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PIAGET, J., El estructuralismo, Barcelona, 1980, págs. 64 ss.

JEAN PIAGET

EL ESTRUCTURALISMO
4. Las estructuras psicológicas
11. Los inicios del estructuralismo en psicología y la teoría de la «Gestalt».

- Se puede considerar que la noción de estructura apareció en psicología a


principios de este siglo, cuando la «psicología del pensamiento» de la escuela de
Wurzburg se opuso (en el momento en que Binet lo hacía en Francia y Claparède en
Suiza) al asociacionismo, que pretendía explicado todo mediante asociaciones mecá-
nicas entre elementos previos (sensaciones e imágenes). Además, es sorprendente
comprobar que, con unos medios estrictamente experimentales, K. Bühler pudo, a
partir ya de esta época, poner en evidencia los caracteres subjetivos de la estructura
que la fenomenología ha utilizado después constantemente: la intención y el
significado. Efectivamente, demostró no solamente que el juicio es un acto unificador
(sobre lo cual todos los antiasociacionistas estaban totalmente de acuerdo), sino que
el pensamiento comporta unos grados de creciente complejidad a los que llamó
Bewusstheit (pensamiento independiente de la imagen y que atribuye significados),
Regelbewusstsein (conciencia de la regla que interviene en las estructuras de
relaciones, etc.) e intentio o acto sintético dirigido que aspira a la arquitectura de
conjunto o al sistema del pensamiento en acto.
Solamente, en vez de orientarse en la dirección funcional de las raíces
psicogenéticas y biológicas, la «psicología del pensamiento», al dedicar sus análisis al
único terreno consumado de la inteligencia adulta (y se sabe por añadidura que el
«adulto» estudiado por un psicólogo es siempre elegido entre sus ayudantes o
estudiantes), no ha descubierto finalmente más que unas estructuras lógicas, de
donde esta conclusión que se ha impuesto a ella de que «el pensamiento es el espejo
de la lógica», mientras que un análisis de la génesis conduce evidentemente a invertir
estos términos.
Pero la forma más espectacular del estructuralismo psicológico sin lugar a dudas la
ha proporcionado la teoría de la Gestalt, nacida en 1912 de los trabajos convergentes
de W. Köhler y de M. Wertheimer, y por su prolongación en psicología social debida a
K. Lewin y a sus alumnos.
La teoría de la Forma o Gestalt se desarrolló en el ambiente de la fenomenología,
pero solamente ha conservado de esta la noción de una interacción fundamental entre
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el sujeto y el objetos y se ha resueltamente comprometido en la dirección naturalista


debida a la formación de físico que había recibido Köhler y al papel que han
desempeñado en él y en otros los modelos de campos. Además estos modelos han
ejercido sobre la teoría una influencia que se puede actualmente juzgar en ciertos
aspectos nefasta, aunque fue estimulante en sus principios.
Efectivamente, un campo de fuerzas, como un campo electromagnético, es una
totalidad organizada, es decir, en donde la composición de las fuerzas toma una cierta
forma según las direcciones y las intensidades; solamente se trata ahí de una com-
posición que se produce casi instantáneamente y, si se puede aún hablar de
transformaciones, estas son casi inmediatas. Ahora bien, ya en el terreno del sistema
nervioso y de los «campos» polisinápticos, la velocidad de las corrientes eléctricas es
mucho más lenta (de 3 a 9 ciclos por segundo para las ondas alfa). Y si la organización
de una percepción a partir de las aferencias es rápida, no es una razón para
generalizar este ejemplo a todas las Gestalts. Ahora bien, la preocupación de los
efectos del campo condujo a Köhler a ver un acto auténtico de inteligencia solamente
dentro de la «comprensión inmediata» (el insight), como si los titubeos que preceden
a la intuición final no fueran ya inteligentes. Y sobre todo el modelo de campo sin
duda es responsable de la poca importancia atribuida por los gestaltistas a las
consideraciones funcionales y psicogenéticas y, finalmente, a las actividades del
sujeto.
Ello no impide que, precisamente porque está así concebida, la Gestalt represente
un tipo de «estructuras» que gustan a cierto número de estructuralistas cuyo ideal,
implícito o confesado, consiste en buscar unas estructuras que puedan considerar
como «puras», porque las desearían sin historia y a fortiori sin génesis, sin funciones y
sin relaciones con el individuo. Es fácil construir esencias de este tipo en el terreno
filosófico, donde la invención está libre de toda coacción, pero es difícil encontradas
en el terreno de la realidad comparable. La Gestalt nos ofrece tal hipótesis; es
importante, pues, examinar cuidadosamente su valor.
La idea central del estructuralismo gestaltista es la de totalidad. Ya en 1890,
Ehrenfes había demostrado la existencia de percepciones relativas a las cualidades de
conjunto o de forma (Gestaltqualität) de los objetos complejos, tales como una
melodía o una fisonomía; efectivamente, si se traspone la melodía de un tono a otro,
todos los sonidos particulares pueden encontrarse cambiados, aunque, no obstante, se
pueda reconocer la misma melodía. Solamente Ehrenfels vio en estas cualidades de
conjunto unas realidades perceptivas superponiéndose a las de las sensaciones. La
originalidad de la teoría de la Gestalt es, al contrario, de contestar la existencia de
las sensaciones en calidad de elementos psicológicos previos y a atribuirles solamente
el papel de elementos estructurados, pero no el de estructurantes. Lo que está
presente desde el principio es, pues, una totalidad como tal, y se trata de explicarla;
aquí es donde interviene la hipótesis de campo, según la cual las aferencias no
afectarían aisladamente al cerebro, sino que desembocarían, por mediación del
campo eléctrico del sistema nervioso, en unas formas de organización casi inmediatas.
Pero quedan por encontrar las leyes de esta organización.
Ahora bien, como que en un campo los elementos están constantemente
subordinados al todo, cada modificación local entrañando una modificación del
conjunto, la primera ley de las totalidades perceptivas, es, no solamente que existen
unas propiedades del todo como tal, sino, además, que el valor cuantitativo del todo
no es de ningún modo igual al de la suma de las partes. Dicho de otra manera, esta
primera leyes la de la composición no aditiva del todo, y Köhler es muy explícito en
este punto, puesto que, en su libro Die physischen Gestalten, niega a la composición
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de las fuerzas mecánicas el carácter de Gestalt a causa de su composición aditiva. En


el terreno de las percepciones, esta composición no aditiva es fácilmente
comprobable: un espacio dividido parece mayor que si no lo está; en ciertas ilusiones
de peso, el objeto complejo A + B (una barra de plomo con una caja vacía encima,
formando ambas una forma simple de color uniforme) parece menos pesado que la
barra A sola (por sus relaciones con los volúmenes, etc.).
La segunda ley fundamental es la de la tendencia de las totalidades perceptivas en
tomar la «mejor forma» posible (ley de la imposición de las «buenas formas»), estando
caracterizadas estas formas que se imponen por su simplicidad, su regularidad, su
simetría, su continuidad, la proximidad de los elementos, etc. En la hipótesis de
campo, se trata de unos efectos de los principios físicos de equilibrio y de menor
acción (de extremo, como en el caso de la Gestalt de las pompas de jabón: máximo de
volumen por el mínimo de superficie), etc. Existen aún otras leyes importantes y
abundantemente verificadas (ley de la figura destacándose siempre sobre un fondo,
ley de las fronteras, que corresponden a la figura y no al fondo, etc.), pero las dos
precedentes son suficientes para nuestra discusión.
Conviene señalar en primer lugar la importancia de esta noción de equilibrio, que
permite explicar la imposición de las buenas formas haciendo al mismo tiempo
economía de su innatismo: como sea que las leyes de equilibrio son coercitivas, bastan
para dar cuenta de la generalidad de estos procesos sin tener necesidad de atribuida a
una herencia. Por otra parte, este equilibrio, en tanto que proceso a la vez físico y
fisiológico, constituye a la vez un sistema de transformaciones, aunque muy rápidas, y
un sistema autónomo en su regulación, dos propiedades que, además de las leyes
generales de totalidad, hacen encajar a las Gestalts dentro de la definición propuesta
de las estructuras en el § 1.
Al contrario, ya en el terreno únicamente de las percepciones, nos podemos
preguntar si la hipótesis del campo, con sus diversas consecuencias antifuncionalistas,
es suficiente para dar cuenta de los fenómenos. Con respecto al campo cerebral,
Piéron demostró que si se muestran a cada ojo por separado uno de los dos excitantes
de una experiencia habitual de movimiento aparente, este no se produce por falta del
circuito inmediato entre los dos hemisferios cerebrales que supondría la teoría.

Desde el punto de vista psicológico se pueden someter las percepciones a toda clase
de aprendizajes, lo que no está muy de acuerdo con la interpretación por un campo
físico; E. Brunswick demostró la existencia de lo que él llamó las “Gestalts empíricas”.
por oposición a las “Gestalts geométricas”; por ejemplo, si presentamos en visión
rápida (taquistoscopia) una forma intermedia entre una mano y una figura con cinco
apéndices muy simétricos, solamente la mitad de los adultos corrigen el modelo en
esta dirección (ley de la buena forma geométrica) y la otra mitad en el sentido de la
mano (Gestalt empírica); ahora bien, si las percepciones quedan modificadas bajo la
influencia de la experiencia y, como dice Brunswick, de las probabilidades de
ocurrencia (frecuencias relativas de los modelos reales), es pues que su estructuración
obedece a unas leyes funcionales y no solamente físicas (leyes de campo), y el mismo
Wallach, principal colaborador de Köhler, reconoció el papel de la memoria en las
estructuraciones perceptivas.
Además, hemos demostrado por nuestra parte con unas series de colaboradores que
existe una notable evolución de las percepciones con la edad, y que, además de los
efectos de campo (pero interpretados en el sentido de un campo de centrado de la
mirada), existen unas actividades perceptivas o relaciones por exploraciones casi
intencionadas, comparaciones activas, etc., que modifican sensiblemente las Gestalts
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en el transcurso del desarrollo; si se estudia en particular la exploración de las figuras


por el registro de los movimientos oculares, se comprueba que estos están cada vez
mejor coordinados y ajustados con la edad. En cuanto a los efectos de campo, sus
interacciones casi inmediatas parecen ser debidas a unos mecanismos probabilistas de
«encuentros» entre las partes del órgano registrador y las de la figura percibida y,
sobre todo, de «acoplamientos» o correspondencias entre estos encuentros, y pode-
mos sacar de este esquema probabilista una ley que coordine las diversas ilusiones
óptico-geométricas planas actualmente conocidas.
En una palabra, ya en el terreno de la percepción, el sujeto no es el simple teatro
en las escenas del cual se representan unas obras independientes de él y reguladas
anticipadamente por las leyes de un equilibrio flsico automático: es actor y, a
menudo, incluso el autor de estas estructuraciones, que ajusta a medida que se van
desarrollando mediante una equilibración activa compuesta de compensaciones
opuestas a las perturbaciones exteriores, o sea, con una continua autorregulación.
Lo que es válido en el terreno perceptivo, se impone a fortiori en los de la
motricidad y de la inteligencia, que los gestaltistas querían subordinar a las leyes de la
composición de las Gestalts en general, especialmente perceptiva. En un libro sobre la
inteligencia de los monos superiores, admirable por otra parte por los nuevos hechos
que descubre, Köhler presenta el acto de inteligencia como una reorganización
repentina del campo perceptivo en el sentido de las mejores formas; y Wertheimer,
por su lado, ha buscado reducir el juego de los silogismos o de los razonamientos
matemáticos a unas reestructuraciones que obedezcan a las leyes de la Gestalt. Pero
dos dificultades primordiales se oponen a estas interpretaciones por la extensión de
las hipótesis de «campo». La primera es que las estructuras logicomatemáticas, aun
presentando sin ninguna sombra de duda unas leyes de totalidades (ver § 5 al 7), no
son unas Gestalts, puesto que su composición es rigurosamente aditiva (2 y 2 suman
exactamente 4, aunque, o porque, esta adición participa de las leyes de la estructura
total de grupo). La segunda es que el sujeto sensoriomotor o inteligente es activo y
construye él mismo sus estructuras mediante unos procedimientos de abstracciones
reflejas que, excepto en casos bastante excepcionales, no tienen gran cosa que ver
con la figuración perceptiva. Pero este es un problema central para la teoría del
estructuralismo y es conveniente pues examinado de cerca.

12. Estructuras y génesis de la inteligencia.


Se pueden conceder toda clase de puntos de partida a las estructuras: o bien se dan
tal cual a la manera de las esencias eternas, o surgen no se sabe por qué en el curso
de esta historia caprichosa, que Michel Foucault llama una arqueología, o bien son
sacados del mundo físico como las Gestalts, o bien dependen de una forma o de otra
del sujeto; pero estas maneras no son innumerables y solamente pueden orientarse
del lado de un innatismo cuya preformación recuerda la predeterminación (excepto en
remitir estas fuentes hereditarias a la biología, lo que plantea necesariamente el
problema de su formación), de una emergencia contingente (lo que nos conduce a la
«arqueología» de pronto, pero en el interior del «pliegue» subjetivo o humano) o de
una construcción. En definitiva, solamente existen tres soluciones: preformación,
creaciones contingentes o construcción (sacar las estructuras de la experiencia no es
una solución distinta, pues, o bien la experiencia sólo está «estructurada» por una or-
ganización que la condiciona previamente, o bien está concebida para dar acceso
directo a unas estructuras externas que están entonces preformadas en el mundo
exterior).
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Como sea que la noción de una emergencia contingente es casi contradictoria con
la idea de estructura (volveremos sobre el tema en el § 21) y, en cualquier caso, con
la naturaleza de las estructuras logicomatemáticas, el verdadero problema es el de la
predeterminación o de la construcción. A primera vista, una estructura constituye
totalidad cerrada y autónoma, parece que su preformación se impone, de donde el
perpetuo renacimiento de las tendencias platónicas en matemáticas y en lógica, y el
éxito de un cierto estructuralismo estático entre los autores enamorados de los
comienzos absolutos o de posiciones independientes de la historia y de la psicología.
Pero como, por otra parte, las estructuras son unos sistemas de transformaciones que
se engendran unos con otros en unas genealogías cuando menos abstractas, y que las
estructuras más auténticas son de naturaleza operatoria, el concepto de
transformación sugiere el de formación y la autorregulación reclama la auto-
construcción.
Este es el problema central con que se encuentran las investigaciones sobre la
formación de la inteligencia y que vuelven a encontrar por la misma fuerza de las
cosas, puesto que se trata de explicar cómo el individuo en desarrollo conquistará las
estructuras logicomatemáticas. O bien entonces las descubre ya totalmente hechas,
aunque se sabe bien que no se comprueba su existencia de la misma manera como se
perciben los colores o la caída de los cuerpos y que su transmisión educativa (familiar
o escolar) solamente es posible en la medida en que el niño posee un máximo de
instrumentos de asimilación que participen ya de tales estructuras (y comprobaremos
en el §17 que lo mismo ocurre para las transmisiones lingüísticas). O bien, al
contrario, se reconocerá que las construye, pero que de ninguna manera es libre para
arreglarlas a su manera como un juego o un dibujo, y el problema específico de esta
construcción es el de comprender cómo y por qué consiguió llegar a unos resultados
necesarios, como si. estos estuvieran predeterminados desde siempre. Ahora bien, las
observaciones y experiencias demuestran de la manera más clara que las estructuras
lógicas se construyen y llegan a necesitar incluso su buena docena de años en elabo-
rarse, pero que esta construcción obedece a unas leyes particulares que no son las de
un aprendizaje cualquiera; gracias al doble juego de las abstracciones reflexivas (ver §
5) que proporcionan los materiales de la construcción a medida de las necesidades, y
de una equilibración en el sentido de la autorregulación que proporciona la
organización reversible interna de las estructuras, estas desembocan, por su misma
construcción, en la necesidad que el apriorismo ha creído siempre indispensable situar
en los puntos de partida o en las condiciones previas, pero que, de hecho, sólo se
alcanza al final.
Ciertamente, las estructuras humanas no parten de la nada, y si toda estructura es
el resultado de una génesis, debemos admitir resueltamente, a la vista de los hechos,
que una génesis constituye siempre el paso de una estructura más simple a una
estructura más compleja, y ello según una regresión sin fin (en el actual estado de los
conocimientos). Existen, pues, unos puntos de partida que debemos asignar a la
construcción de las estructuras lógicas, pero ellas no son ni primeras, puesto que
simplemente señalan el inicio de nuestro análisis a falta de podemos remontar más
arriba, ni están ya en posesión de lo que será a la vez sacado de ellas y apoyado en
ellas en la consecuencia de la construcción. Designaremos estos datos de partida con
el término global de «coordinación general de las acciones», entendiendo con ello los
lazos comunes a todas las coordinaciones sensoriomotrices, sin entrar en el análisis de
los niveles que empiezan con los movimientos espontáneos del organismo y los reflejos
que sin duda son sus diferenciaciones estabilizadas, o incluso con los complejos de
reflejos y de programación instintiva, como la mamada del recién nacido, y que a
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través de las costumbres adquiridas conducen hasta el umbral de la inteligencia senso-


riomotriz o de las conductas instrumentales. Ahora bien, en todos estos
comportamientos cuyas raíces son innatas y cuyas diferenciaciones son adquiridas,
encontramos ciertos factores funcionales y determinados elementos estructurales
comunes. Los factores funcionales son la asimilación -o proceso según el cual una
conducta se reproduce activamente y se integra nuevos objetos (por ejemplo, chu-
parse el pulgar integrándolo en el esquema de la mamada)- y la acomodación de los
esquemas de asimilación a la diversidad de los objetos. Los elementos estructurales
son esencialmente ciertas relaciones de orden (orden de los movimientos en un
reflejo, en los de una costumbre, en las conexiones entre medios y las finalidades
perseguidas), los ajustes (subordinación de un esquema simple, como agarrar a otro
más complejo, como sacar) y las correspondencias (en las asimilaciones de recono-
cimiento, etc.).
Ahora bien, mediante el juego de las asimilaciones simples y recíprocas, y desde el
nivel sensoriomotor anterior al lenguaje, estas formas elementales de coordinación
permiten la constitución de ciertas estructuras equilibradas, es decir, cuyas regulacio-
nes garantizan ya determinado grado de reversibilidad. En principio las dos más
destacables son el grupo práctico de los desplazamientos (coordinación de los
desplazamientos, rodeos y regresos: ver § 5), con la invariante que le está vinculada,
es decir, la permanencia de los objetos procedentes del campo perceptivo y que
pueden volverse a encontrar reconstruyendo sus desplazamientos; y luego esta forma
de la causalidad objetivada y especializada que interviene en los comportamientos
instrumentales (atraer hacia sí los objetos utilizando su soporte o un bastón, etc.). A
este nivel se puede hablar ya, pues, de inteligencia, pero de una inteligencia sen-
soriomotriz, sin representaciones y esencialmente vinculada a la acción y a sus
coordinaciones.
Pero desde el momento en que la función semiótica (lenguaje, juego simbólico,
imágenes, etc.) permite la evocación de las situaciones no percibidas actualmente, es
decir, la representación o pensamiento, asistimos a unas primeras abstracciones re-
flexivas que consisten en extraer de los esquemas sensoriomotrices ciertos vínculos
que son entonces «reflexivos» (en el sentido físico) en este nuevo nivel que es el del
pensamiento, y elaborados en forma de comportamientos distintos y de estructuras
conceptuales. Por ejemplo, a nivel sensorio motor, las relaciones de orden que
permanecían insertas en cualquiera que fuese el esquema articulado, se desprenden
de él para dar lugar a una conducta específica: la de clasificar u ordenar; asimismo,
las incrustaciones se extraen de los contextos en los que permanecían implícitos para
dar lugar a conductas de clasificaciones (combinaciones figurales, etc.) y las
correspondencias se vuelven precozmente bastante sistemáticas «<aplicaciones» de
uno a varios, correspondencias elemento por elemento entre una copia y su modelo,
etc.). En estos comportamientos hay un indiscutible principio de lógica, pero con dos
limitaciones esenciales: no hay aún reversibilidad, o sea, que faltan operaciones (si
definimos estas por su posibilidad de inversión), y por consiguiente no hay
conservaciones cuantitativas (un todo dividido no conserva la misma suma, etc.. Así
pues, no se trata más que de una semilógica (en sentido propio, puesto que falta la
mitad, es decir, las inversas), pero que no obstante marca en su activo dos nociones
bastante fundamentales: Primero hay la noción de función o aplicación ordenada
(pares orientados): por ejemplo, si tiramos progresivamente de un hilo formado por
dos segmentos en ángulo recto A y B, el niño comprende perfectamente que el sector
B aumenta en función de la disminución de A, pero sin admitir por ello que la longitud
total A + B permanece constante, porque únicamente juzga de manera ordinal las
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longitudes (entre puntos de llegada: más largo = más lejos) y no por cuantificación de
los intervalos. A continuación existe la relación de identidad (se trata «del mismo»
hilo, a pesar de que haya cambiado de magnitud). Pero por limitadas que sean, estas
funciones e identidades constituyen ya estructuras, bajo la forma de «categorías» muy
elementales (en el sentido observado en el § 6).
Una tercera etapa es la del nacimiento de las operaciones (de 7 a 10 años), pero
bajo una forma «concreta» que atañe a los objetos en sí mismos: seriaciones
operatorias, con orden comprendido en ambos sentidos, y de ahí la transitividad hasta
entonces ignorada o comprobada sin necesidad; clasificación con cuantificación de la
inclusión; matrices multiplicativas; construcción del número por síntesis de la
seriación y de la inclusión, y de la medida por síntesis de la partición y del orden;
cuantificación de las magnitudes hasta entonces ordinales y conservación de las
cantidades. La estructura de conjunto propia de estas diversas operaciones es lo que
hemos dado en llamar las «agrupaciones», especies de grupos incompletos (a falta de
una completa asociatividad) o de semirredes (con límites inferiores sin los superiores,
o a la inversa: ver § 6), y principalmente cuyas composiciones proceden
progresivamente sin combinatoria.
Pero al analizar las estructuras se reconoce fácilmente que estas proceden todas
ellas de las precedentes, por el doble juego de las abstracciones reflexivas que
suministran todos sus elementos, y de una nivelación origen de la reversibilidad ope-
ratoria. Aquí asistimos pues, e incluso paso a paso, a la construcción de estructuras
auténticas, puesto que ya son «lógicas», y que no obstante son nuevas en relación a
las que las preceden: las transformaciones constitutivas de la estructura son así el re-
sultado de unas transformaciones formadoras, y únicamente difieren de ellas por su
organización equilibrada.
Pero esto no es todo, y un nuevo conjunto de abstracciones reflexivas lleva a
construir nuevas operaciones sobre las precedentes, sin añadir, pues, nada nuevo,
solamente una reorganización, aunque esta vez capital: de una parte, al generalizar
las clasificaciones el sujeto llega a esta clasificación de las clasificaciones (operación
a la segunda potencia) que es la combinatoria, de donde el «conjunto de las partes» y
la red de Boole; de otra parte, la coordinación de las inversiones propias de, la
reversibilidad de las «agrupaciones» de clases (A - A = O) Y de las reciprocidades
propias de las «agrupaciones» de relaciones, lleva al grupo de cuaternalidad INRC ya
expuesto en el § 7.
Al volver a nuestro problema de partida comprobamos, pues, que entre la
preformación absoluta de las estructuras lógicas y su invención libre o contingente,
hay sitio para una construcción que regulándose ella misma por las exigencias sin
cesar acrecentadas de su nivelación (exigencias que únicamente pueden acrecentarse
a medida que van avanzando si la regulación va efectivamente encaminada a un
equilibrio a la vez móvil y estable) desemboca simultáneamente en una necesidad
final y en un estatuto temporal por cuanto es reversible. Ciertamente, siempre podrá
decirse que de este modo el sujeto no hace más que ir a dar con unas estructuras que
virtualmente existen de toda la eternidad y, como sea que las ciencias logicomate-
máticas son las de lo posible más que de lo real, pueden satisfacerse con este
platonismo para uso interno. Pero si hacemos que el saber compartimentado se
prolongue en una epistemología, podremos preguntamos en dónde situar este virtual.
Apoyado en unas esencias no es otra cosa que una petición de principios. Buscado en
un mundo físico es inadmisible. Situado en la vida orgánica es ya más fecundo, pero a
condición de acordarse de que el álgebra general no está «contenida» en el
comportamiento de las bacterias ni de los virus. Entonces, lo que nos queda es la
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propia construcción, y no vemos ningún motivo para creer que no sea razonable pensar
que la naturaleza postrera de lo real consista en estar en constante construcción en
vez de consistir en una acumulación de estructuras ya preparadas.

13. Estructuras y funciones.


- Existen mentalidades a las que no les gusta el sujeto, y si caracterizamos a éste
por sus «experiencias vividas», confesamos ser de éstos. Desgraciadamente, aún
existen más autores para quienes los psicólogos, por definición, están centrados en el
sujeto entendido en el sentido de lo vivido individual. Confesamos no conocer a
ninguno que sea así, y si los psicoanalistas tienen la paciencia de estudiar casos
individuales en los que se encuentran indefinidamente los mismos conflictos y
complejos, se debe a que todavía no se han alcanzado unos mecanismos comunes.
En el caso de la construcción de las estructuras cognoscitivas, es evidente que lo
«vivido» desempeña un cometido insignificante, ya que tales estructuras no se
encuentran en la conciencia de los sujetos, sino, lo que no es lo mismo, en su compor-
tamiento operatorio, y que jamás -hasta la edad de una posible reflexión científica
sobre las estructuras- han tomado conciencia de ellas en cuanto a estructuras de
conjunto.
Es evidente, pues, que si hay que recurrir a las actividades del sujeto para dar
cuenta de las construcciones precedentes, se trata de un sujeto epistémico, es decir,
de los mecanismos comunes a todos los sujetos individuales del mismo nivel; dicho
todavía de otro modo, del sujeto «cualquiera». Incluso tan «cualquiera», que uno de
los más instructivos medios para analizar sus acciones es construir, mediante
ecuaciones o mediante máquinas, unos modelos de «inteligencia artificial» y dar de él
una teoría cibernética para alcanzar las condiciones necesarias y suficientes, no de su
estructura en lo abstracto (el álgebra ya se ocupa de ello), sino de su realización
efectiva y de su funcionamiento.
Desde tal punto de vista las estructuras son indisociables de un funcionamiento y de
funciones en el sentido biológico del término. Quizá se crea que al incluir el
autoajuste o la autorregulación en la definición de las estructuras (§ 4) hemos
rebasado el conjunto de las condiciones necesarias. Ahora bien, cada uno admite que
una estructura presenta unas leyes de composiciones: por lo tanto, es que está
ajustada. Pero entonces, ¿por quién y por qué? Si es por su teórico, no es más que un
ser formal. Si la estructura es «real», es porque hay ajuste activo y, como es
autónomo, hay que hablar por consiguiente de autorregulaciones (el § 12 acaba de dar
ejemplos de ello). Volvemos a caer así en la necesidad de un funcionamiento y, si bien
los hechos obligan a atribuir las estructuras a un sujeto, nosotros podemos
contentamos con definir este sujeto como un centro de funcionamiento.
Pero, ¿por qué semejante centro? Si las estructuras existen e incluso cada una
comporta su autorregulación, hacer del sujeto un centro de funcionamiento, ¿no
equivale entonces a reducido al rango de simple teatro, como reprochábamos (§ 11) a
la teoría de la Gestalt, y no vamos nuevamente a las estructuras sin sujeto con las que
sueñan cierto número de estructuralistas actuales? Es evidente que este sería el caso
si tales estructuras permaneciesen estáticas. Pero si por casualidad se pusiesen a esta-
blecer vínculos entre sí, de distinto modo que por armonía preestablecida entre
mónadas cerradas, entonces el órgano de vinculación vuelve a ser el sujeto por
derecho, y únicamente en dos sentidos posibles: o bien el sujeto será la «estructura
de las estructuras» del yo trascendental propio del apriorismo, o más simplemente el
«yo» de las teorías de la síntesis psicológica (cf. la obra primera de P. Janet, L'
automatisme psychologique, cuyo dinamismo lo ha conducido a superar en un sentido
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funcional y psicogenético), o bien el sujeto no tiene tal poder y no posee estructuras


antes de construidas, y hay que caracterizarlo más modestamente, pero más
realmente, como si no constituyera más que un centro de funcionamiento.
Ha llegado el momento de acordamos de que los trabajos estructuralistas de los
matemáticos han respondido de hecho a esta pregunta, y de un modo cuya
convergencia es contundente (aunque sin ellos haberlo sospechado) con los análisis
psicogenéticos: no existe ninguna «estructura de todas las estructuras» en el sentido
del conjunto de todos los conjuntos, etc., no sólo a causa de las antinomias conocidas,
sino mucho más profundamente a causa de los límites de la formalización. Límites que
en el § 8 hemos atribuido a la relatividad de las formas y de los contenidos y de la cual
ahora se ve que también se relaciona -y ello viene a ser lo mismo- con las condiciones
de la abstracción reflexiva). En otras palabras, la propia formalización de las
estructuras es una construcción que en lo abstracto conduce a una genealogía de las
estructuras, mientras que, en lo concreto, su progresiva nivelación engendra las
filiaciones psicogenéticas (por ejemplo, de la función a los agrupamientos, y de estos
a los grupos de cuatro transformaciones y a las redes).
En la construcción propuesta en el § 12, la función esencial (en el sentido biológico
de la palabra) que conduce a la formación de las estructuras es la de la «asimilación,
por la que hemos sustituido la de asociación, propia de los esquemas atomísticos de
las teorías no estructuralistas. Efectivamente, la asimilación es generatriz de
esquemas y, por consiguiente, de estructuras. Desde el punto de vista biológico, en
cada una de sus interacciones con los cuerpos o energías del medio, el organismo
asimila a estos con sus propias estructuras al mismo tiempo que se acomoda a las
situaciones, siendo pues la asimilación el factor de permanencia y de continuidad de
las formas del organismo. En el terreno del comportamiento tiende a repetirse una
acción (asimilación reproductora), y de aIgún esquema que tiende a integrarse los
objetos conocidos o nuevos de los que su ejercicio tiene necesidad (asimilaciones
recognoscitiva y generalizadora). Así pues, la asimilación es fuente de continuas
puestas en relaciones y en correspondencia, de aplicaciones., etc., y en el plano de la
representación conceptual desemboca en estos esquemas generales que son las
estructuras. Pero la asimilación no es una estructura: no es más que un aspecto
funcional de las construcciones estructurales, que interviene en cada caso particular
pero que, tarde o temprano, conduce a las asimilaciones recíprocas, es decir, a los
vínculos siempre más íntimos que enlazan a las estructuras unas con otras.
No podemos concluir estos § 12 y § 13 sin destacar el hecho de que no todos los
autores han otorgado su apoyo a semejante estructuralismo, principalmente en
Estados Unidos. Por ejemplo, J. Bruner no cree en las estructuras ni siquiera en las
operaciones, puesto que las cree mancilladas por el «logicismo. y que no traducen los
hechos psicológicos en sí mismos. No obstante, cree en las acciones y en las
«estrategias. del sujeto (en el sentido de la teoría de las decisiones): ¿cómo admitir
entonces que las acciones no puedan interiorizarse en operaciones y que las
estrategias permanecen aisladas en vez de coordinarse en sistemas? Además, él busca
el origen de los progresos cognoscitivos del sujeto en los conflictos entre sus diversos
modos de representación: el lenguaje, la imagen y los esquemas de la propia acción.
Pero si bien cada uno de estos esquemas sólo proporciona una visión incompleta y a
veces deformante de la realidad, ¿cómo conciliarlos sin referirse ya sea a la copia de
lo real, irrealizable puesto que no es unívoco (y que para copiar lo real sería necesario
conocerlo de otro modo además de por esta misma copia), o bien precisamente a Mas
estructuras en calidad de coordinación de todos los instrumentos disponibles? ¿No sería
únicamente el propio lenguaje el que en definitiva desempeñaría este cometido
PIAGET, J., El estructuralismo, Barcelona, 1980, págs. 64 ss. 10

privilegiado y estructurador?; y ¿no se vería obligado el estructuralismo de Chomsky a


simplificar los problemas discutidos en este capítulo? Esto es lo que debemos examinar
ahora.

19. El estructuralismo antropológico de Claude Lévi-Strauss.


- La antropología social y cultural se ha ocupado principalmente de las sociedades
elementales en el seno de las cuales los procesos psicosociales son indisociables de las
estructuras lingüísticas, económicas y jurídicas, y de ahí la importancia que damos a
esta disciplina sintética para remediar la brevedad de las observaciones que preceden.
Y como sea que por otra parte Lévi-Strauss es la encarnación de esta creencia en la
perennidad de la naturaleza humana, su estructuralismo antropológico presenta un
carácter ejemplar y constituye el modelo -no funcional, genético ni histórico, sino
deductivo- más contundente que se haya utilizado en una ciencia humana empírica: es
por este aspecto por lo que exige esta obra un examen particular. Efectivamente, nos
parece indispensable que no exista relación entre esta doctrina de la estructura como
hecho primero de la vida de los hombres en sociedad y el estructuralismo
constructivista de la inteligencia desarrollado en el § 12 y el § 13.
Para captar la novedad del método es muy instructivo verlo aplicado a esta
pseudoidentidad del totemismo que ha constituido el concepto clave de tantas
sociologías etnográficas. De un paso profundo de Durkheim sobre los mecanismos
lógicos ya inmanentes a toda religión primitiva, Lévi-Strauss llega a la conclusión de
«Una actividad intelectual cuyas propiedades, en consecuencia, no pueden ser el
reflejo de la organización concreta de la sociedad» (pág. 138); de ahí el rechazo de la
«primacía de lo social sobre el intelecto» (pág. 139). Y el primer principio
fundamental de este estructuralismo que, tras las relaciones «concretas», buscará la
estructura subyacente e «inconsciente» que únicamente puede ser alcanzada por
medio de la construcción deductiva de modelos abstractos. El resultado de ello es un
punto de vista decididamente sincrónico, pero de hecho algo distinto del de la
lingüística. De una parte está motivado por nuestra irremediable ignorancia con
referencia a los orígenes de las creencias y costumbres (pág. 101). Pero de otra parte
-y en esto estriba el hecho de que este sistema sincrónico varíe menos que el de las
lenguas-, «las costumbres se dan como normas externas antes de engendrar
sentimientos internos, y estas normas insensibles determinan los sentimientos
individuales, así como las circunstancias en las que podrán y deberán manifestarse»
(pág. 101): puesto que estas normas se refieren a las «estructuras» que son per-
manentes, semejante sincronismo es pues, en cierto modo, la expresión de ¡un
diacronismo invariante! Naturalmente, ello no quiere decir que Lévi-Strauss quiera
abolir la historia; únicamente allí donde esta introduce cambios se trata todavía de
«estructuras», esta vez diacrónicas, pero que de ningún modo afectan al intelecto
humano. Por lo que se refiere a éste, la historia es simplemente «indispensable para
inventariar la integridad de los elementos de una estructura cualquiera, humana o no
humana. Lejos, pues, de que la búsqueda de la inteligibilidad desemboque en la
historia como si fuese su meta, es la historia la que sirve de punto de partida a
cualquier búsqueda de la inteligibilidad... La historia conduce a todo, pero a condición
de salir de ella» (La pensée sauvage, págs. 347-48).
Es obvio decir que semejante posición es antifuncionalista, por lo menos con
respecto a unos puntos de vista tales como el de Malinovski, «más biológica y
psicológica que propiamente etnológica», es decir, «naturalista, utilitaria y afectiva»
(Totémisme, pág. 82). Ciertamente, si nos atenemos a ciertos tipos generalizados de
PIAGET, J., El estructuralismo, Barcelona, 1980, págs. 64 ss. 11

«explicación» inspirados en el freudismo, comprenderemos por qué Lévi-Strauss a


veces parece atribuir tal limitación a los poderes explicativos de la biología y de la
psicología. Efectivamente, hay que aplaudir sus observaciones decisivas referentes a
las explicaciones mediante la afectividad «el más oscuro aspecto del hombre», pág.
99), que olvidan «que lo que es reacio a la explicación no es propio, por este hecho,
para servir de explicación» (pág. 100). Asimismo, debemos alegramos al ver que Lévi-
Strauss abandona un asociacionismo por desgracia siempre vivo en determinados
medios: «la lógica de las oposiciones y de las correlaciones, de las exclusiones, y de
las inclusiones, de las compatibilidades y de las incompatibilidades, es lo que explica
las leyes de asociación, y no al contrario: un asociacionismo renovado debería fun-
darse en un sistema de operaciones que no dejaría de tener analogías con el álgebra
de Boole» (pág. 130). Pero aunque así podamos ver «una serie de encadenamientos
lógicos que unen las relaciones mentales»(pág. 116), y aunque en todos los terrenos el
paso decisivo es «la reintegración del contenido dentro de la forma» (pág. 123),
seguirá planteado el problema de coordinar tarde o temprano el estructuralismo
sociológico o antropológico y los estructuralismos biológico y psicológico, que en
ningún nivel (desde las homeostasias hasta las operaciones) pueden prescindir de un
aspecto funcional.
Por lo que respecta a las estructuras utilizadas por Lévi-Strauss, es sabido que,
además de las estructuras fonológicas y también en general saussurianas en las que se
ha inspirado partiendo de la lingüística, en las diversas organizaciones del parentesco
de las estructuras algebraicas, ha sabido encontrar unas redes y unos grupos de
transformaciones, etc., a los que ha podido dar forma gracias a la ayuda de ma-
temáticos como A. Weil y G. T. Guilbaud. Y estas estructuras no solamente se aplican
al parentesco, sino que también las encontramos en el paso de una a otra
clasificación, de uno a otro mito, en suma, en todas las «prácticas» y los productos
cognoscitivos de las civilizaciones estudiadas.

Dos textos fundamentales permiten comprender el sentido que Lévi-Strauss da a


estas estructuras en semejante explicación antropológica:
«Si, tal como creemos, la actividad inconsciente de la mente consiste en imponer
unas formas a un contenido, y si estas formas son fundamentalmente las mismas para
todas las mentes, antiguas y modernas, primitivas y civilizadas -como el estudio de la
función simbólica, tal como se expresa en el lenguaje, nos muestra de manera tan
manifiesta-, es necesario y suficiente alcanzar la estructura inconsciente, subyacente
a cada institución y a cada costumbre, para obtener un principio explicativo válido
para otras instituciones y otras costumbres, naturalmente a condición de llevar el
análisis bastante lejos» (Anthropologie structurale, pág. 28). Pero esta mente humana
invariante o «actividad inconsciente de la mente» ocupa en la idea de Lévi-Strauss una
posición precisa, que no es el innatismo de Chomsky ni sobre todo lo «vivido» (que se
trata de «repudiar», «sin perjuicio de reintegrarlo acto seguido en una síntesis
objetiva», Tristes tropiques, pág. 50), sino un sistema de esquemas que se intercalan
entre las infraestructuras y las superestructuras: «El marxismo -si no el propio Marx-
ha razonado demasiado a menudo como si las prácticas fluyeran inmediatamente de la
praxis. Sin poner en duda la indiscutible primacía de las infraestructuras, creemos que
entre la praxis y las prácticas se intercala siempre un mediador, que es el esquema
conceptual para la operación del cual una materia y una forma –una y otra
desprovistas de existencia independiente- se realizan como estructuras, es decir,
como seres a la vez empíricos e inteligibles. Es precisamente a esta teoría de las
superestructuras, apenas esbozada por Marx, a la que deseamos contribuir, reservando
PIAGET, J., El estructuralismo, Barcelona, 1980, págs. 64 ss. 12

a la historia -asistida por la demografía, la tecnología, la geografía histórica y la


etnografía- el cuidado de desarrollar el estudio de las infraestructuras propiamente
dichas, que no puede ser cosa nuestra principalmente porque la etnología es ante todo
una psicología» (La pensée sauvage, págs. 173-74).
Una vez admitida la existencia de las estructuras, el problema central que plantea
esta gran doctrina es el de que no se confundan, a pesar de Radcliffe-Brown (el
etnógrafo anglosajón que más se ha ocupado de ellas), con el sistema de las
interacciones observables, el de comprender en qué consiste esta «existencia». De
ningún modo es una existencia formal relativa únicamente al teórico que disponga sus
modelos a su comodidad, puesto que estas estructuras existen «al margen» de él y
constituyen el origen de las relaciones observadas, hasta el punto de que la estructura
perdería todo su valor de verdad sin esta estrecha concordancia con los hechos.
Tampoco son unas «esencias» trascendentales, puesto que Lévi-Strauss no es
fenomenólogo y no cree en el significado primero del «yo» o de lo «vivido». Las
fórmulas que se presentan sin cesar es porque emanan del «intelecto» o de una mente
humana constantemente idéntica a sí misma, de donde su primacía sobre lo social
(contrariamente a la «primacía de lo social sobre el intelecto» que Lévi-Strauss critica
a Durkheim), sobre lo mental (de donde los «encadenamientos lógicos que unen las
relaciones mentales») y a fortiori sobre el organismo (que con razón se supone explica
la afectividad, pero no es el origen de las «estructuras»). Pero entonces el problema
aún es más agudo: ¿ cuál es el modo de «existencia» del intelecto o del espíritu, si no
es ni social, ni mental, ni orgánico?
Dejar el problema sin respuesta equivaldría a hablar sin más de estructuras
«naturales», pero que recordarían enojosamente el «derecho natural», etc. Ahora
bien, podemos concebir una respuesta. Como muy bien dice Lévi-Strauss, si bien es
necesario reintegrar los contenidos dentro de las formas, también es esencial recordar
que en un sentido absoluto no existen formas ni contenidos, pero que, tanto en la
realidad como en matemáticas, toda forma es un contenido para aquellas que lo
engloban, y todo contenido es una forma para aquellos que contiene. Solamente
(como hemos visto en el § 8) que ello no significa que todo sea «estructura», y queda
por comprender cómo pasar de esta universalidad de las formas a la existencia de
estructuras mejor definidas por ser más limitadas.
Primeramente es necesario notar que, aunque desde este punto de vista todo es
«estructurable», no obstante entonces las «estructuras» únicamente corresponderán a
determinadas «formas de formas» entre otras, obedeciendo a los criterios limitativos
pero especialmente comprehensivos de constituir unas totalidades que posean sus
leyes en tanto que sistemas, de exigir que estas leyes se refieran a unas
transformaciones y sobre todo de garantizar a la estructura su autonomía y su
autoajuste. Pero, ¿ cómo unas «formas» cualesquiera llegan de esta manera a
organizarse en «estructuras»? Cuando se trata de las estructuras abstractas del lógico
o del matemático, son estos últimos quienes, por «abstracción reflexiva» (ver § 5),
entresacan estas de aquellas. Pero en la realidad existe un proceso formador general
que lleva unas formas a las estructuras y que garantiza el autoajuste inherente a
estas: se trata del proceso de la equilibración, que ya en el terreno fisico sitúa un
sistema en el conjunto de sus trabajos virtuales (ver § 9), que en el terreno orgánico
garantiza al ser viviente sus homeostasias de todos los niveles (ver § 10), que en el
terreno psicológico da cuenta del desarrollo de la inteligencia (ver § 12 y § 13) Y que,
en el terreno social, podría suministrar análogos servicios. Efectivamente, si recorda-
mos que cualquier forma de equilibrio entraña un sistema de transformaciones
virtuales que constituyen un «grupo», y si distinguimos los estados de equilibrio y de
PIAGET, J., El estructuralismo, Barcelona, 1980, págs. 64 ss. 13

equilibración como procesos tendentes hacia estos estados, este proceso no solamente
da cuenta de las regulaciones que señalan sus etapas, sino incluso de su forma final,
que es la reversibilidad operatoria. La equilibración de las funciones cognoscitivas o
prácticas comprende, pues, todo lo que es necesario para explicar los esquemas ra-
cionales: un sistema de transformaciones reguladas y una obertura a lo posible, es
decir, las dos condiciones del paso de la formación temporal a las interconexiones
intemporales.
Desde tal punto de vista ya no se plantea el problema de decidir entre la primacía
de lo social sobre el intelecto o inversamente: el intelecto colectivo es lo social
equilibrado por el juego de las operaciones que intervienen en todas las
cooperaciones. Tampoco la inteligencia precede a la vida mental, ni se desprende de
ella como un simple efecto entre los demás, sino que es la forma de equilibrio de
todas las funciones cognoscitivas. Y las relaciones entre el intelecto y la vida orgánica
son de la misma naturaleza: aunque no puede decirse que todo proceso vital es
inteligente, sí puede sostenerse que en las transformaciones morfológicas estudiadas
hace ya mucho tiempo por D'Arcy Thomson (Growth and Form, obra que antaño
influyó en Lévi-Strauss, como sus estudios de mineralogía), la vida es geometría, y hoy
incluso podemos afirmar que, en numerosísimos puntos, trabaja como una máquina
cibernética o una «inteligencia artificial» (es decir, general).
Pero este punto de vista que considera a la mente humana como siempre idéntica a
sí misma, ¿prueba por sí mismo -dice incluso Lévi-Strauss- la permanencia de la
«función simbólica»? Debemos confesar que no acabamos de comprender en qué as-
pecto esta mente está mejor honrada si hacemos de ella una colección de esquemas
permanentes en vez de el producto aún abierto de una continuada autoconstrucción.
Si nos atenemos a la función semiótica, y aceptando la distinción saussuriana del signo
y del símbolo (más profunda, a nuestro entender, que la clasificación de Peirce), ¿no
podemos ya pensar que ha habido evolución del símbolo gráfico al signo analítico?
Lévi-Strauss cita con aprobación (Totémisme, pág. 146) el sentido de un pasaje de
Rousseau sobre el uso primitivo de los tropos al hablar de Ia «forma primitiva del
pensamiento discursivo»: ya que «primitiva» implica una continuación, o por lo menos
unos niveles; y si el «pensamiento salvaje» está siempre presente en nosotros, no
obstante constituye eI nivel inferior del pensamiento científico: ahora bien, unos
niveles en jerarquía implican unas fases en la formación. En particular, podemos
preguntarnos si las clasificaciones «primitivas» que Lévi-Strauss cita en La pensée
sauvage serán el producto de «aplicaciones» sin negaciones más que «agrupamientos»
en el sentido operatorio (ver § 12).
Por lo que respecta al conjunto de esta lógica «natural», comprendemos
perfectamente la oposición general de principio entre el estructuralismo de Lévi-
Strauss y el positivismo de Lévy-BruhI. Pero nos parece que este ha ido demasiado
lejos en su retractación póstuma, como lo había ya hecho en sus trabajos iniciales: no
hay «mentalidad primitiva», pero existe quizás una prelógica en el sentido de un nivel
preoperatorio o de un nivel limitado únicamente a los comienzos de las operaciones
concretas (ver § 12). La «participación» es una noción repleta de interés si no se ve en
ella un lazo místico que desdeñe la contradicción y la identidad, sino una relación,
frecuente en el niño, que se mantiene a mitad de camino entre lo genérico y lo
individual: la sombra que uno proyecta sobre una mesa, a los 4 ó 5 años es también
«la sombra de debajo de los árboles o la de la noche, y no por inclusión en una clase
general ni por transporte espacial directo (a pesar de lo que a veces dice el sujeto, a
falta de algo mejor), sino por una especie de unión inmediata entre unos objetos que
más tarde serán disociados y reunidos en una clase, una vez comprendida la ley.
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Incluso si en la participación no se ve más que un «pensamiento analógico», tendría su


interés a título de prelógica, en el doble sentido de anterior a la lógica explicita y de
preparación para su elaboración.
Indudablemente los sistemas de parentesco descritos por Lévi-Strauss son
testimonio de una lógica mucho más apurada. Pero, principalmente para el etnógrafo,
es evidente que no se trata de productos de invenciones individuales (del «filósofo
salvaje» de Tylor), y que únicamente una larga elaboración colectiva los ha hecho
posibles. Se trata, pues, de «instituciones», y así el problema es el mismo que para las
estructuras lingüísticas, cuyo poder sobrepasa el del promedio de los locutores. Si las
nociones de autorregulación o de equilibrio colectivas presentan el mínimo sentido,
está claro que para juzgar sobre la lógica o la prelógica de los miembros de una
sociedad dada no basta con referirse a sus productos culturales cristalizados: el verda-
dero problema es el de la utilización del conjunto de estos instrumentos colectivos en
los razonamientos corrientes de la vida de cada cual. Pero podría ser que estos
instrumentos fuesen de un nivel sensiblemente superior al de esta lógica cotidiana. En
verdad, Lévi-Strauss nos recuerda casos de indígenas que «calculan» con precisión las
relaciones implicadas en un sistema de parentesco. Pero esto no es suficiente, ya que
este sistema está consumado, regulado y de un alcance especializado, mientras que
nosotros preferiríamos asistir a unas invenciones individuales.
Por nuestra parte creemos, pues, que el problema seguirá planteado mientras no se
hagan de manera sistemática unas investigaciones precisas sobre el niveloperatorio
(en el sentido del § 12) de los adultos y niños de sociedades diversas. Ahora bien, es
difícil llevar a cabo tales investigaciones, puesto que requieren una buena formación
psicológica referente a las técnicas del examen operatorio (con conversación libre y
de ningún modo estandarización al estilo de los tests, y no todos los psicólogos poseen
semejante formación), así como los suficientes conocimientos etnográficos y un
completo dominio del idioma de los sujetos. Tenemos conocimiento de muy pocos
intentos de este género. Uno se ha dedicado a los famosos aruntas de Australia, y
parece indicar un retraso sistemático en la formación de las nociones de conservación
(conservación de una cantidad de líquido trasvasado a recipientes de diferentes
formas), pero con adquisición a pesar de todo, lo que en este caso particular mos-
traría el acceso a los primeros peldaños del nivel de las operaciones concretas. Pero
aquí faltaría examinar las operaciones proposicionales (combinatoria, etc.), y
principalmente estudiar desde estos puntos de vista a muchas otras sociedades. .
En cuanto al aspecto funcional de las estructuras parece dificil poder hacer
abstracción de él, en cuanto se admite una parte de autoconstrucción. Aunque los
factores de utilidad no explican por sí solos una formación estructural, vuelven a
plantear algunos de los problemas a los que esta formación proporciona una respuesta
y, por consiguiente, a unir formación y respuesta (cf. en el § 10 las ideas de
Waddington). Por otra parte, es frecuente que una estructura cambie de función
según las nuevas necesidades que surgen en una sociedad.
En una palabra, ninguna de las observaciones que preceden conduce a poner en
duda los lados positivos, es decir, específicamente estructurales, de los análisis de
Lévi-Strauss; únicamente intentan sacarlas de su espléndido aislamiento, puesto que
instalándonos prestamente en los estados de terminación olvidamos los caracteres
quizá más específicos de la actividad humana incluso en sus aspectos cognoscitivos: a
diferencia de muchas especies animales que sólo pueden modificarse cambiando su
especie, el hombre ha logrado transformarse modificando el mundo, y estructurarse
construyendo sus estructuras sin experimentadas de fuera ni de dentro, en virtud de
una predestinación intemporal. La historia de la inteligencia no es un simple
PIAGET, J., El estructuralismo, Barcelona, 1980, págs. 64 ss. 15

«inventario de elementos», sino que es un haz de transformaciones que no se


confunden con las de la cultura ni siquiera de la función simbólica, sino que han prin-
cipiado mucho antes que estas dos y las han engendrado; si la razón no evoluciona sin
una razón, sino en virtud de unas necesidades internas que se imponen a medida de
sus interacciones con el medio exterior, a pesar de todo ha evolucionado, desde el
animal o el bebé humano hasta la etnología estructural de Lévi-Strauss.

7. Estructuralismo y filosofía
20. Estructuralismo y dialéctica.
- En este capítulo únicamente serán tratados dos problemas generales planteados
con ocasión de investigaciones estructuralistas. Podríamos prolongar su lista inde-
finidamente, puesto que la moda se ha apoderado de ella y ya no hay filósofo moderno
que no la siga, ya que la novedad de esta moda hace olvidar la antigüedad del método
en el terreno de las ciencias, fácilmente negligidas en determinadas filosofías.

l. El primero de nuestros dos problemas se impone a la evidencia, pues en la


medida en que nos interesamos por la estructura desvalorizando la génesis, la historia
y la función, cuando no es la propia actividad del sujeto, es evidente que entramos en
conflicto con las tendencias centrales del pensamiento dialéctico. Es natural, pues, y
muy instructivo para nosotros, ver que Lévi-Strauss consagra casi todo el último
capítulo de La pensée sauvage a una discusión de la Critique de la raison dialectique
de J. P. Sartre; nos parece indicado aquí un examen de este debate, tanto más por
cuanto uno y otro de sus protagonistas nos parece que han olvidado el hecho
fundamental de que en el terreno de las propias ciencias, el estructuralismo siempre
ha sido solidario de un constructivismo del que no podría negarse su carácter
dialéctico con sus signos distintivos de desarrollos históricos, de oposición de los
contrarios y de «adelantamientos», sin hablar de la idea de totalidad común a las
tendencias dialécticas tanto como estructuralistas.
Los principales componentes del pensamiento dialéctico, en la utilización que de él
hace Sartre, son el constructivismo y su corolario el historicismo. Con referencia a
este segundo punto, Lévi-Strauss, a Iado de su crítica general de la historia de la que
ya hemos tratado, destaca con razón las dificultades del pensamiento de Sartre
centrado en el yo o en un «nosotros», «pero condenando a este nosotros a ser
únicamente un yo a la segunda potencia, herméticamente cerrado a otros nosotros»
(La pensée sauvage, pág. 341). Sólo que en Sartre no se trata de productos de la
dialéctica, sino únicamente residuos de un existencialismo que una dialéctica que ha
devenido filosófica no ha conseguido eclipsar, mientras que en el terreno del
pensamiento científico incluso el proceso de la dialectización implica por el contrario
la puesta en reciprocidad de las perspectivas. En cuanto al constructivismo, y contra
las objeciones de Lévi-Strauss, vamos a conservarlo, pero con la reserva, que es
fundamental, de que Sartre (salvo en raras excepciones) lo cree patrimonio del
pensamiento filosófico en tanto que distinto del conocimiento científico, y da de él un
retrato casi exclusivamente tomado del positivismo y de su método «analítico». Ahora
bien, no sólo el positivismo no es la ciencia, de la que únicamente da una imagen
sistemáticamente deformada, sino que incluso -como Meyerson ha hecho observar a
menudo- los sabios más positivistas en filosofía reservan esta creencia a las
declaraciones de fe expuestas en sus prefacios y a menudo hacen casi lo contrario de
lo que esta doctrina preconiza, desde el momento en que desarrollan sus análisis de
PIAGET, J., El estructuralismo, Barcelona, 1980, págs. 64 ss. 16

experiencias y sus teorías explicativas: que se les acuse de una falta de toma de
conciencia o de sentido epistemológico es entonces una cosa, pero que se asimile sin
más su obra al positivismo es otra cosa muy distinta.
Dicho esto, encontramos que los lazos establecidos por Lévi-Strauss entre la razón
dialéctica y el pensamiento científico, aun siendo más exactos, no obstante siguen
siendo de una modestia inquietante en cuanto a las exigencias de ésta, y obligan a
restituir a los procesos dialécticos un cometido más importante de lo que parece
desear. Además, parece evidente que, aunque los haya subestimado un poco, es a
causa del carácter relativamente estático o antihistórico de su estructuralismo y de
ningún modo en virtud de las tendencias del estructuralismo en general.
Si le comprendemos bien, Lévi-Strauss hace de la razón dialéctica la razón «siempre
constituyente» (La pensée sauvage, págs. 325 y sigs.), pero en el sentido de
«valiente», es decir, que tiende puentes y no repara en obstáculos, por oposición a la
razón analítica, que disocia para comprender y principalmente para controlar. Y no es
nada del otro mundo decir que esta complementariedad, según la cual «la razón
dialéctica no es... otra cosa que la razón analítica... sino algo de más en la razón
analítica» (página 326), equivale casi a atribuir simplemente a la primera las
funciones de invención o de progreso que le faltan a la segunda, aunque reservando a
esta lo esencial de la verificación. Por supuesto que esta distinción es esencial, y por
supuesto también que no hay dos razones, sino dos actitudes o dos especies de
«métodos» (en el sentido cartesiano de la expresión) que puede adoptar la razón. Pero
la construcción que reclama la actitud dialéctica no consiste solamente en «tender
unas pasarelas» sobre el abismo de nuestra ignorancia, la otra orilla del cual se aleja
incesantemente (pág. 325): a pesar de todo, esta construcción supone más, porque a
menudo es ella misma la que engendra las negaciones, en solidaridad con las
afirmaciones, para encontrar seguidamente su coherencia en un común
adelantamiento.
Este modelo hegeliano o kantiano no es ningún modelo abstracto o puramente
conceptual, sin lo cual no interesaría a las ciencias ni al estructuralismo. Este modelo
traduce un paso inevitable del pensamiento tan pronto este intenta apartarse de los
falsos absolutos. En el terreno de las estructuras corresponde a un proceso histórico
repetido sin cesar, y que G. Bachelard ha descrito en una de sus mejores obras: La
philosophie du non. Su principio consiste en que, una vez construida una estructura,
se niega uno de sus caracteres que parecía esencial, o por lo menos necesario. Por
ejemplo, el álgebra clásica, siendo conmutativa. Desde Hamilton se han construido
álgebras no conmutativas; la geometría euclidiana se ha desdoblado en geometrías no
euclidianas; la lógica bivalente con base de tercio excluido ha sido completada por
lógicas polivalentes cuando Brouwer negó el valor de este principio en el caso de los
conjuntos infinitos, etc. En el terreno de las estructuras logicomatemáticas casi se ha
convertido en un método el hecho de que, una vez dada una estructura, por medio de
un sistema de negaciones se intenten construir los sistemas complementarios o
diferentes que luego se podrán reunir en una estructura compleja total. Y de este
modo se ha llegado a negar la propia negación, en la «lógica sin negación» de Griss.
Además, cuando se trata de determinar si es un sistema A el que entraña a B o a la
inversa, como en las relaciones entre ordinales y cardinales finitos, entre el concepto
y el juicio, etc., podemos estar seguros de que a las prioridades o filiaciones lineales
acabarán siempre por sucederles unas interacciones o círculos dialécticos.
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En el ámbito de las ciencias físicas y biológicas la situación es comparable, aunque


deriva de lo que Kant llamaba las «contradicciones reales» o de hecho: ¿ es necesario
recordar las oscilaciones entre los puntos de vista corpusculares y ondulatorios en las
teorías de la luz, las reciprocidades introducidas por Maxwell entre los procesos
eléctricos y magnéticos, etc.? Tanto en estos terrenos como en el de las estructuras
abstractas parece, pues, que la actitud dialéctica constituye un aspecto esencial de la
elaboración de las estructuras, aspecto a la vez complementario e indisociable del
análisis, incluso del formalizador: este «algo de más» que le concede
parsimoniosamente Lévi-Strauss consiste pues, principalmente, en un «tendido de
pasarelas», y sin duda equivale a sustituir por modelos lineales o en árboles las
famosas «espirales» o círculos no viciosos, emparentados de tan cerca con los círculos
genéticos o interacciones propias de los procesos de desarrollos.

II. Esto nos remite al problema de la historia y a la manera en que L. Althusser y


luego M. Godelier han sometido a un análisis estructuralista la obra de Marx, a pesar
del cometido esencial que este atribuye al desarrollo histórico en sus interpretaciones
sociológicas. Que además haya un aspecto estructuralista en Marx, desembocando por
lo menos a mitad de camino entre lo que nosotros llamábamos «estructuras globales»
en el § 18 Y las estructuras en el sentido antropológico moderno, ello es evidente,
puesto que Marx distingue las infraestructuras reales de las superestructuras
ideológicas y describe a las primeras en unos términos que, aun siendo cualitativos,
son lo bastante precisos para que nos lleven lejos en las relaciones simplemente
observables. La obra de Althusser, que intenta constituir una epistemología del
marxismo, considera entonces, entre otras, las dos tan legítimas finalidades de
separar la dialéctica marxista de la de Hegel, y de dar a la primera una forma
estructuralista actual.
Con referencia al primer punto, Althusser hace dos observaciones importantes (de
las que incluso saca la consecuencia -sobre la cual no sabríamos pronunciarnos- del
carácter discutible de la tesis del hegelianismo del joven Marx, quien habría partido
principalmente de una problemática inspirada por Kant e incluso por Fichte). La
primera, por lo demás solidaria de la segunda, es que para el marxismo, y
contrariamente al idealismo, el pensamiento es una «producción», una especie de
«práctica teórica», que no es tanto la obra de un sujeto individual como un resultado
de interacciones íntimas en las que intervienen también los factores sociales e
históricos: y de ahí la interpretación del famoso pasaje de Marx en el que la «totalidad
concreta» como Gedankenkoncretum es «en realidad un producto del pensar y del
concebir».
La segunda observación que citaremos de Althusser es que la contradicción
dialéctica en Marx no tiene relación con la de Hegel, que finalmente se reduce a una
identidad de los contrarios: es el producto de una «superdeterminación», es decir -si
lo comprendemos correctamente-, de nuevo un juego de interacciones indisociables.
Asimismo, Althusser muestra con razón la diferencia de las nociones de «totalidad» en
Marx y en Hegel.
Entonces es esta superdeterminación -que a nivel social equivale a ciertas formas
de la causalidad en física- la que induce a Althusser a insertar las contradicciones
internas de las relaciones de producción o las contradicciones entre estas relaciones y
las fuerzas productivas y, de manera general, todo el aparato de la economía marxista
en un sistema de estructuras de transformaciones, cuyas articulaciones y principios de
formalización se esfuerza por suministrar. Se le ha reprochado su formalismo, pero
PIAGET, J., El estructuralismo, Barcelona, 1980, págs. 64 ss. 18

este es el reproche corriente e infundado que se aplica a cualquier estructuralismo


serio. Especialmente se le ha objetado aquello que a algunos les ha parecido como
una subestimación de lo humano; pero, si nos atenemos más a las actividades
constructivas de la acción o del sujeto epistémico que a los valores de la «persona»
(que por desgracia tan a menudo se codean con los del yo personal), el hecho de
caracterizar el conocimiento como una producción está conforme con una de las más
sólidas tradiciones del marxismo original.
En cuanto a las relaciones entre las estructuras y las transformaciones históricas,
Godelier muestra en una nota muy lúcida el trabajo que aún queda por hacer: si
comparamos las estructuras sociales con las categorías (conjuntos de objetos y
posibles «aplicaciones. sobre ellos, ver final del § 6), podemos determinar cuáles son
las funciones permitidas o incompatibles con la estructura, pero para un conjunto de
estructuras que formen un sistema, queda por comprender cómo las modalidades de
conexiones entre las estructuras «inducen en el interior de una de las estructuras
conectadas una función dominante», y en este aspecto el actual análisis estructural
está por perfeccionar, pero en estrecha unión con las transformaciones históricas y
genéticas. Desde tal punto de vista Godelier (quien completa de manera destacada el
análisis de Althusser de la contradicción en Marx) subraya, verdaderamente, la
«prioridad del estudio de las estructuras sobre la de su génesis y de su evolución., y
nota que el propio Marx siguió este método al situar en cabeza de El Capital una
teoría del valor. Hemos visto en otra parte (§ 12 Y § 13) que, incluso en el terreno
psicogenético, una génesis es siempre el paso de una estructura a otra, y este paso
que además explica la segunda al mismo tiempo que el conocimiento de las dos es
necesario para la comprensión del paso en su calidad de transformación. Pero
Godelier llega a una conclusión que es útil citar, ya que resume tanto nuestras
objeciones a Lévi-Strauss como las ideas generales de todo este volumen: «Será
imposible lanzar a la antropología a que desafíe a la historia o a la historia que desafíe
a la antropología, enfrentar estérilmente psicología y sociologia, sociología e historia.
En definitiva, la posibilidad de las ciencias del hombre descansará en la posibilidad de
descubrir unas leyes de funcionamiento, de evolución y de correspondencia interna de
las estructuras sociales... en la generalización, pues, del método de análisis
estructural convertido en capaz de explicar las condiciones de variación y de
evolución de las estructuras y de sus funciones» (pág. 864). Estructura y función,
génesis e historia, sujeto individual y sociedad, se vuelven entonces indisociables en
un estructuralismo asi entendido, y en la misma medida en que este afina sus
instrumentos de análisis.

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