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Lavín: el significante vacío

¿Cómo es posible que un actor político zigzaguee, serpentee y se mimetice una y otra vez,
adornado siempre con una sonrisa de aspecto bobo y aire inocentón, y así y todo siga siendo
bien valorado por la ciudadanía? ¿Por qué lo que parece ser una suma de imaginación y de
ocurrencias, y unas cuantas payasadas, logra tanta adhesión en la ciudadanía al extremo de
que, como van las cosas, Dios no quiera, puede terminar de Presidente de la República?

Una explicación posible está en la lingüística y en uno de los más agudos intelectuales de la
izquierda: Ernesto Laclau.

Ernesto Laclau identificó la existencia de los significantes vacíos, es decir, de signos que no
significan nada en particular (o que pueden significar cualquier cosa). ¿Qué función cumplen
esas rarezas? Lo que ocurre, sugirió Laclau, es que el desorden en la vida social no se
produce por ausencia de significados, sino por su abundancia. El problema entonces
consiste en ordenar esa proliferación de significados o, en términos más simples, de
expectativas (Laclau, “Estructura, historia y lo político”, 2004). Una forma de hacerlo, una
forma que produce hegemonía o predominio en el ámbito del discurso, es el significante
vacío. Su función es indicar o mostrar los límites del orden social o, en otras palabras, poner
de manifiesto lo que el orden excluye, lo que está ausente. Laclau pensó que el significante
vacío permite construir la hegemonía en política al nuclear en derredor suyo todas las
carencias y desasosiegos que la sociedad no es capaz de contener o satisfacer. Aconsejó
entonces a la izquierda hacer suya una cantidad heterogénea de demandas,
transformándose, por decirlo así, en un significante vacío.

Pero nadie sabe para quién trabaja.

El papel que ha asumido Lavín en su vida política se asemeja a ese significante vacío. El
más famoso en Latinoamérica fue Perón, capaz de acoger en su seno a marxistas y
antimarxistas, a liberales y conservadores, a empresarios y sindicalistas, cada uno
transfiriendo sus carencias a ese significante vacío que, al mostrar todo lo que el orden
excluía, parecía por ese solo hecho estar formulando la promesa de remediarlo. El
populismo, del lado que sea, de la izquierda o de la derecha, es exactamente eso que
describió Laclau: un significante vacío, un lugar donde no hay nada y donde todo encuentra
entonces un lugar posible (vid. “La razón populista”, 2005).

Algo de eso hay en Lavín.

Lo sorprendente —o lo preocupante— es que en el caso de Lavín se trata de una actitud que


no es meramente estratégica, no se trata de algo que él haya planeado luego de leer a
Laclau o Saussure (le restaría el valioso tiempo que ha de dedicar a estudiar encuestas y
guiones de matinal), sino de algo que en él parece ser espontáneo o intuitivo.

Y ese es precisamente el problema.

Porque una cosa es asumir la estrategia del significante vacío a fin de alcanzar el poder y
una vez logrado este desenvolver una agenda ideológica (es el caso de la izquierda que
suma todas las demandas, pero al menos aspira a pasarla por el tamiz de un puñado de
ideas, buenas o malas), y otra cosa muy distinta es ser un significante vacío que se toma tan
en serio su papel que casi se confunde con él hasta despojarse de todo rasgo que permita
predecir su comportamiento.

Los votantes de derecha han declarado una y otra vez su temor a dar saltos al vacío, a
ciegas, a sumirse en la más total incertidumbre. Y lo increíble es que no se han dado cuenta
de que a su lado tienen ya por décadas a un político que ha hecho del vacío su más profunda
y sincera vocación.

Carlos Peña

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