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No es fortuito haber nacido en todo el auge de las vanguardias y estar rodeado de una
oleada modernista, dentro de un país florecido de escritores como Neruda, Pablo de
Rokha, Gabriela Mistral y el mismo Huidobro (1893-1948). Tampoco es fortuito que en
medio de estas circunstancias naciera el creacionismo, y herededo de los poetas
surrealistas, ebulleran de Vicente todo tipo de caligramas, como buscándole, en una huida
arrebatada, nuevos parajes al poeta entre la industrialización, la decadencia y el mercado
mundial.
Exactamente veinte años después de que publicara su primera obra, Ecos del alma (1911)
en Chile, publica Temblor de Cielo (1931), con un gran bagaje de obras y manifiestos en
medio, como Espejo de Agua (1916), Poemas Árticos (1918) o Vientos Contrarios (1926);
siendo maestro del verso libre y la prosa poética, dibujando surreales cuadros, a ras de la
frontera cultural y el nuevo orden histórico propicio que lo constituyen como un esteta del
cosmos, erudito pero juguetón. El texto en Huidobro es un acontecimiento transfigurado,
el lenguaje se trastoca en sinestesias, el plano espacial y temporal forman una alquimia de
palabras, esa es quizá la riqueza de su obra: sugerir, invencionar, más allá de la mímesis.
Como un Daumal o un Rilke, la poética del viaje es desde adentro, un viaje interior que
confluye con la marea de imágenes, se navega, se aprende a despedezarse entre las rosas,
a sobrevolar como el mirlo la montaña, a devenir ángel, hombre-pájaro, mujer desnuda
ante el misterio, auscultándolo con sus dedos húmedos.