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Dr.

Francisco Pérez Fernández


Psicología Criminal

El concepto de “mente criminal”. Evolución histórica

1. La mente criminal, cosa del demonio

Aunque parezca extraño, los orígenes de la psicología criminal contemporánea


se adentran en lo legendario, y deben buscarse en el nacimiento de la psicopatología
moderna y del concepto de “mente criminal”, cuya fundación se adentra en el pasado
hasta los tiempos de los famosos procesos por brujería.

Hasta el siglo XIII la brujería sólo gozó de la consideración de delito en aquellos


casos excepcionales en los que, de un modo u otro, pudiera probarse que su práctica
había producido daños a terceros, cosa que tampoco sucedía muy a menudo. De hecho,
los curanderos, hechiceros y adivinos solían recibir el mismo tratamiento legal y judicial
que las prostitutas. Esta situación de tolerancia controlada para con las brujas empezó
a sufrir cambios significativos a comienzos del siglo XIV, momento en el que la Iglesia
decide tomar cartas en el asunto de la hechicería y empiezan a promulgarse las primeras
disposiciones verdaderamente restrictivas en su contra. A causa de estas primeras
presiones externas, empezó a transformarse en algo oculto, propio de iniciados y ajeno
a la vida social del vulgo.

En efecto, es precisamente en este punto de inflexión histórico en el que nacen


prácticas sectarias como la del aquelarre que, según diversas fuentes, ya en 1400 debía
estar constituida como tal1. Y con ello, se fue gestando en las disposiciones penales
inquisitoriales el concepto de herejía o traición a Dios, presente en el derecho canónico
desde el IV Concilio de Letrán (1215) presidido por Inocencio III, que se convertiría ya en

1
Debe hacerse constar que el concepto de aquelarre –también sabbat o sinagoga, en referencia explícita
a las perseguidas tradiciones “infieles” del judaísmo- tal y como es conocido en la actualidad fue en gran
medida ideado y publicitado por la propia Inquisición. Resulta indudable que ante las primeras
persecuciones más o menos templadas de la brujería y la hechicería, las personas aficionadas a estas
prácticas debieron constituirse en grupos cerrados que las llevaban a la práctica en la clandestinidad, pero
esto, más que para aliviar la presión jurídica sobre ellos, alentó sobremanera la imaginación de juristas,
teólogos sacerdotes y estudiosos de la materia, que idearon la imagen actual del aquelarre como la
reunión impía de un grupo de brujas y hechiceros perfectamente organizado, en la que se invocaba al
diablo, se realizaban toda suerte de prácticas lujuriosas y criminales y, al fin, se parodiaba la actividad de
la propia Iglesia para con Dios.

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delito a todas luces oficial cuando la Inquisición decidió condenarla públicamente en el


año 1375.

En 1484, el Papa Inocencio VIII promulgó la bula Summis Desiderantes Affectivus


que supuso la persecución, tortura y condena de centenares de miles de personas
supuestamente dedicadas a la brujería, la hechicería, la adoración del diablo y toda otra
suerte de supuestas herejías que se pudiera imaginar durante los tres siglos siguientes.
Este documento no añadía nuevo a las disposiciones al respecto puestas en circulación
durante el IV Concilio de Letrán, pero sí refundía su texto oficializando la caza de brujas.
Dos años más tarde, en 1490, se publicó el célebre manual para los cazadores de brujas
(el Malleus Maleficarum o Martillo de Brujas), lo cual dio pie a la súbita aparición de una
desconocida hasta entonces epidemia de brujería a lo largo y ancho de la Europa
cristiana2.

A pesar de que todo cuanto se dice en el Martillo de Brujas resulta disparatado y


absurdo, no es menos cierto que cometeríamos una injusticia histórica si olvidáramos
que Heinrich Krämer y Jacob Sprenger, los dos inquisidores dominicos que concibieron
el texto, gozan en igual medida del privilegio de ser los primeros en publicar un manual
de criminología entendido en un sentido explícitamente moderno, esto es, destinado a
la instrucción sistemática del defensor de la ley para la persecución, detección,
confesión, procedimiento penal y castigo de cierta clase de delitos. En él se parte del
principio de que Satanás y sus servidores también forman parte de la religión cristiana
al igual que Dios y sus santos, sin que pueda caber duda alguna al respecto, y negar por
tanto que las brujas puedan existir ya es en cierto modo hacerse sospechoso de herejía
y brujería.

Entretanto la mayor parte de los médicos se especializaban en la detección de


estigmas, marcas del diablo, enfermedades anormales que pudieran ser provocadas por
actos de brujería y otras cuestiones similares, unos pocos alzaban su voz contra estas
persecuciones indiscriminadas. Así por ejemplo el que fuera médico personal de

2
El éxito del Malleus Maleficarum queda confirmado con un dato: entre 1487 y 1669 vivió nada menos
que 29 ediciones, 16 de ellas en alemán (Pacho, A. (1975); “La bula Summis Desiderantes de Inocencio
VIII. Mito y realidad”. En: Brujología. Congreso de San Sebastián. Madrid, Seminarios y Ediciones S.A. pp.
291-296).

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Guillermo de Cleves, Johann Weyer (1515-1588) quien, aún creyendo en la existencia de


las brujas, sostenía que sus colegas solían emitir diagnósticos de brujería con excesiva
ligereza y una frecuencia a todas luces exagerada. Weyer, en su De Praestigiis
Daemonum (1563), argumentaba que había muchos médicos ineptos que atribuían
cualquier enfermedad incurable o cuyo remedio desconocían a actos de brujería, pocas
veces sin maldad, pero en la mayor parte de los casos para ocultar su propia ignorancia
y ganarse un buen sueldo. Y, en efecto, esta clase de abusos eran comunes. Tanto, que
no resultaba extraño que la medicina confundiera los supuestos efectos fisiológicos de
la brujería en una persona con lo que en muchas ocasiones no era más que el efecto de
un veneno (luego de un crimen común) o de cualquier clase de enajenación mental y,
con ello, se llevara a los tribunales a la confusión y a muchos inocentes al patíbulo. Y
tampoco era inhabitual la acusación de brujería interesada, en contra de parientes o
vecinos con los que se tenía alguna clase de deuda pendiente. Las propias autoridades
recurrieron en muchos casos a estas acusaciones infundadas a fin de apropiarse
legalmente de la jugosa hacienda del acusado.

La obra de Weyer fue censurada por la Iglesia y permaneció en el índice de libros


prohibidos hasta comienzos del siglo XX, pero ello no fue traba para que las voces
partidarias de posiciones más humanistas al respecto, como Luis Vives (1492-1540),
cuestionaran el origen demoníaco de lo que en realidad no eran otra cosa que
enfermedades mentales. En la misma línea se situaron autores como Fernel (1497-1588)
e incluso el célebre –y maldito- Paracelso (1493-1541), quien adoptó un punto de vista
más radical para ofrecer un enfoque fisiologicista de la enfermedad mental. También
fue el primero en proponer públicamente la terapia farmacológica para hacer frente a
las dolencias mentales y condenó el indigno e ignorante trato social y judicial que
recibían los acusados de supuestos actos de brujería.

Este movimiento se consolidaría a partir de 1600, momento en el que el


humanismo renacentista y los nuevos movimientos científicos eclosionan en el ámbito
de la psicopatología. A partir del trabajo de Felix Platter (1536-1614), comienzan a
desterrarse del estudio de las patologías mentales las viejas teorías galénicas, y se
catalogan las dolencias psíquicas de los pacientes a través de su sintomatología. La obra

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de Platter inspiró a otros como Burton (1577-1640), quien esbozó la idea de que la
enfermedad mental aparecía mediante la combinación de elementos psíquicos y
sociales, o Paolo Zacchia (1584-1659), a quien puede considerarse con la publicación de
sus Quaestiones Medico-Legales como gran precursor de la psiquiatría jurídica. Las
aportaciones de este último inspiraron en gran medida el devenir de la comprensión de
la mentalidad criminal y fueron reformuladas a posteriori en varias ocasiones. Zacchia
clasificó las enfermedades mentales en tres grandes bloques, estimando criterios para
la imputabilidad delictiva de los sujetos cuyas conductas criminales pudieran deberse a
cualquiera de las dolencias descritas:

1. Fatuitas. O lo que desde un punto de vista más actual se considerarían


personalidades inmaduras y psicopáticas.
2. Insania. Manías, melancolías, alteraciones de la pasión.
3. Phrenitis. Alteraciones mentales con base somática.

Dado que el poder de la Iglesia y su capacidad para mediatizar la cosmovisión del


ser humano comenzaron a remitir a finales del siglo XVII, los procesos por brujería
fueron también en retroceso a partir de este momento. El último que se celebró en
Europa tuvo lugar en Italia, en fecha tan tardía como 1791. Para entonces, este tipo de
procesos ya eran historia en Holanda, Inglaterra, Escocia, Francia, Alemania, Suiza o los
Estados Unidos. Sorprenderá no encontrar a España en esta relación, pero lo cierto es
que la situación al respecto en nuestro país fue claramente diferente en la medida que
la Inquisición española –una de las más duras a pesar de todo- se oponía radicalmente
a la caza de brujas e instó con rotundidad a sus miembros a no ceder a la presión popular
que parecía querer sumarse a la tendencia continental. El argumento habitual de la
Iglesia en España a la hora de sostener su argumentación contraria a la existencia de
brujería fue, paradójicamente, el mismo que la psiquiatría quiso encontrar con
posterioridad para explicar el fenómeno: las llamadas brujas no eran más que simples
dementes3.

3
Tampoco está de más mencionar que la Inquisición española no necesitaba inventar herejes a los que
enviar a la hoguera en la medida que contaba, y en abundancia, con un material privilegiado para sus
autos de fe: moriscos, judíos y conversos.

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Sucedió entonces que la criminalización de la brujería en tanto que delito de fe


se metamorfoseó en criminalización por alienación. Los descontentos, desfavorecidos,
marginados y asociales dejaron de ser asiduos visitantes de la hoguera para convertirse
en locos. El ordenamiento adecuado de esta nueva sociedad ya no se concebía en
términos de Gracia Divina, sino en términos de Salud Pública. De esta manera, a los
enemigos internos se los etiquetaba como locos; y la Inquisición fue reemplazada por la
Institución Psiquiátrica. Se abrió paso de esta manera la idea, gestada como vemos en
un enfoque médico de la cuestión, del crimen como producto de una supuesta
mentalidad criminal y, por ende, como un problema de carácter fundamentalmente
médico (qué es y cómo se desarrolla una dolencia tan singular) y jurídico (qué hacer con
aquellos sujetos que la padecen).

2. La “mente criminal” como problema psiquiátrico

Hemos visto que durante el siglo XVIII tiene lugar un cambio de enorme
relevancia en la consideración del delito: No es sólo que la caza de brujas haya entrado
en el ámbito de la marginalidad jurídica, sino también que el resto de los delincuentes
comunes (generalmente considerados vagos, vagabundos, ladrones, mendigos,
prostitutas, etc.) comienzan a ser vistos desde un prisma pretendidamente humanitario
que da pie a una proliferación sin precedentes de instituciones asistenciales. Con
anterioridad, el grueso del cuerpo social estimaba que la superpoblación es sólo una
fuente de perjuicios, y las clases pudientes se mostraban hostiles al desarrollo de las
instituciones caritativas y de asistencia social. Así se justifica ideológicamente la
literatura en contra de los vagabundos y la lucha contra las innobles costumbres de los
mendigos4. La reversión paulatina de esta mentalidad, sumada a la nueva idea del
crimen como problema de salud pública, contribuyó en gran medida al nacimiento de
instituciones sociales destinadas a la atención de los más desfavorecidos.

Con el médico británico William Battie (1703-1776), considerado por muchos


iniciador de la llamada risoterapia y fundador en 1751 del Hospital de San Lucas en
Londres, nace una nueva figura médica, la del alienista o médico especializado en

4
Geremek, B. (1991). La estirpe de Caín. Madrid, Mondadori, p. 156.

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enfermos mentales. Figura más institucional que práctica en la medida que las nuevas
instituciones para alienados parecían requerir de un nuevo elenco de profesionales.
Battie, a la sazón autor del que muchos autores consideran primer manual de psiquiatría
moderno, A Treatise on Madness (1758), fue de los pocos que realmente creyeron en el
humanismo propugnado por la Ilustración a la hora de dirigir el tratamiento de los
pacientes a su cuidado. La idea del trato humanitario hacia el alienado –o moral
management- encontró oídos en otros avanzados a su tiempo como el también británico
Tuke, Langerman y Reil (Alemania), Chiaruggi (Italia), Rush (Estados Unidos) y Pinel
(Francia), quienes trataron de aplicar en el desempeño de sus funciones, así como en
sus respectivos hospitales, el humanitarismo propugnado por Battie.

También nos interesaremos por Philippe Pinel (1745-1826) en la medida que


autor de gran importancia para el estudio posterior de la “mente criminal”. Como
miembro de la Escuela de Montpellier, estaba muy influido por el vitalismo alemán,
corriente de cuño romanticista y gran predicamento entre la clase intelectual avanzada
de Europa que defendía, entre otras cosas, el valor de la belleza, el cariño y la paz de
ánimo como medios necesarios para alcanzar el bienestar espiritual. En 1793 el gobierno
de la Comuna de París decide que Pinel es el hombre adecuado para la dirección de La
Bicêtre. Sus éxitos al frente de este hospital le hicieron acreedor, con posterioridad, a la
dirección de La Salpêtrière, que también reformó de manera radical. Los jardines, el
trato educado, la buena alimentación, las terapias no agresivas y, en suma, el bienestar
de los pacientes se convirtieron en la guía rectora de su trabajo al frente de la psiquiatría
francesa. Un punto de vista que dio origen a una fructífera línea de trabajo que colocó a
buena parte de sus discípulos y seguidores en la punta de lanza de la investigación
continental con nombres tan relevantes como los de Esquirol, Georget o Leuret.

En 1789, Pinel publicó una obra de gran relevancia para la psicopatología


posterior, Nosographie Philosophique, en la que ofrece una clasificación de las
enfermedades mentales. Pero en lo tocante a nuestro tema, resulta mucho más
interesante su trabajo de 1801, Traité Medico-Philosophique sur L’Alienation Mentale
ou la Manie, obra en la que avanza buena parte de lo que será en los dos siglos siguientes
la consideración de la mente criminal como mente alienada. Allá define por primera vez

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en el ámbito psicopatológico un novedoso concepto al que denomina locura sin delirio,


y que caracterizó fundamentalmente a través de dos rasgos:

 Falta de remordimiento o de sentido de culpa.


 Ausencia total de restricciones morales e inconformismo manifiesto con
respecto de la norma social establecida.

En efecto, muy probablemente esta sea la primera caracterización psiquiátrica


de la personalidad del psicópata.

Con el paso del tiempo, la mayor parte de las definiciones del problema, que
ha recibido también otras muchas nomenclaturas como la de alienación moral, locura
moral, imbecilidad moral o trastorno de personalidad antisocial, han partido de estos
vectores diseñados por Pinel, si bien matizados por la aportación de otros como Prichard
y Nicholson5.

3. Los criminales lo parecen...

La idea de que se pueden “leer” los rostros y cuerpos de las personas, y de que
ello nos abrirá las puertas a la comprensión de sus almas, mentes y conductas se
remonta ya a la antigüedad grecolatina. Uno de los textos más antiguos que se conocen
sobre esta materia, y que probablemente haya sido el más influyente es la conocido
como Physiognomia (siglo III a. C.). Aunque erróneamente atribuido a Aristóteles
durante siglos, la autoría del escrito es anónima si bien debió, a la vista de su estilo,
escribirlo algún discípulo o seguidor de la filosofía del estagirita. El hecho es que este
libro se basa en la teoría hipocrático-galénica de los cuatro temperamentos, que
vendrían determinados por el predominio de uno de los cuatro humores (sangre, bilis

5
La aportación de Prichard, en 1835, abrió de par en par las puertas de una larga tendencia psiquiátrico-
psicológica en el estudio del crimen que gozó de gran consideración entre los expertos en leyes,
convirtiéndose en uno de los argumentos más habituales de los dictámenes forenses. Lo mismo puede
decirse de Nicholson, quien entre 1873 y 1875 publicó diversos trabajos en la misma línea sobre la vida
psíquica del criminal y su supuesta propensión a la locura, a la imbecilidad y a la ausencia de sensibilidad.
En efecto, la idea del delincuente como individuo carente del refinamiento intelectual y emocional preciso
para desempeñarse con normalidad llegó a alcanzar el rango de tópico.

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amarilla, bilis negra o atrabilis y flema) sobre el resto6. De este modo, el sujeto sanguíneo
sería vital y despreocupado; el colérico –aquel en el que predomina la bilis amarilla-, se
mostraría voluntarioso e iracundo; el tipo melancólico –predominio de la bilis negra-
tendería a la tristeza y el ensimismamiento; el flemático sería por lo general tranquilo.

El pseudo-aristóteles inspiró durante siglos a todos los fisonomistas que, hasta


los siglos XVIII y XIX, se adentraron en el ámbito de la lectura e interpretación de los
rostros estableciéndose con el paso del tiempo tres tipologías claras:

1. Lectura zoológica, que establece analogías entre la figura humana y las


diferentes especies animales. Se trata de buscar semejanzas constitucionales
y, de ellas, deducir predisposiciones anímicas.

2. Lectura etnográfica, que compara las constituciones corporales de las


personas de orígenes étnicos dispares y busca establecer caracteriologías
raciales.

3. Lectura psicológica, que intenta deducir el carácter de los sujetos a partir de


la teoría de los humores y temperamentos que, a la postre, generan una
fisonomía determinada en el sujeto.

Parecería que hablamos de algo obsoleto, abandonado o abandonado, pero lo


cierto es que estas lecturas siguen vivas en la cultura y forman parte ya de nuestra
cosmovisión. Por ello decimos con total normalidad, habitualmente y de manera
respectiva, que alguien tiene “cara de caballo”, “cara de vasco” o “cara de pícaro”. En
todo caso, interesa señalar que desde el momento en que la fisiognomía comienza a
adquirir seguidores, se bifurcará en dos tendencias teóricas fundamentales: 1) Una
psicológica, médica, literaria e incluso artística que va a producir en algún caso
resultados muy interesantes; y 2) otra de carácter sistemático y dogmático que caminará
hacia tendencias de corte esotérico como las mancias y la astrología.

6
Los cuatro humores son el reflejo equivalente en el cuerpo humano de los cuatro elementos que, según
la tradición greco-latina, constituyen el Universo: agua, aire, tierra y fuego. Según la medicina hipocrática
la salud física consistiría en el equilibrio de los humores entretanto la enfermedad sería el resultado de su
desequilibrio. Esta doctrina dominó durante siglos la comprensión de la fisiología y de la psicología.

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El primer gran tratado de fisiognomía –por influyente- se debe a la autoría de


Giambattista della Porta (1535-1615). Titulado Humana Physiognomia, aparece en 1586
y será revisado posteriormente, en 1601. Este libro, que vivió múltiples ediciones y en
muy diversos idiomas fue considerado durante dos siglos –hasta la aparición del editado
por Lavater- el más completo tratado de fisiognomía y es un perfecto ejemplo del
método clásico de esta materia: un proceso de clasificación sistemática, incluso
obsesiva, de cada parte del cuerpo y en orden descendente, desde el cabello a las uñas
de los pies. El objetivo de este estudio topológico del cuerpo concluye cuando se asigna
a cada área facial y corporal su propia especificidad moral.

A la hora de dar este último y decisivo paso, della Porta y sus seguidores seguirán
el modelo ético-moral de Aristóteles: lo superior es más elevado que lo inferior, lo que
está delante mejor que lo trasero, y lo que está a la derecha mejor que lo ubicado a la
izquierda… Todo el proceso concluye cuando, mediante este proceder axiológico, se
termina diferenciando los rasgos físicos de los hombres justos y de los injustos, de los
corruptos y de los incorruptibles, de los bondadosos y de los malvados, de los criminales,
de los afeminados, de los fuertes, y etcétera. ¿Por qué? Está claro: el alma –según
Aristóteles- es el eidos que da forma a al cuerpo (o materia) y por ello determina las
características físicas de todos los seres vivos.

En sus Essays of Physiognomy, editados entre 1771 y 1773, Johann Kaspar


Lavater (1741-1801) vendrá a refundar la fisiognomía. La gran aportación de Lavater a
los planteamientos de sus antecesores, a todas luces pseudocientíficos pero de enorme
éxito cultural (la cara es el espejo del alma), fue la de estimar que podía determinarse
no sólo qué clase de temperamento poseía un individuo examinando su apariencia
externa, sino también los patrones básicos de su personalidad y, por tanto, elaborar así
predicciones certeras acerca de su conducta futura. Consecuentemente, Lavater fusionó
de manera radical el cuerpo con la mente para establecer la idea de que podemos saber
cómo son y actuarán las personas estudiando su aspecto. Y lo más interesante es que
no caben el azar o el error pues todos estamos determinados por nuestro aspecto: dado
que el mundo es creación de Dios, todos los elementos de la naturaleza estén en
perfecta correspondencia y armonía de acuerdo a una regla: la del alfabeto divino. Por

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ello, pongamos un ejemplo, Dios no pondría cara de buena persona a un malvado del
mismo modo que no haría parecer desagradable a un animal benéfico. Esto introduce
un elemento nuevo en nuestra cultura: la apariencia física no solo define a la persona,
sino que también la predetermina.

Los planteamientos de Lavater influyeron sobremanera en el anatomista


germano Franz Joseph Gall (1758-1928), fundador de la frenología. De hecho, Gall, quien
llegó a trabajar intensamente con población carcelaria, es señalado como el primer
antecesor claro de la Antropología Forense moderna. La piedra angular de éstas y otras
pseudociencias afines sería el célebre concepto de índice cefálico, tenido durante mucho
tiempo como un término de entidad científica incuestionable. A partir de él se
elaboraron las premisas centrales de la craneometría, cuyo motor y principal artífice fue
el sueco Anders Retzius (1796-1860). Éste indicó que midiendo la anchura de un cráneo
que pudiera considerarse normal o tópico en una raza, luego multiplicándola por 100 y
al fin dividiéndola por la longitud, se identificaba el anteriormente reseñado índice
cefálico de la raza analizada en cuestión. Retzius, cuya valoración científica como
anatomista resulto incuestionada durante décadas, diseñó mediante el estudio de
cráneos conceptos célebres como los de dolicocéfalo y braquicéfalo. A partir de sus
trabajos, muy influyentes, dividió las razas en función de su índice cefálico. Sus teorías,
que contaron con incontables seguidores en todo el mundo, algunos de la talla del antes
citado neurólogo francés Pierre Paul Broca, se vinieron abajo cuando se probó que no
es posible identificar a un pueblo con un cráneo porque el propio concepto de “cráneo
tipo” es absurdo, y que, más aún, dentro de una misma familia las formas craneales más
básicas no sólo no son hereditarias sino que además cambian de una generación a la
siguiente.

Sea como fuere, la falsa idea de que los cráneos de los criminales tenían ciertas
particularidades especiales, enraizó con enorme vigor en la psiquiatría decimonónica y
fue tenida en cuenta incluso por neurólogos y patólogos de primer nivel. De tal modo,
en 1869, Wilson realizaría un estudio sistemático sobre 464 cráneos de criminales
convictos. También Thomson, un medico de prisiones escocés, quien en 1870 publicó
en el Journal of Mental Science el resultado de sus observaciones sobre la configuración

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craneana de más de 5.000 presos. No fue menos el propio Cesare Lombroso, quien
basaría en el análisis craneoscópico buena parte de su teoría acerca de la mentalidad
criminal.

La vuelta de tuerca definitiva en esta dirección fue proporcionada por un


burócrata parisino que respondía al nombre de Alphonse Bertillon (1853-1914). A pesar
de su ocupación habitual como hombre al servicio del Estado, puesto que era escribiente
en la Prefectura de París, Bertillon tenía una noción clara de qué estaba hablando al
plantear su sistema de medida corporal (la antropometría), que comenzó a utilizar
masivamente a partir de 1882 en el seno del Departamento de Identificación Judicial,
fundado y dirigido por él mismo, para la identificación y catalogación de los
delincuentes. Lo interesante es que fue mucho más lejos que sus predecesores al cruzar
el límite impuesto por el mero análisis craneoscópico para proponer un examen integral,
de la cabeza a los pies, del individuo en cuestión, para lo cual se ayudó de técnicas
fotográficas.

La idea de partida era sencilla: Existen ciertas partes del cuerpo humano que no
sufren alteración alguna durante el curso completo de la existencia adulta del sujeto y,
por tanto, si se catalogan concienzudamente estas proporciones particulares, el
individuo queda perfectamente identificado con respecto al resto. Cada una de las
medidas corporales y su relación de proporcionalidad con respecto al resto, así como el
color de los ojos, la forma de las circunvoluciones de los pabellones auditivos y cualquier
otro elemento imaginable de la apariencia externa del delincuente, eran así
cuidadosamente recogidos en una ficha personalizada a la que, obviamente, se
adjuntaban fotografías de frente y de perfil del individuo. Con el tiempo, y gracias a la
inestimable aportación del trabajo en el campo de la dactiloscopia de pioneros como
William Herschel y Francis Galton, las fichas personalizadas de Bertillon incluyeron
también las huellas dactilares de los detenidos7.

7
El interés de Galton por el método fotográfico-antropométrico de Bertillon fue tan grande que, a lo largo
de 1894, es muy probable que viajase a París para conocer al investigador francés y recibir información
de primera mano. En todo caso, ni Galton ni Herschel fueron capaces de encontrar un sistema aceptable
para la catalogación de las huellas dactilares, hallazgo conseguido por uno de los discípulos de Galton en

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La aportación de Alphonse Bertillon al quehacer policial fue tan apreciada por


sus contemporáneos que muy pronto el método se extendió por todo el continente y
cruzó el Atlántico. Su utilidad, por lo demás, resultaba incuestionable en la medida que
permitía un exhaustivo control de la población delincuente y penitenciaria, evitando el
anonimato del que en épocas anteriores se habían servido muchos criminales a quienes,
simplemente, les bastaba cambiar de ciudad o de provincia para continuar en el
desempeño de sus actividades delictivas –de hecho, la actual ficha policial es herencia
directa de aquellas que en su momento ideara el francés8 y lo cierto es que el método
Bertillon sólo comenzó a ser reemplazado cuando las técnicas de observación y
clasificación dactiloscópica fueron plenamente perfeccionadas, proceso que concluyó
alrededor de 1914.

Fue este triunfo el que debió animar a Bertillon a publicar en 1896 su Signaletic
instructions, including the Theory and Practice of Anthropometrical Identification9, obra
que sin embargo despertó enorme controversia científica en la medida que se hacía eco
de un buen número de elementos tomados de las, ya entonces discutidas por parte de
la comunidad científica, aportaciones de Lavater y Gall. Lo cierto es que en aquella obra,
construida desde los cientos de miles de datos estadísticos que Bertillon había podido
reunir a lo largo de años, se establecían conclusiones que iban mucho más allá de la
incuestionable utilidad práctica del sistema de medida antropométrica, al sostenerse la
tesis de que entre los criminales existía una taxonomía de rasgos físicos específicos que
permitía diferenciarlos de entre el resto de las personas de bien y, más aún, que en
función de dichos rasgos se podía determinar hacia qué tipo de delitos sentía el sujeto
especial propensión en cada caso.

Con ello se extendía otro de los graves prejuicios que han obstaculizado a lo largo
de décadas el estudio sensato de la mente y la conducta criminales: Que el aspecto

materia dactiloscópica, el criminólogo inglés Edward Henry [Scott, H. (comp.) (1964). Enciclopedia del
crimen y los criminales. Barcelona, Editorial Ferma, p. 64, y pp. 75-76].
8
Con anterioridad a la propuesta de Alphonse Bertillon, los delincuentes de cualquier especie eran
marcados como el ganado con toda suerte de tatuajes por la propia policía a fin de tener una especie de
control del individuo en el caso de ser reincidente. Esta es una de las razones –aunque no la principal- de
que la práctica del tatuaje a fin de cubrir las marcas policiales proliferase entre los criminales y, con ello,
el tatuaje en sí mismo se convirtiera en un estigma social.
9
Chicago, The Werner Company.

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determina los actos y que los delincuentes siempre lo parecen: La antropometría se


basaba en una serie de rasgos físicos que no eran tan distintivos como se pensaba, e
indujo a las policías de medio mundo a aceptar, de manera consciente o inconsciente,
las supersticiones de la fisiognomía. Así, los ladrones eran frágiles, mientras que los
hombres violentos solían ser fuertes y saludables. Todos los criminales tenían un alcance
superior de los dedos, y casi todas las mujeres delincuentes eran feas o repulsivas. Los
violadores eran en su mayoría rubios y los pederastas, delicados y con aspecto infantil10.
Así, como por arte de magia, la justicia de medio mundo asumió la grotesca idea de que
se podía saber quien era el autor de un delito analizando la forma de su nariz.

4. La explicación eugenésica

La publicación por parte de Charles Darwin, en 1859, de El origen de las especies,


vino a revolucionar el ámbito de la biología y, por simpatía, el de todas las ciencias afines
a ella. Pero, pese al interés que para la psiquiatría y la psicología del siglo XIX tuvo la
primera publicación de Darwin (especialmente en lo referente a sus consecuencias
fisiológicas), el trabajo que verdaderamente abrió expectativas del todo novedosas en
los campos mencionados fue La expresión de las emociones en los animales y en el
hombre, publicado en 1872, puesto que abría e par en par las puertas del evolucionismo
al ámbito de la mente: No sólo eran los mecanismos biológicos los que habían cambiado
para adaptarse al medio en un lento proceso de millones de años, sino también las
conductas y, previsiblemente, las almas. Si a esto añadimos la preocupación progresiva
de las nuevas sociedades industriales por los aspectos demográficos11, no resulta en
absoluto extraño que muy pronto se abriera el abanico de la reflexión eugenésica.

Si bien podemos remontarnos en cuanto a los antecedentes de las concepciones


eugenésicas relativas a las patologías mentales al propio Pinel, quien primeramente

10
Cornwell, P. (2003). Retrato de un asesino. Jack el destripador, caso cerrado. Barcelona, Ediciones B, p.
141. La cursiva es del original.
11
Preocupación que arrancó justamente en el cambio de siglo, a raíz de la Revolución Industrial y el
consiguiente debate político-social relativo a la igualdad de derechos y oportunidades. La controversia
llevó a Thomas Malthus a publicar su célebre –mil veces defendido por los partidarios del liberalismo en
materia económica y otras tantas atacado por sus opositores- Ensayo sobre el principio de la población
(Madrid, Akal, 1990). Una obra, por cierto, que Darwin reconoció como muy inspiradora durante la
gestación de su propia teoría.

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avanzó esta clase de argumentación dentro de un marco propiamente positivista y en


referencia expresa a la mentalidad criminal fue Bénedict-Auguste Morel (1809-1873). A
través de diversas investigaciones de campo Morel elaboró reflexiones psiquiátricas
muy similares a las que posteriormente realizaría Lombroso. De tal modo, manifestó que
el crimen era una forma de degeneración hereditaria transmitida de padres a hijos a
través de las generaciones y que, incluso, podía implantarse de manera definitiva e
irrevocable en la herencia biológica de una familia. En ello creía encontrar Morel la
explicación al hecho de que en ciertos grupos familiares, e incluso en algunas
comunidades, el crimen pudiera llegar a enquistarse hasta el punto de convertirse en
una forma de vida. Importa destacar que para esta línea de pensamiento psiquiátrico el
ideario frenológico seguía vivo pues estimaba que si un individuo heredaba
comportamientos criminales, también recibiría de sus progenitores los rasgos físicos que
estos deben llevar aparejados. Se retornaba de esto modo al punto de partida
estableciéndose un círculo vicioso ciertamente singular: Las tendencias criminales son
hereditarias pero sólo podemos saber quién las ha heredado recurriendo al estudio
morfológico y la observación de sus actos... Sin embargo sólo sabemos que esos rasgos
físicos denotan tendencias criminales porque se presupone de antemano que es así. Y
todo ello sin contar con el nada desdeñable hecho de que todos estos estudios empíricos
nacían sesgados en la medida que se realizaban entre poblaciones penitenciarias y
asilados en instituciones mentales.

Según las estimaciones de Francis Galton12, el paladín de la eugenesia en el


contexto británico, a lo largo de las generaciones los “caracteres hereditarios” sufrían a
menudo una fase involutiva en la media de las poblaciones. La selección natural
deficiente propiciada por la artificiosidad de las sociedades humanas daba pie a la
perpetuación de rasgos indeseables y empobrecedores de la calidad genética de la
especie que, cada cierto tiempo y por deriva génica, se popularizaban en una población
dada. Esto permitía explicar por qué entre los seres humanos de cualquier lugar, clase y
condición, predominaba la mediocridad física e intelectual sobre el talento. Los
individuos más aptos eran siempre una inmensa minoría. Desde este punto de vista,
Galton entendía que los procesos de herencia debían ser manipulados mediante una

12
Galton, F. (1883). Inquiries into human faculty and its development. London, Macmillan.

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adecuada política eugenésica, a fin de incrementar la aparición de los rasgos genéticos


más adaptativos y deseables, y propiciar una disminución de aquellos otros que
empobrecían la herencia.

El cuadro de influencias mutuas entre la línea argumental de la psiquiatría


francesa, el eugenesismo creciente en la incipiente psicología, y la tradición psiquiátrica
alemana, encabezada por Emil Kraepelin (1856-1926), es también significativo y muestra
que, más allá de las tradiciones culturales y filosóficas de cada cual, parecía existir en la
época una noción más o menos unitaria del problema que nos ocupa. Con
independencia de su enorme aportación a la sistematización y clasificación de la
psiquiatría clínica del siglo XIX, así como de la enorme influencia de su obra en las
siguientes generaciones de psiquiatras, la aportación de Kraepelin al estudio de la
mentalidad criminal no difiere en exceso de la propuesta por Morel. De hecho, aceptó
el origen somático de los traumas mentales y, con ello, asumió la teoría de la
degeneración para argumentar que, en esencia, los trastornos psíquicos eran
variaciones degenerativas de la especie cuya gravedad crecía de una generación a la
siguiente. De tal forma, si en una familia se manifestaba la neurosis, en la segunda
generación comenzarían a aparecer casos de psicosis que, ya en la tercera, darían lugar
a la demencia y la idiocia.

Así las cosas, no cabía la menor duda de que las conductas criminales serían a
todas luces malformaciones psíquicas hereditarias (algo así como predisposiciones
genético-mentales) que, una vez manifestadas, con el paso de las generaciones, lejos de
corregirse en una familia o comunidad irían siempre a peor. A nadie podrá extrañar por
tanto que a partir de este momento comience a hablarse de políticas de esterilización y
control reproductivo de los individuos indeseables o poco aptos.

5. La Escuela Positiva

Esta escuela nacida al amparo del positivismo de Comte que se impuso en la


segunda mitad del siglo XIX, tuvo un éxito incuestionable y durante mucho tiempo
pareció imponer su criterio al resto de tendencias, siendo sus conclusiones adoptadas
en la práctica jurídico-legal de suerte masiva. De hecho, todavía hoy quedan sesgos

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positivistas en el Derecho penal de medio mundo y algunas de sus ideas clave, como la
del criminal nato, permanecen vigentes –si bien con matices- en la mentalidad de un
buen número de investigadores de la conducta criminal en particular, y la génesis del
crimen en general –por no hablar de la opinión pública.

El núcleo duro o central de la escuela positiva es el conformado por Cesare


Lombroso (1835-1909), Enrico Ferri (1856-1929) y Raffaele Garofalo (1851-1934). Ahora
bien, el ideario positivista comenzó a difundirse con gran rapidez por Europa y América
hasta el punto de que muy pronto resultó relativamente sencillo encontrar un partidario
de esta escuela en cualquier lugar. En el ámbito hispanoamericano la tendencia arraigó
con especial fuerza.

Cesare Lombroso

Lombroso presentó el grueso de su aportación a la comunidad científica con la


publicación de su célebre L’Uomo Delinquente13. Una obra que goza del relevante
reconocimiento historiográfico que la eleva a origen de la Criminología y la Antropología
Forense modernas, y que sigue vigente gracias al inestimable concurso del arte, la
literatura y el ensayo, que asumieron en muchos casos sin reservas los argumentos en
ella expuestos.

Cesare Lombroso, psiquiatra prestigioso14, médico, darwinista convencido y


conocedor de metodologías precoces empleadas en la detección y examen del
delincuente, como la frenología de Gall y Spurzheim o la entonces incipiente
antropometría de Bertillon, comenzó a pensar hacia 1871 en las bases de lo que luego
sería su popular teoría criminológica. Estudiando cráneos de criminales concluiría en sus
Memorias sobre los manicomios criminales (1872) que existen preclaros puntos de
contacto entre delincuentes y locos, si bien cabría considerar a los primeros como seres

13
Lombroso, C. (1896-1897). L’Uomo delinquente: In rapporto all’antropologia, alla giurisprudenza ed alle
discipline carcerarie (5ª edición, vol. 3). Fratelli Bocca, Torino. La primera edición de 1876 apareció en
Milán, Ed. Hoepli. La quinta, aquí referida, fue encabezada como El crimen. Causas y remedios, y matiza
en gran medida el planteamiento biologicista y psicologicista de las cuatro primeras añadiendo elementos
sociales y ambientales, de suerte que Lombroso suavizaba en gran medida el determinismo de sus
primeras posiciones.
14
fundó en 1867 la Revista Trimestral Psiquiátrica, primera de estas características en Italia.

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claramente deformes y anormales, cercanos al hombre primitivo e incapacitados para la


vida en sociedad, por lo que el Estado debiera plantearse la creación de instituciones
especiales para criminales que permitieran no mezclarlos arbitrariamente junto con
otros enfermos mentales y, al mismo tiempo, estudiarlos con detenimiento y precisión
a fin de prevenir sus actos.

A partir de este momento y guiado de la asunción manifiesta de la teoría de la


selección natural de Darwin, así como por los planteamientos de Spencer y Galton
acerca de la herencia, Cesare Lombroso dedicó gran parte de su tiempo a visitar
prisiones a fin de estudiar antropométricamente a diversos delincuentes, vivos o ya
ejecutados, para posteriormente cotejar los resultados obtenidos con la anatomía
craneana de simios y fósiles humanos prehistóricos, o informes acerca de la vida y
costumbres de los hombres primitivos que arrojaban las expediciones antropológicas
tan populares en la época. Llegó con ello a la conclusión de que el delincuente era,
básicamente y con total independencia de su sexo, un individuo dotado de rasgos
morfológicos y conductuales arcaicos, aquejado de un síndrome hereditario al que dio
en llamar atavismo. Es decir: No era la sociedad quien hacía al delincuente, ni tan
siquiera la enfermedad mental como tal, sino que el criminal nacía ya para serlo.

Lombroso argumentaba que en las sociedades primitivas ciertos rasgos, como


el fuerte deseo de matar, son muy relevantes para la supervivencia pues los individuos
guiados por este impulso resultarían cazadores más eficaces. Sin embargo, en las
sociedades civilizadas, la aparición de este tipo de rasgos atávicos suponía una reversión
a momentos pasados de la historia evolutiva de la humanidad y, consecuentemente,
causa inmediata de conductas no deseables como el crimen. En los países más
avanzados y entre las clases sociales más refinadas, debido a factores como la natalidad
controlada y el énfasis en la pureza de sangre, era más extraña la aparición de sujetos
genéticamente peligrosos. Pero no sucedía lo mismo en las naciones atrasadas e incluso
en los suburbios industriales empobrecidos de los países desarrollados, en los que un
absoluto descontrol sobre la natalidad y la mezcla indiscriminada de la población
multiplicaban las posibilidades de que se presentaran los caracteres atávicos.

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Añadiremos en este punto que los comentarios sexistas que jalonan la obra de
Lombroso, así como de buena parte de sus seguidores, no sólo son resultado efectivo
de la época en que se realizaron, sino que también muestran claramente su propia
consideración acerca de la mujer, ya arraigada en la juventud15. Este tipo de ideas
eclosionarían con la publicación de un volumen dedicado al crimen femenino, La donna
delinquente (1893), en el que estableció, entre otras cosas, que las mujeres no delinquen
violentamente tanto como los hombres por la sencilla razón de que ocupan un lugar
inferior en la escala evolutiva. De este modo, el atavismo se manifiesta en ellas a través
de una potenciación de los más bajos instintos y, en consecuencia, son más viciosas que
el varón, de suerte que tienden a prostituirse antes que, por ejemplo, a matar.

En base a sus estudios, Lombroso elaboró una tipología en clave psicobiológica


del delincuente que distingue cinco tipos básicos:

1. Delincuente nato. El principal o básico y, por tanto, el más extendido en la


sociedad.
2. Delincuente loco-moral. Fundamentalmente un idiota, o imbécil moral como
fue llamado por algunos autores, que no comprende los sentimientos morales
ni tiene conciencia. Así, se ve constantemente superado por los instintos
primarios siendo son estos los que le inducen a la conducta delictiva.
3. Delincuente epiléptico. Lombroso arguye su existencia sobre casos reales de
sujetos impelidos al crimen tras haber sufrido alguna suerte de trauma
psicofisiológico que altera su percepción de la realidad.
4. Delincuente loco. Básicamente un demente. Este aparatado engloba tres
subtipos: alcohólicos, histéricos y mattoides16.
5. Delincuente pasional. El concepto de pasión se entiende en un sentido amplio
y englobaría no sólo las motivaciones sentimentales, sino también las
patrióticas, religiosas, etc. Lombroso no encuentra diferencia alguna entre
este tipo de delincuente y los otros, si bien, tal y como sucede hoy en día
cuando se habla de fenómenos como el del terrorismo, arguye que suele
tener un intelecto más alto que la media de los criminales y cuenta con un
mayor grado de altruismo.
6. Delincuente ocasional. Este tipo ni pretende cometer delitos ex profeso, ni
busca a propósito el momento de cometerlos, pero sí muestra cierta

15
Con tan sólo veinte años, Lombroso se empeño en desarrollar una teoría con la que demostrar que la
mujer estaba reñida con la inteligencia.
16
Los mattoides son aquellos individuos que no manifiestan rasgos claros de demencia ni poseen dolencia
alguna de carácter psicofisiológico, pero que aun así muestran tendencias impúdicas y una personalidad
disoluta incapaz, en la mayor parte de las circunstancias, de aceptar normas o llevarse por el sentido
común. A este tipo de sujetos Maudsley los calificó como de temperamento alocado y otros, como Cullere,
los denominaron fronterizos. Hoy en día, todavía subsisten en el catálogo de las enfermedades mentales
(DSM IV-TR) bajo la nomenclatura de trastorno antisocial de la personalidad.

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tendencia hacia el crimen que en la mayor parte de los casos le lleva a él por
razones generalmente insignificantes. Para Lombroso existen tres subtipos
dentro de este: pseudocriminales (no son peligrosos y delinquen por motivos
extraordinarios como el deber, la honra, etc.); criminaloides (un punto
intermedio entre el delincuente nato, el ocasional y el hombre normal que
llega al crimen impelido por circunstancias adversas, o bien, por efecto
mimético. Tendente a los vicios, si se le observa detenidamente muestra
claras muestras de degeneración física y psíquica); y habituales
(aparentemente normales, sin taras precisas o significantes, han pasado la
mayor parte de su vida en un ambiente difícil, peligroso, hostil que finalmente
les lleva al delito. Se trata por tanto de criminales de raíz ambiental).

A tenor de la clasificación precedente, resulta obvio que la teoría de Lombroso


no admitía cierre –apresurémonos a decir ninguna de las teorías formuladas a partir del
determinismo psicofisiológico lo admite- y, como él mismo reconocía, sólo el 40% de los
criminales parecía tener las marcas antropométricas típicas de la predisposición al
delito. Los otros, nada menos que el 60% de los delincuentes, llegaban al crimen desde
la causación externa.

6. Somatotipos y biotipos

Los seguidores de esta corriente positivista crecieron en progresión geométrica


y se extendieron. Así por ejemplo el británico Harry Godland, quien fue uno de los
grandes difusores de la tesis de la incapacidad mental como causa principal –e incluso
única- de la conducta criminal. Llegó a esta conclusión tras la dirección de un estudio
realizado entre los años 1910 y 1914 sobre una ingente muestra poblacional de reclusos
condenados. Godland encontró que a un 50% de ellos se les había diagnosticado alguna
clase de deficiencia mental (teniendo en cuenta el estado de la psiquiatría forense en la
época, a buen seguro valdría la pena revisar los informes desde la perspectiva presente).
Desde aquí se reelaboró la conocida, y muy seguida, tesis que aunaba el factor crimen
con las carencias intelectuales y psíquicas, transformando a los individuos con estas
clase de problemas en potenciales criminales. Los postulados generales de esta teoría
se detallan a continuación:

1. El débil mental es un tipo de delincuente.


2. Las personas nacen con debilidad mental o con una inteligencia normal.

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3. En la mayoría de los casos los débiles mentales cometen delitos de asalto o


delitos sexuales, y comprenden tanto su gravedad como los resultados de los
mismos.
4. Los débiles mentales tienden a cometer estos delitos por una falta de factores
inhibitorios de carácter social. Lo habitual es que el individuo no pueda –o
sepa- discernir correctamente entre lo que la sociedad considera bueno y lo
que considera malo.
5. No suelen tener la capacidad de prever las consecuencias de sus actos y, por
lo tanto, la amenaza penal no tiene efecto sobre ellos.
6. Dadas sus incapacidades, son personas muy sugestionables, de suerte que un
criminal más inteligente puede inducirles a cometer cualquier clase de delito.
7. Al tratarse de débiles mentales, lo habitual es que si nacen y crecen en lugares
en los que existe un elevado índice de criminalidad, terminen a su vez
delinquiendo por un mero proceso de imitación.
8. Entretanto los criminales normales tienen la capacidad necesaria como para
ocultar sus delitos, lo normal es que los débiles mentales carezcan de ella.

Surgió alguna voz disonante con respecto al paradigma que comenzaba a


imponerse, como la del también británico Charles Goring (1870-1919), quien en 1913
publicó un interesante estudio también apoyado en masiva información estadística que
contrariaba las tesis lombrosianas17. Goring hizo algo bien sencillo que hasta entonces
todos los investigadores afines a la materia que nos ocupa habían considerado
innecesario: Reunió nutridos grupos de reclusos con características que, a tenor de los
expertos que les evaluaron, eran supuestamente atávicas y degenerativas. A renglón
seguido procedió a una meticulosa comparación de estos colectivos con otras
poblaciones criminales que no mostraban los terribles estigmas físicos descritos por
Lombroso. Lo cierto es que Goring no encontró diferencia significativa alguna entre las
diferentes muestras poblacionales. Pero esta y otras evidencias no surtieron efecto por
la sencilla razón de que afirmaban algo que nadie estaba dispuesto a escuchar. De
hecho, resultaría mucho más agradable a los intereses intelectuales de la corriente
dominante la aportación de Ernst Kretschmer (1888-1964).

Con la traducción al inglés, en 1925, de su Koperbau und Charakter18, Kretschmer


relanzaba al seno de la comunidad internacional la apuesta clásica de la importancia del
elemento biológico en la personalidad de los sujetos, hasta el punto de sostener que

17
Goring, Ch. (1913). The English Convict: A Statistical Study. His Majesty’s Stationery Office, London.
18
Se ha tomado como referencia la 4ª edición española de 1967: Constitución y carácter: Investigaciones
acerca del problema de la constitución y de la doctrina de los temperamentos. Barcelona, Labor.

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existía una unidad morfológica, fisiológica y psicológica tan fuerte en el ser humano que
las reacciones temperamentales, en el fondo, no eran otra cosa que un reflejo de su tipo
corporal.

A la hora de llevar su tipología al ámbito de la delincuencia, Kretschmer tuvo


ciertas dudas, por lo que se abstuvo de precisar relaciones entre los delitos en general y
el somatotipo del delincuente. De hecho, quiso ofrecer una tipología criminal de talante
aproximativo que, más que entretenerse en buscar el biotipo criminal (el criminal nato)
por excelencia, trató de correlacionar los factores somáticos y temperamentales con
una u otra clase de delito. También introdujo una serie de elementos de carácter
endocrinológico que, sin embargo, no aclaró en demasía y por ello no los referiremos
aquí. Concluyó en todo caso que:

 Los pícnicos son proclives a comprometerse en delitos sin violencia (robo


menor, hurto, estafa, desfalco, ataque a la propiedad, etc.). Raramente
recurren al asesinato o la agresión física para lograr sus fines.
 Los atléticos tienden a los delitos violentos (cometen más o menos el 66%
de los delitos de sangre y tan sólo un 6% de ellos son estafadores o
similar).
 Los leptosómicos suelen ser ladrones a gran o pequeña escala. Tienden a
verse implicados en agresiones de todo tipo a la propiedad privada o
pública. Pueden recurrir ocasionalmente al asesinato o la agresión física.

Sea como fuere, la sugestiva visión de Kretschmer alentó a muchos a proseguir


en la misma dirección. A finales de la década de 1930, autores como el norteamericano
Earnest Hooton (1887-1954) publicaban exitosos trabajos revisionistas con respecto a la
molesta obra de Goring en los que se sostenía la naturaleza subdesarrollada y primitiva
del delincuente, al que describe como un ser inferior desde el punto de vista orgánico
que suele tener labios finos, hombros caídos, y orejas pequeñas. En todo caso, Hooton
no estableció una tipología delincuencial, pero sí correlacionó diversas formas delictivas
con el biotipo de sus autores19.

La fiebre por la biología del crimen se ha mantenido viva hasta el presente,


especialmente en los Estados Unidos, donde existe todavía una Escuela Americana de

19
Hooton, E. (1939). The American Criminal: An Anthropological Study. Cambridge (MA), Harvard
University Press.

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Biotipología de la que han formado parte autores tan destacados en la materia que nos
ocupa como W. H. Sheldon, principal continuador del trabajo de Hooton desde el ámbito
de la embriología. En efecto, en opinión de Sheldon, autor de Variedades de delincuencia
en los jóvenes (1949), la conducta criminal se desarrolla a partir de las particularidades
del blastodermo20 durante el periodo embrionario del individuo. El blastodermo cuenta
con tres capas concéntricas de blastómeros a las que se denomina sucesivamente
endodermo (desde el que se origina el aparato digestivo), mesodermo (desde el que se
desarrollan huesos, músculos y tendones) y ectodermo (desde el que parte el desarrollo
del tejido nervioso y la piel). Así, Sheldon establece que desde el predominio en el
desarrollo fetal de cada una de estas capas de blastómeros parten tres tipologías
somáticas del individuo: la ectomórfica, la mesomórfica y la endomórfica.

Sheldon apoyó su teoría en abundante investigación fotográfica, profusas


mediciones antropométricas y análisis factoriales de las medidas obtenidas, lo cual le
permitió llegar a establecer tres correlaciones –siempre estadísticas- más o menos
constantes entre la complexión corporal del individuo y la psicopatología:

 Constitución endomórfica predominante y psicosis maníaco-depresiva.


 Constitución mesomórfica predominante y delincuencia en general.
 Constitución ectomórfica predominante y esquizofrenia.

El neolombrosianismo siguió adelante durante la década de 1950 con


aportaciones de relevancia, como las realizadas por el matrimonio Glueck21, pero pronto
se le fue acabando la cuerda en la medida que muy a pesar de su aparataje estadístico,
siempre quedaban dudas en cuanto a las causas últimas y, por otro lado, parecía mostrar
escasa aplicabilidad en el ámbito individual. No es lo mismo decir que entre los
delincuentes siempre había un mayor número de mesomorfos, que determinar que
alguien podía ser delincuente por el simple hecho de tener un biotipo mesomórfico... La

20
El blastodermo es el acumulamiento celular del embrión cuando se encuentra en estado de blástula.
Está conformado por una o varias capas de blastómeros, o células resultantes de la división celular del
huevo tras la fecundación, dispuestos periféricamente en torno a una cavidad a la que se denomina
blastocele. La blástula es la fase embrionaria precoz que sigue inmediatamente a la segmentación del
óvulo (o conformación de la mórula).
21
Glueck, S. y Glueck, E. (1956). Physique and Delinquency. New York, Harper & Bros.

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sugerente teoría se topaba en la práctica con dificultades insalvables devenidas a buen


seguro del hecho de que era notoriamente errónea en su planteamiento pues:

1) la complexión puede influir en la conducta, sea de modo directo, o


indirectamente al modificar las experiencias a las que está sometido un
individuo.
2) la conducta puede influir en la constitución de modo directo, o de modo
indirecto por modificación de algunos factores que actúan directamente en la
constitución.
3) la constitución corporal y la conducta pueden ser influidas de modo
independiente por otro factor determinante; v. gr.: la ‘dote’ genética o las
experiencias en relación con la pertenencia a una familia o grupo
socioeconómico.

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