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Memoria de Verificaciones

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Los periodistas no debemos dejar de
examinar, criticar, juzgar el trabajo de
los medios y de los otros periodistas.
Todo aquel que fiscaliza debe estar
dispuesto a ser fiscalizado. En otros
lados esto se da por descontado y la
crítica de medios es un exigente
subgénero, que tiene algunos temidos y
otros justos cultores.

El periodismo sobre periodistas no es un ejercicio incestuoso –como


sostienen algunos– sino por el contrario una forma de mantener
aireados los genes profesionales. Cuando es un examen crítico
intelectualmente honesto antes que una contienda de diatribas o
una fricción de egos crónicamente inflamados, el resultado es
siempre positivo para el periodismo.

Pero uno no puede ser objetivo en todos los casos. Y así como hay
ciertas circunstancias en el ejercicio del Derecho en las que uno
debe inhibirse de juzgar, acusar o defender, las hay también en las
que es mejor excusarse de comentar o reportar. En tanto se deje
claras las razones de cualquier posible conflicto de intereses o de
lealtades.

Varios mensajes recibidos en IDL-Reporteros (reporteros.pe), la


publicación en internet de periodismo de investigación que dirijo, me
instan a comentar críticamente la controversia surgida por las
últimas notas de portada publicadas en CARETAS. Como hemos
escrito sobre El Comercio, se me pregunta por qué yo o
reporteros.pe no lo hacemos en este caso.

La crítica es legítima y el reclamo también. Pero debo decir que uno


no es imparcial u objetivo en todos los casos, y yo no pretendo serlo
en cuanto a CARETAS.

No lo sería tampoco en cuanto a mi familia. Y en términos


periodísticos esa es la relación que yo tuve con CARETAS. Durante
años fue mucho más que un centro de trabajo. Aunque solo tomara
en consideración las horas pasadas en reporteos y el exhaustivo
aprendizaje consiguiente, la metáfora de la familia se justificaría. Y
fue más que eso.

Así que, si es cierto, como lo es, que la crítica de medios es


necesaria y aún indispensable, ¿les molesta mucho que lo hagan
otros en este caso?
Lo que sí debo, es escribir sobre el periodismo de investigación que
aprendí en CARETAS. Y que luego traté de no olvidar jamás.

La investigación periodística tiene mucho en común con las


investigaciones en una gran variedad de disciplinas: Historia,
epidemiología, paleontología, ciencia policial, arte de la detección...
extraer los secretos de una realidad renuente a soltarlos y evitar en
el proceso perder el paso, y a veces el piso, en pistas falsas.
Hallazgo, profundización, corroboración.

Verificación.

La disciplina necesaria para lograrla fue una de las primeras cosas


que aprendí en las investigaciones que llevé a cabo como reportero
en CARETAS, con la responsabilidad de probar la verdad de mis
hallazgos ante un editor exigente.
Uno de los primeros casos que me tocó investigar fue el de
Langberg, cuya primera gran publicación fue en febrero de 1982.
Pero hubo que continuarlo. Luego, casi semana a semana y durante
varios años, se fue acumulando una cantidad impresionante de
nuevas pruebas. Y ninguna de ellas se publicó antes de ser
examinada y corroborada.

Un cómplice de Langberg fue, por ejemplo, el ex ministro del Interior


del gobierno militar de Morales Bermúdez, el general EP (r)
Fernando Velit Sabattini. Al principio, el general tronó, amenazó a la
revista que se atrevía a señalar sus nexos con Langberg.

Supimos que Langberg le había regalado el equipamiento de una


piscina en la residencia campestre que el señor general había
comprado sin duda con sus ahorros. Pero, ¿cómo probarlo? Fuimos
a Canta, el lugar de la residencia, un día de semana y nos las
arreglamos para llegar hasta la piscina (ir con asesores del primer
fiscal de la Nación, Gonzalo Ortiz de Zevallos, sin duda ayudó). Ahí
identificamos a la compañía que había instalado los equipos de la
piscina. Los buscamos en Lima, y ellos nos dijeron quién les había
pagado, que resultó ser una sociedad que pertenecía a Langberg.
La documentada rotundidad de la prueba demostró al general las
virtudes del silencio.

En junio de 1986, apenas vuelto de un año en la fundación Nieman,


tuve que dirigir la cobertura de los motines senderistas y su
represión. Logramos tener una buena cobertura en tiempo real de
las acciones del gobierno, que, aunque interesante, me pareció muy
insuficiente. Recuérdese que en los momentos posteriores al
debelamiento de los motines, y conociendo ya la cantidad de
muertos, el gobierno se autocongratuló por lo hecho.

Cuando supe que un empleado de penales había sobrevivido a la


masacre de Lurigancho, logré que el ex director de prisiones, Miguel
González del Río, una persona respetada por ellos, nos
acompañara a la casa de aquél, en el Rímac. Ahí venciendo la
memoria de horror que lo aplastaba, el ex rehén nos contó toda la
historia de la feroz matanza de más de cien presos rendidos. La
precisión de los detalles, la claridad del recuento fue confirmada
después en gran parte por otros testigos.

Fue entonces que publicamos “el motín, la batalla y la matanza”,


que reveló la increíble barbarie ejecutada al sofocar los motines. El
presidente García supo lo que íbamos a publicar antes de que
saliera y, puede que por eso o por otras razones además, prometió
en Lurigancho aquel “o se van ellos o me voy yo” que ya se sabe en
qué quedó. Pero el reportaje exhaustivo, la verificación permitió
descubrir en muy poco tiempo la realidad del peor escenario de
matanza.

Luego del caso Langberg, y mientras esa investigación continuaba,


empecé a desarrollar el caso Rodríguez López, en el que –salvo la
actuación de un agente doble, que descubrí solo al final– tuve claro
a los pocos meses, la dimensión corrupta de esa inmensa
organización narcotraficante que, en el gobierno de Belaunde, llegó
a tener bajo su control, entre otros, a la Policía de Investigaciones, a
parte de la Guardia Civil, a un ex jefe del SIN y, también, al asesor
principal del ministro del Interior y luego primer ministro, Luis
Percovich.

Fue una investigación muy compleja y difícil, en la que la distancia


entre certeza y prueba era grande (como sucede ahora con varios
otros casos). Seguimos trabajando, casi tres años, por obtener la
prueba, hasta que fue posible hacerlo, gracias al encuentro feliz del
progreso investigativo con el azar. En pocos días se cosechó el
trabajo de varios años, y –gracias en gran medida a haber contado
con otro valiente fiscal de la Nación: César Elejalde– la prueba
periodística fue inmediatamente cosechada por la Fiscalía. Cada
cosa que se publicó, por extraordinaria que pareciera, estuvo
probada, corroborada, verificada. Si no, no se hubiera publicado.

A finales de 1986, nos informaron en la revista que lo que se había


presentado como un enfrentamiento en los pueblos de Parcco y
Pomatambo, había sido en realidad una masacre. Con Nick
Asheshov, Óscar Medrano y el corresponsal en Ayacucho, Hugo
Ned, cruzamos el territorio más letal de la sierra para verificar qué
había sucedido. Reporteamos y logramos salir, intactas las fotos y
las notas. Publicamos la historia, probada y verificada; y por primera
vez en todos los años de la guerra, el Comando Conjunto reconoció
que ahí no había habido un enfrentamiento sino una masacre.
¿Valió la pena haber arriesgado la vida para descubrir y revelar la
verdad de los hechos? Por supuesto que sí.

La revista en la que aprendí lo que sé de periodismo me enseñó la


importancia vital de la verificación, de la corroboración de cada dato
y el miedo al error. Cualquier peligro era aceptable si prevenía la
equivocación.

Han pasado muchos años desde que salí de CARETAS, pero


ninguna de esas lecciones aprendidas en aquellas realidades
intensas y brutales ha sido olvidada. No podría, aunque quisiera, y
no quiero, claro está. Nadie debiera olvidarlas.

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