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Desperté a las seis, oscurecía. ¿Cuándo nos dormimos? Habrá sido a las
nueve o diez de la mañana. La fiesta terminó al amanecer y contra la voluntad de
sus amigas, Mariana aceptó quedarse a dormir en casa. Las muchachas llegaron
ayer desde Mendoza para un Congreso sobre Educación Técnica, pero las
reuniones también fueron suspendidas y mañana regresarán a su provincia por
avión, si hay vuelos. Son jóvenes: tienen entre veintitrés y veinticinco años.
¿Inteligentes? Tal vez. Una es peronista, Delia. Las otras son de izquierda, algo
entre PCR, PST, FAS, no es fácil precisarlo. La peronista estuvo en la fiesta pero
apenas participó: atendió la cocina, rondó la biblioteca y festejó algunos chistes,
pero la vi rencorosa hacia sus amigas. Quizá fui yo quien más la perturbó a causa
de algunos chistes negros sobre cadáveres y política.
No recuerdo qué hablamos antes de dormir, pero entendí que ella estaba
contenta y eso debió alegrarme. Mariana es inteligente, observadora, dúctil.
Supongo que la desarmó mi estilo displicente de seducirla. En determinado
momento me llamó «sociólogo porteño», palabras que marcaban cierta distancia,
cierto asombro. Naturalmente, aquí todo debió ser distinto para ella, también eso
me gusta. Mañana, dentro de veinte horas, volverá a su provincia para regresar no
bien las cosas se normalicen. Eso creo. De ser así jugaré mis cartas y me dedicaré
por completo a ella mientras dure su congreso. Esa segunda vez, cuando retorne a
su provincia, no habrá ni planes ni saudades. Tal vez me recordará por un tiempo
y si alguna vez voy a Mendoza seguramente inventará coartadas, confundirá a su
novio o a su marido, y vendrá a visitarme al hotel. Eso tenderá a repetirse cada dos
o tres años. Por ahora va bien.
—Es que no podemos estar sin cambiar opiniones sobre lo que ocurre —
dice.
—¿Qué pasó?
—Se aguantarán.
—Pero mira que se habla que quieren salir, hablé con un hijo de Lanusse y
dice que ellos no pueden saber nada…
Mariana se marchó. Nos citamos para las doce de la noche en su hotel para
cenar juntos y despedirnos. ¿Habrá restaurantes?
Paso veinte minutos bajo la ducha cálida: empiezo a vivir. Me atraviesa una
excitación muy fuerte cuando pienso en la muchacha y en el trabajo que me espera
si se confirma el entierro para mañana. Los diarios no arriesgan opinión, la radio
tampoco. El país está detenido, aparentemente.
Dudo al vestirme. ¿La campera azul de nylon? ¿La verde impermeable? ¿El
saco de cuero…? Llovizna. Escojo entonces mi campera verde impermeable,
aunque no tengo pantalón verde ni marrón, que son los que combinan pues mi
ropa quedó bloqueada el lunes por la tarde, al cerrar la tintorería. Me calzo un
pantalón azul y el pullover azul que combina con él aunque no se correspondan
con la campera verde, que es la que hace juego con el clima.
Qué bueno que Mariana haya preparado tanto café. Llevo la cafetera al
living mientras termino de planificar la jornada. Primero: concluir los llamados
telefónicos. A Laura: obligado. A Fernando, a ver si pasó por el estudio: no fue.
Miguel Ángel me dice que quiere verme urgente. Nos citamos para las ocho en el
bar Ramos de Corrientes y Montevideo. Quedan cuarenta minutos libres y
aprovecho para pasar por el estudio. Levantaré la cámara fotográfica y el flash. La
oficina huele mal: allí han quedado las colillas de la tarde del lunes y el trabajo
inconcluso. El personal se retiró cuando fue confirmada la noticia.
Reviso los flashes. Tomo uno con carga suficiente. Elijo un objetivo 1/50 y
armo la Nikon. Me alegra encontrar media docena de rollos Ilford de 800 ASA.
Resuelvo tratarlas como 1600 y anoto en la agenda para alertar al laboratorista y no
arruinar mis tomas. Encuentro un carnet de periodista acreditado en la Policía
Federal comprado hace un año, que nunca usé: ahora me servirá. En un cajón
descubro un sobre con dos cuentaganados que creía perdidos. Los recogí
automáticamente, sin confiar demasiado en la utilidad que me pueden brindar.
El centro de la ciudad está a oscuras, han apagado las dos terceras partes de
los faros de cuarzo del alumbrado público y los comerciantes interrumpieron la
iluminación de sus vidrieras y propagandas el mismo lunes antes de cerrar.
Si mis cálculos son correctos, la gente que hoy, miércoles a las diecinueve,
está en la cola que no avanza, jamás verá el cuerpo velado en el Congreso. Anoche
la cola se incrementaba a razón de doscientas personas por minuto mientras en
Congreso circulaba a menos de cincuenta personas por minuto. Estimando que el
flujo de público se interrumpe cada media hora al llegar embajadores o figuras
importantes, sólo la tercera parte de la cola llegará a ver el féretro. La radio dice
que ha estado Balbín mirando el cuerpo del presidente. Aunque extiendan el
velorio un par de días más, a riesgo de enfrentar la descomposición del cadáver, no
más de la quinta parte de los hombres de la cola accederá al Congreso.
Ahora comprendo por qué asentí cuando el señor Sabato me dijo «pobre
gente»: no pueden calcular. ¿No pueden rebelarse contra el absurdo de continuar
en la cola y volver al calor de sus casas? Evoco una familia que conocí cuando era
practicante de medicina, era gente criolla, muy pobre. Yo atendía a la madre,
diabética, que andaba ya por los setenta años. Vivían en una casa de ladrillos sin
revocar, construida hacia 1920. De los hijos que con ella compartían la casa, tres
eran obreros —dos metalúrgicos, uno textil— y el otro hombre, hijo o yerno tal vez,
era chofer de ómnibus. Con lo que ganaban entre los cuatro podían transformar
esa casa en un sitio habitable, pero vivían así, en la misma miseria que encontraron
cuando su padre, muerto ya, la edificó pensando en ellos. El viejo debió haber sido
quintero o carrero, los hijos le salieron radicales populistas, «boinas blancas», como
él. Ni en las villas he tenido esa imagen de pobreza, de resignación y persistencia
en lo imposible que conocí en esa familia Acosta, y que ahora estoy viendo en la
cola.
Tomo treinta y seis fotos de este sector del público. Cada toma me alivia, me
satisface. Cambio el rollo mientras avanzo por Montevideo hacia Corrientes. Es
hora de encontrar a Miguel, pero todos los bares están cerrados. Desde la radio
reclaman a obreros y empresarios gastronómicos que abran sus puertas para
abastecer las necesidades de la cola, pero los patrones de los locales han preferido
desestimar el pedido para evitarse contratiempos.
Una mujer joven ofrece un vaso con café: «compañero, no tire el vaso…»,
reclama. Dentro de un ómnibus han improvisado una cocina donde lavan los vasos
en grandes ollas de agua hirviente. Son universitarios. La que alcanza café es una
chica de dieciocho años, me gusta. Lleva puesto un anorak de esquiadora y
pantalones Wrangler importados. Trabaja activamente y llama a todos
«compañeros». No teme el contacto con la gente, que en este sector es de
composición mayoritariamente masculina. A menudo he visto estas muchachas
ocupándose de servir a gentes de otras clases: antes los curas y ahora los
psicoanalistas, según parece, vienen estimulando esta especie de turismo social en
las chiquilinas, en la creencia de que mejora en algún sentido. Prendo mi primer
cigarrillo del día —un Jockey— y preferiría quedarme contemplando el
desplazamiento de la muchacha entre el público, pero será inútil intentar un
contacto: sus compañeros del ómnibus parecen monopolizarla. Trato de
memorizar su rostro y gracias a una compañera que la ha llamado descubro su
nombre: Gabriela. Es hermosa.
Miguel me esperaba en la puerta del bar Ramos. Sabe tan poco como yo de
lo que ocurre en el país pero interpreta todo de manera diferente. Calcula que el
velatorio será postergado, cree que en las altas esferas se ha abierto una lucha por
el poder e imagina cambios de gabinete para las próximas semanas. Miguel fue de
la Juventud Peronista hasta hace un par de meses, ha cumplido diez años de
militancia y conoció todas las sectas internas del movimiento. Me citó, explica, por
un trabajo urgente: sus amigos de los noticieros, él y unos compañeros de la
Secretaría de Prensa disponen de varios miles de metros de película en proceso de
laboratorio, y quieren montarlos con saldos de noticieros viejos para vender sus
copias como documental en los próximos días. Han pensado en mí para redactar
los guiones y dar una mano en la comercialización. Me ofertan un tercio de las
ganancias. Calculo: 15 000 dólares a ganar en cuatro días de trabajo, un buen
negocio. Pienso en Mariana y en mi cita de esta noche mientras comienza a rondar
en mi cabeza el tema del guión; alcanzaría para un film de cuarenta minutos,
venderlo será fácil, los servicios de prensa de las embajadas podrían intermediar
en la operación por un pequeño porcentaje. Miguel me mira, esperando una
respuesta.
—Lo ganás en tres días… —insiste. Pero yo continúo con las fotos y percibo
que Miguel cree que lo presiono para llevarlo a mejorar su oferta, y que tal vez mi
vacilación es deliberada, para ocultar el entusiasmo. ¿Qué hacer con Mariana?
Puedo postergarla. Puedo rogarle que se quede en Buenos Aires o invitarla a viajar
conmigo el mes próximo. Hay soluciones.
1974
Japonés
—¡El lechón…! ¡El lechón con cerveza…! —gritó el Japonés desde cubierta.