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Pequeño drama renacentista – Luciano Galizia

Pequeño drama renacentista

A la memoria de la gran pintora renacentista, Fides Gallici (Milan 1578-1630).

«La vida está llena de sorpresas; intento capturar estos preciosos momentos con los ojos bien abiertos».
Sofonisba Anguisolla, gran pintora renacentista, S XVI.

«Mis obras hablarán por mí»


Artemisia Gentileschi, gran pintora renacentista SVI
Milano, 1629

El taller olía a barnices. El claroscuro de un haz de luz de ese sol que se ponía
del otro lado de oriente atravesaba un par de vidrios de la ventana que daba a la calle.
En una pequeña casita de las afueras de Milano una niña pequeña imitaba a su padre
cuando este decoraba las telas y practicaba sus dibujos. La sensanción le viene desde
lejos, desde hace tiempo. No puede precisar con certeza en que momento entró por
primera vez al taller de su maestro; simplemente porque tiene la idea de que siempre ha
vivido allí.
Aquellos días en Trento habían quedado en el pasado. Desde que se mudaron a Milano
con Nunzio, todo era como una nueva vida. Con su madre muerta y su padre, Maestro,
la única vida que le quedaba era la de la pintura. Cueste lo que que cueste. Mujer de
alma, mujer-historia.

Mi padre, ese hombre viejo que ya no pinta porque ya no ve, que dice haber
llegado a los sesenta años y que no quiere volverse a Trento su ciudad natal; ese padre
mío que me inició en esto que son mis manos; ese padre ha sido el amor de mi vida.
Anunzio, Anunzio le puso su madre. De mi madre prefiero no decir que no recuerdo el
nombre ni el rostro. Annunzio Galizzi ha sido mi padre. Quizas los libros lo recuerden
como Nunzio. Aquel miniaturista de las cortes, aquel artesano que retratrara bellas y
diminutas imágenes con colores minúsculos; que me inició en las artes de la vida, aquel
hombre que un día decidió ir a Milano en búsqueda de un mecenas. Aquel hombre que
me dio el nombre ahora se apaga. Se apaga de a poco, como una pincelada que
desaparece en el horizonte. Desaparece él, y con el mi vida. Porque mi vida la tengo,
pero desaparece.

Trento, 1570

Un joven tridentino, alto, de cabello castaño caminaba unas tardes por calles
arracimadas, cubiertas de piedra, que rodean el castillo. Allá, allá lejos por detrás de
esas murallas, duermen y sueñan los principes y los duques que las páginas de los libros
que este joven decora llevarán a la historia. Los relatos de ellos, los nobles, quedarán en
la boca de todos porque las palabras los tienen de su lado. El joven, ya lejos de ser
aprendiz ahora intenta tener el privilegio de que su nombre figure en un rincón oscuro al
menos de la historia de su tierra. Lleva en sus manos un ejemplar que él mismo elaboró,
a pedido, a escondidas de su maestro. Ansía llegar al palacio, y poder mostrar su talento

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para que luego le sean encargadas mas obras y tener su propio taller. No lo admite pero
ansía ser un Giulio Clovio, aquel miniaturista célebre que le iluminara los libros de
horarios a tantas familias nobles y cortesanas. No lo conoció personalmente, pero un
conocido de su maestro, había sido aprendiz en el taller de Clovio tiempo atrás y de
boca a boca le fueron llegando alguno de sus mejores chismes a la hora de las
miniaturas.

La ciudad de su infancia ha cambiado. Lo nota en los extranjeros que la visitan


por para ofrecer sus trabajos en los talleres. Lo que no ha cambiado, que se siempre se
mantiene son aquellos relieves por encima de los cuales el cielo se asoma y se inclina
ante los valles lejanos. Aquella cadena montañosa lejana que escondida entre la roca
virgen, se desplanta y se desmorona entre rios que bajan sueltos de cuerpo por la
pendiente, y que aman a los valles. Esas montañas han sido el anhelo de su infancia,
llegar a ellas, cruzarlas y así llegar a otras tierras; a otros ducados, donde otras familias
tal vez en distintas lenguas, serán las que le den trabajo. Pero eso es lejano Nunzio, se
dice. Tan lejano como aquellas laderas.

Bajando por la callejuela, en la plazoleta de lo que por años hubiese sido el


centro de la ciudad alcanza a leer en una piedra antigua una frase, que de niño lo
confundía:

montes argentum mihim dant nomenque tridentum

ahora que conoce el latin, la entiende, los nombres me dan la plata y el nombre
tridentum, y la canta así, con música, en su lengua materna, por lo bajo. Al elevar la
cabeza y mirar por los aires puede distinguir el tridente en tres montes que serían el
punto mas alto que él hubiese visto entonces, el Bondone, el Calisio y el Marzola.

Lleva en sus manos un libro que el mismo ha ilustrado. Si bien había planeao
visitar a la imprenta de Jacobo para que éste le consiguiera encargos. Se le ocurrió
mientras bajaba las calles, y mientras pasaba por la puerta de madera de la imprenta,
que sería mejor idea tal vez hablar con la persona que hacía los encargos de libros. Es
decir esa persona por la cual la imprenta había sido instalada en trento unos años antes,
Nunzio pensó en hablar directamente con el cardenal Madruzzo.

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Madrid, 1650

Mi nombre es Giacommo. He pensado en esta historia por años. La he decapado


como un pintor que rehace las capas de sus oleos en la tela, y hace aflorar las formas de
sus figuras desde la oscuridad. Yo también he sido pintor alguna vez. Mi nombre no
pasó inadvertido a los ojos de algunos mercaderes que buscaban fortuna en un mundo
de colores. Mis pinturas (ya no las recuerdo) no han pasado el siglo de vida y fueron
desapareciendo entre los reveses de las pestes y los incendios y las revueltas. Se dice
que alguna ha sobrevivido incendios memorables. Pero ninguna ha soportado las
guerras. Durante años me han llamado tenebroso. Pero me lo han dicho por lo bajo,
nunca a la cara. Me han calumniado infinidad de veces por haber traído las tinieblas al
color o el color a las tinieblas. Llevé la oscuridad a España y dicen que ahí he muerto.
Pero ya ni lo recuerdo.
Ahora escribo desde la lejanía de la monocromía de esta tinta con aroma a hoja de sable.
Escribo desde el hierro de una pluma frágil que no se quiebra porque ha volado
toda Europa para que yo, empuñándola como un pincel que no puedo agarrar, escriba,
por las noches sobre la oscuridad de mis días.

Escribo estas notas en perfecto castellano de castiza, pero las imágenes que veo
aparecerse desde este sótano infame, me sollozan en un italiano intangible, casi
inmemorial, uno que ya no se habla, uno que ya suena antiguo. Los nombres, las casas,
las calles, tienen colores de ese idioma que he perdido, que ya no lo hablo, pero en el
cual pienso, cada vez que debo (que me obligo) a pensar en ello.

Traje la tiniebla a esta península castiza hace ya décadas. Mi brocha prohibida se hizo,
con los años tinta de sangre, y ahora sueño sueños de oleo y barniz. Adoro este silencio
que se hace cuando palabra a palabra, encarcelados los días nuevos, libero las frases con
soltura. Me recuerda a aquellos silencios, a ese mutismo de colores pardos, que se hacen
al sacar los ojos de una pintura, hasta la próxima pincelada. En esos silencios vivo un
poco mas y mi respiración se hace eco de estos muros que todo lo oyen, menos lo que
escribo. En esos silencios cobro valor para garabatear los días en que oficiaba de pintor.
En esos silencios soy yo. Giaccomo Bello, el tenebrista.

***

- Ha pasado tiempo - me preguntó, (no lo dijo), sin sacar la mirada de la mesa de


trabajo. ¿Que te trae por acá? ¿Un nuevo trabajo? ¿Un nuevo amor? Sabeis que puedes
volver en cuanto quieras, que no tenéis que pedir permiso ni cosa parecida.
Por un instante levantó la vista y se distrajo del papel que lo tenía hipnotizado.

- Os reconocí por la voz y por los pasos, Giacommo- prosiguió. Nunca has cambiado
esa extraña forma de arrastrar los pies. Vuestras sandalias hacen un sonido como de
danza a tu paso. No puedo verte, confesó. Pero se que eres tú. Han pasado años. Estas

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grande. Has crecido. Y yo ya estoy viejo. Ya no puedo ver a la distancia, sólo a pocos
metros. El físico me ha dicho que no tiene cura. Me ha dado unos monóculos, pero me
cansan. Prefiero imaginar las formas detrás de las figuras. Pero cuentame, te has
quedado callado, ¿Acaso te sorprende verme así? ¿Que te trae por aquí?.-

Luego del monólogo, y mientras Nunzio agachó la cabeza para proseguir con su
ilustración, pasé a contarle. No sin antes decirle al viejo, que me sorprendía que pudiera
ver las minuaturas que tan prodigiosamente elaborabora, ya que si como me había
dicho, estaba ciego. No comprendía yo como era que podía observar lo que dibujaba.
Fue entonces que me explicó. Me confesó que su afección no era como la que lo
hubiese azotado a su amigo Giovanni Lomazzo muchos años antes. Y me explicó que
veía perfectamene lo que tenía cerca de sus ojos. Simplemente debía encorvarse para
hacerlo. Lo que no veo, dijo es lo que está por venir. Pero a veces lo oigo, como a tí
muchacho, confesó.

El taller estaba vacío. Era triste, porque en ese recinto había estado hecho para
que aquel que pudiera, desarrollara su oficio. Y las modas y los avances, dejaban a ese
viejo hombre allí sentado, como una pieza obsoleta. Una antiguedad inutil. Inservible.
El oficio que ese viejo hombre admirablemente gardaba en sus manos, ya no tenía
utilidad ninguna y ya los encargos eran pocos. Sin embargo, Nunzio, ese viejo, no
estaba triste, o al menos no lo demostraba. Su barba larga blanca y rizada se reía junto a
su boca que adoptaba las muecas de una risa que hace rato que no se ríe. Pero a mi no
me engañaba. Ese taller estaba triste y su maestro estaba amargado.

Le conté que en breve viajaría a España, y le confesé por que estaba allí.
Además de despedirme, estaba allí porque quería hacerle un retrato de él y de su hija.
Por diversas razones era una tarea que siempre había querido y nunca había podido
realizar. Lejos habían quedado los tiempos en los que aún en los talleres no nos
permitian retratar a los maestros y a sus familiares. Yo no era como el gran Caravaggio
que para sus retratos utilizaba modelos que conseguía en la calles. Ninguna meretriz
sería entonces pintada por mi brocha, yo prefería mas bien darme el lujo de la
imaginación y que los rostros de las imágenes no fueran sino imagenes que en mi
pensamiento vivían.
Ni bien le hice la pregunta, Nunzzio se quedó tieso. Pensé que se alegraría o que podía
adivinar el pedído que venía yo a hacerle. Pero no. Como mismo confesó, ya no ve lo
que está por venir.
Habría que preguntarle a ella, soltó, y su barba hizo una mueca. Y rascandosé
una gota de sudor con la mano empapada de tinta, continuó, ya con un tono distante.
-Sabeis que lo que me pídes es dificil. A Fede no le agradan los retratos propios, y yo,
bueno. Yo ya estoy viejo. Quizás hace unos años hubiera querido, pero ya no
Giaccommo, ya no. Si logras convencerla a ella, entonces tal vez si. Pero lo dejo en sus
manos ¿Si?

Ese retrato nunca se hizo. No me enfurecí. Pasados unos meses viajé y al tiempo
me enteré que Nunzio había fallecido. Seguramente, quiero imaginarlo, ilustrando un
libro de los que ya no existen.

***

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Me llevé la tiniebla conmigo en un viaje que duró meses. Con las estaciones, con
los pueblos, con las lluvias, la tiniebla se hizo mas espesa. No quiero imaginarme que
hubiera sido de mi destino si en lugar de desembarcar en esta península, lo hubiera
hecho en Londres. En esos tiempos el trabajo estaba aquí y no en la isla. Cualquiera de
los míos quería trabajar para Felipe.

Con el tiempo me gané el mote de ser el último Caravaggista. Y si me lo gané,


me lo tendré merecido. Dicen que luego perdí ese título (el único que tuve en estas
tierras donde los títulos son las personas) y que lo ostenta otro hijo del Sacro imperio
Romano y del milanesado, su nombre no lo recuerdo, o prefiero no recordarlo, pues
como nadie recordará el mío, haré lo propio con el de este hombre. Si los Vasaris del
futuro se animan, entonces seguramente la posteridad del tenebrismo será de dicho
hombre. Con el tiempo entendí que no se puede ser mas Caravaggista que el mismísimo
Caravaggio.
En la habitación resopla un aire de risa y hago una broma que no entiendo. En cuanto la
hago, la mujer que he amado, lejana y sonriente se desdibuja en un abismo de tinta y
huelo a la lejanía el perfume del tiempo que no vuelve.

Los caravaggistas no somos una orden ni profesamos ninguna creencia religiosa


distinta de las del credo que todos conocemos en estas tierra. Tampoco respondemos,
como algunos creen a los designios divinos del gran Caravaggio. Será grande, pero es
hombre. No es ningún Dios.

Ni bien escribo esto, quiero borrarlo. Pero dudo. Si supiera escribir poesía lo
haría. Pero no soy poeta. Simplemente fui un pintor y ahora, maldito, los que me
recuerdan (son pocos pero los hay) y los que se han muerto, si es que pueden
recordarme saben que soy maldito.

Algunos nos han llamado los tenebristas. El sólo nombre me hace pensar en la
magia negra. Pero al menos, yo nunca la he practicado. Sólo me he dedicado a pintar y
allí duerme mi maldición.

***

Fede amaba a Caravaggio. Lo amaba en silencio. Yo también lo amaba, pero no


a el, sino a sus pinturas. Me gustaba verlo pintar. Era una hermosa experiencia, pero yo
no lo amaba como se repetido en los talleres. Era ella la que lo amaba realmente con ese
silencio pálido que la caracterizaba. Ella era en realidad como la mismísima Judith que
retrara durante meses cerca del año 1600. Blanca y fuerte. Con la mirada de la paz
despierta. Esa Judith no era como la de Artemisia, no. De la Judith de Artemisia mejor
no hablemos, por lo menos por ahora, porque me acuerdo de Tassi y me da por romper
todos estos papeles. Algún día escribiré, si tengo tiempo de Tassi, el violador Tassi, el
diabólico Tassi. La Judith de Fede era blanca y pura. Como ella quizás o mas que ella
misma. Lo han discutido mucho, pero el único que lo sabe soy yo, Giacommo Bello
sabe que el único retrato de ella que existe, es la mismísima Judith. Allí tomando la
cabeza del guerrero Holofernes, pura luego del asesinato. Con los ojos saltones de
asombro luego de lo que ha hecho. Ni ella lo creé. Se ha retratado, ella (Fede) con el
semblante de asombro por haberse retratado. y Judith con cara de asombro por haber

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salvado a su pueblo, matado un hombre, degollado vivo. A un hombre que dominaba


ejércitos enteros, que era mas temido que los reyes de hoy. Por un rato me olvido del
criminal Tassi y de lo que ha sufrido Artemisia (tiene nombre de diosa y a la distancia
suena irreal, pero creanmé que ha sido de carne y hueso y de una fortaleza y de espíritu
que hasta sus pinturas lo conservan); y recuerdo la historia de Judith.

***

Hay tantas Judith como artistas las hayan querido retratar. Puede verse una
Judith sumamente fuerte y que como un trofeo lleva la cabeza de su víctima en una
bandeja, por encima de su la suya y por encima del que la mira en las manos de Miguel
Angel, en la capilla Sixtina. Hay también una Judith de Lucas de Cranach, antiquísma y
colorida, a la mesa de su temida víctima. No podía faltar una Judith en claroscuro,
juvenil ella, de la mano del propio Caravaggio, que rebana esa cabeza con la cuchilla,
con temor, hasta con asco. Se le vé el gesto temeroso. Esa Judith tuvo otro nombre, pero
tampoco lo recuerdo. Caravaggio la conoció y supo que ella debía ser su Judith. Eso fue
antes de lo de Tomassini. Mucho antes. Hay tambien una Judith de Gentileschi, de la
que no hablaré porque se me revuelven las tripas, no por su rostro o su cuerpo que era
bellísimo, sino por que el Holofernes barbudo y degollado me recuerda al mismísimo
Tassi, su propio violador. Debe haber otras Judith desperdigadas por el mundo y otros
pintores y pintoras que las pinten, puedo imaginarme aún nuevas Judith futuras, en
manos de otros caravaggistas o de artistas de otras nuevas corrientes. Pero no saco de
mi cabeza la Judith de Fede, pues borrarla, sería quitarla de mis recuerdos a ella misma.
Joven y siempre, ella.

La pintura llegó por encargo. La historia de Judith la conocíamos todos, al


menos todos los que pintabamos. No se si los pintores de hoy la conocen. A mi me
gusta creer que la historia de Judith es la historia de una venganza amorosa mas que la
de una guerra. Uno puede hojear página a página el relato bíblico, y de comienzo a fin,
se relata la historia de una guerra. Y de su heroína. Y de su pueblo. Pero a mi me gusta
creer que se trata de una venganza a esas mujeres que nunca fueron escuchadas. Judith
entra al campamento donde el duerme capitan del ejército invasor del pueblo de Israel
(el mismísimo Holofernes) y lo decapita por la noche. Luego muestra su trofeo a los
cuatro vientos. Se trataba de una escena clásica que era muy solicitada por las
iglesias, pues era una de las tantas historias relatadas en las Sagradas Escrituras.

Ni bien recibió la noticia, Fede supo que en el rostro de Judith, iría su cara.
Nadie creyó que se animaría a hacerlo, pero lo hizo. A Nunnzio no le hubiera gustado la
idea, pienso. Pero que importa ya. Allá está ella en algúna pared del mundo, para que
alguien la mire.

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