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Las Guerras Ecológicas

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Las Fuerzas Armadas del Perú lanzaron
una blitzkrieg por tierra, por agua y por
aire contra las dragas auríferas de Madre
de Dios. ¿Fue un exceso de fuerza, un,
dirían los gringos, overkill? Estuve en
medio de la ofensiva, de los objetivos
logrados y de las invasiones imprevistas;
y aquí les cuento lo que vi.

A primera vista, uno pudiera pensar que movilizar a marinos,


soldados y pilotos; desplegar medios y fuerzas de todo el Perú para
atacar una docena de dragas mayores, es, al fin y al cabo, una
exageración. ¿No pudo hacer eso la Policía? ¿No tiene a la Dinoes,
por ejemplo? ¿O resultó que esta se encontraba muy ocupada
haciendo servicios de seguridad particulares con las mineras?

Pero la Blitz de la Fuerza Armada puede mirarse también desde


otra perspectiva: como precursora de lo que en el futuro cercano
quizá se convierta en su tipo predominante de misión: las guerras
ecológicas. El uso de la fuerza del Estado para defender, a la par
que las fronteras, el agua, el aire, los suelos y las plantas antes de
que los deterioros irreversibles dejen de amenazar solo el futuro y
ataquen, con fuerza devastadora, el presente.

Que generales y almirantes se dediquen a defender los bosques,


los peces y los ríos será entendido como un complemento natural
de otras misiones vitales: defender el agua, por ejemplo. En el
futuro, cuando se diga de un militar que “es bien verde”, quizá no
quiera decir que lo que significa hoy: disciplinado, duro, exigente,
marcial; sino ecológico decidido, observador del ozono, militante
clorofílico. Las cosas cambian, sin duda, ante nuestros ojos.

A la vez hay que reconocer que los caminos convergentes entre


nuestras Fuerzas Armadas y, digamos, Greenpeace, aparte de una
cierta lógica, tienen sus propios riesgos y peligros.

El viernes pasado, era evidente la tensión en el ministro Jaime


Thorne, en la charla que tuvo con directores de medios en el
Ministerio de Defensa, en la víspera de la acción contra las dragas.
Había asumido una misión compleja, que correspondía en principio
a la Policía, antes que a la Fuerza Armada (de hecho, se habían
invertido los papeles: ahora la Fuerza Armada operaba y la Policía
apoyaba periféricamente); y muchas cosas podían salir muy mal en
los días siguientes. Existía miedo entre gente de los organismos de
seguridad y del gobierno en general, por dos tipos de razones: que
se perdiera el control, por una reacción popular a lo Bagua o por un
exceso en el uso de la fuerza; que la capacidad económica de los
grupos afectados se manifestara en contraofensivas políticas y
judiciales –formales y corruptas– contra los responsables de la
acción.

El hasta ahora retraído Thorne asumió la responsabilidad y la


voluntad política de esta acción. Puede discutirse secuencias,
pasos y matices de la estrategia adoptada; pero hasta ahora, pese
a su riesgo y volatilidad, ha tenido una aplicación exitosa, de
objetivos logrados al costo previsto y deseado.

Puerto Maldonado hervía de generales y coroneles. Viajé con


varios, en el avión que llevó a los altos mandos y a los tres ministros
(Thorne, Brack, Hidalgo). Entre aquellos estaba el general Félix de
la Policía, y por un momento me entró el temor de si la Fuerza
Armada iba a tener que enfrentar a una alianza de dueños de
dragas y pishtacos; pero entonces recordé que el principal activista
anti-pishtaco del país, Octavio Salazar, se encuentra en Trujillo,
libre al fin del uniforme y muy cómodo en el kimono, tratando que lo
elijan congresista del fujimorismo.

En la tarde del sábado pasado, logré que se me permita acompañar


a un contingente del FOES, de la Marina, en una lancha rápida, a la
caza de una draga fugitiva.

Nos lanzamos a la persecución con tanto entusiasmo que –luego de


dormir (pernoctar pudiera ser una palabra más adecuada) en la
selva– seguimos navegando río abajo, descubrimos una draga
masiva, la mayor vista hasta entonces, y acompañé una impecable
operación de abordaje, toma, control y aseguramiento de la draga
por parte del contingente FOES.

Pero, poco antes de colocar y detonar los explosivos para hundirla,


nos dimos cuenta de que nos habíamos metido en Bolivia, una
buena cantidad de kilómetros, y luego de devolver expeditivamente
el control de la draga a sus operadores, navegamos –invasores
inadvertidos y efímeros– lo más rápido posible de retorno al Perú.

¿Qué pasó? Que en el apuro de salir a operar, el oficial al mando


de la lancha fue enviado sin carta de navegación. Se esperaba que
un helicóptero lo guiara en la búsqueda, pero este nunca salió ni
llegó. Luego, las órdenes de seguir patrullando río abajo nos
adentraron, sin darnos cuenta, a Bolivia.

Cuento ese evento en detalle en la crónica publicada en


reporteros.pe.
Pero las horas pasadas en la lancha de asalto en compañía de los
marinos y el fiscal adscrito a la operación, me hicieron pensar en
cuánto ha cambiado –generalmente a favor– la Fuerza Armada
respecto de lo que fue en los años 80 y los 90 del siglo pasado.

Entonces, como ahora, no era infrecuente encontrar entre los


jóvenes oficiales de la fuerza armada que lideraban patrullas, a
gente idealista, con ganas de hacer las cosas bien, que trataban de
convertirse en un factor de defensa y no de destrucción. Por
supuesto que había también, y no pocos, psicópatas o
depredadores, cuya acción causó tan terribles desgracias. Pero,
reitero, hubo también muchos idealistas que se comprometieron con
la misión de defender al pueblo. Y sin embargo, muchos de ellos no
sabían cómo hacerlo y tampoco sabían cómo utilizar eficazmente la
fuerza.

Todo eso ha cambiado mucho, y cambiado para bien. Cada uno de


los contingentes de intervención de la Fuerza Armada fue
acompañado por un fiscal, de la Fiscalía contra el crimen
organizado, que tuvo a su cargo controlar la legalidad de las
acciones. El fiscal adscrito a la patrulla FOES en la que estuve, Aldo
Cairo, es un recio y experimentado profesional, que acompañó la
patrulla sin perder el paso y llevó a cabo su misión con autoridad.

El jefe de la patrulla, el capitán de corbeta Roberto Hinojosa,


instruyó con claridad a los comandos al momento de salir sobre los
objetivos de la misión y los medios para realizarla. Fue
particularmente cuidadoso al repasar las reglas sobre el uso de la
fuerza, en una escala precisa, diseñada para evitar la necesidad de
acciones letales. La fuerza tiene ahora un límite absoluto: no puede
sobrepasar la ley.
La diferencia con los 80 y 90 es enorme. Veía al fiscal Cairo y
recordaba Ayacucho en el 83 u 84, con los y, sobre todo, las
valientes fiscales imposibilitadas de hacer otra cosa que registrar
los nombres de los desaparecidos. Algunas investigaron
atrocidades con un tremendo riesgo personal y casi siempre sin
resultado.

Antes era un lugar común escuchar a un oficial decir que él y su


gente estaban entrenados para matar, a cumplir la misión a
cualquier costo. Ahora, el cuidado en cuanto a las reglas de
enfrentamiento y de uso de la fuerza acrecienta grandemente la
eficacia operativa y la solidez legal de las acciones de la Fuerza
Armada.

Conversé con los oficiales y con los comandos. Vi de nuevo el


idealismo de los jóvenes oficiales –que, desgraciadamente, luego
casi siempre se fractura–, pero los vi ahora en mucho mejor
posición que antaño: con subalternos mejor preparados; mucho
mejor integrados con la sociedad civil y el sistema democrático;
moviéndose con comodidad dentro de la ley. Es cierto que
acompañé a un grupo de élite, mejor entrenado y preparado que los
demás, pero esos grupos marcan el derrotero que seguirá, y ya
sigue, el resto de la institución.
Y ese clarísimo progreso ayudará mucho a preparar a la Fuerza
Armada para las complejas misiones que tendrá, y que ya tiene,
que afrontar.

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