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D ebate y © písíjón

L a I lusión
B iográfica1
P o r: P ie rre B o u rd ie u

La historia de vida es una de esas nociones del sentido común que han
entrado de contrabando en el universo erudito; primero, sin bombo ni
platillos, en el de los etnólogos, y luego, más recientemente y no sin
estruendo, en el de los sociólogos. Hablar de historia de vida es presu­
poner por lo menos, y eso es todavía poco, que la vida es una historia y
que, como en el título de Maupassant, Una vida, una vida no se puede
separar del conjunto de los acontecimientos de una existencia indivi­
dual concebida como una historia y el relato de dicha historia. Es preci­
samente eso lo que dice el sentido común, es decir el lenguaje ordina­
rio, que describe la vida como un camino, una ruta, una carrera con sus
encrucijadas (Hércules entre el vicio y la virtud), sus trampas, incluso
sus emboscadas (Jules Romain habla de las «emboscadas sucesivas de
los concursos y de los exámenes»), o como una marcha, es decir un ca­
mino que se hace y que está por hacerse, una ruta, una carrera, un cursus,
una travesía, un viaje, un trayecto orientado, un desplazamiento lineal,
unidireccional (la «movilidad»), que implica un comienzo («una entra­
da en la vida»), etapas, y un fin, en el doble sentido de término y de
meta («él hará su camino» significa él lo logrará, él hará una bella carre­
ra), un fin de la historia. Es aceptar tácitamente la filosofía de la historia
en el sentido de sucesión de acontecimientos históricos, Geschichte, que
está implicada en una filosofía de la historia en el sentido de relato his­
tórico, Historie, en una palabra, en una teoría del relato, relato de histo­
riador o de novelista, en este aspecto no diferenciables, principalmente
biografía o autobiografía.

Sin pretensión de exhaustividad, se puede intentar poner de manifies­


to algunos de los presupuestos de esta teoría. En primer lugar, el hecho
de que «la vida» constituya un todo, un conjunto coherente y orienta­
do, que puede y debe ser aprehendido como expresión unitaria de una
«intención» subjetiva y objetiva, de un proyecto -la noción sartreana de
«proyecto original»- no hace sino plantear explícitamente aquello que

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está implícito en los «ya», «desde entonces», «desde su más tierna j


ventud», etc., de las biografías ordinarias, o en los «siempre» («siempre
me ha gustado la música») de las «historias de vida». Esta vida organb
zada como una historia se despliega según un orden cronológico que
también es un orden lógico: desde el comienzo, el origen, en el doble
sentido de punto de partida, de entrada; pero también de principio, de
razón de ser, de causa primera, hasta su término que también es una
meta. El relato, sea biográfico o autobiográfico, como el del encuestado
que «se entrega» a un encuestador, presupone acontecimientos que, sin
que todos ni siempre se hayan desplegado en su estricta sucesión
cronológica (quien quiera que haya recogido historias de vida sabe que
los encuestados pierden constantemente el hilo de la sucesión estricta
del calendario), tienden o pretenden organizarse en secuencias orde­
nadas según relaciones inteligibles. El sujeto y el objeto de la biografía
(el encuestador y el encuestado) tienen de alguna manera el mismo
interés en aceptar el postulado del sentido de la existencia contada (e, im­
plícitamente, de toda existencia). Sin duda uno tiene derecho a supo­
ner que el relato autobiográfico se inspira siempre, al menos parcial­
mente, en la preocupación de conferir sentido, de dar razón, de poner
de relieve una lógica a la vez retrospectiva y prospectiva, una consis­
tencia y una constancia, estableciendo relaciones inteligibles como la
del efecto a la causa eficiente o final entre los estadios sucesivos, que de
esta manera se constituyen en etapas de un desarrollo necesario.(Y es
probable que esta ganancia en coherencia y en necesidad esté en el
principio del interés, variable según la posición y la trayectoria, que los
encuestados llevan a la empresa biográfica).2 Esta inclinación a
convertise en el ideólogo de su propia vida -seleccionando en función
de una intención global ciertos acontecimientos significativos y estable­
ciendo entre ellos conexiones adecuadas para darles coherencia, como
las que implica su institución como causas o, más a menudo, como fi­
nes- encuentra la complicidad natural del biógrafo, a quien todo, co­
menzando por sus disposiciones de profesional de la interpretación,
conduce a aceptar esta creación artificial de sentido.

Es significativo que el abandono de la estructura de la novela como


relato lineal haya coincidido con el cuestionamiento de la visión de la
vida como existencia dotada de sentido, en el doble sentido de signifi­
cación y de dirección. Esta doble ruptura, simbolizada por la novela de
Faulkner, El ruido y el furor, se expresa con toda claridad en la definición
de la vida como antihistoria que propone Shakespeare hacia el final de
Macbeth: «Es una historia que cuenta un idiota, una historia llena de
ruido y de furor, pero carente de significación». Producir una historia
de vida, tratar la vida como una historia, es decir como el relato cohe­
rente de una secuencia significante y orientada de acontecimientos, es
tal vez entregarse a una ilusión retórica, a una representación común
de la existencia, que toda una tradición literaria no ha dejado ni deja de
reforzar. Por ello resulta lógico pedir ayuda a aquellos que han tenido
que romper con esta tradición en el terreno mismo de su cumplimiento
ejemplar. Como indica Alain Robbe-Grillet, «el advenimiento de la no-

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vela moderna está ligado precisamente a este descubrimiento: lo real


es discontinuo, está formado por elementos yuxtapuestos sin razón,
cada uno único, tanto más difíciles de asir por cuanto que surgen de
manera incesantemente imprevista, fuera de propósito, aleatoria».3

La invención de un nuevo modo de expresión literaria hace aparecer a


contrario la arbitrariedad de la representación tradicional del discurso
novelístico como historia coherente y totalizante, y la de la filosofía de
la existencia que implica esta convención retórica. Nada obliga a adop­
tar la filosofía de la existencia que, según algunos de sus iniciadores, es
indisociable de esta revolución retórica;4 pero, en todo caso, no se pue­
de esquivar la cuestión de los mecanismos sociales que favorecen o au­
torizan la experiencia ordinaria de la vida como unidad y como totali­
dad. En efecto, ¿cómo responder, sin salir de los límites de la sociología,
a la vieja interrogación empirista sobre la existencia de un yo irreductible
a la rapsodia de las sensaciones singulares? Sin duda se puede encon­
trar en el hábito el principio activo, irreductible a las percepciones pasi­
vas, de la unificación de las prácticas y de las representaciones (es decir,
el equivalente, históricamente constituido luego históricamente situa­
do, de ese yo cuya existencia, según Kant, se debe postular para dar
cuenta de la síntesis de la diversidad sensible dada en la intuición y de
la ligazón de las representaciones en una conciencia). Pero esa identi­
dad práctica tan solo se ofrece a la intuición en la inagotable serie de
sus manifestaciones sucesivas, de forma que la única manera de apre­
henderla como tal consiste quizás en intentar recobrarla en la unidad
de un relato totalizante (como autorizan a hacerlo las diferentes for­
mas, más o menos institucionalizadas, de «hablar de sí», confidencia,
etc.)

El mundo social, que tiende a identificar la normalidad con la identi­


dad entendida como la constancia con respecto a sí mismo de un ser
responsable, es decir previsible, o al menos, inteligible, a la manera de
una historia bien construida (por oposición a la historia contada por un
idiota), dispone de toda clase de instituciones de totalización y de uni­
ficación del yo. La más evidente es evidentamente el nombre propio
que, en tanto que «designador rígido», según la expresión de Kripke,
«designa el mismo objeto en no importa cual universo posible», es de­
cir, concretamente, en estados diferentes del mismo campo social (cons­
tancia diacrònica), o en campos diferentes del mismo momento (uni­
dad sincrónica más allá de la multiplicidad de las posiciones ocupa­
das).5 Y Ziff, quien describe el nombre propio como «un punto fijo en
un mundo en movimiento», tiene razón al ver en los «ritos bautisma­
les» la manera necesaria de asignar una identidad.6 Mediante esta for­
ma del todo singular de nominación que constituye el nombre propio, se
encuentra instaurada una identidad social constante y durable que ga­
rantiza la identidad del individuo biológico en todos los campos posi­
bles donde interviene en tanto que agente, es decir, en todas sus histo­
rias de vida posibles. El nombre propio «Marcel Dassault» es, junto con
la individualidad biológica cuya forma socialmente instaurada él re-

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presenta, lo que asegura la constancia a través del tiempo y la unidad a


través de los espacios sociales de los diferentes agentes sociales que son
la manifestación de esta individualidad en los diferentes campos, el
gerente de empresa, el gerente de prensa, el diputado, el productor de
films, etc.; y no es por casualidad que la firma, signum authenticum que
autentica esta identidad, es la condición jurídica de las transferencias
de un campo a otro, es decir, de un agente a otro, de las propiedades
atribuidas al mismo .individuo.instituido. En tanto que institución, el
nombre propio es arrancado al tiempo y al espacio, y a las variaciones
según los lugares y los momentos: mediante ello, asegura a los indivi­
duos designados, más allá de todos los cambios y de todas las fluctua­
ciones biológicas y sociales, la constancia nominal, la identidad en el sen­
tido de identidad consigo mismo, de constantia sibi que pide el orden
social. Y se comprende que en numerosos universos sociales, los debe­
res más sagrados hada sí mismo adquieran la forma de deberes hacia el
nombre propio (que también es siempre, por una parte un nombre co­
mún, en tanto que nombre de familia, especificado por otra, mediante un
nombre de pila). El nombre propio es la testificación visible de la identi­
dad de su portador a través de los tiempos y de los espacios sociales; es
el fundamento de la unidad de sus manifestaciones sucesivas y de la
posibilidad socialmente reconocida de totalizar estas manifestaciones
en los registros oficiales (curriculum vitae, cursas honorum, expediente
judicial, necrología o biografía) que constituyen a la vida en totalidad
cerrada por el veredicto emitido sobre un balance provisorio o definiti­
vo. «Designador rígido», el nombre propio es la forma por excelencia
de la imposición arbitraria que realizan los ritos de institución: la nomi­
nación y la clasificación introducen divisiones tajantes, absolutas, indi­
ferentes a las particularidades circunstanciales y a los accidentes indi­
viduales, en la imprecisión y flujo de las realidades biológicas y socia­
les. De esta manera se explica que el nombre propio no pueda describir
propiedades y que no transmita ninguna información sobre aquello que
nombra: puesto que lo que designa no es nunca más que una rapsodia
compuesta e inconexa de propiedades biológicas y sociales en cambio
continuo, todas las descripciones serían válidas solamente dentro de
los límites de un estado o de un espacio. Dicho de otra manera, el nom-
• bre propio no puede atestiguar la identidad de la personalidad, como
individualidad socialmente constituida, más que al precio de una for­
midable abstracción. Es eso lo que se recuerda con el uso inhabitual
que hace Proust del nombre propio precedido por el artículo definido
(«el Swann del palacio Buckingham», «la Albertina de entonces», «la
Albertina encauchada de los días de lluvia»), giro complejo mediante el
cual se enuncian a la vez «la súbita revelación de un sujeto fraccionado,
múltiple», y la permanencia de la identidad socialmente asignada por
el nombre propio, más allá de la pluralidad de los mundos.7

De esta manera, el nombre propio es el soporte (uno estaría tentado a


decir la substancia) de eso que se denomina el estado civil, es decir de
ese conjunto de las propiedades (nacionalidad, sexo, edad, etc) que se
atribuyen a aquellas personas a quienes la ley civil asocia efectos jurídi-

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eos y que instauran, bajo la apariencia de constatarlos, los actos de esta­


do civil. El nombre propio, producto del rito de institución inaugural
que marca el acceso a la existencia social, es el verdadero objeto de to­
dos los ritos de institución o de nominación sucesivos a través de los
cuales se construye la identidad social: sus actos de atribución (a menu­
do públicos y solemnes), realizados bajo el control y con la garantía del
Estado, son también designaciones rígidas, es decir válidas para todos
los mundos posibles, que desarrollan una verdadera descripción oficial
de esta especie de esencia social, trascendente a las fluctuaciones histó­
ricas, que el orden social instituye a través del nombre propio; todos
ellos reposan, en efecto, sobre el postulado de la constancia de lo nomi­
nal presupuesta por todos los actos de nominación, y también, de ma­
nera más general, por todos los actos jurídicos que comprometen un
porvenir a largo término, trátese de certificados que garantizan de ma­
nera irreversible una capacidad (o una incapacidad), de contratos que
comprometen un futuro lejano, como los contratos de crédito o de se­
guros, o de sanciones penales, pues toda condena presupone la afirma­
ción de la identidad más allá del tiempo de quien ha cometido el cri­
men y de quien sufre el castigo.8

Todo permite suponer que el relato de vida tiende a aproximarse tanto


más al modelo oficial de la presentación oficial de sí (ficha de estado
civil, curriculum vitae, biografía oficial) y a la filosofía de la identidad
que le sirve de base, cuanto más se lo aproxima a los interrogatorios
oficiales de las encuestas oficiales -cuyo límite es la encuesta judicial o
policial-, y, simultáneamente, se lo aleja de los intercambios íntimos entre
familiares y de la lógica de la confidencia que circula en estos mercados
protegidos. Las leyes que rigen la producción de los discursos en la
relación entre un hábito y un mercado se aplican a esta forma particu­
lar de expresión que es el discurso sobre sí; y el relato de vida variará,
tanto en su forma como en su contenido, según la cualidad social del
mercado en el que sea ofrecido - la situación misma de encuesta contri­
buye inevitablemente a determinar el discurso recogido. Pero el objeto
propio de este discurso, es decir la presentación pública, y en conse­
cuencia la oficialización, de una representación privada de la propia vida,
pública o privada, implica un aumento de coacciones y de censuras es­
pecíficas (cuyo límite está representado por las sanciones jurídicas con­
tra las usurpaciones de identidad o el porte ilegal de condecoraciones).
Y todo permite suponer que las leyes de la biografía oficial tenderán a
imponerse mucho más allá de las situaciones oficiales, mediante los pre­
supuestos inconscientes de la interrogación (como el cuidado por la
cronología y todo lo que es inherente a la representación de la vida
como historia), también mediante la situación de encuesta (la cual, se­
gún la distancia objetiva entre el interrogador y el interrogado, y según
la aptitud del primero para «manipular» esta relación, podrá variar
posteriormente eso que frecuentemente, a espaldas del sociólogo, es
una forma dulce de interrogatorio oficial, la encuesta sociológica, hasta
la confidencia), y en fin, mediante la representación más o menos cons­
ciente que el encuestado se haga de la situación de encuesta, en fun­

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ción de su experiencia directa o mediata de situaciones equivalentes


(entrevista de escritor célebre, o de hombre político, situación de exa­
men, etc.), y que orientará todo su esfuerzo de presentación de sí, o,
mejor, de producción de sí.

El análisis crítico de los procesos sociales mal analizados y mal maneja­


dos que se ponen en práctica, a espaldas del investigador y con su compli­
cidad, en la construcción de esta especie de artefacto socialmente irre­
prochable que es «la historia de vida», y de manera particular en el
privilegio concedido a la sucesión longitudinal de los acontecimientos
constitutivos de la vida considerada como historia con relación al espa­
cio social en el que estos se cumplen, no es un fin en sí mismo. Dicha
sucesión conduce a la construcción de la noción de trayectoria como serie
de Jas posiciones sucesivamente ocupadas por un mismo agente (o un
mismo grupo) en un espacio, que también está en devenir y sometido a
incesantes transformaciones. Intentar comprender una vida como una
serie de acontecimientos sucesivos única y suficiente en sí, sin más vín­
culo que la asociación a un «sujeto» cuya constancia, sin duda, no es
más que la de un nombre propio, es poco más o menos tan absurdo
como intentar dar razón de un trayecto en el metro sin tener en cuenta
la estructura de la red, es decir la matriz de las relaciones objetivas en­
tre las diferentes estaciones. Los acontecimientos biográficos se defi­
nen como otras tantas colocaciones y desplazamientos en el espacio social,
es decir, de manera más precisa, en los diferentes estados sucesivos de
la estructura de la distribución de las diferentes especies de capital que
están en juego dentro del campo considerado. El sentido de los movi­
mientos que conducen de una posición a otra (de un puesto profesio­
nal a otro, de un editor a otro, de un obispado a otro, etc.) se define, con
toda evidencia, en la relación objetiva entre el sentido y el valor en el
momento considerado de estas posiciones en el seno de un espacio
orientado.'Es decir que no se puede comprender una trayectoria (o sea,
el envejecimiento social, que aunque inevitablemente acompaña al enve­
jecimiento biológico, es independiente del mismo), más que con la con­
dición de que previamente se hayan construido los estadios sucesivos
del campo en el que ésta se ha desenvuelto, es decir, el conjunto de las
relaciones objetivas que han unido al agente considerado -al menos en
un cierto número de estados pertinentes- al conjunto de otros agentes
comprometidos'en el mismo campo y confrontados con el mismo espa­
cio de los posibles. Esta construcción previa es también la condición de
toda evaluación rigurosa de lo que se puede llamar la superficie social,
como descripción rigurosa de la personalidad designada por el nombre
propio, es decir el conjunto de las posiciones ocupadas simultáneamente
en un momento dado del tiempo por una individualidad biológica so­
cialmente instituida, que obra como soporte de un conjunto de atribu­
tos y de atribuciones propias para permitirle intervenir como agente
eficiente en diferentes campos.9
La necesidad de este rodeo por la construcción del espacio parece tan
evidente desde que se la enuncia -¿quién soñaría con evocar un viaje
sin tener una idea del paisaje en el que éste se realiza?-, que sería difícil

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comprender que no se haya impuesto de entrada a todos los inves­


tigadores, si no se supiera que el individuo, la persona, el yo, «el
más irremplazable de los seres» como decía Gide, hacia el que nos
lleva irresistiblemente una pulsión narcisista socialmente reforza­
da, es también la más real, en apariencia, de las realidades, el ens
realissimum, inmediatamente abandonado a nuestra intuición fasci­
nada, intuitus personae.

T rad u cc ió n : L isímaco F a rra P arís

F rofesor del D epartamento de F ilosofía


U niversidad U acional de C olombia .

------------------------- --------------- C i t a s ------------------ -----------------------


1 La versión original francesa de este artículo apareció en la revista Acres de /a
recherche en sciences sociales 62-63, junio de 1986. La traducción al español es de
Lisímaco Parra.
2 Cf. E Muel-Dreyfus, Le métier d'éducateur, París, Éditions de Minuit, 1983.
3 A. Robbe-Grillet, Le miroir qui revient Paris, Éditions de Minuit, 1984, p. 208.
4 «Todo ello es lo real, es decir lo fragmentario, lo fugitivo, lo inútil, incluso tan
accidental y tan particular que todo acontecimiento aparece allí en cada instante
como gratuito, y toda existencia a fin de cuentas como privada'de la menor signi­
ficación unificadora» (A. Robbe-Grillet, íbid.)
5 Cf. S. Kripke, La logique des nom spropes (Naming and Necessity), Paris, Éditions
de Minuit, 1982; y también P Engel, Identité et réference, Paris, Pens, 1985.
6 Cf. P Ziff, Semantic Analysis, Ithaca, Cornell Universrty Press, 1960, pp. 102-104.
7 E. Nicole, «Personnage et rhétorique du nom». Poétique, 46, 1981, pp. 200-216.
8 La dimension propiamente biológica de la individualidad -que el estado civil
aprehende bajo la forma de descripción y de la fotografía de identidad- está some­
tida a variaciones según los tiempos y los lugares, es decir según los espacios
sociales que hacen de ella una base mucho menos segura que la pura definición
nominal. (Sobre las variaciones de la destreza [hexísj corporal según los espacios
sociales, se podrá leer S. Maresca, «La representación del campesinado, Anotacio­
nes etnográficas sobre el trabajo de representación de los dirigentes agrarios»,
Actes de la recherche en sciences sociales 38, mayo de 1981, pp. 3-18)
9 La distinción entre el individuo concreto y el individuo construido, el agente
eficiente, está acompañada por la distinción entre el agente, eficiente en un cam­
po, y la personalidad, como individualidad biológica socialmente instituida por la
nominación y portadora de propiedades y de poderes que le aseguran (en algunos
casos) una superficie social, es decir la capacidad de existir como agente en diferen­
tes campos. Ello hace que surjan numerosos problemas normalmente ignorados,
principalmente en el tratamiento estadístico; es así, por ejemplo, como las encues­
tas sobre las «élites» harán desaparecer la cuestión de la superficie social al carac­
terizar a los individuos con posiciones múltiples mediante una de sus propiedades
considerada como dominante o determinante, haciendo entrar al jefe de industria,
que es también jefe de prensa, en la categoría de los jefes, etc. (lo que entre otras
cosas tendrá el efecto de eliminar de los campos de producción cultural a todos los
productores cuya actividad principal se sitúa en otros campos, dejando escapar así
ciertas propiedades del campo).

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