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Por qué hacer metafísica tras el final de la metafísica

Liliana Beatriz Irizar


Escuela de Filosofía y Humanidades
Universidad Sergio Arboleda
liliana.irizar@gmail.com

Resumen
El actual clima intelectual y cultural post-metafísico nos obliga a preguntarnos si
aún es viable algún tipo de metafísica a la luz de la cual sea posible examinar
los graves problemas de nuestra sociedad. Con este fin, hemos escogido la
metafísica de Tomás de Aquino, tal como ha sido revitalizada por el filósofo
canadiense Lawrence Dewan.

Palabras clave
Metafísica, sabiduría, contemplación, sentido de la vida, nihilismo, violencia,
Tomás de Aquino, Lawrence Dewan.

Abstract
The current cultural post-metaphysical climate urges us to ask whether it is still
possible some kind of Metaphysics under whose light we are able to consider
the serious problems in our society. In order to approach both issues we have
chosen Thomas Aquinas’ Metaphysics as it has been refreshed by the
Canadian philosopher Lawrence Dewan.

Key words
Metaphysics, wisdom, contemplation, meaning of life, nihilism, violence,
Thomas Aquinas, Lawrence Dewan.
Introducción
La filosofía en general, así como los parámetros culturales dominantes han
decretado el adiós a la metafísica. Básicamente se trata de una crítica dirigida
contra los planteamientos de la filosofía primera de tipo realista.
Frente a esta actitud intelectual netamente anti-metafísica cabe preguntarse, en
primer lugar, si aún es viable algún tipo de metafísica que pueda sobreponerse
a los cuestionamientos procedentes de las diversas posiciones que niegan la
posibilidad de un conocimiento de alcance metafísico y, por tanto, la
imposibilidad de tomarse en serio todo planteamiento que acuda, para
fundamentar su validez, a principios de índole ontológica. En realidad, como
afirma Lawrence Dewan (Cf. 2008b), siempre ha existido una especie de
guerra en torno al ser. Así, vemos en Sócrates y Platón una preocupación por
producir espíritus verdaderamente filosóficos frente a la amenaza del
materialismo (quedarse en el devenir) y de la sofística (quedarse en la mera
apariencia de los parámetros sociales dominantes).
Actualmente, la necesidad de renovar la metafísica está relacionada con el
desafío procedente del materialismo cientificista y agnóstico y la sofistería de la
cultura de la imagen y el fetichismo del símbolo.
En este orden de ideas, se partirá, entonces, de un presupuesto básico: la
perenne necesidad de renovar la metafísica. Lo cual equivale a repensar
incansablemente sus categorías y principios nucleares que son escasos en
número aunque densos en valor. En efecto, tal como enseña Aristóteles (Cf.
Trad. 1990), la metafísica trata de pocas cosas, sin embargo, son éstas las
más importantes.
La actitud del realismo clásico ha sido precisamente un intento siempre
renovado de ahondar en la realidad tal como es, y consciente de la riqueza y
complejidad de lo real se ha resistido a encasillarla en esquematismos y
categorías preconcebidas.
Sin embargo, y tal vez bajo el impulso tan hondamente humano de querer
explicarlo todo, se han venido repitiendo fórmulas cuyo contenido existencial se
ha ido desdibujando. Bajo este aspecto, el presente trabajo se propone mostrar
un anticipo de lo que constituye una labor metafísica de enorme significación
especulativa, y también práctica: la de repensar la relación forma-ser en el

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realismo metafísico de corte aristotélico-tomista con miras a mostrar el fondo
existencial sobre el que se da tal relación. Para tal cometido se han seguido
muy de cerca los análisis del filósofo tomista canadiense Lawrence Dewan.
En segundo lugar, y en estrecho nexo con lo anterior, aparece la ingente tarea
que consiste en tratar de responder al interrogante acerca de la importancia de
la metafísica para el hombre de hoy. Con tal fin, se intenta poner de relieve la
necesidad de una ciencia primera que aborde la realidad con la mayor
inmediación de que es capaz una inteligencia discursiva como la humana. Se
parte, para eso, de una convicción elemental: todo no puede ser cultura. Si
todo es mediación cultural, la cultura misma se diluye, pues, se cae en la
trivialización y en la dispersión, y el resultado final acaba en violencia. En
efecto, la ausencia de un sentido totalizante y definitivo de la propia existencia
ha de considerarse como uno de los factores primordiales, sino el principal, del
vacío existencial el que, cada vez con mayor frecuencia, es causa de suicidio,
especialmente entre los jóvenes. Además, el sinsentido explica, en buena
parte, las restantes manifestaciones de violencia que se dan a nivel nacional e
internacional.
En suma, si bien la filosofía de alcance metafísico y sapiencial de ningún modo
pretende ser una panacea, puede, no obstante, ofrecer elementos de
inspiración teóricos, e incluso prácticos, con miras a construir una cultura
orientada hacia la defensa de la dignidad de la persona y, por lo mismo,
promotora de una paz auténtica

¿Qué metafísica?
La metafísica de la que hablamos es la ciencia del ser en cuanto ser (Cf. Trad.
1990, VI, 1). Esto es, una ciencia, la única, que se ocupa de estudiar las cosas
bajo un aspecto que es común a todas: el ser, algo universalmente poseído por
todo lo que es o existe (Cf. Dewan, 2006, pág. 16). Con otras palabras, “por
‘metafísica’ se quiere significar aquí un conocimiento que considera las cosas
desde el punto de vista de su condición de seres” (Dewan, 2008a, pág. 59).

Desde esta perspectiva, la metafísica de Tomás de Aquino enseña que cada


cosa existente posee, por decirlo así, una triple estructura o tres “partes

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integrales” (Cf. Dewan, 2006, pág. 22): el ente, la esencia o forma, y el acto de
ser. Denominamos ente a la cosa que es, o sustancia individual en cuanto tal.
La esencia es la que confiere identidad al ente (Cf. Dewan, 2006, pág. 202), le
permite ser algo determinado (un hombre, un gato, etc.) y por el acto de ser el
ente existe en acto (Cf. Tomás de Aquino, trad. 1953, 4.11). Por su parte, la
naturaleza, a la que nos vamos a referir particularmente aquí, es la misma
esencia en tanto que ordenada o dirigida hacia su operación propia como a su
fin (telos) o término (Cf. Tomás de Aquino, 2001d, c. 1; Dewan, 2006, pág.
212).

Pues bien, los estudios tomísticos siempre han enfatizado que los temas
nucleares de la metafísica de Santo Tomás se enrolan primordialmente en
torno a la doctrina del acto de ser (esse), doctrina cuya explicitación y
sistematización definitiva, es preciso reconocer, ha sido obra del genio
filosófico del Aquinate. Sin embargo, cabe preguntarse si acaso haber
prestigiado preponderantemente el esse no pudo haber conducido
insensiblemente a desplazar la forma del núcleo del pensamiento metafísico de
Tomás de Aquino. Si esto así, la novedad del planteamiento de Dewan radica
fundamentalmente en haber devuelto a la forma el lugar genuino que le
corresponde en metafísica. Asimismo, esto último supone, precisamente, una
visión más existencial de la metafísica. En efecto, con miras a comprender el
carácter indisociable del vínculo que enlaza forma y ser es necesario partir
desde una perspectiva siempre existencial, esto es, desde un enfoque
unitario que concibe la forma en función del esse, y entiende, a su vez, el
esse a la luz de la naturaleza propia de la forma.
Al hablar de forma, se quiere significar la esencia real que está íntima e
inseparablemente unida al esse en una relación existencial de índole acto-
potencial reiteradamente sostenida por el Aquinate y que Dewan pone de
relieve con un acento marcadamente característico de su metafísica. El filósofo
canadiense le da, así, pleno peso a la descripción tomasiana del esse como
acto de la esencia (Cf. Dewan, 1978).
Cabe apuntar, además, otra dimensión del pensamiento del profesor Dewan
que es preciso retener con miras a apreciar cabalmente la relación forma-ser
tal como ha sido desvelada por él. Se trata del ineludible lugar ocupado por la

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causalidad divina a la hora de entender el vínculo existente entre forma y ser.
En efecto, la forma es principio del ser y lo es a través de la causalidad divina
que participa el ser por medio de la forma: forma dat esse. Esta causalidad de
la forma presupone la agencia divina. Dios es la causa eficiente que da poder a
la forma, que si bien es potencia receptiva, en virtud de la intervención del
agente divino resulta capaz de ser, a su vez, activa. Forma y esencia son
causales, con relación al esse de la cosa, en tanto que instrumentos del primer
principio, que es la primera causa del ser. La causa final, hacia la cual se
encuentran orientadas la esencia y la forma, es el esse creado. Bajo la
perspectiva de la causalidad divina, se constata una vez más qué debe
entenderse cuando se afirma que la forma está orientada al ser (Cf. Dewan,
2007).
Nuestro objetivo se limita aquí a dejar anotado que la renovación de la
metafísica pasa, efectivamente, por atreverse a retomar ciertas categorías
abordándolas de modo más existencial y genuino. Bajo este aspecto,
consideramos que la obra de Lawrence Dewan puede constituir un terreno muy
fecundo para la indagación sapiencial atenta y libre de prejuicios intelectuales.
El profesor Dewan, en efecto, viene analizando con extraordinaria finura
intelectual y, a la vez, fidelidad al Aquinate, los planteamientos nucleares del
maestro. Y, precisamente, a través de sus reflexiones y de su misma actitud
científica, ha dado pasos certeros en esa dirección. Porque, tal como él mismo
sostiene: “La metafísica de Tomás de Aquino nos invita a examinar, incluso,
más cuidadosamente lo que ya se ha visto. Y es éste el camino que puede
augurar algún futuro para la metafísica” (Dewan, 2008b).

Necesidad de rehabilitar la naturaleza teleológica


Es fácil advertir cómo el mundo occidental está sufriendo los efectos de la
ideología nihilista de manera creciente. De acuerdo con la mentalidad nihilista,
que encuentra sustento, a su vez, en el materialismo cientificista, cada
individuo es “el diseñador de aquello en que consiste una vida humana”
(Dewan, 2008a, pág. 7). Fuertemente emparentado con el escepticismo
agnóstico, el nihilismo rechaza la existencia de un criterio último de verdad que
esté legitimado para someter a examen la validez de los diferentes proyectos

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vitales y, en general, cualquier manifestación de la libertad. Nadie tiene
derecho a creer que posee el conocimiento de la vía verdadera, ni en el plano
ético ni en el político. El diálogo, la tolerancia y la autonomía absoluta del
sujeto, los tres grandes baluartes del credo relativista, se constituyen, así, en
las únicas garantías democráticas plausibles frente al supuesto dogmatismo y
la intolerancia de quienes aún profesan su adhesión a la verdad.

Uno de los propósitos centrales de este trabajo consiste, precisamente, en


poner de relieve la necesidad de contar con una teoría o una ciencia teorética
como fundamento de la ética. Se trata de una ciencia que sabe qué decir sobre
el ser humano de un modo fundamental y primario. Tal ciencia no es la
psicología, sino la metafísica, la ciencia del ser en cuanto ser, puesto que “una
concepción del ser humano es, con mucho, parte del cometido de la metafísica”
(Dewan, 2008a, pág. 59).

Conciente de los límites de una ética que desconoce la presencia de una


naturaleza ontológicamente dotada de fines intrínsecos, el profesor Dewan (Cf.
2008a, pág. 41) ha remarcado que el reconocimiento de que la naturaleza
actúa por causa de un fin es crucial para la existencia de la ética, obviamente
de una ética no relativista y centrada en la verdad del ser humano y de lo que
es bueno para él. Porque sólo comprendiendo la naturaleza como algo dotado
de fines y tendencias intrínsecas, estaremos en condiciones de entender los
fines y las tendencias como algo que pertenece al ente en cuanto ente (Cf.
Dewan, 2008a, pág. 41). Es decir, entenderemos, en el caso de la persona,
que ella no sólo se encamina hacia el logro de objetivos libremente escogidos,
sino que también posee inclinaciones naturales ordenadas hacia fines también
naturales de cuyo discernimiento y consecución depende directamente su
plenitud o felicidad. No resulta extraño, entonces, que L. Dewan (2008a) afirme
que, “La defensa de la ética pasa, consiguientemente, por la comprensión de la
naturaleza y de los fines propios de las diversas naturalezas” (pág. 41).

Tratándose de la persona, nos encontramos frente a una naturaleza y unos


fines que son humanos. De modo que, el principio legado por Santo Tomás
(Trad. 1954-60) según el cual: “Toda forma lleva inherente una inclinación”
(I.80.1), debe traducirse en términos de una forma que es espiritual o
intelectual y que se halla inclinada, por tanto, a bienes o fines de esa índole. En

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efecto, afirma Dewan (Cf. 2008a, pág. 46), cada cosa se encuentra inclinada a
su propia perfección, a la plenitud correspondiente a su ser específico. Se
deduce de ahí, que el ser humano posea una sed natural de llevar a plenitud su
racionalidad. Como comenta bellamente el profesor Dewan (2008a):

El apetito humano es apetito de plenitud de ser, del ser propio de la


naturaleza intelectual: ser, de algún modo, todas las cosas. Por tanto, las
cosas tienen para nosotros naturaleza de fines, en la medida en que
participan o contribuyen a dicha plenitud […] De manera que, en el
estado de vida presente, la actividad contemplativa es la que más posee
naturaleza de fin (pág. 33).

Queda, así, establecido el criterio universal, metafísico, según el cual es


posible evaluar qué cosas constituyen auténticos fines humanos, esto es, qué
cosas pueden recibir el calificativo de bienes capaces de conducir a la persona
a la felicidad o vida plenamente humana. No obstante, conviene hacer aquí dos
indicaciones: en primer lugar, que, esta defensa de la naturaleza teleológica,
bajo ningún aspecto, pretende sugerir que existiría un modo también universal
de realizar la plenitud particular de cada sujeto. La naturaleza humana y sus
fines sólo ofrecen unos lineamientos, si bien fundamentales, que cada hombre
y cada mujer deciden cómo realizar y de qué modo plasmarlos en su proyecto
vital, que siempre será original y único. Y, sin embargo, esto último no equivale
a afirmar que cada uno puede ser feliz “a su manera”, si por esta última
expresión ha de entenderse que cualquier tipo de comportamiento, toda
decisión libre, del tipo que sea, puede servir para hacer feliz a la persona, es
decir, mejor, más plena.

De manera que, sólo a la luz de una comprensión metafísica de la naturaleza, y


específicamente de la naturaleza humana, podremos dar respuesta a tantos
interrogantes últimos que el hombre de hoy, y especialmente los jóvenes, se
plantean. Porque, efectivamente, la contrapartida necesaria del objetivismo
cientificista, anti-metafísico por definición, lo constituye el relativismo nihilista
que se caracteriza por arrojar al ser humano al vacío de la incertidumbre
respecto de las cuestiones esenciales de la existencia, instándolo
obstinadamente a la alienación del consumismo hedonista, seguramente, con

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la ilusión de que la embriaguez del carpe diem mitigue el hastío y el miedo de
una vida vivida de espaldas a la trascendencia.

Pero hay más. La atmósfera materialista que respiramos encierra en su misma


entraña conceptual y vital, gérmenes poderosos de autodestrucción.
Ciertamente las diversas manifestaciones de violencia que en la actualidad
amenazan con poner fin a la especie humana, no son más que la faceta
estruendosa del nihilismo. Dicho brevemente, la superficialidad alienante y el
sinsentido conducen, tarde o temprano, a la desesperación y ésta revierte, a su
vez, en explosiones más o menos sutiles de violencia.

Violencia y eclipse del espíritu


Precisamente la violencia se abre paso en una cultura resignada, cada vez
más, a vivir bajo la compulsión del instinto. De ahí que, en este mismo orden
de ideas, resulte válida una reflexión en torno a la necesidad de instaurar una
pedagogía del deseo, de ningún modo para eliminarlo (tarea, por otra parte,
poco razonable a fuer de imposible) sino para encauzarlo situándolo en la línea
de lo humano, esto es, al servicio y, por lo mismo, en una sintonía tan completa
como sea posible con los fines propios de la naturaleza racional humana.
Ciertamente, el deseo desbordado, y excitado de modo sistemático a través de
fórmulas y estrategias diversas, tiene mucho que ver con este clima apuntado
de violencia generalizada.

En efecto, “Todo deseo es deseo ser”, ha escrito René Girad (1996, pág. 24).
Se trata de una afirmación especialmente sugerente, sobre todo, si se tiene en
cuenta el contexto en que el autor la pronuncia. Girard, lanza esta frase en la
ilación de uno de sus agudos análisis en torno al deseo mimético y los vínculos
profundos que éste mantiene con la rivalidad y la violencia. Su teoría mimética
ha develado, en efecto, que el deseo humano es, en buena medida, triangular.
Esto es, no se apetece la cosa tanto por sí misma, sino más bien porque el otro
la tiene. En la relación deseo-cosa, media un tercero que se convierte, según
Girard, en el verdadero objeto de deseo. Se aspira a ser como él, imitarlo y
para eso es necesario tener lo mismo que él tiene (Cf. Girard, 1977, pág. 145).
Pues bien, esta compulsión que es fuertemente estimulada por la sociedad de
consumo, acaba en violencia.

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Pero consideremos más de cerca la frase de Girard: “todo deseo es deseo de
ser”. Se trata de una afirmación que el profesor Dewan (2008a) ratifica y
descifra en clave ontológica: “El apetito (o deseo) humano es apetito de
plenitud de ser, del ser propio de la naturaleza intelectual: ser, de algún modo,
todas las cosas” (pág. 33). Los seres humanos tenemos sed de infinito: de una
libertad absoluta e ilimitada, de un amor y una felicidad que traspase las
fronteras del espacio y el tiempo. Lo semejante sólo se contenta con lo
semejante, y nuestra alma, que es espiritual, casi infinita, no se satisface con
nada que esté por debajo de su altura. Se entiende, entonces, por qué todo lo
que ponemos bajo la mira de nuestro deseo, no importa qué, tendemos
automáticamente a absolutizarlo, procurando por ese camino, acallar la
nostalgia de absoluto. La droga, el placer suicida, la exaltación de la violencia,
del tenor que sea, se explican así.

Para poder vivir según lo que somos, necesitamos, pues, reorientar


constantemente nuestros deseos; reconducirlos hacia las cosas que son
capaces de saciarlos realmente. Proceder de ese modo, conduce a unos
resultados vitales que contrastan profundamente con las consecuencias que se
siguen de alimentar el deseo mimético, y, en general, lo meramente instintivo.
En este sentido, es también Girard (2002), quien ha advertido que el deseo
mimético y la obsesión del modelo-obstáculo (el rival) conducen
irremediablemente al auto-empobrecimiento, a una existencia monótona y
repetitiva (Cf. pág. 212). Sin embargo la degradación no se detiene ahí. En el
marco de una cultura que ha pactado con el sinsentido y que, por lo mismo,
sucumbe bajo el hechizo de la tecnología y la radicalización del placer, todo lo
que se podía esperar, ya se ha probado (no existe nada prohibido para la
emancipación que no conoce límites). Ahora sólo resta el flirteo con la muerte,
el juego cruel de la violencia, que aparece como una promesa suficientemente
excitante y apta para crear un espejismo de satisfacción. Prueba de esto son la
ideología y los modos de actuar característicos de algunas tribus urbanas.

El presente clima cultural nos invita, ciertamente, a revisar el concepto que nos
hemos forjado de la vida humana y su sentido; y, consiguientemente, el que le
estamos transmitiendo a los jóvenes. Convendría hacernos estas preguntas:
“¿Qué valora nuestra sociedad? ¿Valoramos las ciencias, pero en función de

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su aplicación a las técnicas que sirven al confort y al placer humano? ¿Lo que
premiamos principalmente son los triunfos deportivos y empresariales?”
(Dewan, 2008a, pág. 97). Son éstas, preguntas sobre lo esencial. El tener la
voluntad de planteárnoslas es ya algo en sí mismo valioso, vital para la
sociedad actual, porque “El tipo de respuesta que se dé a estos interrogantes
marca todo el rumbo de la vida tanto individual como social” (Dewan, 2008a,
pág. 97).

La magnitud de estos interrogantes estriba especialmente en que, si bien lo


analizamos, no parece que una vida que tenga como metas últimas el prestigio
profesional, el status social, el éxito corporativo o cosas por el estilo, merezca,
ciertamente, ser vivida. O en todo caso, tales objetivos existenciales bien poco
pueden servir para justificar los enormes esfuerzos requeridos para enfrentar
con altura humana los auténticos retos que la vida depara a toda persona.
Quien se detenga un momento a pensar esto en serio, intuye inmediatamente
la insignificancia y la pobreza de tales metas.

Vistas así las cosas, no parece tan desatinado el discurso utilizado por algunos
jóvenes en defensa del carpe diem (¡vive el momento!). Muchos catalogan a
los ideales aludidos de miserables, y deducen, en buena lógica, que estudiar,
trabajar, esforzarse en suma, para eso (prestigio, dinero, etc.), definitivamente
carece de sentido. Concluyen, entonces, que, ante lo que el mundo de los
adultos les ofrece, lo único que vale pena, si hay algo, es agotar, el instante
presente, sorber hasta la última gota del placer que reporta el ahora. Y es que,
tal como ha advertido Aristóteles (Trad. 1993), el placer es de las cosas que se
eligen por sí mismas (Cf. X.5). La experiencia del deleite sensible proporciona
tal efecto de saciedad, al menos momentánea, que mientras se disfruta, a
nadie se le ocurre preguntarse para qué disfruta. Sin embargo, la constatación
de la precariedad de lo que aparentaba ser una promesa de felicidad,
conduce, consciente o inconscientemente, a la búsqueda de experiencias
placenteras cada vez más intensas, más poderosamente encadenantes
también. Nuestra sociedad exhibe dramáticas y constantes muestras del
altísimo precio que se suele pagar a cambio de estos espejismos de dicha.

Ni el bienestar físico, la salud o la diversión, ni siquiera el trabajo o el amor


cuando quedan despojados de su significación humana profunda, pueden

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colmar las aspiraciones de un ser con vocación de infinito (Cf. Dewan, 2008a
pág. 73). A un ser así, sólo lo que carece de límites puede saciarlo.

Claro que, para una sociedad materialista como la nuestra resulta muy difícil de
asimilar lo que venimos afirmando. Efectivamente, si el ser humano queda
reducido sólo a su cuerpo, los bienes primordiales o, mejor, los únicos bienes
para el hombre son los que tienen que ver con la materia: la salud, la
supervivencia humana y los placeres sensibles. De ahí que, como apunta
Dewan (2008a) defender la tesis que defendemos, resulta hoy, definitivamente
audaz (Cf. pág. 73).

Con todo, nuestro status ontológico, nos permite intuir, e incluso constatar
prácticamente que efectivamente existen cosas que contribuyen a mantener
viva e incrementar nuestra densidad interior, es decir, que nos conducen por el
camino del crecimiento personal; nos van haciendo felices, plenos. Son los
bienes del alma, es decir, aquellas realidades proporcionadas al alma racional
(Dewan, 2008a, pág. 358), a las que Aristóteles (Trad. 1993) califica de “bienes
por excelencia” (I.8), entre los que destacan las funciones y actividades
anímicas estrictamente racionales: el conocimiento intelectual y el amor
electivo de la voluntad. Precisamente, es en el ejercicio de estas actividades
anímicas superiores que nuestra vida se abre a la totalidad de lo real
superando los límites de lo empírico, del “aquí y ahora”, donde están obligados
a permanecer sin remedio los seres meramente instintivos. Bajo este aspecto,
remarca Lawrence Dewan (2008a) que:

El alma racional, en la medida en que prevalece sobre el cuerpo,


comparada con él, posee cierta infinitud. De modo que, el bien percibido
por los sentidos es singular, particular, mientras que el captado por el
intelecto es universal. Se entiende, así, que el bien proporcionado al
cuerpo, sea mínimo comparado con el bien del alma. (pág. 73)

Es, por tanto, en este primer nivel de auto-trascendencia, de apertura a lo que


está más allá de uno mismo, en donde es necesario comenzar a rastrear las
huellas del sentido de nuestra vida, pues, aquí “ya estamos considerando los
actos de la razón y de la voluntad como nuestro acceso a un dominio de

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bondad que realmente se adapta a la existencia humana.” (Dewan, 2008, pág.
73). Conocimiento intelectual, amor electivo y plenitud humana se pertenecen
recíproca e íntimamente.

Conclusión

Necesidad de la metafísica para el hombre de hoy

Sin visión perecemos sostiene enfáticamente Lawrence Dewan (Cf. 2008a,


pág. 98). Lo cual es tanto como afirmar que sin una percepción profunda,
sapiencial, metafísica de la realidad nos precipitaremos sin remedio hacia la
destrucción masiva del mundo y hacia el suicidio masivo.

Ciertamente, si no se ofrece al ser humano siquiera la posibilidad de


trascenderse, esto es, si no se le enseña el acceso al núcleo íntimo de
personas, cosas y situaciones, a fin de dar con su significación más profunda;
entonces, el fantasma del abismal vacío que aboca a la desesperación
permanecerá ahí. Ciertamente, ¿se puede dudar de la brutal violencia que
entraña la ideología nihilista cuando el sinsentido constituye uno de los factores
que más incidencia tiene en los casos de suicidios, especialmente entre
jóvenes y adolescentes?

En suma, de querer resumir en pocas palabras todos estos desvaríos y vacíos


epocales que se han venido analizando se lo puede hacer con una breve frase:
eclipse del espíritu. La cultura contemporánea, efectivamente, se ha quedado
privada de ese ojo del alma del que hablaba Aristóteles (Cf.Trad. 1993, VI, 12),
es decir, la innata capacidad humana de captar y de detenerse a meditar sobre
lo esencial de la vida.

Y es que la cultura es esencialmente mediación, puesto que se configura a


través de palabras, símbolos, imágenes. Ahora bien, si todo es cultura, todo se
convierte, entonces, en mediación. Consiguientemente, nuestros modos de
vida se vuelven triviales. Estudiar, investigar, comprar, viajar, casarse… ¿con
vistas a qué?

La metafísica, en cambio, persigue la inmediatez, pretende sorprender la


realidad en su genuino brotar: antes de la intervención del hombre, antes de

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toda mediación, si es que esto es posible. Y esta tarea es imprescindible. Sin la
reflexión metafísica, es decir, sin la reflexión sobre lo esencial, ni siquiera hay
auténtica cultura. Entramos en la dispersión, la frivolidad y, finalmente, nos
despeñamos hacia la violencia (Cf. Inciarte y Llano, 2007, cap. 3).

De modo que, si consideramos la presente situación cultural, resulta manifiesto


que los análisis metafísicos ofrecidos por un filósofo de la talla de Lawrence
Dewan, lejos de perderse en la mera elucubración teórica, posean, por el
contrario, extraordinarias consecuencias prácticas: “La naturaleza
contemplativa de la felicidad humana, remarca Dewan, es un primer principio
de la acción humana” (2008a, pág. 96). En efecto, de la dirección fundamental
que se dé a la propia vida se siguen unos resultados que varían profundamente
según cuál sea el género de ese enfoque. Recordemos que el fin funciona
como principio o motor de las propias acciones (Cf. Aristóteles, trad. 1993, I.1).
Pues bien, el fin último o fin final, es decir, el contenido mismo de la felicidad,
define la orientación y reviste de significado definitivo todas y cada una de
nuestras elecciones y de nuestras acciones. Se evidencia, por tanto, la
relevancia práctica que supone dar con el fin verdadero o, por el contrario, errar
el rumbo apartándose de él. En términos metafísico-antropológicos, se podría
decir que una vida marcada por esta desviación sustancial estaría construida
sobre la falsedad.

Ahora bien, para que sea posible ir conquistando una mirada profunda,
orientada hacia lo esencial, es preciso reconocer la dimensión ontológica de lo
real y la capacidad metafísica o sapiencial que posee el ser humano para
acceder a dicha dimensión.
Se divisa, ahora, la necesidad imperiosa que tenemos de rehabilitar la reflexión
metafísica si queremos dar con el sentido profundo de nuestra vida conjurando,
así, los espectros del miedo indescifrable, del tedio existencial y la violencia. En
efecto, la percepción de la actividad contemplativa como fin de la vida humana
surge de considerar la jerarquía ontológica de la actividad humana. El deseo de
sobrevivir representa una inclinación primordial para un ser vivo, disfrutar es
un componente esencial de la existencia, sin embargo, para que nuestra vida
-la propia de seres inteligentes y libres- se vuelva valiosa, repleta de
significación, amable, realmente digna de ser vivida, necesitamos contemplar:

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Si uno quiere obtener la idea de lo que es la vida, no es posible enfatizar
suficientemente la importancia de la práctica de la contemplación. Vivimos una
atmósfera impregnada por el interés en el mero sobrevivir. Hemos alcanzado
una habilidad inimaginable para estudiar y conocer la naturaleza, y comunicar
tales conocimientos, sin embargo, nuestra mentalidad permanece pragmática:
pensamos que el conocimiento de las nuevas especies nos proporcionará
nuevas posibilidades médicas. Es verdad, pero hay una dimensión más
importante en juego. El conocimiento de los seres naturales es, en sí misma,
una perfección del espíritu, de la persona humana. Esto hace feliz al hombre;
hace la vida digna de ser vivida. Es una introducción a Dios. Una anticipación
de la vida eterna. (Dewan, 2008a, pág. 84)

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2002.

Inciarte, F. y Llano, A., Metafísica tras el final de la metafísica; Madrid,


Ediciones Cristiandad, 2007.

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