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LA FUNCIÓN DE LA PROHIBICIÓN SEXUAL Y LA

REALIDAD DEL HECHO RELIGIOSO

Julián Hernández Castelano.


Maestría en Filosofía. UAQ.
Seminario de acentuación IV.

«Yo sueño que estoy aquí


Destas prisiones cargado,
Y soñé que en otro estado
Más lisonjero me vi.
¿Qué es la vida? Un frenesí.
¿Qué es la vida? Una ilusión,
Una sombra, una ficción,
Y el mayor bien es pequeño:
Que toda la vida es sueño,
Y los sueños, sueños son».

La vida es sueño. Pedro Calderón de la Barca.

Una de las características de nuestra moderna sociedad es, quizá, la propensión a


considerar todo lo pasado como un antecedente más o menos presentable para justificar
lo que somos y lo que pensamos.
A veces tomamos el pasado como algo ornamental para presumir en el presente
las huellas de lo que nos antecedió; entonces se vuelve aquello un monumento, un
recuerdo o de plano un motivo de orgullo y hasta de identidad.
No es el caso, sin embargo, de la otra actitud hacia lo que ya pasó, pues esta otra
más bien se torna arrogante y altanera, desdeñosa y cautelosa, o hasta agresiva y
resentida: se llega hasta el extremo de avergonzarse del pasado. Tal actitud muchas
veces va acompañada de la ignorancia de lo que fue realmente el pasado. En ocasiones
mira al pasado para criticarlo y toma de él lo igualmente vergonzoso e ignorante que en
el presente le autoriza al crítico tomar la actitud de rechazo.
Al hombre actual, entonces, no le importa saber si lo que llama tradición tiene
algún fundamento. Sospecha que lo tiene, pero no acude para darse cuenta por medio de
la reflexión y mucho menos de la investigación. Es por ello que se pierde el sentido de
las cosas. El hombre actual muchas veces vive tan embebido de lo nuevo, de lo in, de
las modas. De un tiempo hacia acá el frenesí por las innovaciones y todo lo nuevo ha
hecho que se desprecie lo anterior, hasta el punto de inventar o adaptar vocablos como
“lo retro”. Lo que apenas hace un rato es nuevo, ya mañana o en unos días será viejo

1
porque la carrera por conseguir lo nuevo no se detiene. El anhelo consumista también
consume al que lo tiene, y lo tiene el hombre medio actual.
No sólo se da esta condición, sin embargo, en el ámbito material, pues también
en otros campos como en el intelectual hay una carrera frenética por descalificar el
pasado y con sarcasmo de por medio proponer nuevas ideas. Ya de entrada hay una
tendencia a descalificar argumentos o pronunciamientos si se sabe que tienen su
fundamentación originada en ideas pasadas. Estamos en el tiempo en el que se ha
superado la teología, la metafísica, la historia y la tradición. Todo es nuevo, o mejor
dicho, todo lo aceptado por el mundo es lo que se considera nuevo. Es así como se
prescinde de ese cúmulo de hábitos, experiencias, ideas, avances, cavilaciones, ensayos,
etc., que se nos fue heredado por la tradición.
Como el niño berrinchudo que reniega de sus padres y de sus mayores y actúa
sin tomar en cuenta las advertencias y las experiencias de ellos, así el hombre
hipermoderno se cierra las más de las veces a la enseñanza sabia del pasado, negando
todo lo que tenga que ver con tradición, como si esta fuese lo más nocivo y como si la
cerrazón y la ignorancia del pasado no lo fueran.
Esta actitud beligerante contra el pasado y la tradición, parece ser la tónica de las
obras que hemos tenido la oportunidad de revisar, tanto de Foucault, como de Freud.
Ambos acometen la embestida de sus estudios y sus obras contra el pasado, contra las
imposiciones oficiales, contra la ignorancia de antaño.
El cometido del presente trabajo es presentar muy brevemente las ideas más
representativas de las quejas develadas por nuestros autores contra la prohibición en el
ámbito sexual y la muy larga historia de religiosidad catalogada como una ilusión,
tratando de aportar, a la par, algunas muy humildes consideraciones escépticas ante lo
que estos genios nos traen a cuento, sin proponernos, desde luego, ponernos a su altura,
pues es obvio que no somos nada comparándonos con ellos en categoría de pensadores,
pero aportando consideraciones a nuestro favor, que surgen de la genialidad de otros
pensadores que sí podemos afirmar que tienen la autoridad genial, o más, que la que
tienen nuestros respetables personajes estudiados. Veamos estas posturas.
Michel Foucault nos ofrece un ensayo interesante sobre la historia de la
sexualidad, en el que afirma que «la sexualidad es cuidadosamente encerrada. Se muda.
La familia conyugal la confisca. Y la absorbe por entero en la seriedad de la función

2
reproductora.»1 En el diagnóstico que hace sobre esta historia de la sexualidad, nuestro
autor parece utilizar un lenguaje francamente quejoso sobre la manera como se ha dado
el tratamiento a ese ámbito especial de la vida de las personas. ¿Qué es lo que
pretendería Foucault al señalar tan agudamente una situación casi de ignominia contra la
sexualidad humana? Nos lo revela enseguida: «haría falta nada menos que una
trasgresión de las leyes, una anulación de las prohibiciones, una irrupción de la palabra,
una restitución del placer a lo real y toda una nueva economía en los mecanismos del
poder».2 Vamos rápido distinguiendo que el reclamo de nuestro autor parece ser en
contra del hecho del control. Ve en este hecho la mano perversa de toda la tradición que
nos ha mandado reprimir nuestra sexualidad porque en el fondo el control de tal apetito
constituye el control total sobre la sociedad. Hay manipulación y, según Foucault, haría
falta arrebatar ese poder para llevar el placer a lo real. En otras palabras, así como está
domeñado el placer, escondido, oculto, está secuestrado y con ello nos controlan, no
existe en la realidad, es una ilusión.
Se le ha llevado a tal condición a la práctica de la sexualidad porque, según
nuestro autor, eso conviene al régimen laboral imperante en el Estado Moderno.
Dedicarse a la producción implica controlar los apetitos y eso es lo que se quiere de
estos cautivos prisioneros del poder actual.3 Por otra parte, Foucault encauza la fuerza
de sus críticas a la época del auge de la burguesía, es decir, a la sociedad resultante de
los vaivenes económicos, políticos y sociales que implicaron las revoluciones europeas
y la Ilustración: los siglos XVII, XVIII y XIX, para desembocar en el estado actual de la
cuestión. «La afirmación —nos recuerda nuestro autor— de una sexualidad que nunca
habría sido sometida con tanto rigor como en la edad de la hipócrita burguesía,
atareada y contable, va aparejada al énfasis de un discurso destinado a decir la verdad
sobre el sexo, a modificar su economía en lo real, a subvertir la ley que lo rige, a
cambiar su porvenir.»4 No es que esté tan oculto el asunto, sino que la misma sociedad
acusada de hipócrita por Foucault, se vio en la necesidad de exponer la verdad sobre
ello, cambiando su administración, abriéndose quizás, o por lo menos transformando lo
que circunda tanto el discurso como la práctica.

1
Foucault, Michel, Historia de la sexualidad I. La voluntad de saber, XXIII edición, México, Siglo XXI
editores, 1996, p. 9.
2
Idem, p. 11.
3
Cfr. Idem, p. 12.
4
Idem, p. 15.

3
La situación de represión de la sexualidad tiene todavía una faz escasamente
interpelada y un trasfondo más profundamente arraigado en las prácticas religiosas. «Es
legítimo preguntarse por qué, durante tanto tiempo, se ha asociado sexo y pecado», 5 nos
agrega el autor, introduciendo en su acusación el elemento religioso en el asunto.
«¿Cómo ha ocurrido ese desplazamiento que, pretendiendo liberarnos de la naturaleza
pecadora del sexo, nos abruma con una gran culpa histórica que habría consistido
precisamente en imaginar esa naturaleza culpable y en extraer de tal creencia efectos
desastrosos?»6 La médula, la entraña, el verdadero problema parece yacer en esta
cuestión acerca de la identificación entre sexo y pecado. Al equipararnos estas dos
ideas, nos han dado la ocasión perfecta para poder vernos en la necesidad de reprimir la
sexualidad. Esto es lo que afirma, con sus palabras, Foucault.
Ubica, pues, el comienzo de la represión en el siglo XVII, 7 hace un recuento de
la manera en la que, desde la Iglesia Católica, se establece la práctica de la confesión,
haciendo una exposición más o menos documentada de los discursos y las
prescripciones por las cuales se recomienda al feligrés fijarse en sus propios deseos y en
la práctica sexual que asume, para considerarla regularmente insana y confesarla como
pecado abominable. Es lujuria y habrá que confesarla siempre, haciendo de esta práctica
un motivo más para perpetuar el discurso sobre el sexo, pero a la vez, la sensación
pesada de la carga de la culpa por practicar y ceder ante el deseo a sabiendas de que
constituye un pecado. Es también el problema del pecado original, pues, y por ello
Foucault manifiesta una cierta reticencia y hasta molestia contra esta parte de la historia
de la sexualidad.
Si se da entonces esta supuesta represión sexual y sólo se limita a expresar la
práctica como culpa de pecado y se queda oculta y administrada solamente en el sigilo
sacramental de la confesión, ¿qué es entonces lo que propone Foucault? Encontramos
en él que: «Se debe hablar del sexo, se debe hablar públicamente y de un modo que no
se atenga a la división de lo lícito y lo ilícito, incluso si el locutor mantiene para sí la
distinción (para mostrarlo sirven esas solemnes declaraciones liminares); se debe
hablar como de algo que no se tiene, simplemente, que condenar o tolerar, sino que
dirigir, que insertar en sistemas de utilidad, regular para el mayor bien de todos, hacer
funcionar según un óptimo. El sexo no es cosa que sólo se juzgue, es cosa que se

5
Idem, p. 16.
6
Ibidem.
7
Cfr. Idem, p. 25.

4
administra.»8 Hablar del sexo sin prohibiciones y administrarlo para bien de todos, es
lo que propone, no juzgarlo. Es por demás claro que nuestro autor considera una
anomalía la manera como se ha tratado la cuestión y acepta que se está llegando a una
situación en la que los discursos han cambiado, para ir dejando poco a poco de hablar
de las estructuras tradicionales, de las reglas del sexo dentro del matrimonio, por
ejemplo, o de los discursos del bienestar con el control de la natalidad ante la amenaza
de la explosión demográfica, para pasar a un más fino análisis sobre la regulación del
apetito sexual.9 «Lo propio de las sociedades modernas —nos dice— no es que hayan
obligado al sexo a permanecer en la sombra, sino que ellas se hayan destinado a
hablar del sexo siempre, haciéndolo valer, poniéndolo de relieve como el secreto.»10
Luego Foucault hace una oposición entre los términos de ars erotica y scientia
sexualis para criticar la manera como en la actualidad ha sido manejada la cuestión de la
sexualidad. Según él, los pueblos o civilizaciones antiguas que se dieron una ars
erotica, encontraban en el placer la fuente de la verdad, de su verdad; tenían en alta
estima una especie de encumbramiento sin pudores y sin ataduras la administración del
placer, del deseo y de la sexualidad en su conjunto11 y lo que a nuestra sociedad
occidental le ha impedido darse esa ars erotica ha sido la práctica implantada por el
cristianismo acerca de la confesión de los pecados. Por otra parte, hemos llegado, según
Foucault al tiempo en el que la ciencia médica se ha hecho cómplice y comparsa de esta
condición represiva, pues ahora se ha dotado al discurso de todo tipo de consideraciones
médicas para explicar el quid de la sexualidad, pero en el fondo —denuncia nuestro
autor— sigue estando la práctica de la confesión como condición de la posibilidad de
manipulación y de represión del placer. Sigue habiendo ese control abominable
identificado por Foucault. Es la llamada scientia sexualis.12

El postulado de partida que yo querría mantener el mayor tiempo posible, consiste en que
esos dispositivos de poder y saber, de verdad y placeres, no son forzosamente secundarios y
derivados; y que, de todos modos, la represión no es fundamental ni triunfante. Se trata
pues de considerar con seriedad esos dispositivos y de invertir la dirección del análisis; más
que de una represión generalizada y de una ignorancia medida con el patrón de lo que
suponemos saber, hay que partir de esos mecanismos positivos, productores de saber,
multiplicadores de discursos, inductores de placer y generadores de poder; hay que partir de
ellos y seguirlos en sus condiciones de aparición y funcionamiento, y buscar cómo se
distribuyen, en relación con ellos, los hechos de prohibición y de ocultamiento que les están
ligados. En suma, se trata de definir las estrategias de poder inmanentes en tal voluntad de

8
Idem, p. 34.
9
Cfr. Idem, p. 36.
10
Idem, p. 47.
11
Cfr. Idem, pp. 72-81.
12
Cfr. Idem, pp. 82-85.

5
saber. Y, en el caso preciso de la sexualidad, constituir la "economía política" de una
voluntad de saber.13

Nuestro autor considera fundamental entonces el hecho de reconocer que los


mecanismos por los cuales él mismo acusa la existencia de la represión, no son
periféricos ni banales, sino más bien esenciales para descubrir la manera como se ha
forjado el control. Estudiarlos y analizar cómo se han dado a través de la historia, es la
tarea que se propuso en el texto que hemos tomado de su autoría.

***

En otra de sus obras Foucault trata de profundizar y extender, a la vez que


matizar y explicar lo expuesto en La voluntad de saber. Se trata de Tecnologías del yo.
Ya se trata ahora de darle a su discurso un sesgo más personal, más encaminado al
problema de las implicaciones del deseo y la sexualidad en su conjunto en el ámbito del
yo; pero más concretamente se esfuerza por ubicar las técnicas utilizadas para controlar
a la sociedad mediante estas prohibiciones. «Cuando comencé —nos ubica al inicio de
esta otra obra— a estudiar las reglas, deberes, y prohibiciones de la sexualidad, los
impedimentos y las restricciones con que estaba relacionada, mi objetivo no eran
simplemente los actos permitidos y prohibidos, sino los sentimientos representados, los
pensamientos, los deseos que pudieran ser experimentados, los impulsos que llevaban a
buscar dentro de sí cualquier sentimiento oculto, cualquier movimiento del alma,
cualquier deseo disfrazado bajo formas ilusorias.»14 Considera Foucault que el obligar
al sujeto a decir la verdad sobre su sexualidad mediante la confesión constituye una
interpelación al individuo acerca de sí mismo, entre su disciplina y sus hábitos, por una
parte, y por otra parte, la verdad. « ¿De qué forma han requerido algunas prohibiciones
el precio de cierto conocimiento de sí mismo? ¿Qué es lo que uno debe ser capaz de
saber sobre sí para desear renunciar a algo? »15
Existen, a juicio de Foucault, las tecnologías de producción, las que permiten
transformar y producir; las del lenguaje, del sistema de signos y símbolos que hacen
posible la comunicación y la organización; las del poder, las que se ocupan de la
dominación y la conducta de los individuos; y las del yo, que son las que permiten y

13
Idem, pp. 91-92.
14
Foucault, Michel, Tecnologías del yo, III reimpresión de la I edición, Paidós, Barcelona, 1990, p. 45.
15
Idem, p. 47.

6
condicionan a los individuos acerca del ramillete de posibilidades sobre lo que pueden
pensar, decidir, ser, hacer para conseguir cierto grado de sabiduría o felicidad, etc.16
¿Qué puede conocer un individuo acerca de sí mismo? Esa sería la pregunta
implícita en los estudios o propuestas que el autor nos presenta. Es por ello que
comienza haciendo una distinción entre el mandato délfico del «conócete a ti mismo» y
otro precepto que constituye una necesidad vital: «preocúpate de ti mismo». En algún
punto de la historia se ha dado una importancia primordial al primero de ellos y se ha
sacrificado u olvidado la existencia del segundo. Concretamente sitúa esa actitud en la
antigua Grecia, desde luego; pero luego acusa otra vez al cristianismo de arrinconar
incluso el cuidado y hasta el conocimiento del sí mismo, puesto que se ordena la
renuncia al yo con la implementación de la ascética rigurosa.
Dice Foucault que esta religión del cristianismo no sólo es de salvación, sino
confesional, rígida y autoritaria: «El cristianismo no es tan sólo una religión de
salvación, es una religión confesional. Impone obligaciones muy estrictas de verdad,
dogma y canon, más de lo que hacen las religiones paganas. Las obligaciones referidas
a la verdad de creer tal o cual cosa eran y son todavía muy numerosas. El deber de
aceptar un conjunto de obligaciones, de considerar cierto número de libros como
verdad permanente, de aceptar las decisiones autoritarias en materia de verdad, el no
sólo creer ciertas cosas sino el demostrar que uno las cree y el aceptar
institucionalmente la autoridad, son todas características del cristianismo.»17 Según
todo esto, seguir los preceptos del Magisterio de la Iglesia, constituiría precisamente
una más de las pruebas de esa falta de autonomía por parte del cristiano común y
corriente. La autoridad debe aceptarse a rajatabla, sin vacilar, sin cuestionar. Esta sería
la tecnología del yo que se instauró con el cristianismo. Ya no sólo no cuidarse ni
conocerse a sí mismo, sino renunciar a sí mismo por voluntad ajena, directa, represora,
según el sentido de las palabras de Foucault. Y allí mismo afirma también que «el
sacramento de penitencia y de confesión de los pecados son innovaciones más bien
tardías»,18 cuando trata de rastrear los distintos momentos en los que estas tecnologías
se han ido transformando y confabulando para encerrar la sexualidad y prohibir el
deseo.

16
Cfr. Idem, p. 48.
17
Idem, p. 81.
18
Ibidem.

7
Al igual que en el primer texto del que hicimos glosa, también en este identifica
un cambio que ya comenzó a operarse alrededor del siglo XVIII y que tiene que ver con
la mutación de las técnicas implementadas para seguir verbalizando como si fuese
confesión lo referente a la práctica de la sexualidad personal, pero sin que esto
constituya una renuncia al yo. Esto ha sido posible desde el seno de las llamadas
«ciencias humanas». Este cambio es considerado por nuestro autor como algo
decisivo.19
En otro momento nuestro autor confiesa la intención emanada de la acusación al
cristianismo primigenio: «He intentado mostrar cómo el cristianismo primitivo
configuró la idea de una influencia pastoral, que se ejerce continuamente sobre los
individuos a través de la demostración de su verdad particular.»20 Y con ello critica
también severamente la acción pastoral interna de la Iglesia Católica, que retoma esta
actitud desde los fundamentos del judaísmo mosaico, desde el Antiguo Testamento. El
pastor es el que guía a los demás, es el que asegura la salvación, la posesión de la tierra
y tiene el deber de ejercer el poder sobre sus seguidores. Esto es considerado anómalo
por Foucault, porque considera que este tipo de conocimiento nos ha traído
incertidumbre, pues no se encuentra la relación de crudas experiencias como la locura,
el sufrimiento, la muerte, el crimen, el deseo, la individualidad, etc. No tienen cabida.
No parecen tener lugar en esta lógica pastoral, en estas técnicas de aplicación del poder.
El Estado Moderno se ha acomodado a esta condición impuesta desde el seno del
cristianismo para continuar utilizando el discurso de lo sexual y la táctica confesional
ahora desde la práctica médica a fin de mantener el control de los apetitos, a fin de
implementar estas tecnologías del yo para acotar el cúmulo de creencias, aspiraciones,
el catálogo de ideas de las personas, etc. «Mi papel —nos dice— consiste en enseñar a
la gente que son mucho más libres de lo que se sienten, que la gente acepta como
verdad, como evidencia, algunos temas que han sido construidos durante cierto
momento de la historia, y que esa pretendida evidencia puede ser criticada y destruida.
Cambiar algo en el espíritu de la gente, ése es el papel del intelectual.»21

***

19
Cfr. Idem, p. 94.
20
Idem, p. 118.
21
Idem, p. 143.

8
Sigmund Freud, por su parte, nos adentra en esta discusión acerca de la
condición ilusoria de la religión en El porvenir de una ilusión. Para llegar al meollo del
asunto, comienza por señalarnos una condición existente en la configuración de toda
cultura, sin hacer la clásica diferenciación entre ésta y el concepto de civilización, sino
equiparándolos. Para poder hacerse una visión acerca del porvenir, toda persona que lo
intente, deberá tener un diagnóstico actual sobre su situación concreta en el conjunto de
la civilización; asimismo, deberá ser conocedor de su pasado e, ineludiblemente,
reflexionar acerca del hecho de la cultura y cómo ha sido establecida y configurada, la
cultura es, para Freud: «el saber y el poder conquistados por los hombres para llegar a
dominar las fuerzas de la Naturaleza y extraer los bienes naturales con que satisfacer
las necesidades humanas, y por otro, todas las organizaciones necesarias para regular
las relaciones de los hombres entre sí y muy especialmente la distribución de los bienes
naturales alcanzables.»22
Los individuos que perviven inmersos en su cultura, empero, rara vez la
entienden y subsisten a regañadientes dentro de ella, así nos lo señala el propio Freud:
«los hombres, no obstante, serles imposible existir en el aislamiento, sienten como un
peso intolerable los sacrificios que la civilización les impone para hacer posible la vida
en común. Así, pues, la cultura ha de ser defendida contra el individuo, y a esta defensa
responden todos sus mandamientos, organizaciones e instituciones, los cuales no tienen
tan sólo por objeto efectuar una determinada distribución de los bienes naturales, sino
también mantenerla e incluso defender contra los impulsos hostiles de los hombres los
medios existentes para el dominio de la Naturaleza y la producción de bienes»23; no se
hacen partícipes gustosos de los sacrificios que conlleva mantenerse cohesionados y al
servicio de esas instituciones y su cultura. Es por ello que tiene que verse defendida la
cultura de sus propios hostiles miembros que la ven con pesimismo y como si fuese una
carga para ellos. Existe, por otra parte, la impresión de que esta carga fue impuesta a la
fuerza de parte de una minoría que se adueñó —igual que como piensa Marx— de los
bienes y los medios de producción sobre una mayoría que padece esta condición
coercitiva y a la fuerza, de tal manera que si desapareciese la coerción, los individuos
sin el yugo muy probablemente no nutrirían las formas de vida de la cultura. Hay, sin
embargo, otra condición a considerar: cuando ya se ha logrado el control para someter a

22
Freud, Sigmund, El porvenir de una ilusión, tomado de la web en:
http://www.scribd.com/doc/8533639/Sigmund-FreudEl-Porvenir-de-Una-Ilusion
23
Ibidem.

9
la Naturaleza, la coerción subsiste en dirección ahora contra lo anímico. La coerción
parece aplicarse en razón de que los individuos manifiestan poco amor al trabajo y no
hay un control eficaz contra sus pasiones.
Cuando ya quedan satisfechas las más elementales necesidades materiales para
la subsistencia, el interés muda de lo material a lo psicológico en que se refiere al
control de las minorías sobre las mayorías. Los mecanismos de control girarán en torno
a los deseos de las mayorías. Controlar mediante prohibiciones ha sido la tónica, según
Freud, de la civilización a través de la historia. «Supongamos levantadas de pronto a
sus prohibiciones: el individuo podrá elegir como objeto sexual a cualquier mujer que
encuentre a su gusto, podrá desembarazarse sin temor alguno de los rivales que se la
disputen y, en general, de todos aquellos que se interpongan de algún modo en su
camino, y podrá apropiarse los bienes ajenos sin pedir siquiera permiso a sus
dueños.»24
«He intentado mostrar que las representaciones religiosas han nacido de la
misma fuente que todas las demás conquistas de la cultura: de la necesidad de
defenderse contra la brumadora prepotencia de la Naturaleza; necesidad a la que más
tarde se añadió el impulso a corregir las penosas imperfecciones de la civilización»25,
nos dice el Dr. Freud, estableciendo claramente que la religión ha sido un producto de la
cultura en aras de la defensa de sus miembros contra el temor de la inanidad, el vacío o
la indefensión ante lo que pueda sobrepasarle naturalmente. También aquí Freud trata
de dialogar con las posibles objeciones que se le puedan hacer, citando incluso pasados
escritos suyos sobre la fundamentación del hecho religioso en la relación paternofilial y
él mismo se responde a dichas objeciones haciendo una distinción entre lo que es
propiamente lo religioso y la simple práctica de ritos que se quedan en un estrato cuasi
primitivo del totemismo.
Sigmund Freud cree que las representaciones y los logros conseguidos por el
hecho religioso son principios y afirmaciones sobre hechos y relaciones de la realidad
en los que se sostiene algo que no hemos hallado por nosotros mismos y que aspiran a
ser aceptados como ciertos. «Los principios religiosos. Si preguntamos en qué se funda
su aspiración a ser aceptados como ciertos, recibiremos tres respuestas singularmente
desacordes. Se nos dirá primeramente que debemos aceptarlos porque ya nuestros
antepasados los creyeron ciertos; en segundo lugar, se nos aducirá la existencia de

24
Ibidem.
25
Ibidem.

10
pruebas que nos han sido transmitidas por tales generaciones anteriores y, por último,
se nos hará saber que está prohibido plantear interrogación alguna sobre la credulidad
de tales principios.» Luego acusa una condición tramposa por la cual se nos prohíbe
preguntar sobre la certeza y la validez de los principios que se creen haber descubierto
mediante experiencias de tipo religioso, basada en el hecho o la afirmación de que
dichas certezas ya fueron concebidas, encontradas y explicadas por los antepasados, de
tal modo que nos piden aceptarlas por una especie de tradición. No podemos explicarlas
nosotros pero tampoco podemos indagar cómo fueron encontradas y resueltas: «tales
ideas, que nos son presentadas como dogmas, no son precipitadas de la experiencia ni
conclusiones del pensamiento: son ilusiones, realizaciones de los deseos más antiguos,
intensos y apremiantes de la Humanidad. El secreto de su fuerza está en la fuerza de
estos deseos.»26
La prohibición sexual es un mecanismo que le permite a la civilización
conservar de algún modo el dominio cultural que se ejerce sobre los individuos,
impidiéndoles replegarse sobre su estado de naturaleza primitiva; pero también es la
punta de lanza de las representaciones religiosas. La religión, por su parte, es una
ilusión para Freud, quien finalmente nos invita a «preguntarnos si acaso no lo serán
también otros factores de nuestro patrimonio cultural, a los que concedemos muy alto
valor y dejamos regir nuestra vida; si las premisas en las que se fundan nuestras
instituciones estatales no habrán de ser calificadas igualmente de ilusiones, y si las
relaciones entre los sexos, dentro de nuestra civilización, no aparecen también
perturbadas por toda una serie de ilusiones eróticas.»27

***

Tanto para Foucault como para Freud, podemos considerar que sus
aseveraciones son posiblemente incompletas, un poco inconexas y con ciertas
imprecisiones que otros autores han tenido la viveza de identificar indirectamente con
sus propios análisis. Rápidamente citaremos aquí algunas aportaciones del pensamiento
de René Girard y otras fuentes que nos ayudarán a reforzar o rectificar los huecos
dejados por nuestros autores.
Sobre la génesis y realidad del hecho religioso, contra la pretendida condición
ilusoria del mismo, Girard nos presenta el mecanismo de la violencia mimética, del mito

26
Ibidem.
27
Ibidem.

11
fundador, del sacrificio que origina el orden desde las sociedades primitivas hasta
nuestros días, como el origen visible, patente, inobjetable del hecho religioso. «El
sacrificio aparece como el origen de todo lo religioso.»28 También incluye esta misma
afirmación haciendo una crítica concreta a los análisis del Dr. Freud: «La tesis aquí
defendida, el mecanismo de la víctima propiciatoria, no es una idea más o menos
buena, es el verdadero origen de todo lo religioso y de las prohibiciones del incesto. El
mecanismo de la víctima propiciatoria es el objeto fallido de toda la obra de Freud, el
lugar inaccesible pero próximo a su unidad.»29 Si la divinidad tiene un papel centra en
todo sistema de ideas, en la formación de toda civilización y cultura, tiene sentido
descubrir esta condición fundadora mediante el sacrificio ritual. Dice Girard, tratando
de comprender a los que ven en esto una ilusión que «Dado que para nosotros,
modernos, la divinidad carece de toda realidad, por lo menos en el plano del sacrificio
sangriento, toda la institución, a fin de cuentas, es rechazada por la lectura tradicional
al terreno de lo imaginario.»30 ¿Cómo la unanimidad contra una víctima puede ser el
origen de lo religioso? Girard nos lo responde:

La tesis que convierte al ritual en una imitación y una repetición de una violencia
espontáneamente unánime puede pasar por fantasiosa e incluso fantástica mientras nos
limitemos a la consideración de unos cuantos ritos. Cuando se amplía la mirada, se
comprueba que se encuentran huellas de ella en todas partes y que, a decir verdad, basta
con desprenderla para iluminar, en las formas rituales y míticas, algunas analogías que con
gran frecuencia pasan desapercibidas porque no se ve qué significación común pueden
tener. Hasta un examen somero revela que, en toda vida religiosa, en toda práctica ritual, en
toda elaboración mítica, el tema de la unanimidad reaparece con una frecuencia
extraordinaria en unas culturas tan alejadas de sí, bajo unas formas tan variadas y en unos
textos de naturalezas tan diferentes que es absolutamente imposible suponer una difusión
por influencia.31

A pesar de que Freud encuentra hasta cierto grado problemático el levantar las
prohibiciones, puesto dejaría el desenlace a expensas del triunfo del tirano, no ve que
cada uno de esos fenómenos de deseo liberado podría dar origen a nuevas formas de
rivalidad violenta entre los miembros que se disputan el dominio del objeto del deseo.
Girard reclama a Freud esa falta de visión y le reprocha la parcialidad del ejercicio de su
nueva ciencia psiquiátrica que se queda en la superficie del apilamiento de datos,
influenciada, quizá, por el positivismo imperante en la época freudiana:
28
Girard, René, La violencia y lo sagrado, Anagrama, («Colección Argumentos, núm. 70»), IV edición,
Barcelona, 2005, La I edición es de 1983, En Anagrama y en español se publicó por primera vez en
1995, Traducción de Joaquín Jordá, p. 97.
29
Idem, p. 223.
30
Idem, p.14.
31
Idem, pp. 107-108.

12
Una psiquiatría que ya no oscilara entre el anodino conformismo de la adaptación y los
falsos escándalos que comienzan con la asunción mítica por el niño de un deseo del
parricidio y del incesto, lejos de caer en la insulsez idealista alcanzaría algunas grandes
intuiciones tradicionales que no tienen nada de «tranquilizadoras». En la tragedia griega,
por ejemplo, al igual que en el Antiguo Testamento, el hijo mejor coincide, por regla
general, con el peor. Es Jacob y no Esaú, es el hijo pródigo y no el fiel, es Edipo… El hijo
mejor imita con una pasión que convierte del padre para él, a él para el padre, en el
obstáculo con el que ambos chocan una y otra vez incesantemente, la piedra de toque que el
mediocre consigue esquivar mejor. El interés de los análisis no reside en sus resultados, en
el apilamiento de las pomposas «instancias», en los precarios andamios que los discípulos
bien educados escalan y descienden con una agilidad tan notable como banal, reside en el
fracaso del sistema. Freud jamás ha conseguido organizar las relaciones del modelo, del
discípulo y de su objeto común pero nunca ha renunciado a hacerlo. No puede manipular
dos de estos términos sin que el tercero surja junto a ellos, como un malicioso diablo de
resorte que los enfermeros con blusa blanca se empeñan en encerrar en su caja creyendo
hacerse útiles. No cabe imaginar castración más radical del gran pensador sacralizado.32

Liberar el discurso y el deseo sexual, como propone Foucault, supondría abolir


las prohibiciones que dan origen a la unanimidad que, a su vez, constituye la génesis del
hecho religioso y de toda sociedad: «La sexualidad forma parte de la violencia sagrada.
Al igual que todas las demás prohibiciones, las prohibiciones sexuales son
sacrificiales; cualquier sexualidad legítima es sacrificial. Esto quiere decir que,
hablando en propiedad, no hay sexualidad legítima de la misma manera que no hay
violencia legítima entre los miembros de la comunidad. Las prohibiciones del incesto y
las prohibiciones que se refieren a cualquier homicidio o cualquier inmolación ritual
dentro del seno de la comunidad tienen en el mismo origen y la misma función. A esto
se debe que se parezcan.»33
Volveremos sobre el asunto en nuestra breve conclusión. Por lo pronto valgan
estos fragmentos de los estudios de Girard como una respuesta a las inquietudes de
nuestros autores sobre las prohibiciones en el ámbito sexual y sobre la idea de la
condición ilusoria del hecho religioso.
Atendiendo ahora a los análisis que hace Foucault sobre el hecho de la confesión
de los pecados, y concretamente sobre la confesión del pecado de la carne, encontramos
que él atribuye este producto a la cristiandad. Sin embargo, parece ignorar que la fuente
de la confesión, si bien fue institucionalizada con un sacramento por parte de la Iglesia
Católica, ya existía la práctica desde el propio judaísmo, antes del periodo de la
cristiandad. Así, por ejemplo, encontramos este salmo atribuido al Rey David luego de
haber cometido el adulterio con Betsabé, la esposa de Urías, el Hitita:

32
Idem, pp. 184-185.
33
Idem, p. 225.

13
Misericordia, Dios mío, por tu bondad;
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito, limpia mi pecado.

Pues yo reconozco mi culpa,


tengo siempre presente mi pecado:
contra ti, contra ti solo pequé,
cometí la maldad que aborreces.

En la sentencia tendrás razón,


en el juicio brillará tu rectitud.
Mira, que en la culpa nací,
pecador me concibió mi madre.

Líbrame de la sangre, ¡oh Dios,


Dios, Salvador mío!,
y cantará mi lengua tu justicia.34

Y así continúa este salmo clamando la misericordia de Dios, aceptando la culpa


y dispuesto a la conversión y a la penitencia. No es tan nuevo el mecanismo. Es antiguo.
Sus raíces se remontan, por lo menos con esta prueba, al pasado hebreo, no a la Edad
Media o a la aparición histórica del cristianismo. La culpa es un sentimiento muy
humano: cuando entendemos, según nuestra conciencia, que “algo estuvo mal” de lo
que hicimos, sentimos automáticamente la carga o la culpa. Sin ánimo de adentrarnos en
tremendos embrollos teológicos para el caso de la culpa del pecado original, baste
asentar la pesadez sobre nuestro espíritu padecida por nosotros cuando este sentimiento
se hace patente y presente en nuestra consciencia, ya no sólo en la conciencia, pues
podemos saber que algo estuvo mal, pero no hacerlo racional, visible, entendible,
presente en nuestro conocimiento. No somos ángeles. Somos humanos, y como tales,
pecadores, propensos a los errores, a expensas de la culpa y del pecado. Es un hecho.
Nos duele cuando agredimos, cuando fallamos en algo, cuando algo nos falta, cuando
sin querer traicionamos o cuando hacemos el mal que no queremos, como bien lo
reconoce para sí mismo el Apóstol: «Puesto que no hago el bien que quiero, sino que
obro el mal que no quiero. Y, si no hago lo que no quiero, no soy yo quien lo obra, sino
el pecado que habita en mí. Así pues, soy yo mismo quien con la razón sirvo a la ley de
Dios, mas con la carne, a la ley del pecado».35 Hay una desconexión entre nuestra
inteligencia y nuestra voluntad. Nuestra inteligencia puede indicarnos el buen camino;
pero nuestra voluntad puede flaquear y traicionarnos. Así es nuestra naturaleza. No hay
que espantarnos tampoco, pues como canta en la noche gloriosa de la Vigilia Pascual el
Sacerdote en el Pregón de la Pascua: «Esta es la noche en que, rotas las cadenas de la

34
Salmo 50.
35
Rm. 7, 19-20. 25b

14
muerte, Cristo asciende victorioso del abismo. ¿De qué nos serviría haber nacido si no
hubiéramos sido rescatados? ¡Qué asombroso beneficio de tu amor por nosotros! ¡Qué
incomparable ternura y caridad! ¡Para rescatar al esclavo rescataste al Hijo!
Necesario fue el pecado de Adán, que ha sido borrado por la muerte de Cristo. ¡Feliz la
culpa que mereció tal Redentor!». Resaltemos lo último: Feliz la culpa que mereció tal
Redentor. Sin duda hay dos declaratorias de la grandeza inefabilidad de Nuestro Señor,
pues primero San Pablo nos hace pensar en nuestra humanidad pecadora lejos de la vida
del Espíritu, es decir, lejos de la Gracia; y luego este fragmento del Pregón nos consuela
¡con la misma acción de la redención! La confesión es, pues, un medio para volver a la
relación con la divinidad, no un mecanismo de control. «El confesor no es dueño, sino
el servidor del perdón de Dios. El ministro de este sacramento debe unirse a la
intención y a la caridad de Cristo»36 La acción pecadora no necesariamente debe ser
motivo de juicio o de escarnio mimético. Las faltas cometidas competen a algo externo
en tanto que afectan en lo externo. Es por eso que el mecanismo de la violencia
mimética guarda la propia constitución colectiva, tal como hemos visto con Girard.
Llama la atención también que Foucault señale el abuso en la administración de
la confesión como un mecanismo de control, acusando la condición pretendidamente
pecadora en la que se busca ubicar a la población dentro del cristianismo, pero ubicando
el mayor grado de problematicidad en la época casi moderna. Llama la atención porque
no parece tomar en cuenta obras como la de Dante, o el sentimiento de culpa y la
institucionalización de la confesión desde épocas anteriores. Por otra parte, queda claro
que discutir acerca de la condición del pecado en lo que se refiere a la práctica sexual,
tiene que ver con el problema del pecado original. A este respecto encontramos las
cavilaciones de Pascal para tratar de entenderlo: « (¿No está claro como la luz que la
condición del hombre es doble?) Porque, en fin, si el hombre no hubiese sido
corrompido, jamás gozaría en su inocencia de la verdad y de la felicidad con confianza.
Y si el hombre hubiese estado siempre corrompido, no hubiese tenido nunca ninguna
idea de la verdad ni de la felicidad. Pero como somos desgraciados, y más que si no
hubiese ninguna grandeza en nuestra condición, tenemos una idea de la felicidad y no
podemos alcanzarla. Sentimos una imagen de la verdad y sólo poseemos la mentira.
Incapaces de ignorar completamente y de saber seguramente, a tal punto es evidente
que hemos estado en un grado de perfección del que, desgraciadamente, hemos sido

36
Catecismo de la Iglesia Católica, Coeditores Mexicanos, II edición, México, 1993, #1466.

15
desposeídos.»37 La lógica de Pascal nos dice que de cierta manera era necesario que
fuésemos desposeídos de la verdad y de la felicidad, de la pureza inicial, para darnos
cuenta de nuestra bajeza y aspirar a la altura de la perfección. « (Es) Cosa asombrosa,
sin embargo, que el misterio más alejado de nuestro conocimiento, que es el de la
transmisión del pecado, sea una cosa sin la cual no podemos tener ningún
conocimiento de nosotros mismos.»38 El pecado original es, pues, un misterio. No cabe
hablar de un uso del término misterio para argumentar la imposibilidad de acceder a su
conocimiento, sino como la posibilidad para entendernos a nosotros mismos,
reconociéndonos carentes del soporte vital inalcanzable a la vez, pero que nos impulsa a
buscar la felicidad y la verdad. «Sin este misterio, el más incomprensible de todos,
somos incomprensibles a nosotros mismos. El nudo de nuestra condición forma sus
repliegues y sus revueltas en ese abismo. De suerte que el hombre es más inconcebible
sin este misterio que este misterio es inconcebible sin el hombre.»39
La prohibición sexual, por su parte, no debe considerarse una represión externa.
El único control al que se expone es al control personal. «La castidad implica un
aprendizaje del dominio de sí, que es una pedagogía de la libertad humana. La
alternativa es clara: o el hombre controla sus pasiones y obtiene la paz, o se deja
dominar por ellas y se hace desgraciado».40 Esta manera de ver el control personal de
las pasiones y en concreto del deseo sexual, choca frontalmente con las ideas de
Foucault. Tener prohibiciones es efectivamente un acto externo, porque son impuestas,
pero eso nada tiene que ver con la necesidad del auto control.

***

Afirmamos aquí, a manera de unas breves conclusiones, que entender el


esquema sacrificial implementado incluso por la cristiandad, nos da la pauta para
justificar la aparente manipulación o represión del deseo, que no es otra cosa más que
un mecanismo humano, encaminado a la administración que tanto reclama Foucault y
que ya existe, en torno al propio deseo, para evitar cualquier desmembramiento de la
sociedad que lo practica, puesto que ceder al deseo implica llevar al estado de

37
Pascal, Blaise, Obras: Pensamientos / Provinciales / escritos científicos / opúsculos / y cartas, México,
Alfaguara, 1981, prólogo de José Luis Aranguren y edición de Carlos R. de Dampierre, pensamiento 131,
p. 185
38
Ibidem.
39
Ibidem.
40
Op. Cit. Catecismo de la Iglesia Católica, # 2339.

16
naturaleza primitiva a las relaciones humanas. Recordemos que una de las condiciones
de diferencia para con los animales es precisamente ese control de las pasiones. El
sacrificio ritual permite canjear todo sentimiento fatídico y todo ánimo violento por una
especie de sublimación positiva.
Ceder al deseo y a la liberación o a la administración de la sexualidad, tal como
lo propone Foucault, con el pretexto de implantar una verdadera ars erotica, traería
consigo un doble discurso, manipulador, para que la acusada scientia sexualis sea la
nueva administradora del deseo, utilizando como carne de cañón los impulsos y los
deseos sexuales, provocando, ahora sí, un consumo sexual que cautiva a la población
bajo el auspicio y la protección legitimada del Estado Moderno. Ignorar las verdaderas
razones del control de la sexualidad y abrir la puerta al libertinaje conlleva el engaño, la
ilusión de la práctica sexual que más bien puede degenerar en la irresponsabilidad. No
imaginamos la expresión a rajatabla de los impulsos sexuales a costa de la violencia
desatada si dicha expresión ofende o socava la relación de terceros. Por otra parte, si de
verdad se pretendiese el establecimiento de una ars erotica, ¿no requerirá ésta un cierto
periodo y hasta unos ritos de iniciación? ¿O es que cualquier persona podrá acceder así
sin más a este conocimiento elevado? Si se requiere una cierta preparación, entonces no
deberá ser tan abierto como se supone. Ahí surgiría otra vez la abominable prohibición
denunciada por Foucault.
Como ya habíamos establecido y aclarado antes con Girard, la supuesta ilusión
religiosa y del control sexual contrastan con la realidad. Por una parte, el hecho de que
el común de los mortales no haya tenido sendas experiencias místicas, no quiere decir
que éstas no hayan existido. Por tanto, no puede ser ilusoria la necesidad religiosa,
siempre ha existido. Nosotros, los modernos, sí tenemos la ilusión de la abolición de la
ignorancia. ¿Qué certezas tenemos en realidad?

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