archivos de Neurobiolo-
gía, 1997 (original de 1959).

57
subtitula su texto Ensayo de un análisis gestáltico del delirio. El
análisis gestáltico que propone le sitúa en el campo de la “fenome-
nología comprensiva” de Jaspers y con él reclama “el mismo interés
científico [para] el hombre como sujeto que [para] el hombre como
objeto”12. Separa el análisis gestáltico del análisis existencial, aunque
esto no quiere decir que los haga incompatibles. La diferencia, en su
caso, estaría en el modo de abordar el delirio. Si el análisis existen-
cial pretende agotar todo el sentido del delirio en el entramado bio-
gráfico, el análisis gestáltico toma el delirio como una vivencia que
adquiere una forma y por ende un sentido en su propia construcción
y no fuera de ella, pues “todo lo vivido está configurado (gestaltet) y
el análisis de hechos fenoménicos es siempre un análisis de configu-
raciones (Gestaltungen)”13. Lo interesante de la posición de Conrad
viene de darle al delirio un valor como construcción de sentido, diría
él, pero, sobre todo, porque es una construcción de sentido que, en
efecto, no muestra la trama biográfica del sujeto, pero en la que está
inmerso el sujeto psicótico, el cual en esa construcción se juega la
vida. No puedo vivir sin delirio, dirá Julio. Más allá de lo biográfico,
lo que se pone en juego es su particular desafío por vivir, su particu-
lar querer vivir. El problema del llamado Gestaltsanalyse (análisis
gestáltico) es su pretensión de totalidad, lo que da un protagonismo
excesivo a la “omnicomprensión” del psiquiatra en detrimento del
sujeto a quien dice pretender “comprender”.
En esa propuesta general de análisis del delirio, Conrad divide
el proceso delirante en varias fases: trema, apofanía, consolidación y
“estado residual”. Vamos a ir viendo cómo Julio incorpora esta clasi-
ficación a su particular proceso delirante, que si bien no se ajusta del
todo al corsé clasificatorio de Conrad, le permite establecer un orden
que hace de escansión analítica de su delirio.

a) Trema
Adentrémonos, pues, en esta primera parte a la que titula Trema.
Para Conrad, en el trema el sentido no está construido, predomina
la inquietud y la angustia a la vez que una “alegre animación”14 que

12
Conrad, La esquizofrenia…, p. 22.
13
Conrad, La esquizofrenia…, p. 33.
14
Conrad, La esquizofrenia…, p. 105.

58
anuncia el desencadenamiento del delirio. De hecho, la raíz latina de
trema remite al temblor y al temor, a la “fiebre de las candilejas”,
dirá Julio, o a la “penúltima trasgresión”, ese instante de soledad ex-
trema antes de dirigirse a un público que no es en su caso cómplice
sino juez severo y que pudiera tomar la debilidad de la palabra con
desprecio y burla. Trema, pues, también del instante en el que el
sujeto psicótico está inquieto, a punto de crear un mundo cuyo final
desconoce, como también desconoce su capacidad de dar consisten-
cia a ese mundo que se abre entre las brumas de su radical soledad.
Ese instante tiene fecha precisa (octubre de 1990) y lugar (In-
dia y Nepal): un tiempo “especialmente movido”, dice. Está lejos y
algo comienza a moverse. Sus palabras están atentas, exclusivamen-
te atentas, a ese instante, como si el sujeto, quizá asustado, hubiera
permanecido en el vacío de un enigma que es lo que da a su escritura
el carácter poético que evoca un espacio entre el abismo y la nove-
dad de una experiencia que se inicia y en la que la catástrofe rompe
en “alegría desenfrenada”; alegría sin freno como mostración de lo
vivo que se vislumbra como “claroscuros de sensaciones”. Un sujeto
que nunca había conseguido conectar su sensibilidad con el mundo
de su entorno, un sujeto así de desconcertado y asustado, de pronto,
de modo inesperado y exultante, se ve conectado con el mundo. Su
sensibilidad se pone en movimiento a la búsqueda de un encuentro,
y en ese movimiento hay una inquietud que alienta lo paradójico de
las imágenes (“imágenes contrapuestas”) y de las sensaciones (“cla-
roscuros de sensaciones”). El movimiento es el de una escena en la
que se ve vinculado a los compañeros de viaje. Se sorprende de su
propia “desinhibición” y
familiaridad con aquéllos compañeros de viaje que hasta entonces me
habían resultado ajenos. Recuerdo especialmente una noche pasada en
las arenas del desierto del Rajastán, las confianzas y confidencias que
solo una noche en común despiertan, la fotografía grupal cuando llegó
el frío amanecer, embutidos en las mismas mantas con las que habíamos
pasado la noche, la perfecta adecuación del sentimiento de mi imagen
con la del camellero del desierto, antes de que el revelado lo confirmase.
En esa “noche en las arenas del desierto del Rajastán” se pro-
duce ese encuentro inédito que supone su alegría y su entusiasmo,
encuentro que encarna el “camellero del desierto”. ¿Quién es ese
“camellero del desierto” con el que se produce “esa perfecta ade-

59
cuación” que abre la vida a su posibilidad? Esta es la cuestión: la
posibilidad de vivir. Sabemos que venimos al mundo en una grande
o radical indefensión. ¿Es posible vivir sin recursos para vivir? Ahí
acudimos al otro que nos acoge y nos protege. Esa figura de protec-
ción será la guía, el encuentro con el sueño de la posibilidad de vivir.
Pero no siempre acaece.
Conocemos, por ejemplo, vidas dañadas hasta la extenuación.
Sabemos del trauma en su dimensión más genuina como daño, y
siempre acudimos a la misma exclamación: “no es posible”. De todo
acontecer traumático en el que el daño parece devastar todo rastro
de lo humano decimos: “no es posible”. Sin embargo, sucedió, luego
hemos de concluir que es posible; de modo que lo imposible, aquello
que sobrepasa el espacio de lo humano, es, sin embargo, rasgo de lo
humano. Lo imposible, como rasgo y condición del sujeto, es el ca-
mino del deseo de vivir de un sujeto. Lo imposible como lo contrario
del todo-es-posible en el que queda dañada la posibilidad de vivir,
puesto que todo-es-posible significa que la aniquilación del hombre
a manos de otros hombres es posible; es decir, que es posible no ya
lo imposible sino la destrucción del sujeto, el daño definitivo. Si el
sujeto queda así dañado en su querer vivir es como si la experien-
cia del otro de donde podía venir el acogimiento, la hospitalidad,
careciera de toda esperanza. Vivimos pues en la arista en la que lo
posible y lo imposible se anudan en el anhelo de vivir, en esa encru-
cijada. No otro es el deseo del hombre.
El sujeto psicótico nos desvela de manera nítida, sin tapujos, sin
las trampas de la identidad, el vacío de la pulsión, el agujero que de-
signa la indefensión del humano, la presencia del otro en el seno de
la propia vida pulsional; pero, a la vez, el otro ha sido engullido por
ese vacío, y no se puede entonces recurrir a él. El sujeto psicótico no
sabe qué hacer con ese vacío. El delirio será el intento de construir
unos lazos, una trama que le vincule de manera cierta a los otros. Sé
que no hay que confundir al sujeto psicótico con todo sujeto dañado
en la posibilidad de vivir. Existe el daño en el que se repite una y otra
vez el mismo daño de la posibilidad de vivir sin que quepa hablar
de “psicosis”. Son sujetos violentos o desesperados, fieles al daño
recibido y sin pretender, no obstante, consuelo alguno. En el sujeto
psicótico veo ante todo la angustia del vacío de la pulsión, de esa
experiencia radical de desvalimiento sin que ni siquiera figure como
recuerdo existencial un daño específico. Son testigos de ese vacío de

60
ser de cuyo abismo no pueden escapar más que con el tenaz esfuerzo
del delirio, esfuerzo incansable y, a la postre, inútil.
Es el caso de Julio, que, de pronto, de manera que pareciera
inesperada, ha sentido que la vida se acercaba a su posibilidad. No
es ahora el testigo de la desesperación, como el sujeto dañado que
ha hecho del acontecimiento traumático la razón de una vida vivida
estrictamente en su condición de imposible. No, ahora, al menos en
este momento, Julio siente la cercanía de la posibilidad. Está inquie-
to e hilarante. Su vuelta a Madrid está presidida por esa “inquieta
desinhibición”. No es psicoanalista, es un psiquiatra desorientado
que acude a esa reunión de psicoanalistas lacanianos para encontrar
lo que podría ser el espacio de acogimiento y de vínculo con los
demás, del todo ausente en su vida. Ese encuentro con un grupo de
psicoanalistas lacanianos, que busca un modo de institucionaliza-
ción a partir de varios grupos previos y dispersos, va a significar
para él una posibilidad de vida. Hay un riesgo que percibe de inme-
diato: “Percibí un ambiente de ebullición, zozobra y mal disimulada
emoción, como la tensa espera de un examen en la que se anticipa
el temor de la exclusión”. En ese añadido, “como la tensa espera de
un examen en el que se anticipa el temor de la expulsión”, reside
el hilo de su encuentro y de su entusiasmo. El mundo ha adquirido
la viveza de una compañía, de una “lejana cercanía”, como dice el
poema de Paul Celan; la encrucijada del encuentro donde la posi-
bilidad de la vida se da en el sentimiento común de “zozobra” y de
“temor de la exclusión”. Ese sentimiento común le va a incluir en el
mundo. Pero ahí surge la dificultad. ¿Cómo entrar a formar parte de
ellos? ¿Cómo encontrar una pertenencia que no sea una adhesión,
digamos, ideológica? Aquí se inicia la paradoja de que para alcanzar
esa pertenencia ha de ser, sin embargo, un privilegiado. No es el
afán de poder que él atribuye a esa mujer que llama ambiciosa, es
la búsqueda de una recuperación narcisista que le introduzca en una
filiación. La detención de la catástrofe depende de que consiga esa
filiación. El encuentro que Julio espera, por tanto, es un encuentro
en una similar búsqueda de filiación. Julio ha percibido en el grupo
un afán de filiación, de pertenencia a una estirpe de elegidos. Se trata
de una pertenencia fusional, sin fisura. Con eso conecta. Pero para
ello tiene que encontrar el modo de ser elegido de la única manera
posible: ser el elegido en cuanto destinado a encarnar el secreto de
la filiación.

61
En esa atmósfera propicia, el delirio empieza a levantar el vuelo:
Noté una peculiar alteración perceptiva en el entorno que consistía en
un solemne e ingrávido enlentecimiento de los movimientos de las
personas que me rodeaban, y la sospecha de que, de algún modo, de
mí provenía la fuerza causal de tales movimientos.
Ya sabe que es una “alteración perceptiva”. Lo sabe, al menos,
cuando escribe este texto, pero la sensación de dicha “peculiar alte-
ración perceptiva” ya estaba allí en aquel lejano momento. Así debió
ser, pues, en efecto, ese “enlentecimiento de los movimientos” de
los demás es la vía de inclusión que encuentra hasta el punto de que
añade: “la sospecha de que, de algún modo, de mí provenía la fuerza
causal de tales movimientos”.
Él existe y toma posición precisamente por esa “alteración per-
ceptiva”. Es, sin duda, una percepción cuya causa, en efecto, pone en
él, pero esa posición de causa va más allá: es la causa no solo de la
percepción sino del modo de movimiento, del “enlentecimiento de
los movimientos”. Esto le sitúa como agente bajo el modo de “fuerza
causal”. Se ve incardinado en esa “fuerza”, en un torrente en el que to-
dos están afectados, y esa afectación, que puede ser una “zozobra”, es
también y ante todo una “alegría desenfrenada”, que son las palabras
de Nietzsche con las que inicia su relato y que proviene de sentirse in-
cluido en una filiación que se inicia en ese instante como si el mundo
finalmente comenzara, como si realmente se iniciara en la vida.
No confundamos ese inicio del delirio de filiación con la repeti-
da expresión, por ejemplo, de quien ante una infancia devastada por
el daño no consigue separarse de ella y proclama cada vez “tengo
que empezar de cero”, y cada vez en vano. Porque, en ese caso,
lo que se quiere es borrar lo acaecido, hacer de Dios occamista, el
cual puede hacer que lo que ha sucedido no haya sucedido. ¿Acaso
ignora que en ese borrado es su propio existir lo que queda anulado?
Quizás lo sabe, y por eso se aferra de manera siempre sorprendente
al daño. Lo sabe pero deniega. Es una denegación radical que en el
fondo no es más que un ajuste de cuentas; no tanto querer que una
injusticia sea reparada, sino el hecho mismo de la exigencia deses-
perada de reparación, hasta el punto de que esa constante exigencia
desesperada de reparación será el modo de obturar el vacío pulsional
y de vivir, por tanto, de su propia reclamación. Por un lado, establece
que no todo debe ser posible, pero, sin embargo, el propio sujeto del

62
trauma se hace testimonio de esa injusticia a la que declara extrema
fidelidad. En esa fidelidad se repite el todo-es-posible, ya que tanto
vale el cuidado como la aniquilación del otro al que termina institu-
yendo como objeto único de odio. En suma, puede arruinar en vez
de cuidar, puede aniquilar en vez de salvar. Es más, el daño pasa a
ser la prueba de realidad y lo que pudiera ser del orden del amor ni
siquiera es creíble y no asegura, ni mucho menos salda, la deuda a la
que no se quiere renunciar. Esa realidad desrealiza el resto. Ante la
experiencia o el padecimiento de ese daño, en el que el acogimiento
del otro es radicalmente inexistente, el sujeto queda alterado ante
la experiencia de que todo es posible y que no hay, por tanto, lugar
para la posibilidad de vivir. ¿Cómo introducir la posibilidad? Cada
sujeto tendrá que decidir esa posibilidad en el seno mismo de lo
imposible, del todo es posible. Un daño tan devastador en el que la
experiencia del otro y del mundo es únicamente sádica y destructiva
puede producir tanto un psicópata como un “santo”: alguien que ha
encontrado como opción (y entonces como posibilidad) ocuparse de
la devastación de los demás, introduciendo de esa manera en la vida
la posibilidad de vivir una vida dada como imposible.
No es el caso de Julio. De hecho, conocemos mejor la vida, las
circunstancias de la vida, de quienes padecieron un daño y una ex-
periencia del daño que les excluyó del acogimiento sin el que la vida
del sujeto no sobrepasa su imposibilidad, que las del sujeto psicótico
cuyo daño psíquico es habitualmente más difícil de rastrear en la
descripción fenomenológica de las circunstancias de su vida. No se
engaña o no tiene recursos, si se quiere decir así, para velar el vacío
pulsional. Su experiencia del vacío pulsional es fulminante; no con-
sigue articular, desde ese vacío, un vínculo creativo con el otro. Sa-
bemos que en la experiencia traumática y devastadora lo que aparece
en primer lugar es el daño sádico del otro. No es tanto la experiencia
del vacío pulsional, de la ausencia del otro con el que articular la
vida del deseo y del amor, sino, repito, la experiencia del daño sá-
dico que sitúa al otro y al mundo como un campo de minas que en
cualquier momento puede estallar y arruinar esa vida tan precaria
y tan temerosa, llena de resentimiento o de mera y radical angustia
vivida escuetamente como susto. Son sujetos ante todo aterrados y,
por ello, proclives al odio.
Sin embargo, lo que vemos en primer lugar en el sujeto psicóti-
co es el vacío pulsional, la oscuridad de una subjetividad en la que el

63
otro está diluido en el vacío mismo. Si en la experiencia traumática
del daño del otro lo que está en primer lugar es la deuda de una pro-
tección no recibida o la angustiosa repetición del mismo daño para
resaltar así, en la propia angustia o en la propia reclamación, la im-
posibilidad de vivir, en el sujeto psicótico el vacío pulsional, la expe-
riencia del otro como vacío, empuja a tener que construir un mundo.
No es el “empezar de cero”, es el comienzo del mundo lo que se
pone en marcha. Hay que crear un mundo nuevo. Esa es la tarea
del delirio. De ahí que deba iniciarse como delirio de filiación, una
nueva filiación en la que el sujeto encuentre un lugar en el cosmos.
Para ello, para la filiación, se requiere la certeza de una elección.
Julio ha encontrado un grupo humano en busca de una filiación. Ahí
se produce entonces la entusiasta conexión con ese grupo. Pero el
modo de incluirse en él sólo puede ser por medio de una elección
que le sitúe en una pertenencia activa. Solo por medio de la elección
singular cabe la filiación, digamos, grupal.
Esta dramática paradoja de una elección que le incluya se ve
con claridad en el escrito de Julio. Después de localizar a una pareja
que sintió acogedora, dice “me vi impelido a unirme con ellos”, y
prosigue:
Fue como cuando unas personas, unidas por una secreta afinidad, se
encuentran azarosamente y, en ese momento, al unísono, descubren
maravillosamente sorprendidos, que una fuerza secreta, una suave bri-
sa, los empujó allá. Un aura, un soplo divino nos rodeaba y nos ador-
naba con la gracia de los elegidos. Una nube de etérea luz nos aislaba
del mundo de las utilitarias Anas.
Hay una “secreta afinidad” que es la filiación, y esa filiación es
la “gracia de los elegidos”. Pero –lo subraya– no es la elección de
las “utilitarias Anas” (en referencia a una mujer que considera am-
biciosa). Es una elección que no tiene que ver con la ambición de
poder, es un espacio “feérico, bucólico” con el que se inicia el nuevo
mundo. No es una lucha por el poder, sino el secreto y la gracia de
los elegidos, no de los poderosos.
¿Qué relación hay entre filiación y elección? No se debe incluir
el delirio de filiación en el ámbito de la lucha por el poder. El delirio
de filiación es siempre anterior al delirio persecutorio. Son momen-
tos distintos. Lo vamos a ir viendo a lo largo del texto. Por de pronto,
sabemos que el delirio de filiación es más cercano a la religión, de

64
la misma forma que el delirio persecutorio es más cercano a la po-
lítica. La religión que fuere nos muestra cómo no se da la filiación
sin la elección. El sujeto psicótico es un teólogo sin religión, escribí
en alguna ocasión, queriendo decir con ello que ha de inventar su
religión, que no se adhiere a una filiación sino que ha de crear esa
filiación de la que, de manera enigmática, carece15. ¿Cómo se puede
provenir de una no filiación? Este es el enigma. El sujeto psicótico
no habla como si tuviese un vínculo de filiación, no sabe en verdad
de dónde viene, ha de inventarse, pues, una filiación, una familia y
un mundo.
En el caso de Julio vemos que la conexión con este grupo de
afiliados en “ebullición” y con “temor a la exclusión” le permite la
construcción de su particular delirio. Estamos en su inicio. ¿Cómo
continúa? A la semana siguiente hay de nuevo una reunión del grupo
psicoanalítico que se autodenomina Campo Freudiano. Asiste a la
presentación de un caso clínico donde dice ver “cierto exceso in-
terpretativo en la cura” que atribuye a la bisoñez del psicoanalista.
Aquí aparece algo que se va a repetir en otros momentos similares.
Me refiero a su alineamiento del lado del paciente. Dice sentir “en lo
psíquico”–lo subraya– “una sensación similar” a la que tuvo el pa-
ciente referido cuando de niño “le instilaban unas gotas de un líquido
hirviente en los oídos descarnados y sangrantes”. “En lo psíquico”
dice tener esa sensación y a través de su sensibilidad es como dicha
“sensación se comunicaba a la sala”, al público de psicoanalistas.
Se va a repetir –decía– esa función mediadora entre el paciente y el
profesional psi que fuere. Es una mediación que es el modo de hacer
oír a la “sala” el dolor de aquel de quien se habla y que “el exceso
interpretativo” o la mirada del experto ignoran. Acude así al lado del
desvalido y ese acudir es una mediación porque de ese modo llega a
los oyentes. El efecto es el siguiente: Se despertó un movimiento de
dolor y reprobación general por la impericia principiante del analis-
ta-ponente, catalizado por mi poder de médium del inconsciente del
paciente. Así se coloca en el torrente de la transmisión, mediante ese
“movimiento de dolor”. Sabe que esa sensibilidad es una sensibili-
dad dolorida, hecha de carne sensitiva y desconcertada. La transmi-

15
También cabría decir que la invención de la religión por parte del sujeto psicótico va en
consonancia con su obligada posición anticapitalista frente a un sistema que consiguió una nueva
figura de la totalidad, la mercancía, de la que él está radicalmente excluido.

65
sión es el hilo de la filiación. Se están trabando los restos y “piezas
de un rompecabezas que se armaría en un instante fulgurante”. Nos
anuncia aquí cómo se va a ir armando ese rompecabezas del delirio
de filiación. De entrada nos adelanta dos fragmentos o restos que van
a ir ordenando el puzle. Un amigo psicoanalista que está en el grupo
le enseña la foto “de su hijo recién nacido y que yo interpretaría más
tarde como una alusión a mi condición de heredero de la cábala psi-
coanalítica”. Así pues, un primer resto o material de la construcción
del delirio es esa introducción de una filiación real: el nacimiento del
hijo de su amigo. Ese punto, como antes con el paciente, es promesa
o anuncio, como el de Juan Bautista, del lugar de “príncipe herede-
ro” que él va a ocupar. El otro elemento o componente con el que se
trama el delirio de filiación es el mantra, el dicho de una mujer que
lo enuncia así: “no hay Otro del Otro”. Así lo califica: “Mensaje de
ultratumba, ensalmo que me permitirá escapar de la muerte del la-
berinto”. Este mensaje o ensalmo adquiere una enorme importancia
en el empuje del delirio. Lo enuncia una mujer, esta nueva Ariadna
que le saca de “la muerte del laberinto”. Es el hilo que permitió a
Teseo salir del laberinto sin salida de su radical desamparo. Digamos
que con este mensaje o ensalmo su delirio inicia el vuelo, despega
de la tierra y de la parálisis del laberinto. El laberinto es la figura de
un delirio que aún no ha conseguido ordenarse y así librarse de la
angustia.
Esta primera parte termina con dos anotaciones. En la primera
alude al ataque de ira con su familia. Ahora su familia ya es “re-
chazable”, no es digna de su aprecio, puesto que ha encontrado una
nueva familia de elegidos que va a conformar su delirio de filiación.
La otra anotación se refiere al desencuentro con lo que pode-
mos llamar la mujer del deseo y del amor, en contraste con la mujer
anterior. Pero, justamente, la mujer real del amor es la que va a ir
horadando el delirio y marcando su fracaso. Ya lo anuncia aquí. Dice
que después de experimentar
en la pista de baile la expansión fácil de unos movimientos y el reflujo
vibratorio con que unas danzantes lo recogían delicadamente y me
lo envolvían, aparecen dos muchachas que se escurren en la sombra:
Intenté alcanzarlas, pero fue inútil: desaparecieron como espectros. La
danza y su ensoñación aérea habían dejado paso a la noche poblada de
fantasmas y presagios.

66
Entramos, pues, en ese universo de espectros en el que va a
construir su delirio y donde también va a acontecer el fracaso del
mismo. ¿Cómo va a conectar transmisión, elección y sexualidad?
¿Cómo va a iniciarse en la religión de los misterios?

b) Apofanía
La segunda parte aparece, siguiendo a Conrad, bajo el epígrafe de
apofanía. Parece una condensación de faneo, mostración, aparecer, y
apo, que es un prefijo aumentativo. “La gran aparición”, podríamos
decir. Si hablábamos de iniciación en la primera parte, ahora entra-
mos en el espacio central del delirio. Julio nos va mostrando cómo se
construye un delirio y también cómo fracasa, cómo el entusiasmo del
encuentro se salda con la vuelta a la mayor soledad. Este es el destino
del delirio: la lucha contra un aislamiento y una soledad que se sal-
da al final con mayor aislamiento y mayor soledad. Y, sin embargo,
¿deberíamos seguir orientando nuestro proceder hacia la eliminación
del delirio? Hay que saber que esa obstinación en eliminar el delirio
va a la par de la destrucción del sujeto; es así, no hay que engañarse.
El problema de la “psiquiatrización” del sujeto psicótico responde al
empeño de la destrucción del delirio sin apercibirse de que eso supo-
ne la destrucción del sujeto. A esa operación el neurocientífico Jaak
Panksepp la califica de “leucotomía química”. Julio, por su parte, va
a hablar de “los destrozos de los psicofármacos”.
Así pues, no podemos dejar de confrontarnos cada vez con la te-
naz tarea de construcción del delirio y el advenimiento de su fracaso,
porque esa es la tarea esencial de la vida del sujeto psicótico. La tarea
por nuestra parte puede tener efecto a la hora de pensar y afrontar
su fracaso. El propio sujeto psicótico que nos enseña sobre ello pue-
de también –como nosotros que le acompañamos– aprender de ello,
aprender a confrontarse desde nuestra contingencia con el corazón del
asunto: la imposibilidad de vivir y, por tanto, el desprendimiento de la
impostura religiosa y política, con lo que ese desprendimiento supone
de soledad para cada uno de nosotros. Pero también sabemos que esa
soledad es la condición del amor y de la cercanía silenciosa del otro.
Entre el delirio y la melancolía se podría decir que se juega la vida del
sujeto; en suma, entre la posibilidad y la imposibilidad de vivir.
El delirio de filiación es, por tanto, el punto culminante de la
confrontación del sujeto psicótico con la posibilidad. Para ello ha

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de encontrar el hilo entre paternidad, transmisión, elección y sexua-
lidad. El delirio de filiación se suele referir al padre. Así se da en la
religión, sobre todo en la más propiamente delirante, la religión mo-
noteísta. No suele aparecer la madre sino el padre. La madre, figura
de la transmisión del deseo de vivir o de la vida más ligada tanto a la
pulsión como al trauma, está del todo desdibujada, como si estuviera
confundida en el sujeto psicótico con el propio vacío pulsional, con
una vida no transmitida y, por tanto, inerte, insensible o del todo
indiferente. La madre es, pues, una figura paradójicamente vacía de
vida. Ha de buscar por tanto la línea de filiación del lado del padre.
Una transmisión que dé o se muestre en el saber o en el particular
designio de la elección. Es como si la elección supusiera no sé si una
falta de transmisión materna; en todo caso, la transmisión aparece
del lado del padre. La mujer es, ante todo, hija, no madre. Por eso,
la elección es la clave de la filiación, pues en el delirio se es hijo por
ser el secreto de una elección del padre. Es un padre que tiene un
designio de iniciación, o de saber, o de ambas cosas. Para Julio, el
ensamblaje entre paternidad, transmisión y elección tiene la maes-
tría de vincular la transmisión del saber a la sexualidad.
Dije en algún lugar que el sujeto psicótico es un experto en la
pulsión, es agudo testimonio de la incomunicación humana y del
desierto de la palabra. Encarna, pues, de modo contundente lo que es
el vacío pulsional. La presencia del otro en el corazón de la pulsión
supone el extravío radical del sujeto humano: viene a la vida sin sa-
ber vivir. El sujeto es aquel que no sabe ni qué es vivir ni cómo vivir.
En el corazón de su condición de viviente está el dirigirse al otro
para que su querer vivir se acompañe de saber vivir. Demanda siem-
pre destinada a su falta de respuesta que, a través del acogimiento,
se convierte en una promesa de protección, de amor y también de
saber. En toda demanda de amor anida una demanda de saber, de
saber qué es vivir y cómo es eso de vivir. Amor y saber se juntan en
esa común búsqueda de cómo encontrar la vida, que es lo mismo que
cómo encontrarse con los demás. Aun el más empírico investigador
de laboratorio está indagando qué es eso de vivir y, en suma, qué es
saber vivir. En la sexualidad misma, como Julio señala con lucidez
y acierto, está lo mistérico, la “iniciación erótica”, a la que con tanta
frecuencia se refiere, como si fuera el corazón del enigma. Cómo
encontrar el secreto del saber y de la transmisión tiene que ver con
el sexo, ese secreto o enigma de la vida, esa “herida secreta”, como

68
la llama Lucrecio, que mantiene abierto el enigma de lo humano, lo
más irreductible al saber y lo que alienta, sin embargo, todo deseo
de saber.
Este es el fundamento y el secreto del delirio de filiación: ¿cómo
incluirse en el saber y en el sexo?, o sea, ¿cómo formar parte de la
vida y de su gran enigma: el sexo? He aquí la revelación que anhela.
Esta segunda parte comienza de esta manera:
Al día siguiente se hizo la luz. Estaba en mi casa leyendo una nota de
Alain Miller sobre la fusión (acoplamiento) de los diversos grupos
lacanianos españoles en el germen de una Escuela Europea de Psi-
coanálisis. Alain Miller es el sucesor oficial y yerno de Lacan casado
con la única hija de éste, Judith, que, como es propio de las casadas
francesas, lleva el apellido de aquél.

Aquí aparecen todos los elementos: Lacan-padre, su hija, su


yerno y el saber a transmitir que tiene valor de filiación. ¿Cómo se
incluye él mismo en ese delirio que vemos alzarse en su relato? Lo
hace de entrada: “Tenía especial conciencia de la importancia que
todo aquello tenía para mí, y más curiosamente, de la importancia
que yo tenía para ellos”. Se incluye, pues, de entrada, a la vez que
el delirio adquiere mayor consistencia al extenderse a la figura del
padre-fundador, al propio Freud:
En un momento determinado de la lectura, aquel parentesco (padre-hi-
ja-yerno), junto con el establecido por asociación entre Freud y su
hija Anna y, en general, todo el texto, breve y conciso, de Miller, se
removieron, se salieron de sus goznes y se pusieron por sí mismos
en movimiento como si una figura inanimada (geométrica, frase, re-
presentación, etc.) cobrase de pronto vida y movimiento. Y todo ello
coaguló, en el mismo instante en que surgió, en una certeza.

Ese desquiciamiento es una puerta en movimiento, los compo-


nentes del delirio que concluyen en una certeza, la certeza definitiva
de esa imbricación de una línea sucesoria y de transmisión en la que
él se incluye. Los “próceres del psicoanálisis” o los “padres funda-
dores” son dos: Freud y Lacan. No creo que esto se deba únicamente
a que así lo establece la escuela lacaniana. Creo que Julio no podría
poner entre dichos próceres o padres fundadores, por ejemplo, a Me-
lanie Klein, por el mero hecho de que era una mujer y la mujer tiene

69
un lugar preciso en su delirio: es la hija que por la vía del incesto se
hace receptora del saber a transmitir “a través del comercio sexual”,
y de ese modo guarda el “secreto” de su origen. Pero, para Julio, esa
mujer no es la madre. La madre es la ausencia de vida. La mujer de la
vida es la de la iniciación sexual, y ésta está fuera del espacio mater-
no; más bien es una hija, la hija del padre fundador, cuya iniciación
sexual puede vincular a Julio con la transmisión del saber definitivo
de la vida. El incesto que vislumbra es el de la hermana que forma
parte de la transmisión paterna; no es el incesto con la madre, sino en
todo caso con la hermana. Solo ellas, las hijas, y los que participan
del “comercio sexual”, son los elegidos que están en el “secreto” de
la transmisión. La iniciación en el saber y la iniciación sexual van,
como vemos, juntas. Esa juntura muestra el carácter libidinal del sa-
ber, que, de ese modo, produce la pertenencia originaria y la euforia
de la elección, de su inclusión, en suma, en la vida.
El problema, por tanto, con el que se encuentra Julio en la ta-
rea de construcción del delirio es la sexualidad. La siente formando
parte ya desde el “momento de su solitaria inspiración”. Por el mero
hecho de conocer el secreto de la transmisión del saber psicoanalíti-
co ya está entre los elegidos. “Me había puesto en contacto directo
con los fundadores del psicoanálisis”. ¿Cómo incluirse entonces en
la iniciación sexual? Dice:
Pero, como sucesor, carecía de aquella experiencia sexual que, en
ellos, fue iniciática y creadora. ¿Tal vez aquella vivencia que estaba
sintiendo era, de algún modo, sexual? ¿O, quizá mediante ella mis-
ma, me estaba haciendo acreedor del privilegio, o mejor dicho, de la
obligación, –pues se trataría de experiencias iniciáticas y azarosas– de
desarrollarlas?
Aquí asume el peligro que conlleva afrontar la contradicción que
está en el corazón de su delirio. ¿Cómo podría él mismo ser intro-
ducido en la iniciación sexual, si esa iniciación es requisito esencial
para entrar en el secreto de los elegidos, de los elegidos en cuanto
iniciados? ¿No tiene esa contradicción el riesgo de arruinar su edi-
ficio delirante? Esta cuestión va a estar todo el tiempo colocando su
delirio al borde de su ruina. Se propone buscar entre las “lacanianas”
a las “mujeres asequibles para aquellos experimentos sexuales”. En-
tre comillas pone lo de experimentos sexuales probablemente porque
sabe de la fragilidad de esta pieza o componente tan fundamental

70
de su construcción delirante. Si se arruina el axioma de la elección,
la certeza que sustituye a la nula creencia, como ya expliqué en El
melancólico y el creyente, la certeza de la filiación, descubrirá su
mentira. La filiación es, en verdad, una mentira en cuanto se le quiere
dar el lugar de lo excepcional o único. Por eso siempre está obligada
a ser confirmada, a darse consistencia con el delirio colectivo que
fuere, siempre de raíz religiosa o sectaria. La secta que fuere es lo que
da a la filiación la consistencia que falta en su origen.
Pero Julio, como todo sujeto psicótico, no puede sostenerse en
el bullicioso orden colectivo. Por esa razón, la menor grieta en su
edificio le asusta, así que, a renglón seguido, inicia un nuevo párrafo
con esta afirmación: “En aquel momento se abrió la grieta de la duda
en el edificio, hasta entonces pétreo, de la certeza”. Julio no admi-
te distancia alguna entre la máscara y la impostura. Para él ambas
coinciden por completo. No puede engañarse. Lo sabe. Por esa razón
no puede ejercer su oficio de psiquiatra, para él o en él enteramente
coincidente con la impostura. No encuentra complicidad en la que
aliviarse. Está solo. La duda le ha surgido en esa grieta que le separa
de manera abismática de la mujer sexuada. Ese abismo le arruina el
axioma, la piedra angular de su edificio, que es la certeza de su elec-
ción. Sin esa certeza todo es una farsa:
¿Y si no fuera yo el elegido, sino que lo fuera alguna de mis compañe-
ras sexuales pasadas, y las especiales vivencias que sentía en aquellos
momentos no me fueran propiamente debidas, sino que constituyeran
ecos lejanos, reflejos de los tributados a Ella, la elegida?.

En el terreno de su iniciación sexual le falla la certeza de ser el


elegido, ante todo porque esa iniciación sexual está al servicio, como
piedra angular, de su delirio de filiación. ¿Por qué –se pregunta– no
sería ella la elegida en vez de él? Una vez cuestionado el axioma de
elección, se abre la brecha de lo que Wittgenstein llamaría la deriva
del metalenguaje: una lengua para dar cuenta de otra y así hasta el
infinito. Se abre la brecha de que, entonces, localizar al elegido no es
un axioma que haga límite como posibilidad de la propia construc-
ción del delirio. Ya no hay límite sino deriva hasta el infinito. Así,
pues, continúa:
¿Y si, además, ella no fuera en realidad la elegida, sino que lo fuera
cualquiera de las personas con las que a lo largo de su vida hubiera

71
mantenido algún tipo de relación sexual, y éstos, a su vez, no fueran
sino meros puntos de confluencia, simples nudos en aquella red de in-
flujos nerviosos y sexuales que amenazaban con extenderse hasta el
infinito?

Esa “deriva hacia la infinitización”, como la llama el propio Ju-


lio unas líneas más adelante, es el horror al que se refería y del que
hablaba Schreber como “empuje a pensar”, como coerción a pensar.
El no poder dejar de pensar todo el tiempo, de día y de noche, sin
encontrar un tope, sin poder detenerse, como sí conseguía la maes-
tría de Robert Walser con los detalles de lo percibido. Esa “infini-
tización” es aterradora y expresa el fracaso del delirio, su fracaso
radical, pues estaba destinado a construir un mundo y termina en un
empuje infinito a ninguna parte.
¿Conseguirá Julio cerrar esa fuga, esa quiebra de su delirio?
Ha de encontrar para ello un límite y lo encuentra en lo que llamó
el “ensalmo”, ese axioma wittgensteiniano-lacaniano que de nuevo
esta mujer, esta Ariadna que cumple la función de mediación entre
él y el lugar de elegido en la transmisión de saber fundador, enuncia:
“no hay Otro del Otro”:
Recordé entonces las palabras de G, que me parecieron premonitorias
de la horrible prueba que estaba pasando, y con ellas, la recomenda-
ción de que no me dejara apresar por el peligroso simulacro del “Otro
del Otro”, ese espectro que nos hace confundir el pensamiento y lo
entrega al infinito de la estéril repetición.

Esta mujer le había advertido con su dicho-mantra del peligro


de la deriva hacia la infinitización, y ella es la que le va a salvar de
esa deriva gracias a aquel “sortilegio” de “no hay Otro del Otro”.
Su euforia renace y es como el héroe clásico, sea Hércules o Teseo
o Jasón, que sale fortalecido de la prueba como nueva señal de la
certeza de su elección:
Salí poco a poco del laberinto gracias a aquel sortilegio. Y lo hice con
la convicción del héroe que sale triunfante de una mortal prueba de
iniciación. Estaba convencido, definitivamente, de ser el sucesor de
Lacan y disponía de un extraordinario poder mental por el que atisba-
ba la realidad de ese “resto”, ese “falo perdido de Osiris embalsama-
do”, metaforizado en aquel momento por el sari perdido de C.

72
Ha pasado la prueba de iniciación y, con la certeza renovada, se
afirma como el “sucesor de Lacan”, y en este instante, movido por
su certeza, se toma el atrevimiento de retomar el fracaso previo de
su encuentro con C para hacerlo girar sobre el simbolismo fálico del
sari que quiso entregarle, para hacer el intento definitivo de incorpo-
rar al delirio a esa mujer, C, la mujer que había significado en su vida
la aparición del deseo y el amor. Así pues, su delirio parece haber
dado un giro fundamental hacia su consolidación:
Di por hecha mi unión con C. La fui pregonando y vociferando por los
lugares que ella solía frecuentar y que en otro tiempo fueron el marco
de mis titubeos y vacilaciones de un voyeurismo avergonzado, ante la
ajena mirada que súbitamente lo sorprende.

Y, sin embargo, en la misma consecución ha de incluir a C en


el espacio de su elección amorosa y erótica. Ahí, en esa misma con-
quista, él sabe a la vez que está el mayor riesgo. La lejanía de aquello
de lo que necesita apropiarse. Lo intenta proclamando a los cuatro
vientos su unión, sus esponsales completamente imaginarios con C,
pero, a su vez, habla de otras mujeres:
El recuerdo de las cotidianas caídas en un escenario de humillación y
vergüenza y el presente de un triunfo inenarrable convergieron en un
comportamiento irascible y pendenciero que estuvo a punto de ocasio-
nar mi linchamiento en la discoteca Copacabana.

La humillación y la vergüenza serán los sentimientos más agu-


dos que permanecerán en la memoria de Julio a lo largo de su vida
y siempre tienen que ver fundamentalmente con su exclusión de la
vida sexual, con la exclusión que sufre por parte de las mujeres. Así
pues, si C es un componente esencial para sostener su axioma de
elección, su delirio en suma, es quizá por ello mismo lo que puede
arruinar su construcción. De hecho, va a acercarnos al primer paso
al acto de su relato. Dicho escenario de humillación y vergüenza a
la vez que la exaltación por el “carácter indeleble de sus esponsales”
“convergieron en un comportamiento irascible y pendenciero que
estuvo a punto de ocasionar mi linchamiento en la discoteca Copaca-
bana”. En efecto, “se trataba de vulnerar los límites”. El propio paso
al acto que pretende afianzar un lugar de euforia y megalomanía
será, a la vez, lo que rompa los límites y anegue lo cultivado, con-

73
virtiendo su certeza delirante en un progresivo destrozo de cualquier
posibilidad. Primero está el exponerse al linchamiento en esa disco-
teca y luego está la verdadera orientación de ese paso al acto que no
es otro que la casa de C. Rompe la lejanía especial que guardaba la
“intimidad infranqueable”, primero de las muchachas de Copacaba-
na y ahora de la propia casa de C:
El sancta sanctorum de ese encuentro deseado, lo constituía el portal
de su casa, tantas veces observado desde la ventana de mi habitación,
o la puerta de su piso, conjeturado de mil formas diferentes entre las
decenas posibles, tras la que se abría su fraterna morada, soñada en
escenarios florales que se diluían blandamente en celajes de tul y ga-
sas. Aquella loca noche del Copacabana acabó en un intento fallido de
penetrar en su casa.
El mismo que ha construido una trama de inclusión en el mun-
do y en los inicios del saber a través de la iniciación sexual va a
destrozar esa posibilidad. Se podría decir que ese es el drama del
delirio: por un lado anhela la luz de la creación y por el otro abre las
puertas de las tinieblas, de la condena de toda posibilidad. El delirio
nos hace ver así que el todo es posible arruina toda posibilidad. El
todo es posible del delirio, en este caso, es lo que expresa su certeza
somática; el delirio es una creación ex nihilo tan atrevida como por-
tentosa pero, a la vez, ese todo es posible del delirio es su condena
a muerte, pues, si todo es posible, cualquier posibilidad concreta
(de vivir) está desprestigiada por la propia contingencia. El sujeto
delirante anhela y busca la certeza que le hace enemigo de la contin-
gencia. Frente a la quiebra pulsional de lo necesario (digamos de la
vida regulada por el instinto), el sujeto delirante quiere recuperar lo
necesario con la certeza que le lleve al megalómano todo es posible.
Si todo es posible –se dice– yo soy el creador del mundo. De esa
manera se da un mundo –digamos– a su medida. Justamente así se
excluye del mundo, de la contingencia del mundo, de la existencia
del otro y de la posibilidad del amor. Es un sujeto dañado en cuanto
sujeto. De ese daño convertido en exhibición de su poder maníaco
hará que sea un daño a los demás. C, por ejemplo, huye asustada de
todo encuentro posible con Julio, y éste se precipita ahora a con-
ducir su paso al acto hacia el ámbito profesional. Ya no le queda
para sostener el delirio más que la megalomanía, lo que es un falso
sostén o el sostén que a su vez destruye su delirio de filiación. La

74
megalomanía, si se ve debilitado el delirio de filiación, deriva hacia
el paso al acto y se recompondrá luego como delirio persecutorio. La
megalomanía, en su expresión más directamente maníaca, proviene
de la fractura de los límites de la que habla Julio y es, por tanto, una
actividad pulsional que se mueve entre la privación y lo alucinatorio.
Lo podemos ver en el episodio que viene a continuación. Se
refiere a su trabajo profesional:
En el salón de actos se celebraba una conferencia a cargo de JD, el
atrabiliario epidemiólogo de Sanidad. Deseando poner a prueba mis
nuevos poderes mentales derivados del conocimiento del “resto”, me
coloqué pegado a la puerta intentando modular, desde fuera, mediante
el grado de concentración psíquica, la intensidad y frecuencia del flujo
verbal de JR, así como las sucesivas intermitencias en el encendido y
apagado de las luces de la sala que señalaban las presentaciones de
transparencias. Posiblemente, el júbilo que me produjo la impresión
de coincidencia de mis pensamientos con los hechos y la concien-
cia de poseer capacidades telepáticas y telequinéticas, me animara a
acompañar mi “concentrado de pensamientos” con vociferaciones y
gritos, o bien éstos estuvieron presentes desde el principio en una emi-
sión involuntaria e ignorada.

Él está allí “pegado a la puerta”, en una posición pasiva que, si


miramos su estado de excitación, debía ser del todo insoportable, por
lo que busca de inmediato recuperar la posición activa mediante esa
mezcla alucinatoria entre el flujo verbal del conferenciante y el flujo
eléctrico de la sala que le produce el júbilo de verse en posesión de
capacidades telepáticas y telequinéticas que le llevan al paso al acto
de las “vociferaciones y gritos”.
Esta mezcla de megalomanía, más o menos alucinatoria, y de
pasos al acto va a ser ya un punto de no retorno en su camino, que
ya se anuncia imparable, a la melancolía, a la experiencia radical
de la imposibilidad de vivir. Pero es un camino de empecinamiento
e interrogantes, de un empeño por vivir y una reiterada vuelta a su
imposibilidad.
Por de pronto, el episodio referido termina, como era de esperar,
en un ingreso psiquiátrico. Es su primera experiencia como pacien-
te psiquiátrico. Allí se encuentra con otros pacientes extraviados y
tristes a los que asocia con su primer encuentro con aquellos psicoa-

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nalistas en busca de filiación. Y ahí encontrará, por tanto, el resorte
para el renacer del delirio. Dice:
El movimiento que describían era similar al percibido, al principio,
con los compañeros del Campo Freudiano, pero la tristeza del momen-
to le otorgaba un carácter de oscuro, casi clandestino, reconocimiento;
vagamente, involuntariamente, reconocían en mí a aquel que en el
futuro les podría aliviar de todos sus males y que, provisionalmente,
compartía con ellos su tormento.

Estos seres tristes y desgraciados serán su nuevo campo de cul-


tivo del delirio. El delirio gira para acentuar de manera más especí-
fica el carácter salvífico. Está la elección, pues él es el destinado a
“aliviar los males”, o salvarles del tormento que compartía, como
Cristo en la cruz, con ellos. De este modo, vemos cómo el delirio
de filiación ya no se juega estrictamente en la transmisión sino en la
salvación, lo que introduce esta dimensión del poder, de lucha con
el poder que va a ir adquiriendo cada vez mayor protagonismo. Pero
aún está la vertiente religiosa del delirio de filiación, aunque ya liga-
da a lo persecutorio: “El carácter casi religioso, de Hijo perseguido,
de esta fase del delirio quedó cumplido al despertarme a la mañana
siguiente y verme sujeto con unos correajes a la cruz de la cama”.
La expresión “hijo perseguido” es elocuente. Es el Hijo (lo escribe
con mayúsculas) del delirio de filiación, pero también el perseguido.
Verse “sujeto con unos correajes a la cruz de la cama” le da valor
para, al día siguiente, escapar de su encierro aprovechando su con-
dición de médico.
Se encuentra ahora en la encrucijada de cómo reconstruir su de-
lirio. Si quiere mantenerlo, o recuperarlo, como delirio de filiación,
tendrá ya que incluir lo persecutorio. Así lo hace: “Los sentimientos
persecutorios que se habían desencadenado con el efímero ingreso
se fueron diluyendo y no reaparecieron, con otras y más dramáti-
cas formas, hasta más tarde”. Utiliza el término “diluyendo”. Por un
lado, avanza en esa dirección del delirio persecutorio, pero, por otro,
este delirio aún admite su disolución para así recuperar su delirio
originario de filiación:
Mi mente seguía ocupada en la parte nuclear del delirio: ser el conti-
nuador de Lacan, “tapado” de Alain Miller y futuro líder de la Escuela
Europea de Psicoanálisis. Me imaginaba asistiendo a todos los con-

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gresos imaginables o retirado en una casa de campo en los Pirineos,
donde una legión de amanuenses recogerían y redactarían mis más le-
ves reflexiones. La parte más importante de éstas estaba latente en mi
mente; solo era cuestión de hacerlas fluir en una especie de revelada
asociación libre.

Ahora vuelve pues a encontrarse con el elegido de una línea de


filiación y de transmisión iniciática del saber. Para ello decide acudir
a la tierra de promisión, al sancta sanctorum del psicoanálisis laca-
niano. Viaja a Paris para iniciarse en el torrente filial de la transmi-
sión. Una vez allí, ni siquiera acude a Vincennes, donde, en efecto,
los lacanianos habían creado una cátedra de psicoanálisis. Simple-
mente, deambula por el lugar sagrado “fascinado por la belleza de la
misión y la apariencia”:
Me sentía en un estado de bienestar e hipersensibilidad que era algo
así como el esqueleto descarnado e incontaminado de mi fondo psí-
quico y me hacía degustar con especial delectación todos los estímu-
los que la Ciudad de la Luz ofrecía a mis sentidos: la multiplicada mo-
numentalidad de sus avenidas en la noche desierta, las ocultas joyas en
los rincones más angostos de sus museos, las flexibles francesitas de
equívoca mirada en un club de jazz de Saint-Germain.

Es como si supiera que su modo de iniciarse era a través del


espacio físico que reúne en una especie de presencia espiritual los
símbolos de la filiación. La Ciudad de la Luz “ilumina” su presencia
física y la vincula al espacio de filiación: el elegido para protagoni-
zar el saber recibido y transmitirlo al resto del mundo. Ese lugar me-
siánico es, como tal, el nuevo portal de Belén ante el que se postra el
resto de los mortales. Pero de nuevo se confronta al dilema de cómo
continuar y esa continuidad ha de tener el carácter concreto y físico
de la mujer sexuada, en suma de C. Por eso concluye esta parte así:
“El viaje constituyó un lenitivo para mis nervios sobreexcitados y el
regreso, el preludio de una nueva y radical descomposición”.
Se ha, pues, de confrontar con C. De entrada, toma su enfado, el
enfado ya relatado de C, como “pasajero” e incluso “algo simulado”.
He aquí de nuevo la certeza: “C era mi mujer con la misma certeza
con la que yo era el sucesor de Lacan”. Este es el corazón del asunto,
el punto de unión entre elección e iniciación sexual, entre saber y
cuerpo. El vínculo libidinal que le permita vivir:

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Ambas cosas se me habían revelado en el mismo momento, y a ella, así
como a su hermana L, debía esa iniciación erótica que fue también la de
mis predecesores: una presión insoportable de la sensibilidad que empu-
ja al húmedo túnel tras el que se halla la luz del verdadero conocimiento.

El saber que Julio pone en juego no es la astucia de la razón


hegeliana que hace converger todo acaecer en una maniobra de la
razón para conseguir sus supuestos fines autónomos, ni tampoco el
principio leibniziano de inteligibilidad que exige al sujeto el someti-
miento a una pertenencia universal de la que forma parte como fútil
contingencia. No es así. Julio establece que el saber es deseo de vivir
y que vivir es dar al cuerpo la dimensión sagrada de Eros. No admite
las trampas del universal. El saber pasa por la secreta intimidad del
cuerpo, y, de ese saber es del que algunos sujetos psicóticos dicen
sentirse persecutoriamente excluidos y que Julio afronta como elec-
ción y, por tanto, como inclusión privilegiada de sí mismo a través de
un mesianismo cuya clave secreta tiene el cuerpo de la mujer, “ese
húmedo túnel tras el que se halla la luz del verdadero conocimiento”.
Sin ese cuerpo vivo está perdido, sin ese cuerpo su delirio se marchita
como una flor expuesta a la sequedad del desierto. De ahí que, ante
el fracaso rotundo de su intento de acceder a C, dice sentir un “agudo
dolor como producido por un filo estilete, exteriorización de un nú-
cleo melancólico tan antiguo como la piedra que arrancó de cuajo la
parte más florida del delirio”.
Habla de la “exteriorización de un núcleo melancólico antiguo”.
Sabemos que Julio escribe este texto ya desde la derrota del delirio, y
sabemos, por tanto, que ese fracaso revela la verdad de su estrategia:
esconder ese “núcleo melancólico tan antiguo como la piedra”. La
metáfora ya no es la “flor”, las “muchachas floridas”, lo que él llama
con precisión “la parte más florida del delirio”. La metáfora ahora es
la piedra, ese resto inerte de una actividad convertida en pasividad
definitiva: la muerte. Si la flor es el renacer de la ebullición de la vida,
la piedra es el resto inerte de una actividad vital ya periclitada. No hay
modo de hacer revivir a una piedra. La melancolía es, como la piedra,
estanca y concluida. La contingencia como acontecer de la vida ha
dado paso a la necesidad pétrea ya confundida con lo imposible. La
piedra existe como inactividad, como figura de lo inamovible, es un
existir de mentira como carente de vida, un existir de la imposibilidad
de vivir. No hay modo alguno de clarificar “el núcleo melancólico”.

78
La única manera que le queda para escapar, o detener el tiempo
de la derrota definitiva, será de nuevo el recurso del paso al acto, una
actividad maníaca que le alivie del “agudo dolor” de la melancolía. La
fuga maníaca se orienta hacia la búsqueda de mujeres en top less. A
cambio de dinero (“que diezmaron mis ahorros”) tenía acceso limita-
do a esos “muslos embutidos en mallas” que le permitían lo que llama
un “derroche de energía sin lastre” que “reafirmaba mis sentimientos
de fuerza interior”. Resulta curiosa la expresión “derroche de energía
sin lastre”, como si fuera una energía entrópica que se consume en sí
misma sin más, digamos detenida, sin el lastre de la aniquilación del
sujeto reducido a la inercia de su vacío.
El esfuerzo de Julio es evitar esa extensión aniquiladora, esto es,
proseguir con una actividad que entretenga y aplace el tiempo de su
aniquilación. ¿Cuál es el límite de la fuga maníaca? Es como si no
hubiera límite alguno, sólo el cuerpo que queda al final consumido.
La manía puede aguantar en vigilia días y días con una actividad fre-
nética cuyo límite solo puede ser el agotamiento físico extremo. Julio
lo enuncia simplemente así: “Se fue incrementando la actividad psi-
comotora y verbal, y vivenciaba, casi continuamente, una embriaguez
superficial y vana que era pura exterioridad”. Esa “pura exterioridad”
expresa muy bien el vacío que lo habita, el vacío pulsional, el abismo
sobre el que da vueltas ese carrusel de la actividad psicomotora ince-
sante. El límite de la fuga maníaca es la caída en el abismo infinito del
vacío pulsional; es, en suma, la melancolía.
Pero Julio, conocedor y experto del incansable dolor melancóli-
co, intenta de nuevo con una insistencia sorprendente, casi agónica,
recuperar el delirio. Recurre para ello a aquella mujer, G, que le había
ayudado en su momento a salir del laberinto con el ensalmo “no hay
Otro del Otro”. Esta mujer es su puente para mantener un vínculo
de elección y de inclusión en el campo lacaniano: “En este momen-
to fecundo de la apofanía pensaba que había un hilo misterioso, una
conexión de pensamiento hecha de silenciosa complicidad entre G
y yo, y, a su vez, entre ésta y las altas esferas parisinas”. G es, pues,
la mujer de la mediación. No es la mujer de la iniciación sexual. Es,
sin embargo, la mujer que puede permitir mantener la posibilidad de
la conexión con los padres fundadores o, como ahora dice, con “las
esferas parisinas”. Pero el ensalmo o mantra que aparece ahora no es
el de “no hay Otro del Otro”, sino “la consigna del uno por uno que
rige la política del pase”. Según esa consigna, escribe: “Debía ser yo

79
mismo el que diese, en el momento oportuno, el paso al conocimiento
público, aquel en que adviniera como puro acto y, en virtud del cual,
me autodenominase como heredero”.
He aquí el dilema al que se enfrenta Julio: lo que vertebra su
delirio de filiación es ser el elegido, lo cual le autoriza para encarnar
el saber secreto a transmitir al resto de psicoanalistas. Pero, en este
momento, la consigna del “uno por uno” le exige “autodenominarse
como heredero”. ¿Cómo puede alguien declararse heredero por cuen-
ta propia? Es, sin duda, una contradicción, como lo es la paradoja rus-
selliana del barbero, entre tantas otras. Si alguien te dice que debes ser
libre, tanto si obedeces como si no, permanecerás en la esclavitud. Así
se siente Julio: él ha de elegir ser el elegido, él ha de autoproclamar-
se como heredero. El edificio se resquebraja. Julio siente la paradoja
como un callejón sin salida. En ese momento de confusión delirante,
de confusión de su delirio, decide dar el paso y convoca una reunión
de “un grupo de trabajo” en su casa a la que nadie acude porque, de
hecho, parece ser que no hubo tal convocatoria, más allá de ser pen-
sada, como si el pensamiento hubiera perdido la fuerza que mueve el
anhelo. Si la consigna del “uno por uno” es un mandato para que el su-
jeto analista se autorice a declararse analista y produce, por ello, tanta
angustia persecutoria en el común y neurótico analista que sentirá que
nunca está a la altura de su tarea, secuestrada por el mandato del padre
fundador, ¿cómo no será en el sujeto psicótico abandonado a su suer-
te cuando su delirio le exige sin titubeo el axioma de ser el elegido?
Imaginemos ese momento en el que Julio ha adecentado su casa para
recibir con emoción a sus “colegas”. Ha cuidado el encuentro: “colo-
qué en el centro de la mesa el encantador juego de té moruno. [Pero]
el gran día llegó y nadie apareció”. Sobre ese malentendido se abre el
vacío que ya va a ser definitivo, el abismo que le separa sin remedio
de la vida de los hombres. Ahí está atónito ante esa casa vacía. Atónito
y confuso, sin palabras y sin remedio. Ya no hay vuelta atrás.
Va a hacer, sin embargo, un último intento para recobrar su po-
sición de elegido y ocupar así un lugar de privilegio. Jacques-Alain
Miller ha venido a Madrid a impartir un seminario:
Bien fuera porque la contención verbal y motora obligada en estos ti-
pos de actos me resultara ya demasiado forzada, bien porque deter-
minados gestos y palabras de Miller las interpretase como dirigidas
secretamente a mí y en respuesta me sintiera obligado a indicarle que

80
sus mensajes eran recibidos y comprendidos, en el tiempo que duró su
intervención no cesé de levantarme de la silla, de pasearme de un lado
a otro de la habitación, deteniéndome, de pronto, con ademán afectado,
para dirigirle miradas de profunda complicidad.
Ya no puede estar quieto. Sabe que se acerca la derrota final. La
inquietud avizora el peligro. A la vez que ocupa ese lugar privilegiado
de “profunda complicidad” se mueve sin parar de un lado a otro como
si así mostrara la inestabilidad del lugar en el momento del derrumbe.
Esa inquietud, esa inquietante extrañeza le lleva a abandonar el lugar
“antes de que la conferencia acabara en el momento que consideré
oportuno, creyendo que con eso le indicaba el límite a partir del cual
ya no me podía enseñar más”. Ese límite es a la vez un franquea-
miento de quien no es que haya conseguido el saber definitivo, sino
del que ha llegado al punto de no retorno del derrumbe del delirio. El
límite que franquea es el de su propio delirio. Esa “plana mayor del
lacanismo” que le espera junto al embajador francés se disuelve de
nuevo en el pasillo vacío de un piso en el que él es solo un extravia-
do. Recurre a la mujer de la mediación –G– ya con un paso al acto,
pero que toma ahora un cariz persecutorio a partir del cual su delirio
va a dar un giro fundamental. El fracaso del delirio de filiación dará
paso a un maníaco delirio de persecución en el que el paso al acto y
la significación delirante van a la par. Ahora ya no es un teólogo que
construye la dogmática de la filiación; ahora es un político en busca
de enemigos que le garanticen la compañía social por la vía fácil, esto
es, por el atajo de la actividad persecutoria. El escenario cambia. Ya
no es el reservado campo psicoanalítico, espacio del saber y del privi-
legio. Ahora es la calle y los personajes no son religiosos o iniciados
sino políticos en activo.

c) Apocalipsis
Así llama a este momento delirante que ahora se inicia. Apoca-
lipsis anuncia una catástrofe. En la descripción de Conrad, esta “fase
apocalíptica” se caracteriza por un estado de agitación “y vivencia de
omnipotencia de carácter maníaco”; pero “un grado más y llegamos
a la vivencia radical de aniquilamiento e incluso hasta el derrumba-
miento del mundo”16. En nuestro análisis, se corresponde con la quie-
16
Conrad, La esquizofrenia..., p. 222.

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bra, o fracaso, del delirio de filiación y la aparición agitada y maníaca
de un delirio persecutorio con el que se pretende encontrar un orden
social de sentido, que, sin embargo, anuncia su derrumbe. La catástro-
fe que se anuncia es, pues, la ruina del delirio de filiación: la aparición
maníaca del delirio de persecución y, finalmente, la aparición de la
melancolía como conclusión del mundo.
Su actividad se hace entera y exclusivamente frenética y los
personajes que ahora trae a escena son especialmente hiperactivos.
Toma como personaje central de su delirio a Alfonso Guerra que,
en oposición a Jacques-Alain Miller, no es eje de la transmisión del
saber, sino el insidioso que representa ya, de por sí, el paso al acto
como daño. No elige –supongamos– a Felipe González, sino a Al-
fonso Guerra, y no ya solo por el nombre sino por el personaje: ac-
tuador, hiperactivo, hostil y violento en su decir. La guerra del Golfo
se vincula con Alfonso Guerra por ese carácter violento que encierra
un secreto que él, Julio, conoce. Ese saber no es el mismo que el que
buscaba en el delirio de filiación. No es el saber del secreto de la vida
y del deseo, el saber de la iniciación. Es otro saber, es el saber de la
vergüenza y de la guerra, el secreto de la maldad. Esto le da cierto
lugar de privilegio porque le va a permitir situarse como salvador en
esta intriga que no es el misterio del ser vivo y sexuado, sino el se-
creto de la guerra. Es ya un delirio acorde con esta actividad maníaca
que le consuela del fracaso de su delirio de filiación. El secreto que
Alfonso Guerra guarda con temor y recelo es “un secreto horrible”, a
saber, “su implicación como narcotraficante en la Guerra del Golfo”.
La intriga de la guerra no se refiere a la iniciación, es una intriga de
daño y de inmoralidad. El delirio ya no es teológico, ahora es un de-
lirio político en el que él, Julio, va a representar la moralidad. De ese
modo encontrará un vínculo con los otros más directo y activo que
en el delirio anterior. Ya no estará solo. Dice: “Este nuevo núcleo
delirante surgió con el mismo carácter de decisión instantánea que
el primero (el instante de la decisión constituye para Kierkegaard el
tiempo de la locura)”. Todo va más rápido. La propia construcción
del delirio se precipita:
A raíz de una percepción preñada de vagas sugerencias, se ordenaron
de un modo insólito los elementos y cristalizaron en un producto psí-
quico nuevo, luminoso y radiante que golpeó la razón con el peso de
la evidencia y empujó la decisión hacia su cumplimiento.

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¿De qué cumplimiento habla? Es cierto, las cosas se han puesto
ahora más fáciles para el delirio. Ya no tiene la complejidad del deli-
rio de filiación. Como dirá un poco más adelante, se trata de “enfren-
tar las fuerzas del bien contra las del mal”. El maniqueísmo tiene esa
virtud de lo binario que permite un rápido ordenamiento del mundo,
con lo cual el vacío se repara con mucha facilidad pero también muy
en la superficie, sin que deje de resonar el vacío pulsional. Con el
maniqueísmo persecutorio tenemos una rápida compañía asegurada:
Las calles se empezaron a poblar de individuos gruesos, toscos, que
lucían monumentales bigotes en caras de encerada palidez, la cual
contrastaba con el negro intenso de sus cabellos teñidos. Eran los nar-
cotraficantes o sus testaferros que estaban empezando a llegar. Se les
veía por toda la ciudad, aunque eran especialmente visibles bajo la
forma de taxistas.

El mundo ya está, por tanto, poblado, y eso siempre produce una


eufórica ficción de compañía. Julio se anima. Su actividad le salva
del temor a la exclusión:
Uno de mis entretenimientos favoritos en esos días era coger taxis,
intentar catalogar al taxista por su aspecto y conversación y, si deducía
que era de los malos, negarme a pagar la carrera aduciendo que se me
había acabado el dinero.

El mundo está no solo poblado, sino ordenado con el criterio ma-


níaco de lo persecutorio. Los “desenfadados y bellos lacanianos” ya
tienen un lugar en el mundo, entre los buenos, con lo que han dejado
de ser inquietantes por el temor a no formar parte de ellos. En este
nuevo orden son cómodos aliados. El debate es otro. Es la lucha entre
“las fuerzas del bien contra las fuerzas del mal”, y las sombras, las
tinieblas no son el corazón del abismo del enigma del hombre, sino
únicamente donde se esconden los “malos”.
¿Qué será de la mujer en este nuevo orden delirante? No será ya
la mujer del amor o de la iniciación mistérica, será ahora una mujer de
la calle con nombre y también con su propia historia de marginación.
El mundo ahora se ordena de otra manera, es un espacio de desampa-
rados, pero como consecuencia de la acción de unos hombres contra
otros, como consecuencia del daño que los hombres se hacen entre
sí. El mundo es el espacio de ese daño. Su protagonismo no vendrá,

83
entonces, tanto del lado de la elección como del lado del salvador o
redentor. Él es el que pelea en favor de los marginados contra los po-
deres maléficos. No pretende ser el elegido de los padres fundadores,
sino que protege contra la maldad que encarna el poder. La mujer en-
tra a formar parte de los desamparados y marginados. La mujer y los
pacientes psiquiátricos. Jeanette es una “maravillosa mujer […] em-
pleada como guardarropa en la sala Morasol”, con una historia senti-
mental desgraciada a causa de hombres del poder o del desafecto. Sin
embargo, el encuentro con esta mujer, su acogimiento, hizo aparecer
en él un aspecto desconocido, el de “maternal fortaleza” que le acoge
con “paciencia y ternura”. Este acogimiento en la “maternal fortale-
za” le cegó a la hora de poder sentir la demanda de acogimiento de
parte de esa misma mujer. Deposita en ella una protección que le llevó
a solicitarle una alianza en su delirio ante “la progresiva invasión de
los narcotraficantes”. Esta desamparada mujer huye asustada. La sole-
dad cae sobre él y busca refugio en el lugar fronterizo del aeropuerto:
Una noche harto ya de night clubs, topless y similares, y huyendo de
la soledad de las calles vacías, que volvía más ominoso el silencio,
poblándolo de susurros inarticulados y ecos sin nombre, me refugié en
el aeropuerto de Barajas.

El aeropuerto es una frontera, es “tierra de nadie” en cuyo ines-


table espacio todo tiene cabida, incluso su debilitada identidad:
El aeropuerto se convirtió para mí en uno de esos espacios innomi-
nados e irreales, como son las embajadas o las aguas internacionales:
tierra de nadie donde la ida y el regreso son equivalentes e intercam-
biables, frontera donde se anuda lo familiar con la extrañeza del viaje,
lugar cosmopolita y de encuentro donde se confunden identidades y
nacionalidades en un Babel de lenguas y gestos contrapuestos.

Es un espacio en el que la frontera entre la inclusión y la ex-


clusión se desvanece. El espacio es la frontera misma. Por eso es
un lugar de descanso. El refugio es la prueba donde lo familiar y lo
extraño se encuentran. He observado en otros sujetos psicóticos este
dirigirse al aeropuerto como lugar de refugio porque es a la vez un
espacio de huida y protección, un lugar abierto sin el cierre de una
identidad invasora. El encierro conduce a la destrucción, el aero-
puerto es el lugar abierto que disuelve la identidad y así permite la

84
invención. Es cierto que en todos los casos a los que me refiero se
trataba de un delirio persecutorio, no de filiación. Pero, justamente,
una vez que el delirio de filiación se ha revelado como asfixiante en-
cierro, se abre el espacio de lo persecutorio. No es una Iglesia, lugar
cerrado de filiación; es un lugar abierto en un universo persecutorio
pero lábil y activo que favorece el movimiento y la actividad pulsio-
nal, que opera como liberación y control de un empuje sin límite. El
aeropuerto como frontera es el límite que le permite el control, en
este caso, de los narcotraficantes y la referencia de la huida a Paris
“si temía por mí seguridad”.
Este extraño personaje que deambula por el aeropuerto en acti-
vidad incesante termina por levantar las sospechas de la policía. La
policía le retiene y a la hora de dar explicaciones ya es claramente
tomado por loco. Se avisa a la familia y se le saca del aeropuerto.
Su desconcierto crece tanto como su alteración perceptiva y motora.
La “presión del habla”, el hablar sin límite, es una actividad pulsio-
nal que parece satisfacerle, pero a la vez percibe que no hay límite
posible a dicha “presión”. Esta quiebra del límite es una vez más la
quiebra de su propio cuerpo y del espacio en el que se mueve. Todo
empieza a tener un movimiento vertiginoso que las “interpretaciones
delirantes” quieren ahormar. Esa actividad vertiginosa le conduce de
nuevo al aeropuerto:
Allí se produjo el acmé de las distorsiones visuales. Las figuras de los
traficantes y otros hombrecillos presentaban, por el carácter fuertemen-
te contrastante de luces, sombras y colores, cualidades propias de ac-
tores de cine mudo o de titiriteros de pesadilla. El espacio, en general,
había difuminado sus contornos y acentuado sus rasgos, yuxtaponién-
dose imágenes fragmentadas y cambiantes. Menudeaban los falsos re-
conocimientos, la discontinuidad disártrica de gestos y palabras y una
peculiar vibración de las superficies que las hacía adquirir propiedades
de acuosa profundidad. Estas alteraciones perceptivas incrementaban
las interpretaciones delirantes. En un momento determinado, comen-
zaron a titilar paroxísticamente las luces de los paneles que anuncian la
llegada o partida de los vuelos: pensé que se había creado una corriente
de eléctrica simpatía entre mis nervios alertas y aquellas luces, y que
ese acuerdo señalaba la llegada del punto culminante de la acción.
Su propio cuerpo es un espacio fronterizo sin interior-exterior,
pues se transita hacia fuera desde un adentro que es pura alteración

85
corporal en la que el espacio y su cuerpo están conectados en el co-
mún desconcierto. El delirio ha de acudir en ayuda de esa “vibración
generalizada” en el intento de encontrar una dirección a tan genérica
y completa alteración perceptiva:
Fue en ese momento que se podría denominar de “vibración generali-
zada” (una “apofanía” puramente sensorial), cuando intuí que el omi-
noso presidente del gobierno, en limusina negra, acababa de llegar al
aeropuerto y se dirigía, bajando por algún secreto montacargas, hacia
las pistas de aterrizaje. Corrí desesperadamente a lo largo de pasillos y
vestíbulos pidiendo ayuda para abortar el intento de fuga.

Su “desesperada” actividad maníaca encuentra en el delirio un


objetivo, una finalidad, pero ya no puede descansar. Solo pararse
supondría la caída en el horror, en la noche cerrada de una existencia
ya consumida. El horror de la melancolía, como ya ha dicho y vol-
verá reiteradamente a decir, es el horror de una angustia paralítica en
la que la “presión del habla” ha desaparecido o ha sido sustituida por
un silencio confundido con el abismo de una sensibilidad sin afecto,
pura alteración de una vida consumida en su alteración. Ha, pues, de
continuar:
Confiado en haber cumplido mi misión –descargada momentáneamen-
te mi tensión nerviosa– según me disponía a abandonar el aeropuerto
vi entrar por la puerta a varios individuos con el inequívoco aspecto de
ser narcotraficantes. Giré sobre mí mismo y, tras avisar a gritos a las
personas que allí se encontraban del peligro que corrían, eché a correr
en dirección opuesta, a veces agachándome o revolcándome por tierra,
pues temía recibir en cualquier momento un balazo por la espalda. Al
fin logré salir fuera del aeropuerto. Me abalancé sobre un autobús que
salía en dirección a Madrid. Poco después de haber perdido de vista
Barajas, volví la cabeza hacia atrás y allí, en la última fila, vi a uno de
mis ubicuos y malévolos perseguidores. Grité desesperadamente, con
la conciencia de la fatalidad de quien nunca hallará refugio seguro, de
tal modo que el autobús se detuvo y me bajé en medio del campo. Paré
un taxi, y en él me dirigí a Madrid.

Ya no habrá refugio seguro. Lo intuye. Ha perdido la intimidad


del delirio de filiación. Su propia y agitada actividad delirante va a
girar sobre sí misma y entonces él, el perseguidor del mal, se con-

86
vierte en perseguido de los malhechores. El perseguido-perseguidor,
perseguido en última instancia por su propio delirio, inmerso en la
desmesura de su actividad, de una actividad sin límite interno, es,
no obstante, figura cotidiana de esa mezcla de asustada y social su-
misión con un odio que se ejerce sobre el más desfavorecido. Esta
figura, componente esencial de la vida social, es la que Julio, como
sujeto psicótico, no puede encarnar. Su empeño delirante es conse-
guir entrar en un orden social, que primero tiene que crear con su
delirio y luego tiene que sostener todo el tiempo como si sólo de él
dependiera. Sostener así un orden social en cuanto no puede perte-
necer a él será finalmente un empeño vano.
Mientras tanto, su agitación, ya puro desconcierto, no le permite
parar. La lucha de las fuerzas del bien contra las del mal no debe ser
un mero desgarro interior si quiere formar parte de la hipocresía del
orden social. El maniqueísmo es, pues, esencial para esa inclusión.
Si lucha contra las fuerzas del mal, contra los perseguidores, ha de
alinearse con los perseguidos aunque solo sea como salvador. Es un
perseguido que persigue a los perseguidores. Ese es el círculo de su
actividad maníaca y delirante. Al final, se va a encontrar en el lugar
del que huye: la marginación de la sociedad. Esa sociedad de la que
quiere formar parte en la medida en que se instituye como su sal-
vador no tolera la locura, es decir, el que se descubra su impostura.
Prefiere un delincuente miembro fundamental de la sociedad, la cual
se justifica ante todo por sus delincuentes. Prefiere un delincuente
a un loco, aquel que cuestiona el orden ciudadano en cuanto que
apolis, un fuera de la polis, que encarna lo más propio del sujeto:
el no confundirse con el ciudadano, con el extraviado necesitado de
engañarse, con el malvado que asustado encubre su tiranía en la idea
del bien común o general.
Cuando su actividad maníaca se desata en el hotel Palace, a don-
de ha acudido en su persecución de los malhechores, se va a encon-
trar con el obstáculo de un poder social que lo excluye de su seno:
De pronto, dos o tres individuos se abalanzaron sobre mí y me redu-
jeron, tumbándome en el suelo. En ese momento, pensé que el que se
hubieran tornado de ese modo las cosas, entre lo imaginado y lo dado,
debía traducir un vuelco radical en la situación política, y que Guerra y
los narcotraficantes, ayudados por un grupo de militares, debían haber
vuelto a coger las riendas del poder. Así me lo pareció confirmar el he-

87
cho de identificar a uno de mis agresores con el encargado de un restau-
rante próximo a mi casa, que siempre me pareció un nido de fascistas.

Es conducido al servicio de urgencias del Hospital de la Prin-


cesa, hospital que será ya su hospital de referencia para el resto de
su vida, lugar en la marginación de los definitivamente excluidos,
ya sin vuelta atrás. Hará una escueta y atinada descripción de la
nueva situación sobrevenida. La figura del poder es ahora ese psi-
quiatra de guardia al que describe como “una especie de marioneta
que gesticulaba y hablaba de forma ridículamente sincopada, con
un exagerado amaneramiento”. Este guardián de la locura es la im-
postura de la que él mismo se siente liberado, como dirá más tarde,
una vez que ha cruzado la línea de sombra y ha pisado el terreno
de lo que estaba del otro lado, los pacientes psiquiátricos reduci-
dos a su imposibilidad, encarnando de ese modo la imposibilidad
de vivir y, a la vez, el encierro de esa imposibilidad en los lugares
ocultos de la sociedad.

d) Consolidación
Así titula esta cuarta parte. Es de nuevo un término de Conrad,
puede que algo confuso. Por un lado, parece que Conrad habla de
una salida de la psicosis a partir de que el “enfermo” reconozca su
“enfermedad”. Pero, por otro lado, el propio término de “consoli-
dación” más bien alude a una “consolidación” de la propia “enfer-
medad”, como estado o “evolución regresiva” según el propio Con-
rad17, aunque de nuevo se produce la confusión al hablar el mismo
Conrad de “autorrevalorización compensadora”18.
Lo mejor será pues seguir a Julio. En su caso, lo que vemos es
simplemente la consolidación de la derrota de su delirio y su propio
darse de bruces con su más íntima imposibilidad. No sabemos vivir.
Venimos al mundo desposeídos de todo saber vivir. Lo necesario
(digamos, el instinto), se ha quedado quebrado en su interior por lo
imposible. La vida como posibilidad no tiene otro fundamento que
la voluntad, que el querer vivir. Pero no podemos sostenernos en la
soledad del querer vivir y entonces nos fabricamos un mundo, un

17
Conrad, La esquizofrenia…, p. 235.
18
Conrad, La esquizofrenia…, p. 237.

88
orden social que supla el orden de lo necesario. Es la segunda natu-
raleza de la que tanto gustan de hablar los filósofos alemanes. Pues
bien, esa segunda naturaleza ha inventado un orden supuestamente
necesario cuyo fundamento es la guerra y el exterminio, y la llamada
razón no es más que la justificación de ese orden criminal. Julio ha
peleado por acoplarse a ese orden social desde su más radical vacío
pulsional, es decir, lo ha tenido que inventar, lo ha tenido que crear.
Eso mismo, el tener que crearlo, ya lo excluía de él, y su denodado
empeño ha terminado en derrota. Es un alivio, un descanso: “Con
sorprendente facilidad, me acostumbré al nuevo alojamiento. Las
actividades repetitivas y rutinarias, los largos tiempos muertos y el
mismo hecho del encierro colaboraron a ello”. Desde ese lugar de
alivio, Julio va a tomar una posición de lucidez como observador del
paciente psiquiátrico desde dentro de sus filas. Aquí viene un párrafo
de una brillantez inusual. Dice:
En las instituciones cerradas y, en general, en todo tipo de situación en
que la libertad está limitada, las individualidades tienden a atenuarse,
las particularidades a esfumarse en aras del objetivo común –mezcla de
sumisión y rebelión, de aceptación y rechazo de las normas institucio-
nales–, que no es sino el de acabar cuanto antes con aquella situación
de transitoriedad y excepción.
Que se trata de una “institución cerrada” parece claro, como lo
es que dicho encierro esté al servicio de contrarrestar, cuando no
anular, la disidencia, ya no ideológica, sino mucho más radical: la de
quien, con su mera presencia, es un desmentido del encomiado po-
der institucional y, por tanto, del orden social, de su consubstancial
hipocresía. El objetivo, por tanto, es reducir la particularidad hasta
lo más cercano a su aniquilación.
El loco es, en verdad, un incordio. No hay posibilidad alguna de
entendimiento o de simulación, simulación en la que consiste la vida
social. ¿Dónde colocarlo, entonces? Un problema, en verdad, inso-
luble. No hay que soñar con su domesticación o con su “integración
social”, pero tampoco se le puede aniquilar. En ese dilema, o confu-
sión, nos movemos, intentando compaginar su “particularidad” con
la reducción al máximo de la misma. Lo que quiero decir es que no
hay salida genuina o real a dicho dilema. Julio lo describe con sen-
cillez y maestría desde el otro lado, del lado en el que ya acaba de
ingresar de manera definitiva:

89
Esto ocurría también en la planta de psiquiatría, pero habría que hacer
dos puntualizaciones. La primera es que aquellos individuos que con-
sideraban su estancia allí como resultado de una injusticia, secuestro
o malentendido –como era el caso de la mayoría, al menos en sus ini-
cios–, mal se podían avenir a la más mínima mediación con la norma
de aquella institución que vivían como ajena o radicalmente enemiga.

El encierro lo vive el llamado “enfermo mental” como una “in-


justicia”, incluso como un “secuestro”. Lo es, en efecto, pero son
una “injusticia” y un “secuestro” tan reales como ineludibles. Si
digo ineludibles es porque no sólo es la justificación de la profesión
psi, sino que a su vez la sociedad vive de no cuestionarse a sí misma.
Por tanto, el psi vive en la paradoja de quien por un lado representa,
como su delegado, el orden social, y, por el otro, ha de proteger al
sujeto puesto en cuestión. Profesión, por ello, imposible, y con cuya
imposibilidad hay que vivir en una apuesta constante contra la im-
postura desde la impostura. Julio continúa:
Por otro lado, y aunque las manifestaciones más montaraces de la lo-
cura se han doblegado bajo la camisa de fuerza química de los psico-
fármacos, persiste una irreductible singularidad en sus rasgos, en lo
que se han venido en denominar, un tanto estereotipadamente, rostros
de la locura, y que, en nuestra vida comunitaria, surgían como espuma
chisporroteante que fluía periódicamente desde el húmedo subsuelo.

Podemos intentar destruir con nuestra artillería psicofarmacoló-


gica los restos de esa subjetividad alterada y doliente, pero siempre
permanecerá la huella de lo irreductible en ese cuerpo marcado por
una mirada que es el mayor desafío a nuestro oficio, a su imposibi-
lidad. Miramos esos “rostros de la locura” que conmueven nuestra
supuesta “objetividad”, y, lo que es aún más doloroso, nuestro deseo
de aprender, de proteger y no condenar. ¿Cómo no pensar en los
retratos de Géricault, en esos “rostros de la locura”? Esos rostros
reflejan ya la mirada detenida de Géricault sobre esa marca indeleble
que la derrota deja en el rostro como testimonio de la misma y como
denuncia de nuestro “éxito social”. Nadie ha mirado tan de frente los
ojos de la locura como Géricault, a no ser este otro “loco” que nos
descubre, como si fuera un cuadro tan intenso como los de Géricault,
los movimientos y las imágenes de estos “rostros crepusculares de la
locura”, entre los que él se incluye:

90
Así, si la imagen que aparentemente ofrecíamos –deambulantes silen-
ciosos a lo largo de un pasillo de un hospital general–, aunque deso-
lada, resultaba familiar a la mayoría de los mortales, dejaba de serlo
cuando se sobreimponían las irrupciones, intermitentes y fugaces –por
la intervención precoz de celadores y enfermeras–, de los rostros cre-
pusculares de la locura: una joven irrumpiendo en el pasillo en cami-
són y en actitud de éxtasis con un siseo creciente, una gruesa señora
que mostraba su desaprobación negándose a salir del interior de una
bañera vacía, donde reposaba desnuda, una seria y vieja señora soltán-
dose de pronto por peteneras, etc.

Nos quedamos atónitos. Esas imágenes, esos cuerpos, se nos


hacen cercanos, y ya no es posible la indiferencia. Nos hablan del
vacío que no podemos sobrepasar ante ellos. No podemos proteger-
nos en la lejanía de la doctrina. Nos queda la compasión, lo único
que nos acerca a lo que no podemos entender en nosotros mismos,
el vacío que se abre en el discurso profesional más solemne o en las
promesas políticas más gritonas o en el abierto o airado dolor del
desamparo. Ahí cabría dirigirnos al loco, a quien podríamos llamar,
remedando a Baudelaire, mon semblable, mon frêre, y pedirle: ayú-
danos a conocer nuestra hipocresía.
Julio se encamina a convertirse en uno de esos “rostros crepuscu-
lares” que quedan como testimonio cercano de nuestra intensa vanitas.
La vida cotidiana que describe Julio expresa con meticulosidad
la contradicción antes referida. Por un lado, están los “ejercicios
gimnásticos, forma heroica de combatir u ocultar los efectos rigidi-
ficantes de la medicación”. A esos ejercicios hay que añadir la pro-
puesta de “concentración […] intentando visualizar mentalmente un
paisaje paradisíaco y comunicarlo, por orden de ubicación, al resto
de la concurrencia”. Esta “estimulación de la imaginación”, dice,
entraba en flagrante contradicción con el resto de las medidas tera-
péuticas, tanto medicamentosas como ambientales que tendían al fin
contrario, por lo que resultaba lógico esperar que siempre acabase
como el “rosario de la aurora”: discursos que se adelantaban al de su
legítimo poseedor, peroratas inacabables sin relación con el tema pro-
puesto, quejas sobre la mala calidad de las comidas, etc.

Esta continuada contradicción tenía el efecto de la confusión y


de un comportamiento entre infantil y ridículamente hostil, efecto

91
del estado de minusvalía al que se ve reducido el interno. Este sis-
tema cotidiano de lenta destrucción de los sujetos tenía, como en El
castillo, un alcaide oculto que era el médico:
El médico de hospital se refugia en su despacho, se hurta a la mirada de
los pacientes –tanto más cuanto mayor es su puesto en el escalafón– para
dar mayor empaque a ese momento triunfal en que –como en los viejos
mitos mistéricos– muestra en su deambular todo su poder y su gloria,
tanto mayores cuanto que el acto en que se revelan –un monosílabo di-
rigido en voz baja a la enfermera o unas palabras de impersonal consue-
lo– adquiere, por su perfil de oráculo lacónico y ambiguo, el prestigio
de lo sagrado.

Antes ha buscado en su delirio de filiación la iniciación mis-


térica en el saber del enigma de qué es ser hombre, de cómo ini-
ciarse en la sabiduría de vivir. Ahora el velo ha sido desgarrado en
el delirio persecutorio y tras él no queda más que esta figura de un
poder esperpéntico que “se hurta a la mirada de los pacientes”, a
la mirada del dolor que dice tratar y se reviste del “prestigio de lo
sagrado”, expresión máxima de la impostura para tapar la oquedad
de su oficio. Tras ese “prestigio de lo sagrado” solo hay vacío. Julio
testimonia así la paradoja del oficio psi: un saber tan escaso para un
poder tan excesivo. Julio es testigo de ello a la vez que lo es de un
vacío y de un dolor que no guarda la promesa de la redención. Ese
dolor toma la inmediatez de lo que no puede ser trascendido: “Este
brusco bautismo en las aguas de la nada, tuvo la virtud de arrebatarme
de la tiranía del delirio dejándome a cambio los brotes de la herida
de una historia amputada”. Ese “brusco bautismo en las aguas de la
nada” le libra de “la tiranía del delirio”, pero a cambio de nada. El
vacío y el dolor de vivir no tienen ya historia ni propiamente palabra.
La inmediatez de la angustia carece de historia y el “misterio de la
feminidad” carece de código. Desde esa lejanía puede contemplar el
movimiento de las mujeres como quien aún vislumbra el rostro de la
vida antes del hundimiento definitivo:
Procuraba, reiteradamente, comunicarme con aquella ronda de mu-
jeres que me había acompañado en el pasado inmediato, requebraba
sin cesar a toda joven enferma o enfermera que pasaba a mi lado,
intentando establecer improbables citas para el futuro, o bien perma-
necía apoyado contra el cristal de la puerta que daba al pasillo mirando

92
a las muchachas que pasaban: la gracilidad de sus movimientos, su
curvilínea ligereza, la flexibilidad de su porte, quedaban reflejadas en
mi percepción enfermiza con la irrealidad de las estampas animadas.
Mi actitud hacia las mujeres no era muy diferente a cuando, de niño,
revoloteaba alrededor de ellas y les levantaba la falda para intentar
descubrir, tras ella, el secreto de su hechizo.
Las mujeres se alejan hasta convertirse en figuras etéreas, irrea-
les, de un sueño de vida del que se está despidiendo. Lo que llama “la
terrible distancia de los neurolépticos” le empuja en esa dirección:
Así me iba hundiendo en la blandura de la feliz ignorancia hasta que
apareció en los márgenes de la conciencia un profundo malestar que,
proveniente de lo físico, halló allí su mejor acomodo. Se trataba de la
terrible distonía de los neurolépticos que, cual Erinia, se aferra con
crueles garras a cuello, tronco y extremidades e instila su veneno en
el centro del corazón.
“Distonía” es mejor término que el freudiano “hemorragia”. No
es que la vida se escape, sino que se va desdibujando en una distan-
cia que Julio nombra como “una metamorfosis en piedra”. Comien-
za una inmovilidad, sus palabras se articulan apenas sin definición
en una “lengua de trapo” torpe y disártrica. Ya no cabe engañarse:
Tomé, pues, conciencia de mi locura y con eso caí en la melancolía, ya
que ésta no es sino la conciencia de la vanidad de las alegrías y locuras
del mundo, como se las representa en las vanitas del siglo barroco –la
época más melancólica de la historia– junto con su fiel compañera, la
vieja señora, el Otro Absoluto.
La vanitas barroca no es un mero recordatorio del final, es su
presencia en el corazón de la vida. Como las vanas sombras que son
los hombres y que Odiseo descubre de sí mismo en el rostro de la lo-
cura de Áyax, nos sentimos aliviados del “peso de la historia”, pero
no nos desprendemos del agobio del “peso del mundo”. Es curiosa
la contraposición entre historia y mundo. Sin el velo de la historia, el
agobio del mundo reside en un dolor desnudo que es la “verdad” de
la historia necesitada de daño, en la misma medida que promete la
salvación. En el relato que hace Homero de la asamblea de los dioses
al comienzo de la Odisea, Zeus dice: “¡Ay! de qué cosas acusan los
mortales a los dioses, dicen que solo de nosotros proceden sus males

93
pero ellos mismos, con sus insensateces, fabrican sus infortunios in-
cluso contra el destino”. Si despojamos el mundo de la Historia nos
encontramos con el rostro de la locura. Una vez se ha desvelado la
Historia, se nos revela un sufrimiento que tiene como único agente a
su propia víctima. No queremos mirar su rostro y entonces queremos
aniquilarlo. El rostro de la locura es testigo de una aflicción común
y sin consuelo. “But the world’s evil. I won’t have grief so / if I can
change it, oh!, I won’t, I won’t”, escribía el poeta Robert Frost. El
mundo es indigno y la mayor aflicción viene de no poder cambiarlo,
puesto que todo intento de hacerlo conlleva un daño aún mayor.

e) Residuo

De esta aflicción habla el último apartado del relato de su de-


lirio. Se corresponde también con la clasificación de Conrad. Pero
Julio no escribe “estado residual” como Conrad19, sino simplemente
residuo. No nos dice por qué, pero ya esa simple variación señala
que Julio, que no escribe o expresa más que el recorrido de su deli-
rio, nos muestra que el final nada tiene que ver con la supuesta remi-
sión de la “enfermedad”, como de forma sorprendente y sospechosa
apunta Conrad, sino con su encuentro con el núcleo de la imposibi-
lidad de vivir: la “tristeza esencial” como la llama:
Durante algunos meses me quedé anclado en una tristeza esencial que
solo conocía como fugaz alivio el paseo solitario del anónimo cami-
nante que ha dejado de estar agobiado por el peso de la historia, aun-
que lo siga estando por el mundo.

¿Por qué dice “durante algunos meses”? Quizás aún no sabía


que el tiempo había quedado suspendido o engullido por “la Vieja
Señora, el Otro Absoluto”.
Si “la Vieja Señora” es la muerte, el “Otro Absoluto” es el vacío
que la evoca. Decían los antiguos que suprimiendo la profundidad
se define la superficie y que suprimiendo la superficie tenemos la
línea y así el punto, etc. Pues bien, el proceso que nos enseña Julio
es una supresión y un despojamiento del delirio. Primero está el fra-
caso del delirio de filiación y la aparición del delirio persecutorio,

19
Conrad, La esquizofrenia…, p. 245.

94
ya acompañado de agitación maníaca. Luego viene el fracaso del
delirio persecutorio y así aparecen la “Bieja Señora” y el Otro Abso-
luto”, figuras de la Nada. La “tristeza esencial” es el abismo melan-
cólico que se descubre tras el despeje del delirio “esencial” o delirio
de filiación y del delirio de persecución que aún busca el orden del
mundo bajo el modo común de construir un universo sostenido en
lo persecutorio.

95
Epílogo
El último beso se da al vacío
W. B. Yeats

Puede que ese “durante algunos meses” del que habla Julio se
refiera al tiempo que señala su vuelta al trabajo, pero ya no pue-
de sostener su oficio. Despojado de las máscaras que lo que llama
apofanía habían convertido en exacerbación eufórica, solo queda el
silencio y la soledad para escapar de la impostura. No es tanto la
impostura de los demás, es su más propia y radical impostura como
viviente. La quiebra pulsional de lo necesario le confronta con la
imposibilidad de vivir, y toda posibilidad queda, entonces, del lado
de la impostura. Su oficio de psiquiatra se hace, pues, imposible.
Abandona el trabajo y pasa a penar una vida reducida a la mera su-
pervivencia, con impulsos airados en el ámbito familiar como meras
señales, tanto de su vida como también de su imposibilidad.
La relación del sujeto psicótico con la impostura tiene su pe-
culiar significado ético. En primer lugar, está la relación del sujeto
psicótico con la psicosis y, en particular con el delirio. Hace ya mu-
chos años escribí un artículo que titulé “Elogio del pudor”20 y en el
que intentaba explicar la relación del delirio con el pudor en el sujeto
psicótico. El delirio guarda su pudor cuando no se pregona, tiene
su intimidad y cuenta con el silencio de la creación. Por esa razón
está más presente en ese momento más creativo que vinculo con la
construcción del delirio de filiación. Ese es un tiempo, como Julio
nos enseña, de creatividad y también de acogimiento. Un lugar de
elección y un lugar de transmisión, de querer tener algo que decir
respecto a qué hacer con la imposibilidad de vivir. No olvidemos
que en el mundo homérico aidos une philein con xenozein. Amor o
respeto, acogimiento del extranjero, de lo extraño, de lo no coinci-
dente, no confundiendo –decía en aquel viejo texto– el límite con
la frontera. Pero Julio se ve compelido a la frontera una vez que el
delirio de filiación naufraga, y sustituye el silencio de la creación
por el griterío impúdico de lo persecutorio. La paranoia necesita el
espacio público, el espacio impúdico y desvergonzado de lo público

20
Francisco Pereña, “Elogio de pudor”. En: La pulsión y la culpa, Madrid, Síntesis, 2001.

96
en el que se cultiva la pasión del daño, para darse consistencia. Por
eso no puede callar. Se activa con un desconcertado movimiento
maníaco que recorre los más diversos lugares buscando al enemigo
que le devuelva un orden y un sentido en el que vivir. Ha entrado en
el mundo de la política y la política está reñida con el pudor, porque
su megalomanía desconoce el límite de lo imposible y, entonces, ya
no puede callar. La política y la ética se interpelan desde una lejanía
insalvable. Si la ética guarda silencio, la política, ansiosa de poder
y de reconocimiento, es esencialmente bulliciosa y parlanchina. En
ella la palabra tiene la desfachatez de la mentira a cielo abierto, sin
pudor alguno. El psicótico que se aferra al delirio persecutorio como
forma de vida querrá vivir del daño y de la manipulación de los otros
para evitar la “tristeza esencial” del mutismo melancólico.
¿Cómo podría callar si no es con el hundimiento melancólico?
Este es el dilema. ¿Puede el fracaso del delirio conducir a otro lu-
gar que no sea el silencio melancólico, el de la derrota definitiva, el
silencio que no solo limita con la imposibilidad de vivir, sino que
la encarna enteramente? Para Julio no hay otra opción, pues el caso
contrario sería mantener el delirio persecutorio cuando, en verdad,
ya se ha experimentado su derrota, esto es, tener que sostener el
griterío paranoico para sentir una pertenencia al mundo que no tiene
otra modalidad que ese mismo griterío. ¿Por qué ya no puede formar
parte de un delirio paranoico que es el alimento de la vida social?
Esta pregunta desespera al sujeto psicótico, aunque no la consiga
formular de ese modo. La paranoia, como organización social, inclu-
ye al sujeto no psicótico, mientras que la paranoia psicótica excluye
de ese mismo orden social. Si el sujeto psicótico rechaza admitir su
exclusión, querrá denunciar todo el tiempo a la sociedad que le ig-
nora y para ello intentará, con su griterío victimista y falto de pudor,
manipular a su entorno para que no le ignore. El psicótico se con-
vierte, entonces, en una pesadilla, en la pesadilla del inocente que
necesita cada día recitar el canto victimista de su inocencia.
Julio descubre en ese momento la impostura del delirio. La mas-
carada, que es el término que utiliza, ha caído. “¿Por qué también los
teatros antiguos son silencio?”, se preguntaba Hölderlin. Julio tam-
bién ha descubierto el silencio radical del que el delirio le protegía.
Cuando acudió a verme en el año 2004 estaba sumido en un silen-
cio melancólico que le inquietaba por su cercanía con la muerte y que
solo aliviaba precariamente con cíclicas “broncas” con su hermana,

97
su única referencia fundamental de la vida familiar. La madre estaba
ya enferma, pero pude observar que tampoco había figurado en su re-
cuerdo como agente de transmisión de vida. Para Julio, su vínculo más
vivo y problemático era con la hermana, como si esta única hermana
supusiera la permanente referencia, y su decepción, del mundo.
Había establecido una peculiar relación con una paciente psiquiá-
trica diagnosticada de esquizofrenia a la que conoció en uno de sus
ingresos. Siempre mantuvo una nítida actitud de protección con esta
mujer hasta su temprana muerte en un albergue después de un reco-
rrido por el daño en los más diversos lugares. Esa actitud de protec-
ción sin más alharacas que su disponibilidad y su hospitalidad daba un
hálito de vida a una existencia transida de silencio y de vacío. Acude
durante varios años a verme para encontrar algunas palabras que nom-
bren los sentimientos y, no en vano, su interés mayor es la discrimi-
nación moral de los actos o de los propios sentimientos en relación
fundamentalmente con el odio y la impotencia. Está calmado, pero su
tristeza es, como él diría, “esencial”, como si esa tristeza esencial fuera
también una mirada compasiva sobre el mundo desde la imposibilidad
que alienta la actividad humana. Ni la ley ni el poder entienden de la
compasión. La paranoia estricta no entiende la compasión como no en-
tiende el pudor. La compasión, como el pudor, es una consecuencia de
la imposibilidad, por tanto, de la derrota. Toma posición ante el vacío
sin necesidad de acudir al exterminio. La compasión, como la “tristeza
esencial”, puede ser tomada como una derrota, pero siempre será me-
jor contemplar la sociedad desde el daño y la maldad que concebirla
desde la justicia y la bondad del hombre. No hay que crear ya más
imposturas sino desprenderse de ellas. Esto se aplica de manera más
certera y conveniente a nuestro oficio. Somos necesariamente hipó-
critas. Basta leer nuestros libros y nuestras revistas llenas de palabras
altaneras y mentiras compartidas para darnos un estatuto profesional
a costa de un debate sobre los llamados “trastornos mentales” y acu-
dir rápidamente a pontificar sobre causas, diagnósticos y promesas de
curación en las que titubeamos todo el tiempo y que nos vemos obli-
gados a mantener como trampa profesional y distribución de poder. Es
el modo en que nos damos un lugar en el mundo a costa de quienes lo
perdieron o nunca lo tuvieron.
Mantenemos alejados nuestros discursos de nuestra práctica clí-
nica. A veces, nosotros mismos nos escandalizamos cuando oímos
hablar de la escucha del sujeto que sufre y luego vemos una práctica

98
que atiborra de interpretaciones delirantes o de leucotomía química
a seres indefensos e insoportables. Al menos deberíamos tener la
humildad de prestarle atención a un dolor que quizá no podemos re-
mediar, pero que decidimos soportar sin necesidad de enmascararlo
con discursos solemnes y fatuos. No degradar nuestras palabras y
nuestra clínica requiere pudor y vergüenza. La compasión introduce
una dimensión real en el humano que Sófocles, a través de Antígo-
na, llamaría divina, sin ninguna otra razón que porque el daño se
convierte en la única realidad humana una vez que se encubre y se
disimula con la impostura de la promesa de salvación. Al menos de-
beríamos tomar una secreta pero real distancia de nuestras máscaras
para, al menos, descubrir, como Odiseo, nuestro real parentesco con
nuestro hermano al que llamamos loco. “Feinde, es gibt kein Feind,
rufe Ich, der lebende Tor”, escribió Nietzsche: “no hay enemigo,
proclamo yo, el loco viviente”. Si practicamos este oficio es porque
una íntima querencia en nosotros nos conduce fuera del orden es-
tablecido. Es la creencia que nos lleva a buscar nuestra más íntima
pérdida del mundo como condición de su conocimiento, o de cómo
pensar esa escueta inanidad que anida en nuestra vida y cómo quizás
el amor puede librarnos por un momento del odio, como nos dice el
“loco viviente”.
No podemos decir que en nuestro oficio no abunden los tras-
tornados. Julio es un testimonio digno y agonístico de ello, puesto
que ni siquiera se esconde en la miseria de su profesión, en la que
su más torvo cariz consiste en la condena del lebende Tor. Esa es la
mascarada institucional, esa es nuestra impostura, en la que oculta-
mos nuestra particular ignorancia de cómo vivir. Vivimos de nues-
tros pacientes. Solo nos falta con-vivir con ellos en un diálogo que
mantengamos abierto frente al encierro ciudadano.
Julio volvió a mi consulta, después de algunos años muy enfer-
mo, pocos meses antes de morir. Su enfermedad le había despertado
el deseo de vivir. Fue entonces cuando me entregó el texto que ahora
comento con este querido e insuficiente detenimiento. El texto fue
escrito mucho antes, en los años 1993 y 1994. Creo que es un escrito
infrecuente. Personalmente pienso que es inédito en nuestra literatura
psi. La particular clarividencia se la da el hecho de haber sido escrito
en el punto fronterizo entre la derrota del delirio y la sombría caída en
la melancolía. Entre el delirio y la melancolía se juega el destino del
sujeto psicótico, y qué haga o qué respuesta dé el sujeto sería su ca-

99
rácter si no está ya del todo aniquilado. Ese carácter es su rasgo ético.
Cuando el famoso jurista Karl Binding y el psiquíatra, no me-
nos famoso, Alfred Hoche escribieron Die Freigabe der Vernichtung
lebensunwerten Lebens (1920)21, que luego serviría de excusa para
el exterminio del “enfermo mental” bajo el régimen nazi, nunca se
preguntaron por el hecho de que al introducir el término Würdigkeit,
dignidad, estaban aniquilando el fundamento de esa dignidad: la de un
sujeto irreductible al orden del reconocimiento. Está bien que Binding
y Hoche sitúen al loco fuera del ciudadano. Ese es justamente su valor
y su dignidad. El loco es quien nos descubre que el sujeto y el ciuda-
dano no coinciden. Así nos enseña que el pudor y la compasión son el
vínculo entre philein y xenozein.
Si miramos hacia fuera, si prestamos atención a la vida que no se
ajusta al orden social y a la lucha por el reconocimiento, deberíamos,
si somos rigurosos, adentrarnos en los terrenos de la marginación, de
la humildad de quien conoce la imposibilidad de vivir.
Para Binding y Hoche, el loco es la representación acabada del
ocioso, de quien vive al margen de la gran cohesión social gobernada
por el trabajador y el soldado, esas dos figuras de la alienación social
y, sin embargo, figuras del horror, pues Binding y Hoche entienden
así que la vida del loco es una vida “indigna” sin atender que, por el
mero hecho de su marginación, nos enseña, como Áyax a Odiseo, que
esa desgracia es nuestro más propio extravío y que si aún somos dig-
nos de nuestra vida, de nuestro querer vivir, es porque nuestra mayor
radicalidad a la hora de sentir la vida, su desvarío, a la hora de querer
y odiar, de la angustia y del temor, nos muestra que no somos ciuda-
danos de una pertenencia identitaria, sino sujetos sin identidad. De ese
desvarío nace la palabra que escapa a su representación y el arte que
nos señala lo que no podemos conocer y que, no obstante, es lo único
de lo que habría que hablar en vez de las monsergas del trabajo libe-
rador y de la adaptación a una máquina decrépita y voraz custodiada
por esas dos tristes figuras del soldado y del trabajador tan elogiadas
por Binding y Hoche.
¿La alternativa al manicomio es la leucotomía química? No idea-
lizamos la imposibilidad de vivir del loco y su descabellado afán de
vivir, pero tampoco el ejercicio de una normalidad o “cohesión social”

21
Karl Binding y Alfred Hoche, Die Freigabe der Vernichtung lebensunwerten Lebens,
BWV, Berlin, 1920.

100
que consiste en la aniquilación de los sujetos. Si el loco es represen-
tante de la subjetividad lo es únicamente porque supone el fracaso de
la integridad ciudadana y, en ese sentido, desvela que la ciudadanía se
orienta sobre un terreno movedizo que requiere para su consolidación
series repetidas de exterminio. Uno de esos llamados “locos” escribió
contra los “aduladores del trabajo”:
Es la mejor policía que mantiene a todo el mundo a raya y puede evitar
con firmeza la razón, la concupiscencia y el anhelo de independencia,
puesto que gasta una ingente cantidad de energía nerviosa en quitar
fuerza a la reflexión, a la meditación, a soñar, a amar, a odiar. Nos pone
ante los ojos un fin nimio y concede satisfacciones fáciles pero regula-
res (Friedrich Nietzsche, Morgenröte (Aurora), 1881).

Esto fue escrito tres décadas antes del funesto texto de Binding y
Hoche, que tuvo uno de sus exponentes en el taylorismo americano,
el cual, por boca de Henry Ford, proclamó –cual un Hegel lúcido de
la determinación civilizatoria– que “en la civilización no hay lugar
para gente ociosa”, es decir, para locos, enfermos, pobres, pensadores,
amantes y todo ese sinsentido. ¿Cuánto “personal excedente”, como
lo llaman los economistas, necesita esta civilización? Como efecto y
síntoma de la barbarie civilizatoria, el loco nunca va a desaparecer.
Por eso podemos amarlo. “Yo amo a quienes no saben vivir de
otro modo que hundiéndose en su ocaso, pues ellos son los que pasan
al otro lado”, escribió Nietzsche en el prólogo a su Así habló Zara-
tustra. ¿Quiénes son los que pasan al otro lado? Aquellos que no con-
siguen encuadrarse en el orden sistemático de la razón como someti-
miento al fetichismo que adora el ritual de anulación de la voluntad de
vivir, el ritual del culto a la idiocia colectiva. Por eso podemos amarlo,
porque nos enseña a vivir la imposibilidad y eso nos ayuda a aligerar
nuestra impostura. Con él, como con cualquier sujeto del síntoma, no
deberíamos ocupar el lugar del “experto” o del “profesional”, sino el
de un sujeto que atiende el malentendido de ser sujeto. Cuando se dice
“vaya usted a ver a un profesional” ya se está condenando y denigran-
do su dolor. “Vaya usted a ver a un hombre”, le diría Wittgenstein, es
decir, a un sujeto que conozca su imposibilidad, entre otras cosas, de
cambiar el mundo o legislar sobre cualquier otro.
Francisco Pereña

101
ANEXO
La palabra de Julio Fuente

Un año antes de su final, recibí un escueto mensaje de texto te-


lefónico: “Julio enfermo”. Le había conocido muchos años atrás; él
venía con un saber y unos méritos a la espalda de los que nunca hizo
gala. Se había especializado como neurólogo y compartiríamos los
años de formación psiquiátrica en las Clínicas de la calle Ibiza, en
el hospital hoy llamado Gregorio Marañón. Entre los residentes de
especialidad siempre se conserva un vínculo fraternal más o menos
sublimado en el que se mantienen las jerarquías de antigüedad y creo
que Julio siempre me tomó en cierto modo como un hermano mayor,
aunque él era sin duda más inteligente y más culto que yo. A lo largo
de los años nunca perdimos el contacto, no nos unió una estrecha
amistad, pero si un callado afecto. Él llevaba en su porte algo des-
galichado, una fragilidad esencial, una ausencia total de vanidad y
una irreprimible curiosidad por la cultura en su sentido más amplio.
Siempre me había sorprendido la amplitud y profundidad de sus lec-
turas y de sus intereses por todo lo que tuviera alguna relación con
la creación artística y por el mundo en general. Me había hablado
en algunas ocasiones, ya en los últimos años, de su afición a escribir
algunos relatos cortos y de una novela que nunca vio la luz. Algunos
meses antes de morir me dejó leer su escrito sobre su experiencia
psicótica de los años noventa.
Poco tiempo después, un día en que nos volvimos a encontrar, le
dije que quizás estuviera bien que escribiera algo más sobre su vida,
y sobre tantas cosas sobre las que podría decir algo. Yo no tenía co-
nocimiento de ningún texto que hubiera publicado, ni literario ni en
algo relacionado con su trayectoria psiquiátrica, pero estaba conven-
cido de que podría trasmitir algo valioso. Posiblemente, su condición
de paciente psiquiátrico fue siempre para él un pesado lastre que le
impedía mostrar su pensamiento y su saber hacer profesional. Sí supe
por algunos compañeros que era bastante apreciado al menos durante
una época por sus pacientes. En uno de los últimos encuentros en su
casa me dejó así como con vergüenza e inadvertidamente una vieja
cinta grabada por ambas caras con su voz, con textos leídos, casi mu-
sitados, de los que he extraído los fragmentos que a continuación se
pueden leer y también escuchar en el audio que acompaña la versión
digital de este libro en la página web de la AEN (www.aen.es).

105
Sin duda, la muerte cercana le hizo perder el pudor con el que
siempre se había protegido. No pude, ni supe, reconocerle en ese mo-
mento el valor de los textos que me hizo llegar; por eso me reconforta
darlos a conocer ahora. Son textos, como se puede apreciar en la gra-
bación, dictados por él, recitados con ritmos muy diferentes, a veces
con un estilo más narrativo, otras más poético y otras más aforístico.
He recogido en ellos notas antiguas escritas años atrás sobre recuerdos
de infancia, observaciones de sus años de psiquiatra en Ávila, reflexio-
nes muy personales sobre el lenguaje y la melancolía, los paseos y la
vida, con citas y referencias a algunos de sus autores queridos. Una
parte importante de la grabación es un largo poema, que yo he vertido
en verso, con los cortes, escansiones y puntuaciones que me han pa-
recido más convenientes y en el que se aprecia una aguda y dolorida
sensibilidad que atisba su muerte próxima. Escuchar su voz nos acerca
a su memoria más viva, desnuda y desgarrada.
Agradezco el consentimiento que su hermana Gabina nos ha dado
para la publicación de estos textos. Ella fue a lo largo de su vida uno de
sus más firmes soportes, y con su amoroso cuidado, de gran ayuda para
Julio durante todo el proceso de su enfermedad hasta su final.

José María Redero San Román

106
Fragmentos de un diario

Recuerdos de infancia

Primera memoria
Mi abuelo Tomás me llevaba, cuando yo era todavía muy peque-
ño, a las veladas del circo Price, donde aún resonaba vivaz, vibrátil,
el trapecio dorado y magnético de Pinito del Oro y se ahuecaban cada
vez más rotas en el desgarro de mi recuerdo las voces de la Niña de
Antequera o de la de Jerez o de Juanita Reina, acerca de la cual pon-
tificó mi abuelo que siempre sería mi sempiterna madrina. Y es que
mi abuelo, huérfano de madre, me malacostumbró desde muy niño,
cuando mis padres se ausentaban, a tomar un sorbito de quina Santa
Catalina justificándolo por ser una afamada medicina para el raqui-
tismo y el encanecimiento y por haberla tomado él mismo cuando iba
vendiendo por los pueblos de la sierra, sudoroso de tanta caminata y
colgándole del cuello ristras de ajos, paletadas de gramíneas, de se-
millas, de cereales y atados de leguminosas, o de aceitunas y de uvas
frescas. Lo mismo hizo cuando, ya sentada la cabeza y tras haber
conseguido por extrañas influencias la portería de una aristocrática
casa madrileña cuyas prematuras grietas comenzaban a mostrarse,
yo le acompañaba en el chiscón, atalaya del portero, panóptico del
vigía, y por la escalera de la izquierda subían y bajaban señoronas
emperifolladas, hombres condescendientes y ceremoniosos que se-
guían como perros falderos a los subsecretarios de Hacienda, y por
la derecha lo hacían criadas de poco porte e improbable belleza y en-
tonces me decía que le sustituyera un momento y, como al desgaire,
me dejaba en el cenicero un Ideales semiencendido, semiapagado,
intuyendo que no iba a resistir la tentación de darle una calada. Y así
fueron las caladas de mi primer pitillo, que me costaron una lastimo-
sa lipotimia.
Algunos años después, cuando ya mi madre le cuidaba tan amo-
rosamente como lo había hecho conmigo antes, antes de que las res-
quebrajaduras de la casa se le contagiaran y se le subieran a la cabeza;
y él cada vez más descuidado, desaliñado y zarrapastroso, hasta el
punto de que el dueño de la casa le dio el finiquito, aunque no tuvo en
cuenta la paga extraordinaria de Navidad ni los cupones de los ciegos

107
y todos nos tuvimos que ir con él, recorriendo la áspera travesía del
desierto. Yo le llevaba de desayuno sopas de leche que él deglutía
clamoroso y una copita de anís machaquito y entonces me guiñaba el
ojo y cuando se iba mi madre me dejaba dar un chupito. En la pequeña
casa en que nos refugiamos un día me dijo, mejor dicho me farfulló,
que él creía –ese grano de cordura que hay en el fondo de cualquier
locura– que yo ya me había muerto. Lo hizo cuando las resquebraja-
duras de aquella casa dejaron de perseguirle y se convirtieron en leves
rejas, en tornos y celosías o simplemente vidrieras clausuradas en los
ventanales del tiempo. Yo estaba por mi parte aterrado, viendo sin ver
una mediocre película que ponían por la televisión.

Huesos de Santo
El día 1 de noviembre de todos los años, día de todos los santos,
subíamos toda la familia con el abuelo Tomás al frente por la avenida
de Aragón camino del cementerio. El tiempo era invariablemente hú-
medo y frío, el cielo gris, como correspondía a un otoño ya crecido.
Todos, niños y adultos a lo largo de la acera prieta, dejábamos a un
lado las tiendas abiertas de los marmolistas que exhibían los últimos
modelos de lápidas, los descampados donde se levantaría varios años
más tarde el barrio de la Elipa y algunas pequeñas tiendas supervi-
vientes de lo que debió de ser alguna vez barrial de casas, autónoma
y cerrada sobre sí misma. En una de las tiendas de aquellas casas-pas-
telerías-panaderías se exponían, tras un cristal algo sucio, buñuelos
de viento y huesos de santo, las golosinas de las fiestas; al verlos
según íbamos yendo al cementerio yo ya anticipaba el regreso, por-
que después de atravesar en ambos sentidos las portadas solemnes y
algo churriguerescas del cementerio de la Almudena, sabía que iban
a cumplir su promesa como lo habían hecho sin faltar año tras año, y
al final del día, antes de que se encendieran las llamitas de las ánimas,
tendría mi ración de huesos de santo.

De lo vivido

Fisonomía urgente de Ávila (18 de agosto de 1994)


En los veranos de Ávila se asiste a la repoblación de lo habi-
tualmente despoblado. Es un tópico decir que la desolación que ha-

108
bitualmente presentan sus calles y sus plazas al hacerse la noche
es debida a su dura climatología. Si esto es así o no, no lo podría
asegurar, pero sí es cierto lo contrario, que en los meses de verano,
poco antes de la caída del sol, la gente empieza a poblar sus parques
y calles y se expande progresivamente hasta primeras horas de la
noche, siguiendo así paralelamente los ritmos de la temperatura y
la estación. Incluso he visto en alguno de los días más calurosos de
este caluroso verano cómo oleadas de viejos bajaban de sus casas
y se extendían a lo largo y ancho del parque de San Antonio según
la noche iba aliviando con su manto los vapores ardientes del día.
Radiografía de una ciudad de provincias sometida en su curso vital
a los ritmos de la naturaleza. En todo caso, los viejos son los prota-
gonistas de la estación; orondos, gregarios, satisfechos, estrellas ab-
solutas, acuden en masa de todas las partes de la ciudad al parque de
San Antonio, unos andando, otros llevados en coche por familiares
o vecinos, quizá alguno trasportado en ambulancia; allí se solazan
a lo largo de las arboledas o sentándose en las balaustradas que los
separan de la calle, forman corrillos bulliciosos en los que cualquier
extraño de similar edad encontrará rápida y fraternal acogida. En
general, toda la fisonomía de la ciudad es similar a la que representa
en miniatura el susodicho parque de San Antonio, no sólo por la
proliferación de personas de la tercera edad, sino también por su dis-
posición espacial; grupos compactos y hospitalarios en el Grande,
pausados paseantes por las avenidas que se detienen ante la vista del
conocido o del rincón en sombras, paso fulgurante del motociclista
enloquecido, similar ritmo de agrupamientos y disoluciones, monó-
tona repetición de lo que es velado o enlentecido en otras épocas
del año. Si uno pudiera observar desde el aire el despliegue de sus
habitantes, los vería como círculos concéntricos en progresivo acer-
camiento o alejamiento, pero sin perder nunca el centro, la figura del
círculo o de los círculos, símbolo de la inmovilidad, de la perfección
y de la detención en el tiempo.

Sobre los diarios

Probablemente, más que a una mayor o menor riqueza de lo


vivido, la apetencia de necesidad del diario obedezca a una cierta
percepción de la inconsistencia de lo vivido, a una sobrestimación
de la representación sobre el fenómeno. Cómo se pueda alumbrar

109
cierta verdad en la confluencia de lo real y de su elaboración a través
de la escritura es un aspecto más difícil de enunciar. Más allá del
valor testimonial o comunicacional del monólogo, y a diferencia de
la comunicación verbal, en que el otro, aún funcionando como mero
espejo, nos puede devolver una verdad, el mecanismo de producción
de verdad sólo puede surgir aquí por el propio discurso escrito con
su componente de letra frente al de palabra y su afán de permanencia
e inmortalidad, que le dota de un carácter testamentario, definitivo.

15 de junio de 2014
Floja mucosa nasal resultado del penduleo fondón de este estío
inicial.
¿Era necesaria la lectura de Améry? Defender la integridad per-
sonal (¿cuál?) ante la alienación. La alienación social, colutorio obli-
gado ante la soledad.
Se me ha quedado grabada la expresión: carcinoma con metás-
tasis óseas. Eso, a pesar de la lucha por la negación, del anhelo de
negación del yo cuando ya todo es dolor y ni siquiera se teme, sino
que se desea el último estertor. Todo eso vendrá , pero ¿cuándo?, y
sobre todo, ¿cómo?

21 de junio de 2014
¿Es mi impotencia lo que me hace aparentar como sospechosas
algunas actuaciones de los demás? El muerto es un enfermo abando-
nado. Reacciones de rechazo mudo o de silencio forzado del que nos
sobrevuela; el silencio. ¿Cuándo empezó la sensación de que en un
momento determinado, dejaré de empujar más? Mucho tiempo antes
de lo que pudiera suponer, en un pasado incierto.

26 de junio de 2014
¿No hay más remedio que confiar en el superyo del prójimo?
Llega un momento en que todo se convierte en pequeños núcleos de
humillaciones concéntricas. A medida que eso ocurre, el otro va ad-
quiriendo su máxima opacidad. Una televisión a todo volumen presi-
de la cama de un moribundo solitario (hospital de Sevilla hacia el año
93). ¿Y si todo fuera un agradable adormecimiento?

110
27 de junio de 2014
Él ya, ya no está; se emboza en los pliegues del imposible estar
sucediendo, que sólo desde lo anticipado, placer u horror, tuvo lugar
desde el principio. Abismos del desamor en que la fuerza no sostie-
ne su atadura, que queda deshilachada a merced de todos los vientos.
Nacemos en el otro, morimos por el otro. Él nos guía en la deriva del
viento este.
El milagro de lo continuo, de las conexiones causales o la necesi-
dad de la ficción en el perímetro de la verdad.
Me miraste en el estertor, en uno de tus innumerables estertores,
y me preguntaste si te estabas muriendo; mejor aún, me preguntaste si
en eso consistía el morirse. No fue mi silencio subsiguiente ni cobardía
ni torpeza, sino la imposibilidad de guiar tu mirada desde mi afuera.
Imposible falsificar las perlas que enhebra en la frente la angustia
cotidiana.

4 de julio de 2014
Volviendo parcialmente a la realidad. La realidad no se esfuma
como se esfuman los sueños. Ni ruidos ni timbres la dispersan, ni gri-
tos ni estruendos la interrumpen. Las escenas en los sueños son equi-
vocas y ambiguas, lo que se puede explicar de muy distintas maneras.
Lo real representa lo real, por eso es mayor su misterio. Para los sue-
ños hay llaves, la realidad se abre sola y no se deja encerrar; por el
resquicio se asoman certificados y estrellas, se derraman mariposas y
almas de viejas planchas, gorros sin sus cabezas y los cráneos de las
nubes; de esto surge un acertijo que no tiene solución: sin nosotros
no habría sueños; aquél sin quien no habría realidad no es conocido
y el producto de su insomnio se contagia a todo el que despierta. No
deliran los sueños, delira la realidad, aunque sea por la insistencia con
que se aferra al suceder de los hechos. En los sueños aún vive nuestro
difunto reciente, goza de buena salud, se ve incluso más joven; la rea-
lidad tiende ante nosotros su cuerpo sin vida, no retrocede ni un paso.
Los sueños son tan ligeros que la memoria se los quita de encima fácil-
mente; la realidad no tiene que temerle al olvido, es un hueso duro de
roer, nos trae de cabeza, nos pesa en el alma, se nos enreda en los pies.
No hay escapatoria,:la realidad nos acompaña en cada huida y no hay
una estación de nuestro itinerario en la que no nos espere.

111
Caminantes
A veces paseo sin rumbo fijo con el propósito de huir de mis pen-
samientos, o, por el contrario, a través de una actividad sin sentido
intento darle una solución o un final a lo que no lo tiene, pues el intento
de su desvelamiento no hace sino incrementar su destino laberíntico.
Huir, siempre huir de mí mismo a través de una trama que siempre me
devuelve la imposibilidad de conseguirlo. Miro a los paseantes, sus
gestos, sus expresiones y querría ser semejante a ellos, que un punto
virtual de unión se estableciera entre mi aburrimiento, mi indiferencia,
mis prisas y las que supongo en ellos. Pero sus rostros están vacíos, ce-
rrados a cal y canto, tan distantes y desconocidos como cuando de niño
intentaba conjeturar a través de una ventana iluminada la índole de sus
invisibles moradores. A veces no me fijo en el entorno, mis pensamien-
tos me golpean con mayor intensidad y traspaso sin mirar la cara de los
paseantes, desechada por imposible la posibilidad de que entre ellos y
yo se manifieste algo así como un lazo común de humanidad.
En otros tiempos, los percibía a todos como a un todo, como lle-
nos, y a esa plenitud oponía mi yo incompleto; uno sólo puede ser
completo, me decía, cuando has sido mirado por el otro o por ellos,
cuando eres aludido o nombrado por los mismos, cuando se es, en fin,
un ser para otro, el sí o el para-sí sartreano; a falta de la señalización
de otro, siempre aparecerá incompleto, imagen difusa de un espejo
velado. Cuando aparecieron mis otros, que más que otros fueron mis
semejantes, desaparecieron los flecos amorfos y mi yo tomó su carac-
terístico perfil esférico y redondeado. ¿Cuanto duró? No podría señalar
una fecha, una circunstancia, pero debió ser a medida que se fueron
aflojando los lazos humanos que mantenía con ellos y volví a sentir
la primigenia inanidad de mi yo. Lo que hago yo ahora, paseante so-
litario, buscando sin buscarlo, el hombre anónimo de la gran ciudad.
Baudelaire venido a menos. Una dudosa similitud para mi inconcre-
ción, un atisbo de los deseos vulgares que les mueven, la sombra de
un reconocimiento. Es inevitable que mire con más intensidad a las
mujeres, a las jovencitas, y ellas me devuelven una mirada tan ambi-
gua y sorprendida que mis ojos no la sostienen por vergüenza de una
exposición excesiva a la intimidad, tanto propia como ajena; quiero
mirarlas pero me da pánico que ellas me la devuelvan. Pero, como he
dicho, al principio generalmente deambulo, es decir, camino sin rumbo
fijo, apenas me percato de los viandantes y más que nada intento huir

112
de mí mismo, estar donde no estoy, ser donde no soy; una fuga perpe-
tua para espantar la conciencia dolorosa de un self excesivo, la presión
de la gusanera (así llamo a lo que rebulle en el interior del cráneo como
una pulsación de la nada, como una premonición de la muerte). Y no
lo consigo. Casi milagrosamente, por singulares que hayan sido los
encuentros, he conseguido el reconocimiento callado con algunos ca-
minantes, y aplico esta expresión como contrapuesta a la de paseantes,
pues permite darle una ocupación de actividad dirigida, mientras que
la anterior remite más bien al ocio o al capricho. Aquel reconocimien-
to ha sido más bien una identificación, la conciencia de una similitud
entre mi dolor y el suyo, entre nuestras mutuas cegueras para con el
mundo. He coincidido en tales ocasiones con ciertos sujetos caminan-
tes más o menos presurosos, de rumbo fijo o de desnortado recorrido,
con los que he recreado una coincidencia en nuestro camino.

A una dama sin nombre


A Ana y Loli
El verano pasado te encontré y te perdí.
Te me viniste multiplicada y te me fuiste quebrada
en susurros, murmullos, veleidades vagas
a lo largo del pasillo acodado, acotado,
agobiante de calor, asfixiante a cal y canto
de una planta de psiquiatría de un hospital general
donde ambos y otros nos morimos un poco más.
Tú más desde tu abismo de adolescente,
muchacha-en-flor, pájara pinta
desde donde habías salido volando ya varias veces antes
a través de altos ventanales, cristaleras vanas,
desmesurada, alucinada, desnucada,
a la búsqueda de un padre que nunca te quiso ver,
que no quiso saber nada de ti
en la ausencia de tu nombre.
Vuelve este año con un verano prematuro
y en el fondo de ausencia de mi nostalgia,
en que tras tu figura intento vanamente recordar tu nombre
que dejé de saber, que desaprendí de recordar
tras la niebla tupida de los psicofármacos,

113
en el silencio de las despedidas nunca celebradas,
clausuradas precipitadamente,
en la errancia de nuestros destinos desacordes.
Fuiste la dulzura infinita de los silencios enclaustrados,
la sombra pegada a la sombra de mi cuerpo,
una pregunta indefinidamente abierta
que fui incapaz de responder.
Tus palabras monocordes, automáticas,
“La comida, la medicación, la cena”
fueron hitos, mojones, que,
desde tu seca voluntad de esquizo desamparada,
sembraste mi camino de novicio recién ingresado
para ayudarme a recorrer, a descerrajar
mi áspera travesía del desierto,
dejándome tras de ellas,
la suavidad inconmensurable de tu mirada.
Hoy vuelve mi añorante recuerdo
al absurdo olvido de tu nombre,
y vuelvo, en estos malos tiempos para la lírica y el sosiego,
a la inicua realidad de los locos,
a la uña y carme de los sufrientes,
a las túnicas azafranadas de las videntes,
al hondo pozo sin fondo, sin luz, de los suicidas insomnes.
Madrid, junio de 2001

Citas y reflexiones sobre lenguaje, literatura y vida


Kafka.
El como sí se convierte en literal. El horror es la abolición, por
ello, de la posibilidad de sentir o de imaginar, y la literalización animal
de lo humano.
Sueños. Robert Walser.
¿No será la escritura de Robert Walser una escritura invertida?
¿La agonía perpetua metamorfoseada en un esfuerzo titánico de per-
petuar una artificiosa belleza? La parodia a través de la burla y de la
ironía más fina.
Poesía de Wislawa Szymborska.

114
Antología. Dickinson.
Y siempre, por mí, como sabéis, San Juan de la Cruz.
El idiota de Dostoyevski conserva los ecos de la tragedia griega.
El Príncipe, Rogozhin y Nastasia Filipovna conocen de antemano su
destino y no pueden escapar a él. La redención sólo podrá venir de la
fraternidad en el odio entre el Príncipe y Rogozhin, de la fascinación
por el rostro sufriente de Nastasia; por el lado de la compasión en el
Principe , por el lado del crimen en Rogozhin. El coro es ese magnífico
retablo de personajes secundarios que pululan alrededor del Príncipe.
Tanto en las confesiones de San Agustín como en las de Rousseau
hay un punto crucial que les da sentido; en el primer caso, un hecho
que podríamos en principio catalogar como positivo: su afán de con-
versión; en el segundo, uno que por lo menos podríamos ver como
negativo, el complot. Hay un antes y un después de estos hechos. El
recorrido es invertido, en el primer caso el mal precede al bien, en el
segundo le sigue, siendo el testimonio del bien inicial el que refuta el
mal ulterior y el que le da sentido a la obra en su vertiente polémica.
Wittgenstein señala que no se escribe lo que se piensa como tal si
no lo que ya se piensa como escritura. La cuestión sería si lo que se
piensa para ser expresado ya se piensa como lenguaje; en tal caso, el
pensar tendría un alcance ilimitado, pues pugnaría continuamente por
abrirse paso a través de los muros más estrechos del lenguaje; de ahí la
sensación cotidiana de no poder expresar fielmente lo que se piensa o
lo que se siente a través de las palabras; en sentido contrario, por su fi-
jación, las obsesiones, que no son sino ideas parasitadas por el lengua-
je y que sólo pueden liberarse de él a través de sus formas más físicas y
primarias, el gesto ritual, la blasfemia. El pensamiento como actividad
más o menos reguladora de la mente representa una pequeña parte del
constante fluir de la conciencia, pues supone algo así como la vida de
la mente, su respiración y la necesaria postración de la conciencia a sí
misma para poder prevalecer; de ahí que nunca, incluso en el sueño,
podamos no pensar en nada. Gran parte de este pensar fluyente se nos
pierde habitualmente por los pliegues y poros de la conciencia hacia
el punto ciego de lo olvidado y de lo insignificante que sólo podremos
recuperar si acaso en un tiempo posterior, con el mismo e instantáneo
fulgor con que pronto recordamos el sueño de la noche anterior. Inclu-
so cuando el pensamiento es conscientemente motivado y dirigido a un

115
fin, como, por ejemplo, cuando se piensa en cómo resolver un proble-
ma, en el pensar se nos presenta tan solo el resultado final y no su se-
cuencia, sus pasos intermedios, que se han difuminado o volatilizado
en el chispazo de la consecución; tal vez sea por la propia impaciencia
del pensamiento o por esa fluidez que no permite permanencia ni re-
poso. Por un lado, un gasto sólo justificado en su continuo fluir por la
necesaria conservación de la conciencia de sí; por el otro, una parque-
dad en la también necesaria resolución de un problema que precisa de
una respuesta rápida. Pensar como instrumento de la supervivencia del
animal humano del que es fundamental atributo, pero también como
medio para captar la realidad inteligible del mundo.
Parménides.
A pesar de ello, conservará la tristeza por la perdida irresponsabi-
lidad del animal y la culpabilidad por haber sido la causa de la expul-
sión del paraíso terrenal.
Erasmo.
El pensamiento no está bajo control, sólo muy rara vez lo con-
seguimos. Un grupo ilimitado de elementos exteriores e interiores
desviarán, confundirán, cualquier desarrollo lineal del pensamiento.
Soliloquios de pensamiento semiocultos, semiarticulados, no desea-
dos, recorren sus anárquicos caminos por debajo del habla articulada
cognitivamente, concebida y percibida. Respecto del pensamiento po-
dríamos decir lo mismo que Wittgenstein decía del lenguaje, que lo
que se expresa en él no podemos nosotros expresarlo a través de él.
El odio, cuando se da de un modo particular, solitario, es un medio
que encuentra el sujeto para la separación, tomando la fijeza del recha-
zo. El odio convertido en rencor o resentimiento busca en el encierro
una homogeneidad para la extinción de lo dispar.
La venganza es la crueldad del afán de proporción; es también
necesario el dominio, esto es, el señorío de ser, la capacidad para go-
bernar a los demás y para gobernarse a sí mismo.
El silencio es el núcleo del poder.
Como Hermann Broch en Los sonámbulos describe a sus persona-
jes como figuras coaguladas o abriéndose paso trabajosamente por la
neblina del tiempo, hay quienes aceptan ser como figuras de porcelana

116
del salón de una gran casa y quienes no abandonan el honor como su
divisa; otros se debaten entre la abulia y el exceso, la armadura del
uniforme y el amor de una cortesana, pero ninguno se hurta al destino
de un pasado congelado. Ciegos a un mundo por venir, sólo les queda
en su desconcierto el alejamiento y el extravío.
Autoestima en el melancólico. Éste por su narcisismo primordial
está encerrado en su yo a no ser que algo del mundo exterior le com-
plazca transitoriamente; aunque se representa su mundo interior y por
tanto su yo bajo la conciencia de su degradación, no dejará de com-
placerse en él y en darle la estima que merece, que no otra cosa es la
excesiva contemplación y atención que le dedica. El propugnar, como
se quiere, una mejoría en la autoestima no significa sino hacer crecer
ese yo omnipresente hasta límites elefantiásicos.
El fracaso de la construcción de la Torre de Babel fue debido a un
exceso de glosolalia.
Soliloquio. Cicatriz hipertrófica resultado de la amputación del sí
mismo. El parto de los montes.
El deseo busca lo desconocido, expande a la novedad que encuen-
tra en el mundo su afán de conocimiento, y lo lleva hasta el extremo
del placer donde le disuelve el espasmo.
Olvidar o recordar. Es necesario olvidar pero es conveniente re-
cordar.
Al Mercado, al Progreso y a lo Político se les debe embozar en su
hablar. Sólo así se recuperará el silencio y el sentido de las cosas. Decir
que el silencio es la realidad de los cuerpos es más serio que decir que
el silencio es la realidad de las cosas.
Sólo queda ese cuerpo mudo, presencia física, inaccesible, que
remite cada vez al impaciente o ciego cuerpo del padre o progenitor,
y que es, en su absoluto silencio, un silencio que no encierra promesa
alguna de palabra o de sentido; la experiencia de la mayor soledad, la
experiencia del vacío de la palabra y de la soledad del cuerpo.
Basilisco. Bestia que está siempre encolerizada. Nunca se supo
en el pasado cómo ocurre con el unicornio, si fue un animal alegórico
o real. Ya desde finales del Renacimiento se le consideró un animal
de fábula. Los antiguos le describieron como una serpiente con múl-

117
tiples patas, alas, una cola curva y serpentina y una cresta como la
del gallo; para ellos era una verdadera sierpe que se diferenciaba del
resto por llevar la cabeza siempre levantada. En su Pseudodoxia Epi-
démica, Thomas Browne, médico y escritor del siglo XVII admirado
por Borges, no le adjudica ninguna forma natural, siendo más bien
una fantasía jeroglífica presentada de diferentes maneras para expresar
intenciones varias. En su época se utilizaba como una tramoya manual
del arte, una impostura artificial; en lo que concierne a su veneno o
ponzoña se consideraba que mataba a distancia y que lanzaba su tóxico
por la mirada y por anticipación de la visión. Los ojos reciben impre-
siones ofensivas de los objetos que miran y pueden tener influencias
mutuamente destructivas. Todo es cuestión de prioridad y rapidez de
la visión; en resumen, si el basilisco muere o no matando por su propia
ponzoña, y si además lo hace a través del corazón.

Final
Estupefacción, sangre, pero también alborozo
en el rugido sincero de la vida,
Ya echa su aliento el hocico extendido
sobre los cabellos derramados sobre el cuello
por el viento que desnuda su cuerpo,
sus piernas en temerosa carrera,
huida, huida que aumenta su belleza con pasos resonantes
en las praderas umbrías.
Ya toca el hocico extendido su cuerpo desnudo por el viento,
matanza, orgía,
las piernas desnudas en temerosa carrera de pasos resonantes,
presa inevitable en la llanura de los asfódelos.
Ya toca el hocico extendido su cuerpo desnudo
y abre las fauces,
matanza, celebración de los restos, esquirlas.
Ya abre las fauces sobre el cuerpo desnudo,
y entonces vencida por el esfuerzo de la huida
eleva una plegaria a los dioses,
ignorante la ninfa de que es el mismo Dios quien está a punto de
cobrarla, esquirlas,
y de pronto un pesado sopor reblandece su cuerpo, sus miembros,
en el fluir universal de lo inanimado,

118
de lo inmóvil pero también fluido,
donde la lucha, la huida,
es extensión, es excrecencia,
y la sangre palidece, deja de ser la sangre de la crueldad,
ya no hormigueos, restos, esquirlas,
sino rumores atávicos de criaturas insensibles,
que nacen y mueren con la lentitud inevitable del silencio,
criaturas vegetales o florales,
en vez de la lucha, guerra o huida,
el empuje sordo, el inevitable avance,
lentitud detenida del silencio,
relojes de piedras que miden por años luz milésimas de movimiento.
El equivalente de la lucha, de la huida,
es extensión, es excrecencia,
multiplicidad intercambiable.
Un pesado sopor invade sus miembros,
hinojo, aquileña, ruda, romero para recordar, guirnaldas.
Siente palidecer su sangre en rumores atávicos de criaturas insensibles,
la misma nota, la misma palabra, la misma hoja,
o bien en rumores inaudibles de criaturas insensibles,
que cuando quieren multiplicarse,
cargados con la densidad inabarcable que les presta verdor y colores,
se repiten por millones,
multiplicidad intercambiable, rumores inaudibles,
la extensión, la excrecencia, el empuje sordo, el inevitable avance.
Un pesado sopor invade sus miembros,
la misma corteza, la misma hoja,
la misma palabra en eco suspendida,
el rumor universal de lo inanimado que es empuje sordo,
inevitable avance, hormigueos,
ya no en los miembros sino en el interior del cuerpo,
se infiltran en la médula de los huesos con el susurro inevitable del
silencio,
el empuje sordo, el inevitable avance,
la extensión, la excrecencia, la multiplicidad intercambiable,
hinojo, aquileña, ruda, romero para recordar,
yo, nenúfares, las criaturas insensibles,
que nacen o mueren con la lentitud inevitable del silencio,
y que cuando quieren multiplicarse se repiten por millones,

119
la misma corteza, la misma raíz, la misma hoja, multiplicidad
intercambiable.
Un pesado sopor invade sus miembros tullidos,
la brisa no mueve sus cabellos y las venas dejan de moverse,
siente palidecer su sangre
en rumores atávicos e inaudibles de criaturas insensibles,
que cuando quieren multiplicarse se repiten por millones
y se infiltran en la médula de los huesos
con la lentitud inevitable del silencio
y las venas dejan de moverse,
la misma corteza, la misma raíz, la misma hoja,
multiplicidad intercambiable en el mundo vegetal,
en el mundo mineral el empuje sordo,
el inevitable avance de criaturas insensibles,
que se infiltran en silencio en la médula de los huesos
y provocan una incurable nostalgia.
Hinojo, aquileña, ruda, romero para recordar,
dolor de piedra, un dolor sordo.
Siente palidecer su sangre en dolores atávicos de criaturas insensibles,
ciega proliferación de su muda y ubicua presencia,
y las venas dejan de moverse.
Sordo dolor licúa el mármol manando lágrimas,
un pesado sopor invade sus miembros,
la misma corteza, la misma raíz, el mismo tronco, la misma hoja,
multiplicidad intercambiable.
Lo que no vivía era lo que más pesaba,
las criaturas insensibles,
relojes de piedra que miden por años luz milésimas de movimiento,
silencio en la médula de los huesos.
Un sordo dolor que excitaba a la crueldad y a la venganza,
en el mundo animal la lucha es matanza, pero es también orgía,
la guerra es destrucción, pero es también alborozo,
lucha, huida, en el mundo vegetal,
en el mundo mineral el empuje sordo el inevitable avance,
ya no la lucha, la huida en temerosa carrera,
los pasos resonantes por las praderas umbrías.
Criaturas insensibles en la lentitud inevitable del silencio,
eran las que más dolían, las que más pesaban,
las que se infiltraban en la médula de los huesos,

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y producían un sordo dolor y una incurable nostalgia
del viento que derramaba sobre el cuello y desnudaba su cuerpo.
Un sordo dolor que excitaba a la crueldad y a la venganza,
porque un pesado sopor invadía sus miembros,
una delgada corteza se unía a su pecho y sus cabellos crecían como
hojas,
sus brazos como ramas y sus pies tullidos como raíces perezosas.
La misma corteza, el mismo tronco, la misma hoja,
multiplicidad intercambiable,
hinojo, aquileña, ruda,
romero para recordar, la ninfa Penea, laurel,
sordo dolor de piedra, sordo dolor que licúa el mármol, manando
lágrimas,
sordo dolor de ramas, de troncos, de raíces,
de hojas en la médula de los huesos,
de ramas, troncos, raíces, hojas,
en inevitable avance,
cuando la tierra se mueve, las piedras se abren, el bosque avanza,
ya es tarde
y si se siente en la médula de los huesos, en el interior del cuerpo,
el cuerpo ya se está empezando a convertir
en parte de esa multiplicidad intercambiable.
Sordo dolor, dolor sordo manando lágrimas,
dolor de una incurable nostalgia de la lucha, la huida, la guerra,
la orgía,
dolor que excita a la venganza y a la crueldad,
a la crueldad que añade la distinción humana al rugido sincero de
la vida,
por eso aún no es tarde para la lucha, la huida,
la sangre se enrojece
y espesa en los hormigueos, las parestesias,
revive los miembros tullidos,
encarcelados en tronco, raíz, rama, árbol,
ahora ya dispuestas para la carrera, la lucha, la huida,
para el rugido sincero de la vida.
Su cuerpo vuelve a disfrutar de la espesura de los otros,
recorre bosques inaccesibles, dardo inevitable,
piezas muertas inevitables en la llanura de los asfódelos,
destrucción pero también alborozo.

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Resuenan sus pasos en las praderas umbrías,
donde una multitud de ruedas y de duras pezuñas había reblandecido
el suelo, cuando la
guerra, la matanza, la huida,
olisquea sus huellas,
las piernas desnudas, pieza inevitable,
los pasos que resuenan en las praderas umbrías.
La espera cobrar inmediatamente,
por eso olisquea sus huellas con el hocico extendido,
el dardo inevitable, la lucha, la sangre, la huida en temerosa carrera,
los pasos resonantes en el suelo hacia bosques inaccesibles,
hacia la inaccesible llanura de los asfódelos.
El viento desnuda su cuerpo, sus piernas desnudas,
alborozo, orgía,
y mueve los cabellos derramados por el cuello,
ráfagas de imágenes, la sangre palpitante, el aliento rápido.
Ya echa su aliento sobre los cabellos derramados por el viento,
la sangre palpitante,
el aliento rápido de la huida en temerosa carrera,
los pasos resonantes en el suelo reblandecido de ráfagas de imágenes,
de inconcretas veleidades, de extravíos.
Yo soy la ninfa Penea,
y ya echa su aliento con el hocico extendido
sobre mis cabellos derramados por el cuello.
Ya echa su aliento rápido la sangre palpitante en temerosa carrera,
pulsos palpitantes en el cráneo,
ráfagas de imágenes, fogonazos de luz en la oscuridad.
Yo soy la sangre palpitante en temerosa carrera, las piernas desnudas,
el cuerpo desnudo, los cabellos derramados por el viento,
y el hocico ya toca mi cuerpo,
sangre cada vez más palpitante, en el cráneo, en la gusanera,
fogonazos de luz en la oscuridad.
El hocico extendido ya toca mi cuerpo,
las fauces abiertas en temerosa carrera,
el aliento cada vez más rápido,
fogonazos de luz en la oscuridad,
esquirlas de pensamientos en la gusanera.
Ya echa su aliento con el hocico extendido
que toca mi cuerpo desnudo en temerosa carrera de polvo, sangre,

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pulsos en el cráneo palpitante,
el aliento cada vez más rápido cuando abre sus fauces,
abre mi cuerpo desnudo, mis piernas desnudas,
el cráneo, la gusanera, una súbita luz inenarrable.
Yo soy el grito, el aullido, el espanto,
Yo grito,
una súbita luz inenarrable en la penumbra,
el aliento rápido, la sangre palpitante.
Yo soy en la penumbra de la habitación,
yo soy por fin,
lejos del hocico extendido de las fauces en la penumbra de la
habitación,
el cuerpo desnudo, el aliento, la sangre,
la de siempre bajo la manta verde,
el cuerpo tenso, extendido, desnudo,
inconcretas veleidades, extravíos de la víspera.
Yo soy la misma, la de siempre, la de la víspera,
la que sabe diferenciar de ella la realidad de la habitación en
penumbra,
la desfalleciente luz del sol extinguido en la habitación en penumbra,
bajo la manta de viaje de color verde desteñido por incontables viajes,
el cuerpo desnudo, sudoroso, extendido,
el pálpito, el eco del grito suspendido,
la de siempre, la que sabe diferenciar de ella en su interior,
la realidad exterior de la habitación, del sofá,
de la manta familiar y permanente,
mi cuerpo bajo la manta verde desteñida del viaje interior
desde donde traigo una flor de asfódelo en la mano,
la sangre palpitante.
Yo soy en la penumbra de la habitación.
Yo soy, por fin, lejos del hocico extendido de las fauces,
en la penumbra sin forma de la habitación,
el cuerpo desnudo, el aliento, la sangre,
la de siempre, bajo la manta verde,
el cuerpo extenso, extendido, desnudo,
inconcretas veleidades, extravío.

123
Índice

Julio Fuente, una sensibilidad trágica, Francisco Pereña................ 11


Un delirio.......................................................................................... 19
Del delirio de filiación al delirio persecutorio, Francisco Pereña.... 47

Anexo
La palabra de Julio Fuente, José María Redero San Román............ 105
Fragmentos de un diario.................................................................... 107

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