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Una gallina

Clarice Lispector

Era una gallina de domingo. Todavía vivía porque no pasaba de las nueve de la mañana.
Parecía calma. Desde el sábado se había encogido en un rincón de la cocina. No miraba a
nadie, nadie la miraba a ella. Aun cuando la eligieron, palpando su intimidad con indiferencia,
no supieron decir si era gorda o flaca. Nunca se adivinaría en ella un anhelo.
Por eso fue una sorpresa cuando la vieron abrir las alas de vuelo corto, hinchar el pecho y, en
dos o tres intentos, alcanzar el muro de la terraza. Todavía vaciló un instante -el tiempo para
que la cocinera diera un grito- y en breve estaba en la terraza del vecino, de donde, en otro
vuelo desordenado, alcanzó un tejado. Allí quedó como un adorno mal colocado, dudando ora
en uno, ora en otro pie. La familia fue llamada con urgencia y consternada vio el almuerzo
junto a una chimenea. El dueño de la casa, recordando la doble necesidad de hacer
esporádicamente algún deporte y almorzar, vistió radiante un traje de baño y decidió seguir el
itinerario de la gallina: con saltos cautelosos alcanzó el tejado donde ésta, vacilante y trémula,
escogía con premura otro rumbo. La persecución se tornó más intensa. De tejado en tejado
recorrió más de una manzana de la calle. Poca afecta a una lucha más salvaje por la vida, la
gallina debía decidir por sí misma los caminos a tomar, sin ningún auxilio de su raza. El
muchacho, sin embargo, era un cazador adormecido. Y por ínfima que fuese la presa había
sonado para él el grito de conquista.
Sola en el mundo, sin padre ni madre, ella corría, respiraba agitada, muda, concentrada. A
veces, en la fuga, sobrevolaba ansiosa un mundo de tejados y mientras el chico trepaba a otros
dificultosamente, ella tenía tiempo de recuperarse por un momento. ¡Y entonces parecía tan
libre!
Estúpida, tímida y libre. No victoriosa como sería un gallo en fuga. ¿Qué es lo que había en
sus vísceras para hacer de ella un ser? La gallina es un ser. Aunque es cierto que no se podría
contar con ella para nada. Ni ella misma contaba consigo, de la manera en que el gallo cree en
su cresta. Su única ventaja era que había tantas gallinas, que aunque muriera una surgiría en
ese mismo instante otra tan igual como si fuese ella misma.
Finalmente, una de las veces que se detuvo para gozar su fuga, el muchacho la alcanzó. Entre
gritos y plumas fue apresada. Y enseguida cargada en triunfo por un ala a través de las tejas, y
depositada en el piso de la cocina con cierta violencia. Todavía atontada, se sacudió un poco,
entre cacareos roncos e indecisos.
Fue entonces cuando sucedió. De puros nervios la gallina puso un huevo. Sorprendida,
exhausta. Quizás fue prematuro. Pero después que naciera a la maternidad parecía una vieja
madre acostumbrada a ella. Sentada sobre el huevo, respiraba mientras abría y cerraba los
ojos. Su corazón tan pequeño en un plato, ahora elevaba y bajaba las plumas, llenando de
tibieza aquello que nunca podría ser un huevo. Solamente la niña estaba cerca y observaba
todo, aterrorizada. Apenas consiguió desprenderse del acontecimiento, se despegó del suelo y
escapó a los gritos:
-¡Mamá, mamá, no mates a la gallina, puso un huevo!, ¡ella quiere nuestro bien!
Todos corrieron de nuevo a la cocina y enmudecidos rodearon a la joven parturienta.
Entibiando a su hijo, ella no estaba ni suave ni arisca, ni alegre ni triste, no era nada,
solamente una gallina. Lo que no sugería ningún sentimiento especial. El padre, la madre, la
hija, hacía ya bastante tiempo que la miraban sin experimentar ningún sentimiento
determinado. Nunca nadie acarició la cabeza de la gallina. El padre, por fin, decidió con cierta
brusquedad:
-¡Si mandas matar a esta gallina, nunca más volveré a comer gallina en mi vida!
-¡Y yo tampoco -juró la niña con ardor.
La madre, cansada, se encogió de hombros.
Inconsciente de la vida que le fue entregada, la gallina empezó a vivir con la familia. La niña,
de regreso del colegio, arrojaba el portafolios lejos sin interrumpir sus carreras hacia la
cocina. El padre todavía recordaba de vez en cuando: ¡”Y pensar que yo la obligué a correr en
ese estado!” La gallina se transformó en la dueña de la casa. Todos, menos ella, lo sabían.
Continuó su existencia entre la cocina y los muros de la casa, usando de sus dos capacidades:
la apatía y el sobresalto.
Pero cuando todos estaban quietos en la casa y parecían haberla olvidado, se llenaba de un
pequeño valor, restos de la gran fuga, y circulaba por los ladrillos, levantando el cuerpo por
detrás de la cabeza pausadamente, como en un campo, aunque la pequeña cabeza la
traicionara: moviéndose ya rápida y vibrátil, con el viejo susto de su especie mecanizado.
Una que otra vez, al final más raramente, la gallina recordaba que se había recortado contra el
aire al borde del tejado, pronta a renunciar. En esos momentos llenaba los pulmones con el
aire impuro de la cocina y, si se les hubiese dado cantar a las hembras, ella, si bien no
cantaría, cuando menos quedaría más contenta. Aunque ni siquiera en esos instantes la
expresión de su vacía cabeza se alteraba. En la fuga, en el descanso, cuando dio a luz, o
mordisqueando maíz, la suya continuaba siendo una cabeza de gallina, la misma que fuera
desdeñada en los comienzos de los siglos.
Hasta que un día la mataron, se la comieron y pasaron los años.
“Uma galinha”,
Lazos de familia, 1960
Bichos [I]
Clarice Lispector

A veces siento un escalofrío por todo el cuerpo al entrar en contacto físico con bichos o con
su simple visión.

Me parece sentir cierto miedo y horror por aquel ser vivo que no es humano y que tiene
nuestros mismos instintos, aunque más libres e indomables.
Un animal jamás sustituye una cosa por otra, jamás sublima como nosotros nos vemos
forzados a hacer. Y se mueve, ¡esa cosa viva! Se mueve independiente, por la fuerza misma
de eso sin nombre que es la Vida.
Le hice notar a una persona que los animales no se ríen, y ella me dijo que Bergson
tiene una anotación al respecto en su ensayo sobre la risa.

Aunque a veces el perro, estoy segura, ríe, la sonrisa se transmite por los ojos que se
vuelven más brillantes, por la boca entreabierta que jadea, mientras la cola se mueve.

Pero el gato no ríe nunca. Sin embargo, sabe jugar: tengo una larga práctica con gatos.

Cuando yo era pequeña tenía una gata de un tipo vulgar, matizada con varios tonos de gris,
lista con aquel sentido felino, desconfiado y agresivo que tienen los gatos.
Mi gata vivía pariendo, y cada vez era la misma tragedia: yo quería quedarme con todos los
gatitos y tener un verdadero gaterío en casa.

Ocultándomelo, repartían los gatitos no sé entre quiénes. Hasta que el problema se hacía más
agudo pues yo protestaba demasiado por la ausencia de los gatitos. Y entonces, un día,
mientras yo estaba en la escuela, regalaron a mi gata. Mi fatal impresión fue tal que me
enfermé en cama con fiebre. Para consolarme me regalaron un gato de paño, lo cual para mí
era irrisorio: ¿cómo aquel objeto muerto y blando y “cosa” podría alguna vez sustituir la
elasticidad de una gata viva?

Hablando de gatos vivos, un amigo mío no quiere saber más de gatos, se hartó de ellos para
siempre después de tener una gata con periódicos ataques: eran tan fuertes sus instintos, tan
imperativos, que en la época de celo, después de largos maullidos gimientes que resonaban
por toda la manzana, se ponía de repente medio histérica y se lanzaba de arriba de un tejado,
lastimándose toda en el piso. “Creo en la Cruz”, se persignó una empleada a quien le conté el
hecho.

De la lenta y polvorienta tortuga que carga su pétreo caparazón, no quiero hablar.


Este animal que existe desde la era terciaria, dinosáurico, no me interesa: es demasiado
estúpido, no entra en relación con nadie, ni consigo mismo. El acto de dos tortugas no debe
tener calor ni vida. Sin ser científico, me aventuro a pronosticar que la especie dentro de unos
pocos milenios va a terminarse.

Sobre gallinas y sus relaciones entre ellas mismas, con las personas y sobre todo con su
gravidez de huevo, escribí toda la vida, y sobre monos también hablé.

De adulta, tuve un perro mestizo que le compré a una mujer de pueblo en medio del bullicio
de una calle de Nápoles porque sentí que había nacido para ser mío, lo que también él sintió
con enorme alegría, al seguirme de inmediato ya sin saudade de su ex dueña, sin siquiera
mirar hacia atrás, moviendo la cola y lamiéndose.
Pero es una historia larga, la de mi vida con ese perro que tenía cara de mulato-malandro
brasileño, a pesar de haber nacido y vivido en Nápoles, y a quien di el rebuscado nombre de
Dilermando por lo que en él había de presumidamente simpático y de bachiller de principios
de siglo.

De este Dilermando tendría mucho que contar. Nuestras relaciones eran tan estrechas, su
sensibilidad estaba de tal modo unida a la mía que él presentía y sentía mis dificultades.
Cuando yo estaba escribiendo a máquina, se quedaba medio echado a mi lado, exactamente
como la figura de la esfinge, dormitando. Si yo dejaba de teclear por haber encontrado un
obstáculo y me quedaba desanimada, él de inmediato abría los ojos, levantaba alto la cabeza,
me miraba, con una de las orejas paradas, esperando. Cuando yo resolvía el problema y seguía
escribiendo, se acomodaba de nuevo en su somnolencia poblada de sueños —porque los
perros sueñan, lo comprobé.

Ningún ser humano me dio jamás la sensación de ser tan totalmente amada como lo fui sin
restricciones por este perro. Cuando mis hijos nacieron y crecieron un poco, les dimos un
perro enorme y bello, que pacientemente dejaba que el niño se le subiera sobre el lomo y que,
sin que nadie lo hubiera instruido, vigilaba mucho la casa y la calle, despertando de noche a
todos los vecinos con sus ladridos de advertencia.

Les di a mis hijos pollitos amarillos que marchaban pegados a nosotros, embrollando nuestros
pasos, como si fuéramos la mamá gallina, aquellas cositas mínimas carecían de madre como
los humanos.

Les di también dos conejos, patos, monos: es que las relaciones entre hombre y bicho son
singulares, no sustituibles por ninguna otra. Tener bichos es una experiencia vital. Y a quien
no convivió con un animal le falta cierto tipo de intuición del mundo vivo. Quien se rehúsa a
la visión de un bicho tiene miedo de sí mismo.

Pero a veces me erizo ante un bicho. Sí, a veces siento el mudo grito ancestral dentro de mí al
estar con ellos: me parece que ya no sé quién es el animal, si yo o el bicho, y me confundo
toda, me quedo con miedo de encarar mis propios instintos apagados que, ante el bicho, me
veo obligada a asumir, exigentes como son, qué se ha de hacer, pobres de nosotros.

Conocí a una mujer que humanizaba a los bichos, conversando con ellos, prestándoles sus
propias características. Pero yo no humanizo a los bichos, creo que es una ofensa —hay que
respetarles la naturaleza— soy yo quien me animalizo. No es difícil, viene de un modo
simple, es sólo no luchar en contra, es sólo entregarse.
Pero, yendo a lo más profundo, llego muy pensativa a la conclusión de que no existe nada
más difícil que entregarse totalmente. Esta dificultad es uno de los dolores humanos.

Tomar un pajarito en el cuenco medio cerrado de la mano es terrible. Despavorido agita


desordenada y velozmente las alas, de repente se tiene en la mano semicerrada millares de
alas finas debatiéndose en su crispación, y de repente se vuelve intolerable y se abre de prisa
la mano liberándolo, o se lo entrega de prisa al dueño para que le dé la mayor libertad relativa
de una jaula. A los pájaros los quiero en los árboles o volando pero lejos de mis manos.

Tal vez algún día, en contacto más prolongado en Largo do Boticário con los pájaros de
Augusto Rodrigues, llegue a ser íntima de ellos, y pueda gozar de su levísima presencia.
(“Gozar de su levísima presencia” me da la sensación de haber escrito una frase completa
para decir exactamente lo que es, es graciosa la sensación, no sé si tengo o no razón pero eso
ya es otro problema.)
No se me ocurriría nunca tener una lechuza. Pero una amiguita mía encontró en tierra en la
floresta de Santa Teresa un pichón de lechuza, solo, falto de madre. Lo llevó a su casa, lo
abrigó, lo alimentó, le hablaba con susurros, y descubrió que le gustaba la carne cruda.
Cuando se fortaleció era de esperar que huyera de inmediato pero se demoró en ir en busca de
su propio destino, el de reunirse a los de su raza: es que se había aficionado esa extraña ave a
mi amiguita. Se resistió mucho, se notaba: se alejaba un poco y enseguida volvía.

Hasta que en un arranque, como si estuviera en lucha consigo mismo, se liberó volando hacia
las profundidades del mundo.

Bichos (conclusión)
Clarice Lispector

La mudez del conejo, su modo de comer rapidito-rapidito las zanahorias, su desinhibida


relación sexual tan frecuente como veloz —no sé por qué encuentro esas relaciones mutuas de
los conejos de una gran futilidad, no parecen tener raíces profundas.

El conejo me provoca un vacío meditativo: es que simplemente nada tengo que ver con él,
somos extraños, mi raza no se lleva con la de él. Lo curioso es que puede ser encerrado y que
hasta parece conforme pero no es domesticable: su resignación no es más que aparente. En
verdad, fútil y asustadizo como es, él es libre, lo cual no concuerda con su superficialidad.

En cuanto a los caballos, ya escribí mucho sobre caballos sueltos en el morro de pastura (A
cidade sitiada), donde de noche el caballo blanco, rey de la naturaleza, lanzaba al aire su
prolongado relincho de gloria. Y ya tuve perfectas relaciones con ellos. Me recuerdo
adolescente, de pie, con la misma altivez del caballo, pasando la mano por su pelo
aterciopelado, por su crin agreste. Yo me sentía así: “la muchacha y el caballo”.

Los peces en el acuario no paran ni un segundo de nadar. Eso me inquieta. Además creo que
el pez de acuario es un ser vacío y liso. Pero debe ser un error mío, pues no sólo ellos devoran
comida sino que procrean: y es necesario ser materia viva para eso. Lo que me intriga es que,
por lo menos en los peces de acuario, el instinto falla: ellos comen hasta reventar, no saben
parar, y helos pez muerto. Son seres aterrorizados de pequeños, peligrosos de grandes.
Además de pertenecer a un reino que no me es familiar, lo cual me inquieta nuevamente.

Conozco una historia muy linda. Un español amigo mío, Jaime Vilaseca, me contó que vivió
un tiempo con parte de su familia que vivía en una pequeña aldea en un valle de los altos y
nevados Pirineos. En invierno los lobos hambrientos descendían de las montañas hasta la
aldea, olisqueando la presa, y todos los habitantes se encerraban atentos en las casas,
cobijando en la sala ovejas, caballos, perros, cabras, calor humano y calor animal, todos alerta
oyendo el rasguño de las garras de los lobos en las puertas cerradas, escuchando,
escuchando…

Pero conozco la historia de una rosa. Parece raro que me ocupe de ella cuando estoy tratando
de bichos. Pero es que obró de tal modo que recuerda los misterios instintivos e intuitivos del
animal. Un médico amigo mío, el Dr. Azulay, psicoanalista, autor de Um Deus esquecido,
cada dos días llevaba a su consultorio una rosa que ponía en agua dentro de uno de esos
floreros muy estrechos, especialmente hechos para contener el largo tallo de una sola flor.
Cada dos días la rosa se marchitaba y mi amigo la cambiaba por otra. Pero hubo una
determinada Rosa. Era de color rosa, no con artificio de colorantes o injertos, sino del más
primoroso rosa de la naturaleza misma. Su belleza ensanchaba el corazón en amplitudes. Y
parecía tan orgullosa de la turgencia de su corola toda abierta, de los propios pétalos gruesos y
suaves, que era con una linda altivez que se mantenía casi erecta. Pues no quedaba totalmente
erecta; con infinita gracia se inclinaba levemente sobre el tallo que era fino. Y una relación
íntima se estableció entre el hombre y la flor: él la admiraba y ella parecía sentirse admirada.
Y tan gloriosa se puso, y con tanto amor era observada, que pasaban los días y ella no se
marchitaba: seguía con la corola abierta y turgente y fresca como una flor fresca. Duró con
belleza y vida una semana entera.

Recién entonces empezó a dar muestras de algún cansancio. Después murió. Reacio mi amigo
la cambió por otra. Y nunca la olvidó. Lo curioso es que una paciente suya que frecuentaba el
consultorio le preguntó a boca de jarro: “¿Y aquella rosa?”. Él ni preguntó, sabía a cuál se
refería la paciente. Esa rosa, que había prolongado su vida por amor, era recordada porque la
paciente, habiendo visto el modo en que el médico miraba la flor, transmitiéndole en ondas la
propia energía vital, había intuido ciegamente que algo pasaba entre él y la rosa. Ésta —y me
dieron ganas de llamarla “joya de la vida”— tenía tal instinto de naturaleza que el médico y
ella habían podido vivirse uno al otro profundamente, como sólo sucede entre bichos y
hombres.

Y ahora mismo de repente estoy con saudade de Dilermando, mi perro, con una saudade
aguda y dolorosa e inconsolable, la misma que estoy segura él sintió cuando se vio obligado a
vivir con otra familia porque yo me iba a vivir a Suiza y me habían informado erróneamente
que allá los hoteles, donde tendríamos que permanecer algún tiempo, no permitían la entrada
de animales.

Recuerdo, y el recuerdo me hace sonreír, que una vez, viviendo todavía en Italia, vine a
Brasil, y dejé a Dilermando con una amiga. Cuando volví, fui a lo de mi amiga a buscarlo.
Pero sucede que en el ínterin había llegado el invierno y yo estaba con un abrigo de pieles. El
perro se quedó parado mirándome, petrificado. Después se arriesgó cautelosamente a
acercarse y percibió el olor del abrigo, tal vez de algún animal amenazador. Y al mismo
tiempo, para su confusión, olisqueaba mi aroma. Se puso muy inquieto, empezó a dar vueltas
sobre sí mismo. Y yo inmóvil, esperando que viniera a mí, y me sintiera: si yo me lanzaba a
él, se asustaría. Cuando empecé a sentir calor en la sala calefaccionada, me quité el abrigo y
de lejos lo lancé a un diván. Dilermando, al olerme pura, se tiró de repente sobre mí con un
gran salto, con
un envión fantástico del piso a mi pecho, completamente alborozado, fuera de sí, haciéndome
tanta fiesta loca que me dejó muy arañada en los brazos y la cara, pero yo reía de placer, y
sonreía a las fingidas y rápidas mordidas leves que él alocadamente me daba, no dolían, eran
mordidas de amor.

No haber nacido bicho parece ser una de mis secretas nostalgias.


Ellos a veces claman desde la lejanía de muchas generaciones y yo no puedo responder sino
sintiendo desasosiego.
Es el llamado.
Es que somos muy pobres
Juan Rulfo

Aquí todo va de mal en peor. La semana pasada se murió mi tía Jacinta, y el sábado, cuando
ya la habíamos enterrado y comenzaba a bajársenos la tristeza, comenzó a llover como nunca.
A mi papá eso le dio coraje, porque toda la cosecha de cebada estaba asoleándose en el solar.
Y el aguacero llegó de repente, en grandes olas de agua, sin darnos tiempo ni siquiera a
esconder aunque fuera un manojo; lo único que pudimos hacer, todos los de mi casa, fue
estarnos arrimados debajo del tejabán, viendo cómo el agua fría que caía del cielo quemaba
aquella cebada amarilla tan recién cortada.
Y apenas ayer, cuando mi hermana Tacha acababa de cumplir doce años, supimos que la vaca
que mi papá le regaló para el día de su santo se la había llevado el río
El río comenzó a crecer hace tres noches, a eso de la madrugada. Yo estaba muy dormido y,
sin embargo, el estruendo que traía el río al arrastrarse me hizo despertar en seguida y pegar el
brinco de la cama con mi cobija en la mano, como si hubiera creído que se estaba
derrumbando el techo de mi casa. Pero después me volví a dormir, porque reconocí el sonido
del río y porque ese sonido se fue haciendo igual hasta traerme otra vez el sueño.
Cuando me levanté, la mañana estaba llena de nublazones y parecía que había seguido
lloviendo sin parar. Se notaba en que el ruido del río era más fuerte y se oía más cerca. Se
olía, como se huele una quemazón, el olor a podrido del agua revuelta.
A la hora en que me fui a asomar, el río ya había perdido sus orillas. Iba subiendo poco a poco
por la calle real, y estaba metiéndose a toda prisa en la casa de esa mujer que le dicen la
Tambora. El chapaleo del agua se oía al entrar por el corral y al salir en grandes chorros por la
puerta. La Tambora iba y venía caminando por lo que era ya un pedazo de río, echando a la
calle sus gallinas para que se fueran a esconder a algún lugar donde no les llegara la corriente.
Y por el otro lado, por donde está el recodo, el río se debía de haber llevado, quién sabe desde
cuándo, el tamarindo que estaba en el solar de mi tía Jacinta, porque ahora ya no se ve ningún
tamarindo. Era el único que había en el pueblo, y por eso nomás la gente se da cuenta de que
la creciente esta que vemos es la más grande de todas las que ha bajado el río en muchos años.
Mi hermana y yo volvimos a ir por la tarde a mirar aquel amontonadero de agua que cada vez
se hace más espesa y oscura y que pasa ya muy por encima de donde debe estar el puente. Allí
nos estuvimos horas y horas sin cansarnos viendo la cosa aquella. Después nos subimos por la
barranca, porque queríamos oír bien lo que decía la gente, pues abajo, junto al río, hay un
gran ruidazal y sólo se ven las bocas de muchos que se abren y se cierran y como que quieren
decir algo; pero no se oye nada. Por eso nos subimos por la barranca, donde también hay
gente mirando el río y contando los perjuicios que ha hecho. Allí fue donde supimos que el
río se había llevado a la Serpentina, la vaca esa que era de mi hermana Tacha porque mi papá
se la regaló para el día de su cumpleaños y que tenía una oreja blanca y otra colorada y muy
bonitos ojos.
No acabo de saber por qué se le ocurriría a la Serpentina pasar el río este, cuando sabía que
no era el mismo río que ella conocía de a diario. La Serpentina nunca fue tan atarantada. Lo
más seguro es que ha de haber venido dormida para dejarse matar así nomás por nomás. A mí
muchas veces me tocó despertarla cuando le abría la puerta del corral porque si no, de su
cuenta, allí se hubiera estado el día entero con los ojos cerrados, bien quieta y suspirando,
como se oye suspirar a las vacas cuando duermen.
Y aquí ha de haber sucedido eso de que se durmió. Tal vez se le ocurrió despertar al sentir que
el agua pesada le golpeaba las costillas. Tal vez entonces se asustó y trató de regresar; pero al
volverse se encontró entreverada y acalambrada entre aquella agua negra y dura como tierra
corrediza. Tal vez bramó pidiendo que le ayudaran. Bramó como sólo Dios sabe cómo.
Yo le pregunté a un señor que vio cuando la arrastraba el río si no había visto también al
becerrito que andaba con ella. Pero el hombre dijo que no sabía si lo había visto. Sólo dijo
que la vaca manchada pasó patas arriba muy cerquita de donde él estaba y que allí dio una
voltereta y luego no volvió a ver ni los cuernos ni las patas ni ninguna señal de vaca. Por el
río rodaban muchos troncos de árboles con todo y raíces y él estaba muy ocupado en sacar
leña, de modo que no podía fijarse si eran animales o troncos los que arrastraba.
Nomás por eso, no sabemos si el becerro está vivo, o si se fue detrás de su madre río abajo. Si
así fue, que Dios los ampare a los dos.
La apuración que tienen en mi casa es lo que pueda suceder el día de mañana, ahora que mi
hermana Tacha se quedó sin nada. Porque mi papá con muchos trabajos había conseguido a la
Serpentina, desde que era una vaquilla, para dársela a mi hermana, con el fin de que ella
tuviera un capitalito y no se fuera a ir de piruja como lo hicieron mis otras dos hermanas, las
más grandes.
Según mi papá, ellas se habían echado a perder porque éramos muy pobres en mi casa y ellas
eran muy retobadas. Desde chiquillas ya eran rezongonas. Y tan luego que crecieron les dio
por andar con hombres de lo peor, que les enseñaron cosas malas. Ellas aprendieron pronto y
entendían muy bien los chiflidos, cuando las llamaban a altas horas de la noche. Después
salían hasta de día. Iban cada rato por agua al río y a veces, cuando uno menos se lo esperaba,
allí estaban en el corral, revolcándose en el suelo, todas encueradas y cada una con un hombre
trepado encima.
Entonces mi papá las corrió a las dos. Primero les aguantó todo lo que pudo; pero más tarde
ya no pudo aguantarlas más y les dio carrera para la calle. Ellas se fueron para Ayutla o no sé
para dónde; pero andan de pirujas.
Por eso le entra la mortificación a mi papá, ahora por la Tacha, que no quiere vaya a resultar
como sus otras dos hermanas, al sentir que se quedó muy pobre viendo la falta de su vaca,
viendo que ya no va a tener con qué entretenerse mientras le da por crecer y pueda casarse
con un hombre bueno, que la pueda querer para siempre. Y eso ahora va a estar difícil. Con la
vaca era distinto, pues no hubiera faltado quién se hiciera el ánimo de casarse con ella, sólo
por llevarse también aquella vaca tan bonita.
La única esperanza que nos queda es que el becerro esté todavía vivo. Ojalá no se le haya
ocurrido pasar el río detrás de su madre. Porque si así fue, mi hermana Tacha está tantito así
de retirado de hacerse piruja. Y mamá no quiere.
Mi mamá no sabe por qué Dios la ha castigado tanto al darle unas hijas de ese modo, cuando
en su familia, desde su abuela para acá, nunca ha habido gente mala. Todos fueron criados en
el temor de Dios y eran muy obedientes y no le cometían irreverencias a nadie. Todos fueron
por el estilo. Quién sabe de dónde les vendría a ese par de hijas suyas aquel mal ejemplo. Ella
no se acuerda. Le da vueltas a todos sus recuerdos y no ve claro dónde estuvo su mal o el
pecado de nacerle una hija tras otra con la misma mala costumbre. No se acuerda. Y cada vez
que piensa en ellas, llora y dice: “Que Dios las ampare a las dos.”
Pero mi papá alega que aquello ya no tiene remedio. La peligrosa es la que queda aquí, la
Tacha, que va como palo de ocote crece y crece y que ya tiene unos comienzos de senos que
prometen ser como los de sus hermanas: puntiagudos y altos y medio alborotados para llamar
la atención.
-Sí -dice-, le llenará los ojos a cualquiera dondequiera que la vean. Y acabará mal; como que
estoy viendo que acabará mal.
Ésa es la mortificación de mi papá.
Y Tacha llora al sentir que su vaca no volverá porque se la ha matado el río. Está aquí a mi
lado, con su vestido color de rosa, mirando el río desde la barranca y sin dejar de llorar. Por su
cara corren chorretes de agua sucia como si el río se hubiera metido dentro de ella.
Yo la abrazo tratando de consolarla, pero ella no entiende. Llora con más ganas. De su boca
sale un ruido semejante al que se arrastra por las orillas del río, que la hace temblar y
sacudirse todita, y, mientras, la creciente sigue subiendo. El sabor a podrido que viene de allá
salpica la cara mojada de Tacha y los dos pechitos de ella se mueven de arriba abajo, sin
parar, como si de repente comenzaran a hincharse para empezar a trabajar por su perdición.

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