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Jacob Karl Grimm y Wilhelm Grimm

Había una vez...


... Un pobre molinero que tenía una bellísima hija. Y sucedió que
en cierta ocasión se encontró con el rey, y, como le gustaba
darse importancia sin medir las consecuencias de sus mentiras,
le dijo:
-Mi hija es tan hábil y sabe hilar tan bien, que convierte la hierba
seca en oro.
-Eso es admirable, es un arte que me agrada -dijo el rey-. Si
realmente tu hija puede hacer lo que dices, llévala mañana a
palacio y la pondremos a prueba.
Y en cuanto llegó la muchacha ante la presencia del rey, éste la
condujo a una habitación que estaba llena de hierba seca, le
entregó una rueca y un carrete y le dijo:
-Ahora ponte a trabajar, y si mañana temprano toda esta hierba
seca no ha sido convertida en oro, morirás.
Y dichas estas palabras, cerró él mismo la puerta y la dejó sola.
Allí quedó sentada la pobre hija del molinero, y aunque le iba en ello la vida, no se le
ocurría cómo hilar la hierba seca para convertirla en oro. Cuanto más tiempo pasaba, más
miedo tenía, y por fin no pudo más y se echó a llorar.
De repente, se abrió la puerta y entró un hombrecito. -¡Buenas tardes, señorita molinera!
-le dijo-. ¿Por qué está llorando?
-¡Ay de mí! -respondió la muchacha.- Tengo que hilar toda esta hierba seca de modo que
se convierta en oro, y no sé cómo hacerlo.
-¿Qué me darás -dijo el hombrecito- si lo hago por ti?
-Mi collar -dijo la muchacha.
El hombrecito tomó el collar, se sentó frente a la rueca y... ¡zas, zas, zas! , dio varias
vueltas a la rueda y se llenó el carrete. Enseguida tomó otro y... ¡zas, zas, zas! . con
varias vueltas estuvo el segundo lleno. Y así continuó sin parar hasta la mañana, en que
toda la hierba seca quedó hilada y todos los carreteles llenos de oro.
Al amanecer se presentó el rey. Y cuando vio todo aquel oro. sintió un gran asombro y se
alegró muchísimo: pero su corazón rebosó de codicia. Hizo que llevasen a la hija del
molinero a una habitación mucho mayor que la primera y también atestada de hierba
seca, y le ordenó que la hilase en una noche si en algo estimaba su vida. La muchacha no
sabía cómo arreglárselas, y ya se había echado a llorar, cuando se abrió la puerta y
apareció el hombrecito.
-¿Qué me darás -preguntó- si te convierto la hierba seca en oro?
-Mi sortija -contestó la muchacha.
El hombrecito tomó la sortija, volvió a sentarse a la rueca, y, al llegar la madrugada, toda
la hierba seca estaba convertida en reluciente oro.
Se alegró el rey a más no poder cuando lo vio, pero aún no tenía bastante; y mandó que
llevasen a la hija del molinero a una habitación mucho mayor que las anteriores y también
atestada de hierba seca.
-Hilarás todo esto durante la noche -le dijo-, y si logras hacerlo, serás mi esposa.
Tan pronto quedó sola, apareció el hombrecito por tercera vez y le dijo:
-¿Qué me darás si nuevamente esta noche te convierto la hierba seca en oro?
-No me queda nada para darte -contestó la muchacha.
-Prométeme entonces -dijo el hombrecito- que, si llegas a ser reina, me entregarás tu
primer hijo.
La muchacha dudó un momento. «¿Quién sabe si llegaré a tener un hijo algún día, y esta
noche debo hilar este heno seco?» se dijo. Y no sabiendo cómo salir del paso, prometió al
hombrecito lo que quería y éste convirtió una vez más la hierba seca en oro.
Cuando el rey llegó por la mañana y lo encontró todo tal como lo había deseado, se casó
enseguida con la muchacha, y así fue como se convirtió en reina la linda hija del molinero.
Un año más tarde le nació un hermoso niño, sin que se hubiera acordado más del
hombrecito. Pero. de repente, lo vio entrar en su cámara:
-Vine a buscar lo que me prometiste -dijo.
La reina se quedó horrorizada, y le ofreció cuantas riquezas había en el reino con tal de
que le dejara al niño. Pero el hombrecito dijo:
-No. Una criatura viviente es más preciosa para mí que los mayores tesoros de este
mundo.
Comenzó entonces la reina a llorar, a rogarle y a lamentarse de tal modo. que el
hombrecito se compadeció de ella.
-Te daré tres días de plazo -le dijo-. Si en ese tiempo consigues adivinar mi nombre. te
quedarás con el niño.
La reina se pasó la noche tratando de recordar todos los nombres que oyera en su vida, y
como le parecieron pocos envió un mensajero a recoger, de un extremo a otro del país,
los demás nombres que hubiese. Cuando el hombrecito llegó al día siguiente, empezó por
Gaspar, Melchor y Baltasar, y fue luego recitando uno tras otro los nombres que sabía;
pero el hombrecito repetía invariablemente:
-¡No! Así no me llamo yo.
Al segundo día la reina mandó averiguar los nombres de las personas que vivían en los
alrededores del palacio y repitió al hombrecito los más curiosos y poco comunes.
-¿Te llamarás Arbilino, o Patizueco, o quizá Trinoboba?
Pero él contestaba invariablemente:
-¡No! Así no me llamo yo.
Al tercer día regresó el mensajero de la reina y le dijo:
-No he podido encontrar un sólo nombre nuevo; pero al subir a una altísima montaña, más
allá de lo más profundo del bosque, allá donde el zorro y la liebre se dan las buenas
noches, vi una casita diminuta. Delante de la puerta ardía una hoguera y, alrededor de
ella un hombrecito ridículo brincaba sobre una sola pierna y cantaba:
Hoy tomo vino y mañana cerveza,
después al niño sin falta traerán.
Nunca, se rompan o no la cabeza,
el nombre Rumpelstikin adivinarán.
¡Imagínense lo contenta que se puso la reina cuando oyó este nombre!
Poco después entró el hombrecito y dijo:
-Y bien, señora reina, ¿cómo me llamo yo?
-¿Te llamarás Conrado? -empezó ella.
-¡No! Así no me llamo yo.
-¿Y Enrique?
-¡No! ¡Así no me llamo yo! -replicó el hombrecito con expresión triunfante.
Sonrió la reina y le dijo:
-Pues... ¿quizás te llamas... Rumpelstikin?
-¡Te lo dijo una bruja! ¡Te lo dijo una bruja! -gritó el hombrecito, y, furioso, dio en el suelo
una patada tan fuerte, que se hundió hasta la cintura.
Luego, sujetándose al otro pie con ambas manos, tiró y tiró hasta que pudo salir; y
entonces, sin dejar de protestar, se marchó corriendo y saltando sobre una sola pierna,
mientras en palacio todos se reían de él por haber pasado en vano tantos trabajos.

LOS DOCE MESES


Érase una vez una aldeana que había quedado viuda, con dos niñas. La mayor, que era
hijastra, se llamaba Dobrunka; y la segunda, que poseía la misma perversidad de su
madre, llamábase Zloboga. La aldeana adoraba a su hija, pero sentía por Dobrunka
verdadera animadversión, por el único motivo de ser ésta tan bella como fea era Zloboga.
La bondadosa Dobrunka, que ni siquiera se daba cuenta de su hermosura, no podía
explicarse por qué su madrastra se enfurecía sólo al verla. La pobre niña era la encargada
de hacer todas las faenas de la casa: lavaba, barría, cocinaba, cosía, hilaba, tejía, cortaba
hierba y cuidaba la vaca; en tanto que Zloboga vivía como una princesa, lo que equivale a
decir que no hacía absolutamente nada.
Dobrunka trabajaba a conciencia y recibía las reprensiones y los golpes como una mansa
cordera. Pero nada era capaz de desarmar a su madrastra, porque cada día aumentaba
la belleza de la hijastra y la fealdad de la hija.
“Helas aquí ya crecidas, pensaba la aldeana; los pretendientes no tardarán en venir; pero
despreciarán a mi hija cuando vean a esta aborrecible Dobrunka, que parece se ha
propuesto embellecer sin límite, a fin de contrariarme. Es preciso que a toda costa me
desembarace de ella.
Un día, en el rigor del invierno, antojáronsele a Zloboga unas violetas.
-Vamos, Dobrunka, ve al bosque a buscarme unas violetas; me las pondré en la cintura y
su olor me recreará.
-¡Jesús, qué idea, hermana mía! ¿Hay acaso violetas debajo de la nieve?
-Cállate, necia -respondióle la menor-, y haz al punto lo que te digo. Si no vas al bosque y
me traes un ramo de violetas, te moleremos a palos.
La madre tomó a Dobrunka por un brazo, la echó fuera de la casa y cerró la puerta con
dos vueltas de llave.
La pobre niña marchó hacia el bosque, llorando. Todo estaba cubierto de nieve; no se
veía ni siquiera un sendero. Dobrunka se extravió; el hambre la mortificaba, el frío la hacía
temblar, y rogó a Dios que dispusiese de su miserable existencia.
De repente distinguió en lontananza una luz. Camina, sube, y llega al fin a la cumbre de
elevada peña. Allí encuentra un gran fuego, a cuyo alrededor había doce piedras, y en
cada piedra, sentado, un personaje inmóvil, envuelto en una amplia túnica, con la cabeza
cubierta por un capuchón que le caía hasta los ojos. Tres de estas túnicas eran blancas
como la nieve, tres verdes como la hierba de los prados, tres doradas como las mieses
maduras y tres de color violeta como racimos de uva. Estas doce figuras que
contemplaban el fuego en silencio, eran los doce meses del año.
Dobrunka reconoció a Enero por su luenga barba blanca. La pobre niña acercóse y dijo
con voz tímida:
-Permitidme, buenos señores, que me caliente a vuestro fuego, porque estoy helada de
frío.
Enero hizo una señal con la cabeza.
-¿Por qué vienes aquí, hija mía? -le preguntó-. ¿Qué es lo que buscas?
-Busco violetas -respondió Dobrunka.
-No es la estación de ellas -dijo Enero con voz cavernosa-; no hay violetas debajo de la
nieve.
-Ya lo sé -replicó tristemente Dobrunka-; pero mi madre y mi hermana me molerán a palos
si no se las llevo. Decidme dónde podré encontrarlas, buenos señores.
Levantóse el viejo Enero, y llegándose a un joven de capuchón verde, entrególe el bastón
que tenía en la mano, diciéndole:
-Hermano Marzo, eso te corresponde a ti.
Levantóse Marzo a su vez y removió con el bastón el fuego; y he aquí que la llama se
eleva, y la nieve se funde, y las ramas de los árboles se cubren de yemas rojizas, y la
hierba reverdece al pie de los zarzales, y las flores asoman por entre el verde follaje y las
violetas se abren. Es la primavera que vuelve.
-Pronto, hija mía; date prisa a coger tus violetas -dijo Marzo.
Hizo Dobrunka un gran ramo, dio las gracias a los doce meses y corrió presurosa hacia su
hogar. Calcúlese el asombro de la madrastra y la hermana. El olor de las violetas se
esparció por toda la casa.
-¿Dónde has encontrado estas florezuelas? -le preguntó Zloboga con tono desdeñoso.
-Allá arriba en la montaña -respondió su hermana-. Hay como una gran alfombra azul,
junto a las breñas.
Prendióse Zloboga el ramo en la cintura y ni siquiera dio las gracias a la pobre niña.
A la mañana siguiente, a la perversa Zloboga se le antojó comer fresas.
-Ve a buscarme fresas al bosque -dijo a su hermana.
-¡Jesús, hermana, qué idea! ¿Hay por ventura fresas debajo de la nieve?
-Cállate, necia, y obedece. Si no vas al bosque y me traes una cesta de fresas, te
moleremos a palos.
La madre tomó a Dobrunka por un brazo, la echó fuera de la casa y cerró la puerta con
dos vueltas de llave.
La pobre niña encaminóse al bosque de nuevo, buscando con afán la luz del día anterior.
Tuvo la suerte de encontrarla, y llegó hasta donde estaba el fuego, helada y temblorosa.
Los doce meses se hallaban en sus puestos, silenciosos e inmóviles.
-Permitidme, buenos señores, que me caliente a vuestro fuego; estoy helada de frío.
-¿Por qué has vuelto? -preguntóle Enero-. ¿Qué es lo que buscas hoy?
-Busco fresas -respondió la niña.
-No es la estación de ellas -dijo Enero con su bronca voz-; debajo de la nieve no hay
fresas.
-Ya lo sé -replicó tristemente Dobrunka-; pero mi madre y mi hermana me molerán a palos
si no se las llevo. Decidme, buenos señores, dónde podré encontrarlas.
Levantóse el viejo Enero, y acercándose a uno de los hombres de capuchón dorado, le
entregó el bastón, diciéndole:
-Hermano Junio, eso te corresponde a ti.
Levantóse Junio a su vez, removió el fuego con el bastón; y he aquí que la llama se eleva,
y la nieve se funde, y la tierra reverdece, y los árboles se cubren de hojas, y los pájaros
cantan, y las flores se entreabren: es el estío que retorna. Miríadas de estrellitas blancas
esmaltan el delicado césped, y se convierten luego en fresas, que brillan dentro de sus
verdes corolas, cual rubíes entre esmeraldas.
-Pronto, hija mía -dijo Junio-; date prisa a coger tus fresas.
Dobrunka se llenó el delantal, dio las gracias a los doce meses y corrió gozosa a su
hogar. Imagínese la sorpresa de la madrastra y la hermana. El olor de las fresas se
esparció por toda la casa.
¿Dónde has encontrado estas frutillas? -le preguntó Zloboga, con tono desdeñoso.
-Allá arriba en la montaña -respondió su hermana-; hay tantas que parece que la tierra
está cubierta de sangre.
Zloboga y su madre se comen las fresas, y ni siquiera dan las gracias a la pobre niña.
Al tercer día, la malvada hermana quiso manzanas rojas. Las mismas amenazas, las
mismas injurias, las mismas violencias. Dobrunka corrió presurosa a la montaña y tuvo la
suerte de encontrar otra vez a los doce compasivos meses, que se calentaban al fuego,
silenciosos e inmóviles.
-¿Otra vez tú, hija mía? -preguntóle el viejo Enero, haciéndole un lugar junto al fuego.
Y Dobrunka le refirió, anegada en llanto, que si no llevaba manzanas rojas a su hermana
y a su madre, la matarían a palos entre ambas.
El bondadoso Enero repitió las ceremonias de la víspera.
-Hermano Setiembre -le dijo a uno de barba gris y capuchón violeta-; eso te corresponde
a ti.
Setiembre se levanta y remueve el fuego con el bastón. Y he aquí que la llama se eleva, y
la nieve se funde, y los árboles ostentan algunas hojas amarillas, que caen una tras otra a
los embates del viento. Es el otoño. Las únicas flores que se ven son algunos claveles
retrasados, y varias margaritas y siemprevivas. Dobrunka sólo reparó en una cosa: en un
manzano lleno de sus rojas frutas.
-¡Pronto, hija mía, date prisa a sacudir el árbol -le dijo Setiembre.
Sacude y cae una manzana; sacude nuevamente, y cae otra fruta.
-¡Pronto, Dobrunka, pronto; regresa a tu casa enseguida! -gritó con voz imperiosa
Setiembre.
La excelente muchacha da las gracias a los meses y corre gozosa al hogar. Imagínese el
asombro de su hermana y su madrastra.
-¡Manzanas frescas! ¿Dónde las has cogido? -le preguntó Zloboga.
-Allá arriba en la montaña; hay un árbol con tantas, que está rojo como un cerezo en el
mes de agosto.
-¿Y por qué no has traído más que dos? Sin duda te habrás comido las otras por el
camino.
-¡Yo, hermana! Te aseguro que no las he tocado; no me han permitido que sacudiese el
árbol más que un par de veces, y sólo han caído dos manzanas.
-¡El diablo te lleve, embustera! • grita Zloboga, iracunda.
Y descarga sin piedad una lluvia de golpes sobre su hermana, quien busca salvación en
la huida, llorando sin consuelo.
La perversa joven probó una de las manzanas, y declaró que jamás había comido fruta
tan exquisita y delicada. Su madre coincidió con esta opinión. ¡Qué lástima no tener más!
■-Madre -exclama de pronto Zloboga-, dame mi pelliza, que voy al bosque en busca del
árbol; y que me lo permitan o no, lo sacudiré tan fuertemente, que todas las manzanas
serán nuestras.
Quiere la madre hacerle algunas prudentes observaciones, pero los niños mimados a
nadie escuchan. Zlogoba se envuelve en su pelliza, se echa el capuchón por la cabeza y
corre en demanda del bosque.
Todo estaba cubierto de nieve; no se veía ni siquiera un sendero. Zloboga se extravía,
pero la codicia y el orgullo la impulsan hacia adelante. Descubre un resplandor en
lontananza, corre, trepa, y se encuentra a los doce meses sentados en sus piedras
respectivas, silenciosos e inmóviles. Sin pedirles permiso, se acerca resuelta al fuego.
-¿Qué vienes a hacer aquí?, ¿qué quieres?, ¿adonde vas? -le pregunta secamente el
viejo Enero.
-¿Qué te importa, viejo loco? -respóndele Zloboga-. No tengo por qué darte explicaciones
de adonde voy y de dónde vengo.
Y, resuelta, se interna en el bosque.
Frunce Enero el entrecejo y levanta el bastón sobre su propia cabeza. En un abrir y cerrar
de ojos el cielo se oscurece, el fuego se apaga, la nieve cae, el viento sopla. Zloboga no
ve ya por dónde va; se pierde, y trata en vano de volver sobre sus pasos. La nieve cae, el
viento sopla sin cesar. La joven llama con voz angustiosa a su madre, maldice a su
hermana y a Dios. Y en tanto, cae la nieve, sopla el viento. Zloboga está helada, sus
miembros se entorpecen, se siente desfallecer. Y el viento sigue soplando, y la nieve
continúa cayendo.
La madre, en la casa, impaciente y temerosa al ver la tardanza de su hija, va desolada de
la ventana a la puerta, de la puerta a la ventana; pero las horas transcurren y Zloboga no
regresa.
-Es preciso -exclama al fin- que vaya a buscar a mi hija. Que no perezca abandonada, al
lado de esas malditas manzanas.
Se cala su pelliza, se encasqueta el capuchón y corre hacia la montaña. Todo está
cubierto de nieve; no se ve ni siquiera un sendero. Se interna en lo más espeso del
bosque, llamando a su hija a gritos. Y en tanto, cae la nieve, y el viento sopla. Marcha con
paso febril, vacilante, gritando con todas sus fuerzas; y el ciervo muge inclemente y la
nieve cae monótona.
Dobrunka esperó vanamente toda la tarde y la noche; no volvieron ni la madre ni la hija.
Por la mañana toma su torno, hila una rueca y nada: no hay noticia de las ausentes.
-¡Dios mío! ¿qué ha sucedido? -exclama anegada en llanto.
El sol brilla a través de una niebla glacial, la nieve cubría la tierra. Hizo Dobrunka la señal
de la cruz y rezó un padrenuestro por su madre y por su hermana. Nadie las volvió a ver
en la casa; pero al llegar la primavera, un pastor encontró sus cadáveres en el bosque.
Dobrunka quedó única dueña de la casa, del huerto, de la vaca y de un buen trozo de
prado. Mas cuando una muchacha hermosa y honesta posee un buen campo debajo de
su ventana, lo primero que suele presentarse en ese campo es un labriego joven y
apuesto, que le ofrece honradamente su hacienda, su corazón y su mano. Dobrunka se
casó muy bien; y los doce meses no abandonaron jamás a su protegida.
Dobrunka vivió muchos años, y fue siempre buena y dichosa.

EL PROPIO ESFUERZO

Una mañana hermosa de primavera, un joven que estaba mirando con aire afligido, desde
un puente, a los pescadores de caña que regresaban del río con los cestos colmados de
pescado, preguntóle a uno:
-¿Cuántos pescados lleváis?
-Cuarenta y ocho -le contestó.
-¡Si fueran míos sería feliz! -exclamó el muchacho- porque podría venderlos para obtener
comida.
Un viejo pescador que aún permanecía pescando, alcanzó a oír las palabras del joven y le
dijo:
-Pues yo te daré otros tantos y tan buenos, si quieres hacerme un pequeño favor.
-¿Cuál?
-Tan sólo tenerme la caña dentro del agua mientras voy a hacer una diligencia que me
llevará poco tiempo.
Aceptó gustoso el joven y se instaló en el lugar del viejo. Al poco rato comenzó a
impacientarse, calculando que el pescador tardaba más de lo necesario. De pronto se puso
de buen humor al ver que los peces picaban, y cuando el pescador volvió ya había sacado
muchos más de lo calculado.
Mirólo el viejo socarronamente y, contando tantos pescados como tenía el cesto que el
muchacho había codiciado, se los dio y le dijo:
-Cumplo mi promesa, aquí tienes. Ahora sólo me resta decirte que cuando veas a otros
adquirir con su esfuerzo lo que tú necesitas, no malgastes tu tiempo en vanos deseos ni en
inútiles lamentaciones: ¡echa el anzuelo con tus propias manos!

COMO UN SULTÁN HALLO UN HOMBRE HONRADO

Cierto sultán deseaba hallar un hombre honrado, para confiarle el cobro de las
contribuciones; y como no supiese dónde buscarlo, pidió parecer a un sabio, quien le
aconsejó publicase la necesidad en que se hallaba, y luego, una noche determinada,
convocase a los solicitantes a su palacio, para escoger el más apto.
-Si Su Majestad les invita a bailar, yo le indicaré quién es el más honrado.
A su debido tiempo llegaron los solicitantes a], palacio, y una vez allí, fueron invitados por
un oficial de la corte a presentarse al Sultán, uno a uno, para lo cual les fue preciso pasar
por un sombrío y desierto corredor. Cuando estuvieron reunidos todos ante el trono, díjoles
el Sultán con tono amable:
-Caballeros, complaceríame en extremo verles danzar; ¿tienen a bien hacerlo?
Sonrojáronse todos y rehusaron, excepto uno, que bailó alegremente y con elegancia.
-Ese es el hombre honrado -dijo el sabio, señalándole.
En efecto, a lo largo del corredor,, el sabio había colocado sacos llenos de dinero; todos los
que no eran honrados se habían llenado de él sus bolsillos, al ir hacia el trono del Sultán, e
indudablemente, si hubieran bailado, se les habría oído el ruido del dinero; por esto
rehusaron, llenos de vergüenza.

EL TRAIDOR QUE SE CONVIRTIÓ EN LEAL

Díjose en cierta ocasión al rey Filipo, padre de Alejandro Magno, que un capitán había
fraguado una conspiración contra él, por lo cual se solicitaba del soberano que hiciera
prender al traidor, lo encerrara en una prisión y luego mandara ejecutarlo; pero Filipo se
negó a hacerlo, a pesar de los reiterados avisos de sus amigos y cortesanos.
-¿Puedo cortar un miembro de mi cuerpo porque esté enfermo? -dijo el rey-. ¿No haré antes
lo posible por curarlo?
Invitó, pues, al capitán traidor a que se presentara en palacio, lo colmó de dones y honores,
y de este modo consiguió hacer que se avergonzara de la traición cometida.
En adelante el capitán fue uno de los oficiales más leales y uno de los súbditos más
entusiastas del soberano.

EL SEÑOR CONEJO Y SU CABALLO

Gustaba el señor Conejo darse importancia delante de sus amigos. Un día que estaba
charlando con algunos acerca de caballos, decíanle aquéllos que no tenían ninguno.
-¿Cómo? -les preguntó el señor Conejo- ¿no tenéis caballos? Yo tengo el mejor del país y
es nada menos que la señora Zorra.
Oyólo ésta, que vagaba por allí, y después de reunir a los amigos del señor Conejo, les dijo
que ella haría retirar sus palabras a aquel vanidoso.
-Esperad aquí -añadió- y veréis qué mal rato le voy a hacer pasar.
Corrió a casa del jactancioso, y le dijo amigablemente:
-Señor Conejo, sus amigos van a dar una fiesta y yo les he prometido que os vendría a
buscar.
Mas éste, sospechando que allí había algo, le respondió que estaba enfermo y no podía
caminar. Entonces la señora Zorra se ofreció a llevarlo sobre su lomo, mas el conejo le
respondió que sin silla y bridas no se aventuraba a la excursión. Aceptó la señora Zorra y
después de enjaezarla, montó el señor Conejo sobre ella, no sin haberse puesto a escondidas
un par de puntiagudas espuelas. Hecho esto, se pusieron tranquilamente en camino.
“Voy a dar a este imbécil un soberano disgusto”, pensó la señora Zorra. “Yo le enseñaré a
llamarme su caballo”; e inmediatamente comenzó a saltar de un lado para otro y a dar
rápidas vueltas, avanzando y reculando, con intención de echar abajo al jinete; mas éste
clavó las espuelas con tal fuerza que la señora Zorra no tuvo otro remedio que ceder en su
empresa. Al llegar al punto de la reunión, ató el señor Conejo a la señora Zorra en la
cuadra, y entrando ufano en la casa, dijo a sus amigos:
-¿Veis cómo la señora Zorra es mi caballo? Es un poco levantisca, pero yo la amansaré.
Dicho esto, los llevó a la cuadra para que viesen a la señora Zorra. Terminada la fiesta,
montó de nuevo el señor Conejo sobre la señora Zorra, y ésta avanzaba tan sosegadamente,
que el señor Conejo, barruntando que iba a suceder algo, se puso un poco nervioso.
De nada le valieron las espuelas, pues la señora Zorra, tumbándose de repente, empezó a
revolcarse por el suelo y el señor Conejo hubo de escapar a carrera tendida tratando de
alcanzar su madriguera.
Levantóse la taimada, y lanzóse detrás del señor Conejo, que corría dando saltos entre los
matorrales, y al verse casi alcanzado por la señora Zorra se escondió en un árbol hueco.
Llegó ésta, y viendo que el agujero del tronco era demasiado estrecho, dijo:
-De todos modos eres mío, pues aquí esperaré a que salgas, aunque tenga que estar hasta el
año que viene.
Callóse el señor Conejo y poco después pasó, volando por allí, un milano.
-¡Eh!, señor Milano -le gritó la señora Zorra-, aquí tengo encerrado al señor Conejo.
Hacedme el favor de que no se escape, mientras yo voy en busca de un hacha. Vuelvo
enseguida.
Púsose de centinela el señor Milano delante del agujero, mientras la señora Zorra volvía.
-¿Sois vos, señor Milano? -le preguntó el señor Conejo desde el interior del árbol-. ¡Si
vieses qué ardilla más gorda hay aquí!, ¿por qué no la cogéis?
-¿Cómo? -preguntó el señor Milano.
-Pues, muy fácilmente. Al otro lado del tronco hay un agujero: poneos en acecho y yo la
espantaré para que salga.
Dio el señor Milano la vuelta al árbol en espera de su presa, y entretanto el astuto señor
Conejo, a todo correr, huía hacia su casa.

EL ESPEJO

Cierto día, hace de esto muchísimos años, un comerciante muy rico y avariento acudió a un
viejo y sabio sacerdote en busca de consejo y enseñanza. Éste lo llevó ante una ventana y le
dijo:
-Mira a través de este vidrio y dime qué ves.
-Gente -contestó el rico.
Luego lo condujo ante un espejo, y le preguntó:
-¿Qué ves ahora?
-Me veo a mí mismo -contestóle al instante el avaro.
-He ahí, hermano -le dijo entonces el santo varón-, que en la ventana hay un vidrio y en el
espejo también. Pero ocurre que el vidrio del espejo está cubierto con un poquito de plata, y
en cuanto hay un poco de plata de por medio dejamos de ver a los otros y no vemos sino a
nosotros mismos.

LA BOTELLA QUE TODO LO CONTIENE - León Tolstoi

Un día, delante de una cabaña, un niño de pocos años contemplaba una botella que tenía
entre las manos, murmurando:
-¿Estarán dentro de esta botella los zapatos, como dice mamá?
Por fin, después de darle muchas vueltas, cogió una piedra y rompió la botella: mas al ver
que no había nada adentro, espantado por lo que acababa de hacer, echóse al suelo y lloró
tan fuerte que no oyó el ruido de pasos de alguien que se acercaba.
-¿Qué es eso?
Aterrado el pequeñuelo al oír la voz volvió los ojos: era su padre.
-¿Quién ha roto la botella?
En la voz del hombre había algo a que el niño no estaba acostumbrado: algo de compasión,
que quizá por vez primera había sentido, al ver aquel pobre ser inocente y débil, encorvado,
doblado casi en su desolación sobre los restos de la botella.
-Yo quería -murmuraba el niño entretanto-, ver si había dentro un par de zapatos nuevos...
porque los míos están rotos y mamá no tuvo nunca dinero para encargar que los arreglen...
-¿Cómo podías imaginarte que hubiera dentro de la botella un par de zapatos nuevos?
-Ha sido mamá quien me lo ha dicho... siempre que le suplicaba que me comprase un par de
zapatos, me decía que mis zapatos, mis vestidos y el pan, y muchas otras cosas, estaban en
el fondo de esta botella... y yo creí encontrar alguna de esas cosas dentro... ¡Pero ya no lo
haré más!
-¡Está bien, hijo mío! -dijo el padre, poniendo las manos en la ensortijada cabellera del hijo.
Después entró en la cabaña, dejando al niño asombrado con su moderación, tan fuera de
ordinario.
Algunos días más tarde, el padre entregó al niño un pequeño paquete, mandándole que lo
abriera.
Al hacerlo lanzó el pequeñuelo un grito de alegría.
-¡Zapatos nuevos...! ¡Zapatos nuevos! -exclamó-. ¿Has recibido otra botella, papá?
¿Estaban dentro de ella?
-¡No, hijo mío! -le contestó el padre con dulzura-; ya no quiero otra botella; tu madre tenía
razón... todas las cosas iban antes a perderse en el fondo de la botella. Lo que he echado en
ella no es fácil sacarlo de allí; pero ya no volveré a echar nada en adelante...

EL MOLINERO Y SUS SINGULARES AMIGOS

Hace algún tiempo, una cuadrilla de bandoleros se instaló en una cabaña escondida entre
unos matorrales a la vera del camino. Día y noche asaltaban a los viajeros, y penetrando
violentamente en las granjas, robaban a los labradores.
Una tarde, en que un molinero establecido en aquellos contornos había ido a la ciudad, se
deslizaron los bandidos en sus habitaciones y, después de apoderarse de todas sus
economías, prendieron fuego al molino.
Cuando, al venir la noche, estuvo de vuelta el molinero, vio con amarga sorpresa que se
hallaba arruinado, pero lo que más le apesadumbró fue que los ladrones habían llevado
todas sus provisiones.
No le importaba a él gran cosa alejarse de allí sin tomar alimento, pero, ¿qué iban a comer
su asno, su perro, el gato y los dos gansos? Como nuestro hombre vivía solo, se había
encariñado con aquellos animales, y así, antes que verlos morir de hambre, prefirió darles
libertad, aun perdiéndolos para siempre. Dijoles, pues, con mucho dolor:
-Animalitos míos, ya veis que los ladrones me han dejado sin nada. Tú, borriquito mío, te
has quedado sin paja; y tú, mi buen amigo -dijo volviéndose al perro-, ya no tienes carne
que comer; esos malos hombres os han dejado, a ti, sin carne, gatito mío, y a vosotros sin
maíz, mis buenos gansos. Idos, pues, por esos campos y ved si podéis encontrar algo que os
sirva para comer.
Entristeciéronse los animales al tener que abandonar a su amo; mas ¿qué hacer? Se alejaron
pesarosos y diéronse a buscar comida y albergue por aquellos matorrales.
Andando, andando, llegaron a la cabaña en que los bandoleros estaban sentados a la mesa,
cenando y alumbrados por la vacilante luz de una vela de sebo.
Husmeó el perro y dijo a sus compañeros por lo bajo:
-¡Magnífica ocasión se nos presenta para pasar la noche bien abrigados! Escondeos entre
los matorrales y haced todo el ruido que podáis. Veremos si así logramos asustar y hacer
huir a los ladrones.
Ocultáronse los animales entre las matas alrededor de la cabaña y a una rompieron en el
más desafinado de los conciertos.
Los profundos rebuznos del asno, los maullidos del gato, el agudo ladrar del perro, y el
escandaloso graznar de los gansos formaban tan estrepitosa y desconcertada algarabía, que
los bandoleros se miraron llenos de espanto. Entonces uno de los gansos voló sobre la mesa
y derribando el candelero de un aletazo, apagó la luz. Presa de terror en aquella oscuridad y
en medio de tan alarmantes ruidos, abalanzáronse los ladrones a la entrada de la choza, y
huyeron corriendo a más no poder por aquellos campos y sin dirección.
Gozosos de su victoria, entraron los animales en la cabaña; comiéronse los restos de la
cena, y satisfechos de su aventura, se entregaron al sueño reparador. Acostóse el asno junto
a la entrada de la choza; el perro se echó debajo de la mesa, sobre la que se enroscó el gato;
y los gansos saltaron al montante de la puerta para pasar allí la noche.
Luego que los ladrones se recobraron de su espanto, el capitán resolvió ir a ver qué era lo
sucedido. Encaminóse, pues, a la choza, y hallándola a oscuras y en silencio, se aventuró
por la puerta, despertando los animales a su paso. Saltó sobre él el perro, y le dio terrible
dentellada en una pierna. Al acercarse a la mesa, se le echó encima el gato, que le arañó el
rostro, y los gansos, revoloteando alrededor de su cabeza, le daban fuertes aletazos.
Aterrado el capitán, quiso huir; mas, al trasponer el umbral de la puerta, le propinó el asno
tan solemne coz, que dio con su cuerpo en un matorral de zarzales y ortigas.
Maltrecho, alejóse el bandolero, y refirió luego a sus hombres que se había apoderado de la
cabaña una pandilla de criminales, y que, al volver allí, morirían todos a sus manos.
-Son tan feroces -les decía-, que uno me ha clavado un puñal en una pierna, otro me ha
rajado la cara a navajazos, tres me han querido envolver la cabeza en una sábana para
ahogarme, y cuando yo huía y ya. me creía en salvo, me ha asestado uno en la espalda un
golpe tan terrible con una maza, que he quedado vivo de milagro. Así que lo mejor que
podemos hacer es alejarnos para siempre de estas cercanías.
Aterrorizados los bandoleros con tal relato, huyeron para más no volver.
Cuando a la mañana siguiente se levantaron los animales, advirtió el perro que alguien
había removido el suelo en un rincón de la cabaña. Escarbando la tierra descubrió un saco
lleno de onzas de oro. Pudo a duras penas cargar con él el asno, y en extraña comitiva
partieron asno, perro, gansos y gatos con dirección al incendiado molino.
Con el dinero que sus nobles amigos le trajeron, pudo el molinero restaurar y poner en
marcha su molino, en el que vivió feliz y tranquilo con sus animales recordando con
delectación la maravillosa historia de su original aventura.

EL TESORO DEL POBRE

Había una vez, según un cuento que refiere el poeta francés Juan Richepin, un matrimonio
sumamente pobre. No tenían pan que guardar en la artesa ni artesa para guardar el pan. No
tenían casa alguna donde colocar aquélla, ni pedazo de tierra en el que pudieran construir
una casa. Si hubiesen poseído un pedazo de tierra, habrían podido hallar algo con que
edificar la casa. Si hubiesen poseído esta casa, habrían podido tener en ella la artesa, y si
hubiesen poseído la artesa, de vez en cuando, sin duda, habrían podido hallar un poco de
pan que guardar en ella. Pero como no tenían ni terreno ni casa, ni artesa ni pan, eran, en
verdad, de los pobres muy pobres, y lo que más falta les hacía era una casa propia donde
pudieran encender algunos troncos secos, y sentarse a charlar junto a la lumbre.
La víspera de Navidad este pobre matrimonio se sentía más pobre y más triste que nunca.
Mientras iban lamentándose por la grande carretera solitaria, rodeados de las negras
tinieblas de la noche, tropezaron con un pobre gato que maullaba tímidamente.
Los pobres son bondadosos con los pobres, y se ayudan unos a otros, y aquellos dos pobres
tomaron al gato consigo, y no se cuidaron de comer ellos cosa alguna, sino que dieron al
animal un poco de manteca que les habían proporcionado de limosna.
El gato, después de comer, echó a andar delante de ellos y los guió a través de las negras
tinieblas hasta una vieja cabaña abandonada.
Había dos banquetas y un hogar en esta cabaña, según pudieron ver por un rayo de luna,
que lució y desapareció al mismo tiempo, y el gato desapareció también con el rayo de
luna.
Pronto se hallaron sentados en la oscuridad delante del negro hogar, que la falta de fuego
hacía todavía más negro.
-¡Ah -dijeron-, si tuviéramos únicamente un par de brasas! ¡Hace mucho frío!, y ¿qué podía
haber más agradable que estar sentados calentándonos junto a un poco de fuego y contando
cuentos?
Pero no había en el hogar fuego alguno, porque eran muy pobres, verdaderamente
pobrísimos.
De pronto aparecieron dos brasas brillantes y ardientes en el fondo de la chimenea; dos
hermosos ojos de fuego, amarillos como el oro.
Y el viejo frotó sus manos gozoso, y dijo a su esposa:
-¿No notas qué bien se está y qué calorcito se siente?
-Sí, por cierto -respondió la anciana-, y acercó las manos a la lumbre. -Sóplalas y atízalas
-dijo ella.
-¡No, no! -replicó el marido-. Eso las haría arder de prisa.
Y así empezaron a charlar para matar el tiempo, sin tristeza ya, porque se sentían animados
a la vista de las dos pequeñas brasas amarillas.
Los pobres son felices con muy poca cosa, y estos dos se alegraban al ver el hermoso regalo
de lumbre que se les había hecho, junto a la cual estuvieron sentados toda la noche
calentándose, seguros de que el Niño Jesús los quería mucho, porque las dos brasas
lucientes brillaron misteriosamente toda la noche, sin extinguirse.
cuando llegó la mañana estos dos pobres, que habían pasado abrigados y contentos toda la
noche, vieron en el fondo de la chimenea al pobre gato que los miraba con sus grandes ojos
amarillos.
el reflejo de aquellos ojos eran lo que mantuvo a aquellos dos pobres tan abrigados y
contentos.
-El tesoro de los pobres es la fantasía -les dijo discretamente el gato.

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