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CUANDO LAS GÁRGOLAS LLORAN

Paula Gallego
© de la obra: Paula Gallego, 2018

© de las ilustraciones: Paula Gallego, 2018

© de la presente edición: Paula Gallego

www.paulagallegoescritora.com
Para Ima
Su luna de pergamino
Preciosa tocando viene.
Al verla se ha levantado
el viento que nunca duerme.

Preciosa y el aire, Federico García Lorca.


Arélie recorría los largos pasillos abovedados arrastrando consigo los bajos de un vestido
desgarrado y sucio, completamente enfangado. Su melena del color de la sangre, del color del
fuego y de la brujería, danzaba ahora suelta dejando tras de sí un destello carmesí que pintaba de
rojo los oscuros pórticos góticos.

Aunque muchas antes que ella habían sido perseguidas y condenadas por yacer con el diablo a
causa del color impuro de sus cabellos, aquel no era el motivo por el que Arélie tenía que huir.
Bajo sus ojos claros, llevaba grabada en la piel la marca del mal; cicatrices irregulares, en forma
de lágrimas llorosas, que descendían hasta sus mejillas.

Presos por la superstición, los habitantes de aquel lugar arrastraban cada año a cientos de
desgraciados a la hoguera. Cuando una catástrofe los asolaba, las ejecuciones se multiplicaban, y
hacía unas noches una riada había devorado los cultivos de una aldea cercana.

Arélie sabía que podría ser su hora, y por eso la macabra cacería no la había pillado
desprevenida.

Salvada por el cariño que le profesaba su hermana pequeña, todavía una niña, Arélie pudo
escapar cuando el grupo de aldeanos, empuñando teas llameantes y cirios prendidos, aún no había
atravesado el camino que llevaba a la granja de su familia.

Sin más abrigo que un blanco vestido liviano, abandonó el hogar que la había visto crecer, que
la había refugiado de las dolorosas burlas infantiles en su niñez y de los hirientes rumores de sus
vecinos cuando creció. Corrió rasgando la tela de su vestido y dejó jirones perdidos entre las
tortuosas ramas desnudas de los árboles, que se cernían sobre ella en un abrazo asfixiante y
protector, antes de llegar al corazón de la ciudad.

Se internó en las calles oscuras y se dirigió a la catedral, buscando el calor de las vidrieras
tintadas, de las inhiestas columnas majestuosas y de las gárgolas que tantos días la habían
escuchado y habían recogido sus lamentos cuando se sentaba junto a ellas y las abrazaba buscando
benevolencia y comprensión en la fría piedra vacía.

Aquellas criaturas habían sido el consuelo de muchos como ella; almas tristes que acudían a la
catedral buscando la paz a través de la oración y la conseguían en el silencio de aquellas
pacientes esculturas.

Ese había sido el caso de su amiga Dye antes de que hicieran que se reuniera con las llamas,
hostigada desde niña por una imperfección en su iris izquierdo. También había sido el lugar
preferido de Elouan, acosado por una mancha de nacimiento, mucho antes de que los aldeanos lo
persiguieran hasta que encontró la muerte a los pies de un precipicio.

De entre los desdichados solo quedaban el hijo del escultor, aquel que creaba las gárgolas, y
Arélie. Se decía de él, de Víctor, que su piel era tan oscura como la de la piedra de las gárgolas
porque su padre había hecho un trato con las brujas a cambio de que encantaran a una de sus
preciadas esculturas y le insuflaran vida para así tener un hijo.

Después de aquella noche, solo quedaría él; porque, al llegar, Arélie encontró cerrados los
portones de la catedral, como si advirtiera el inminente peligro y se negara a cobijarla de la
siniestra persecución.

El lugar que tanto consuelo le había brindado le daba ahora la espalda, y ella supo que, si no
encontraba pronto refugio, su destino sería el mismo que el de sus incomprendidos compañeros
asesinados antes que ella.

Tras aporrear las puertas hasta la extenuación, dio la vuelta y echó a correr de nuevo, rogando
encontrar un lugar seguro. No obstante, apenas había recorrido unos metros cuando sus pies
heridos tropezaron de pronto, haciendo que se precipitara sobre los sucios adoquines desnudos.
Sus maltrechas piernas protestaron cuando Arélie volvió a ponerse en pie, dispuesta a continuar
con su carrera sin rumbo, mas no llegó a moverse.

Sus músculos se congelaron y su rostro se petrificó en una mueca de horror cuando descubrió
a un hombre ante ella.

Primero pensó que podría tratarse de alguno de los aldeanos; que uno de ellos la había
seguido hasta la ciudad y la había encontrado por fin para entregarla a las llamas.

Arélie contuvo el aliento, pero pronto se percató de que aquella faz no pertenecía a ninguno de
sus vecinos.

Aquel rostro no era humano.

Su semblante era anguloso y su mandíbula estaba delineada a la perfección con unos rasgos
que parecían haber sido cincelados sobre el mármol por las manos expertas de un artista.

El desconocido clavó sus ojos glaucos en los de la dama; siempre apacibles como dos gotas
de agua, ahora helados por el miedo, y Arélie quiso retroceder, aterrada por un peligro mucho
mayor que el de los aldeanos que la perseguían.

Sin embargo, una extraña y poderosa fuerza la mantuvo anclada al suelo, presa del miedo.

—¿Necesitáis ayuda? —preguntó el desconocido.

Arélie pensó que tenía una voz grave, pero aterciopelada y suave; y que una parte de ella
conocía esa voz.
—¿Quién sois? —se atrevió a preguntar.

La pálida piel de la joven, reflejo de luna, brillaba bajo los cirios encendidos de los pórticos.
Su pecho se movía al compás de un desbocado y herido corazón que huía.

Mientras aguardaba, con el terror reflejado en su voz y la sangre congelada en sus venas, tuvo
la certeza de que ya sabía quién era. Un recuerdo antiguo y desdibujado luchaba por abrirse paso
entre los ecos de su memoria.

Se dio cuenta de que, tal vez, el ser que tenía delante era aquel que la había visitado en sus
sueños y delirios más infantiles, narrándole historias fantásticas y hablándole acerca de una
existencia inmortal.

—¿Que quién soy?

Él apenas sonrió.

Ladeó la cabeza, y uno de los cirios humeantes arrancó un destello a aquellos ojos expresivos
que encerraban secretos oscuros y anhelos prohibidos, canciones de épocas pasadas y bosques
encantados sumidos en el olvido.

—He sido príncipe y ladrón. He sido pirata y guardián. He sido amante. He sido defensor de
débiles y tirano para muchos. Para vos, hermosa Arélie, puedo ser su acompañante en el camino
que habéis emprendido esta noche.

—No sé a dónde me dirijo. Solo escapo —respondió.

—Eso podría cambiar si quisierais.

Aquel hombre le tendió la mano con una elegancia a la que ella no estaba acostumbrada.

Después le sonrió, y fue una sonrisa triste, pero sincera. Le prometió palacios dorados y
salones cuya música jamás cesaba, noches infinitas, manjares con los que nunca había soñado y…
su más ansiada libertad.

Pero Arélie, haciendo caso omiso de la voz que le desgarraba el pecho gritándole que tomara
aquella mano, dio un paso atrás. Entendió de pronto que se había visto envuelta en un asunto que
iba mucho más allá de la gente que hablaba de ella en crueles susurros, de los aldeanos que la
perseguían y de la propia Inquisición. Aquel ente, cuya hermosa apariencia juraba ser la de un
hombre mortal, no podía ser humano, no podía ser morador de este mundo. Y en lo más profundo
de su ser, ella lo sabía.

—Si no venís conmigo esta noche, mañana al alba moriréis —le aseguró él, paciente.

Su mano, tendida hacia ella, no vaciló ni un solo instante mientras aguardaba su respuesta.
Aunque Arélie todavía no podía saberlo, había esperado mucho tiempo desde que las hespérides
le habían hablado, en una canción, sobre la hermosa joven que un día lo acompañaría en su
fantasmagórica corte.
Tras una mirada a la oscuridad, donde decenas de destellos incandescentes comenzaban a
acercarse, Arélie tomó por fin una decisión. A pesar del profundo terror de su alma mortal, que
sollozaba horrorizada ante el camino que intuía si aceptaba, Arélie decidió que temía aún más al
descanso eterno, y tomó su mano.

Y el desconocido, un príncipe ladrón y un caballero perillán, se la llevó lejos de los altos


muros tristes de la catedral, de la ciudad donde las criaturas incomprendidas eran pasto de las
llamas para su purificación, y de las sinuosas calles adoquinadas en las que la tristeza y la
desdicha jugaban juntas.
Arélie despertó al día siguiente custodiada por sendas paredes de piedra y altos techos
dorados, a la vera de decenas de ojos inmortales que la observaban con curiosidad. Entre ellos, el
ser que la había rescatado, se erguía con gallardía, sujetando entre sus largos dedos una copa
engalanada con zafiros y rubíes.

Aquel ente de la noche se presentó ante ella como rey y anfitrión de los espíritus de la Ciudad
Olvidada; y la convidó a unirse, como había hecho durante siglos con todas las criaturas que los
acompañaban, a su esperpéntica corte de ánimas errantes.

La joven aceptó unirse al festejo aquella noche y descubrió que ya conocía aquel lugar por sus
sueños, por los relatos que el viento le había susurrado y por las historias que alguien le había
contado en la oscuridad de las noches de su infancia.

Durante los días siguientes, probó entre los muros del frío eterno los placeres de aquella corte
espectral. Bebió del alimento de los inmortales y escuchó a las sílfides entonar sus lentas
melodías. Bailó con duendes etéreos y jugó con las ondinas, enjaezadas con elegantes y
misteriosos clámides y sudarios, a perderse en los laberínticos corredores y las lóbregas salas del
palacio.

Danzó al son de melodías paganas, entonadas por las antiguas voces de las hespérides del
bosque, y dejó peinar su cabellera carmesí por el cortejo de nereidas que había abandonado los
mares para unirse a la fastuosa celebración sin fin. Abandonó su sencillo vestido blanco por uno
confeccionado por las ninfas, colmado de piedras preciosas y ribetes membranosos. Y escuchó las
palabras de las hadas de la espesura, que le prometieron hallar el amor verdadero en el otoño de
uno de sus bosques.

Aquellas marcas llorosas bajo sus ojos pronto se convirtieron en un símbolo hermoso. Los
inmortales de la corte la aceptaron entre ellos y supusieron que si Arélie había nacido con
aquellas cicatrices había sido por su condición compasiva y su corazón bondadoso. Creyeron que
fue un regalo de los espíritus, que marcaron en su piel las futuras lágrimas que la joven habría de
derramar por cada criatura incomprendida, por su empatía y su cariño filial.

Fue feliz durante años. Se deleitó con la libertad que aquel extraño y oscuro ambiente le
ofrecía, abandonándose al deseo de salir a los bosques cada noche en imprudente travesura.
Despertaba a los animales de las ciénagas y alertaba a los hijos de los campesinos, que por las
mañanas jurarían haber visto los destellos de unos sudarios que cruzaban por delante de sus
ventanas en la oscuridad de la noche.

Volvió también a la granja de su familia en su elegante y etérea forma, custodiada por el fiel
séquito de seres fantasmales que la protegían, para ver a su hermana pequeña crecer.

Una noche su cariñosa hermana se levantaría de la cama con estrépito, asomándose por la
ventana para descubrir frente al manzanar de su casa a una joven que bailaba descalza, con el
salvaje cabello cobrizo acompañando sus dulces movimientos, y una sonrisa de dicha en un rostro
lozano y hermoso para siempre.

A su alrededor, extrañas y etéreas presencias y quiméricas corrientes de viento que


arrastraban telas blancas, acompañaban la onírica danza de la joven.

Tambaleándose, su rostro contraído en un rictus de puro espanto, salió en busca de su hermana


perdida, aquella que años atrás había muerto en el bosque huyendo de la Santa Inquisición, pero
para cuando logró atravesar el umbral de la puerta, en el manzanar no quedaban más que las hojas
marchitas de los árboles arrastradas por una fría corriente de viento.

Durante largos inviernos el monarca de la Ciudad Olvidada acogió a la preciosa Arélie en su


corte. Ella se abandonó a la dulce inmortalidad sin saber que en el apagado corazón de su
fantasmal anfitrión comenzaba a latir el susurro del amor que ella misma había despertado.

Encontró su lugar entre las criaturas incomprendidas del palacio y de los bosques que
pertenecían a sus dominios. Y todas ellas, conocedoras de los sentimientos de su soberano,
empezaron a ver en Arélie a una futura reina de corazón benevolente; aguardando el día en el que
el rey oscuro le descubriese el secreto de su anhelo y, por fin, pudiese gobernar junto a él en la
Ciudad Olvidada.

Pasados los años, Arélie supo, gracias a los susurros de las sílfides, de la muerte de su
hermana; arrancada de la vida aún joven y hermosa, inmortalizada para siempre en la gélida
primavera de su efímera existencia terrenal. El rey respetó el doloroso luto de la joven,
preservando su amor varios años más y continuó ofreciendo mascaradas y celebrando banquetes
para inmortales mientras todas las criaturas soñaban con el día en que su amada Arélie, aquella
joven a la que todas querían por su dulce bondad, se convertiría en reina oscura.
Mas, tras la muerte de su hermana, y cada año desde entonces, Arélie abandonó sus traviesas
excursiones a los bosques y sus largos bailes en los salones dorados para llorar a su hermana. En
su lugar, se dejó llevar hasta el cementerio donde descansa su hermana y abrazó su tumba para
besar con labios gélidos la morada eterna de sus restos.

Encontró un lecho entre la hojarasca del otoño, y se abrazó a Morfeo, que la arrulló entre sus
brazos templados y sus delicadas caricias, quedando dormida, una vez más, junto a su amada
hermana.

Arélie despertó un día tras un letargo inesperado, suspendida en el mundo onírico de la


irrealidad, tras años de desmayo en el lóbrego cementerio, donde bellas imágenes aladas de
piedra habían velado su sueño inmortal.

Pronto comprendió además que no había despertado por sí misma. En el solitario silencio del
reino de la paz, Arélie sintió la presencia de un alma mortal; un alma que aún no había acariciado
los oscuros y dulces labios de la muerte. El eco constante y acompasado de un corazón vivo la
llamaba.

Arrastrada por la inocente curiosidad de su ser, se vio obligada a seguir el rastro de aquel que
había decidido aventurarse en el reino de guardianes de piedra y polvo de huesos y entre vetustas
tumbas de nombres olvidados, encontró a Víctor, el hijo del escultor que tantos días la había
acompañado junto a las gárgolas de la catedral.

Su rostro permanecía tal y como lo recordaba, pero hacía una eternidad de su huida y Víctor
debería haber sido un anciano. Por eso Aréli pensó que debía tratarse de un espíritu.

Sus oídos inmortales escuchaban el latido del corazón que la había despertado y olía la sangre
corriendo por sus venas, así que dio un paso adelante y alzó la mano para colocarla sobre su
pecho y asegurarse de que sus sentidos no la engañaban.

Víctor permaneció inmóvil, conmocionado, hasta que tomó su mano y la estrechó con fuerza
entre las suyas.

—Llevo buscándote toda la noche —le aseguró.


Arélie descubrió entonces, gracias al susurro de las calaveras curiosas que allí descansaban,
que Víctor había sido víctima de una diablura.

Él, que se había perdido entre los páramos abandonados y los bosques encantados mientras
trataba de encontrarla la noche que huyó, acababa de despertar. Las hadas juguetonas, en sus
inocuas travesuras, habían escondido para él el camino de vuelta. Víctor buscó a Arélie sin tregua,
pero acabó tropezando con la trampa de un cazador y tuvo que detenerse a descansar en el mismo
lecho de hojarasca que también había hecho dormir a la joven durante décadas.

Solo el destino quiso que despertaran al mismo tiempo.

Supo Arélie, al conocer toda la historia, que aquel sería el gran amor de su vida eterna que las
hadas le habían augurado. Así que tomó las manos del joven, fuertes y ásperas por trabajar con la
piedra de las gárgolas, y lo condujo hasta uno de los refugios del bosque, prohibidos para los
mortales.

Allí cuidó de él, pidió ayuda a los espíritus protectores, y aguardó junto al joven hasta que sus
heridas sanaron por completo.

Víctor, que ya la amaba en silencio, volvió a quedar cautivado por ella; por su bondad natural,
por la belleza de sus cicatrices llorosas, y por las historias que Arélie le contó durante aquellos
días de otoño.

Una tarde, bajo el entretejido de oscuras y sinuosas ramas, acompañados por el dulce viento
que los había arrullado en su larga hibernación, conocieron el amor prohibido de su existencia
antagónica, la soñada inmortalidad y la temida mortandad, y unieron sus almas para siempre.

Vivieron durante años en el bosque, en aquellos mágicos lugares visibles solo para unos pocos
elegidos, hasta que el frío del invierno atravesó un día el pecho del joven Víctor y la enfermedad
les recordó a ambos que su existencia podría acabarse en cualquier instante, mientras que ella
permanecería joven, hermosa y sola para siempre.

Volvió Arélie, llevando consigo a su joven enamorado, a la corte espectral de salones áureos,
y allí le pidió al rey de las criaturas olvidadas que le concediera el regalo de la eternidad a su
amado.

Sin saberlo, Arélie hirió al rey espectral, que había adorado a la hermosa joven en doloroso
secreto, respetando su libertad hasta que llegase el día en que le confesaría su deseo de hacerla
monarca en su perpetuo reinado de tierna oscuridad.
El rey se negó a cumplir su petición. La acusó de haber quebrantado la ley muda que prohibía
a los mortales atravesar las puertas de la Ciudad Olvidada, donde solo seres torturados y
angustiados podían entrar en busca de su salvación, y le ordenó que se lo llevara de allí.

Temerosa de regresar al bosque para ver morir al amor de su vida y sobrevivir eternamente
con un dolor que no podría soportar, le rogó al soberano que la salvó un día, que le devolviera su
mortalidad, anhelando purificar su alma para vivir junto a su amado en una corta pero real
existencia terrenal.

Ofendido, el soberano la acusó de ingrata. Abandonándose al tormento de la decepción y


dejando crecer en su pecho vacío las lacerantes espinas negras del desamor, desterró a la bella
Arélie, que era amada por todas y cada una de las criaturas de sus vastos dominios, y lo hizo sin
arrebatarle la condena de la inmortalidad.
Asustada, huyó junto a Víctor de su ira, despidiéndose en su triste carrera de las sombras
olvidadas que había conocido en sus años de placentera inmortalidad regalada.

Aquella noche, las hadas y los espectros que la habían acompañado en sus traviesos delirios
de alma incomprendida, lloraron la partida de la joven, expulsada del reino que siempre había
sido su hogar. Lamentaron la senda desafortunada que había tomado el aliento del amor no
correspondido, que ahora ennegrecía el oscuro corazón de su eterno rey fantasmal, roto por el
dolor.

Seguirían celebrándose espléndidos banquetes e interminables bailes suntuosos. Mas en las


correrías nocturnas de los espectros del bosque, jamás volverían a escucharse acuosas risas
desdibujadas en la lejanía de las tinieblas. Desde entonces, las extravagantes peripecias nocturnas
serían un funesto recordatorio de la partida de Arélie, la criatura bondadosa que todos habrían
querido como reina. Y en las noches largas y oscuras jurarían los valientes aldeanos, que se
aventuraban a penetrar en la espesura, escuchar los ecos tristes de lastimosos lamentos que
lloraban la pérdida de su reina eterna y la llamaban esperando su regreso.

Escaparon los amantes de la furia del rey oscuro, abandonando para siempre los bosques
encantados de la Ciudad Olvidada, y regresaron a la ciudad que un día los había odiado en busca
de un curandero que deshiciera la enfermedad que atenazaba el pecho del joven Víctor.

Aquella noche pagaron la habitación de una posada con las piedras preciosas que las ninfas
habían recogido en los lagos para Arélie. Esa misma madrugada, fugitivos, cuerpo mortal y
espectro inmortal, ascendieron a los cielos de la catedral para reunirse con las hermosas gárgolas
que décadas atrás Víctor, junto con su padre, había esculpido. Arélie rezó, a cualquier deidad que
quisiera escucharla, para que alguna le devolviera el don de envejecer y morir junto a su amor,
pero no obtuvo respuesta.

Permanecieron en la ciudad y ella continuó rezando, pero su consuelo, sin embargo, nunca
llegó.

Una noche, en la hora de las brujas, como si la cacería que se inició años atrás jamás hubiera
cesado, la macabra comitiva de cirios ardientes y sogas lacerantes los atrapó en la cumbre de la
catedral gótica.

La posadera, alertada por las riquezas extrañas con las que pagaban su estancia, los delató.
Acusados de brujería y amistad con el diablo, fueron enjuiciados y condenados a morir bajo las
abrasadoras llamas purificadoras de la Iglesia. Separados en su encierro, a sabiendas de que antes
del amanecer serían arrastrados hasta la catedral para morir a su vera, Arélie lloró amargamente
por todo cuanto había ganado y había perdido en un tiempo que, comparado con la eternidad,
había sido un suspiro.

Confinada en su celda bajo la trémula luz de los candiles, fue visitada por una hespéride que
se había atrevido a penetrar en aquel mundo corrompido y perecedero. Le suplicó que volviera a
la Ciudad Olvidada y que implorara el perdón de su rey. Le aseguró que él se lo concedería si su
arrepentimiento provenía del corazón, y le rogó que escapara de aquella celda en su forma
espectral y abandonara a Víctor, pues para él ya no había más salvación que las llamas que
lamerían su cuerpo mortal al albor.
Pero Arélie, a pesar de los lastimosos llantos de la criatura, no quiso separarse de él, del
hombre que las mismas hadas habían jurado que sería su gran amor eterno. En apacible serenidad,
decidió que si su destino era amarlo tal vez aquella purificación los elevaría a ambos a los cielos,
donde podrían descansar juntos como seres puros e inmortales; olvidando el dolor y la inmundicia
con los que aquel páramo terrenal los había hostigado.

La hespéride no pudo quedarse mucho más tiempo entre mortales. Debilitada al saberse lejos
de su mundo fantasmagórico, volvió sollozando y deseando que Arélie cambiara de opinión.
Cientos de seres; apariciones fantasmales, sílfides y náyades, hadas de los bosques y oscuros
seres abismales, criaturas incomprendidas, rechazadas y hermosas, aguardaron el regreso de su
reina prometida en las lindes del bosque mientras, dentro, en su palacio áureo, su rey oscuro
luchaba contra el odio que se expandía en su corazón.

Cuando las tinieblas dieron paso al candor del día y los primeros haces de luz hirieron la
clara mirada de la joven, esta supo que su destino ya estaba sellado. Se dejó llevar a través de
aquellos que clamaban librar al mundo de su presencia maligna, y fue conducida hasta la pira
donde ardería junto a Víctor.

Los enamorados compartieron un último y feliz beso bajo las atentas y desdichadas miradas de
las gárgolas de la catedral antes de que el fuego consumiera con dulce violencia los cuerpos que
los anclaban al mundo mortal.

Cuando sus restos no fueron más que cenizas y el humo de sus huesos calcinados se confundió
con el viento, los crueles espectadores escucharon un espantoso llanto desconsolado; un eco
lejano y marchito que provenía del bosque lejano, donde cientos de criaturas lloraban la pérdida
de su amada reina Arélie.
Céfiro, desolado, arrastró hasta la catedral nubes tormentosas que habrían de proporcionarle
las lágrimas que él no podía llorar. Y una gran tormenta asoló la ciudad durante días.

Arélie, la criatura perpetua que había amado a un ser mortal, atrapada entre dos mundos, no
pudo lograr con la purificación la paz ansiada, y quedó presa para siempre en los cielos de su
ensoñada catedral gótica, pudiendo bajar a la tierra solo convertida en lluvia.

El rey oscuro, conmovido y roto su corazón, decidió entregar un último regalo a la mujer que
aún amaba, y le otorgó a Víctor una segunda oportunidad. Gracias a su magia espectral, lo
devolvió a su forma primigenia para que su alma renaciera en un cuerpo infantil que crecería hasta
que, alcanzada la edad adulta, podría regresar a la catedral y reunirse con su amada,
convirtiéndose en su compañero inmortal.

Víctor volvió así a su forma original, mas el encantamiento irreversible no obtuvo el resultado
que el rey habría esperado, y el alma del joven quedó atrapada, de nuevo, en una gárgola de
piedra; la gárgola de piedra que las brujas hechizaron para su padre cuando este les pidió un hijo
al que amar.

Desde entonces, el rey oscuro seguirá dando cobijo a las criaturas desamparadas y rechazadas
por la humanidad, y en sus elegantes salones seguirán celebrándose bailes inmortales incluso
mucho después de que sus muros caigan y se conviertan en polvo. Su corazón no abandonará
jamás el luto por la hermosa Arélie, y su corte esperpéntica llorará por siempre la pérdida de su
amada compañera. Los mortales sabrán que, al escucharse el eco triste de una súplica lastimosa
en la oscuridad de la noche, serán las voces de las hadas quiméricas quienes recuerden con
aflicción a la joven atrapada entre dos realidades.

Arélie, la reina llorosa, aparecerá para consolar a las gárgolas de piedra cuando la luz se
ensombrezca y la lluvia rasgue la bóveda celeste. Abrazará con sus manos etéreas y su figura
traslúcida a su más amada gárgola de piedra.

Besará con labios carmesís la quebrada piel pétrea de su amado y aparecerá a su lado, cada
vez que llueva, como su guardiana eterna, solo cuando las gárgolas lloran.

FIN
BIOGRAFÍA DE AUTORA

Paula Gallego nació en San Sebastián, en 1995.


Ha estudiado Magisterio Infantil y actualmente compagina sus estudios de Lengua y literatura
españolas con la creación literaria.
A los 17 años quedó finalista en el Ateneo de Novela Joven de Sevilla y publicó su primera
novela, Cristal, la guerrera esmeralda, una historia de fantasía juvenil. En 2015 vio la luz su
segunda novela, Imperfecta Armonía, esta vez dentro del género Young Adult, y en 2017 publicó
Un día de invierno, de corte juvenil. Además es autora de 13 horas en Viena (2017) y 3 noches en
Oslo (2018), con Ediciones Kiwi. En 2019 verá la luz Respira, su nueva novela romántica e
independiente.

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