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Dimensiones: Reparación de la Imagen de Dios-Educadora

Somos creaturas que llevamos impresa la imagen de Dios por creación. Una imagen que sólo podrá alcanzar su
culminación en la identificación plena con Cristo. La reparación se inscribe en este proceso de recuperación,
renovación y conducción de la imagen a su realización cabal. La dimensión “educadora” de la reparación nos invita a
ayudar a descubrir a cada persona la imagen de Dios que lleva dentro, a potenciarla, a hacerla más humana, más
fraterna, más según Dios.
En el sexto día Dios creó al hombre y a la mujer “a
nuestra imagen, como semejanza nuestra” (Gn 1,26; cf.
Gn 1,27). Los estudios bíblicos identifican como
significado principal de estos versículos el hecho de
que somos invitados y capacitados para entrar en
relación con Dios y estar asociadas a su obra.
El plan divino revelado en Jesús es que tengamos vida y
que alcancemos su plenitud (cf. Jn 10,10), que es la
comunión con el Padre, Hijo y Espíritu Santo. Jesús es
la imagen perfecta y total de Dios (cf. Col 1,15; 2 Cor
4,4), y por su Encarnación se ha hecho plenamente
humano, semejante a nosotras en todo menos el
pecado (cf. Hb 4,15). Es “rostro humano de Dios y
rostro divino del hombre”.
Hemos sido creados en la imagen de Jesús. Vamos siendo conformados según su imagen y transformados en ella, en
un proceso que nos hace hijos del Padre y hermanos de Jesús, hermanos entre nosotras, hermanos de la humanidad
(cf. Rom 8,29; 1 Cor 15,49). En perspectiva de misión decimos que: “Dios nos consagra por el bautismo, y nos envía
en un mismo gesto de amor y elección para reproducir en el mundo la imagen de su Hijo y proclamar su Reino” (C.
17).
Somos invitados a acoger el don divino, respondiendo con amor al Amor que nos crea continuamente, un amor que
desborda en el cuidado de la creación (cf. Gn 1,28; Rom 8,20-21) y en el amor de nuestros hermanos y hermanas (cf.
Jn 15,12). Este retorno de amor que es nuestra misión nos impele a colaborar con Cristo y su Espíritu para ayudar a
que cada persona reproduzca en su vida la imagen del Hijo, a que cada descubra la imagen de Dios que lleva
dentro y viva desde ella en toda su potencialidad, tornándose cada vez más humana y cada vez más participe de la
vida divina.
Queda así manifiesta la dimensión educadora de la reparación, que va dirigida a “la realización plena de la persona”
(A. 16). Y esta realización no se da si la persona no alcanza ese destino para el que ha sido creada, la plena
configuración con Cristo en quien gozará de la comunión con la vida divina. Educar aparece aquí como ese proceso
por el que somos llamados a acompañar a las personas en la tarea de ir conformándose con la imagen de Dios. Un
Dios que es comunidad tripersonal, un Dios que es paradigma de la unidad en la diversidad que es posible vivir entre
los seres humanos sin perder la identidad. La comunidad religiosa, la comunidad educativa, está llamada a ser un
testimonio vivo y existencial de que esto es posible (cf. C.24).
Esta dimensión educadora implica al mismo tiempo una labor de “reparación de la imagen de Dios” que hemos
interiorizado a llevarnos en nivel psíquico. Descubrir la verdadera imagen de Dios en nosotros mismos y en otras
personas implica superar las imágenes tergiversadas que tengamos, y entrar en un proceso dinámico de crecimiento
en la verdad de esta misma imagen.
Por otro lado la experiencia del pecado hace que la imagen de Dios en nosotros se desdibuje, se haga opaca, se
deforme, resulte dañada, figurativamente hablando, aunque nunca destruida. Surge así la necesidad de una
“reparación de la imagen de Dios” en nosotros en el sentido de reconstituirla y poder reconocer el sueño original de
Dios sobre nosotros, y aproximarnos a su realización lo más posible. Todo lo que implique sanación, reconstrucción y
renovación contribuye a este proceso. Se trata de una “reparación de la naturaleza humana”.
Debemos procurar descubrir en todos la imagen de Dios. Tal descubrimiento va unido a la mirada que ofrecemos a
nuestra hermana o hermano:
“Sentimos la urgencia de impulsar un estilo de vida comunitaria que nos lleve a cuidar nuestras
relaciones desde la ‘misericordia entrañable’. Queremos ofrecernos una a otras una mirada y una
palabra que comuniquen esperanza, ánimo, reconocimiento” (CG XVII, p. 33).
“Estamos convencidas de que, si lo que nos apasiona es Cristo y su misión – ‘estar con Jesús, donde Jesús,
como Jesús’ – las heridas y las carencias de tantos hermanos y hermanas nos seguirán ensanchando el
corazón e indicando por donde concretar nuestras respuestas” (CG XVIII, p. 53).
Desde la dimensión educadora somos invitados a descubrir a aquellos a quienes educamos como ese “lugar” donde
Cristo quiere ser descubierto y amado. Ver la imagen de Dios en todas las personas que trate. Fijarme más en lo
bueno de las personas que en lo malo que les aparezca de fuera. Somos invitados a percatarnos que cada uno de
ellos ha costado la sangre de todo un Dios. Cada persona es imagen por creación, pero es también ese ser humano
por quien Cristo ha dado su vida, en vistas a que verdaderamente pueda recuperar plenamente su imagen
consumada. Cristo nos enseña cómo proceder: “No se adelanta por el rigor sino con el amor […] Hay que asemejarse
en la paciencia que tiene Dios con nosotros con la que nosotros debemos tener con los prójimos”.
La adoración es escuela en la que somos educadas por Dios. De él aprendemos a hacernos eucaristía (C.18). La
adoración se convierte en un tiempo dedicado al maestro, que nos va enseñando y transformando en lo que
contemplamos: aprendemos a ser con él un Cuerpo que se entrega. En este sentido la adoración eucarística es
educación, y no menos la educación es adoración, pues en ella hemos de descubrir, reconocer y amar la presencia
adorable de Cristo, en aquellos que educamos.

¿Cómo me invita Jesús hoy a contribuir con su proyecto de reparación desde la educación?
¿Cuál esa imagen de Dios que Jesús desea que descubra y potencie en mí? ¿Y en los otros? ¿En qué deseo que Jesús
me siga educando?

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