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EL PROPIO ESFUERZO
Una mañana hermosa de primavera, un joven que estaba mirando con aire afligido, desde
un puente, a los pescadores de caña que regresaban del río con los cestos colmados de
pescado, preguntóle a uno:
-¿Cuántos pescados lleváis?
-Cuarenta y ocho -le contestó.
-¡Si fueran míos sería feliz! -exclamó el muchacho- porque podría venderlos para obtener
comida.
Un viejo pescador que aún permanecía pescando, alcanzó a oír las palabras del joven y le
dijo:
-Pues yo te daré otros tantos y tan buenos, si quieres hacerme un pequeño favor.
-¿Cuál?
-Tan sólo tenerme la caña dentro del agua mientras voy a hacer una diligencia que me
llevará poco tiempo.
Aceptó gustoso el joven y se instaló en el lugar del viejo. Al poco rato comenzó a
impacientarse, calculando que el pescador tardaba más de lo necesario. De pronto se puso
de buen humor al ver que los peces picaban, y cuando el pescador volvió ya había sacado
muchos más de lo calculado.
Mirólo el viejo socarronamente y, contando tantos pescados como tenía el cesto que el
muchacho había codiciado, se los dio y le dijo:
-Cumplo mi promesa, aquí tienes. Ahora sólo me resta decirte que cuando veas a otros
adquirir con su esfuerzo lo que tú necesitas, no malgastes tu tiempo en vanos deseos ni en
inútiles lamentaciones: ¡echa el anzuelo con tus propias manos!
Cierto sultán deseaba hallar un hombre honrado, para confiarle el cobro de las
contribuciones; y como no supiese dónde buscarlo, pidió parecer a un sabio, quien le
aconsejó publicase la necesidad en que se hallaba, y luego, una noche determinada,
convocase a los solicitantes a su palacio, para escoger el más apto.
-Si Su Majestad les invita a bailar, yo le indicaré quién es el más honrado.
A su debido tiempo llegaron los solicitantes a], palacio, y una vez allí, fueron invitados por
un oficial de la corte a presentarse al Sultán, uno a uno, para lo cual les fue preciso pasar
por un sombrío y desierto corredor. Cuando estuvieron reunidos todos ante el trono, díjoles
el Sultán con tono amable:
-Caballeros, complaceríame en extremo verles danzar; ¿tienen a bien hacerlo?
Sonrojáronse todos y rehusaron, excepto uno, que bailó alegremente y con elegancia.
-Ese es el hombre honrado -dijo el sabio, señalándole.
En efecto, a lo largo del corredor,, el sabio había colocado sacos llenos de dinero; todos los
que no eran honrados se habían llenado de él sus bolsillos, al ir hacia el trono del Sultán, e
indudablemente, si hubieran bailado, se les habría oído el ruido del dinero; por esto
rehusaron, llenos de vergüenza.
Díjose en cierta ocasión al rey Filipo, padre de Alejandro Magno, que un capitán había
fraguado una conspiración contra él, por lo cual se solicitaba del soberano que hiciera
prender al traidor, lo encerrara en una prisión y luego mandara ejecutarlo; pero Filipo se
negó a hacerlo, a pesar de los reiterados avisos de sus amigos y cortesanos.
-¿Puedo cortar un miembro de mi cuerpo porque esté enfermo? -dijo el rey-. ¿No haré antes
lo posible por curarlo?
Invitó, pues, al capitán traidor a que se presentara en palacio, lo colmó de dones y honores,
y de este modo consiguió hacer que se avergonzara de la traición cometida.
En adelante el capitán fue uno de los oficiales más leales y uno de los súbditos más
entusiastas del soberano.
Gustaba el señor Conejo darse importancia delante de sus amigos. Un día que estaba
charlando con algunos acerca de caballos, decíanle aquéllos que no tenían ninguno.
-¿Cómo? -les preguntó el señor Conejo- ¿no tenéis caballos? Yo tengo el mejor del país y
es nada menos que la señora Zorra.
Oyólo ésta, que vagaba por allí, y después de reunir a los amigos del señor Conejo, les dijo
que ella haría retirar sus palabras a aquel vanidoso.
-Esperad aquí -añadió- y veréis qué mal rato le voy a hacer pasar.
Corrió a casa del jactancioso, y le dijo amigablemente:
-Señor Conejo, sus amigos van a dar una fiesta y yo les he prometido que os vendría a
buscar.
Mas éste, sospechando que allí había algo, le respondió que estaba enfermo y no podía
caminar. Entonces la señora Zorra se ofreció a llevarlo sobre su lomo, mas el conejo le
respondió que sin silla y bridas no se aventuraba a la excursión. Aceptó la señora Zorra y
después de enjaezarla, montó el señor Conejo sobre ella, no sin haberse puesto a escondidas
un par de puntiagudas espuelas. Hecho esto, se pusieron tranquilamente en camino.
“Voy a dar a este imbécil un soberano disgusto”, pensó la señora Zorra. “Yo le enseñaré a
llamarme su caballo”; e inmediatamente comenzó a saltar de un lado para otro y a dar
rápidas vueltas, avanzando y reculando, con intención de echar abajo al jinete; mas éste
clavó las espuelas con tal fuerza que la señora Zorra no tuvo otro remedio que ceder en su
empresa. Al llegar al punto de la reunión, ató el señor Conejo a la señora Zorra en la
cuadra, y entrando ufano en la casa, dijo a sus amigos:
-¿Veis cómo la señora Zorra es mi caballo? Es un poco levantisca, pero yo la amansaré.
Dicho esto, los llevó a la cuadra para que viesen a la señora Zorra. Terminada la fiesta,
montó de nuevo el señor Conejo sobre la señora Zorra, y ésta avanzaba tan sosegadamente,
que el señor Conejo, barruntando que iba a suceder algo, se puso un poco nervioso.
De nada le valieron las espuelas, pues la señora Zorra, tumbándose de repente, empezó a
revolcarse por el suelo y el señor Conejo hubo de escapar a carrera tendida tratando de
alcanzar su madriguera.
Levantóse la taimada, y lanzóse detrás del señor Conejo, que corría dando saltos entre los
matorrales, y al verse casi alcanzado por la señora Zorra se escondió en un árbol hueco.
Llegó ésta, y viendo que el agujero del tronco era demasiado estrecho, dijo:
-De todos modos eres mío, pues aquí esperaré a que salgas, aunque tenga que estar hasta el
año que viene.
Callóse el señor Conejo y poco después pasó, volando por allí, un milano.
-¡Eh!, señor Milano -le gritó la señora Zorra-, aquí tengo encerrado al señor Conejo.
Hacedme el favor de que no se escape, mientras yo voy en busca de un hacha. Vuelvo
enseguida.
Púsose de centinela el señor Milano delante del agujero, mientras la señora Zorra volvía.
-¿Sois vos, señor Milano? -le preguntó el señor Conejo desde el interior del árbol-. ¡Si
vieses qué ardilla más gorda hay aquí!, ¿por qué no la cogéis?
-¿Cómo? -preguntó el señor Milano.
-Pues, muy fácilmente. Al otro lado del tronco hay un agujero: poneos en acecho y yo la
espantaré para que salga.
Dio el señor Milano la vuelta al árbol en espera de su presa, y entretanto el astuto señor
Conejo, a todo correr, huía hacia su casa.
EL ESPEJO
Cierto día, hace de esto muchísimos años, un comerciante muy rico y avariento acudió a un
viejo y sabio sacerdote en busca de consejo y enseñanza. Éste lo llevó ante una ventana y le
dijo:
-Mira a través de este vidrio y dime qué ves.
-Gente -contestó el rico.
Luego lo condujo ante un espejo, y le preguntó:
-¿Qué ves ahora?
-Me veo a mí mismo -contestóle al instante el avaro.
-He ahí, hermano -le dijo entonces el santo varón-, que en la ventana hay un vidrio y en el
espejo también. Pero ocurre que el vidrio del espejo está cubierto con un poquito de plata, y
en cuanto hay un poco de plata de por medio dejamos de ver a los otros y no vemos sino a
nosotros mismos.
Un día, delante de una cabaña, un niño de pocos años contemplaba una botella que tenía
entre las manos, murmurando:
-¿Estarán dentro de esta botella los zapatos, como dice mamá?
Por fin, después de darle muchas vueltas, cogió una piedra y rompió la botella: mas al ver
que no había nada adentro, espantado por lo que acababa de hacer, echóse al suelo y lloró
tan fuerte que no oyó el ruido de pasos de alguien que se acercaba.
-¿Qué es eso?
Aterrado el pequeñuelo al oír la voz volvió los ojos: era su padre.
-¿Quién ha roto la botella?
En la voz del hombre había algo a que el niño no estaba acostumbrado: algo de compasión,
que quizá por vez primera había sentido, al ver aquel pobre ser inocente y débil, encorvado,
doblado casi en su desolación sobre los restos de la botella.
-Yo quería -murmuraba el niño entretanto-, ver si había dentro un par de zapatos nuevos...
porque los míos están rotos y mamá no tuvo nunca dinero para encargar que los arreglen...
-¿Cómo podías imaginarte que hubiera dentro de la botella un par de zapatos nuevos?
-Ha sido mamá quien me lo ha dicho... siempre que le suplicaba que me comprase un par de
zapatos, me decía que mis zapatos, mis vestidos y el pan, y muchas otras cosas, estaban en
el fondo de esta botella... y yo creí encontrar alguna de esas cosas dentro... ¡Pero ya no lo
haré más!
-¡Está bien, hijo mío! -dijo el padre, poniendo las manos en la ensortijada cabellera del hijo.
Después entró en la cabaña, dejando al niño asombrado con su moderación, tan fuera de
ordinario.
Algunos días más tarde, el padre entregó al niño un pequeño paquete, mandándole que lo
abriera.
Al hacerlo lanzó el pequeñuelo un grito de alegría.
-¡Zapatos nuevos...! ¡Zapatos nuevos! -exclamó-. ¿Has recibido otra botella, papá?
¿Estaban dentro de ella?
-¡No, hijo mío! -le contestó el padre con dulzura-; ya no quiero otra botella; tu madre tenía
razón... todas las cosas iban antes a perderse en el fondo de la botella. Lo que he echado en
ella no es fácil sacarlo de allí; pero ya no volveré a echar nada en adelante...
Hace algún tiempo, una cuadrilla de bandoleros se instaló en una cabaña escondida entre
unos matorrales a la vera del camino. Día y noche asaltaban a los viajeros, y penetrando
violentamente en las granjas, robaban a los labradores.
Una tarde, en que un molinero establecido en aquellos contornos había ido a la ciudad, se
deslizaron los bandidos en sus habitaciones y, después de apoderarse de todas sus
economías, prendieron fuego al molino.
Cuando, al venir la noche, estuvo de vuelta el molinero, vio con amarga sorpresa que se
hallaba arruinado, pero lo que más le apesadumbró fue que los ladrones habían llevado
todas sus provisiones.
No le importaba a él gran cosa alejarse de allí sin tomar alimento, pero, ¿qué iban a comer
su asno, su perro, el gato y los dos gansos? Como nuestro hombre vivía solo, se había
encariñado con aquellos animales, y así, antes que verlos morir de hambre, prefirió darles
libertad, aun perdiéndolos para siempre. Dijoles, pues, con mucho dolor:
-Animalitos míos, ya veis que los ladrones me han dejado sin nada. Tú, borriquito mío, te
has quedado sin paja; y tú, mi buen amigo -dijo volviéndose al perro-, ya no tienes carne
que comer; esos malos hombres os han dejado, a ti, sin carne, gatito mío, y a vosotros sin
maíz, mis buenos gansos. Idos, pues, por esos campos y ved si podéis encontrar algo que os
sirva para comer.
Entristeciéronse los animales al tener que abandonar a su amo; mas ¿qué hacer? Se alejaron
pesarosos y diéronse a buscar comida y albergue por aquellos matorrales.
Andando, andando, llegaron a la cabaña en que los bandoleros estaban sentados a la mesa,
cenando y alumbrados por la vacilante luz de una vela de sebo.
Husmeó el perro y dijo a sus compañeros por lo bajo:
-¡Magnífica ocasión se nos presenta para pasar la noche bien abrigados! Escondeos entre
los matorrales y haced todo el ruido que podáis. Veremos si así logramos asustar y hacer
huir a los ladrones.
Ocultáronse los animales entre las matas alrededor de la cabaña y a una rompieron en el
más desafinado de los conciertos.
Los profundos rebuznos del asno, los maullidos del gato, el agudo ladrar del perro, y el
escandaloso graznar de los gansos formaban tan estrepitosa y desconcertada algarabía, que
los bandoleros se miraron llenos de espanto. Entonces uno de los gansos voló sobre la mesa
y derribando el candelero de un aletazo, apagó la luz. Presa de terror en aquella oscuridad y
en medio de tan alarmantes ruidos, abalanzáronse los ladrones a la entrada de la choza, y
huyeron corriendo a más no poder por aquellos campos y sin dirección.
Gozosos de su victoria, entraron los animales en la cabaña; comiéronse los restos de la
cena, y satisfechos de su aventura, se entregaron al sueño reparador. Acostóse el asno junto
a la entrada de la choza; el perro se echó debajo de la mesa, sobre la que se enroscó el gato;
y los gansos saltaron al montante de la puerta para pasar allí la noche.
Luego que los ladrones se recobraron de su espanto, el capitán resolvió ir a ver qué era lo
sucedido. Encaminóse, pues, a la choza, y hallándola a oscuras y en silencio, se aventuró
por la puerta, despertando los animales a su paso. Saltó sobre él el perro, y le dio terrible
dentellada en una pierna. Al acercarse a la mesa, se le echó encima el gato, que le arañó el
rostro, y los gansos, revoloteando alrededor de su cabeza, le daban fuertes aletazos.
Aterrado el capitán, quiso huir; mas, al trasponer el umbral de la puerta, le propinó el asno
tan solemne coz, que dio con su cuerpo en un matorral de zarzales y ortigas.
Maltrecho, alejóse el bandolero, y refirió luego a sus hombres que se había apoderado de la
cabaña una pandilla de criminales, y que, al volver allí, morirían todos a sus manos.
-Son tan feroces -les decía-, que uno me ha clavado un puñal en una pierna, otro me ha
rajado la cara a navajazos, tres me han querido envolver la cabeza en una sábana para
ahogarme, y cuando yo huía y ya. me creía en salvo, me ha asestado uno en la espalda un
golpe tan terrible con una maza, que he quedado vivo de milagro. Así que lo mejor que
podemos hacer es alejarnos para siempre de estas cercanías.
Aterrorizados los bandoleros con tal relato, huyeron para más no volver.
Cuando a la mañana siguiente se levantaron los animales, advirtió el perro que alguien
había removido el suelo en un rincón de la cabaña. Escarbando la tierra descubrió un saco
lleno de onzas de oro. Pudo a duras penas cargar con él el asno, y en extraña comitiva
partieron asno, perro, gansos y gatos con dirección al incendiado molino.
Con el dinero que sus nobles amigos le trajeron, pudo el molinero restaurar y poner en
marcha su molino, en el que vivió feliz y tranquilo con sus animales recordando con
delectación la maravillosa historia de su original aventura.
Había una vez, según un cuento que refiere el poeta francés Juan Richepin, un matrimonio
sumamente pobre. No tenían pan que guardar en la artesa ni artesa para guardar el pan. No
tenían casa alguna donde colocar aquélla, ni pedazo de tierra en el que pudieran construir
una casa. Si hubiesen poseído un pedazo de tierra, habrían podido hallar algo con que
edificar la casa. Si hubiesen poseído esta casa, habrían podido tener en ella la artesa, y si
hubiesen poseído la artesa, de vez en cuando, sin duda, habrían podido hallar un poco de
pan que guardar en ella. Pero como no tenían ni terreno ni casa, ni artesa ni pan, eran, en
verdad, de los pobres muy pobres, y lo que más falta les hacía era una casa propia donde
pudieran encender algunos troncos secos, y sentarse a charlar junto a la lumbre.
La víspera de Navidad este pobre matrimonio se sentía más pobre y más triste que nunca.
Mientras iban lamentándose por la grande carretera solitaria, rodeados de las negras
tinieblas de la noche, tropezaron con un pobre gato que maullaba tímidamente.
Los pobres son bondadosos con los pobres, y se ayudan unos a otros, y aquellos dos pobres
tomaron al gato consigo, y no se cuidaron de comer ellos cosa alguna, sino que dieron al
animal un poco de manteca que les habían proporcionado de limosna.
El gato, después de comer, echó a andar delante de ellos y los guió a través de las negras
tinieblas hasta una vieja cabaña abandonada.
Había dos banquetas y un hogar en esta cabaña, según pudieron ver por un rayo de luna,
que lució y desapareció al mismo tiempo, y el gato desapareció también con el rayo de
luna.
Pronto se hallaron sentados en la oscuridad delante del negro hogar, que la falta de fuego
hacía todavía más negro.
-¡Ah -dijeron-, si tuviéramos únicamente un par de brasas! ¡Hace mucho frío!, y ¿qué podía
haber más agradable que estar sentados calentándonos junto a un poco de fuego y contando
cuentos?
Pero no había en el hogar fuego alguno, porque eran muy pobres, verdaderamente
pobrísimos.
De pronto aparecieron dos brasas brillantes y ardientes en el fondo de la chimenea; dos
hermosos ojos de fuego, amarillos como el oro.
Y el viejo frotó sus manos gozoso, y dijo a su esposa:
-¿No notas qué bien se está y qué calorcito se siente?
-Sí, por cierto -respondió la anciana-, y acercó las manos a la lumbre. -Sóplalas y atízalas
-dijo ella.
-¡No, no! -replicó el marido-. Eso las haría arder de prisa.
Y así empezaron a charlar para matar el tiempo, sin tristeza ya, porque se sentían animados
a la vista de las dos pequeñas brasas amarillas.
Los pobres son felices con muy poca cosa, y estos dos se alegraban al ver el hermoso regalo
de lumbre que se les había hecho, junto a la cual estuvieron sentados toda la noche
calentándose, seguros de que el Niño Jesús los quería mucho, porque las dos brasas
lucientes brillaron misteriosamente toda la noche, sin extinguirse.
cuando llegó la mañana estos dos pobres, que habían pasado abrigados y contentos toda la
noche, vieron en el fondo de la chimenea al pobre gato que los miraba con sus grandes ojos
amarillos.
el reflejo de aquellos ojos eran lo que mantuvo a aquellos dos pobres tan abrigados y
contentos.
-El tesoro de los pobres es la fantasía -les dijo discretamente el gato.