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Ante la enfermedad

Por Roberto Martínez (21-Jun-1997).-

Un compañero de trabajo de mi amigo Raúl González tuvo un derrame cerebral que


lo dejó en un estado muy doloroso. No se lo esperaba, no había antecedentes que lo
hicieran tomar alguna precaución. Tan sólo unos días antes un fuerte dolor en el
cuello y dificultad para hablar por un breve lapso y posteriormente le vino un
aneurisma en medio de su actividad cotidiana.

Tiene esposa e hijos que mantener, pero difícilmente regresará a su puesto de


trabajo, médicamente su situación es irreversible. No puede hablar, sólo escuchar y
mover los ojos, depende totalmente de otros para comer y desplazarse. Es más
dependiente que un bebé, pues no puede ni espantarse una mosca, ni cambiar la
tele de canal. Necesita una enfermera de tiempo completo y su familia requiere
asegurar una fuente de ingresos lo antes posible, pues la protección por invalidez
que recibirán no les alcanzará para más de tres o cuatro años, sobre todo con el
incremento de gastos que les ha representado la enfermedad y las colegiaturas de
niveles superiores de educación que los hijos requieren.

Hasta hace poco tiempo era un profesionista que había logrado un buen puesto en
un grupo corporativo de la Ciudad. Y hoy, sin haber cumplido los 50 años, lucha
por encontrar un sentido a su vida en sus ratos conscientes.

El caso parece tomado de una novela de Gabriel García Márquez, pero no. Pasó en
verdad y sigue pasando cada semana a muchas familias en nuestra ciudad. El
drama no termina cerrando el libro y guardándolo en el cajón.

En estos casos y tantos otros parecidos de mayor y menor gravedad, vemos


diferentes actitudes entre las personas que cohabitan con los enfermos.

 Unos anhelan la recuperación de su ser querido porque lo extrañan y desean


que las cosas vuelvan a ser como antes.
 Otros expresan que sería mejor que de una vez acabara la vida de su enfermo
para que ya no siguiera sufriendo. En ocasiones predomina un aire de
tristeza y no se abre paso a la paz que da la esperanza, y en muchas otras no
se comprende el valor y el significado de la enfermedad.

Cuando esto prevalece, el enfermo es tratado como una carga, cuando en verdad
merece respeto y estima cual si fuese sano. Los familiares sienten sobre todo
lástima por el enfermo, la manifiestan en sus actitudes y comentarios, ahuyentando
todo consuelo, y prefieren dejarlo solo a presenciar su sufrimiento.

"Mejor que lo atiendan manos expertas", dicen, pero nadie puede sustituir la
atención personal y cariñosa que sólo tu familia te puede brindar.

Así, aunado al sufrimiento de la enfermedad, ponen sobre el enfermo una carga


más pesada: la soledad.

Los enfermos son héroes que han caído en la batalla, pero si los abandonamos los
hacemos caer en la deshonra.

Los familiares desempeñamos un papel insustituible ante la enfermedad de un ser


querido. Sólo nosotros podemos confortar y sostener a nuestros enfermos.

El médico administra medicamentos y dictamina tratamientos, pero sólo la familia


puede curar el desaliento con el amor. No hay que ver la enfermedad como un
castigo, es más bien como una prueba.

Un reto para el cuerpo y una situación que nos hace reflexionar en el


aprovechamiento del tiempo y el curso de nuestra vida.
Ante una situación grave como ésta no podemos dejar de pensar, ¿qué haríamos si
nosotros estuviésemos en los zapatos del enfermo? ¿Estamos listos para afrontar la
muerte o una vida como discapacitados?

La enfermedad, vista positivamente, es fuente de mejoramiento interior, de


perfeccionamiento y puede hacernos cambiar para bien a una nueva vida.

La pérdida de salud nos obliga a mejorar no sólo nuestros hábitos alimenticios,


sino sobre todo a madurar y no dar la vida por un hecho.

Se nos hace fácil dejar las cosas para después porque pensamos que vamos a vivir
hasta los 100 años, pero de repente un compañero ve su vida acortarse y para
nosotros debe ser una llamada de atención, una oportunidad de corregir y mejorar
nuestro rumbo y de acelerar el paso para dejar huella y no sólo un "qué suerte que a
mí no me tocó".

Al descubrir este sentido en el sufrimiento, podemos aliviar a nuestros enfermos,


sobre todo sus corazones y ayudarles a superar su tristeza y desánimo. También
podemos así, superar nuestra propia depresión y voltear hacia afuera y darnos
cuenta de que podemos hacer mucho bien si compartimos desinteresadamente
nuestra propia experiencia, nuestro propio recorrido de la tristeza a la paz.

A veces la enfermedad no discapacita a las personas pero sí las hace pesimistas. Se


entregan a la superficialidad y a la irresponsabilidad en una actitud derrotista. El
enfermo puede con paciencia y buen ánimo ayudar a otros enfermos y a su propia
familia a valorar más la vida y a sacarle mejor provecho al breve lapso de tiempo
que abarca nuestra existencia terrenal.

A fin de cuentas, las personas estamos hechas para amar y ser amadas. Entre más
amables, más felices, porque la persona amable arranca para sí las sonrisas y los
afectos de los demás y los regresa con creces. Ante las enseñanzas de la enfermedad
propia o ajena lo mejor es aprovechar hasta el último suspiro que la vida nos regale
para amar y hacer el bien.

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