Académique Documents
Professionnel Documents
Culture Documents
A L G U N O S P O E M
A S
MODERNISTAS
LO FATAL
A René Pérez
Dichoso el árbol que es apenas
sensitivo,
y más la piedra dura porque esa ya
no siente,
pues no hay dolor más grande que el
dolor del ser vivo,
ni mayor pesadumbre que la vida
consciente.
Ser, y no saber nada, y ser sin rumbo
cierto,
y el temor de haber sido y un futuro
terror...
Y el espanto seguro de estar mañana
muerto,
y sufrir por la vida y por la sombra y
por
lo que no conocemos y apenas
sospechamos,
y la carne que tienta con sus frescos
racimos,
y la tumba que aguarda con sus
fúnebres ramos,
¡y no saber adonde vamos,
ni de dónde venimos!....
Rubén Darío
(Los Cisnes y otros poemas)
CAUPOLICÁN
A Enrique Hernández Mirayes
Es algo formidable que vio la vieja
raza:
robusto tronco de árbol al hombro
de un campeón
salvaje y aguerrido, cuya fornida
maza
blandiera el brazo de Hércules, o el
brazo de Sansón.
Por su casco sus cabellos, su pecho
su coraza
pudiera tal guerrero, de Arauco en
la región,
lancero de los bosques, Nemrod
que todo caza,
desjarretar un toro, o estrangular
un león.
Anduvo, anduvo, anduvo. Le vio la
luz del día,
le vio la tarde pálida, le vio la
noche fría,
y siempre el tronco de árbol a
cuesta del titán.
“¡El Toqui, el Toqui!” clama la
conmovida casta.
Anduvo, anduvo, anduvo. La
aurora dijo : “Basta”,
e irguiose la alta frente del gran
Caupolicán.
Rubén Darío, 1888.
(Azul)
BANQUETE DE
TIRANOS
Hay una raza vil de hombres
tenaces,
de si propios inflados, y hechos
Todos,
Todos del pelo al pie, de gorra y
diente;
y hay otros, como flor, que al
viento exhala
en el amor del hombre su perfume.
Como en el bosque hay tórtolas y
fieras
y plantas insectívoras y puras
sensitivas y clavel en los jardines.
De alma de hombres los unos se
alimentan;
los otros su alma dan a que se
nutran
y perfumen su diente los glotones,
tal como el hierro frío en las
entrañas
de la virgen que mata se calienta.
A un banquete se sientan los
tiranos
pero cuando la mano
ensangrentada
hunde en el manjar, del mártir
muerto
surge una luz que les aterra, flores
grandes como una cruz súbita
surgen
y huyen, rojo el hocico, y pavoridos
a sus negras entrañas los tiranos.
Los que se aman a sí, los que
augusta
razón a su avaricia y gula ponen;
los que no ostentan en la frente
honrada
ese cinto de la luz que en el yugo
funde
como el inmenso sol en ascuas
quiebra
los astros que a su seno se
abalanzan;
los que no llevan del decoro
humano
orando el sano pecho; los menores
y los segundones de la vida, sólo
a su goce ruin y medro atentos
y no al concierto universal.
Danzas, comidas, músicas, harenes,
jamás la aprobación de un hombre
honrado.
Y si acaso sin sangre hacerse
puede,
hágase... Clávalos, clávalos
en el horcón más alto del camino
por la mitad de la villana frente.
A la grandiosa humanidad
traidores,
como implacable obrero
que en féretro de bronce clavetea,
los que contigo
se parten la nación a dentelladas.
José Martí
AL BUEN PEDRO
Dicen, buen Pedro, que de mí
murmuras
porque tras mis orejas el cabello
en crespas ondas su caudal levanta:
¡diles, bribón, que mientras tú en
festines,
en rubios caldos y fragantes pomas,
entre mancebas del astuto Norte,
de tus esclavos el sudor sangriento
torcido en oro, descuidado bebes;
pensativo, febril, pálido, grave,
mi pan rebano en solitaria mesa
pidiendo ¡oh triste! al aire sordo
modo
de libertad de su infortunio al
siervo
y de tu infamia a ti. Y en estos
lances,
suéleme, Pedro, en la apretada
bolsa
faltar la monedilla que reclama
con sus húmedas manos el barbero.
José Martí.
A ROOSEVELT
¡Es con voz de la Biblia, o verso de
Walt Whitman,
que habría de llegar hasta ti,
Cazador!
¡Primitivo y moderno, sencillo y
complicado,
con un algo de Washington y cuatro
de Nemrod!
Eres los Estados Unidos,
eres el futuro invasor
de la América ingenua que tiene
sangre indígena,
que aún reza a Jesucristo y aún
habla en Español.
Eres soberbio y fuerte ejemplar de
tu raza;
eres culto, eres hábil; te opones a
Tolstoi.
Y domando caballos, o asesinando
tigres,
eres un Alejandro-Nabucodonosor.
(Eres un profesor de energía,
como dicen los locos de hoy)
Crees que la vida es incendio,
que el progreso es erupción;
en donde pones la bala
el porvenir pones.
No.
Los Estados Unidos son potentes y
grandes.
Cuando ellos se estremecen hay un
hondo temblor
que pasa por las vértebras enormes
de los Andes.
Si clamáis, se oye como el rugir del
león.
Ya Hugo a Grant lo dijo: "Las
estrellas son vuestras"
(Apenas brilla, alzándose, el
argentino sol
y la estrella chilena se levanta...).
Sois ricos.
Juntáis al culto de Hércules el culto
de Mammón;
y alumbrando el camino de la fácil
conquista,
la libertad levanta su antorcha en
Nueva York.
Mas la América nuestra, que tenía
poetas
desde los viejos tiempos de
Netzahualcoyolt,
que ha guardado las huellas de los
pies del gran Baco,
que el alfabeto pánico en un
tiempo aprendió;
que consultó los astros, que
conoció la atlántida.
cuyo nombre nos llega resonando
en Platón,
que desde los remotos momentos
de su vida
vive de luz, de fuego, de perfume,
de amor,
la América del grande Moctezuma,
del Inca,
la América fragante de Cristóbal
Colón,
la América católica, la América
española,
la América en que dijo el noble
Cuatemoc:
"Yo no estoy en un lecho de rosas",
esa América
que tiembla de huracanes y que
vive de amor;
hombres de ojos sajones y alma
bárbara, vive.
Y sueña. Y ama, y vibra: y es la hija
del sol.
Tened cuidado. ¡Vive la América
Española!
¡hay mil cachorros sueltos del León
Español!
Se necesitaría, Roosevelt, ser por
Dios mismo,
el Riflero Terrible y el fuerte
Cazador,
para poder tenernos en vuestras
férreas garras.
Y pues, contáis con todo, falta una
cosa: ¡Dios!
Rubén Darío
METEMPSICOSIS
*Teoría de la trasmigración de las almas (reencarnación)
Era un país de selva y amargura; un país con altísimos
abetos,
con abetos altísimos, en donde
ponía quejas el temblor del viento.
Tal vez era la tierra cimeriana
donde estaba la boca del infierno,
o la isla que el grado ochenta y siete
de latitud austral, marca el lindero
de la líquida mar; sobre las aguas
se levantaba un promontorio negro,
como el cuello de un lúgubre caballo,
de un potro colosal, que hubiera muerto
en su última postura de combate,
con una hinchada nariz humeando al viento.
El orto formidable de una noche
con intenso borrón manchaba el cielo,
y sobre el fondo de carbón flotaba
la alta silueta del peñasco negro.
Una luna ruinosa se perdía
con su amarilla cara de esqueleto
en distancias de ensueño y de problema;
y había un mar, pero era un mar eterno,
dormido en un silencio sofocante
como un fanático animal enfermo.
Sobre el filo más alto de la roca,
ladrando al hosco mar estaba un perro.
Sus colmillos brillaban en la noche
pero sus ojos no, porque era ciego.
Su boca abierta relumbraba, roja
como el vientre caldeado de un brasero;
como la gran bandera de venganza
que corona las iras de mis sueños;
como el hierro de un hacha de verdugo
abrevada en la sangre de los cuellos.
Y en aquella honda boca aullaba el hombre,
como el sonido fúnebre en el hueco
de las tristes campanas de noviembre.
Vi que mi alma
con sus brazos yertos
y en su frente una luz, hipnotizada
subía hacia la boca de aquel perro,
y que en sus manos y sus pies sangraban
como rosas de luz, cuatro agujeros;
y que en la hambrienta boca se perdía,
y que el monstruo sintió en sus ojos secos
encenderse dos llamas, como lívidos
incendios de alcohol sobre los miedos.
Entonces comprendí (¡Santa Miseria!)
el misterioso amor de los pequeños
y odié la dicha de las nobles sedas,
y los prosapios con raíz de hierro;
y hallé en el lodo gérmenes de lirios,
y puse la amargura de mis besos
sobre bocas purpúreas, que eran llagas;
y en las prostituciones de tu lecho
vi esparcidas semillas de azucena,
y aprendí a aborrecer como los siervos;
y mis ojos miraron en la sombra
una cruz nueva, con sus clavos nuevos,
que era una cruz sin víctima, elevada
sobre el oriente de un incendio,
aquella cruz sin víctima ofrecida
como un lecho nupcial. ¡ Y yo era un perro!
Leopoldo Lugones.