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La historia de un
viviente, Cristiandad, Madrid 1983.
Ya hemos dicho que la raíz del contenido real de una experiencia religiosa
reside en la condición creatural de nuestra humanidad finita es decir, en la
realidad concreta de la autonomía propia del hombre, en cuanto intrínsecamente
sustentada por la acción creadora j Dios. Este modo finito de ser «uno mismo»
es últimamente más « Dios» que «de uno mismo» y, por consiguiente, una
huella de realidad de Dios en el mismo centro de nuestra existencia.
hombre (un morar del hombre en Dios, como prefiere decir la teología oriental)
es Dios mismo, su «persona» (hypóstasis), entonces el «ser de Dios y en Dios»
de la persona humana es indudablemente una «enhipóstasis»; lo uno es lo otro.
Si Dios es por esencia pura «hipóstasis» (al margen de cómo debe entenderse),
entonces el «ser-criatura» es por naturaleza una «unión hipostática». Pero esto
significa que las cosas y los hombres han sido creados por Dios y que el hombre
en especial puede ser consciente de la inhabitación de Dios. Por eso es
preferible no hablar aquí de «unión hipostática», que no dice nada nuevo y,
dado su empleo histórico, puede crear confusión, como a menudo ha ocurrido
con el empleo ahistórico de una tetmiminología demasiado precisa.
Por su propia esencia, una criatura, pese a ser «de Dios» y precisamente por
eso «ella misma», no es Dios; es una realidad secular, llamada por su misma
creaturalidad a no considerarse «Dios» y a no aceptar como Dios nada fuera de
Dios. La fe en la creación implica por su propia naturaleza criticar radicalmente
toda idolatría ideológica por respeto a la trascendencia única de Dios. Así se
comprende, por ejemplo, la reacción del judaísmo y del islamismo contra el culto
cristiano al hombre Jesucristo; tal actitud nace del celo, común a judíos,
musulmanes y cristianos, por la confesión monoteísta del único Dios. La primera
respuesta cristiana a esa reacción debe ser por lo menos de simpatía; también
para los cristianos, el monoteísmo yahvista, en el cual y del cual vivió el mismo
Jesús, es la afirmación fundamental de su credo. La experiencia del Abba en Je-
sús debe interpretarse también sobre el trasfondo del monoteísmo judío.
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Pero debe quedar claro que el hecho de que un hombre se fund en Dios
reconociendo su creaturalidad no puede implicar nunca una pérdida de
humanidad. Si según el lenguaje de fe (que trata de expresar una realidad)
«fundarse» en Dios es fuente de una verdadera e inesperada humanidad, la
suprema experiencia de Dios será para nosotros una insólita «revelación de
humanidad». El autentico, significado de la creaturalidad implica que —pese a
las degradantes y perturbadoras distorsiones que puede provocar lo
«humanamente supremo», debido a las complicaciones de nuestra finitud
humana- la unión suprema de un hombre con Dios (en sí y por sí) nunca puede
traducirse en una pérdida de humanidad, puesto que la acción creadora de Dios
constituye al hombre en su propia autonomía (aunque finita y en su plena
humanidad. Además, por intima que sea esta unión con Dios en un hombre
histórico jamás podremos habar dos componentes, humanidad y divinidad, sino
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de dos «aspectos» totales: una verdadera humanidad en la que se realiza el
«ser de Dios», en este caso el «ser del Padre”.
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Así, pues, sería equívoco decir que Jesús, persona humana en sí, es «asumido»
en el Logos y que así se profundiza y completa su personalidad humana. Lo
equívoco reside en que se mezclan y confunden los dos juegos lingüísticos en
que se puede hablar de Jesús, como de cualquier hombre. Primero se presenta
a Jesús —naturalmente en un determinado juego lingüístico— como constituido
ya en «persona humana» y luego se habla, de hecho en un lenguaje de fe,
sobre su asunción en el Logos. Este discurso es legítimo, tanto en el primer
plano lingüístico como en el segundo; lo equívoco es la combinación
despreocupada de los dos, pues así parece «darse por supuesto» que Jesús
está «ya» constituido como persona humana y que esta persona es «asumida»
luego «en el Logos», según el lenguaje de la fe. Esto demuestra que para el
lenguaje religioso, por más que reconozca y afirme la especificidad del lenguaje
no religioso, no se ha dado nunca esa personalidad previa, separada de su ser
«del Padre». Se trata, sin duda, de un resultado legítimo a que da lugar la
necesidad de expresar en dos lenguajes una misma realidad, susceptible de esa
doble consideración por su autonomía y por su «ser del Padre». No disponemos
del lenguaje unitario que pueda englobar y expresar a la vez los dos aspectos
totales. Pero, según la lógica del lenguaje de fe, tampoco podemos presuponer
esta «personalidad humana» de Jesús como previa a su relación asuntiva y
constitutiva con el Padre. Tal relación es la que constituye esa personalidad en
la singularidad personal de Jesús. Si hablamos en un lenguaje humano
«profano», habrá que decir que Jesús es una «persona humana», pues nadie es
«hombre» si no es persona humana. Pero en lenguaje de fe se dice que el
hombre Jesús, en cuanto hombre, es tal persona gracias a su relación
constitutiva con el Padre, como todo hombre en cuanto hombre es —en su nivel
— tal persona gracias a su relación esencial con el Dios creador. En el caso de
Jesús, esto significa que su relación con el Padre lo constituye Hijo de Dios en
su humanidad. Análogamente decimos que cada hombre es una persona, pero
en lenguaje de fe afirmamos, sin negar el enunciado anterior (sino indicando
más bien el fundamento de la personalidad), que tal personalidad es totalmente
«de Dios». Jesús en cuanto hombre es persona por el hecho de ser «Hijo del
Padre» y, obviamente, sin pérdida de humanidad; al contrario, lo es por
fortalecimiento, profundización y culminación de todo lo que significa perfección
humana y, a fortiori, persona humana. Por consiguiente, hay que excluir de
Jesús cualquier tipo de .«anhipóstasis» por ser una pérdida de personalidad
humana; pero la negación de toda pérdida no es todavía, últimamente, una
determinación positiva del modo de ser personal de Jesús en su relación con el
Padre.
El modelo de presencia, que vale para toda criatura (en particular para la
persona humana), también vale obviamente para Jesús; pero de por sí, dado su
carácter general y sus posibles modalidades, no sirve para precisar la
particularidad de la presencia de Dios Padre en Jesús, al menos mientras nose
diga cuál es el fundamento de tal
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presencia. No se trata de una presencia divina en un hombre constituido
previamente en persona por un acto creador de Dios y asumido «luego» en «el
Logos». Por tanto; ¿hay que considerar el acto era general como fundamento de
la unión consciente o mística de Jesús con el Padre gracias a su plenitud del
Espíritu Santo? ¿O es este acto creador, en cuanto que a la vez constituye al
hombre Jesús Hijo del Padre, el fundamento de la personalidad y, por tacto,
unión mística de Jesús con el Padre?
10. No es difícil advertir que Tomás de Aquino lucha con este problema: que las
personas divinas no son formalmente distintas en cuanto personas. ; en cuanto
«relationes», es decir, en cuanto relaciones antitéticas por su _ (Quaest. Disp.
de potentia, q. 9, a. 4); en otro lugar dice: «distinctio divinarum hypostasum est
minima distinctio realis quae possit esse» (In I Sent.,, d. 26, q a 2, ad. 2; De
potentia, q. 9, a. 5, ad 2; Contra Gent. IV, 14; S. Th. I,q a. 2, ad 3).
Evidentemente, Tomás quiere salvaguardar el monoteísmo frente a cualquier
forma de triteísmo.
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y de su resurrección podemos decir algo significativo sobre el Paire, el Hijo y el
Espíritu. Porque lo importante en la vivencia del Abba es el hecho de que esta
donación única de Jesús al Padre estuvo «precedida» con prioridad absoluta e
íntimamente sostenida por la donación única del Padre a Jesús. Ahora bien, la
antigua adición cristiana llama a tal autocomunicación del Padre —fundamento y
fuente de la experiencia del Abba en Jesús— «el Verbo». Eso implica que el
Verbo de Dios es el fundamento y soporte de todo el fenómeno Jesús.
Jesús es en su humanidad tan íntimamente «del Padre» que precisamente ahí
es «Hijo de Dios». Esto indica ya que la humanidad de sus no tiene su centro en
sí misma, sino en Dios Padre. Lo cual se deduce también de los datos históricos
sobre Jesús; centro, soporte, “hypóstasis», en el sentido de algo que da
consistencia, era su relación con el Padre, con cuya causa se identifica. El
hombre concreto Jesús es constitutivamente «alocéntrico»: tiene su centro en
el Padre y en la «salvación de Dios» para los hombres; esto le confiere un perfil
específico y su rostro. Esto identifica a Jesús de Nazaret. Su autonomía en
cuanto Jesús de Nazaret es su relación total constitutiva con aquel a quien llama
«Padre», el Dios volcado hacia la humanidad. Ahí reside su experiencia del
Abba, alma, fuente y fundamento de sus actos, de su vida y de su muerte.
¿Dónde tiene su origen esa experiencia? Toda experiencia humana
personal, por original que sea, se sitúa en una tradición social, no brota
simplemente de una plenitud interior sin mediaciones. La autoconciencia
humana de Jesús, como la de todo hombre, estaba enraizada en el mundo
concreto en que vivía, en un ambiente de piedad judía, sinagogal, en el seno de
una familia en la que el padre tenía la misión de iniciar al hijo en la ley,
revelación de Dios. La experiencia del Dios creador, Señor de la historia, fue
alimentada en Jesús por la tradición viva en que se encontraba; la mano del
Dios vivo se percibía en la naturaleza y en el mundo de los hombres. Esta
conciencia de criatura, cuyo centro vivo es el señorío de Dios, se manifiesta ya
claramente en su mensaje central del reino. Pero, contrariamente a Juan el
Bautista y a la tradición profética, no anuncia el juicio escatológico de Dios
(aunque tampoco lo silencia), sino la inminente salvación definitiva de Dios para
el hombre, con una resolución que no decrece ni en el momento de su muerte
fatal. Una de dos: o este hombre vivió en una ilusión —como pueden decir
algunos, ya que después de su muerte la historia ha seguido simplemente su
camino—, o se le presta confianza teniendo en cuenta cómo vivió y murió, una
confianza que sólo es posible en forma de confesión, es decir, aceptando que
Dios le ha dado la razón. Esta última solución, marcadamente cristiana, implica,
a fin de cuentas, confesar que la salvación futura es este mismo hombre Jesús,
el Crucificado resucitado. En realidad no hay más que dos salidas: o se trata de
una ilusión o, «si esto viene de Dios» (Hch 5,35-39), el mensaje de Jesús
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la época, una conciencia profética, pero no una salvación de Dios identificada
con el mismo hombre Jesús.
Hemos dicho que toda criatura tiene pese a su unidad, un doble aspecto: es
plenamente «ella misma» y plenamente «de Dios». Esta duplicidad de aspectos
totales la encontramos también en Jesús pero de una forma especial. En
Jesús, lo divino se revela de una forma creatural, humana, que en este caso
podemos llamar «trascendencia humana» o «humanidad trascendente»:
humanidad escatológica. Pero toda manifestación revelatoria de Dios, incluso
la que se da en la humanidad trascendente de Jesús, es infinitamente
inadecuada a la trascendencia divina de Dios. De aquí se sigue que el hombre
Jesús, revelación personal de Dios, oculta a la vez a Dios. Por eso, en la
humanidad de Jesús no sólo se da una manifestación de Dios sino también
una referencia intrínseca a la infinita trascendencia divina, fundamento de todo
cuanto se manifiesta en la trascendencia humana de Jesús. No debemos
perder de vista que la trascendencia o eminencia humana de Jesús revela a la
vez que vela y, por tanto, tiene un carácter referencial. En otras palabras: la
misma trascendencia humana de Jesús reclama, dado su intrínseco carácter de
referencia un fundamento más profundo de la singularidad de su experiencia
del Abba. La conducta de Jesús muestra claramente que él ora al Padre;
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Pero «la persona» de Jesús aparece todavía bastante difuminada. Hemos dicho
que por Jesús sabemos que Dios es «tripersonal»: Padre, Jesucristo, Espíritu
Santo. Dado que así Dios, por Jesús, se revela en toda su plenitud interior,
desconocida para nosotros por la creación, tal denominación es en su
articulación evidentemente «humana», «antropomórfica», si bien trasciende el
auténtico antropomorfismo. De la experiencia del Abba de Jesús se infiere, dado
el énfasis que se pone en que cumplió la voluntad del Padre, que el correlato deI
Padre es evidentemente «el Hijo». La plenitud o Trinidad de la absoluta unidad
de Dios revelada en Jesús es, por tanto: Padre, Hijo,
12.
Para Tomás de Aquino, la «res signifícata» y la «res concepta» nunca son
adecuadas; pero el acto de significar sobrepasa el momento de la
representación conceptual. Cf. E. Schillebeeckx, Het niet-begrippelijk
kennmoment in onze Godes-i's volgens Thomas van Aquin, en Oppenbarig en
Theologie (Theol. Peilingen Bilthoven 21966) espec. 207-213 y 215-232. Nótese
que Tomás de Aquino no conoce las implicaciones de lo que algunos
modernos llaman el «símbolo del padre» y la «teoría de los símbolos» en
general.
620
Empalmando con lo que hemos dicho antes, nos hallamos aquí ante el plano de
la «historia estructural», el núcleo casi inmóvil de la historia del pensamiento
humano. Y de él forma parte el concepto de persona. La estructura de este
concepto, según el análisis de Strawson, implica que un sujeto, una persona,
no puede afirmarse sin afirmar a la vez al otro, a la otra persona. Sin afirmar al
otro, no puedo hacerme idea de lo que yo mismo soy como persona 15. En otras
pal
13
P. F. Strawson, Individualis. An essay in descriptive metaphysics (Londres
1959).
14
Ibíd., 10.
15
Sobre el concepto de persona, ibíd., espec. 87-116.
621
abras: ser persona implica interpersonalidad. Esto nos lleva a suponer que si
Dios es «personal» (y no tiene sentido una representación intrapersonal de
Dios), también habrá de ser —de alguna manera— «interpersonal»; o mejor
dicho (según la confesión cristiana): que la Trinidad es la plenitud de la
unidad absoluta del ser personal de Dios y, por tanto, que Dios sin devenir
alguno (en el sentido de evolucionar hacia su propia definición), es eterna
juventud y dinamismo interior, vida, no un impasible pensador de sí mismo. En
la práctica, siempre volvemos a encontrar este concepto fundamental de
persona humana —aunque cada vez en distinto horizonte hermenéutico
coyuntural— dondequiera que los hombres han reflexionado sobre la
personalidad. Hasta para los teólogos medievales, que no se hacen cuestión de
la intersubjetividad, el divisum «ab alio», o sea, la «otra persona», es una
9
condición de posibilidad para definir a la persona. Lo mismo sucedía en la
patrística16. Podemos, pues, concluir que entre el concepto moderno de persona
y, por ejemplo, el empleado por el Concilio de Calcedonia no existe una
diferencia estructural, sino «superficial» o coyuntural. Son los elementos
estructurales los que posibilitan una concepción dinámica del concepto de
persona: la definición de todo lo que es «dinámico». Así, W. Pannenberg, en su
libro Fundamentos de cristología, ha podido evitar muchas dificultades, porque
en realidad sólo habla de los elementos estructurales del concepto de persona y
silencia «hábilmente» el aspecto coyuntural moderno de la persona como centro
activo consciente dotado de una conciencia y una libertad irreductibles. Tomás
de Aquino se atrevió a afrontar este problema, Pero hubo de concluir que
«formalmente, las (tres divinas) personas son distintas no como personas, sino
como relaciones antitéticas por su origen» (cf. supra); al parecer, se vio obligado
a ello porque en Dios no se da más que una conciencia y una libertad, la única
conciencia y la única libertad de las tres personas divinas. Se puede dudar de
que esa unidad constituya una dificultad, dado que ya el amor entre personas
humanas habla de un «solo pensar» y un «solo querer». ¿Qué modalidad
adopta esto en Dios? La libertad absolutamente una y el pensar absolutamente
uno, para nosotros inimaginables, de las tres personas. plenitud de
unidad, no hiperdeterminación solitaria. En otras pala-
16
Cf., entre otros, Fr. Erdin, Das Wort Hypostasis. Seine
bedeutungsgeschichlicher Entwicklung in der altchristlichen Literatur bis zum
Abscbluss der trinitarischen Auseinandersetzungen (Friburgo 1939); G.
Kretschmar, Studien zur frühchristtlicben Trinitatstheologie (Tubinga 1966); A.
Malet, Personne et amour dans la théologie trinitaire de saint Thomas d'Aquin
(París 1956); J. Schneider, Die Leh vom Dreieinigen Gott in der Schule des
Petrus Lombardus (Munich 1961); Jolivet, Godescalc d'Orbais et la Trinité. La
métbode de la théologie a l'époque carolingienne (París 1958); M. Bergeron, La
structure du concept latín de person- « (Ottawa-París 1932); M. Marshall,
Boethius' definition of person and mediaeval understanding of the Roman
theatre: «Speculum» 25 (1950) 471-482; I. Backes, Die Christologie des hl.
Thomas von Aquin und die Griechischen Kircbenväter Paderborn 1931); V.
Schurr, Die Trinitatslehre des Boethius im Lichte dertischen Kontroversen
(Paderborn 1935) espec. 108-232.
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bras, también Tomás de Aquino recurre —por así decirlo— a los elementos
estructurales del concepto de persona: el elemento esencialmente relacional de
la realidad de la persona, la referencia a otras personas, mientras que (en Dios)
el fundamento de tal referencia es la única naturaleza divina o la única libertad
divina. En esta concepción, el concepto de «persona» ya cumple lo que la
«teología del proceso» (en reacción contra una concepción rígida de la persona)
cree todavía necesario (como «naturaleza consecuente» en Dios) para
salvaguardar el dinamismo del ser divino o lo que el palamismo cree todavía
necesario (la distinción entre «naturaleza» —ousía— divina y «energías»
divinas) para salvar ese mismo dinamismo del ser divino. Se trata de dos
reacciones felices contra un «Deus inmutabilis» ajeno al cristianismo.
10
Este aspecto relacional es, por curioso que parezca, más accesible a la
comprensión humana que una definición del «yo» (que hace referencia al otro).
La psicología infantil ha constatado que también los niños descubren primero «al
otro» y luego el mundo y a sí mismos. Tal vez obedece a que no llegamos a ser
verdaderamente «personas» cuando nos preocupamos de nuestra propia
identidad, sino cuando, olvidándonos de nosotros mismos, nos identificamos con
el otro.
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deberíamos decir que Jesús es una persona humana, ya que tiene una
naturaleza humana concreta y formalmente espiritual: pero esto es imposible
porque Jesús constituye una unidad indivisible con el Verbo: sólo «el todo uno»
es persona. Se acepta, pues, el carácter humano-personal de la humanidad de
Jesús y, sobre la base de la «enhipóstasis», casi se le atribuye una
«anhipóstasis» nominal, ya que Jesús propiamente no pierde nada de su
humanidad real. Se trata de unas discusiones extremadamente sutiles con las
que se intentaba _ mantener el equilibrio entre las exigencias de la antropología
filosófica y lo que se consideraba una exigencia de fe impuesta por el dogma. Es
significativo que Tomás de Aquino, que sobre todo en su antropología emplea la
definición boeciana de persona, en su doctrina trinitaria la completa de hecho
con la definición de Ricardo (el concepto interrelacional de persona) y con el
concepto de totalidad de Rústico . ¡Son los tres elementos del concepto de
persona que volvemos a encontrar hoy en «análisis lingüístico»!
11
Con la Ilustración surgió una nueva controversia en torno al concepto de
persona. En la discusión de 1798 sobre el ateísmo, J. C. Fichte afirmó que no es
posible concebir a Dios como persona sin contradicción interna. Para Fichte, el
concepto de persona incluye esencialmente la idea de finitud. En efecto, la
«persona» exige esencialmente un «interlocutor», una confrontación con el otro:
algo o alguien distinto. Dicho de otro modo: el concepto de «yo» incluye
esencialmente el concepto de «no yo», el «tú» y el «esto» (Du und Es). Un yo
que fuera todo y no tuviera ninguna respectividad sería un puro absurdo. La
persona es, pues, esencialmente limitada y finita. Por tanto, Dios no es persona.
Hegel reacciona contra esta argumentación de Fichte (uno de los fundamentos
del ateísmo de Feuerbach). Admite que la «persona» implica una respectividad,
pero no necesariamente «fuera de sí», como limitación del propio yo. Al
contrario, la esencia de la persona implica tener una relación tal con una
respectividad que el propio yo se «exteriorice» en una respectividad para
reencontrarse a sí mismo en el otro, bien en la cosa que elabora o reconoce o
bien en el tú con el que él está unido por el amor y la amistad. Una persona se
encuentra a sí misma en el otro en la medida en que se ha abandonado y
entregado al otro. Así, en la vida personal se elimina y se supera la oposición al
otro y, por tanto, la finitud. La persona —es decir, la propia esencia del ser
persona— implica infinitud. Así Dios, la Trinidad, es la suprema y única
realización del ser persona. Esto no implica que haya también personas finitas,
pero se trata evidentemente de una limitación de la personalidad. La persona
humana en cuanto persona está delimitada y circunscrita con res-
21
Sobre todo Quaest. Disp. de potentia, q. 9, a. 4. Las tres características de la
persona: a) «substantia completa», b) «per se subsistens», c) «separatim ab
aliis» (cf. sobre todo In III Sent. á. 5, q. 1, a. 3). Para Tomás se trata, pues, de
una triple incomunicabilidad (cf. también S. Th. III, q. 2, a. 2c y ad 1, ad /, ad 3; I,
29, a. 4).
624
pecto a otra persona; está limitada por ella. Es decir, la persona humana sólo
puede superar parcialmente la oposición al otro; ningún hombre es capaz de
identificarse por entero con el otro. Así, pues, el hombre es persona en un
sentido atenuado, alienado, no en el sentido pleno de la palabra.
12
perfectamente en el marco de los elementos estructurales del concepto de
persona.
625
impotencia e incluso la muerte; el «yo» finito que somos nosotros está redimido:
en Jesús, la humanidad del hombre es liberada para reptar redimida y
redentoramente que la promesa esencial que cada uno de nosotros es para los
demás sólo se puede cumplir «por graciva» y que podemos experimentar la
llamada del amor que nos trasciende a todos nosotros, individual y
colectivamente, en una experiencia redentora de absoluta garantía que, si bien
nos sobrepasa a todos, i20 es ajena a nuestra condición de hombres: ¡el Dios
vivo!
626
Todo esto implica para mí que Dios no comienza a ser «trinitario» con la
encarnación de Jesucristo. Tal idea me resulta inconcebible. Pero, por otra
parte, hablar de tres personas en Dios sólo es posible y tiene verdadero sentido
a partir del hombre Jesús. Nuestra historia humana real, de la que también
Jesús forma parte, significa algo para la vida del mismo Dios. Dios no es
«impasible»: nos lo enseña la misma Biblia. En este aspecto, al distinguir en
Dios entre «no dependencia existencial» y «dependencia efectiva», la «filosofía
del proceso» 23 ha vislumbrado algo real, aun cuando la expresión «naturaleza
consecuente» es infeliz a este respecto. Además, esta distinción no me parece
necesaria para quien afirme el dinamismo del ser eternamente joven de Dios,
con una eternidad en que la libertad pura y absoluta no significa contingencia.
14
En Dios no se da «necesidad natural»; él es, por esencia, pura y absoluta
libertad, la cual significa a la vez fidelidad a sí mismo y a su creación. Términos
como «naturaleza» y «persona» son de por sí inadecuados para expresar la
libertad absoluta de Dios. Lo que en Dios es libertad sin contingencia o devenir
es, desde nuestra vertiente de la realidad, pura contingencia. Por eso sería
mejor decir (visto el dato fáctico de nuestra historia y de Jesús) que, por
22
L. Seiller, L'activité humaine du Christ selon Duns Scot (París 1944).
23
La «filosofía del proceso» se basa en principios de dos filósofos (de la
religión) americanos: A. N. Whitehead y Ch. Hartshorne. Cf. sobre todo A. N.
Whitehead, Process and reality (Nueva York 1929); id., Religión in the making
(Nueva York 1926); Ch. Hartshorne, The divine reality. A social conception of
God (New Haven 21964) (1948); véase también la miscelánea Process and
divinity. Hom. Hartshorne (ed. por W. Reese y E. Freemann) (La Salle, Illinois
1964): además E. R. Baltazar, God within process (Nueva York-Londres 1970).
Entre los teólogos que elaboran una «teología del proceso» destacan N.
Pittinger, Process thought and cbristian faith (Nueva York-Londres 1968); id.,
Christology reconsidered (Londres 1970); id., «The last things» in a process
perspective (Londres 1970), donde se elabora una escatología completamente
intramundana; Sch. Ogden, The reality of God and other essays (Londres 31967)
(1963).
627
una parte, Dios no sería Dios sin criaturas y sin Jesús de Nazaret y que, por
otra parte, nosotros y también Jesús (desde nuestro punto de vista) habríamos
podido no existir. A mi parecer, esta tensión ofrece del ser divino de Dios y de la
creaturalidad de toda nuestra historia una idea más clara que las distinciones
(inspiradas indirectamente en Hegel) de la «filosofía del proceso», la cual se
propone también encerrar un «misterio» en palabras, sin tener suficientemente
en cuenta la conexión de la «no mutabilidad» (término preferible al de «inmu-;
tabilidad») de Dios con el eterno dinamismo de una libertad absoluta que —en
nuestro balbuciente lenguaje humano— es eterna «novedad», sin evolución y
sin lo que en términos terrenos se llama mutabilidad. Hacer distinciones en Dios
a causa de la inadecuación de nuestro lenguaje sobre él me parece una
empresa tan delicada como peligrosa.
16