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La paranoia prudente: un arma

competitiva para las empresas

Roderick M. Kramer
Psicólogo social y titular de la cátedra William R. Kimball de Comportamiento Organizativo en la
Stanford Business School de California. Autor de Trust in Organizations y Power and Influence in
Organizations.

Es un hecho muy común oír hablar de las ventajas de la confianza en las


organizaciones; sin embargo, en exceso, puede llegar a ser realmente perjudicial.
Por el contrario, la desconfianza es, en muchas ocasiones, un instrumento
beneficioso para las empresas. Durante mucho tiempo, se ha operado al amparo
de la ilusión de que las organizaciones trabajan con redes de seguridad, sin
percatarse ni tan siquiera llegar a cuestionarse lo inconsistentes que son
realmente esas redes. Estos elevados niveles de confianza han hecho a las
personas estar menos vigilantes y, por lo tanto, ser menos capaces de protegerse
ante cualquier eventualidad. De todas formas, puede haber una manera de
reducir esta vulnerabilidad. Se trata de una forma moderada de suspicacia, un
estado que Kramer denomina “paranoia prudente”, que puede resultar, en
muchos casos, muy valioso para la organización y para la persona desconfiada.
Cuando se despliega correctamente, la paranoia puede servir como un potente
motor para la moral e, incluso, como arma competitiva para las organizaciones.

E l 11 de septiembre de 2001, en el transcurso de unos horribles minutos, los


estadounidenses se dieron cuenta de lo frágil que es la confianza. La evidente
vulnerabilidad del país ante los mortales ataques terroristas sacudió nuestra fe en los
sistemas de los que dependemos para conseguir seguridad. Nuestra confianza volvió a
verse conmocionada un par de meses después con el asombroso colapso de Enron, que
nos obligó a poner en tela de juicio muchos de los métodos e hipótesis en los que se basa
nuestra forma de trabajar. Obviamente, estas dos crisis son muy diferentes. No obstante,
ambas sirven de recordatorio de los peligros de una excesiva confianza. La sólida creencia
de que la confianza es una virtud parece peligrosamente inocente en la actualidad.
Esta nueva desconfianza va en contra de la mayoría de las obras de gestión, que
tradicionalmente elogiaban la confianza como activo organizativo. Con independencia de
que la materia abordada fuera el liderazgo, el cambio o la estrategia, prácticamente todos
los libros de gestión proclamaban alegremente las ventajas de la confianza. Es sencillo
argumentarlo. Cuando hay elevados niveles de confianza, las personas pueden
comprometerse seriamente con la organización, porque pueden confiar en que sus
esfuerzos se reconozcan y se recompensen. La confianza también significa que los líderes
no tienen que preocuparse tanto por la manera de “vender” todo lo que hacen. Pueden
actuar y hablar directamente y centrarse en los aspectos esenciales. En pocas palabras, la
confianza es un pegamento rápido para la organización.
De hecho, buena parte de lo que hace agradable y eficiente la vida deriva de los efectos
saludables de la confianza. Cuando creemos que no podemos confiar en las personas que
nos rodean, nos vemos obligados a renunciar a muchas oportunidades de intercambios
mutuamente satisfactorios. Cuando nos enfrentamos con otros miembros de la empresa,
nuestra capacidad de toma de decisiones se distorsiona y toda la organización se resiente.
Cuando empezamos a temer y a evitar a las personas con las que colaboramos y
competimos en lugar de confiar en estas personas y cooperar con ellas, nos introducimos
en un mundo empobrecido en el que, para que unos ganen, otros tienen que perder y en el
que la norma es la escalada armamentística.
Llevada al extremo, la paranoia envenena prácticamente todos los aspectos del ámbito
laboral. Las personas dedican enormes cantidades de tiempo a tratar de imaginar la forma
de interpretar realmente lo que se está diciendo o se está dejando de decir. Los rumores
se convierten en la modalidad preferida de comunicación, lo que da lugar a estériles
reuniones durante las cuales no se resolverá nada porque no se analiza nunca nada de
manera abierta y sincera. El resultado es una organización que funciona a base de una
serie de operaciones encubiertas.
CUADRO 1

CONSIGA QUE SU PARANOIA SEA PRUDENTE

¿Cómo puede utilizar de forma constructiva la paranoia, sin permitir que


dirija su vida? Aunque no existe un sistema totalmente contrastado para
decidir cuál es la cantidad adecuada de paranoia, mi investigación y mis
conversaciones con cientos de directivos sugieren que podemos adoptar
varias medidas para lograr que la paranoia sea más prudente.

Recopilar datos sin descanso. Asegúrese de que tiene todos los datos,
no sólo los que desea oír o los que le ponen al alcance de su mano. Las
personas paranoicas padecen lo que los psicólogos denominan “manía de
confirmación”: buscan pruebas que confirmen sus hipótesis más
siniestras o sus expectativas más temidas. Las personas prudentemente
paranoicas luchan contra esta tendencia tratando de averiguar todo lo
que pueden sobre lo que está sucediendo a su alrededor. Mantienen
conectado en todo momento su radar y siempre efectúan un barrido
completo.

Ponga en tela de juicio sus interpretaciones. La recopilación de


datos es importante, pero la manera de interpretar esa información
resultará determinante para su grado de prudencia. Las personas más
eficaces dejan un margen mínimo de error en sus interpretaciones,
muchas veces consultando a asesores de confianza. Además, recelan
especialmente de las teorías brillantes que explican todos los posibles
datos. Evitan precipitarse a la hora de extraer conclusiones, aunque dé la
impresión de que tienen toda la información.

Abrace a sus enemigos. Una de las mejores maneras de evitar las


orejeras que nos impiden ver es tener asesores y ayudantes de confianza
que velen por nuestros intereses. Sin embargo, eso no basta. Las
personas prudentemente paranoicas tienen cerca a sus amigos, pero,
como dice el refrán, tienen más cerca aún a sus enemigos. De hecho,
cuando le preguntaron por qué no había despedido al director del FBI, J.
Edgar Hoover, el presidente Lyndon Johnson dijo: “Si hay un elefante
suelto en la selva, es mejor tenerlo dentro de la tienda orinando hacia
fuera que fuera de la tienda orinando hacia dentro”.

Nade y guarde la ropa. El presidente Ronald Reagan solía invocar esta


regla, especialmente cuando trataba con los soviéticos sobre cuestiones
de control armamentístico. Reagan era abierto y confiado. Le gustaba
mucho la gente y deseaba gustar a la gente. No obstante, también era
un experimentado político que tenía su parte de paranoia prudente. Por
tanto, aunque daba la impresión de que confiaba en sus colegas
soviéticos, Reagan actuaba siempre para protegerse de cualquier posible
fraude en las negociaciones entre Estados Unidos y la Unión Soviética.

Sea imprevisible. Buena parte de las obras actuales sobre liderazgo


centra su atención en la importancia de ser formal. Sin lugar a dudas, la
sinceridad, la claridad y la coherencia son cualidades de liderazgo
indiscutiblemente eficaces, pero la imprevisibilidad también puede
resultar útil, en especial a la hora de tratar con enemigos potenciales. Un
comportamiento imprevisto puede llevar a la otra parte a una paranoia
tóxica, dañando su estrategia y sensación de seguridad.

Olvídese de todas las reglas. Incluso el observador más cualificado de


la naturaleza humana puede cometer errores. El motivo es que las
personas pueden ser diferentes de lo que parecen; por ejemplo, los
sociópatas son unos maestros inculcando confianza y sensación de
seguridad. Seguir todas las reglas también puede originar una falsa
sensación de seguridad. Los verdaderos líderes saben cuándo deben
olvidarse de las reglas y seguir sus instintos.

¿Cuándo es prudente la paranoia?


La paranoia prudente es una forma de sospecha constructiva con relación a las intenciones
y acciones de las personas y las organizaciones. Las personas prudentemente paranoicas
controlan todos los movimientos de sus compañeros, examinando y analizando cada una
de sus acciones con detenimiento. Son conscientes de que los que las rodean albergan
motivaciones en ocasiones contradictorias entre sí que los llevan a hacer lo que hacen. Al
suscitar una sensación de peligro presente o futuro, la paranoia prudente es un elemento
del sistema de alarma anticipada de la mente que lleva a las personas a recabar más
información sobre la situación en la que se encuentran y a evaluarla. Por ejemplo, en
épocas de fusiones y adquisiciones, los profesionales pueden tener motivos justificados
para desconfiar de otras empresas o áreas. Los supervisores y los ejecutivos, asimismo,
pueden recurrir a la paranoia como indicativa de los momentos y ocasiones en los que su
poder está sometido a cierta amenaza. También he observado una forma de paranoia
colectiva que puede atenazar a toda una organización. En muchos casos, la paranoia sirve
como saludable defensa frente a una amenaza real proveniente del exterior.
Algunas personas plantean objeciones a mi utilización de la palabra paranoia, ya que
afirman que es exagerada para describir el comportamiento de los tipos de personas que
trabajan en las organizaciones. Por supuesto, es cierto que solemos pensar en la paranoia
como una afección patológica que hace que quienes la sufren estén atormentados por
manías persecutorias, convencidos de que todo el mundo está en contra de ellos. Estas
personas relacionan acontecimientos aparentemente inconexos y después elaboran con
ellos intrincadas e irreales teorías conspiratorias, de una forma muy similar a la del
matemático John Nash, el paranoico esquizofrénico que ganó el premio Nobel de Economía
en 1994, tal como se muestra en la película Una mente maravillosa; o el famoso caso
clínico de una mujer que estaba convencida de que todos los que la rodeaban siempre
criticaban su apariencia a sus espaldas. La terapia sacó a la luz el verdadero problema:
como creía que las personas no le prestaban suficiente atención, hacía lo indecible para
atraer su atención. En realidad, ella era la única persona obsesionada con su apariencia.
Dejando al margen los casos clínicos, podemos observar paranoia en los actos cotidianos
de las personas que nos rodean. En mayor o menor medida, todos experimentamos
sentimientos paranoicos en ocasiones, por el simple motivo de que los temores y
sospechas paranoicos son útiles para algunas funciones muy necesarias. Habitualmente, la
paranoia comienza cuando se produce un hecho imprevisto o que nos perturba: el despido
de un jefe, la pérdida de un colega cercano, los rumores de despido, etc. Estos
acontecimientos crean incertidumbre y nuestra forma de abordar la incertidumbre consiste
en tratar de dar significado a los acontecimientos. Este proceso mental pone en marcha
una reacción psicológica común conocida como “hipervigilancia”. Súbitamente, para dar
sentido a las cosas, empezamos a prestar gran atención a todo lo que sucede a nuestro
alrededor. Puede que nuestro jefe no se hiciera eco de nuestras indicaciones en la última
reunión o tal vez hayamos quedado al margen de un comité importante. Pase lo que pase,
los hechos y palabras más insignificantes adquieren un sentido personal. Cuanto más nos
preocupamos, más cosas detectamos. Y, cuantas más cosas detectamos, más nos
preocupamos.
Es muy fácil desdeñar estas preocupaciones afirmando que se trata de aprensiones
injustificadas y fantasiosas de personas exageradamente susceptibles. Sin embargo,
Sigmund Freud mostró su desacuerdo con esta afirmación. Según sus palabras, “las
preocupaciones de la persona paranoica no vienen de las nubes, por así decir, sino de algo
que existe previamente”. En otras palabras, las personas paranoicas en especial las
personas que son prudentemente paranoicas, más que locas, son observadoras
extraordinariamente agudas y frecuentemente penetrantes. De hecho, la paranoia
prudente puede ser una señal de una elevada inteligencia emocional. La inteligencia
emocional, después de todo, consiste en gran medida en prestar atención a lo que está
ocurriendo en el entorno y en reaccionar ante esos hechos.
Pensemos en lo que le ocurrió a un hombre al que llamaré Charles Zebrowski, un directivo
intermedio de una gran empresa minorista de ropa de Chicago. Zebrowski estaba
compitiendo para conseguir un ascenso y su jefe estaba enfrentando deliberadamente a los
candidatos internos entre sí. Sin ser plenamente consciente de ello, Zebrowski comenzó a
controlar las pautas de comportamiento que aparecían en su entorno. En primer lugar, se
dio cuenta de que algunas personas se quedaban a trabajar hasta tarde cuando el jefe
estaba presente. Después se dio cuenta de que una de las mujeres que aspiraban al
puesto había empezado súbitamente a vestir de traje. Poco tiempo después empezó a
prestar mucha atención a los lugares que ocupaban los asistentes a las reuniones: ¿quién
se sentaba junto al jefe?
Anteriormente, nunca había prestado mucha atención a este tipo de señales no verbales.
En cierto sentido, es posible que Zebrowski estuviera atribuyendo demasiado significado a
estos acontecimientos, creyendo que cada uno de ellos afectaba a sus posibilidades de
ascenso. Sin embargo, el hecho incuestionable es que muchas de sus percepciones
resultaron ser exactas y útiles, y le ofrecieron una valiosísima información sobre las
maquinaciones internas de la oficina. Por ejemplo, se dio cuenta de que a su jefe le
gustaba salir por la noche y empezó a sospechar que podía estar invitando a unos cuantos
favoritos a una ronda de copas después del trabajo. Zebrowski llevó a cabo maniobras
deliberadas para identificar a ese grupo de favoritos y empezó a insinuarse para
introducirse dentro del círculo. De esta forma, aprendió mucho sobre su jefe y consiguió
forjar una estable relación con él. En última instancia, Zebrowski pudo utilizar esa
información y la relación con su jefe para conseguir la ansiada promoción.
La historia de Zebrowski indica que la paranoia prudente no surge porque las personas
estén atormentadas, sino porque se encuentran en situaciones que son problemáticas en sí
mismas. Este hecho es el punto de partida de mi trabajo sobre la paranoia prudente y lo
diferencia de la mayoría de las investigaciones clínicas realizadas sobre la paranoia en
términos generales. Centrémonos en algunas de las situaciones en las que la falta o la
supresión de la paranoia ha supuesto un obstáculo para una persona o una organización.
Creer que el poder es benévolo
La mayoría de las personas confía en exceso en sus colegas. En mis 20 años de
investigación, durante los cuales he hablado con cientos de directivos, ocho de cada diez
ejecutivos me dijeron que habían cometido un grave error por confiar en la persona
equivocada, por lo menos en una ocasión a lo largo de sus carreras profesionales.
Reflexione sobre este hecho durante un momento: ocho de cada diez ejecutivos tenían la
impresión de que habían confiado en exceso.
Las personas otorgan confianza a quien no la merece por muchos motivos. Una explicación
es que las figuras con gran autoridad en la infancia de las personas padres, abuelos,
profesores, etc. proporcionan unas experiencias bastante positivas con relación a la
confianza. Por tanto, muchas personas se adentran en su etapa adulta suponiendo que las
personas poderosas son dignas de confianza. Es lo que denomino el “efecto Pollyanna”,
porque hace que las personas confíen demasiado e injustificadamente en otras, incluidas
las personas con las que trabajan.
Piense en el caso de Jeff Lieberman (otro pseudónimo). Después de obtener un MBA en
Harvard, empezó a trabajar en una papelera del noroeste de Estados Unidos. Poco después
de llegar a su nuevo trabajo, su jefe le pidió que redactara un informe muy detallado sobre
la forma en que debería estructurarse la división. Lieberman creyó que ésta era su gran
oportunidad de demostrar su capacidad y de conseguir ventaja sobre sus colegas. Durante
meses se esforzó para preparar el informe, entrevistando a personas, recopilando datos y
comparando incluso estructuras innovadoras de organizaciones similares. Muy orgulloso de
la exhaustividad y creatividad de su informe, se lo presentó a su jefe, esperando recibir
alabanzas y reconocimiento.
Para su consternación, Lieberman no recibió ningún comentario de su jefe. De hecho, poco
después, éste fue ascendido y Lieberman descubrió posteriormente que su supervisor se
había atribuido la autoría del informe y había reconocido el trabajo de Lieberman en una
nota a pie de página al final del documento. Demasiado confiado, Lieberman no había
comprendido la situación y no había sido capaz de proteger sus intereses personales.
Por desgracia, los novatos como Jeff Lieberman no son los únicos que cometen el error de
confiar demasiado en un jefe o en un compañero. Incluso los veteranos valoran
erróneamente en ocasiones la aparente amistad de los otros. Piense en el caso de un
ejecutivo experto al que llamaré John McCarthy, socio senior de una gran empresa de
publicidad. McCarthy obtuvo su MBA mientras trabajaba a jornada completa, yendo a la
universidad por la noche. A medida que ascendía jerárquicamente, decidió ayudarse
ayudando a los demás. Puso un gran interés en ser mentor de muchos de los MBA que
llegaban a la empresa. McCarthy invirtió muchos esfuerzos en ayudar a un joven en
particular, al que llamaré Robert Huston, e hizo todo lo que pudo para que éste conociera a
las personas más importantes y aprendiera la forma de actuar. Huston aprendía rápido y
ascendió rápidamente en la empresa. En un momento determinado, McCarthy sirvió de
instrumento para que pudiera captar ideas, con el fin de atraer a un importante cliente
nuevo. El joven las acaparó todas y acabó apropiándose del cliente para sí mismo.
McCarthy, que decidió no montar una escena, optó por considerar que la traición era una
de las lecciones que te da la vida. Sin embargo, lo cierto es que esta experiencia le
atormentó durante años y que nunca volvió a ser capaz de actuar como un verdadero
mentor de otra persona con el mismo grado de confianza o inocencia.

Cómo paraliza la paranoia


Paradójicamente, los prudentemente paranoicos suelen ser los más reacios a sacar a luz su
conocimiento y a actuar basándose en él. Esto se debe a que la paranoia desentierra
mucha información desagradable sobre las personas y, por tanto, promueve las sospechas
de los demás. Por este motivo, muchas personas prudentemente paranoicas saben que
resulta sensato no llamar la atención, ser discreto y contrastar todos los hechos antes de
emprender acciones. Por lo general, actuar prudentemente es una regla admirable, pero
puede conducir a lo que denomino “parálisis provocada por la paranoia”. Llenos de
sospechas y, aun así, reacios a creer realmente lo que temen que sea verdad, los
paranoicos paralizados son incapaces de actuar para protegerse. Como resultado, quedan
atrapados en ciclos viciosos de auto-cuestionamiento y dudas.
Piense en el sector cinematográfico de Hollywood, que es famoso por sus intrigas políticas,
puñaladas por la espalda y traiciones. En este mundo traicionero se adentró la joven y
ambiciosa Dawn Steel, que se convirtió en la primera mujer que alcanzó la cumbre de uno
de los principales estudios cinematográficos.
A principios de la década de 1980, Steel llegó a los niveles superiores de Paramount
Pictures aprendiendo a hablar como había que hablar y a actuar como había que actuar -
convirtiéndose, como ella misma decía, en “uno de los chicos”. En sus memorias,
acertadamente tituladas They Can Kill You, but They Can’t Eat You (“Pueden matarte, pero
no pueden comerte”), escribía con gran sentido del humor sobre la constante paranoia
necesaria para que incluso una experta en las luchas de poder como ella pudiera
mantenerse en la cima.
Sin embargo, la paranoia ascendió a nuevos niveles cuando su pertenencia al club de los
chicos cambió inesperadamente. En 1985, los mentores de Steel en la Paramount fueron
súbitamente sustituidos por Ned Tanen, que había entrado en la empresa como nuevo
presidente de la División de Películas de Paramount. Cuando todos sus intentos por
establecer una relación de complicidad con Tanen fueron rechazados, Steel empezó a creer
que había señales de que algo se estaba tramando. “Empezaba a tener una difusa
sensación de aislamiento. Pasaban cosas sin que me enterara. Empezaba a quedar al
margen de las reuniones... Empecé a escuchar cosas sobre operaciones que se hacían sin
que yo supiera nada, proyectos que se ponían en marcha sin que nadie los hubiera
comentado conmigo”, afirma. Lo peor llegó cuando escuchó a dos secretarias en el lavabo
de señoras decir que estaba muerta y enterrada. “Me sentí rodeada de personas que
conjuraban contra mí”, se lamentaba Steel. Estaba paranoica y con buenos motivos.
Por desgracia, Steel fue incapaz de emprender ninguna acción. Trataba de convencerse
constantemente de que sus temores eran irracionales. Era muy buena en su trabajo y
había conseguido que la empresa ganara mucho dinero. “Hice algunos de mis mejores
trabajos durante esta época”, decía. Sin embargo, añadía, “en mi estado hormonal [Steel
estaba embarazada], era verdaderamente difícil separar la paranoia de la progesterona”.
Acostumbrada a proyectar una imagen positiva y a ser miembro del club, no podía aceptar
la realidad que se escondía tras los datos claramente negativos que se iban manifestando.
Atrapada entre la razón y la paranoia, se sentía incapaz de intervenir para defenderse.
Inevitablemente, por tanto, fue víctima de un golpe palaciego. Tuvo noticias de su despido
por un titular periodístico, que le fue leído por su marido mientras se recuperaba en la sala
de maternidad, con su recién nacido en los brazos.
Incluso cuando las personas actúan basándose en su paranoia prudente, es posible que
tengan que enfrentarse a la negativa de los demás a aceptar su mensaje. Como la
paranoia tiene una imagen tan negativa, hasta las personas más prudentemente
paranoicas suelen ser rechazadas como una especie de Casandra, la princesa troyana que
podía prever el futuro, pero que tenía que hacer frente a la maldición de que nadie la
creyera.
Adele Goldberg, gestora de proyectos que trabajaba en Xerox PARC, se encontró
precisamente desempeñando este papel. Xerox estaba desarrollando el prototipo de una
estación de trabajo personal muy innovadora denominada Alto, que tenía una serie de
características revolucionarias; entre ellas, una interfaz de usuario gráfica y un nuevo
dispositivo denominado ratón. Un día, Goldberg recibió instrucciones de sus jefes para que
enseñara el nuevo aparato a un joven visitante. Aunque otras personas habían visto Alto,
los instintos de Goldberg le indicaron que esta visita concreta era una mala idea, así que se
opuso tenazmente. A pesar de su insistencia, sus preocupaciones fueron pasadas por alto y
se le ordenó que mostrara al joven la instalación. Ni siquiera la insistencia de Goldberg de
que se le dieran las órdenes por escrito hizo cambiar de opinión a sus jefes. El visitante
era, por supuesto, Steve Jobs, que con posterioridad recordaría que, diez minutos después
de haber visto Alto, sabía exactamente cómo podía mejorar el diseño del Macintosh.
El problema es que a la mayoría de nosotros no nos gustan las personas paranoicas. No
son una compañía muy divertida y nos dicen cosas que no queremos saber. En
consecuencia, las condenamos y las evitamos. Los paranoicos prudentes sólo tienen dos
formas de evitar este destino. Una de ellas consiste en adornar las malas noticias de forma
que sean más agradables para las personas que les rodean. No obstante, puede que sea
más eficaz la otra vía, que consiste en seguir el ejemplo de Andy Grove y condicionar a
toda la organización para que sea lo suficientemente paranoica como para reaccionar
rápidamente ante las señales de alarma. En sus propias palabras, “creo que la principal
responsabilidad del directivo es estar constantemente en guardia frente a los ataques de
otras personas e inculcar esta actitud de alerta permanente en las personas que se
encuentran bajo su dirección”. Es interesante destacar que Grove creció en Budapest
mientras estaba ocupada por los nazis, un lugar en el que la paranoia era un requisito
indispensable para sobrevivir. Constantemente pendiente del enemigo, Grove enseña a su
personal a pensar de la misma manera. Puede que parezca obsesivo, pero, como le
gustaba recordarnos a Henry Kissinger, hasta las personas paranoicas tienen enemigos
reales.
CUADRO 2

PARANOIA EN EL TRABAJO

El correo electrónico, los teléfonos móviles, los faxes e Internet son


elementos que han logrado que hacer negocios sea más eficaz, pero
también han aumentado nuestro grado de paranoia. En muchos sentidos,
nunca ha sido tan fácil mantenerse en contacto y, aparentemente, evitar
confusiones y malentendidos. Sin embargo, curiosamente, he descubierto
que estos métodos más cómodos de comunicación sólo han servido para
exacerbar las posibilidades de casos de paranoia y no siempre de
paranoia prudente.

Como estas herramientas de comunicación han hecho posible ponerse en


contacto con la gente casi en todas partes y en todo momento, las
personas han llegado a esperar una respuesta inmediata. Cuando estas
expectativas no se cumplen, muchas veces se siembran las semillas de la
paranoia. Por ejemplo, en mis entrevistas con directivos y altos cargos he
descubierto en numerosas ocasiones que, cuando se tarda en responder
a un mensaje de correo electrónico o a un fax, muchas veces se
desencadenan incómodos ataques de recelo y desconfianza: “He enviado
este mensaje de correo electrónico a mi jefe esta mañana y todavía no
he sabido nada. ¿Irá algo mal?”.

Asimismo, es posible que una respuesta que llega con excesiva rapidez
tampoco calme necesariamente nuestras preocupaciones. Por ejemplo, si
enviamos un mensaje muy largo y detallado, y la contestación es un
lacónico acuse de recibo, es posible que empecemos a tratar de leer
entre líneas.

Peor aún es no recibir respuesta alguna. De hecho, cuando se trata de


alimentar la paranoia, no hay nada más eficaz que el silencio absoluto.
Cuando alguien no se comunica con nosotros, incluso la persona más
equilibrada empieza a proyectar sus temores y ansiedades sobre los
demás. ¿Estará enfadado conmigo el destinatario? ¿Me equivocaría al
confiar en él? Lo que es peor: una vez que se envía el mensaje, está “ahí
fuera” y no lo podemos recuperar. El uso del correo electrónico puede
generar un intenso sentimiento de arrepentimiento del remitente, que no
es necesariamente irracional.

Por último, las personas se sienten paranoicas con relación al modo en


que se utilizan los mensajes de correo electrónico. Los e-mails se pueden
reenviar, copiar e imprimir, lo cual los convierte en objeto de más
preocupación. Hace unos cuantos años, una joven envió un romántico
mensaje de correo electrónico a un pretendiente del trabajo. Para su
espanto, él remitió el mensaje a sus amigos y rápidamente se corrió la
voz por todas partes. No obstante, los temores no terminan ahí. Los
mensajes de correo electrónico se pueden recuperar. Incluso después de
que los hayamos eliminado, pueden seguir existiendo en las cintas de las
copias de seguridad que se guardan en las cajas fuertes de las empresas,
como descubrió Oliver North muy a su pesar.

Los hechos incontestables


Las personas prudentemente paranoicas son más vulnerables cuando todos los datos
tangibles parecen contradecir sus persistentes sospechas. Los enemigos inteligentes suelen
cuidarse de transmitir una imagen absolutamente contraria a la que realmente los
describiría; lo hacen creando datos aparentemente incuestionables que contradicen los
temores y reservas intuitivos de los demás. Como los datos parecen más creíbles que la
paranoia, las personas incautas son arrastradas hacia una falsa sensación de seguridad.
En realidad, cuanto más incuestionables parezcan los datos y más inapelables parezcan las
conclusiones, más desconfianza debemos mostrar. Pensemos en lo que ocurrió el día
anterior al ataque japonés sobre Pearl Harbor. Un adjunto naval estadounidense de la
embajada de Tokio envió un telegrama a Washington para decir que no creía que los
militares japoneses estuvieran preparando un ataque; como prueba, citaba el elocuente
dato de que había grandes cantidades de marineros japoneses paseando
despreocupadamente por las calles de Tokio. Sin marineros, era evidente que los
portaaviones no podían haber salido del puerto. En este caso, por desgracia, más que creer
lo que se veía, se estaba viendo lo que se creía. Lo que el adjunto no tomó en
consideración lo que en realidad no pudo siquiera imaginar fue la posibilidad de que estos
“marineros” no fueran marineros en absoluto. En realidad, eran soldados a los que se les
había ordenado que actuaran como marineros para ocultar el hecho de que la flota
japonesa había zarpado hacia Pearl Harbor. Como la historia nos recuerda, el engaño
funcionó brillantemente. No obstante, desde la perspectiva del servicio de inteligencia de
Estados Unidos, el incidente ofrece un ejemplo elocuente de los peligros que entraña una
insuficiente paranoia. Con frecuencia, cuando más confiamos en nuestros sentidos es
cuando más susceptibles somos al engaño.
Este tipo de engaño también es aplicable al mundo empresarial. Piense en lo que ocurrió
en Enron y en la historia que se narraba en el Wall Street Journal bajo el titular
“¿Engaño?”. El artículo narraba de qué manera la empresa había pedido en 1998 a más de
setenta empleados de baja categoría que se desplazaran a una sala de negociación vacía y
que actuaran como agentes de ventas muy atareados para impresionar a un grupo de
analistas de Wall Street que estaba visitando las oficinas centrales de la empresa. Según
una persona que había participado en la mascarada, “llevamos ordenadores y teléfonos, y
nos dijeron que hiciéramos como si estuviéramos mecanografiando y hablando por teléfono
cuando entraran los analistas. Nos dijeron que era muy importante que causáramos una
buena impresión y que, si los analistas extraían la impresión de que la organización estaba
desestructurada, no le darían una buena calificación”. Para aumentar esta ilusión, los
profesionales llevaron incluso fotos personales para adornar la parte superior de sus
mesas. El engaño funcionó. Aunque toda la farsa duró sólo diez minutos, fue suficiente
para crear la impresión de una sala de negociación dinámica y próspera.
Estas historias son una muestra vívida de lo que puede ocurrir cuando confiamos
excesivamente en los datos tangibles que tenemos en nuestra mano. Las historias nos
recuerdan que la “realidad” no es una entidad fija, sino un tejido de hechos, impresiones e
interpretaciones que puede ser manipulado y pervertido por empresas y gobiernos
inteligentes y taimados. James March, el teórico de la organización, suele hablar de lo
inteligente que resulta “tratar la realidad como si fuera una hipótesis”. Esto es
especialmente aplicable a los casos en los que no se puede estar seguro de los hechos. Es
posible que en el mundo actual no exista un lugar en el que se pueda asentar,
justificadamente, una sólida y duradera sensación de confianza.
Crear paranoia de manera deliberada
Hasta este momento, he indicado formas en las que la paranoia sirve como mecanismo
defensivo y la manera en que, si se le presta atención y se actúa de conformidad con sus
indicaciones, puede ayudar a las personas y organizaciones a mantenerse alejadas de los
peligros. Sin embargo, la paranoia prudente también tiene manifestaciones ofensivas. En
particular, he descubierto muchos casos en los que incrementar deliberadamente la
paranoia de una organización puede ayudar a los líderes a unir a todas las personas de la
empresa.
Steve Jobs es un maestro de la utilización de la paranoia de esta manera, como puso de
manifiesto en su famoso discurso de 1984 ante los accionistas y miembros de Apple. En
ese discurso, Jobs presentó el ordenador Macintosh al mundo. En ese sentido, la
exposición de Jobs era la habitual presentación de un nuevo producto; evidentemente,
quería que el personal de Apple estuviera muy interesado en la venta del nuevo producto.
Sin embargo, logró mucho más que eso. En su discurso, Jobs presentó a IBM como un
mastodonte empresarial gris, impersonal, totalitario, decidido a “dominar y controlar” el
futuro de los ordenadores personales. La naciente Apple, proclamó, era la única “fuerza”
que podía garantizar a los compradores un “futuro libre”.
Jobs invocó deliberadamente el vocabulario y la imaginería de la película La guerra de las
galaxias, sugiriendo que los profesionales de Apple eran similares a la alianza rebelde que
atacaba al malvado Darth Vader. Apple no se limitaba a fabricar y vender ordenadores; se
había lanzado a la defensa de la galaxia. Al invocar unas cuestiones tan trascendentes
como la vida y la muerte, Jobs sabía que podía conjurar una verdadera impresión de
peligro que espolearía a su personal para actuar de manera apasionada. Como dijo una vez
el presidente estadounidense Franklin D. Roosevelt, “si un líder no tiene enemigos, es
mejor que se los invente: si un partidario fiel está dispuesto a luchar fieramente por ti,
estará dispuesto a luchar con redoblada fiereza contra tus enemigos”.
La paranoia, en su forma destructiva, también se puede utilizar como arma que desanima
y desmoraliza a las tropas de sus competidores. Como bien saben los militares, provocar la
paranoia en la mente del enemigo puede intranquilizarle e incluso descomponerle. Un
joven ingeniero de una empresa de diseño nueva y con grandes aspiraciones de Silicon
Valley me describió lo que ocurrió cuando su organización empezó a recibir este tipo de
propaganda negra. “Oíamos constantemente rumores sobre un producto en el que estaba
trabajando nuestra competencia. Aparentemente, era similar a algo en lo que habíamos
estado trabajando nosotros y se dirigía al mismo mercado, sólo que, supuestamente, era
mucho mejor. Sin embargo, no podíamos conseguir ningún tipo de detalle, sólo oíamos
cosas imprecisas. Sin embargo, se decía que ‘la cosa’ era muy buena. Nos volvió locos”.
Posteriormente, el ingeniero descubrió que la otra empresa sabía que tenía problemas con
su producto, pero actuó con la esperanza de ganar tiempo distrayendo, incluso volviendo
locos, a sus competidores. “La verdad era que su idea estaba completamente equivocada.
Se fueron al traste con ese invento. Sin embargo, nosotros no lo sabíamos en aquella
época”. El objetivo de los líderes, por tanto, debe ser sembrar paranoia constructiva en sus
propias organizaciones, al tiempo que siembran paranoia destructiva en la competencia.

***

Es muy sencillo demostrar que la paranoia patológica es extraordinariamente tóxica. No


obstante, es mucho menos fácil evaluar en qué casos la paranoia es prudente y útil. El
problema es que incluso las paranoias más aparentemente patológicas tienen su lado
prudente. Los psiquiatras y amigos de Ernst Hemingway, por ejemplo, negaban la
importancia de sus afirmaciones de que J. Edgar Hoover le perseguía, sugiriendo que sus
temores eran síntomas de una enfermedad mental. No obstante, gracias a la Ley de
Libertad de Información, ahora sabemos que Hemingway tenía razón. Su archivo en el FBI
se remonta al 8 de octubre de 1942, mucho antes de que sospechara que estaba bajo
vigilancia, y contiene 125 páginas (la última anotación tiene fecha del 25 de enero de
1974, 13 años después de su fallecimiento). Hemingway, por supuesto, se suicidó
trágicamente, pero no hay duda de que su paranoia le llevó más cerca de la verdad sobre
Hoover y el FBI. Incluso en nuestros temores más irracionales podemos encontrar
información importante y útil. Aunque es posible que nuestra paranoia nos entristezca un
poco, también puede hacernos más inteligentes.

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