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En frente de esta posición hay otra que dice que un sistema electoral no tiene un
solo objetivo -la justicia electoral- sino, además, otro igualmente importante y que
es asegurar la gobernabilidad, para lo cual debe tender a reducir el número de
partidos y, también, entregarle a la mayoría electoral un plus en su representación
parlamentaria que le permita llevar adelante un gobierno firme y coherente.
Los efectos de ello son los dos que hemos señalado: la primera fuerza obtiene una
sobrerrepresentación parlamentaria y, segundo, se produce una drástica
reducción del número de partidos con asientos en el Congreso.
Se podría decir que el binominalismo está aquejado por una doble injusticia: la
primera, es castigar fuertemente la representación de todos los partidos que no
sean los dos dominantes; la segunda, que premia a la segunda fuerza electoral y
castiga a la mayoritaria pues, como se ha dicho una y otra vez, aun supuesta una
diferencia de votos de 66 a 34 por ciento entre la primera y la segunda fuerza, el
sistema binominal les asignará igual número de escaños.
Ante estos dilemas nos parece que el criterio debe ser doble. Afirmar, primero, la
necesidad de una justicia electoral; pero, segundo, limitarla en nombre de la
gobernabilidad. Dicho claramente, es malo que el sistema electoral (sea
uninominal o binominal) deje sin representación parlamentaria a una fuerza que
tenga un respaldo electoral significativo. Ello daña la democracia y crea partidos
que por tener cerradas las oportunidades de canalizar ese poder a través de las
instituciones (especialmente el Parlamento) son estimulados a ejercer su poder
por vías extrainstitucionales: la agitación social, las protestas anárquicas o, en el
extremo, alentar quiebres en la Constitución.
Pero, siendo cierto lo anterior, hay que moderar esta justicia electoral. Un sistema
político democrático, para que funcione eficazmente, debe tener un número
reducido de partidos.
Por tanto, hay una exigencia de reducir el número de partidos a unos pocos que,
además, sean fuertes y organizados.
En la reducción del número de partidos el sistema electoral cumple un rol que hay
que evaluar con cuidado, pues es falsa la idea de que depende de qué ley
electoral se establece para saber qué sistema de partidos se crea.
En esta materia es válida la advertencia que una vez hiciera Maurice Duverguer
de que “no es posible modificar directamente un sistema de partidos como se
reforma una Constitución”.
Es cierto que los sistemas uni y binominal reducen el número de partidos, pero
también la representación proporcional puede conducir a lo mismo si se le
introducen rectificaciones menores.
Finalmente, hay que atender a una causa que muy frecuentemente lleva al
aumento del número de partidos y que es su división; es por esta razón que
muchas leyes establecen que aquellos congresales que abandonen o renuncien a
sus partidos pierden inmediatamente sus asientos y los partidos a que pertenecían
proceden a nombrar sus reemplazantes.
Hay otras tres críticas al binominalismo que vale la pena analizar. Una, que lo
acusa de forzar de un modo compulsivo a formar alianzas electorales. Otra, que
entrega ilegítimamente un excesivo poder a las directivas partidarias y permite,
mediante hábiles manipulaciones, despojar al pueblo de su derecho a elegir.
Finalmente, que al reducir el número de candidaturas dificulta las posibilidades de
renovación del personal político.
En esos casos la clave para llegar al parlamento no está en el voto popular, sino
en ser incorporado a la lista del partido, en tanto el pueblo es reducido a la mera
condición de ratificar o no una propuesta uninominal, que le es formulada por un
comité o, en el mejor de los casos, votada por pequeñas oligarquías regionales.
Para las elecciones de este año la derecha oscila entre dos extremos. Uno, la idea
de una “competencia total” en que las listas de la Alianza estarían integradas por
un candidato de la UDI y otro de RN compitiendo duramente en cada distrito. El
otro extremo es la manipulación de las listas para entregar diputaciones y
senaturías seguras; a esto le llaman “competencia inteligente” que, para ser
claros, significa la confabulación de las directivas partidarias para arrebatarle al
pueblo su derecho a elegir.
Lo anterior significa que lo que marca una diferencia esencial entre una dictadura
y una democracia no es que haya o no elecciones, pues en ambas las puede
haber (obligatoriamente sólo en las democracias), sino en que existan alternativas
entre las que el ciudadano pueda optar.
El sistema binominal impone otra camisa de fuerza a los partidos. Ella se explica
de la siguiente manera: primero, los partidos que efectivamente quieren elegir
parlamentarios deben agruparse en dos grandes bloques; y segundo, esos dos
grandes bloques no deben tener más de dos candidatos para cada distrito o
circunscripción. En total sólo cuatro candidatos donde se eligen dos
parlamentarios.
El sistema de representación proporcional, en cambio, permitiría, por ejemplo, la
existencia no de dos, sino de seis listas (RN; UDI; PDC; PS; PPD; PR) y en este
caso no habrían cuatro sino doce candidatos para elegir dos parlamentarios. Sin
duda este último sistema facilita mucho más una imprescindible renovación de las
elites políticas.
Para resolver este dilema hay una alternativa. O que la directiva opte por uno y
prive al otro de su derecho a ser candidato; o que en una primaria los militantes de
ese distrito elijan entre los dos. Ciertamente esta última forma es más abierta,
pero, dado el escaso número de militantes de los partidos -sin hacer referencia a
los vicios y falta de transparencia de sus mecanismos electorales internos- dista
de ser satisfactorio. Es normal que, por ejemplo, en una circunscripción electoral
de 400.000 electores, la nominación del candidato a senador de un partido pueda
ser hecha en votación directa de no más de 4.000 militantes.
Lo primero que resalta en el ejemplo anterior es que dado un número tan reducido
de militantes estamos en presencia de un funcionamiento oligárquico: un uno por
ciento tiene el derecho a la propuesta; el 100% del electorado, esto es, el
soberano, ha quedado reducido a ratificar o desechar lo que ese uno por ciento le
proponga.
Pero hay otro daño colateral sobre el que cabe llamar la atención y es que dada
esta camisa de fuerza en el número de candidatos que impone el sistema
binominal, en la lucha por alcanzar un sillón parlamentario los candidatos deben
volverse hacia adentro de su propio partido, en una pugna implacable por controlar
a quiénes deciden, esto es, a la reducida militancia partidaria. Por tanto, el grueso
del esfuerzo será concentrado en controlar a estos últimos, lo que introduce al
interior del partido una tensión entre el incumbente y sus potenciales adversarios
que prácticamente no cesa jamás. El nivel de degradación de la vida interna de los
partidos que ha significado este hecho es difícil de magnificar.
Una ley electoral puede crear formas mucho más eficaces, legítimas y
transparentes para canalizar alianzas electorales. Ello puede ser, por ejemplo, el
reconocimiento, en el marco de una representación proporcional corregida, de un
sistema de pactos y subpactos. Por ejemplo, UDI y RN van en dos listas
separadas, pero en un pacto que les permite sumar sus votos para los efectos de
determinar la representación parlamentaria a que tendrán acceso. En la
Concertación, en cambio, van cuatro listas que se organizan en dos subpactos
que, a su vez, se unen en un pacto. Los subpactos son, por ejemplo, uno PS-PPD
y otro PDC-PR, que a su vez constituyen el pacto Concertación.
Segundo, porque si bien es cierto que el binominal conduce a una disminución del
número de partidos con representación parlamentaria, ese mismo efecto se puede
lograr con una representación proporcional corregida, en los términos que se han
señalado y particularmente con la regla de que ningún partido que tenga menos
del 5% de la votación a nivel nacional puede tener representación parlamentaria.
Cuarto, el abandono del sistema binominal privaría a las directivas partidarias del
excesivo poder que hoy tienen en la conformación de las listas de candidatos y,
por ende, en la configuración del parlamento. Terminaría, además, con la
peligrosa tendencia que ellas han desarrollado a establecer senaturías y
diputaciones seguras, con lo cual están limitando los derechos del pueblo a elegir.
El sistema binominal se ha transformado en una camisa de fuerza que está
dañando gravemente la convivencia al interior de los partidos como al interior de
las alianzas.