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Los principios de la nueva sensibilidad

como condición de posibilidad de un pluralismo humanista

Liliana Beatriz Irizar1


Universidad Sergio Arboleda
Bogotá

Introducción. El pluralismo: un factum valioso

Quisiera comenzar esta exposición puntualizando algunos aspectos directamente


relacionados con el tema que nos ocupa.
Por un lado, creo que corresponde asumir desde el comienzo que el pluralismo es un
factum, del que no podemos, ni debemos intentar prescindir. En efecto, el pluralismo,
como tal, es un acontecimiento valioso que deriva de la índole de lo real y de la propia
condición humana: la realidad es pluralmente rica, los seres humanos también. De ahí
que, abordemos la realidad desde contextos, vivencias y perspectivas diversas; la gran
mayoría de ellas, complementarias. Resulta razonable, por tanto, admitir que una sola o
unas cuantas de nuestras percepciones, en modo alguno, pueden agotar el contenido
de lo real.
Además, la razón y, consiguientemente, las formas de racionalidad son, de suyo,
plurales. De manera más precisa, cabe subrayar cómo esto no pasó desapercibido al
pensamiento clásico; será Aristóteles (trad. 1993) quien consagrará, efectivamente, la
fundamental distinción entre razón especulativa y razón práctica.
Ahora bien, además, de estos fundamentos, e incluso a partir de ellos, –riqueza y
pluralidad de lo real, y variedad de racionalidades y percepciones- que se pueden
considerar de orden metafísico, cabe afirmar que, en cualquier caso, la pluralidad de
visiones y la efectiva posibilidad de su expresión, es una genuina manifestación de la
libertad humana. Un componente particularmente significativo que viene a completar y
como cerrar este cuadro acerca del pluralismo entendido como un hecho altamente
positivo, porque, tal como ha señalado Alejandro Llano (2007), “La condición de

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Doctora en Filosofía por la Universidad de Barcelona. Actualmente trabaja como docente investigadora
en la Universidad Sergio Arboleda, Escuela de Filosofía donde coordina el grupo de investigación Lumen.
Desde el año 2004 dirige el proyecto de investigación en Filosofía Política titulado Humanismo cívico.
posibilidad de la democracia es el pluralismo, que viene a reconocer los diversos
caminos que la libertad sigue en su búsqueda de la verdad práctica” (p. 23).
Sin embargo, como es bien conocido, el tema del pluralismo se ha desarrollado sobre
un trasfondo de planteamientos que dificultan la experiencia de una convivencia plural
y, a la vez, libre de las hondas fragmentaciones que ponen en peligro la consistencia
cívica y la paz, requisitos ineludibles de toda democracia auténtica.

En este orden de ideas, pareciera que no es posible concebir una convivencia marcada
por la diversidad sin acudir al escepticismo frente a la verdad y, al consiguiente,
relativismo ético. En efecto, cada vez aparece como más lejana la posibilidad de
justificar y salvaguardar el pluralismo sin acudir a planteamientos de tipo escéptico y
relativista que se auto legitiman, así, como a sus presupuestos filosóficos. No obstante,
lo que se experimenta con una fuerza creciente es cómo bajo tal perspectiva ideológica,
denominada por Robert Spaemann (2007) nihilismo banal, se van cerrando las vías de
confluencia hacia un pluralismo real que, en nuestra opinión, sólo se puede sustentar
sólidamente en la medida en que se afirma la posibilidad del acceso a la verdad.
Ciertamente, lo único que puede justificar el diálogo y el debate democrático es el
reconocimiento de que se puede y se quiere (Spaemann, 1980) alcanzar la verdad, esto
es, que existe un interés común que origina y mueve a la confrontación de pareceres e
ideas. Si, en cambio, lo que está en juego son únicamente intereses individuales que
persiguen imponerse sobre los demás, para tal fin no hace falta el diálogo, lo que
prevalece en tal caso es el poderío del más fuerte, sin más (Llano, 2007).

Por su parte, bajo el espectro nihilista la afirmación de que no todas las opiniones y
certezas poseen el mismo valor de verdad, equivale a asumir una posición
fundamentalista. En este sentido apunta Spaemann (2007) que,

(Al nihilismo banal) se le llama hoy ‘liberalismo’, y este liberalismo tiene dispuesto
un vocablo intimidatorio para todo aquello que no se le somete:
‘fundamentalismo’. Fundamentalista es todo aquel que toma en serio algo que le
parece no estar completamente a su disposición. Para el liberalismo banal, la
libertad es multiplicar las posibilidades de opción, pero sin admitir que una de

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ellas valga realmente la pena de manera que obligue a renunciar a las demás. (p.
49)

Sin embargo, pareciera que la historia reciente casi nos obliga a asumir que la defensa,
sin la imposicion por la fuerza, de la vigencia de evidencias morales esenciales
reconocidas como un bien común “constituye una condición para mantener la libertad
frente a todos los nihilismos y sus consecuencias totalitarias” (Ratzinger, 2005, p. 39).

Es a partir de los presupuestos mencionados –relativismo y nihilismo- que la noción de


sociedad pluralista y la imposibilidad de alcanzar en ella un concepto compartido de
bien se presentan hoy como dos realidades necesariamente ligadas. Sin embargo, el
pluralismo en cuestión es, en realidad, un relativismo moral, incompatible por definición
con una comprensión unitaria de la verdad y del bien.

En las páginas que siguen, intentaré mostrar que es posible y deseable un pluralismo
no relativista en virtud del cual seamos capaces de fijar y lograr metas sustanciales
comunes, no meramente procedimentales, sobre lo que es bueno para el ser humano.

Con tal fin, dejo aquí apenas enunciado que tal pluralismo se sustenta en el modo de
pensar propio del humanismo cívico2, de inspiración aristotélica. El humanismo cívico
defiende una racionalidad que se caracteriza por su carácter analógico (Aristóteles,
trad. 1994). Es decir, un pensar que asume las variedades y variaciones del tiempo
humano; buscando, así, los caminos de la conciliación, de la gradualidad y lo
complementario. Es un saber del hombre dotado de naturaleza histórica. Tal modo de
pensar comporta la asunción del carácter teleológico de la naturaleza (Spaemann,
2004) que, según doctrina aristotélica (Aristóteles, trad. 1995), nos habilita para pensar
desde la diversidad, sí, pero dentro de un marco de parámetros de verdad que el
hombre no crea, sino que descubre y debe respetar.

Un pensar analógico implica un lenguaje analógico, es decir, un lenguaje que se hace


cargo de los matices y transformaciones de lo real. A su vez, tal modo de pensar implica
un realismo sin empirismo (Wittgenstein, trad. 1988) y la rehabilitación de la razón

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El Humanismo cívico es un modelo socio-político que reivindica la radicación humana de lo político y los
parámetros éticos de la sociedad.

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práctica de los clásicos (Aristóteles, trad. 1993). De acuerdo con la antigua, si bien hoy
rehabilitada, doctrina de la razón y de la verdad práctica existe una racionalidad
intrínseca de las acciones humanas. El ámbito de la praxis de ningún modo es el
terreno de la arbitrariedad emotiva. Desde Aristóteles (trad. 1993) sabemos que la
razón práctica es la inteligencia en tanto que ordenadora de la acción. Es decir, la
encargada de determinar la verdad de las actuaciones o verdad práctica que no es otra
cosa que la praxis buena capaz de conducir al hombre y a la mujer a la consecución de
una vida lograda. Esto equivale a afirmar que las acciones humanas tienen un orden o
lógica interna que es precisamente la ética (Millán Puelles). Actuar con verdad en el
terreno ético o político supone actuar en sintonía con el bien humano, esto es, optando
por aquellas prácticas que me hacen bueno humanamente; una buena persona sin
más.
Cabe remarcar que el nuevo modo de pensar humanista que propugnamos comporta el
restablecimiento de categorías (esto es, la analogía, el realismo no empirista y la razón
práctica) que desaparecieron del escenario filosófico y cultural con el advenimiento de
la razón monológica, el racionalismo empirista y el pensar univocista que decidieron la
identidad ideológica del cientificismo moderno.
El humanismo cívico, a partir del restablecimiento de dichas categorías, propone un
cambio de paradigma epistemológico que se caracteriza por su radicación antropológica
(Llano, 1999) y en el que emergen y se despliegan los que denominaremos, con
Alejandro Llano, principios de la nueva sensibilidad (Llano, 1988). Estos principios
deben ser entendidos como fuentes de inspiración que -sin pretender una comprensión
universalista del bien, por lo demás, hoy prácticamente inalcanzable- contribuyan, no
obstante, a abordar las diferentes situaciones y conflictos humanos desde “una nueva
manera de ver y pensar las cosas” (Llano, 1988, p. 12) que entraña una actitud
conciliadora orientada hacia la búsqueda de puntos de entendimiento mutuo en lugar de
inclinarse hacia la fragmentación epistemológica y ética propia del multiculturalismo
radical.

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Los principios de la nueva sensibilidad: fuentes de inspiración para una
convivencia plural humanizante
Sin ánimo de extenderme aquí acerca de todas las implicaciones de este fenómeno que
Alejandro Llano denomina nueva sensibilidad, para los fines de este trabajo considero
suficiente con apuntar a qué situación cultural y socio-política se enfrenta la nueva
sensibilidad y qué significa ésta básicamente.

El modo de pensar y hacer política que hemos heredado de la modernidad ha


conducido progresivamente al actual estado de cosas caracterizado por el
avasallamiento del tecnosistema –estado, mercado y medios de comunicación- y el
consiguiente arrinconamiento del mundo vital y, junto con él, el sofocamiento de las
energías y las iniciativas cívicas (Llano, 1999). Con otras palabras, la tecnificación
progresiva de la política ha conducido a su deshumanización creciente. Los sistemas y
subsistemas han pasado a ocupar el lugar hegemónico que le corresponde por derecho
propio a la persona: principio y fin de la polis.

El humanismo cívico, de inspiración clásica, reivindica tal protagonismo de la persona y,


consiguientemente, la recuperación de un modo de pensar propiamente humano,
alejado, por tanto, de los esquematismos del objetivismo racionalista y su contra
partida: el irracionalismo ético (Llano, 1999). Restituye, pues, el valor de un estilo de
pensar que es entendido como nueva sensibilidad, es decir, “esa capacidad de
percepción de lo inmediato, lo cualitativo y lo plural…” (Llano, 1988, p. 12).

Pues bien, este modo de percibir la realidad recibe inspiración de una serie de
principios que le son consustanciales: el principio de gradualidad e integralidad; el de
pluralismo y complementariedad y el de solidaridad.

El principio de gradualidad e integralidad de lo real permite percibir que la realidad está


revestida de grados, matices y aspectos diversos (Llano, 1988). Tal vez no esté demás
dejar reflejado aquí, a través de una célebre frase de Aristóteles, el alto grado de
comprensión que los clásicos poseían respecto de esta dimensión esencial de lo real.
Ente se dice de muchas maneras (Aristóteles, trad. 1994), es la enseñanza perenne del
Estagirita recogida por diversas corrientes de pensamiento a lo largo de la historia. Se
trata de una premisa ontológica y, consiguientemente, epistemológica y metodológica

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que cabe concentrar en una noción muy cara también al realismo aristotélico: la de
analogía. Precisamente porque la realidad no es ni unívoca ni equívoca, sino análoga
(Dewan, 2006) también las diferentes expresiones del discurso científico y sus métodos
propios ostentan esta cualidad. Una vez más, el mismo Aristóteles será quien nos
regalará una de las más reveladoras manifestaciones de la actitud vital de los clásicos
frente a lo real, tan reacia a los esquematismos a priori y a los reduccionismos del tipo
que sean: “... no se ha de buscar el mismo rigor en todos los razonamientos...”
(Aristóteles, trad. 1993), escribe el Filósofo. Y más adelante precisa que “... es propio
del hombre instruido buscar la exactitud en cada materia en la medida en que la admite
la naturaleza del asunto; evidentemente, tan absurdo sería aceptar que un matemático
empleara la persuasión como exigir de un retórico demostraciones.” (Aristóteles, trad.
1993).

En cualquier caso, lo que es posible colegir de aquí es que lo real encierra en su


riqueza existencial tal dinamismo de variaciones y posibilidades que lo erigen en una
permanente invitación para el espíritu humano. Representan, en efecto, una llamada a
asumir una actitud reflexiva, un pensar meditativo (Llano, 1988) o mirada contemplativa
(Arendt, trad. 1974). Respeto profundo y sumisión a lo real son, en el fondo, las
prerrequisitos vitales de este nuevo modo de pensar que se ha de traducir
forzosamente en respeto por el otro y su modo, siempre original y originario, de percibir
las cosas.

De ahí que aceptar la dimensión graduada e integral de la realidad, nos impulse


espontáneamente a sentirnos parte activa de un diálogo perpetuo del que participan
interlocutores del pasado y del presente. Esto es lo que en la filosofía clásica se conoce
con el nombre de tradición. Se trata de un componente cultural de máxima relevancia
con miras a conseguir un diálogo efectivo y fecundo en una cultura plural como la
nuestra. Es lo que han evidenciado recientemente autores de la talla de A. MacIntyre
(1992).

Bajo esta perspectiva, resulta clara, asimismo, la necesidad de lograr una auténtica
interdisciplinariedad que, a su vez, implica un diálogo interdisciplinario cada vez más
riguroso “gracias a un afinamiento de las metodologías, que va desde el

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aprovechamiento razonable de los sistemas cibernéticos hasta la integración retórica de
los diversos momentos retóricos en la unidad del discurso” (Llano, 1988, p. 184).

En la dimensión analógica de lo real, enraízan asimismo otros dos principios


inspiradores de este nuevo modo de pensar humanista: el de pluralismo y el de
complementariedad. Dichos principios nos enseñan que la realidad en su plural
diversidad no es antagónica, sino complementaria (Llano, 1988). Revelan, por tanto,
que los diferentes pareceres y percepciones no tienen por qué ser incompatibles entre
sí. Por el contrario, están llamados a completarse mutuamente en el marco de un modo
de pensar la realidad tal como es: armoniosamente integral e integradora de una
multiplicidad de coloraciones existenciales. Se entiende, así, por qué los principios de la
nueva sensibilidad conducen a la adopción de un estilo intelectual inclusivo (Llano,
1988) encaminado a abordar los problemas y cuestiones fundamentales, si bien de
manera crítica, puesto que da por sentado que no todas las perspectivas y
concepciones poseen el mismo valor de verdad. No obstante, se mueve siempre bajo el
impulso de una voluntad fundamentalmente conciliadora que se inclina a armonizar
razonablemente la variedad de enfoques, rechazando de antemano cualquier tipo de
“racismo intelectual” (Llano, 1988, p. 175).

Supone esta actitud, una todavía más básica: la de asumir que nos necesitamos unos a
otros, entre muchas otras cosas, para comprender la realidad y, más aún, para auto-
comprendernos (MacIntyre, 2001). Se advierte, pues, cuán importante resulta bajo esta
perspectiva acompañar nuestras destrezas puramente intelectuales y científicas de la
adquisición de habilidades prácticas profundamente humanas tales como el respeto y el
cuidado. Debemos ser conscientes, no obstante, que la instauración progresiva de una
cultura del respeto y el cuidado –básicamente inspirada por la pluralidad y la
complementariedad de lo real- requiere enfrentarse con toda una mentalidad y una
actitud frente a la naturaleza (tanto no humana como humana), arraigada en Occidente
desde los albores de la Modernidad, y que es preciso superar. Se trata de la mentalidad
tecnocrática denunciada por representantes de diferentes disciplinas. La mentalidad
tecnocrática, escribe Ballesteros (1995),

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... Redujo la realidad a simples recursos: naturales, humanos, urbanos. Frente a
ello, lo central es destacar la idea de la interdependencia de las cosas vivas y no
vivas. Esta interdependencia, o dependencia recíproca, implica diferencia y
complementariedad frente al dualismo cartesiano, y propone abrir ambos ojos
para mirar en todas las direcciones y de modo integral, acabando a la vez con la
tendencia a la dominación sustituyéndolo por el cuidado... (pp.39-30)

De hecho, pareciera que el respeto profundo por el otro es el único y último medio al
que nos es concedido recurrir con miras a sanar las relaciones interpersonales de una
cultura como la nuestra tan profundamente herida por el miedo y la violencia. En este
sentido apuntará, asimismo, Ballesteros (1985) que “El pensamiento tecnológico habría
llevado a ver el mundo como el ‘jardín de los senderos que se bifurcan’ (Borges) cuando
lo cierto es que una visión correcta de la supervivencia humana de la vida misma,
obligaría a ver tales senderos como concurrentes” (p. 173).

Retomando, entonces, la idea de cuidado diremos que ella “constituye una categoría
básica del otro modo de pensar, que se eleva por encima de los extremos opuestos de
la imposición y la indiferencia” (Llano, 2001). Desde la óptica antropológica del cuidado,
lo diferente no avoca a la ruptura, sino que reclama la cooperación a partir de la mutua
complementación, es decir, precisamente desde la diferencia. Epimeleia denominaron
los griegos a esta actitud básica de cuidado, y que implica “seguimiento personal,
atento y activo, justo lo opuesto de la corrosiva dialéctica negativa. Epimeleia es la
analógica unidad de lo que es diferente” (Llano, 2001, p. 41).

Sin duda, destacar el carácter nuclear de estas habilidades hondamente humanas nos
conduce ineludiblemente a pensar en el papel que lo femenino está llamado a
desempeñar en el nuevo modo de pensar. Autoras como Sara Ruddick (1995), han
destacado el cuidado o “preservative love” como un rasgo señaladamente vinculado a la
maternidad. Ruddick (1995) remarca, en este sentido, cómo cada mujer ha de percibir
el cuidado maternal como un talento del que necesita el mundo entero en aras de su
propia preservación y de la paz.

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Pero, el redescubrimiento del valor humanizante del cuidado requiere que éste sea
comprendido en el marco de una antropología de la dependencia (MacIntyre, 2001).
Sólo a la luz de esta antropología es posible conjurar tanto los fantasmas de la ilusoria
autosuficiencia individualista como los del paternalismo o de la misericordia falsamente
comprendida (Llano, 2001).

Como ha advertido lúcidamente MacIntyre (2001), el ser humano puede desestimar o


bien ocultarse a sí mismo esta nota antropológica que lo define esencialmente y
procurar vivir en consecuencia; esto es, de espaldas a su condición de animal, sin duda
racional, pero profundamente dependiente, es decir, necesitado de asistencia, cuidado
y protección en una medida que supera la dependencia que, en general, suele darse
entre individuos de otras especies. Pero también, remarca el mismo autor, toda persona
tiene,

…La posibilidad de entender su identidad animal a través del tiempo desde la


concepción hasta la muerte, y entender con ello su necesidad de contar con el
cuidado de otras personas en diferentes etapas de la vida pasada y futura. Es
decir, sabe que ha recibido atención y cuidado, y sabe que se espera que a su
vez preste esos cuidados de vez en cuando; y sabe que habiéndose ocupado de
cuidar a otros, tendrá necesidad también de vez en cuando de que los demás le
cuiden. (p. 101)

El cuidado, junto con los presupuestos mencionados, emerge, así, como un dato clave
que nos abre a una nueva sensibilidad y es capaz de disponernos al cultivo de actitudes
estables de respeto profundo, de conciliación y entendimiento social. Esto implica
superar la simple espontaneidad del instinto para acogerse a la solidez y previsibilidad
de las virtudes. Es otra vez MacIntyre (2001) quien nos recuerda que los seres
humanos necesitamos las virtudes. Una íntimamente asociada y especialmente
relevante para nuestro tema es la virtud de la solidaridad a la que me referiré
seguidamente y con la que cerraré esta exposición.

Este hábito antropológico, la solidaridad, presupone una base de orden ontológico: el


principio de solidaridad. Somos originariamente solidarios o responsables tanto frente a

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cada persona humana como con relación a la naturaleza (Ballesteros, 1985). Hoy más
que nunca nuestra sociedad necesita de este solidum o entramado denso y consistente
de relaciones y de esfuerzos concertados que tengan como meta primordial la
promoción efectiva de la dignidad humana. Y es que la solidaridad podrá emerger casi
espontáneamente si se consiguen superar las barreras del individualismo sistemático y
de la indiferencia. Porque, en palabras de Louis Lachance (2001), “La solidaridad es un
efecto de similitud, de parecido (…) Y no dudamos en afirmar que la similitud en la que
reposa el sentimiento de solidaridad de donde se origina la sociedad política es la que
se establece en relación con la naturaleza, en relación con la humanidad” (pp. 259-260).

En el mismo orden de ideas escribirá Tomás de Aquino (trad. 1950-1964,


2.2.114.1.ad.2) que “… todo hombre es naturalmente amigo de todo hombre según
cierto amor natural…”. Por radicar en la esencia humana, esta benevolencia hacia el
otro es, ante todo, una inclinación, aunque “imprecisa e informe” (Lachance, 2001, p.
262). Necesita, por tanto, ser objeto de un cultivo esmerado a través de la educación y
fortalecida por una praxis habitualmente ejercida en términos de justicia y generosidad.

Ciertamente, la cultura occidental sufre las consecuencias del individualismo

(Tocqueville, trad. 2002/2005) que, no contento con pasar indiferente ante las

necesidades de los demás cada vez va asumiendo con más fuerza la figura de la

ambición desmedida que no titubea en avasallar la vida y los derechos fundamentales

de las personas, cuando de satisfacer los propios intereses se trata (Llano, 1999). De

ahí, que el restablecimiento de esos nudos vitales del entramado social como son la

justicia y la solidaridad exija un proceso de transformación profunda de mentalidad y

costumbres.

Sin duda alguna, la convivencia justa y pacífica que el ideal democrático sitúa entre sus
objetivos básicos no se alcanza ni sólo ni principalmente a través de formulaciones
legales ni de mecanismos de gestión administrativa por inmejorables que estos sean.
Bien sabemos todos cuán escasos son los resultados que por este camino del

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tecnicismo legislativo se consiguen en términos de sensibilización con los más débiles o
en la esfera de la participación y del compromiso cívicos. Y es que la solidaridad no se
puede imponer por decreto. Exige, como virtud que es, un cultivo por el que
aprendemos a hacernos cargo, a ponernos en la situación del otro a quien asumimos
como a “otro yo” (Aristóteles, trad. 1993). Esta capacidad de asumir lo que el otro
experimenta o siente, se conoce en la contemporaneidad con el nombre de empatía;
definida por E. Stein (trad. 2004) como “… la experiencia que un yo en general tiene de
otro yo en general” (p. 27). La solidaridad natural que nos une con todo ser humano
confiere esta competencia innata para comprender –sin mediación de palabras- lo que
otra persona siente en un momento determinado o cuál es el estado de su alma. Tal
captación empática, enseña Stein (2004), es la que permite, asimismo, inteligir e,
incluso prever “su comportamiento en ciertas circunstancias, un comportamiento que no
está atestiguado.” (p. 130)

Qué duda cabe de que son las políticas internacionales las que se encuentran
especialmente urgidas de dejarse interpelar por esta actitud netamente humana que
sabe dirigirse y volcarse connaturalmente hacia el otro preocupándose por atender sus
necesidades. Puede servir como ilustración de lo afirmado un hecho que denunciara
hace pocos años el premio Nobel de economía, Joseph Stiglitz (2002):

Es importante prestar atención no sólo a lo que FMI incluye en su agenda sino


también a lo que excluye. La fiscalidad, y sus efectos dañinos, está en la agenda;
la reforma agraria, no. Hay dinero para rescatar bancos pero no para mejorar la
educación y la salud, y menos aún para rescatar a los trabajadores que pierden
sus empleos como resultado de la mala gestión macroeconómica del FMI. (p.
111)

Afortunadamente, no todo son sombras en la cultura occidental. Resulta particularmente


sugestivo el hecho de que desde diversas posiciones –tanto feministas como de otra
índole-, venga difundiéndose un marcado énfasis en la necesidad de expandir la

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compasión3 al ámbito político, de modo que trascienda más allá de los confines de lo
privado. En este sentido, y refiriéndose sobre todo a la situación de penuria que afecta
a los refugiados en el mundo entero, ha afirmado recientemente Elisabeth Porter (2006,
Fall) que:

A fin de aliviar realmente el sufrimiento y responder a las necesidades, se


requieren en todos los niveles políticos la atención al sufrimiento, la escucha
activa y sabia, y las respuestas compasivas. Tales respuestas exigen un cambio
del corazón político que lleve a las correspondientes políticas humanas. Es
necesaria una considerable voluntad política para la realización de una política
compasiva. (p. 97)

De modo que el principio de solidaridad posee toda la virtualidad capaz de generar una
praxis política construida en torno a la persona y la defensa y promoción de su dignidad.
Tomarse en serio este principio, puede implicar una progresiva sustitución de la lógica
del poder, de que está impregnada la política actual, por una lógica de lo humano. En el
fondo, todos anhelamos estrenar una nueva época de la política en la que las virtudes
de la nueva sensibilidad, como la solidaridad y la compasión, comiencen a humanizar
las relaciones tanto del espectro nacional como del internacional.

Conclusión

Se ha escrito que “La humanidad reclama a la política la felicidad, es decir, el equilibrio,


la ayuda para satisfacer necesidades profundas de humanidad, de armonía consigo
mismo y con el medio ambiente” (Rossana, 2004, p. 38). Sin duda, se trata de una tarea
que encierra en sí misma un reto titánico, repleto de complejidades y obstáculos.

Con todo, podríamos afirmar que la realidad en su radicalidad existencial está de


nuestra parte, lo cual no es poco, ya que esto equivale a afirmar que están dadas las

3
Nos referimos a la virtud de la compasión según la cual la persona adquiere la capacidad de sentir-con
el otro de modo permanente y estable (Tomás de Aquino, trad. 1950-1964, 2.2.30.3); experimentando
como si fueran propias las aflicciones que éste sufre.

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condiciones ontológicas y antropológicas que se necesitan para contrarrestar los daños
derivados de una cultura política configurada sobre la lógica del individualismo y del
poder puro. Es lo que hemos tenido oportunidad de constatar a través de esas líneas de
fuerza e inspiradoras de un nuevo modo de pensar y de vivir políticamente que son los
principios de la nueva sensibilidad: gradualidad e integralidad de lo real;
complementariedad en la diversidad y solidaridad.

Los principios de la nueva sensibilidad pueden constituir, en efecto, una alternativa


fecunda con miras a alcanzar entre los hombres y mujeres, que habitamos un mundo
cada vez más global y complejo, puntos de acuerdo elementales tales como los que se
refieren a la imperiosa necesidad de lograr niveles equitativos de prosperidad material
en todo el planeta y a la importancia de comprometernos en un esfuerzo crítico conjunto
contra las amenazas a la libertad en todas sus manifestaciones, a la justicia y a la paz.

Necesitamos dejarnos interpelar e influir por tales principios a fin de conseguir que el
factum del pluralismo dé lo mejor de sí. Y lo conseguiremos, de ningún modo
resignándonos cómodamente al relativismo, pero tampoco desde la oposición y el
antagonismo, sino asumiendo el reto de construir comunidad a partir de la diversidad,
pero buscando siempre la cooperación y el acuerdo; conciliando, sin uniformar, las
posiciones contrarias; siendo portadores de paz, la cual sólo puede brotar del respeto
profundo hacia la dignidad del otro. Lo conseguiremos, en suma, haciéndonos eco de
nuestro ser más profundo que nos convoca a vivir generando el espacio en el que sea
posible fijarnos metas comunes de largo alcance; un escenario compartido en el que
aprendamos paulatinamente a pensar y actuar en complementario a favor de lo único
realmente importante: los seres humanos.

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