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La Villa de los Misterios de Pompeya


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O E

V VI VII

DIONISO
IV Y VIII
ARIADNA

III VENTANA

TERRAZA
II

ENTRADA IX

SALIDA
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ENTRANDO EN LA VILLA

HISTORIA DE LA VILLA DE LOS MISTERIOS

La Villa de los Misterios está situada al norte de


Pompeya, en medio de un apacible paisaje de viñas.
Corrió la misma suerte que aquella pequeña y rica
urbe, cuya principal actividad era el comercio. Su
primera fuente de ingresos eran los afamados viñe-
dos que, con otros productos agrícolas, se cultiva-
ban en las laderas del Vesubio. Había cristalerías,
tintorerías y una floreciente industria alimentaria,
que producía el garum, un condimento a base de pes-
cado fermentado, imprescindible en la cocina de los
romanos. Un terrible seísmo se abatió sobre Pom-
peya en el año 63 d. C. Quedó prácticamente des-
truida, pero nadie hizo caso de esta advertencia del
Cielo y la ciudad fue inmediatamente reconstruida
según los más «modernos» criterios y técnicas.
Desde el punto de vista histórico-cultural, sus ruinas
son particularmente instructivas, pues representan la

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quintaesencia en miniatura del estilo de vida de


aquella época. Esta población recientemente estable-
cida y próspera fue aniquilada por la gran erupción
del Vesubio del 79 d. C. Tras la catástrofe, el lugar
quedó convertido en un vasto campo de cenizas y
con el correr del tiempo ya nadie supo en dónde
había estado Pompeya. En el curso de excavaciones
realizadas en 1763, por entonces no muy sistemáti-
cas, los investigadores se dieron cuenta de que habían
descubierto las ruinas de la ciudad. Y sólo después
de la proclamación del reino de Italia, en 1861,
comenzó una minuciosa exploración de toda la su-
perficie de la ciudad. Bajo la dirección de expertos y
eruditos se ha preservado una parte íntegra de la
vida de la Antigüedad permitiéndonos acceder hoy a
ella. Sin embargo, la Villa de los Misterios durmió,
tranquila como una Bella Durmiente, hasta 1910. Su
descubrimiento causó enorme sensación en toda Eu-
ropa. Y es comprensible, pues no existe ninguna otra
excavación de la época clásica que pueda compararse
con esta joya. Yo misma he experimentado la impre-
sión que produce. Antes de mi visita había visto
fotografías de la Villa y de sus frescos y leído sobre
ellos, pero en la realidad me impresionaron de un
modo muy diferente. A mi llegada, me detuve a mi-
rar la ciudad de Pompeya, pero en lugar de ocuparme
viendo muchas cosas interesantes me puse melancó-
lica. No sé si fue porque en la ciudad había demasia-
das ruinas de edificios nuevos, que probablemente
nadie había habitado nunca, o porque no era más
que un centro comercial: nada tenía alma y me sentí

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deprimida y vacía. Entonces me dirigí a la Villa de


los Misterios.
Una vez allí, la increíble mezcla entre noble sim-
plicidad y elevada cultura, entre evidente serenidad
y una atmósfera que sólo puedo describir como
numinosa, me conmovió profundamente. Me sobre-
cogió un hondo estremecimiento, el mismo que se
tiene ante una experiencia primitiva. Que esta
atmósfera subsista demuestra la fuerza de la psique,
puesto que el tiempo durante el cual la Villa albergó
un culto órfico privado, destinado a la iniciación de
mujeres aristocráticas, fue relativamente breve. An-
tes del terremoto del 63 d. C. había sido una casa
particular, y después del seísmo pasó a ser una explo-
tación agrícola. Pero, según parece, nadie se atrevió a
ocasionar daños importantes en las habitaciones de
la fachada de la casa, que tenían un significado reli-
gioso. Y la sala de Iniciación, con los frescos que
serán objeto de mi análisis, no sufrió alteraciones.
Amadeo Maiuri distingue cinco periodos de edi-
ficación de la casa.1 Al principio fue una casa de
campo del siglo III a. C., sencilla y cuadrada, que más
tarde sirvió como cimiento de una villa rústica ma-
yor. Maiuri afirma que la casa rural fue objeto de mo-
dificaciones que la transformaron en la villa de un
patricio de la ciudad de Roma. Por último, en el
cuarto periodo de edificación (en la época de Au-
gusto [31 a. C.-14 d. C.]), fue una residencia destina-
da a un culto órfico privado. Allí vivían sin duda las
personas dedicadas a ese culto. A juzgar por la gran
cantidad de salas de estar y dormitorios de estilo

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romano, algunas de estas personas pasarían tempo-


radas en la villa mientras que otras residían perma-
nentemente. El espacioso triclinio (un comedor con
«tres lechos») también permite pensar que la villa
debía de alojar a mucha gente. Había varios cuartos
y dormitorios pintados con dibujos pompeyanos y
con retratos muy realistas, algunos de los cuales
reflejaban la vida cotidiana en la Villa. Debieron de
ser extraordinariamente alegres y coloridos. La Villa
poseía un atrio grande y otro pequeño; este último
ya no existe, salvo en la mirada del soñador. Al
fondo de este atrio más pequeño hay un espacioso
peristilo, un patio interior cerrado y rodeado de
columnas, circundado a su vez de terrazas y colum-
natas. En comparación con el atractivo estilo del edi-
ficio, el confort era muy modesto. En el patio, que
seguramente servía de cocina, había un hipocausto
(un horno subterráneo para calentar la estancia),
pero las comodidades para bañarse eran relativa-
mente reducidas, y el horno, pequeño; no había cale-
facción ni tuberías, como solía haber en las moradas
de las personas de clase alta. Podríamos decir que la
vida de los moradores de la Villa era puritana en el
antiguo estilo romano, rodeados sólo de las cosas
perdurables de la cultura y sin los efímeros elemen-
tos de relleno de la civilización. Hoy, fascinados
como estamos con nuestro nivel de vida civiliza-
do, ya casi no somos capaces de apreciar la gran
comprensión de la vida que pone de manifiesto esa
simplicidad. Para encontrar algo equivalente en la
época moderna habría que ir a Weimar o a la Schloss

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Tiefurt de la duquesa Amalia, o bien, en miniatura, a


la casa de Goethe sobre el Stern. (Es posible que la
casa de Shakespeare, en Stratford-on-Avon, tenga un
significado parecido.) Allí también está presente ple-
namente la cultura y ausentes las comodidades de la
vida civilizada. En estos lugares sólo los valores
espirituales hablan a través de las cosas. Es así como
debemos pensar en la Villa de los Misterios.
A pesar de las incomodidades, la vida en la Villa
debió de ser feliz. Por ejemplo, quedan restos de una
pintura mural que muestra a unas señoras comiendo
cómodamente instaladas y otras pinturas con esce-
nas dionisíacas muy alegres. Sin embargo, no pudo
haber sido una vida orgiástica. De ello podemos
estar seguros, puesto que la piedra angular de la Villa
de los Misterios era una estatua de la emperatriz
Livia, hallada en el peristilo en 1929. Como la entra-
da principal de la Villa se hacía por el fondo de la
casa y conducía directamente al peristilo (algo no
muy corriente), esta estatua era lo primero que el
visitante veía al entrar.
Livia, esposa del emperador Augusto (57 a. C.-29
d. C.) encarnó, para el mundo romano de aquella
época, una convicción cultural y un programa polí-
tico. Fue la primera figura que representó lo que hoy
podríamos llamar la nobleza conservadora. Se opuso
al orientalismo avasallador que había ocasionado la
ruina de Marco Antonio y, más tarde, la de Calígula
y Nerón, el último gobernante perteneciente a la fa-
milia imperial de los Claudios. Livia representó la
tradición romana y los valores europeos desarrolla-

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dos en Roma, que alcanzaron su apogeo una vez


Roma hubo absorbido toda la herencia griega, es
decir, en torno a los últimos siglos de la República.
Por ejemplo, en la época de Livia, los niños eran
bilingües. En la época de Augusto, y hasta en la de
César (100 a 44 a. C.), el espíritu griego y el romano
se reconocían como la espiritualidad europea unifi-
cada. Virgilio, un romano cabal y heredero de
Grecia, es casi una leyenda porque ayudó a la toma
de consciencia de esta significativa coniunctio. Livia,
en femenino, tuvo idéntico significado cultural. No
fue Grecia, sino Roma –la Roma de la República,
ciertamente– la cuna de la mujer europea como pro-
ducto cultural y portador de esa misma cultura. Si
bien es cierto que las costumbres eran muy diferen-
tes a las nuestras de hoy, la mujer romana fue una
mujer educada y emancipada, en el mismo sentido
que actualmente damos a estas palabras. De esta
situación disfrutaban todas las mujeres, no sólo las
casadas. Los romanos eran tan hábiles en materia
jurídica que, a pesar de las leyes vigentes, situaron a
las mujeres solteras en un plano de igualdad con las
matronas. Como dijo Guglielmo Ferrero en su libro
Las mujeres de los Césares,2 la igualdad entre hom-
bres y mujeres, que nosotros reivindicamos como
nuestro supremo objetivo moral, fue alcanzada pri-
mero por las mujeres de Roma.
Livia, como mujer y esposa del emperador
Augusto, podía ciertamente representar la espiritua-
lidad y la moral europeas. Su esposo, un hombre
sutil y encantador que disfrutaba de la vida, era un

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plebeyo. Ella, en cambio, era una Claudia, la noble-


za más antigua, y le aportó la cultura de su nobleza.
La Casa Augustea, donde la pareja imperial residió,
en calidad de gobernantes, durante más de cuarenta
años, fue una creación de Livia y reflejó su cultura.
Tras la muerte de la pareja, este pequeño y modesto
palacio se mantuvo tal como fue en vida de ellos y ha
sido un ejemplo para generaciones de visitantes des-
lumbrados, como se deslumbran todos aquellos que
visitan Weimar en la época moderna.
Livia sirvió al emperador Augusto a lo largo de
toda su vida en circunstancias muy difíciles y, sir-
viéndolo a él, también sirvió al Estado. Lo hizo con
lealtad inquebrantable y una discreción casi absolu-
ta, pero también, cuando se lo exigieron las circuns-
tancias, con mal genio femenino. Contaba no sólo
con el respaldo del amplio círculo de la nobleza, sino
también del pueblo. A la muerte de Augusto, ella y
Antonia, su nuera, con quien le unía una afinidad
intelectual, se convirtieron en una fuerza de apoyo al
Estado en medio de las incertidumbres y frecuentes
convulsiones del gobierno de los Claudios. Livia
llegó a convertirse, en vida, en un símbolo o, mejor
dicho, un tipo. El propio Augusto, consciente de
ello, así la presentaba.
Esa imagen de mujer que Livia representó no se
ha perdido en los países occidentales. En lo referen-
te a las formas de vida mundanal, el cristianismo es
tributario del modelo romano, particularmente res-
pecto a las mujeres. Las mujeres destacadas de la
Edad Media siguieron el tipo de Livia, en la medida

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en que pudieron influir en las cosas del mundo. Un


ejemplo fue Santa Matilde, que desempeñó un papel
tan importante en la lucha entre el emperador y el
papa, y a quien Dante, respetuosamente, colocó en el
Paraíso terrenal junto a Beatriz. En el Renacimiento,
el tipo de Livia volvió a cobrar vida con fuerza y
hasta me atrevo a afirmar que actuó como símbolo
arquetípico para la mujer cultivada y avanzada de la
época. Goethe también intuyó el valor de este sím-
bolo. Su Ifigenia en Táuride, que escribió, por cier-
to, en Italia, no puede leerse sin tener presente el
concepto tan elevado que los romanos tenían de la
mujer, que reúne en su personalidad la serenidad, el
tacto y una activa capacidad de decisión. Cuando
Goethe, en Tasso, escribe:

Willst Du erfahren, was sich ziemt,


So frage nur bei edeln Frauen an…

Si quieres saber lo que es correcto,


pregunta a las mujeres de alcurnia…

la imagen subyacente es la que denominamos Livia.


La imagen encarnada por Livia nos resulta en cierto
modo incompleta, dado que la formulación ética y
consciente de la maternidad estaba ausente en la
mujer romana. Esta noción fue desarrollada por pri-
mera vez en el mundo cristiano. El ideal de María
como Madre enseñó a las mujeres a cultivar senti-
mientos maternales y a ser conscientes del valor de
estos sentimientos. Las mujeres romanas también

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fueron buenas madres, por supuesto, pero en ellas lo


maternal quedó supeditado a la naturaleza y subor-
dinado siempre a las necesidades políticas y sociales.
La relación que la mujer romana mantenía con el
hombre era consciente y cultivada. Yo la situaría en
este orden: en primer lugar, la relación con el padre,
a quien la mujer debía su educación, su libertad y las
formas tradicionales de su piedad; en segundo lugar,
el preceptor, con quien la muchacha de las clases
superiores estaba en relación desde la escuela prima-
ria (a la que asistía junto con los varones) hasta su
casamiento, y que podía ser su maestro y amigo;3 y,
en tercer lugar, su relación con los hombres, de quie-
nes fue compañera y colega, y con quienes muchas
veces compartió los rigores de su peligroso destino
en la época del Imperio.
Hasta ahora sólo me he referido a Livia, pero
incluso una mujer como Livia no hubiera podido
convertirse en ese prototipo de no haber sido por las
mujeres anónimas de la nobleza que le prestaron su
apoyo, dedicándose íntegramente a esta valiente em-
peratriz y esforzándose en emularla. Fueron incon-
tables las mujeres cultas de Roma que sufrieron,
como Livia, por culpa de los terribles conflictos es-
pirituales e intelectuales que el Oriente conquistado
generó en el vencedor. No puedo detenerme aquí en
la tremenda tragedia que significaron estos conflic-
tos para las mujeres de la Casa imperial de los Julios
y los Claudios. Fueron trágicos para todas las muje-
res de aquella época que mantenían vivo su apego a
los valores europeos.

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Fueron estas mujeres, que pelearon y sufrieron


como Livia, quienes participaban en el culto de la
Villa de los Misterios. Debieron de ser mujeres de
buena cuna para atreverse a erigir una estatua de la
emperatriz y reunirse en torno a ella, lo bastante ins-
truidas como para percibir la dificultad de los pro-
blemas imperiales, lo bastante sensibles como para
darse cuenta de que la vida de una mujer no se reali-
za viviendo sólo la relación con su padre o con sus
maestros y compañeros.
Esta brevísima descripción, apenas una introduc-
ción, deja, claro está, muchas preguntas sin respues-
ta. Más adelante analizaremos con detenimiento los
frescos de la sala de Iniciación de la Villa de los Mis-
terios. Lo que me gustaría subrayar aquí, en particu-
lar, es que podemos sentirnos muy próximas de estas
mujeres romanas. Las mujeres que buscaban su rea-
lización en el culto que se celebraba en la Villa no
eran tan diferentes como para que no podamos com-
prenderlas y aprender de ellas. No cabe duda de que
la mujer moderna aún procura alcanzar su emancipa-
ción a través del «modelo» romano. En el siglo II a. C.
ya existía un prototipo de las asociaciones femeninas
modernas en el muy influyente conventus matrona-
rum, un club de señoras, y también en las reuniones y
las manifestaciones de mujeres. En la época de Roma
eran precisamente las mujeres inteligentes las que más
se afligían por que el mundo no pudiera solucionar
todos los problemas. Nos referiremos oportunamen-
te a las diferencias, sin duda muy instructivas, entre
las mujeres romanas y nosotras, las modernas.

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Livia, como es natural, tenía opositores y antago-


nistas. La más importante y peligrosa –tanto para el
Estado como para Livia– fue Julia (nacida en 39 a.
C.). Hija del primer matrimonio de Augusto, Julia
era realmente el polo opuesto de Livia, pues repre-
sentaba la visión «moderna» y cosmopolita del
mundo que aspiraba sin reservas a tomar posesión
de las ingentes posibilidades del Imperio y disfrutar-
las lo antes posible. Era una urgencia comprensible,
dado que Roma debía absorber todos los productos,
tanto espirituales como materiales, de los pueblos
conquistados. Pero era a la vez un terrible instru-
mento de corrupción moral, como puede compro-
barse en el ejemplo de Julia. Esta hija adorada de
Augusto debió de ser una muchacha espléndida.
Había heredado el carácter amable de su padre y su
amor a la vida, y poseía sin duda más encanto que
Livia. Todos los corazones se derretían por ella;
aglutinaba a su alrededor a un amplio grupo de cos-
mopolitas que no sólo querían gobernar, sino tam-
bién divertirse, y reclamaban, además de las riquezas
conquistadas por Roma, todo el refinamiento de la
civilización internacional. Julia y sus partidarios se
convirtieron en un poder dentro del Estado. Pero
durante años Livia fue lo bastante sabia como para
otorgar a su hijastra todo el poder que quiso.
En el año 21 a. C., Julia se unió en segundas nup-
cias con Agripa, el más fiel de los camaradas de
armas de Augusto, y en el 18 a. C. Agripa fue nom-
brado co-regente del Emperador. A partir de enton-
ces, la posición de Julia fue equivalente a la de su

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madrastra. Julia realizó un viaje triunfal por el


mundo oriental, en compañía de su anciano esposo,
y en las islas griegas permitió que la endiosaran
como Afrodita. La corrupción moral que este hecho
implica es evidente: Julia, líder del partido «moder-
no», fue la primera en introducir en la familia impe-
rial romana la idea de la apoteosis personal en vida,
una idea completamente ajena al espíritu de Roma.
Ella fue el modelo de emperadores como Calígula o
Nerón; es un hecho histórico que no debemos des-
deñar, especialmente si deseamos comprender correc-
tamente el significado de Livia.
Livia, mientras pudo evitarlo, no contrarió a
Julia. Sin embargo, cuando el partido de Julia se
transformó en un auténtico peligro para el Estado,
Livia fue la única que se atrevió a tomar medidas en
contra de la hija predilecta de Augusto. En el año 2
a. C., con una fría premeditación que podría pare-
cernos inhumana, derrocó por fin a su hijastra y
consiguió que fuera desterrada a perpetuidad. La
emperatriz actuó con la mayor decisión, amparada
en razones que estaban por encima de sus intereses
personales, y lo hizo, como lo haría después tantas
veces, en defensa de su tierra natal y de la herencia
de los antepasados, que son también los nuestros. Lo
que Virgilio, autor de las Georgicas, representaba
como poeta, lo representó Livia con su vida, sus
acciones y su sufrimiento, su amor a la patria en
medio de los tumultos del desarrollo imperial. En
esto radica la grandeza de Livia, aun cuando tenía
muchísimos lados sombríos. Así el círculo de muje-

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res que se aglutinaron a su alrededor tuvieron las


mejores posibilidades de desarrollo: las del futuro.

LA SALA DE INICIACIÓN

Al entrar en la Villa, después de atravesar el peris-


tilo y el gran atrium, se llega a la sala de Iniciación,
que está en la mitad izquierda de la fachada de la
casa. Es una habitación que mide siete metros de
largo por cinco de ancho; el suelo es de mosaico
blanco y negro. En el centro de la pared larga que
mira al Este hay un ventanal que da a una terraza
cubierta. También, en la pared corta orientada al
Sudoeste, hay una puerta ancha que comunica con
otra terraza cubierta, desde donde probablemente la
vista de la llanura y sus suaves relieves era muy bella.
Se accede a esta sala desde el interior de la casa atra-
vesando dos cuartos de reducidas dimensiones co-
municados entre sí. Se presume que el primero se
utilizaba como vestidor y que en el segundo se rea-
lizaban sacrificios, puesto que se han encontrado
restos de huesos y, en una vitrina de la pared, vasos
sacrificiales. Aquí se abre en la pared una pequeña
puerta por la cual se entra en la sala. Partiendo de
esta puerta, los frescos rodean toda la habitación
emplazados entre dos frisos, superior e inferior.
Contienen veintinueve figuras humanas de tamaño
casi natural. Las figuras en posición vertical miden
entre un metro cuarenta y cinco y un metro cincuen-
ta y cinco centímetros de altura. Estos frescos están

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divididos en escenas, que comentaré en el orden


establecido por Maiuri, y que a continuación descri-
bo someramente para dar un rápido panorama del
plan y analizar su significado.
La Primera escena se desarrolla en la parte de la
pared larga interior pegada a la pequeña entrada.
Muestra la figura velada de una iniciada cuyos gestos
seguramente tienen un significado ritual. Escucha a
un niño desnudo que está leyendo un rollo. Una
sacerdotisa, sentada tras él, lo guía en su lectura
mirando atentamente a la iniciada.
La Segunda escena comienza con la figura de una
mujer, coronada de mirto, que lleva una tarta a la
mesa del altar donde una sacerdotisa acaba de iniciar
un acto ritual. A la izquierda de la sacerdotisa, una
asistente sostiene una cesta cubierta con un lienzo. A
su derecha, una joven sacerdotisa vierte agua para
una libación.
Introduce la Tercera escena la figura de un sileno
desnudo tocando la lira. A su lado, están sentados en
una piedra un joven fauno y una pánida (figura
femenina de Pan). Una cabra joven se aproxima al
fauno que toca la flauta, y mama del pecho de la
pánida. En primer plano, un joven macho cabrío
escucha atentamente.
La Cuarta escena contiene una única figura, co-
nocida como la mujer espantada, que se cubre con
un manto y da la impresión de estar huyendo. Aquí
termina la larga pared interior.
En la Quinta escena, en la pared del fondo de la
sala, vemos en primer lugar a un sileno sentado, que

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parece fijarse en la mujer espantada. Este sileno


levanta una vasija de metal que alcanza a un joven
fauno, tras él, que mira agachado dentro de la vasija.
Detrás de este fauno hay otro, también joven, que se
quita sonriente una máscara dionisíaca de terror.
La Sexta escena ocupa el centro de la pared del
fondo y está, lamentablemente, muy dañada. Mues-
tra la figura dominante de Dioniso recostado en su
amada Ariadna. Y un tirso (báculo) con cintas está
cruzado por encima de sus rodillas.
En la Séptima escena vemos a una mujer de rodi-
llas tocada con una cofia, el rostro desencajado y los
ojos muy abiertos. Lleva una antorcha sobre un
hombro; ante ella está el liknon, la cesta báquica de
mimbre. Por su gesto parece a punto de levantar el
lienzo que cubre el enorme falo oculto en la cesta.
Detrás de ella apenas se distinguen dos figuras feme-
ninas muy agitadas. Enfrente, la figura de un ángel
femenino de alas negras alza una de sus manos para
rechazarla mientras con la otra esgrime un látigo y
levanta su brazo dispuesta a golpear. Esta escena se
conoce con el nombre de La flagelación. Aquí termi-
na la pared del fondo de la sala.
En la Octava escena se ve de rodillas la figura
semidesnuda de una mujer desesperada y presa del
terror, pues es ella a quien el ángel se dispone a gol-
pear. Apoya su cabeza sobre el regazo de la mujer
sentada junto a ella, que mira al ángel. La otra figu-
ra de la escena es una bacante desnuda, muy erguida,
de espaldas al observador. Una mujer hermosamente
vestida, que lleva el tirso, parece bailar a su alrede-

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dor. Esta escena ocupa la parte que llega hasta la


ventana de la pared larga exterior.
La Novena escena empieza en la ventana y en ella
vemos a una mujer a quien peina una criada. Un ero-
tes (un cupido) sostiene el espejo donde aquélla se
mira. Al otro lado de la matrona, un segundo erotes
contempla plácidamente la escena.
Finaliza aquí la pared larga exterior. En la pared
corta externa, después de la puerta ancha que da a la
galería cubierta que circunda la casa, hay una única
escena, la Décima. Representa a una matrona rica-
mente ataviada que descansa en un sillón reclinado y
apoya un brazo sobre un cojín. Este retrato se cono-
ce como la Domina, porque se cree que representa a
la matrona de la casa.
La opinión general es que esta serie de pinturas per-
tenecieron a un culto órfico privado. Así opina Maiuri,
quien ha reunido las pruebas que sustentan esta con-
clusión. Maiuri deduce, además, que la compañera de
Dioniso, en la parte central del fresco, es Ariadna. La
mayoría de los investigadores coinciden con estas dos
opiniones. Pero no se han puesto de acuerdo en nada
más, y las conjeturas más diversas han dado lugar a
airadas controversias. Ésta es la razón por la cual
muchos investigadores modernos se contentan con
declarar que es imposible conocer el significado de los
frescos. La verdad es que la Villa no nos proporciona
información alguna; no se han hallado en su interior
palabras o inscripciones que puedan atribuirse a un
culto. Es una casa muta; en este aspecto podría compa-
rársela con un famoso texto alquímico, el Mutus Liber.

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Al comienzo, estimulada por las investigaciones


de Margarete Bieber, prevaleció la opinión de que al
menos una parte del fresco se refería a los ritos de
iniciación de una novia antes de su boda.4 Al ser la
propuesta de esta investigadora alemana la solución
más fácil, las referencias a sus trabajos son harto fre-
cuentes. En tal caso, la representación de Dioniso y
Ariadna sería el prototipo del matrimonio. Se com-
para la escena de la flagelación con ritos de fertilidad
similares a los que se celebraban, por ejemplo, en
Esparta, en el templo de Ártemis Ortia, o en las Lu-
percalia romanas, fiestas en las que se azotaba a las
jóvenes con un látigo para que fueran fértiles.
Es posible que un alma ingenua quede satisfecha
con esta interpretación. Pero no es la correcta por
una razón: en general, las muchachas romanas se
casaban muy jóvenes, casi siempre entre los doce y
los dieciséis años.5 Además, los matrimonios se di-
solvían con gran facilidad y muchas mujeres se casa-
ban varias veces. Las mujeres representadas en los
frescos de la Villa no son niñas, y la terrible escena
del ángel de alas negras y la mujer desesperada que
está de rodillas no puede compararse con las cos-
tumbres carnavalescas de las Lupercalia. Esto nada
tiene que ver con la unión de Dioniso y Ariadna, que
no se refiere a una boda terrenal, sino al sentido pro-
fundo de un misterio de transformación.
Por lo tanto, debemos empezar por decir que, en
el caso de los frescos de la Villa de los Misterios, no
existe tradición en la que podamos basarnos. Pero
hay algo tan vital y original en estas pinturas –repre-

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sentan con tanta claridad la experiencia de desarro-


llo a partir de una etapa inicial hacia una meta–, que
me he preguntado si no deberíamos considerarlas
desde un punto de vista psicológico, una serie de
sueños, por ejemplo, y examinar metódicamente
cada uno de los símbolos por separado. Como he
señalado antes, la situación consciente de la mujer
romana a comienzos del Imperio es en general cono-
cida y podemos empatizar con ella. Esta empatía es
necesaria en el enfoque psicológico. De hecho, es la
hipótesis necesaria de esta vía de pensamiento. Po-
demos además remontarnos a las fuentes sumamen-
te fecundas del material mitológico pertinente. Por
el momento me limitaré a mencionar los siguientes
trabajos: Lexikon der griechischen-römischen My-
thologie, de S. Roscher; Dionysus, de Walter F. Otto;
Psyche, de Erwin Rohde; y The Gods of the Greeks,
de Karl Kerényi. He tenido la suerte de asistir a las
conferencias que el profesor Kerényi dictó en
Zúrich ante un reducido círculo.6 También, he inter-
cambiado personalmente ideas con él. El profesor
sostiene, como yo, que las diversas versiones y tra-
diciones de los mitos de Dioniso son muy útiles y
conviene aprovecharlas. El fresco de la Villa de los
Misterios es indudablemente producto de una época
en la que todos los mitos convergían en esa gran
batidora que fue el helenismo.
La hipótesis psicológica es consecuencia directa
del plan de la serie de pinturas. Este plan sigue una
composición precisa: las imágenes forman un círcu-
lo en torno a la sala, y ninguna de las figuras mira

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hacia la gran imagen central de Dioniso y Ariadna.


Ninguno de los personajes mira directamente a la
pareja, y las figuras más cercanas a ellos les dan deli-
beradamente la espalda. Además, las figuras de
Dioniso y Ariadna no están relacionadas con las
demás; son figuras completas en sí mismas. Esto
salta a la vista y hay que tenerlo en cuenta. En rigor,
Dioniso y Ariadna son el centro de toda la narración
pictórica; podemos, pues, entender también perfec-
tamente que estén representados en el centro de la
sala. Pero son independientes, están solos, inaccesi-
bles a todo lo demás. Podríamos decir incluso que
están allí como si fueran invisibles. Personifican el
símbolo central, invisible para los ojos humanos,
que une los antiguos opuestos de lo masculino y lo
femenino en la coniunctio. Expresado psicológica-
mente, esto significa que Dioniso y Ariadna son
aquí símbolo del «sí-mismo».
En virtud de este centro, la sala entera es un gran
mándala, formado a su vez por varios pequeños
mándalas, puesto que cada una de las demás escenas
contiene un símbolo, que corresponde al símbolo
central y que, en cierto modo, cumple una función.
Una vez que se ha deslizado uno por la estrecha
puerta de acceso –esta acción de deslizarse es ya el
primer símbolo de la iniciación– se encuentra en un
témenos, un círculo sagrado. Cuando uno camina
por la habitación y pasa de un pequeño mándala a
otro, ejecuta una circumambulatio, que, en su reco-
rrido hacia la meta, despliega constantemente un
nuevo significado. Todo esto apunta claramente al

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simbolismo de la individuación. Psicológicamente,


la disposición de la sala representaría el proceso de
individuación. Entendemos por proceso de indivi-
duación principalmente el camino cíclico o en espi-
ral en torno a un centro rector que se manifiesta
paulatinamente a través de formas cambiantes, y sin
embargo siempre oculto. C. G. Jung lo describe de la
manera siguiente:

Desde el principio, el camino a la meta es caótico e


imprevisible; sólo paulatinamente van aumentando los
indicios de una dirección hacia una meta. Ese camino no
sigue una línea recta, sino aparentemente cíclica. Un
conocimiento más preciso de él ha demostrado que se
desarrolla en espiral: después de ciertos intervalos, los
motivos de los sueños vuelven a asumir siempre formas
determinadas que, de acuerdo con su naturaleza, señalan
hacia un centro. […] Podría establecerse un paralelo entre
esos decursos en espiral y los procesos de crecimiento de
las plantas, tanto más cuanto que el motivo de los vegeta-
les (árbol, flor, etc.) se repite frecuentemente en tales sue-
ños y fantasías y hasta ahora se lo representa espontánea-
mente con dibujos. En la alquimia, el árbol es el signo de
la filosofía hermética.7

(El símbolo que corresponde a nuestro culto del


misterio órfico es, como quedará demostrado con el
análisis de la séptima escena del fresco, Dioniso
representado como una pícea.)

El desarrollo de estos símbolos equivale, por así decir-

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lo, al proceso de la curación. El centro o meta tiene tam-


bién –en el sentido estricto de la palabra– el significado de
salvación... Me parece que no puede abrigarse la menor
duda de que en estos procesos se trata de los arquetipos
de los que nacen las religiones. Independientemente de
todo lo que además pueda ser la religión, la verdad es que
su parte empíricamente aprehensible, su parte psíquica,
está indudablemente en tales manifestaciones de lo
inconsciente.8

Si queremos aplicar la idea de este proceso a un


misterio de iniciación antiguo, hemos de entenderla,
por supuesto, en un sentido muy amplio, y univer-
sal. Para ello, lo mejor será referirme a un pasaje de
Psicología y alquimia en el que Jung se extiende
acerca del proceso de individuación que sustentará
nuestras reflexiones:

El hombre natural no es un sí-mismo, sino una partí-


cula de la masa, y la masa es un colectivo hasta el grado de
no estar siquiera segura de su propio yo. Por eso el hom-
bre siempre necesitó, desde tiempos inmemoriales, de los
misterios de la transformación, que hacen de él algo y que
lo sustraen a la psique colectiva, semejante a la de los ani-
males, pura multiplicidad.
Pero si se rechaza esta multiplicidad de modesto as-
pecto del hombre dado, se hace imposible también su
integración, el que el hombre llegue a ser sí-mismo. Y esto
significa muerte espiritual. La verdadera vida no es la vida
vivida en sí misma y por sí misma, sino sabida. Sólo la
personalidad unificada puede experimentar la vida, pero

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no ese hecho, dividido en aspectos parciales, que también


se llama hombre.9

Este problema de la individuación, o de llegar a


ser «sí-mismo», está aquí formulado de una manera
que no por ser general es menos impresionante. Este
proceso, que parte de la inseguridad básica del hom-
bre natural, atrapado en el mundo, conduce, a través
de una transformación completa, a la personalidad
liberada unificada. A todos aquellos que en la Anti-
güedad experimentaban esta transformación en los
cultos mistéricos también los empujaba la necesidad
de escapar a la muerte espiritual. Debemos conocer
la vida, dice Jung, pero las personas de aquellos
tiempos no lo hacían de la misma manera que noso-
tros: lo aprendían sometiéndose a la representación
sagrada de un drama religioso, transmitido por la
tradición, a fin de repetir la experiencia del destino
divino y de la divina transformación.
Mientras los mitos antiguos permanecieron vivos
en la humanidad, la participación en un culto misté-
rico podía ser una experiencia personal original. A
través del culto, las imágenes arquetípicas podían
afectar profunda y directamente al participante,
quien de esa manera podía sustraerse a la psique ani-
mal y colectiva, que no es otra cosa que multiplici-
dad. Sin embargo, a juzgar por los frescos de la Villa
de los Misterios, el culto órfico no rechazaba apa-
rentemente esta multiplicidad.
Si he expuesto lo anterior en forma detallada es
porque considero importante dejar claramente esta-

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blecido nuestro punto de partida. Mi hipótesis es


que los frescos de la Villa de los Misterios represen-
tan el proceso de individuación en una forma apro-
piada a nuestra época. No es más que una hipótesis
de trabajo; queda por demostrar hasta qué punto es
correcta. Todo dependerá de que las ideas que nos
formemos con ayuda de esta hipótesis sean claras,
coherentes y que no perdamos el hilo que nos guíe
de una a otra etapa revelándonos significados com-
patibles con un proceso.
Si personalizo más de lo que debiera ser este tipo
de investigaciones, les ruego me perdonen y no lo
atribuyan a una falta de modestia de mi parte. Creo
que mi deber es no ocultar cuándo mis reflexiones
son producto de impresiones subjetivas. En cualquier
caso, no es necesario preocuparse, puesto que el
punto de vista psicológico de la doctrina junguiana,
en la que me baso, garantiza la objetividad científica.
También desde este punto de vista, utilizo la ines-
timable riqueza del material que nos proporciona la
filología antigua. Debemos a estas investigaciones
la posibilidad de plantear hoy estas reflexiones psi-
cológicas. Esto me obliga, desde luego, a no traspa-
sar los límites de la psicología analítica. Por lo tanto,
entraré lo menos posible en la controversia sobre el
significado de la serie de frescos de la Villa de los
Misterios que ha ocupado la atención de los investi-
gadores de la época clásica. Me referiré a ella sólo si
el análisis psicológico así lo exige.

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