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Modelos teóricos en el estudio de la emoción

Chapter · January 2008

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Jaume Rossello Mir Xavier Revert


University of the Balearic Islands University of the Balearic Islands
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MODELOS TEÓRICOS EN EL ESTUDIO CIENTÍFICO DE LA EMOCIÓN
Rosselló, Jaume y Revert, Xavier
Grup d’Evolució i Cognició Humana (www.evocog.com)
Universitat de les Illes Balears
«Every stir in the wood is for the hunter his game; for the fugitive his pursuers»
William James
PREFACIO
Según Caparrós (1979), al hablar de emoción nos referimos a "...una serie de fenómenos
conductuales de muy diversa naturaleza y nivel que han sido objeto de estudio a lo largo de la
historia de la psicología desde las más diversas perspectivas: introspeccionista,
psicoanalítica, conductista, funcionalista (James) y, por supuesto, fisiológica...". En efecto,
llama la atención la hetereogeneidad que, en casi todos los sentidos, caracteriza el estudio de
las emociones. La vaguedad del concepto mismo de emoción es probablemente una de sus
causas. De hecho, el propio ámbito de estudio de la psicología de la emoción ha sido fuente
continua de polémica e incertidumbres. Esta problemática conceptual se ve secundada por una
no menos importante problemática metodológica que, pese a los progresos habidos en las
últimas década, aún no hemos resuelto satisfactoriamente. Por otro lado, cada vez resulta más
patente la necesidad de una sinergia entre la psicología de la emoción y otras disciplinas a la
hora de abordar el estudio comprensivo de los procesos afectivos del ser humano.
PRINCIPALES TRADICIONES HISTÓRICAS EN EL ESTUDIO DE LA EMOCIÓN
El estudio de la emoción ha interesado a los pensadores de casi todas las épocas, mucho antes
de que la psicología empezara a andar su propio camino al margen de la filosofía y la
fisiología. No hace falta más que recordar la doctrina hipocrática, la filosofía platónica o la
teoría humoral galénica para constatar que la e-moción -los peripatéticos motus animorum
(movimientos del alma)- y sus perturbaciones, han inquietado al hombre desde los albores de la
historia. Son muchas las teorías de las pasiones formuladas a través de los siglos, a menudo
identificando la pasión con una enfermedad del alma o incluso considerándola moralmente
reprobable. Platón, por ejemplo, condenaba sus excesos porque “disminuían la capacidad de
razonamiento”, clasificando al amor entre las cuatro formas de locura. También los estoicos
destacaron el componente nocivo de las pasiones, cuya influencia producía graves
perturbaciones del alma. Durante muchos siglos, la tendencia general fue la seguida por los
estoicos. En la Edad Media, el alma se concebía como una entidad tripartita, con una parte
concupiscente, donde residían los apetitos, una irascible, origen de las pasiones, y una racional,
sede del entendimiento y en continuo conflicto con las dos anteriores. Fue en el Renacimiento
cuando surgió un interés general por el estudio de las pasiones al margen de lo místico y lo
teológico. El término “afecto” suplió al de “pasión”, que se reservó para los sentimientos más
exacerbados. Se recuperaron las explicaciones fisiológicas de los estados afectivos, siendo la
más común la basada en los espíritus animales -originados en la idea de pneuma-, que
sustituyó a la vetusta teoría de los humores. No obstante, siguiendo la tradición aristotélica,
muchos pensadores creían aún que los afectos surgían del corazón, aunque la influencia de la
teoría neurocéntrica cartesiana pronto comenzó a inducir serias dudas al respecto. A partir del
siglo XVIII, el panorama cambió: los afectos empezaron a ocupar un lugar destacado en el

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estudio de lo mental y las pasiones llegaron a ser ensalzadas como las grandes fuerzas
impulsoras de la naturaleza humana, sobre todo gracias a la obra filosófica germana de finales
del XVIII y principios del XIX. Los afectos empezaron a concebirse como aspectos
plenamente diferenciados de la vida mental, llamando la atención de los estudiosos que,
progresivamente, iran abandonando el amparo de la filosofía para profundizar en los aspectos
psicológicos del sentimiento.
Teorías periféricas avant la lettre
La teoría de James-Lange, cuyo postulado fundamental sostiene que la emoción se origina en
la percepción de los cambios somáticos, no fue en su momento una idea novedosa. Obviando
los antecedentes remotos, cabe recordar que ya Descartes recuperó la antigua idea de que las
pasiones se originaban en factores somáticos. Según la perspectiva cartesiana, la sensación que
produce un estímulo emocional primario se transmite al cerebro, donde es "mecánicamente"
evaluada, dando lugar a una serie de eferencias que, por los nervios descendentes, se
transmiten a glándulas y músculos, provocando las respuestas físicas apropiadas. La
información de los “efectos” de estas acciones retorna al cerebro a través de los nervios
sensitivos, que llegan a la glándula pineal, cuyo contacto con el alma es, a la postre, lo que
produce la pasión o experiencia emocional. En la primera mitad del XIX, encontramos la
primera referencia explícita a la controversia entre teorías periféricas y centrales, que sitúa el
origen de los postulados “periféricos”-que subrayaban el papel de los órganos de los sentidos y
de los procesos fisiológicos- en las teorías de las sensaciones del siglo XVIII. En cambio, las
teorías “centrales” trataban de explicar los afectos a partir de los procesos mentales. A lo largo
del XIX, los modelos teóricos se diversificaron, dando lugar a un debate generado a instancias
de todo un gradiente de propuestas. Fueron estas posiciones encontradas las que, al fin,
culminaron en la histórica disyuntiva entre la teoría de James-Lange y la de Cannon-Bard.
James: en el umbral de la psicología de la emoción contemporánea
William James recogió las ideas de un fisiólogo danés, Carl G. Lange, y las elaboró en el
modelo teórico que, desde entonces, se conoce como de James-Lange. Su propuesta, que a
menudo se considera el primer referente de la psicología de la emoción contemporánea, fue
expuesta por primera vez en el artículo publicado en Mind (James, 1884), y completada en sus
Principles of Psychology (1890). Años más tarde, James publicó un artículo en Psychological
Review a modo de respuesta a sus críticos, reconociendo que quizás el uso que había hecho del
término “percepción” (de los cambios fisiológicos) como origen de la emoción no había sido
muy afortunado, y que, en todo caso, se debían contemplar los procesos valorativos como
importantes antecedentes emocionales. El matiz que introduce esta rectificación no es baladí,
ya que supone un acercamiento a los modelos centrales. De este modo, su propuesta se
reafirma como un hito fundamental para la mayor parte de los modelos ulteriores.
En síntesis, los supuestos básicos que se atribuyen a la teoría de James-Lange son los
siguientes: 1) Existe una “percepción” inmediata de los cambios viscerales (somáticos) que
median, a su vez, entre dicha percepción y la percepción de los cambios ambientales; 2) Los
cambios viscerales son necesarios para que se dé la emoción. Sin embargo, no sólo es
importante la “reacción” visceral, sino la totalidad de los cambios corporales 3) Existen

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patrones viscerales específicos para las distintas emociones y 4) La activación inducida de los
cambios viscerales correspondientes a una emoción concreta debe producir esa emoción.
Las críticas
Una parte importante de las críticas que suscitó la propuesta de James se debieron a que iba en
contra del sentido común, a la sazón tan de moda en el pensamiento anglosajón.
La crítica de Wundt
Wundt calificó la teoría de James-Lange de "seudoexplicación psicológica que intenta explicar
realidades psíquicas con observaciones fisiológicas" (Wundt, 1891) Como alternativa, Wundt
propuso un modelo en el que el sentimiento primario, que no era analizable, producía una
alteración del flujo ideacional que se manifestaba en reacciones orgánicas y en un sentimiento
secundario. A su vez, la reacción del organismo producía sensaciones que intensificaban la
cualidad consciente del sentimiento primario.
La crítica de Cannon y la controversia centro/periferia
De entre todas las críticas a la teoría de James-Lange fue ésta la que tuvo más trascendencia,
calando hondo en la comunidad científica. Los argumentos de Cannon se articulan en torno a
los siguientes puntos: 1) La separación total entre vísceras y SNC no altera la conducta
emocional; 2) Los mismos cambios viscerales se producen en estados de emoción muy
distintos, e incluso en estados no emocionales; 3) Las vísceras son estructuras relativamente
insensibles; 4) Los cambios viscerales son demasiado lentos para constituir una fuente de
sentimientos emocionales; y 5) La inducción artificial de los cambios viscerales propios de las
emociones intensas no logran provocarlas. Esta crítica vino avalada por la investigación de
Gregorio Marañón (1924) sobre los efectos de la inyección de adrenalina, que puso de
manifiesto que los cambios fisiológicos no son suficientes para generar la experiencia
emocional (véase Palmero, 2003). Para Cannon, estas objeciones deberían haber acabado con
la teoría de James-Lange. Por el contrario, la vasta labor investigadora que se promovió con la
polémica, ha cuestionado seriamente algunas de sus críticas. En cualquier caso, a raíz del
debate entre James y Cannon empezó a configurarse una larga controversia que, en cierto
sentido, se ha prolongado hasta nuestros días. Se trata del dilema inherente a la dualidad teorías
centrales-teorías periféricas. La crítica de Cannon dió pie a las propuestas que reivindicaban la
actividad neural (y, por extensión, la cognición) como condición necesaria y suficiente para la
existencia de la emoción, mientras que las teorías periféricas entendían la emoción como la
percepción de la actividad somática y vegetativa. Pronto surgirían las alternativas eclécticas,
entre las que destacó, como veremos, la llamada “teoría bifactorial”.
El vasto legado de James
La teoría bifactorial de Schachter y Singer (1962) constituye un paradigma de lo que
podríamos llamar la “herencia directa” del modelo de James-Lange, una herencia que también
tuvo en cuenta las críticas formuladas por Cannon, de ahí que el propio Schachter (1964)
califice su teoría de "jamesionismo corregido". Según esta aproximación, en la que
profundizaremos más adelante, la emoción resulta de una activación fisiológica inespecífica y
de la subsiguiente valoración cognitiva de la situación en que ocurre dicha activación. Este
postulado se considera “ecléctico” en tanto que, por una parte, coincide con la necesidad de
activación predicada por James, y, por otra, la concibe como una activación “inespecífica”, lo

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que contradice el principio jamesiano de la existencia de un patrón específico de activación
para cada emoción, secundando, en cambio, la opinión de Cannon. Pero este modelo va más
allá: reconoce la necesidad de una dimensión cognitiva que determina la cualidad de la
emoción y la caracteriza como tal.
Pero la investigación y los modelos que denotan la influencia de James no se limitan a lo
expuesto. De hecho, han aparecido toda una serie de tradiciones teóricas que deben mucho al
universo jamesiano, quizás porque la propuesta de James integra hasta cuatro niveles
explicativos diferentes, a cada uno de los cuales se adscribe alguna de las tradiciones más
sólidas en el estudio de la emoción: a)Un nivel fisiológico, que podemos situar en el origen de
la tradición neurobiológica, b) Un nivel conductual-expresivo, en el que se basan, al menos en
parte, los modelos de la expresión facial de las emociones básicas c) Un nivel ideacional, en el
que se inspira la tradición cognitivista, ligada a la psicofisiológica en la medida en que ambas
son epistemológicamente funcionalistas d) Un nivel perceptivo intermedio, con el que enlazan
teorías como la de Leventhal (1984), que formula un modelo perceptivo-motor de la emoción.
En los últimos años, vivimos un retorno a James. Desde el punto de vista epistemológico, su
aproximación funcionalista se halla más cerca del “pragmatismo” (que se centra en el vínculo
acción-emoción) o del estudio de la emoción desde el marco de los sistemas dinámicos no
lineales, que de algunos de los modelos cognitivistas y neurobiológicos más reputados.
La tradición de la teoría de la activación
Los teóricos de la activación, como los conductistas, partían de premisas mecanicistas, aunque,
a diferencia de estos últimos, optaron por fundamentar su mecanicismo en la evidencia
fisiológica. De hecho, el factor común de estos modelos fue tratar de dar con índices
fisiológicos de la activación autoinformada. La activación (arousal) se entendía como un
constructo unitario e inespecífico, que afectaba de forma generalizada a toda la corteza cerebral
(Rosselló,1994; Fernández Abascal y Palmero, 1995).

Figura 1. Ilustración que muestra la ubicación de la Formación Reticular Mesencefálica, descubierta por Moruzzi
y Magoun en 1949. Se ha representado esquemáticamente la función del Sistema Activador Reticular Ascendente
(SARA), que, según los autores, induce una activación generalizada e inespecífica de la corteza cerebral
*Ilustración realizada por los autores inspirándose en el original aparecido en Magoun, M.W. (1954). The Ascending Reticular
System and Wakefulness En J.F. Delafresnaye (Ed.), Brain Mechanisms and Consciousness. Springfield: Charles Thomas.

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Fue Elisabeth Duffy (1934) quién inicio esta tradición, investigando la activación vegetativa
que se asociaba a ciertos estímulos “emocionales”. Los descubrimientos que, a mediados de
siglo XX, se realizaron desde la incipiente neurobiología y ciencias afines, otorgaron solvencia
a esta perspectiva, especialmente el descubrimiento de la Formación Reticular Mesencefálica
(Moruzzi y Magoun, 1949) y de la función del SARA (Sistema Activador Reticular
Ascendente), que activa de forma inespecífica las áreas corticales (véase la Figura 1).
En este contexto, el concepto de activación se introdujo con fuerza en la psicología de los
procesos afectivos, compitiendo con el de impulso (drive) de Hull y su escuela. Dado que el
nivel de activación podía ser medido a partir de índices electrofisiológicos, se pensó que ésta
podía ser una buena forma de objetivar la intensidad de los estados afectivos, más fiable que la
utilizada por la escuela conductista, que se basaba, entre otras, en la medición de la topografía
de la conducta animal tras períodos de deprivación. La relación activación-emoción pareció
consolidarse con los resultados obtenidos por Lindsley (1951), que informó de una
desincronización cortical, registrada mediante EEG, asociada a la emoción. En conjunto, las
evidencias sugerían que se daba un continuo de niveles de activación, desde el sueño profundo
hasta los estados emocionales, que podía medirse mediante el registro electroencefalográfico.
De hecho, la frecuencia del EEG parecía variar de forma consistente con los cambios en los
niveles de activación: mientras los estados poco activados se relacionaban con ondas lentas de
gran amplitud (δ), la frecuencia del registro iba aumentando a medida que se incrementaba la
activación del organismo, culminando en la actividad beta (β), un patrón desincronizado de alta
frecuencia y baja amplitud. Sin embargo, pese a estos prometedores inicios, el constructo de
activación pronto empezó a perder credibilidad entre la comunidad científica, en parte por la
evidencia de una pobre covariación de los diversos índices fisiológicos, un fenómeno que
Lacey llamó fraccionamiento direccional (Lacey,1967). La falta de una medida satisfactoria de
la activación se convirtió en un obstáculo metodológico que condujo a un problema todavía
más preocupante: los autores empezaron a diferir en lo que entendían por activación.
Surgieron, así, distintos conceptos de arousal o activación que más bien empeoraron las cosas,
ya que, por un lado, la correlación entre las distintas formas de activación era pobre, y, por
otro, se puso de manifiesto que los diferentes tipos de activadores (endógenos o exógenos) no
producían efectos consistentes sobre las diversas “activaciones” (fenómeno de la “influencia
inconsistente”). Cualquier intento de solución parecía pasar por la renuncia a la idea de la
activación como un constructo unitario, general e inespecífico. Pronto surgieron los modelos
multidimensionales de la activación, que trataron de explicar, sin demasiado éxito, el
fraccionamiento direccional y la influencia inconsistente (Rosselló, 1996). La investigación
psicofisiológica complicó aún más las cosas: Pribam y McGuinness (1975) descubrieron tres
sistemas implicados en la activación, uno responsable de la desincronización fásica, otro de la
tónica, y un tercero de la coordinación de los anteriores. Años más tarde, Derryberry y Tucker
(1991) demostraban que la Formación Reticular Mesencefálica, que se había postulado como el
sustrato neural de una activación unidimensional, general e inespecífica, no era en realidad un
sistema unitario, sino que contenía al menos cuatro subsistemas específicos,
neuroquímicamente distintos (dopaminérgico, noradrenérgico, serotoninérgico y colinérgico),
que se relacionaban con distintas funciones de activación-deactivación. Finalmente, la
ambigüedad del concepto, su diversidad intrínseca, el desacuerdo entre los modelos

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multidimensionales, los problemas para explicar las interacciones de los sistemas implicados (y
sus potenciales combinaciones), y la irrupción del cognitivismo, dieron al traste con este tipo
de aproximaciones, que hoy sólo resultan abordables, previa asunción de sus limitaciones
heurísticas, desde el marco de la teoría del caos y la aplicación del análisis no lineal.
LA TRADICIÓN NEUROBIOLOGICISTA
Esta aproximación se origina en las formulaciones fisiológicas de primera mitad del siglo XX,
especialmente en la teoría de Cannon-Bard, según la cual el tálamo y el hipotálamo eran
responsables de la experiencia y de la conducta emocionales, respectivamente.
El circuito de Papez-MacLean
Los postulados de Cannon, los de Jackson y, en definitiva, los de los principales investigadores
de la emergente neurobiología evolucionista, fueron recogidos y sintetizados por Papez (1937),
que defendía que las experiencias emocionales se relacionaban con la actividad de la región
jerárquicamente inferior de la arquitectura cerebral. Más concretamente, propuso una serie de
núcleos interconectados, cuya activación secuencial y reverberante –formando una especie de
circuito-, daba lugar a los sentimientos más primarios, aquellos directamente implicados en la
supervivencia y la reproducción. Las emociones humanas más “sofisticadas” se relacionaban
con zonas del cerebro que habían surgido en etapas evolutivas más recientes. Las
investigaciones de Papez (1937) -elaboradas luego por MacLean- culminaron en la propuesta
del Circuito de Papez-MacLean, que recorría de forma recursiva el hipocampo, fórnix, cuerpos
mamilares, núcleos anteriores del tálamo, giro cingulado y circunvolución parahipocampal.
El Sistema Límbico: entre el cerebro del reptil y el del primate
MacLean (1949, 1970), llamó a esa zona del cerebro Sistema Límbico (limbus = frontera), por
encontrarse entre el primitivo cerebro reptiliano y la neocorteza. Según MacLean, en nuestro
encéfalo hallamos algo así como tres cerebros superpuestos, relacionados jerárquicamente. Esta
fue, en esencia, la formulación que se ha llamado del “cerebro trino” y que distingue entre las
formaciones reptilianas, que compartimos con la mayoría de vertebrados, las límbicas o
paleomamíferas, de aparación ulterior, y las neocorticales, que constituyen la parte más
evolucionada de nuestro cerebro y aparecen sólo en los mamíferos superiores. Cada una de las
tres partes del cerebro juega su papel en el control de la conducta y la experiencia emocionales,
aunque las pautas comportamentales resultan tanto más flexibles y complejas cuanto más
reciente es el origen filogenético de la zona cerebral que las rige. Desde MacLean, el estudio
del sistema límbico ha sido ingente, y muchos autores coinciden en destacar la importancia de
este sistema funcional como base neural de la emoción humana. Por otro lado, la idea de los
sustratos neurales superpuestos y de la jerarquía funcional se puede rastrear hasta nuestros días,
incorporándose a propuestas tan reconocidas como la de Damasio (1998, 2000). Buena parte de
los modelos neurobiológicos contemporáneos sugieren que el sistema límbico está formado por
estructuras corticales relativamente primitivas -no se trata de neocórtex, sino de un córtex
filogenéticamente más antiguo que consta normalmente de tres a cinco capas, en lugar de las
seis que forman las zonas neocorticales- y por toda una serie de núcleos subcorticales sobre
cuyo número e identidad no hay acuerdo unánime. No obstante, se suele otorgar una
importancia especial a una serie de núcleos y sistemas funcionales, entre los que destacan la
circunvolución del cíngulo, el área septal, los núcleos anteriores del tálamo, los cuerpos

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mamilares, la formación hipocampal y la amígdala. Ésta última, un núcleo ubicado en el
interior del lóbulo temporal, parece jugar un papel fundamental, por lo que, en los últimos
años, ha acaparado la atención de muchos investigadores (véase Phelps, 2006).
Asimetrías en el procesamiento cerebral de los afectos
El estudio de la asimetría cerebral ha relacionado el hemisferio izquierdo con lo “racional” y el
procesamiento analítico de la información -ligado a la función lingüística-, y el derecho a la
elaboración de la información espacial y a un procesamiento más holístico y más sintético, que
incorpora los aspectos emocionales. De hecho, desde la neuropsicología clínica se ha
observado que lesiones importantes en el hemisferio derecho suelen desencadenar una falta de
reconocimiento de las expresiones emocionales y una profunda indiferencia afectiva. Además,
aunque tales pacientes suelen ser capaces de expresar verbalmente contenidos emocionales, lo
hacen sin los parámetros paraverbales que denotan la verdadera presencia de emoción (exhiben
un lenguaje monótono y una ausencia de las modulaciones propias de los estados emocionales).
Las evidencias congruentes con esta hipótesis informan de una mayor activación del hemisferio
derecho durante el visionado de imágenes con contenido emocional (Müller et al. 1999),
sugieren que la expresión facial de la emoción es más intensa en la parte inferior izquierda de
la cara (controlada por el hemisferio derecho) que en la inferior derecha (Asthana y Mandal,
2001) y ponen de manifiesto déficits en el reconocimiento de la prosodia emocional, y en el de
la expresión facial, en sujetos con daño cerebral derecho (Borod, 1992). Sin embargo, en los
últimos años numerosos trabajos informan de hallazgos contradictorios, lo que ha dado lugar a
la formulación de una segunda hipótesis en torno a la implicación diferencial de los
hemisferios en el procesamiento afectivo. Según esta propuesta, la asimetría se da sólo con
respecto al procesamiento del afecto básico (agradable-desagradable). Más específicamente, el
procesamiento del afecto positivo se relacionaría con el hemisferio izquierdo, mientras que el
del afecto negativo se asociaría a la actividad del derecho, dándose un mecanismo de
inhibición recíproca entre ambos (Gainotti, 1989). A favor de esta reformulación, resultados
recientes sugieren que los sujetos en los que domina la actividad del hemisferio derecho
tienden a manifestar emociones catastrofistas, padeciendo con frecuencia síntomas depresivos.
De forma complementaria, la predominancia de la actividad hemisférica izquierda, induce más
bien un tono hedónico positivo, provocando risas y síntomas eufóricos inmotivados o
comportamiento jocoso. Otros estudios, en cambio, obtienen resultados inconsistentes, lo que
pronto ha suscitado la aparición de nuevos modelos, entre los que destaca el de Davidson
(1995), que sostiene que más que una asimetría interhemisférica basada en la dimensión de la
valencia afectiva, la asimetría se da respecto a la dimensión aproximación/retirada-evitación.
De este modo, emociones como la ira, de valencia negativa pero con un claro componente de
aproximación, activarían de forma diferencial el hemisferio izquierdo. Otros trabajos destacan
en cambio una asimetría cerebral anteroposterior en el procesamiento emocional (Weddell,
Millar y Trevarthen, 1990), relacionando sólo las regiones anteriores con la emoción. Fruto de
esta nueva observación, han surgido las propuestas que, no sin controversia, parecen hoy en día
las más aceptadas, sugiriendo que la asimetría interhemisférica en el procesamiento de la
valencia afectiva (o de la dimensión aproximación/retirada) que defendían los modelos
precedentes sólo tiene lugar en la parte más anterior del cerebro, muy particularmente en los
lóbulos frontales (Davidson, 2000). De este modo, las emociones que implican una valencia

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afectiva positiva cursan con una activación diferencial del lóbulo prefrontal izquierdo, mientras
que las que conllevan una valencia negativa se asocian a una mayor activación de las regiones
prefrontales del hemisferio derecho. Según Davidson (2002), uno de los factores que podría
contribuir a explicar estos resultados sería la implicación diferencial del prefrontal izquierdo en
la inhibición de la actividad amigdalina, aunque los datos obtenidos al respecto no resultan
concluyentes. Los resultados de una investigación que hemos llevado a cabo utilizando el
registro magnetoencefalográfico (MEG) resultan congruentes con esta última hipótesis: la
presentación de estímulos visuales que los sujetos consideraban bellos (afecto positivo,
reacción de aproximación) se relacionaba con una activación del córtex prefrontal dorsolateral
izquierdo en las latencias tardías (400-1000 mseg), lo que no sucedía en los estímulos
considerados “no bellos” (Cela-Conde et al., 2004).
El procesamiento de imágenes emocionales: dos formas de ver, dos formas de reaccionar
En el cerebro primate existen por lo menos dos rutas para procesar los estímulos visuales
(Goodale y Milner, 1994). La implicación de una u otra puede relacionarse con el tipo de
acción que evoca el estímulo procesado: mientras la ruta dorsal predomina cuando se requiere
una reacción rápida, relativamente automática e independiente de la conciencia, la ventral lo
hace en el caso de que sea necesaria una percepción explícita, más rica y controlada, que
“guíe” una acción cuya prioridad no es tanto la urgencia motora como la pertinencia o la
evitación del error . En consecuencia, este segundo tipo de acción, se relaciona con un análisis
más minucioso del significado del estímulo, teniendo en cuenta la previa experiencia y el
conocimiento del mundo. Aunque los datos recientes apuntan a que esta dicotomía, entendida
strictus sensu, constituye una sobresimplicación (Munar et al., 2007), parece que la dualidad
expuesta, aparte de tener un alto valor heurístico, podría corresponderse con los extremos de un
gradiente dinámico. Partiendo de este marco, algunos autores afirman que resultaría
evolutivamente coherente que los eventos emocionales marcadamente negativos reclutasen el
sistema visomotor dorsal, dado que la velocidad de reacción, aún sin conciencia, resulta
entonces perentoria. En contrapartida, podría resultar adaptativo que los eventos con valencia
positiva, que requieren una acción de aproximación, se basaran en una evaluación más
cautelosa y precisa, dado que, en este caso, lo importante no es tanto aproximarse con rapidez
como hacerlo evitando el engaño y el peligro. Aunque no pueden considerarse concluyentes,
los resultados de algunos trabajos resultan congruentes con esta hipótesis (Lang et al. 1998).
Tras los pasos de Cannon: el cerebro emocional según LeDoux
Ledoux centra su esfuerzo investigador en el estudio de la amígdala y en el de sus relaciones
con otras áreas cerebrales implicadas en el procesamiento emocional, especialmente por lo que
se refiere al miedo y emociones relacionadas. La amígdala, un núcleo subcortical que se ubica
en el interior del lóbulo temporal, contiene alrededor de doce regiones distintas, entre las que
las más estudiadas han sido la lateral, la basal, la basal accesoria y la central (LeDoux, 2000).
La investigación del rol de la amígdala en el procesamiento de estímulos emocionales se
origina en el trabajo de Klüver y Bucy (1937), en el que se describen las alteraciones
conductuales y emocionales de un grupo de macacus rhesus a los que se practicó una ablación
bilateral del lóbulo temporal. De hecho, las lesiones de la amígdala son las responsables de las
alteraciones emocionales características del llamado Síndrome de Klüver-Bucy (Aggleton y
Young, 2000). Según Ledoux, los núcleos amigdalinos juegan un papel fundamental en la

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asignación del valor hedónico de un estímulo, en el condicionamiento aversivo, en la
autoadministración de recompensas y en la elicitación de los componentes conductuales y
vegetativos de la respuesta emocional (LeDoux y Phelps, 2000; Phelps, 2006). La amígdala
recibe aferencias fundamentalmente a través de dos vías principales: la vía inferior o
talámicoamigdalina, por la que recibe información sensorial para un rápido análisis de los
estímulos; y la vía superior o córticoamigdalina, que envía a la amígdala información de las
áreas de asociación (Debiec y LeDoux, 2004, Sánchez-Navarro y Román, 2004). Mediante la
conexión talámicoamigdalina se establece, en el caso del condicionamiento del miedo, la
asociación entre el estímulo neutro y el incondicionado en el núcleo lateral. A través de la vía
córticoamigdalina se recibe, con mayor dilación, información que proviene del hipocampo, que
modula la respuesta de la amígdala, cuyo núcleo central pone en marcha los mecanismos de
respuesta defensiva (motor y vegetativo). Este complejo circuito permite explicar porque las
personas con lesiones en la amígdala no responden al condicionamiento aversivo, a pesar de
poder informar explícitamente de la relación entre el estímulo neutro y el incondicionado. Al
parecer, la asociación entre los estímulos se lleva a cabo de forma implícita en la amígdala,
mientras que son las áreas corticales, vía hipocampo, las implicadas en el procesamiento
explícito de la relación estimular. El hecho de que las personas con lesiones en el hipocampo
adquieran el condicionamiento aversivo sin poder explicar porqué constituye una evidencia
más a favor del modelo expuesto. Por otro lado, la participación del hipocampo en el sistema
explica porque podemos adquirir respuestas condicionadas de miedo a partir de información
explícita, o a través del modelado, sin haber experimentado antes situaciones aversivas. La
participación de otras estructuras corticales, como la corteza prefrontal ventrolateral derecha
(VLPFC), o la corteza prefrontal dorsolateral izquierda (DLPFC) (Davidson y Irwin, 1999),
explican porque la categorización del estado emocional –la asignación de la etiqueta verbal a la
emoción que sentimos- reduce la actividad de la amígdala, aliviando la experiencia aversiva
(Lieberman et al., 2007). Sin embargo, para completar el modelo, es necesario conocer de qué
forma somos conscientes de nuestras emociones. Según Feldman et al. (2007), la activación de
la amígdala pone en marcha nuestro sistema emocional, pero no produce por sí misma la
experiencia afectiva. La propuesta de LeDoux afirma que es la memoria de trabajo el sistema
cognitivo implicado en la puesta en marcha del sistema emocional, combinando dicha
información con la perceptiva y la mnésica. Desde este punto de vista, la memoria de trabajo
constituye el origen de la experiencia emocional consciente (LeDoux y Phelps, 2000).
Reivindicación de James: Damasio y la “corporificación” de la mente
Según Damasio, tanto en la evolución ontogenética como en la filogenia, el cuerpo aparece
antes que la mente, por lo que lo físico es sustrato obligado de lo pensante. Contra la visión
cartesiana, la mente se rige por las mismas leyes de la materia: "somos y después pensamos, y
pensamos sólo en la medida que somos, porque las estructuras y operaciones del ser causan el
pensamiento" (Damasio, 2000). Según Damasio, la “razón” no es tan “pura” como se ha
creído, sino que, irremisiblemente, las emociones y los sentimientos forman parte de ella.
Probablemente, las estrategias de la razón humana no surgieron en la filogenia sin la fuerza
encauzadora de los mecanismos de la regulación biológica, de los que la emoción y el
sentimiento son expresiones notables. Por otro lado, incluso después de que las estrategias de
razonamiento aparecieran, su despliegue efectivo seguramente dependía en gran medida de la

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capacidad de sentir. Esto no significa que, en determinadas circunstancias, emociones y
sentimientos no puedan causar estragos en los procesos de razonamiento. Sin embargo, la
ausencia de emoción resulta no menos perjudicial, y capaz de comprometer nuestra
racionalidad y nuestro acierto en la toma de decisiones. La evidencia empírica demuestra que, a
menudo, los sentimientos nos encaminan en la dirección adecuada, nos conducen a un “espacio
de toma de decisiones” donde podemos hacer buen uso de la lógica. Cuando nos enfrentamos a
la incertidumbre (p.e., al tener que efectuar un juicio moral, decidir sobre el futuro de una
relación personal o elegir nuestra carrera profesional), los procesos emocionales nos ayudan en
las tareas de predicción y, por ende, en las de emisión de juicios, toma de decisiones,
formación de intenciones y planificación de nuestras acciones. Según la evidencia científica, la
“razón” humana depende de varios sistemas cerebrales que trabajan al unísono a través de
muchos niveles de organización e interrelación neural. Sabemos que los sistemas
jerárquicamente inferiores de nuestro encéfalo se hallan implicados en el procesamiento
emocional, así como en las funciones corporales necesarias para la supervivencia de un
organismo. A su vez, estos sistemas mantienen relaciones directas y recíprocas con
prácticamente todos los órganos corporales, introduciendo así la información somática en las
cadenas de operaciones implicadas en los razonamientos más abstractos, en los juicios, en la
toma de decisiones y, por extensión, en la planificación, programación y control de nuestras
acciones, interviniendo, por esta vía, en nuestro comportamiento social o en nuestra
creatividad. Así pues, es posible que la esencia de un sentimiento no sea una etérea cualidad
mental asociada a un objeto, sino más bien la percepción directa de un lenguaje específico: el
del cuerpo.En contraste con las clásicas teorías neurobiológicas, Damasio apunta que las redes
neuronales de las que emergen los sentimientos incluyen no sólo la serie de estructuras
cerebrales que se han estudiado tradicionalmente (i.e., sistema límbico), sino también la corteza
prefrontal y los sectores del cerebro que integran señales somáticas. De este modo, el
sentimiento depende del estado del cuerpo y del de los sistemas neurales que lo controlan.
Debido a que el sentido de este “paisaje corporal” se halla temporalmente yuxtapuesto a la
percepción o a la reminiscencia ajenos al cuerpo (una cara, una melodía, un aroma), los
sentimientos acaban ponderando hedónicamente esas representaciones. A cada estado corporal
“valorador” (ponderador) le corresponde una forma de pensar, de razonar, una cognición rápida
y rica en ideas cuando el estado corporal se encuentra en la parte positiva y agradable del
espectro, lenta y repetitiva cuando se halla en la opuesta. Así, los sentimientos actúan como
finos sensores del grado de ajuste entre la naturaleza y la circunstancia (ambiente),
ayudándonos a interaccionar en sociedad, sirviendo a modo de guías internas que generan
señales (expresiones) que también pueden guiar a los demás. El cerebro se ha convertido, de
este modo, en la audiencia cautiva de un cuerpo que, tal como está representado en el cerebro,
constituye el marco de referencia para los procesos neurales que experimentamos como “la
mente”: nuestro mismo organismo, y no ninguna realidad externa, constituye la referencia
básica para las explicaciones que hacemos del mundo que nos rodea y para la interpretación del
sentido de subjetividad que es parte esencial de nuestra experiencia. Así pues, la mente existe
en la medida en que se halla integrada en un organismo. La actividad fisiológica de la que
emerge lo mental, deriva del conjunto estructural y funcional que nos conforma -no sólo del
cerebro-, de modo que los fenómenos mentales sólo pueden comprenderse cabalmente en el

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contexto de la interacción de un organismo (mente-cuerpo) con su ambiente. El hecho de que el
ambiente sea, en parte, el producto de la propia actividad del organismo, no hace más que
subrayar la complejidad de las interacciones que debemos tener en consideración. Este marco
de recorporificación de la mente da origen a la hipótesis del marcador somático, según la cual
el razonamiento de las personas necesita de la información emocional parar resultar eficaz y
adaptativo. Así pues, para Damasio las emociones juegan un papel primordial en los juicios, las
valoraciones, las intenciones, las decisiones y la acción. En un estado emocional característico,
ciertas regiones del cerebro interaccionan con muchas otras áreas del cerebro y del resto del
cuerpo -a través, sobre todo, de las hormonas y del sistema nervioso vegetativo. Esta
interacción produce un cambio global en el estado del organismo, un cambio que, a su vez,
influye en la cognición y la acción (Damasio, 1995, 1999, 2000), cerrando así un circuito
interactivo que, no obstante, mantiene la segregación entre los centros emocionales y los
cognitivos, lo que, por una parte, justifica la enfoque de Damasio resulte compatible con las
aproximaciones más tradicionales: los planteamientos que, desde la psicología, la neurociencia
o la inteligencia artificial, insisten en proponer modelos de la emoción seudomodulares y
jerárquicamente estructurados.
Nuevos encuentros: la eclosión de la Neurociencia Social
La neurociencia social puede entenderse como el estudio de los procesos sociales desde el
punto de vista de la neurociencia con el objetivo de entender la relación compleja y dinámica
entre el cerebro y la interacción social (Decety y Keenan, 2006). Tras el auge de la
neurociencia y la confluencia de ésta con la psicología cognitiva (dando lugar a la neurociencia
cognitiva), se ha producido un nuevo encuentro.En este caso, la convergencia entre las ciencias
sociales y la neurociencia permite aprovechar el potencial de ambas en una nueva disciplina
que aporta una valiosa perspectiva en el estudio de la mente, abordando el estudio de cognición
social y de los procesos interpersonales y grupales con los métodos propios de la neurociencia
(Cacciopo y Bernston, 2005). Dada la reciente creación formal de esta disciplina, que nace
avalada por nuevas revistas especializadas (Social Neuroscience, Social Cognitive and
Affective Neuroscience, etc.), no existe todavía un cuerpo teórico que estructure los resultados
obtenidos en torno a los procesos emocionales. Uno de los escollos a superar es la difícil
ubicación de determinados constructos sociales (empatía, estereotipo, altruismo) en el marco
de los procesos cerebrales. A pesar de ello, cualquier síntesis ad hoc de los avances logrados en
el estudio de las emociones desde esta perspectiva, debería hacer mención a los progresos en el
conocimiento de los sistemas cerebrales que median en nuestra interpretación del mundo
cuando interactuamos con el entorno, entre los cuáles destacan: ciertas áreas de procesamiento
visual de alto nivel en el lóbulo temporal (vía del “qué”), la amígdala, la corteza orbitofrontal,
la corteza prefrontal izquierda y el lóbulo parietal derecho. Según algunos autores, la
organización de este complejo sistema se basa en un procesamiento serial de tres pasos: la
representación perceptiva del estímulo, la asociación de la misma con la información
emocional del estímulo y, finalmente, la representación de las respuestas emocionales y
motivacionales asociadas. A raíz de esta aproximación ha surgido un nuevo modelo del
procesamiento emocional basado en la actuación sinérgica de dos circuitos cerebrales: el
circuito medial, formado por la amígdala basal y el córtex orbitofrontal ventromedial; y el
circuito lateral, en el que, por una parte, se integra la información procesada por la amígdala

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basal con la del córtex inferotemporal y, por otra, la del córtex prefrontal ventrolateral con la
del cingulado anterior rostral. Existen dos hipótesis acerca de la función de ambas vías. La
primera considera que los estímulos de valencia negativa se procesan en el circuito medial y
los de valencia positiva en el lateral. Según la segunda hipótesis, las emociones generadas
internamente activan preferentemente el circuito medial, mientras que las desencadenadas por
acontecimientos externos activan el lateral. Algunos de los temas que hoy merecen especial
atención por parte de la Neurociencia Social son los mecanismos cerebrales de la empatía, la
sensibilidad interpersonal, la toma de perspectiva en la interacción social y el procesamiento
del humor, entre otros.
LA TRADICIÓN EVOLUCIONISTA
Charles Darwin o el principio de casi todo
Charles Darwin reconoció explícitamente que el concepto de evolución no sólo era aplicable a
la morfología, sino también a la conducta y a la vida mental de las especies (Darwin, 1872). Su
libro Expression of the Emotions in Man and Animals, publicado en 1872, constituye un
intento de demostrar que las emociones han evolucionado con funciones definidas y resultan
esenciales para incrementar las posibilidades de supervivencia y reproducción. Son producto,
pues, de los mismos mecanismos evolutivos que han dado lugar a las características físicas de
las especies -conviene recordar que el libro mencionado iba a ser un capítulo de El Origen de
las Especies. Para Darwin, se da una continuidad fundamental en la filogenia de la expresión
emocional, una continuidad que, de los animales inferiores, llega hasta el hombre. El estudio de
las funciones de la emoción le lleva a concluir que la expresión emocional cumple una función
señalizadora y comunicativa. En su teoría, el eminente biólogo postula tres tipos de conducta
relacionada con la emoción: los reflejos, los instintos y los hábitos. Aunque sólo los dos
primeros constituyen verdaderas expresiones, ya que suponen no sólo la capacidad innata para
reaccionar de una forma específica, sino también la de reconocer esa misma reacción
(expresión) en los demás.
El evolucionismo en la psicología de la emoción
Las ideas de Darwin han influido en algunos de los modelos más importantes del estudio
psicológico de la emoción. En el último tercio del siglo XX, el reconocimiento de Darwin en el
ámbito de la psicología ha experimentado un nuevo auge, debido a la recuperación de sus tesis
por parte de los etólogos y a la creciente popularidad de la psicología evolucionista. En el
ámbito de la psicología de la emoción se ha consolidado una tradición evolucionista que
enfatiza la función adaptativa de los fenómenos emocionales. Las teorías más canónicas de esta
tradición ponen su énfasis en el estudio de la expresión facial de la emoción, asumiendo el
principio de universalidad de las emociones básicas y considerando el feedback facial como un
importante antecedente de la experiencia emocional. Pero antes de profundizar en estos
modelos, vamos a exponer una propuesta un tanto heterodoxa y difícil de encasillar: se trata del
modelo de Ross Buck, una perspectiva interaccionista e integradora que, desde presupuestos
evolucionistas, logra situarse a caballo de las tres grandes tradiciones que dominan el estudio
contemporáneo de los procesos afectivos.

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El interaccionismo evolutivo de Ross Buck
El concepto de PRIMES
PRIMES es el acrónimo de Primary Motivational/Emotional Systems, y se refiere a unos
sistemas motivacionales-emocionales básicos que explicarían tanto el aspecto motivacional
como el emocional de la conducta animal y humana. Ross Buck los define como "sistemas
propositivos especiales que sirven para las funciones básicas de adaptación y homeostasis"
(Buck, 1985). La fuerza potencial intrínseca a los PRIMES constituye la motivación, mientras
la manifestación, la “salida” del sistema, es la emoción (Buck, 1991). A su vez, los PRIMES
implican respuestas adaptativas y se hallan relacionados con determinados sistemas
neuroquímicos. Existen PRIMES genéricos, comunes a la mayoría de las especies (p.e., los
relaciondos con las necesidades de alimento, agua, aire, etc). Otros, en cambio, son específicos
y dependen de las necesidades adaptativas de la especie en cuestión.
La manifestación o salida (readout) de los PRIMES, que constituye la emoción, puede darse a
tres niveles. La llamada Emoción I es la manifestación más básica e implica funciones
adaptativo-homeostáticas. La Emoción II supone su expresión externa, de la cual la más
importante en la especie humana es, sin duda, la facial. Finalmente, la Emoción III,
jerárquicamente superior, se desarrolla con la cognición y se relaciona con una salida cognitiva
“interna” que da lugar a la experiencia directa (a la vivencia) de los PRIMES.
Los niveles de organización jerárquica de los PRIMES
Los PRIMES se originan en diversos niveles de organización del sistema nerviso, desde los
más simples a los más complejos. Según Buck, esta jerarquía se corresponde con una jerarquía
de estructuras nerviosas cuya complejidad aumenta con la de los PRIMES que tienen a su
cargo, una jerarquía que, además, se corresponde con la filogenética: los patrones de conducta
más simples son primitivos, mientras que los más complejos aparecen más recientemente. A
medida que avanzamos en la jerarquía de los PRIMES, mayor es la interacción de éstos con los
llamados “sistemas propositivos generales”, es decir, con la cognición y el aprendizaje.
La emoción como manifestación de la información motivacional
En el marco de este modelo, la emoción se define como la manifestación del potencial
motivacional cuando éste es activado por un estímulo desencadenante adecuado (Buck, 1991).
Motivación y emoción son, pues, dos caras de la misma moneda: la motivación es un potencial
que se manifiesta a través de la emoción. Según esta perspectiva, la emoción es un fenómeno
que ocurre más o menos constantemente, reflejando tranquilidad y satisfacción cuando el
organismo funciona sin ninguna eventualidad conflictiva, o alarma cuando se hace necesaria
una actuación adaptativa. La experiencia emocional consciente se debe sobre todo a la
Emoción III, en la que el sistema cognitivo tiene acceso al estado de los PRIMES en forma de
“cognición sincrética”. Lo experimentado sincréticamente, todavía carente de una “traducción”
lingüística, es objeto de la cognición analítica, lo que posibilita la participación cognitiva en
las funciones adaptativas, incrementando la flexibilidad de la acción y la capacidad de
autoregulación, y da lugar, a la postre, a la diferenciación subjetiva entre las distintas
emociones. Así, la interacción cognición sincrética-cognición analítica posibilita el control de
la expresión externa del estado primario, dando lugar a una intensificación, atenuación,
sustitución o enmascaramiento de la expresión emocional, de vital importancia en la

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adaptación al entorno sociocultural (véase la Figura 2). La evidencia neuropsicológica apoya la
distinción entre lo sincrético y lo analítico. En concreto, los pacientes a los que se ha
seccionado el cuerpo calloso (desconectado así sus hemisferios) manifiestan capacidad para la
experiencia emocional en ausencia de las cogniciones verbalizables propias del hemisferio
izquierdo. En el mismo sentido apuntan ciertos tipos de epilepsia temporal no reclutante que
hemos tenido oportunidad de evaluar clínicamente: la estimulación directa de la amígdala
derecha provocada por el foco comicial da lugar a emociones de pánico vividas de forma muy
intensa, con una inconfundible expresión facial, que, sin embargo, el sujeto es incapaz de
describir verbalmente, pese a que su competencia lingüística no parece mermada.
Según Buck, la experiencia emocional difiere de un individuo a otro según su historia de
aprendizaje social. La razón radica en que la cognición sincrética, que es conocimiento por
experiencia, interacciona con la cognición analítica, que es conocimiento por descripción y se
origina en las influencias socioculturales, entre las cuales el aprendizaje juega un rol
fundamental. En la especie humana, el control analítico se basa en el lenguaje, que permite que
nuestro comportamiento se mantenga bajo el control del sentido común, los principios de la
lógica o las normas sociales, al tiempo que hace posible el modelado. Además, los sistemas de
control lingüístico hacen posible que trascendamos nuestra experiencia personal, otorgándonos
una potencialidad simbólica que, entre otras cosas, nos permite imaginar experiencias jamás
vividas en el pasado o situaciones futuras que nunca se harán realidad. De lo anterior, se
deduce que, para Buck, la emoción es, en esencia, un tipo de cognición (la sincrética, que
puede ser modulada por la analítica), no el resultado de ningún proceso de valoración
(appraisal), tal como plantean las aproximaciones cognitivistas.

Figura 2. Sinopsis del modelo de Buck (1991). En la parte central, ligeramente sombreada, se resumen los
procesos que se desencadenan a partir de los PRIMES cuando aparece un estímulo adecuado. La interacción entre
los procesos “afectivos” (PRIMES, salidas emocionales, cognición sincrética...) y los procesos valorativos, la
cognición analítica, la capacidad lingüística y las normas sociales, da lugar, eventualmente, a una serie de
respuestas fisiológicas y motoras, expresiones faciales y verbales, y a un acción motivada dirigida a un fin.

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Los modelos “expresivistas” y la hipótesis del feedback facial
La influencia del neodarwinismo resulta fundamental en los modelos de las emociones básicas,
que comparten un postulado esencial: las emociones básicas humanas no difieren de las de
otras especies animales. Esta perspectiva contrasta especialmente con la de las propuestas
cognitivistas y la de las constructivistas.
La teoría del script de Sylvan S. Tomkins
Tomkins (1962) concibe las emociones como programas innatos cuya razón de ser estriba en
servir a las motivaciones primarias. Así, por ejemplo, la falta de aire para respirar produce una
intensa emoción de miedo que, a su vez, nos motiva a actuar rápidamente para solucionar el
problema y obtener el aire necesario. Según Tomkins, cada emoción se caracteriza por una tasa
específica de disparo cortical: la sorpresa, por ejemplo, implica una alta tasa neural, que
disminuye progresivamente en emociones como el miedo o el interés. No obstante, la
experiencia emocional no surge de la actividad del córtex, sino del feedback propioceptivo de
la expresión facial de la emoción. Así pues, la secuencia que da lugar a la emoción es la
siguiente: activación cortical -> activación subcortical -> expresión facial -> feedback
propioceptivo -> sentimiento (experiencia emocional). Según esta propuesta, si conseguimos
reproducir fielmente la expresión facial de una emoción, debemos acabar sintiendo esa
emoción. La investigación generada no ha obtenido un cuerpo sólido de hallazgos empíricos
que resulte congruente con esta hipótesis, aunque sí parece demostrado que la exageración
voluntaria de la expresión facial de una emoción aumenta la intensidad del sentimiento vivido.
La teoría diferencial de las emociones de Carrol E. Izard
También Izard (1971) afirma que la respuesta facial constituye el correlato emocional por
excelencia y que la principal función de la emoción radica en su poder motivacional. Según
este autor, existen diez emociones básicas: alegría, tristeza, miedo, rabia, sorpresa, interés,
asco, culpa, desprecio y vergüenza. Cada una de ellas posee una cualidad subjetiva propia que
se corresponde con un patrón único de expresión facial. Desde una postura cercana a la de
Tomkins, Izard postula que cada emoción básica conlleva una tasa particular de descarga
neuronal y un patrón comportamental específico. El resto de emociones (las “secundarias”)
resultan de la combinación de las emociones fundamentales (p.e., el odio es una combinación
de rabia, asco y desprecio; el amor, de alegría e interés, etc.).
Otros modelos: factores comunes
Podríamos mencionar aún la teoría de Plutchik, y su formulación de las emociones como
reacciones adaptativas prototípicas, o las aportaciones de Ekman y Friesen, entre las que
destaca, en la vertiente metodológica, su propuesta de codificación de la expresión facial de la
emoción. Aunque aquí no profundicemos en ellas, creemos oportuno exponer los principios
que comparten estos enfoques evolucionistas, que podrían sintetizarse en los siguientes: a) las
emociones surgen desde una base biológico-adaptativa y son modificables a través del
aprendizaje social; b) la percepción de un estímulo emocionalmente elicitante produce una
actividad en determinadas estructuras neurales; c) dicha actividad genera la experiencia
emocional, la conducta emocional expresiva y los correlatos fisiológicos típicos de la emoción;
d) El patrón de actividad neural, el patrón comportamental, el fisiológico y la experiencia
subjetiva, son específicos para cada emoción básica, existiendo un número limitado de ellas; y

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e) Se da un circuito de retroalimentación entre la acción motora expresiva y la experiencia
emocional, de modo que la primera influye sobre la la segunda.
Sobre la universalidad de la expresión facial de las emociones básicas
Según Paul Ekman las emociones “básicas” merecen este calificativo debido a tres motivos
fundamentales: 1) porque existe un número limitado de ellas; 2) porque han sido seleccionadas
por la evolución debido a su valor adaptativo; y 3) porque pueden combinarse para formar
emociones complejas (Ekman, 1999). Para Ekman, las emociones básicas tienen un valor
comunicador universal: todos los miembros de nuestra especie interpretan su expresión de
forma similar, independientemente del contexto y las variables socioculturales (véase la Figura
3). Permiten, de este modo, informar a nuestros congéneres acerca de los estados afectivos que
experimentamos, sobre los antecedentes que han desencadenado la emoción y las acciones
potenciales que ésta puede desencadenar. En esta función comunicativa radica el valor
evolutivo de las emociones básicas, cuya expresión resulta decisiva para el desarrollo y la
regulación de las relaciones interpersonales. Ekman intenta resolver el desacuerdo en torno a
cuáles son dichas emociones con la propuesta de una serie de requisitos que debe cumplir
cualquier estado afectivo para poder ser categorizado como “emoción básica”: a) deben
acompañarse de signos característicos (expresiones faciales) y de una respuesta fisiológica
específica; b) conllevan una valoración automática; c) se originan en acontecimientos
desencadenantes universales; d) se manifiestan también en otros primates; e) presentan un
inicio rápido; f) su duración es breve; y, finalmente, g) se asocian a pensamientos y a
experiencias característicos (Ekman, 1999).

Figura 3.Según las teorías evolucionistas, la expresión y el reconocimiento de las expresiones emocionales
básicas responden a pautas universales. En la imagen aparecen expresiones faciales de seis emociones básicas
(alegría/felicidad, tristeza, sorpresa, ira, repugnancia y miedo) que son comunes a las diversas clasificaciones
propuestas (la fotografía de la izquierda muestra una expresión facial “emocionalmente neutra”). Desde la
perspectiva de las emociones básicas se defiende que cualquier ser humano, de forma innata, es capaz de
reconocer con acierto dichas expresiones, aún sin saber nada del contexto o la situación -nótese que las imágenes
carecen de información contextual.

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Para estudiar la expresión facial de las emociones se utilizan, entre otros métodos, sistemas de
codificación que informan sobre la configuración característica de los distintos grupos
musculares de la cara, según una taxonomía de unidades de acción. Uno de los más conocidos
es el llamado Facial Action Coding System (FACS), actualmente en su segunda versión (FACS
2.0, Ekman et al., 2002). Frente a la postura universalista, típica de las aproximaciones
evolucionistas en psicología de la emoción, han surgido una serie de propuestas que consideran
la importancia del contexto en la interpretación de las expresiones faciales y que destacan su
función instrumental. Entre ellas, el modelo de la mínima universalidad postula que, aunque
podamos inferir estados afectivos a partir de la expresión facial y vocal -que con frecuencia,
covarian-, en ciertas ocasiones el emisor puede utilizar en beneficio propio su expresión
emocional (sea o no de forma intencional), que deviene entonces un proceso controlado y
desligado de su supuesto contenido afectivo. Según esta perspectiva, el receptor interpreta la
expresión emocional en función del contexto en que ésta se produce, siendo variables
determinantes en dicha interpretación, tanto el género del receptor (y la concordancia con el del
emisor) como el propio estado afectivo, entre otras (Russell, Bachorowski y Fernández-Dols,
2003).
¿Son “expresiones” “emocionales”, las expresiones emocionales?: la perspectiva de la
Ecología del Comportamiento
Pese al valor incuestionable del estudio seminal de Darwin (1872) en torno a las expresiones
emocionales, sabemos hoy que algunos de sus argumentos se fundamentan en mecanismos de
herencia lamarckiana, en presiones selectivas de grupo y en la consideración de dichas
expresiones como vestigios evolutivos, lo que motivado que se considere una aproximación
obsoleta. Desde la versión contemporánea de la teoría de la evolución, el estudio de la
expresión facial de la emoción parte de los mecanismos evolutivos neodarwinistas -mutaciones
azarosas y selección natural-, y de una perspectiva funcionalista, que destaca su poder
adaptativo y su servicio a los intereses del individuo. De hecho, el estudio contemporáneo de la
expresión facial de la emoción empieza en los años 60, cuando aparecen los modelos de las
emociones básicas, que, como hemos visto, asumen una relación directa entre emoción y
expresión emocional, y la coincidencia entre el mensaje codificado por el emisor y el
decodificado de forma quasirefleja por el receptor (independientemente del contexto). Pese al
fuerte impacto de esta perspectiva en el ámbito de las ciencias del comportamiento, en las
últimas décadas ha tenido lugar un punto de inflexión en el estudio contemporáneo de la
expresión no verbal ligada a los procesos afectivos (Fridlund, 1994). Desde este giro
conceptual, que atiende en mayor medida a los datos antropológicos y etológicos, se considera
que la premisa “las expresiones emocionales expresan una emoción” constituye una tautología
todavía pendiente de reformulación y contrastación empírica, por lo que los autores adscritos a
esta nueva perspectiva evitan hablar de “expresiones emocionales”. Desde este punto de vista,
de los resultados obtenidos hasta ahora no se deducen suficientes argumentos para poder
asegurar ni que las conductas faciales “expresen” -en el sentido de que constituyan un código
unívoco dirigido a un receptor-, ni que lo que transmiten sea información sobre las emociones
del supuesto emisor. Las evidencias que demuestran que ciertas emociones se acompañan de
una amplia variedad de conductas faciales (por ejemplo, se han identificado 65 patrones
faciales distintos asociados a la ira) o de que ciertas “expresiones” pueden dar lugar a

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interpretaciones muy diversas (p.e., la sonrisa), ponen de manifiesto que, si bien resulta
plausible que exista una relación entre experiencia emocional y conducta facial, este vínculo
dista mucho de ser tan simple como se afirma desde la perspectiva de las emociones básicas.
Si, además, tenemos en cuenta que se dan distintos tipos de conductas faciales (fingidas,
intencionales, espontáneas, epifenoménicas...), que el contexto y el receptor influyen
notablemente sobre el patrón expresivo del emisor, que la decodificación automática de la
expresión facial se complementa con una compleja interpretación cognitiva, que los
estereotipos culturales, las normas sociales y otras variables educacionales influyen tanto en la
conducta facial como en su interpretación, que se han identificado disociaciones parciales en
las conductas faciales que se relacionan con diversas emociones (p.e., la risa), que algunas de
dichas conductas se relacionan con al menos dos sistemas cerebrales distintos, muy lejanos en
términos filogenéticos, que los patrones motores faciales parecen más relacionados con la
intención y la preparación para la acción del “emisor” que con su estado emocional, etc., no
parece prudente seguir defendiendo a ultranza que las emociones básicas se limitan a un
pequeño número, y que, a cada una, le corresponde un patrón universal de signos faciales cuya
función primordial es la comunicación inespecífica con los demás. Ante este vasto panorama
de resultados incongruentes con las hipótesis al uso, surge como alternativa la llamada
Ecología del Comportamiento, que propugna una aproximación fundamentada empíricamente a
este ámbito de estudio, la incorporación de metodologías más “ecológicas” (p.e., sustituir las
imágenes estáticas normalmente utilizadas por secuencias que permitan evaluar la dinámica de
la conducta facial) y el análisis de la influencia de un amplio abanico de variables contextuales
(Russell, Bachorowski y Fernández-Dols, 2003). Desde nuestro punto de vista, resulta plausible
que los patrones faciales hayan surgido, más que como formas inespecíficas de comunicación,
como tácticas público-dependientes, cuya función primordial radique en influir en la conducta
del destinatario de manera que de ello se derive algún tipo de beneficio para el emisor.
LA TRADICIÓN COGNITIVISTA
También William James puede considerarse el primer referente de esta tradición. En este
marco, la principal contribución de James fue la de promover el cambio de una aproximación
de contenidos –típica de la tradición estructuralista- a la aproximación de procesos que hoy
vuelve a reivindicarse. Aún así, cabe no olvidar que la propuesta de James enfatiza las
relaciones entre la vivencia emocional consciente y la activación fisiológica periférica, un
énfasis que ha inspirado a los modelos que se centran en el análisis del rol del feedback
visceral, somático o facial, en el origen de la experiencia emocional. Sin embargo, otros
autores han encontrado en James el germen conceptual que les ha llevado a interesarse por el
estudio de dicha experiencia y por el de la dimensión cognitiva de la emoción. Dado que James
ha dado origen a dos legados tan contrapuestos, no debe extrañarnos que también se basen en
su doctrina las inevitables alternativas sintéticas. Entre ellas, destaca la ya mencionada teoría
bifactorial, cuyo primer esbozo debemos a Schachter y Singer (1962).
Los modelos de la tradición bifactorial
La aparición de esta tradición teórica se debe, al menos en parte, al fracaso de los modelos
unidimensionales basados en el concepto de arousal o activación inespecíficos. De hecho, la
teoría bifactorial parece solucionar la cuestión de la inespecifidad de la activación sugiriendo la

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necesidad de una segunda etapa, que determinaría la “cualidad” de la emoción a partir de una
valoración cognitiva de dicha activación en su contexto. Es esta dimensión cualitativa (o
epicrítica) la que hace posible la experiencia emocional. La cognición determina la emoción,
aunque la activación somática siga siendo necesaria.
Schachter (1964): El modelo bifactorial por antonomasia
Con la teoría de Schachter (1964) se inaugura la tradición bifactorial, basada en investigaciones
entre las que destaca la llevada a cabo por Schachter y Singer en 1962. Normalmente, una
emoción se genera a partir de la valoración (appraisal) –que aporta la cualidad a la emoción- y
de una activación fisiológica –responsable de la dimensión intensiva. Cuando se da una
activación para la cual no se dispone, en primera instancia, de una cognición explicativa,
buscamos una interpretación de la activación sentida. La emoción finalmente evocada depende
de la evaluación de dicha activación, es decir, depende de un proceso cognitivo que la valora y
etiqueta. En síntesis, los postulados fundamentales de esta teoría son los siguientes:
I. Dado un estado de activación para el cual no disponemos de explicación inmediata, lo
etiquetamos y describimos nuestros sentimientos en términos de las cogniciones disponibles.
Así pues, el mismo estado de activación fisiológica puede etiquetarse como “alegría”, “furia” u
otra emoción, según sea la valoración cognitiva de la situación.
II. Dado un estado de activación fisiológica para el cual disponemos de una explicación
apropiada, no surgen necesidades valorativas, por lo que es improbable que etiquetemos
nuestros sentimientos a partir de las cogniciones alternativas disponibles.
III. Dadas las mismas circunstancias cognitivas, reaccionamos emocionalmente -o
informamos de sentimientos- sólo en la medida en que experimentamos un estado de
activación fisiológica.
Esta perspectiva se ha interpretado como un intento de superación de la vetusta polémica
James-Cannon, ya que se aceptan tanto los factores periféricos (arousal), como los centrales
(appraisal). Sin embargo, el escaso apoyo empírico obtenido ha motivado que la teoría de
Schachter no haya cuajado como modelo explicativo, lo que ha dado lugar a sucesivas
revisiones desde la propia tradición bifactorial (Berscheid y Walster, 1974), y a múltiples
críticas y alternativas teóricas surgidas fuera de él (Arnold, 1960; Lazarus, 1966; Maslach,
1979; Scherer, 1984; Frijda, 1986; etc). Actualmente, abundan las teorías de la emoción
basadas en la valoración cognitiva, que pueden considerarse sucesoras de la teoría de Schachter
y que, por tanto, hunden sus raíces conceptuales en la tradición bifactorial.
Los modelos centrados en la valoración cognitiva (appraisal)
La investigación sobre los estados afectivos ha contribuido a poner en evidencia la dimensión
cognitiva de las emociones humanas. Para las teorías del appraisal, la emoción depende
fundamentalmente de cómo se valora la activación inexplicada.
Magda Arnold, la pionera
El modelo pionero –y una de las teorías que más han influido en el ulterior desarrollo de la
psicología de la emoción-, es la aproximación de Arnold (1960). Según esta autora, primero se
da una valoración intuitiva e involuntaria que califica los estímulos, percibidos o imaginados,
como positivos o negativos. Dicha valoración tiene un componente motivacional, dado que

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puede inducir una tendencia a la acción (y los ajustes fisiológicos necesarios) que, si resulta
suficientemente intensa, genera el fenómeno emocional. El sentimiento, entendido como
experiencia consciente, surge en cambio de la valoración del estímulo previamente percibido,
así como de la activación fisiológica experimentada. Arnold también estudió las bases
neurofisiológicas de la emoción, analizando su congruencia con el modelo propuesto.
Richard Lazarus: valoraciones, revaloraciones y capacidad de afrontamiento
Puede considerarse a Richard Lazarus el genuino sucesor de Magda Arnold, que amplia y
consolida el concepto de valoración cognitiva. Lazarus (1984, 1991) defiende que, en lugar de
darse la valoración genérica bipolar (bueno/malo) propuesta por Arnold, se da una valoración
primaria que ya en sí es específica. Según sea la valoración, será la emoción. Así pues,
evaluaciones de amenaza conducen a emociones de miedo, evaluaciones de injustícia a
emociones de rabia, evaluaciones de curiosidad a emociones de interés, etc. Cada emoción
implica un tipo concreto de valoración, una tendencia específica a la acción (poder
motivacional) y una expresión particular. El número posible de evaluaciones –y, por tanto, de
emociones- depende del conocimiento emocional del individuo y es, en consecuencia,
específico de cada uno. Del mismo modo, cambia también la forma de actuar de cada sujeto, su
manera de enfrentarse al entorno. Lazarus analiza estas estrategias de afrontamiento (coping),
sugiriendo que existen dos grandes modos de afrontar una situación determinada: a través de la
acción directa –y, entonces, la valoración cognitiva del éxito o fracaso de dicha acción
determina nuestra experiencia emocional-, y a través de un proceso de revaloración
(reappraisal), a nivel puramente cognitivo –podemos reevaluar una determinada situación, por
ejemplo centrándonos más en sus aspectos positivos-, lo que repercute en nuestra capacidad de
afrontamiento y, por ende, también en la vivencia emocional subsiguiente. De la formulación
de Lazarus, destaca su dimensión aplicada, especialmente en el ámbito de la psicología clínica
y de la salud, una aplicación que se basa precisamente en que toda emoción se genera a partir
de valoraciones previas, lo que abre la posibilidad a que el terapeuta intervenga, bien para
paliar la posible irracionalidad de dichas valoraciones, bien para dotar al individuo (o al grupo)
de habilidades que incrementen su potencial de afrontamiento, con el consiguiente efecto sobre
las revaloraciones y, en definitiva, sobre la capacidad real de afrontar con éxito la situación y
aliviar así la experiencia y las reacciones disfuncionales.
En los últimos años, influído por los estudios que proponen una relación de interdependencia
entre valoración y emoción, Lazarus ha relativizado su postura, antes paradigma de los
modelos que defendían a ultranza la primacía de la cognición. Aunque, pese a reconocer que
son plausibles otras formas de entender la génesis emocional, su propuesta sigue girando en
torno a las distintas valoraciones que originan la emoción, dado que considera que es ésta una
perspectiva con elevado valor heurístico y notable utilidad práctica. Recientemente (Lazarus,
2001), en su propuesta de los “núcleos temáticos” relacionados con las emociones, sugiere una
aproximación molecular a los procesos de valoración. Dichos procesos evalúan una serie de
componentes y subcomponentes, algunos de los cuáles se relacionan con la “valoración
primaria” (relevancia de los objetivos, facilitación de los objetivos e implicación del yo –que se
refiere a la congruencia de una valoración específica con las creencias, actitudes, compromisos
y metas de cada individuo), mientras otros se relacionan con la “valoración secundaria” (agente
responsable, potencial de afrontamiento y expectativas futuras). Esta aproximación molecular

20
constituye un nivel de análisis elemental que da paso a un nivel de análisis superior, el cual, a
partir de una valoración más general (molar), genera un “núcleo temático”, característico de
cada emoción. Así pues, los núcleos temáticos constituyen “significados” globales con un
componente motivacional y relacional, por lo que este tipo de cogniciones valorativas posee ya
un claro carácter afectivo, a diferencia de otros tipos de valoración (véase la Tabla 1).

N ÚCLEO TEMÁTICO (producto de la valoración molar) E MOCIÓN


Transgresión de una norma moral propia Culpa
Pérdida irremediable Tristeza
Cercanía de algo desagradable Repugnancia
Progreso hacia la consecución de una meta Alegría
Ofensa contra lo propio Ira
Puesta en evidencia pública de un defecto propio Vergüenza

Tabla 1.Ejemplos de “núcleos temáticos” y de las respectivas emociones con las que se relacionarían (Lazarus,
2001).

El constructivismo de Mandler: de los esquemas inconscientes a la conciencia emocional


George Mandler (1990) concibe la emoción inmersa en el vasto contexto de la mente. En un
principio, la postura de Mandler se enmarca en la tradición bifactorial, pero, paulatinamente, va
otorgando más importancia a la cognición, sobre todo a la valoración que sigue a los estímulos
que no encajan en nuestros esquemas. Según Mandler, los aspectos fundamentales de la
experiencia emocional son los siguientes:
I. La activación o arousal, que determina la dimensión intensiva de la emoción y se
produce cuando aparece una discrepancia en la percepción, la acción o el pensamiento, es
decir, cuando lo sucedido no encaja en los esquemas del individuo, a menudo inconscientes.
No obstante, la discrepancia no es la única fuente de arousal: también puede deberse al
esfuerzo mental, al ejercicio físico, a la ingesta de drogas estimulantes, etc.
II. El análisis del significado o valoración cognitiva (appraisal), que aporta la cualidad de
la emoción. La experiencia emocional se origina en una interacción recíproca entre arousal y
appraisal: el análisis del significado puede también modificar la activación vegetativa, lo que
induce un cambio en la vivencia emocional a partir del cambio en la percepción del arousal.
III. La conciencia, que hace finalmente posible la experiencia emocional. Una vez
finalizada la valoración cognitiva se dan una serie de outputs hacia la conciencia y hacia los
programas de acción. Para Mandler, la conciencia es necesaria para que, a partir del arousal y
la interpretación cognitiva (y de su interacción recíproca), se dé la experiencia emocional.
Mandler intenta demostrar las importantes implicaciones que tiene la noción de esquema en la
construcción de las emociones (Mandler, 1975, 1990). Los esquemas forman nuestro
conocimiento del mundoy dan lugar a nuestras expectativas ante una situación específica. Los
acontecimientos discrepantes de los esquemas disponibles, o que interrumpen la actividad
cognitiva en curso, capturan el foco de nuestra conciencia en aras a facilitar la resolución del

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problema. Sin embargo, si la resolución no tiene éxito, se produce una activación vegetativa
cuya intensidad es proporcional al grado de interrupción e incongruencia no resuelta.
Esta propuesta, enmarcada en la tradición constructivista, alcanza una notable complejidad en
la medida en que concibe una continua retroalimentación entre las distintas etapas que
conducen a la experiencia emocional consciente. Así, a la percepción estimular le sucede una
valoración cognitiva que implica una determinada interpretación del arousal, lo que se traduce
en una experiencia emocional que, a su vez, es nuevamente evaluada, modificando la
valoración cognitiva original, y así sucesivamente...
El modelo bioinformacional de Lang
La propuesta de Peter J. Lang (Lang, 1979, 1988) constituye una de las aproximaciones más
exhaustivas al estudio psicológico de la emoción. Su modelo vincula la psicología básica de la
emoción –desde el punto de vista del procesamiento de la información-, la psicofisiología y la
psicología clínica de orientación cognitivo-conductual. Lang investiga la imaginería
emocional, sosteniendo que las imágenes emocionales vienen codificadas de forma
proposicional. Según este autor, la estructura proposicional de la imagen emocional determina
la activación fisiológica asociada a ella. Las instrucciones dadas por el experimentador, o por el
clínico, para evocar la imagen emocional, pueden referirse a proposiciones de estímulo –
describiendo, por ejemplo, un estímulo fóbico- o a proposiciones de respuesta –describiendo la
respuesta cognitiva, motora y fisiológica del sujeto. Según Lang, las proposiciones de respuesta
producen una mayor activación psicofisiológica, lo que se traduce en un cambio más acentuado
en variables como la tasa cardíaca, la tasa respiratoria, la conductancia eléctrica de la piel, etc.
Según la evidencia experimental, también la experiencia emocional ante escenas fóbicas es
más intensa cuando se utilizan proposiciones de respuesta que cuando se utilizan proposiciones
de estímulo. Lang sostiene, además, que los sujetos que manifiestan más reactividad fisiológica
y mayor intensidad de experiencia emocional ante de las imágenes, obtienen normalmente un
mayor éxito terapéutico. Según Lang et al.(1993), la emoción es un tipo de acción que, cuando
se activa, se procesa como un programa motor y, al mismo tiempo, como un programa
conceptual. La información emocional es proposicional y se organiza en redes asociativas
mnésicas. Cuando se activa un número determinado de proposiciones de estas redes, se
produce un procesamiento de la red en su totalidad. Esta activación no se produce
exclusivamente en presencia del estímulo real, sino que puede darse a partir de fotografías,
dibujos o, aún mejor, a partir de las descripciones del experimentador, sobre todo si se trata de
proposiciones de respuesta. De estas afirmaciones, se derivan connotaciones importantes para
la psicología clínica -por ejemplo, para la intervención en trastornos fóbicos mediante técnicas
de exposición en imaginación. Desafortunadamente, pese a que la evidencia experimental
confirma que se da más activación fisiológica cuando se utilizan proposiciones de respuesta,
los resultados no son congruentes con la segunda parte de la hipótesis. Así pues, de momento
no hay indicios sólidos que induzcan a pensar que una mayor activación fisiológica suponga
una mayor efectividad del tratamiento.
El énfasis en la experiencia emocional: Frijda y Barret
El objeto de estudio de la psicología de la emoción ha sufrido diversos cambios desde el siglo
XIX hasta nuestros días. En el siglo pasado, la joven psicología tenía por objetivo básico el

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estudio de la conciencia humana. Así pues, no debe extrañarnos que la teoría de James-Lange
sea, esencialmente, una teoría de la experiencia emocional (entendida como vivencia
consciente o sentimiento). La posterior irrupción del conductismo hizo posible un giro radical,
de forma que, a mediados del siglo XX, lo que importaba era la conducta emocional que podía
observarse, bien directamente, bien a partir de registros electrofisiológicos. De la teoría de
James-Lange se aprovechó sólo lo que iba de acorde con el espíritu del momento, es decir, la
parte que hacía referencia a las reacciones viscerales y a la activación vegetativa, dejando de
lado todo lo referente a la experiencia emocional –es decir, la parte más esencial (pero menos
objetivable) de la teoría. Con la aparición y la ulterior consolidación del cognitivismo basado
en la metáfora del ordenador, poco iban a cambiar las cosas para la psicología de la emoción.
Sin embargo, superado ese primer escollo del cognitivismo “frío”, se estableció una corriente
de retorno al estudio de la experiencia emocional. Esta reacción resulta especialmente patente
en la psicología norteamericana de los últimos tres decenios, aunque bien es cierto que la
vuelta al estudio de la dimensión fenoménica de la emoción se ha hecho desde el rigor de una
metodología experimental basada en el conductismo metodológico. De este modo, aunque se
recurre con frecuencia al autoinforme, o incluso a la introspección, se considera que estos
métodos son sólo índices de experiencia emocional, procurando tener siempre presentes las
limitaciones inherentes a las metodologías de esta índole. Sólo en los últimos años se ha
empezado a superar la fé ciega en el empirismo -que no en la necesidad de contrastación
empírica, que es algo muy distinto-, no sin una demora importante, si tenemos en cuenta que
Carnap, Russell o Quine, por citar tres ejemplos relevantes, ya habían reconocido sus
limitaciones en la primera mitad del siglo XX. Las aproximaciones que han recuperado el
interés por la fenomenología del sentimiento, es decir, por la comprensión de la emergencia de
la experiencia emocional más allá de la explicación de sus causas, reconocen su deuda con el
naturalismo biológico de Searle (2004), que denuncia el error materialista/empirista de
confundir la evidencia sobre un determinado objeto de estudio con el objeto en sí, o, dicho de
otro modo, de reducir el análisis de la experiencia emocional al de las causas que la provocan
(Barrett et al., 2007). Entre los nuevos modelos de la experiencia emocional, destacan por su
repercusión los formulados por Frijda (2005) y Barret (2006). La idea central que subyace a
estas propuestas es que la representación mental de la emoción en un contexto o situación
específicos es un flujo de conciencia que cambia contínuamente según la evolución del afecto
esencial (dimensión agradable-desagradable) y su interacción y mútua determinación con las
valoraciones realizadas. El cerebro integra y procesa contínuamente información sensorial del
mundo que nos rodea, sensaciones somatoviscerales de nuestro propio cuerpo y el
conocimiento que, a través de la experiencia, hemos acumulado acerca de los objetos y
situaciones. Este procesamiento produce un estado afectivo (un afecto esencial) ligado al
significado de una situación particular, así como una disposición para actuar de una
determinada manera. De este modo, el sentimiento de los afectos esenciales y las
interpretaciones de la situación psicológica son muy probablemente categorizados y
experimentados como un sólo percepto, sobre el que se construye una representación de la
emoción que, de darse una situación que reúna las mismas condiciones, puede reaparecer.
Desde este punto de vista, una experiencia emocional es una estructura conceptual almacenada
en la memoria que incluye las condiciones perceptivas, las cogniciones, las acciones y el afecto

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esencial propios de una situación determinada. Cuando, en el futuro, se vive una situación
similar, resurge la conceptualización emocional almacenada a partir de una especie de
“simulación” cognitiva que evoca las condiciones pasadas, para luego interactuar con el
percepto afectivosituacional correspondiente a la situación actual. De esta interacción entre la
categoría almacenada y el percepto presente emerge finalmente la experiencia emocional. Cabe
precisar que, según Barrett (2006), las categorías emocionales instauradas a partir de nuestro
conocimiento del mundo (social, cultural, etc.) constriñen la categorización perceptiva
emergente de una situación particular, de forma que, en la representación resultante, el afecto
esencial se vincula de forma prioritaria a las concepciones situacionales, lo que conlleva la
transformación del afecto en un estado intencional a partir de las atribuciones sobre la causa
que lo ha elicitado. La experiencia resultante es una gestalt emergente que se corresponde con
la noción coloquial de “sentir una emoción”. Según estos modelos, el punto de vista según el
cual una experiencia emocional es un estado mental cuyo contenido es a la vez afectivo
(agradable-desagradable) y conceptual (la interpretación de nuestra relación con el mundo que
nos rodea), resulta congruente con propuestas recientes sobre la neurobiología de la conciencia.
Más concretamente, con las que la relacionan con asambleas neuronales con un patrón de
actividad neural sincronizado.
Las aproximaciones dimensionales
Numerosos autores han intentado llevar cabo una tipología de las emociones a partir, sobre
todo, de las manifestaciones conductuales y de los autoinformes de grupos de individuos -las
manifestaciones fisiológicas de las emociones son a menudo inespecíficas y, de momento, poco
útiles para distinguir una emoción de otra. Una vez más, cabe remontarse a James para intentar
aclarar la posibilidad (y la utilidad) de tales taxonomías de las emociones. Según James, es
absurdo cualquier intento de llevarlas a cabo, ya que el número de emociones distintas que
puede hallar cada investigador depende de la riqueza de su vocabulario introspectivo y del
entorno sociocultural en el que ha crecido. William James prosigue: "Si quisiéramos entonces
separar las emociones, ya enumeradas en grupos, de acuerdo con sus afinidades, vuelve a ser
evidente que serían posibles agrupamientos de todo tipo, según como hayamos escogido ésta o
aquella característica como básica, y que todos los agrupamientos serían igualmente reales y
verdaderos" (James, 1890/1989, p 943). Así pues, para James, resulta posible cualquier
clasificación de las emociones, sin que ninguna sea del todo válida desde el punto de vista
científico. La cuestión, al fin y al cabo, se reduce a un problema del lenguaje ordinario
ampliamente tratado por el neopositivismo: no podemos esperar que a cada palabra que
designa una emoción corresponda una emoción psicológicamente diferenciada, ni que cada
emoción posea siempre una “etiqueta” lingüística (¿cuántas veces no habremos sentido algo
imposible de expresar en palabras?). Algunos autores han intentado salvar este escollo,
recurriendo a una determinación empírica basada en la información suministrada por un grupo
suficientemente numeroso de individuos con similar competencia lingüística. Una vez obtenida
la lista de términos que designan emociones, se procede a clasificarlos. Para ello se siguen
básicamente dos métodos distintos: a) la clasificación en función de dimensiones descriptivas
generales b) la clasificación basada en su agrupación en clusters o categorías. Dado que aquí
sólo nos interesa la primera de las opciones, que constituye el principio de los modelos
dimensionales de la emoción, debemos puntualizar que el primer gran antecedente de esta

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alternativa lo encontramos ya en la obra de Wundt. Según el ilustre psicólogo de Leipzig, las
emociones pueden clasificarse a partir de tres dimensiones: placer-displacer, excitación-
tranquilidad y tensión-relajación. El principal inconveniente del sistema dimensional de
Wundt radica en el hecho de que su propuesta no se basa en dimensiones determinadas
empíricamente: de hecho, Wundt propuso esas tres dimensiones de forma arbitraria, a partir de
su criterio personal. Las tentativas empíricas que mencionábamos han subsanado este
obstáculo, aunque los modelos dimensionales a que han dado lugar difieren notablemente. No
obstante, llama la atención el hecho de que suelen coincidir en la propuesta de las dimensiones
placer-displacer y activación-relajación. Según los modelos que se basan en estas dos
dimensiones, las emociones pueden clasificarse según sea el nivel de activación con el que
cursan y la vivencia que informa el sujeto en la dimensión agradable-desagradable. Los
resultados obtenidos indican que, de estos dos criterios de clasificación dimensional, el de la
valencia hedónica (agradable-desagradable) resulta primordial. Sin embargo, la discriminación
entre las distintas emociones a partir de este espacio bidimensional es limitado, por lo que, con
frecuencia, es preciso contar con dimensiones adicionales.
Mas allá del afán taxonómico, es interesante preguntarse si en realidad percibimos las
emociones directamente o, en cambio, percibimos en primera instancia sus dimensiones -y sólo
a partir de una integración cognitiva ulterior experimentamos las emociones categoriales.
Aunque la respuesta no está clara, numerosos autores defienden que, sea en primera o en
última instancia, integramos de algún modo tales dimensiones: ¿cómo puede explicarse sino
que “sintamos” que algunas emociones (p.e., miedo y sorpresa) se parecen más entre sí que
otras (p.e., alegría y asco)? Desde este punto de vista, las emociones no serían categorías
discretas, sino un continuo de valores en un espacio multidimensional, de forma que a cada
experiencia emocional le corresponderían unas determinadas coordenadas. Recientemente, a
raíz del impacto del concepto de valoración (appraisal) y de su supuesta relación antecedente
con la emoción, se ha sugerido que las emociones se generan a partir de la combinación de
distintas categorías de valoración (dimensiones categoriales de appraisal) (Frijda, 1986, Smith
y Lazarus, 1990; Weiner, 1992). Ejemplos de este tipo de dimensiones son: responsabilidad
interna-externa, controlabilidad-incontrolabilidad, intencionalidad-no intencionalidad, etc.
Otros modelos, entre los que destaca el de Scherer (1984, 2005), han optado por proponer
diversos niveles de valoración que se distribuyen de forma contínua (no de forma categorial),
de modo que, en el espacio multidimensional definido por los distintos niveles de valoración,
cada punto representa una emoción genuinamente distinta.
La emoción como proceso: interacciones en el dominio del tiempo
Los modelos anteriores, dejando de lado su perspectiva “cognitivista clásica”, comparten una
misma carencia: son fundamentalmente “estructurales, “descriptivos” y “elementalistas”. Y lo
son en el sentido de que se centran, por una parte, en el análisis de los elementos intervinientes,
de los componentes causales, de las dimensiones o de los estadíos antecedentes de los estados
afectivos, y, por otra, en el establecimiento de cuál es su jerarquía y qué lugar ocupa cada uno
en la secuencia discreta que conduce a la emoción. Dicho de otro modo, se esfuerzan por
desentrañar lo que podríamos llamar la arquitectura funcional de las relaciones elementales de
la valoración (en tanto que principal antecedente de la emoción). De estas propuestas, sólo unas
pocas empiezan a entrever la necesidad de concebir la emoción como un proceso strictus

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sensu, y son todavía menos las que, aún planteándose explícitamente este objetivo, logran
desarrollar su modelo eludiendo los lastres del lenguaje, de las ideas primordiales y de los
“prejuicios” característicos del cognitivismo inspirado en el procesamiento de la información.
Esta incongruencia entre el objetivo de partida y el resultado final de tales aproximaciones
puede confundir fácilmente a quién pretenda abordar su estudio. Es por ello que consideramos
necesario recordar la oportuna distinción que establecen Palmero y Fernández-Abascal (1998) -
véase también Fernández-Abascal y Palmero (1995)-, entre las perspectivas que se centran en
el estudio de los contenidos del proceso emocional y las que realmente incorporan la dimensión
de continuidad temporal y dinamismo. Los modelos vistos hasta aquí, se inscriben, a lo sumo,
en la primera de las categorías, mientras que los genuinos modelos del proceso emocional,
algunos de los cuáles veremos en este apartado, pertenecen más bien a la segunda. Sólo estos
últimos, adoptando el lenguaje apropiado y la necesaria renovación epistemológica y
metateórica, logran imbricar en un continuo temporal los diversos factores o componentes de la
emoción y las interdependencias que los definen. Desde nuestro punto de vista, el futuro de la
psicología de la emoción pasa por este giro epistemológico, es decir, por las propuestas que,
tomando como referentes las de Freeman (2000), Colombetti (2003), Lewis (2005) o Scherer
(2005), sepan articular los eventos propuestos en el dominio del tiempo. Así pues, la ciencia
afectiva del siglo XXI vuelve a pasar por James.
El modelo de Leventhal: la propuesta de una valoración multinivel
Howard Leventhal (1984) formuló el que se denominó modelo perceptivo-motor de la
emoción. Su propuesta, que parte del trasfondo conceptual propio del procesamiento de la
información, considera que la emoción se encuentra muy ligada a los sistemas semánticos,
informándonos del significado afectivo de ciertas percepciones y cogniciones, y de los estados
internos momentáneos generados por la estimulación ambiental. Leventhal sostiene que cada
emoción se forma a partir de múltiples componentes y que surge de una serie de procesos que
ocurren en diversos niveles. Se trata, pues, de una de las primeras formulaciones que
contempla un sistema de procesamiento multicomponente en la génesis de la emoción, un
sistema de procesamiento que se organiza de forma jerárquica en función de la elaboración de
la información generada por la experiencia. En el nivel inferior de dicha jerarquía se hallan una
serie de programas neuromotores innatos que se activan automáticamente ante determinados
estímulos y que dan lugar a las llamadas emociones básicas, caracterizadas por un patrón
específico de expresión facial, una reacción fisiológica determinada y un sentimiento concreto.
Con la información que nos procura la experiencia, dichos programas neuromotores pueden ser
controlados desde un nivel superior, al que Leventhal llama “esquemático”, que es fruto de la
propia historia de condicionamientos y que da lugar a esquemas mnésicos sincréticos (que
incorporan tanto el contexto estimular que pone en marcha el programa neuromotor como las
respuestas y la experiencia emocionales), reactivándose rápidamente ante la presencia de los
estímulos condicionados. Así pues, las emociones “automàticas” suscitadas por esta vía pueden
considerarse, como las del nivel inferior, “prototípicas” (de ahí que las califique de
“esquemas”). Finalmente, el nivel jerárquico superior corresponde a un sistema de
representaciones abstractas, proposicionales y autoreflexivas al que Leventhal llama “nivel
conceptual” que es fruto del proceso de socialización y del contexto cultural, y que incluye los
criterios que van a servir al individuo para calificar un determinado evento como “emocional”,

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así como las representaciones de las reglas para responder de forma adecuada (y socialmente
aceptada) a dichas situaciones. Es en este nivel donde radica el control voluntario de la
emoción y de la conducta asociada. La relevancia de este modelo, y su valor como precursor de
tantos otros -que adoptan, en esencia, el marco conceptual de los Subsistemas Cognitivos en
Interacción (ICS) de Teasdale y Barnard (1993)-, se basa, fundamentalmente, en la propuesta
de diversos niveles de valoración, que pueden dar lugar tanto a emociones generadas por
procesos inmediatos, automáticos e inconscientes, como, en el otro extremo, a otras que se
basan en valoraciones controladas, intencionales y conscientes (Leventhal y Scherer, 1987).
El modelo de Scherer: la dinámica temporal de la valoración multidimensional
La propuesta de Scherer (2000, 2005) es probablemente la que ha logrado un mayor impacto y
una más creciente consolidación en el ámbito de los modelos del proceso emocional. No en
vano se trata de una propuesta que ha sabido conjugar la aproximación dimensional al estudio
de la emoción con la idea de diversos niveles o fases valorativas, analizando, a la vez, la
dinámica temporal de las posibles interrelaciones entre las dimensiones, los componentes
emocionales y los contínuos procesos no lineales de valoración. La propuesta conjuga potencia
analítica y elegancia sintética, contando además con el mérito de haber aproximado la
psicología de la emoción a una epistemología que constituye una promesa de futuro: la que
subyace a los sistemas complejos y al núcleo conceptual de los modelos dinámicos en su
aplicación a las ciencias del comportamiento humano. Veámosla, pues, más detenidamente.
Partiendo de los tres niveles postulados por Leventhal y Scherer (1987), éste último propone un
nuevo modelo que, desde su previa perspectiva dimensional (Scherer, 1984), define un espacio
multidimensional en el que cada sentimiento o experiencia emocional dependen del patrón de
valoración de dichas dimensiones. Esta finura analítica encaja en lo que Roseman y Smith
(2001) han llamado análisis molecular de la valoración y, a su vez, contrasta con la que
podemos considerar su contrapartida -la valoración molar-, que adopta una visión más general
y holística, y que, en lugar de centrarse en los distintos niveles de valoración asociados a las
diversas dimensiones, estudia el significado genérico –el “núcleo temático”, diría Lazarus
(1991, 2001)- que se origina en cada patrón valorativo. Por otro lado, cabe precisar que la
aproximación dimensional de Scherer considera que se da un número fijo de dimensiones que
son necesarias y suficientes para definir el espectro emocional a partir de los procesos
contínuos de valoración que, siguiendo un orden fijo, actúan sobre ellas. El orden
preestablecido de los procesos de valoración determina una secuencia de inspecciones (checks)
evaluativas que, a la postre, determinarán la emoción experimentada. Este es el punto de
partida conceptual del llamado modelo del procesamiento multinivel de inspecciones
secuenciales -una idea que se origina en el concepto previo de SEC, chequeos de evaluación
estimular (Scherer, 1984)-, que propone que el proceso de valoración consiste en una serie
contínua y recursiva de inspecciones que actúan sobre cada uno de los cinco grandes
componentes de la emoción, basados en sendos subsistemas orgánicos interrelacionados –a
menudo siguiendo dinámicas no lineales-, sincronizados e interdependientes. Dichos
componentes y sus correspondientes subsistemas neurales son: a) el cognitivo o valorativo,
relacionado con el procesamiento de la información, cuya base neural se halla en el SN
Central, b) el de la activación fisiológica, que actúa de soporte para la regulación de los
sistemas orgánicos y que se basa en gran parte en la actividad del SN Vegetativo (pero también

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en la del SN Periférico Somático y en la del Sistema Neuroendocrino), c) el de la motivación,
que se asocia al subsistema neural que prepara y dirige la acción, d) el de la expresión motora,
con una función de comunicación intencional, y e) el del sentimiento o experiencia emocional,
que se relaciona con el SNC y supone la monitorización del estado del organismo en su
interacción dialéctica con el medio y la regulación, según su cualidad, su intensidad y su
duración, del proceso de valoración. Por otro lado, Scherer (2001, 2005), analizando los
procesos de valoración, distingue cinco grandes dimensiones o “tipos de información” sobre
los que actúan dichos procesos: a) la evaluación de la relevancia del evento, que se basa
principalmente en la valoración de su novedad, b) la de su agradabilidad, con un marcado
carácter afectivo, c) la valoración de las implicaciones del evento, en función de la de sus
causas (atribución) y de sus resultados probables (expectativas), d) la evaluación del potencial
de afrontamiento (coping) para resolver favorablemente la situación, y e) la valoración de la
compatiblidad con las normas internas (código moral, deseabilidad, etc.) y con las reglas
externas (sociales, culturales, etc). Estos niveles de valoración, que ocurren en este orden,
siguen una dinámica de ciclos de revaloraciones (reappraisal) según los cambios contextuales
e internos (Scherer, 2001). Además, cualquiera de estos niveles de valoración puede interactuar
con los demás componentes de la emoción (soporte fisiológico, motivación, expresión motora
y sentimiento) –que también se interdeterminan entre sí-, lo que, a su vez, genera nuevos
procesos de valoración y nuevas interacciones, dando lugar a una compleja trama de
interdependencias en el dominio del tiempo, de la que depende la sincronización de los
subsistemas y su autorregulación.

Figura 4. Representación gráfica del modelo multicomponente y multidimensional de Scherer, dinámico y


altamente recursivo. Sobre fondo azul, aparecen los cinco componentes principales. Sobre fondo beige, las cinco
grandes dimensiones. Nótese cómo, a partir del evento elicitante, se producen, en un orden temporal concreto
(punto sombreado), una serie de valoraciones y revaloraciones para cada dimensión. Cada una repercute en las
demás y en los diversos componentes (y viceversa). Esta dinámica de interdependencias determina también las
revaloraciones que se suceden en el tiempo y, a su vez, constituye uno de los pilares de la autorregulación del
sistema.

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Desde este punto de vista, las emociones representan episodios concretos en el devenir de
dicha sincronización, que emergen fundamentalmente a partir de procesos valorativos no
lineales, los cuales, a su vez, vienen determinados por la emoción en un flujo temporal
supeditado en alto grado a las condiciones iniciales y a las variables del entorno que conforman
los demás subsistemas, que se hallan en resonancia entre ellos y con los estados emocionales
emergentes. Dadas las peculiaridades del modelo de Scherer, resulta susceptible de ser
abordado, con algunas reservas (véase Lewis, 2005), desde los modelos de la complejidad y los
sistemas dinámicos no lineales, facilitando así la explicación temporal del proceso valorativo-
emocional propuesto (para una visión sumaria del modelo, véase la Figura 4).
Emoción y cognición: una interrelación ubicua
La investigación de las últimas décadas en torno a la relación emoción-cognición ha puesto de
manifiesto la ubicuidad de los procesos emocionales, que se hallan involucrados en todos los
aspectos de la cognición y el comportamiento. Sin ninguna pretensión de exhaustividad,
creemos de especial importancia la comprensión del rol de la emoción en los procesos
perceptivos y en los mecanismos de selección atencional (Wells y Matthews, 1994, MacLeod
et al., 2002), en el razonamiento y la toma de decisiones (Forgas, 1995, Bechara, 2004) y, por
supuesto, en los procesos mnésicos (Bower y Forgas, 2000). Dada el alto grado de
consolidación alcanzado en este último ámbito, vamos a adentrarnos brevemente en el modelo
de Bower, que va a servirnos de ejemplo para ilustrar las aproximaciones teóricas que intentan
sistematizar las relaciones entre los procesos emocionales y los cognitivos.
G. H. Bower: la influencia de la emoción sobre la cognición
Gordon H. Bower se ha mostrado especialmente interesado en la investigación de las
interrelaciones (recíprocas) entre emoción y cognición, un tema que ha dado lugar a grandes
controversias en la psicología contemporánea de la emoción. La trascendencia de este debate se
materializó hace dos décadas en una publicación periódica: el año 1987 nacía la revista
Cognition and Emotion, constituyendo desde entonces un foro internacional de discusión
especializada en torno a estos tópicos. Bower se erige entonces en uno de los personajes clave
en el estudio de las relaciones entre emoción y cognición, y, muy particularmente, en el de la
influencia de los estados afectivos en los procesos mnésicos. Según Bower (1981, 1987), el
recuerdo depende de la similitud entre la situación de aprendizaje y la de evocación. Esta
premisa incluye, en los criterios de “similitud”, el del estado emocional de un sujeto. Así, un
individuo recordará mejor un evento pasado si el estado emocional que experimentaba en ese
momento es semejante al del instante del recuerdo. En otras palabras, la congruencia del estado
emocional del momento del aprendizaje y del momento de la evocación facilita la
recuperación. Este efecto emocional sobre la memoria se pone de manifiesto sobre todo cuando
el material a recordar es poco accesible y cuando la tarea de recuperación es especialmente
dificultosa. En esta línea de investigación, Bower presenta evidencias de que también se
aprende mejor o se percibe más rápido lo que resulta congruente con nuestro estado de ánimo,
extendiendo así su “hipótesis de la congruencia”. La emoción suscita, pues, un aprendizaje y
una percepción selectivos. Pero la influencia de la emoción no se limita al aprendizaje, la
percepción y la memoria: el humor influye también en la asociación libre de palabras, en la
interpretación de escenas ambiguas, en las expectativas, en la atención, en el juicio, en la toma

29
de decisiones, y, naturalmente, en la motivación (Bower y Forgas, 2000). Bower postula un
modelo teórico que pretende dar cuenta de estos efectos de la emoción sobre la cognición. En
el caso de la memoria, Bower la entiende como una serie de nódulos interconectados en una
red semántica asociativa.

Figura 5. Esquema que ilustra la red semántica asociativa postulada por Bower(Bower y Forgas, 2000). En cada
red se hallan interconectados toda una serie de nodos que representan recuerdos, aprendizajes, percepciones,
acciones, respuestas vegetativas, conductas, situaciones, motivaciones, intenciones, expresiones, etc., que
asociamos a un estado afectivo determinado. Dado que los nodos se hallan interconectados, la activación de
cualquiera de ellos hace más probable la activación de los demás y, por ende, la de toda la red. De este modo,
cuando estamos tristes debido a un suceso acaecido, por ejemplo, es más fácil que pensemos, recordemos,
atendamos, percibamos, decidamos, actuemos, soñemos, etc., con todo aquello que, para nosotros, se relaciona
semánticamente (no siempre de forma consciente) con la emoción “tristeza”.

Las emociones son también nódulos de esta red, interconectados a otros nódulos que
representan recuerdos específicos, imágenes concretas, expresiones emocionales, actividad
vegetativa, etiquetas verbales, sucesos acaecidos, estímulos o situaciones determinadas, etc.).
La activación de un grupo de nódulos, que constituye el mecanismo de la recuperación
mnésica, puede darse directamente o de forma indirecta, a partir de la activación inducida
desde otros nódulos que forman parte de la misma red. Los efectos del estado emocional sobre
la cognición en general, y sobre la memoria en particular, se explican porque todo lo que se
vive en un estado emocional determinado se liga a nódulos que representan dicho estado
afectivo. En consecuencia, la reinstauración del estado emocional activará, al menos
parcialmente, la red de la que forman parte los nódulos que lo representan, facilitando así el
recuerdo de todo lo asociado con esa emoción particular (véase la Figura 5)
Un debate espúreo: primacía del afecto vs primacía de la cognición
Zajonc (1984), que parte de una línea cercana al biologicismo, defiende la postura que se ha
dado en llamar “primacía del afecto”, según la cual, aunque la cognición puede originar la
emoción, no es siempre necesaria. Así pues, puede darse emoción sin cognición. Para Zajonc,
el sistema cognitivo y el emocional se hallan separados y son parcialmente independientes. Las

30
emociones pueden ser, de este modo, pre o postcognitivas. Lazarus (1984), en cambio, rebate
la postura anterior y defiende la idea de que la valoración o appraisal es una condición
necesaria y suficiente para que se produzca la emoción. De este modo, el modelo de Lazarus
defiende la “primacía de la cognición”, dado que la evaluación cognitiva del significado del
estímulo en su contexto (entendido éste en sentido amplio) precede al afecto.
A pesar de lo antagónico de los planteamientos de Zajonc y Lazarus, encontramos, en sus
formulaciones un elemento común: ambas se basan en la articulación secuencial de los
procesos cognitivos y emocionales. La cuestión relevante para la controversia que aquí nos
ocupa consiste en dilucidar qué proceso se da en primer lugar, es decir, si la valoración precede
a la emoción, o si, al menos en determinadas ocasiones, es la emoción la que da paso a una
evaluación cognitiva ulterior. Un análisis detallado pone de manifiesto una divergencia de
partida entre ambas propuestas: mientras Zajonc se centra en una dimensión básica de las
emociones, de orden más primario y que implica un nivel de procesamiento más superficial,
Lazarus hace referencia a un procesamiento emocional secundario y más complejo de los
estímulos (Palmero et al., 2006). De esta divergencia se deduce que la controversia generada se
basa en un falso debate, que se reduce a un problema de orden semántico: la opción por una u
otra propuesta depende sólo de lo que se entienda por “cognición”.
Pese a lo dicho, y a haber constatado que la polémica sobre la primacía se debe a una
ambigüedad categorial o lingüística -si no entendemos la cognición como una valoración
explícita o de alto nivel, sino como un mero procesamiento elemental del input estimular, no
hay lugar para el debate)-, hace unos pocos años la controversia ha resurgido, al menos
parcialmente, en el ámbito de las neurociencias. Este nuevo dilema emoción-cognición aparece
con el progreso en el conocimiento de los sistemas neurales que intervienen en el proceso
emocional, y seguramente debe parte de su fuerza al arraigo de la idea de sistema límbico
como cerebro emocional “fronterizo”, cuya contrapartida sería la región neocortical, más
vinculada a la razón, es decir, a lo puramente “cognitivo”. Los nuevos descubrimientos, y
especialmente la vasta investigación en torno al papel de la amígdala en la rápida génesis de
patrones emocionales aparentemente independientes de factores top-down (p.e. Panksepp,
1998), reabren la controversia, pero ahora en términos de sistemas neurales (no sin
implicaciones psíquicas, como es obvio). Por un lado, los partidarios de la “nueva primacía del
afecto” sostienen que, pese a hallarse relacionados, puede hablarse de dos grandes sistemas
relativamente independientes: el emocional y el cognitivo. El estudio de la anatomía y de las
funciones cerebrales desde la perspectiva canónica de la causalidad lineal, conduce a creer en
un sistema emocional con entidad propia, formado primordialmente por una serie de núcleos
subcorticales (o arquicorticales, o paleocorticales) estrechamente interrelacionados, que
constituyen la sede neural de las emociones básicas , no (cognitivamente) mediadas, llevando a
cabo computaciones fundamentalmente encaminadas a interpretar rápidamente el significado
afectivo de los estímulos en aras al bienestar del individuo y a suscitar rápidas reacciones de
aproximación o evitación/retirada, según el caso. Las computaciones cognitivas, en cambio,
con sede principal en las asambleas neuronales neocorticales, tienen como objetivo
fundamental la elaboración del input sensorial para lograr una representación adecuada, capaz
de guiar de forma efectiva nuestra acción. Son, de este modo, computaciones complejas, más
precisas y más lentas, que pueden o no acceder a la conciencia. A este punto de vista

31
contribuye sin duda la aparición del marco conceptual propio de la Neurociencia Afectiva
(Pankseep, 1991), que pretende ser el correspondiente contrapunto a una Neurociencia
Cognitiva ya consolidada. Son precisamente los trabajos que se encuadran en esta perspectiva
(Pankseep, 1998, Davidson e Irwin, 1999, Damasio, 1999, etc) los que más avivan el nuevo
dualismo emoción–cognición (aún cuando pretendan lo contrario, como en el caso de
Damasio), destacando el papel de los centros subcorticales y/o de las variables somáticas en los
procesos emocionales y enfatizando, en cambio, el vínculo entre corteza cerebral y cognición.
Como resulta fácil entrever, este replanteamiento cae exactamente en el mismo error que el
debate original. En otras palabras, el dilema se sostiene sólo en la medida en que no
coincidimos en lo que entendemos por cognición. Si aceptamos que las computaciones
emocionales de Ledoux no son sino una forma más de procesamiento cognitivo, cerramos de
nuevo cualquier disensión posible. Por otra parte, el progreso reciente en neurociencia pone de
manifiesto que, cuanto más conocemos cómo funciona nuestro cerebro, más díficil se hace
delimitar la contribución diferencial de los dos supuestos sistemas, afectivo por una parte y
cognitivo por otra, al procesamiento de los estímulos (Phelps, 2006). De hecho, los
mecanismos emocionales y los cognitivos parecen indisociables en la medida en que se hallan
entrelazados y son interdependientes, formando parte indisoluble del mismo sistema de
procesamiento para la acción (Munar et al., 2007). Tampoco parece haber razón alguna para
pensar que a ese presunto binomio le corresponda una distribución neural disociada a lo largo
del neuroeje, que supuestamente reproduciría, en la dimensión caudal-rostral, los avatares de la
filogenia en su tiempo evolutivo, dando lugar primero a la aparición de los sistemas
emocionales y, sólo más tarde, a los cognitivos. La convergencia de la neurociencia con el
punto de vista de los sistemas dinámicos no lineales ha hecho que el acento que se ha puesto en
la solución interaccionista –el sistema emocional y el cognitivo se hallan en estrecha y mútua
interrelación-, se extienda ahora a propuestas más inclusivas procedentes de la neurodinámica,
que destacan la causalidad recíproca, múltiple y recursiva de los elementos del complejo
valoración-emoción y estudian su evolución en el tiempo como la de un sólo subsistema cuyas
propiedades emergen de las de sus múltiples partes, un subsistema que es arbitrario en la
medida en que, para su estudio, ha sido artificiosamente aislado del sistema cuerpo-mente
(mente corporificada). En la medida en que esta nueva perspectiva consiga poner de manifiesto
que las consecuencias cognitivas de la emoción y sus antecedentes valorativos no son sino la
misma cosa, separada tan sólo por una tenue línea temporal, que, además, es arbitraria,
asistiremos al desvanecimiento del pertinaz fantasma cartesiano a la luz de una síntesis
prometedora en el estudio integral de la mente humana.
El estudio de la emoción desde la complejidad y los sistemas dinámicos no lineales
Al hilo de lo dicho en el párrafo anterior, cabe subrayar que la convergencia de la psicología de
la emoción con los modelos propios de los sistemas dinámicos supone un importante giro
epistemológico cuya auténtica relevancia aún está por ver. Hasta hace poco, las teorías de la
emoción asumían de entrada la idea de causalidad simple y lineal, una tendencia que se
relaciona con el afán por modelar globalmente los fenómenos psicológicos más que con el de
explicarlos a partir de sus partes. De este modo, predominan en el lenguaje de dichas teorías
términos que aluden a constructos monolíticos (valoración, activación, emoción, memoria,
atención, etc.). Por otro lado, desde la perspectiva computacionalista, aunque se atiende a las

32
partes y a sus relaciones, se hace desde las premisas de la teoría de la información, que
entiende las relaciones de las partes con el todo de una forma también mecanicista y lineal, por
lo que las “explicaciones” computacionalistas, tanto las clásicas como las que surgen en el
marco de los distintos conexionismos, tienden a dar sólo cuenta de las partes, siendo incapaces
de ofrecer los modelos realistas que persiguen los teóricos de la emoción. Dada la situación,
algunos autores han empezado a plantearse la necesidad de estudiar las relaciones de las partes
con el todo en el marco de modelos procesuales que expliquen dicha interrelación (Roseman y
Smith, 2001). El relativo fracaso de estos primeros intentos cabe atribuirlo a que, pese a su
nuevo objetivo, los investigadores siguen aferrados a la epistemología empirista y al aparato
formal propio del cognitivismo (y del conexionismo), que asume tácitamente la causación
lineal. Así pues, el éxito en la nueva empresa depende, en primer lugar, de partir de un marco
epistemológico, conceptual y metodológico que ya ha dado sus frutos en ciencias más “duras”.
Un nuevo punto de partida
La aproximación al estudio de la mente desde la dinámica de sistemas no lineales ofrece una
serie de herramientas conceptuales capaces de dar cuenta de la interdependencia temporal que
relaciona los componentes de la emoción (Colombetti, 2003). Aunque, previamente, resulta de
suma importancia reconceptualizar las ideas de cambio y complejidad, adaptándolos al marco
de la dinámica de los sistemas abiertos, es decir, a los sistemas que, sometidos a un orden por
fluctuaciones, se encuentran lejos del equilibrio termodinámico –lejos de la máxima entropía- y
presentan una gran interacción con el medio y una gran diversidad. Más claramente, hay que
adaptar esas nociones a la dinámica propia de los organismos vivos, de la mente humana, del
proceso emocional. Desde este punto de vista, la complejidad se refiere a una diversidad de
estados posibles que resultan compatibles con las condiciones del entorno, mientras que el
cambio se concibe como un abrupto reajuste del sistema debido a variaciones en su propia
complejidad, en la complejidad (diversidad) del medio, en la capacidad de anticipación del
mismo sistema y/o en la sensibilidad del entorno. Cuando alguna de estas cuatro variables
fluctúa, el sistema también lo hace para seguir siendo compatible con el medio. Pero si la
fluctuación habida hace imposible la adaptación mediante el establecimiento de nuevas
relaciones entre los elementos del sistema, se produce una “crisis” (una “catástrofe” en
términos de la Teoría de Catástrofes), que puede conducir a un cambio esencial, súbito,
imprevisible e irreversible, dando lugar a una reorganización cuya “bondad” vendrá dada por
su compatibilidad con el entorno (Pinazo-Calatayud, 2006). Un sistema de este tipo es un todo
organizado (autoorganizado) cuyas propiedades no son reducibles a la suma de las propiedades
de los elementos que lo constituyen, y cuya estructura en múltiples niveles surge a partir de las
relaciones de sus componentes, incluyendo las relaciones entre las relaciones. Por otro lado, los
componentes de los sistemas complejos se caracterizan por su pluralidad, por su diversidad y
por unas relaciones de interdeterminación que cambian continuamente según las fluctuaciones
que provienen del medio, por lo que la estructura del sistema se halla en un equilibro dinámico
gracias a una serie de procesos de adaptación y reorganización que se basan en la dinámica de
relaciones recursivas entre los componentes. Aunque dicho así pueda resultar algo hermético,
las propiedades de los sistemas complejos abiertos facilitan precisamente el estudio de la
evolución en el tiempo de las relaciones entre sus elementos, es decir, el análisis de un sistema
así nos puede facilitar, sobre todo, el conocimiento de sus procesos. Dicho esto, y sabiendo que

33
la evolución de los organismos vivos –y de la mente- se basa en el cambio, es decir, en este
tipo de fluctuaciones y reorganizaciones elementales que llamamos procesos, entendemos que
este nuevo marco epistemológico y conceptual puede facilitar a los teóricos de la emoción una
forma de eludir las restricciones propias del empirismo fisicalista, obstáculos que, al final del
apartado anterior, aducíamos como los responsables de los fracasos de algunos autores que,
partiendo del objetivo de estudiar el proceso emocional en el dominio del tiempo, no han
abandonado el lastre epistemológico, metodológico y formal que constituye precisamente el
principal impedimento para alcanzar la meta que persiguen. Si, además, tenemos en cuenta que
el subsistema valorativoemocional, imbricado en el de la mente, es un sistema abierto -en el
sentido que intercambia información con el entorno-, complejo -sus múltiples factores se
codeterminan en el dominio del tiempo-, que se halla en equilibrio dinámico -el cambio en las
relaciones entre esos factores es, propiamente hablando, el proceso emocional-, y que posee la
capacidad de reorganizarse –por ejemplo, un acontecimiento impactante o traumático, puede
hacer necesario un cambio drástico en las relaciones entre los factores que intervienen en el
subsistema emocional, con el consiguiente cambio cualitativo en la vivencia emocional-,
podemos concluir que la aproximación propia de los sistema dinámicos puede constituir un
marco válido desde el que desentrañar el proceso valorativoemocional y su evolución
temporal. Por otro lado, un modelo de estas características zanja definitivamente el debate
sobre las primacías (el dilema de la gallina y el huevo en psicología de la emoción), puesto que
carece de sentido preguntarse si primero se da la valoración y luego la emoción -o viceversa-,
puesto que ambos factores son interdependientes y se definen el uno al otro de forma recursiva:
no hay lugar aquí para la relación causa-efecto tradicional, sino que existe, en todo caso, un
desencadenante que provoca la fluctuación del sistema, dando lugar a un estado afectivo que
emerge de su totalidad -es decir, del cambio en las relaciones de los distintos factores
(valoración, arousal, afecto, revaloración, etc). Desde esta perspectiva, no caben las jerarquías
en nuestra mente corporificada, no hay agentes psíquicos que dirijan sibilinamente nuestra
actividad mental: desaparecen los dualismos, los ejecutivos centrales, los mecanismos
supervisores, los procesos “superiores” de control, ... En definitiva, ya no hay necesidad de
homúnculos, ni de teatros cartesianos: es el propio sistema el que se autoregula en el tiempo y
se adapta al entorno a partir de las propiedades de sus componentes -nadie rige el
comportamiento autorregulado y ordenado de un hormiguero, ni el de las aves migratorias en
formación: el orden que vemos es una propiedad global que emerge de la conducta programada
en cada individuo y de su interacción con las del resto de individuos. Extrapolándolo al ámbito
que nos interesa, cada “estado afectivo” vendría a ser una “instantánea virtual” de un proceso
complejo que surge como producto global de las interdependencias de muchos componentes,
ninguno de los cuáles posee primacía alguna. Así pues, la valoración y la emoción no son
independientes ni segregables, sino componentes indisociables que se definen mútuamente y
que pertenecen a un mismo subsistema que se desarrolla en el tiempo (considérese que el
hecho de valorar un estímulo como peligroso requiere que tengamos tendencia a temerlo, pero
tener tendencia a temer algo requiere a su vez de una valoración de su peligrosidad).
La emoción desde el marco de la dinámica de sistemas no lineales: los primeros pasos
Mientras en otras ciencias (física, química, biología, etc.) hace ya tiempo que han arraigado las
aproximaciones teóricas de esta índole –y aún en mayor grado se utiliza su base matemàtica,

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las ecuaciones diferenciales no lineales, con fines metodológicos- en la psicología en general, y
en la de las emociones en particular, hemos dado tan sólo los primeros pasos. La mayoría de
los teóricos de la emoción -desde el cognitivismo, el conexionismo o el constructivismo- sigue
rigiéndose por la epistemología empirista tradicional. Incluso en el ámbito metodológico, la
mayoría de nosotros recurrimos aún a la estadística tradicional para abordar el estudio de los
procesos mentales, sin reparar que recurrir a este tipo de análisis es cómo intentar adivinar el
argumento de una película a partir de unos pocos fotogramas. Sin embargo, en los últimos años
han aparecido, en el ámbito de la psicología de la emoción, algunas propuestas que, aunque
rudimentarias o lastradas aún de “secuencias”, “jerarquías”, “homúnculos” y causalidad lineal,
resultan prometedoras. Destacan, en el estudio de los procesos emocionales, el modelo
neuropsicológico de Lewis (2005), el del proceso componente de Scherer (2005) o el de
Freeman (2000), entre otros. La esencia común a sus formulaciones es justo la que antecede.
A modo de conclusión: ¿hacia un neofuncionalismo “ecológico”?
A pesar de que la motivación y la emoción se hallen presentes en tantas facetas y momentos
diversos de nuestra vida, y de que utilicemos casi contínuamente términos que se refieren a
sentimientos -sólo el discurso técnico o científico puede considerarse una excepción-, el mundo
de la emoción humana es todavía un gran desconocido. Es posible que tal circunstancia se deba
a su complejidad inherente, que penetra en dominios tan diversos como el neural, el cognitivo,
el fenoménico, el valorativo, el somático, el antropológico, el conativo, el motivacional, el
comunicativo, el evolutivo, el perceptivo, el motor, el fisiológico, el social o el cultural. Esta
coyuntura, que afecta al estudio de la mente en general, se hace especialmente patente en el
ámbito de los procesos afectivos. La emoción, ya lo hemos dicho, consta de múltiples
componentes que interaccionan de forma dialéctica, sistémica, dinámica... Tal vez constituye
sólo la borrosa foto fija de un proceso contínuo, que se manifiesta en el comportamiento de
diversos sistemas, cuyos nexos, a su vez, la modifican en el decurso temporal. En
consecuencia, sólo el análisis complejo e interdisciplinar puede llevarnos a una mejor
compresión del proceso emocional humano, mientras buscamos un modelo cuyo poder
explicativo no sólo se cierna a los aspectos biopsicosociales de la emoción, sino también a
cuestiones como el desarrollo emocional, al rol de la influencia sociocultural o a la mejor
comprensión de los trastornos emocionales.
Aunque, en principio, estos nuevos retos en el estudio de los procesos afectivos parecen
susceptibles de ser abordados desde un mayor énfasis en la perspectiva interaccionista, vivimos
tiempos inciertos en el estudio de la emoción. Y no son pocos los augurios que pronostican un
cambio, quizás un gran cambio, en el planteamiento de partida, en las preguntas esenciales, en
los objetivos, en el método. Las diversas crisis del cognitivismo (de todos los cognitivismos),
del computacionalismo clásico, de los conexionismos diversos, del representacionalismo, del
simbolismo de la teoría de la información, de la ciencia cognitiva tradicional, del racionalismo,
del empirismo, del reduccionismo fisicalista, del neolocalizacionismo neural, del mecanicismo
asociacionista, de la matematización platónica, de la primacía de los dígitos binarios, de los
algoritmos o de la lógica, del principio de identidad psiconeural, del estudio de una mente
etérea y estática, sin cuerpo, sin tiempo y sin entorno, constituyen sólo algunos de los síntomas
cuyo significado prospectivo sólo puede interpretarse teniendo en cuenta su contrapunto:
paulatinamente, se incorpora la variable tiempo, se afianza el énfasis en los procesos, en el

35
análisis de las relaciones y los fenómenos emergentes, se reivindica el naturalismo biológico,
se renueva el constructivismo, vuelve con ímpetu renovado la fenomenología de Merleau-
Ponty, se rescata a Piaget, se recupera a James y a Dewey, reaparecen con fuerza Gibson y los
planteamientos gestálticos, se consolidan el pragmatismo y el enfoque enactivo, medran las
ideas y los métodos procedentes de otras ciencias, la ciencia cognitiva se replantea, se
denuncian los nuevos dualismos, se corporativiza la mente, se resitúa la “mente
corporativizada” en su entorno sociocultural, se rescata a Vygotsky, se recurre a la psicología
evolucionista, se afianza la Ecología del Comportamiento, resurgen los conceptos de intención
y de autoregulación, se reafirman la primacía de la acción y la dialéctica somatomotora, el
énfasis en la experiencia sustituye al que antes se puso en la información...
Prima facie, el panorama es confuso. De hecho, es evidente que las alternativas surgidas no
resultan conciliables. Pero algo parecido es lo que describía Kuhn cuando aludía a las crisis
paradigmáticas, antes de que la idea de paradigma mereciera el descrédito. Lo que parece fuera
de toda duda es que muchos sectores de la comunidad científica hallan demasiadas limitaciones
en la epistemología, la metateoría, la metodología y los modelos al uso. Cierto es que debemos
a dichas aproximaciones un notable progreso en el estudio de la mente en general, y en el de
las emociones en particular. Pero tal vez estemos tocando techo. Los investigadores parecen
cansados de estudiar cerebros sin mente, mentes sin cuerpo y sin entorno social, inteligencias
cibernéticas. Entre tanto zombie, tanto espíritu inmaterial y tanto androide, quizás hemos
perdido de vista nuestro objetivo. Se impone recuperar la vida, el animal humano, la idea de un
todo mente-cuerpo que constituye un sistema abierto y que se interdefine, la de un organismo
en contínuo intercambio con su medio social y cultural, la de un ser que no es sólo intelecto
puro, que posee una mente dinámica en contínua interacción con su medio y con su propia
biología, que se relaciona socialmente y se autoregula y que, además, siente y se autoconcibe
como un hombre emocional. Cuestiones como la de conocer los componentes emocionales y
sus relaciones dinámicas, la de entender cómo se produce la “gestalt” del sentimiento o la
modulación sociocultural de las emociones, la de explicar el rol de la emoción en la función y
la disfunción psíquica, la de mejorar la validez ecológica de nuestras investigaciones, la de
estrechar el vínculo entre la teoría de la emoción y la psicología aplicada, la de dilucidar las
relaciones entre el lenguaje y la experiencia emocional, la de comprender mejor el binomio
acción-emoción, la de abordar el estudio del proceso emocional desde la perspectiva de la
complejidad o la de cómo incluir patrones emocionales en la vida artificial... son sólo algunos
de los retos que nos esperan. En el camino, como dice el proverbio, procuremos no confundir
el galope del caballo con los latidos del propio corazón.
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