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Identidad

Propuestas conceptuales en el marco de una


sociología de la cultura
Identidad : propuestas conceptuales en el marco de una sociología de la cultura /
Ricardo J. Kaliman...[et.al.]. - 1a ed. - Tucumán : el autor, 2006.
86 p. ; 22x17 cm.
ISBN 987-05-1831-1

1. Sociología de la Cultura.
CDD 306

2
Identidad
Propuestas conceptuales en el marco de una
sociología de la cultura
Texto preparado por Diego J. Chein y Ricardo J. Kaliman

Miembros del proyecto:


Lorena Cabrera
Andrea Paola Campisi
Mariana Carlés
Jorgelina Chaya
Diego J. Chein
Ricardo J. Kaliman (Director)
Denisse Oliszewski
Lisa Scanavino
Fulvio A. Rivero Sierra
Paula Storni

Proyecto “Identidad y reproducción cultural en los Andes


Centromeridionales”
Instituto de Historia y Pensamiento Argentinos
Facultad de Filosofía y Letras
Universidad Nacional de Tucumán

3
Presentación
Las reflexiones y propuestas conceptuales recogidas en este documento son el
resultado del trabajo colectivo de los miembros del Proyecto de Investigación
“Identidad y reproducción cultural en los Andes Centromeridionales”, que
desarrolla sus actividades desde 1998 en el Instituto de Historia y Pensamiento
Argentinos de la Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de
Tucumán, con el apoyo de subsidios otorgados por el CIUNT, Consejo de
Investigaciones de esta misma Universidad. 1
El marco que aquí presentamos es el producto de una dinámica de trabajo
desarrollada a lo largo de los años, mediante la cual ponemos en relación de mutua
alimentación las discusiones grupales y las distintas investigaciones personales de
cada uno de los miembros del proyecto. Las investigaciones individuales se
encaran en el marco de las propuestas conceptuales colectivas, y a la vez las
ponen a prueba, lo cual permite profundizarlas, precisarlas, cuestionarlas,
reformularlas, de manera que vuelvan a ponerse a prueba en el posterior trabajo de
investigación. En 2001, como fruto de esta dinámica, el proyecto produjo un primer
documento en el que reseñaba propuestas conceptuales de índole más general,
sobre los procesos de reproducción y transformación social y sobre el concepto de
discurso en ese contexto. En esta nueva entrega, desarrollamos el modo en que

1
Dos de los miembros (Ricardo J. Kaliman y Diego J. Chein) son investigadores de carrera del CONICET.
Varios de los integrantes del grupo han sido beneficiados, a lo largo de los años, con becas de distintas
instituciones: del CONICET, Andrea Paola Campisi, Diego Chein y Fulvio A. Rivero Sierra; del CIUNT,
Lorena Cabrera y Denisse Oliszewski; de la SECYT, Lorena Cabrera; y del programa de intercambio
Linneaus-Palme, a través de un convenio con el Instituto Iberoamericano de la Universidad de
Gotemburgo, Suecia, Mariana Carlés.
4
proponemos que se articula, dentro de ese marco general, el concepto de identidad
cultural.
A lo largo de todo este proceso, además de los miembros actuales del grupo,
cuyos nombres aparecen en la portada de este volumen, han contribuido otros
investigadores, de entre los cuales corresponde mencionar a Celina Ibazeta, Lucía
Reyes de Deu y Leila Gómez, quienes prosiguieron sus estudios y sus carreras
profesionales en Estados Unidos. Durante un año y medio, también colaboró Paz
Torcigliani, estudiante de antropología de la Universidad Nacional del Litoral,
radicada en Tucumán. Agradecemos asimismo a las Profesoras María Eugenia
Bestani y Julia Stella por sus colaboraciones de distinto orden, así como su apoyo
en las correcciones de estilo sobre una primera versión final del texto que ahora
presentamos.

5
Introducción
El interés por el concepto de identidad cultural ha cundido en los últimos años
tanto en el terreno político como en el de las ciencias sociales, alrededor de tópicos
recurrentes como los de la globalización, la multiculturalidad, los nacionalismos y los
regionalismos o lo que a veces se da en llamar los nuevos sujetos sociales. Aunque
muchas veces replantea o resucita discusiones de cierta data,2 es sin duda mucho
más que una retórica de moda, no sólo porque hay procesos culturales que no
pueden comprenderse sin hacer referencia a él, sino también porque la discusión en
torno al concepto involucra cuestiones centrales para el esclarecimiento de la
conducta de cualquier ser humano, en la medida en que se refiere a la posición que
cada individuo adopta en su relación con los otros individuos con los que interactúa
cotidianamente y en las que se ponen en juego sus proyectos, sus necesidades y
sus deseos.
El concepto de identidad es una de las inquietudes básicas de la reflexión
teórica del grupo de autores del presente documento, interesado en el estudio de los
procesos de reproducción y transformación cultural en distintos grupos humanos
del noroeste argentino, en la medida en que entendemos que en ese concepto se
cifran las pautas de las posibles comuniones y distanciamientos a través de las
cuales los actores sociales participan de la gestación y cambio de sus rutinas
culturales. El objetivo de la exposición que desarrollamos aquí es el de presentar los
resultados de estas reflexiones, como un aporte crític o a estas generalizadas
discusiones y, al mismo tiempo, como una fundamentación de nuestras propias
investigaciones personales, que, en definitiva, son las que han nutrido esas

2
Cf. un resumen de la “prehistoria” de estos debates en Lomnitz 2002. Sobre un panorama más extenso
de las discusiones sobre el concepto de identidad, v. Cuche 2004.
6
reflexiones y han puesto a prueba las propuestas conceptuales que han ido
surgiendo de ellas.
En este esfuerzo, uno de los criterios epistemológicos que nos ha guiado ha sido
el de dotar al concepto de identidad de un correlato empírico o, dicho de otra
forma, dar una respuesta confiable y contrastable a la pregunta sobre el modo en
que la identidad existe en la realidad, pregunta que, aunque resulta crucial para
cualquier enfoque científicamente sólido, no encontramos claramente formulada y
mucho menos contestada en la literatura sobre el tema. A menudo, parece
presuponerse que esta respuesta es proporcionada por el sentido común y que
podemos hablar de las identidades con la misma comodidad con la que nos
referimos a cualquier objeto que se encuentre al alcance directo de la percepción,
incluso cuando al mismo tiempo se reconoce todo lo contrario, sea porque se le
atribuya cierta dimensión cuasimetafísica, sea porque se la conciba como una
fábula urdida para manipular subjetividades.
Nuestra estrategia para la elaboración de ese concepto materialmente
reconocible consistió en la artic ulación del concepto de identidad en un contexto
más general, el de la dinámica de las subjetividades humanas en aquellos aspectos
relevantes en relación con los procesos de reproducción y transformación social.
Dentro de ese marco general, entonces, nos concentramos en los fenómenos
relacionados con la identidad que específicamente nos interesan y que, en
definitiva, no difieren, en cuanto fenómenos, de los que preocupan a muchos otros
estudiosos. Este modo de razonamiento, a su vez, nos ha permitido, reconocer una
serie de limitaciones en muchas de las aproximaciones al concepto de identidad,
que presentamos, a lo largo de esta exposición, en la forma de cuestionamientos a
los presupuestos implícitos o explícitos con los que se suele afrontar el estudio de
esos fenómenos. El universo de las identidades socialmente activas, en cierto
sentido, parece volverse más complejo a la luz de estas reflexiones. Al mismo
tiempo, no obstante, esta complejidad puede resultar mucho más manejable si
somos capaces, como hemos intentado aquí, de remitirla a ciertos conceptos
básicos que permiten distinguir las variables relevantes, las dinámicas de la
reproducción y transformación, y, en líneas generales, los aspectos comunes a los
diversos procesos sociales en los que la identidad juega un papel significativo, así
como las diferencias pertinentes entre ellos.

7
El marco general al que nos referimos y en el que encuadramos estas
reflexiones es un modelo de la dinámica de la reproducción y la transformación
social, que hemos desarrollado en un documento anterior 3, y al que remitimos a
menudo a lo largo de esta presentación, aunque intentamos sintetizar sus
contenidos en algunos aspectos, en los momentos en que nos ha parecido
conveniente hacerlo para dotar a la exposición de un grado de claridad autónoma.
Este documento, en suma, ha sido pensado para ser leído independientemente y
confiamos que la exposición podrá resultar comprensible para quien así lo haga.
Corresponde, sin embargo, dejar claro que la discusión argumentada y los
fundamentos del marco sociológico están en otra parte y el lector queda invitado a
consultarlos si el presente texto le despierta tal inquietud.

3
Citado en la bibliografía como Kaliman (Dir.) et al. 2001. En este documento, reseñamos asimismo
nuestra postura epistemológica, y sus relaciones con otros marcos afines.
8
Una definición inicial de identidad
Cuando hablamos de identidad, aludimos a las nociones o sentimientos de
pertenencia de los agentes sociales a determinados grupos o colectivos humanos.
Muchos estudios sobre identidad hacen referencia a esta propiedad, pero no
siempre se precisan las consecuencias que tal postulación conlleva. Subrayemos,
por lo pronto, que, así entendida, la identidad existe en las subjetividades de estos
agentes y constituye un fenómeno social en cuanto es compartida por una
pluralidad de actores. Definimos, entonces, identidad como una autoadscripcion
en el seno de un colectivo, generalizada entre los miembros de ese
colectivo. Un agente social dado entiende –no necesariamente de un modo
consciente- que hay un grupo de agentes sociales que tienen tales y cuales rasgos
comunes, y que él o ella forma parte de ese grupo. Eso es lo que llamamos una
autoadscripción en el seno de un colectivo. 4 Si esta autoadscripción es
compartida por muchos agentes sociales, con referencia a un mismo colectivo,
entonces tenemos una identidad.
Una identidad es, en consecuencia, una generalización sobre las subjetividades
de un conjunto de agentes sociales. Este modo de caracterizarla, merece quizá, por
poco usual, una aclaración algo más detenida. Significa que cuando un investigador

4
Las efectivas nociones o sentimientos de pertenencia que definen una identidad no implican
necesariamente una elección resultante de una voluntad consciente, como el término autoadscripción
puede llegar a connotar. Sobre la cuestión de la relación entre conciencia e identidad, volveremos en
varios momentos a lo largo de este documento. Ver particularmente el apartado titulado “Identidad
práctica e identidad consciente”.
9
propone que existe cierta identidad, está sosteniendo que las cosas son en el mundo
de cierta manera: está proponiendo que un grupo de seres humanos comparte un
modo de interpretar la realidad y de actuar conforme a esa interpretación. Esos
contenidos psíquicos (modo de interpretar la realidad, motivaciones para la acción)
están de alguna manera dentro de lo que llamamos subjetividad de los agentes
sociales. Cuando afirmamos que esos contenidos psíquicos son compartidos,
estamos proponiendo una generalización, que tendría una forma
aproximadamente como: “En todas las subjetividades de un conjunto de agentes
sociales existe la noción de que existe un grupo que comparte tales y cuales rasgos
y cada uno de esos agentes sociales se considera a sí mismo miembro de ese
grupo”. Como toda generalización, puede estar más o menos equivocada. Puede
ocurrir que no todos los agentes sociales sobre los que pretendemos que se
extiende la generalización comparten realmente esa imagen del grupo o la
correspondiente autoadscripción, o puede ocurrir que no compartan todos los
rasgos comunes del grupo que nuestra generalización les atribuye. Una identidad
es, en principio, una conjetura sobre la realidad, y sólo el examen empírico puede
certificar su validez, orientar las precisiones que puedan hacerla más adecuada, o,
incluso, desautorizarla del todo. 5

5
En el marco que estamos asumiendo aquí, adoptamos el postulado de que cualquier explicación de la
reproducción y la transformación social en general, y por consiguiente de las prácticas culturales en
particular, debe necesariamente considerar la dinámica de las subjetividades humanas, en la medida en que
estas subjetividades constituyen la realidad material sobre la cual generalizamos cada vez que proponemos
cualquier afirmación sobre un hecho social, incluso si se trata de afirmaciones que aspiren a capturar
propiedades estructurales de los procesos sociales. Ninguna pretendida “ley” formulada en sociología puede
tener sentido empírico si no incorpora, en su misma formulación, el modo en que se realiza en, y a través
de, las subjetividades de los agentes sociales materiales.
Nuestra definición de identidad es coherente con este postulado, en la medida en que es una generalización
sobre las subjetividades de un conjunto de actores sociales. La existencia efectiva de las identidades está
dada por la presencia en esas subjetividades de nociones o sentimientos de pertenencia a ciertos colectivos
que subyacen, como factores psíquicos, a una variada serie de acciones e interacciones concretas. En
nuestro documento Sociología y cultura (Kaliman (Dir.) et al. 2001:7 -14), desarrollamos el concepto de
saber práctico, expresión que ayuda a caracterizar operativamente el objeto de estudio y con la que
designamos el conjunto de factores psíquicos que subyacen a cualquier acción social y que permiten
explicar el curso y la naturaleza de esa acción. Optamos por la palabra “saber” para marcar la diferencia
con la “conciencia”, no sólo en el sentido de que el saber práctico no es necesariamente accesible a la
conciencia, sino también porque entendemos que los conceptos de “saber práctico” y “conciencia”
provienen de dos vías diferentes de acceso a los contenidos psíquicos y no, como se presupone en ciertos
modelos psicológicos, estadios diferentes dentro de un mismo recort e.
10
Conviene también enfatizar que no cualquier generalización sobre las
subjetividades de los miembros de una sociedad se corresponde necesariamente
con una identidad. Cierto es que hay un sentido de la palabra “identidad”, el de
“equivalencia”, como en la expresión “identidad matemática”, que la emparentaría
directamente con la idea misma de “generalización”. En esa acepción, habría
identidad toda vez que se detectan elementos comunes o iguales en ciertas
entidades por otra parte distinguibles empírica o lógicamente. Sin embargo, en la
definición que acabamos de avanzar hemos dejado de lado esta posible
interpretación tan amplia, ya que estamos especificando que los miembros del
grupo deben compartir no cualquier contenido psíquico, sino la noción de que existe
un colectivo y, además, el sentimiento de pertenencia a ese colectivo. En el
contexto de los estudios sobre la identidad cultural, esta precisión no es trivial. En
efecto, no es infrecuente el caso de investigadores, en el marco de la antropología
o de los estudios culturales, que convienen en delimitar grandes grupos étnicos, por
ejemplo sobre la base de una lengua común, o determinados hábitos culinarios, o
incluso algunos conceptos religiosos, y luego presuponen una identidad común en
un agregado humano que sólo es pertinente en función de ese criterio externo.
Desde nuestra perspectiva, si los propios agentes no conciben ellos mismos la
existencia de un colectivo y se inscriben a sí mismos en ese colectivo, entonces no
cabe hablar de identidad. Nuestro enfoque descarta las identidades reconocidas
“desde afuera”, que dicen más sobre las categorías vigentes entre los estudiosos
que sobre las que subyacen realmente a las conductas sociales estudiadas.
Presentada esta definición inicial de identidad, conviene adelantar algunas
precisiones, comentar algunas consecuencias y contestar algunos interrogantes que
la misma puede suscitar. Varias de estas acotaciones exigen, sin embargo, un
desarrollo más amplio, al que destinamos precisamente el cuerpo de este
documento, por lo que aquí nos limitaremos a algunas observaciones introductorias,
que nos permitirán redondear esta presentación.

La identidad, como la definimos, existe entonces, en el saber práctico de los agentes sociales. Algunas
consideraciones más específicas acerca del concepto de saber práctico son desarrolladas en esta
publicación en las secciones posteriores, especialmente en la que desarrolla las categorías de identidad
práctica e identidad conciente, distinción derivada, precisamente, de ciertas conceptualizaciones sobre la
dinámica de los saberes prácticos.
11
La manifestación de las identidades
Las identidades existen, materialmente, como “huellas mentales” en las
subjetividades, las cuales no son, por cierto, directamente perceptibles. ¿Cómo se
ponen de manifiesto, entonces? Un análisis empírico sólo puede hacerse sobre
rasgos de alguna manera “observables”. Si no es a partir de afinidades externas y
observables, ¿sobre qué base es posible postular o examinar empíricamente la
postulación de una identidad? Como señalamos arriba, no basta con observar que
los agentes sociales comparten un rasgo para inferir que hay entre ellos identidad.
Lo relevante es que además compartan el sentimiento de autoadscripción. La
pregunta sobre cómo se manifiestan las identidades se refiere, entonces, a cómo se
ponen de manifiesto estas autoadscripciones generalizadas. Por cierto, no se puede
dar una respuesta única, sencilla y sistemática a esta pregunta. En última instancia,
es la creatividad del investigador, una vez que tiene en claro lo que está buscando,
lo que le permitirá reconocer o proponer posibles evidencias pertinentes para
formular hipótesis o contrastarlas. Sin embargo, parece razonable adelantar algunas
consideraciones generales que nos han resultado productivas y que servirán de
ilustración sobre los modos de razonamiento que permiten sustentar las
interpretaciones de los datos.
Las identidades pueden visualizarse empíricamente, por ejemplo, en las
expectativas y códigos que los actores ponen en funcionamiento cuando se
embarcan en acciones comunicativas.6 Existe una relación de implicación entre
acción comunicativa e identidad, puesto que aquella necesariamente presupone no
sólo la existencia de códigos compartidos sino también que los agentes mismos
suponen que los comparten. Así, toda acción comunicativa involucra el supuesto de
una identidad compartida, aunque sólo sea por el simple hecho de que los
interlocutores tienen códigos en común. Las acciones comunicativas son, en efecto,
interacciones en las que los mismos agentes se autoadscriben –y adscriben a sus
interlocutores- en una comunidad; y, a partir de ello, ponen en juego códigos
comunes y reconocen este conocimiento compartido. Por cierto, la acción
comunicativa, aunque siempre pone de manifiesto una cierta identidad subyacente,
puede, al mismo tiempo, poner en juego diferencias o alteridades. Una coplera de
los Valles Calchaquíes, por ejemplo, que actúa en un contexto urbano,
probablemente modifica en cierta medida su desempeño, para ajustarse a las

6
El concepto en el sentido de Habermas 1981.
12
expectativas de su público,7 apuntando hasta cierto punto a algún modo de
identidad. Sin embargo, esta misma estrategia revela que subyaciendo a esta
interacción se encuentra la convicción de que ejecutante y público se inscriben en
colectivos diferentes, tanto en la subjetividad de una como en las de los otros.
Pero las identidades también se ponen de manifiesto en prácticas y conductas
que no son acciones comunicativas de este tipo o, incluso, en acciones en las que
no hay ningún agente con quien interactuar. Cuando, por ejemplo, un telespectador
en Argentina toma partido por la selección de fútbol de un equipo africano contra la
de uno europeo (o a la inversa), lo hace movido por cierta simpatía aparentemente
espontánea, pero que puede explicarse a menudo por cierta sensación de afinidad
con los habitantes de un país del Tercer Mundo (o, alternativamente, de la “cultura
occidental”). Claro está, si este fenómeno se registra en un solo telespectador, no
podríamos todavía hablar de una identidad. Sin embargo, si notamos que se
generaliza en un conjunto amplio de actores sociales, la hipótesis cobraría cuerpo.
Así, una concepción identitaria se pone de manifiesto en una conducta que no
implica una acción comunicativa directa con otro miembro del mismo grupo.
Muchos otros ejemplos serían imaginables: una acción de las así llamadas
colectivas; el uso sistemático de ciertos signos; en fin, una variedad de conductas
de distintos tipos pueden dar la pauta a un investigador de la existencia de un
conjunto de autoadscripciones compartidas, a partir de la cual aventurar la
generalización de una identidad. Por cierto, una fuente importante de datos es lo
que los propios agentes sociales pueden decir al respecto. Sin embargo, esta fuente
no es absolutamente confiable, ya que los agentes sociales no somos
necesariamente conscientes de todas las identidades que pueden estar vigentes en
nuestras subjetividades y aun de aquellas de las que tenemos conciencia, esa
conciencia no es necesariamente una representación adecuada de lo que realmente
está funcionando en nuestras subjetividades. La relación entre la conciencia y la
identidad, de hecho, como nos ha mostrado la experiencia, plantea una serie de
problemas conceptuales y metodológicos sobre los que adelantaremos algo un poco
más abajo y nos detendremos en varios momentos a lo largo de este documento.

7
El ejemplo est á tomado de casos analizados en Campisi 2001.
13
Relevancia social de las identidades
Nuestra definición inicial tiene, sin duda, un carácter amplio y abstracto.
Pretende ser lo suficientemente precisa para delimitar los fenómenos identitarios
sobre la base de una realidad concreta y lo suficientemente amplia para abarcar la
pluralidad de formas que los mismos pueden adoptar. Como se analizará con más
detalle en la sección dedicada al carácter no limitado y múltiple de las identidades,
las identidades que un agente social dado puede asumir en diferentes contextos –e
incluso en un mismo contexto- son numerosas, y las clases de colectivos que
delimitan pueden ser muy heterogéneas, sin subordinarse a una jerarquía
unificadora ni derivarse deductivamente de variables pretendidamente universales.
Así, por ejemplo, un mismo agente social puede asumir toda una serie de
identidades heterogéneas, en tanto puede autoadscribirse a un grupo familiar, a un
colectivo religioso, a un grupo étnico o nacional, etc., así como a toda una serie de
posibles colectivos cuyo carácter más difuso y menos generalizable no les resta
significación social y valor explicativo para los procesos de reproducción cultural.
Conviene observar, sin embargo, que nuestra definición sigue incluyendo ciertos
procesos sociales que rara vez –si alguna, y no sin razón- atraerán el interés de los
estudiosos de los procesos sociales. En efecto, el criterio de una autoadscripción
compartida en las subjetividades de los miembros de un grupo social puede
conducirnos a llamar “identidad” a grupos sociológicamente intrascendentes. Por
ejemplo, determinados actores sociales pueden tomar en cuenta que comparten con
otros el usar anteojos, e incluso pueden llegar a tenerlo presente como motivación
de su conducta en un momento dado. Aunque la comprobación de este hecho
podría legitimar la generalización de una identidad en el sentido en que la estamos
definiendo, cuesta imaginar un contexto en el que esta concepción grupal tendrá
relevancia para el estudio de conductas sociales generalizables e históricamente
significativas, en el que, por ejemplo, los miembros del grupo actúen sistemática y
regularmente en función de los intereses y las perspectivas de tal grupo.
Entendemos, sin embargo, que nuestra definición no se invalida porque incluya
estos casos. Simplemente, se trata de fenómenos que no estudiaremos porque no
nos resultan interesantes. Piénsese que, sin embargo, podrían resultar
eventualmente relevantes para otros estudiosos. En un sentido estrictamente
teórico, ¿por qué no puede pensarse que un día los usuarios de anteojos se unirán
en un gran colectivo con sus propios intereses y emblemas? En ese momento,
incluso puedan volverse teórica e históricamente relevantes para todos.

14
Fantasías aparte, para no dejar esta discusión librada a los malentendidos que
surgen de las aparentes obviedades, dedicamos abajo un apartado a los criterios
por los que entendemos que puede decirse cuále s son las identidades teórica y
socialmente relevantes, para mostrar que, al fin y al cabo, las identidades que nos
interesan para nuestras investigaciones son bastante aproximadas a las que
interesan a la mayoría de los estudiosos del tema y que la amplitud de nuestra
definición no aspira a incorporar una miríada de agrupaciones triviales, sino a
consolidar conceptualmente nuestras reflexiones sobre procesos en cuya
importancia social concordamos con la mayor parte de los estudiosos.
Identidad colectiva e identidad individual
Hay un sentido de la palabra “identidad” en psicología que es diferente al que
estamos asumiendo aquí: se refiere a aquellos aspectos de la psique humana que
tienen que ver con la unidad y la singularidad de un sujeto individual, en particular al
autorreconocimiento de ese sujeto como único y particular. Se dice, por ejemplo,
que la masificación, la moda, etc. provocan en los sujetos conflictos de identidad. El
concepto de identidad cultural que estamos abordando aquí no se corresponde con
este sentido de “identidad individual”, sino más bien, como surge de la definición
antes presentada, apunta a una “identidad colectiva”, y no, por cierto, en el sentido
de que un grupo humano pueda metafóricamente asimilarse a una psique individual,
sino como una generalización de percepciones compartidas por un grupo de
individuos.
A veces, uno encuentra todavía en la literatura sobre el tema ciertos
deslizamientos de la metáfora que interpreta a una gran masa de individuos como
una unidad psicológica, con su voluntad unificada, e incluso con una memoria
común. Para nosotros, esto es, clara y materialmente, una metáfora. No hay
ninguna evidencia de la existencia física de la “psique” de una colectividad. Sí
existen, en cambio, materialmente, los individuos, cada uno con sus respectivas
psiques, que ni siquiera son ellas mismas íntegramente coherentes (más bien,
estamos llenos de contradicciones, de las que no siempre tomamos conciencia). Un
posible contraejemplo serían ciertas situaciones en que un grupo de actores
sociales actúa colectivamente como impelidos por una fuerza ciega. No nos
referimos a prácticas sociales en las que cada actor adopta un determinado papel y
tiene en cuenta las expectativas que los otros actores tienen sobre su conducta y al

15
mismo tiempo pone en juego sus propias expectativas con respecto a la conducta
de los otros. Estas prácticas pueden fácilmente explicarse en términos de
subjetividades individuales. Pensamos, más bien, en acciones tales como un
linchamiento, en el que los actores llegan a realizar o colaborar en acciones en las
que no se hubiera embarcado sino dentro de la vorágine emocional del grupo. Sin
embargo, ni siquiera en estos casos cabe la explicación de una especie de “psique
colectiva”. Más bien, corresponde preguntarse por la naturaleza de los impulsos
subjetivos, radicados en cada uno de los actores involucrados, que puede dar
cuenta de estas conductas. Lo mismo cabe decir de la metáfora de la “memoria
colectiva”. Si un grupo actúa hoy de maneras que pueden interpretarse como
heredadas de prácticas o creencias que sus antepasados sostuvieron siglos atrás, la
explicación de este fenómeno ha de realizarse, otra vez, en términos de procesos
creíbles de transmisión de esas creencias de una subjetividad a otra y no
asumiendo la existencia de una especie de “alma colectiva” y atemporal que
“recuerda” a través del tiempo.
En algunos casos, se han propuesto ciertas relaciones entre las identidades
individuales y las colectivas. Por ejemplo, que la identidad individual es el resultado
de la sumatoria de las identidades colectivas en las que se inscribe un determinado
individuo. No entraremos en estas discusiones aquí. Nos basta con subrayar que la
propuesta que aquí estamos desarrollando apunta a la identidad colectiva, sin que
eso entrañe ninguna consecuencia ni relación necesaria con los problemas
relacionados con la identidad individual. Para nosotros, se trata simplemente de dos
conceptos distintos que coinciden en la denominación, pero que pueden
perfectamente considerarse por separado, incluso si se intentara desentrañar las
relaciones que se establecen entre ambos.
Socialización e identidad
Esto no quiere decir, por cierto, que el concepto de identidad que estamos
considerando no implique consideraciones psicológicas. De hecho, nuestra
definición, al establecer que las subjetividades son el asiento material sobre el que
predicamos la existencia de una identidad, nos lleva necesariamente a tener en
cuenta algunos aspectos del funcionamiento de esas subjetividades, que aunque
más no sea en términos operativos permitan analizar la reproducción y
funcionamiento de las identidades. Adelantaremos aquí algunas de esas nociones,
que serán tratadas con un poco más de detenimiento en el cuerpo del trabajo.
Las identidades son al mismo tiempo subjetivas y sociales. Entenderlas como
realidades subjetivas no implica definirlas como fenómenos individuales o
16
idiosincrásicos, así como asumir su naturaleza social no significa concebirlas como
estructuras externas o anteriores a la constitución de la subjetividad de los agentes
sociales concretos. Las identidades, como cualquier contenido cultural de las
subjetividades humanas, son desarrolladas e incorporadas en las subjetividades de
los agentes sociales en los procesos de socialización a lo largo de los cuales -
procesando los datos que les llegan a través de la experiencia, por una parte, y del
discurso, por otra-, los actores intentan coordinar su acción con las de otros y
participar de un modo aceptable en la realización de prácticas sociales ya
existentes.8 Precisamente esta tendencia del saber práctico a sintonizarse con lo
que percibe como una regularidad externa y preestablecida de las interacciones
sociales constituye el nudo central de los procesos de reproducción. 9 La efectiva
presencia de nociones identitarias relativamente homogéneas en una pluralidad de
agentes es un resultado de los esfuerzos de sintonización de los saberes prácticos
y, al mismo tiempo, constituye en sí misma uno de los factores cruciales para
explicar los cursos y direcciones específicas que estos esfuerzos de sintonización
adoptan en los agentes concretos.
Las identidades sociológicamente relevantes suelen implicar no sólo que se
comparte la pertenencia a un grupo, sino también convicciones tales como las de
que el grupo existe como tal, que tiene intereses compartidos y que hay ciertas
conductas que conviene o que se deben seguir en función de la pertenencia a él.
Arribar a una descripción plena y satisfactoria de todos estos rasgos presentes en
las subjetividades de un grupo puede ser un objetivo ideal del estudio de un caso
concreto. Sin embargo, llegar a él presenta serias complicaciones y a menudo
debemos conformarnos con logros más bien parciales. Un problema recurrente es
que los actores sociales pueden atribuir, conscientemente, y es incluso
característico de ciertas identidades que así lo hagan, más rasgos comunes de los
que los miembros del grupo realmente tienen. O, a la inversa, ciertos rasgos
comunes pueden escapar a su conceptualización consciente. El análisis de un
proceso identitario no podrá avanzar demasiado lejos si no logra distinguir entre los
rasgos realmente compartidos por el grupo y los que sus miembros creen

8
Exploramos ciertas consecuencias conceptuales de este modo de incorporación de las identidades en las
subjetividades en el apartado en el que trazamos la distinción operativa entre el discurso y la experiencia
como factores en la reproducción de las identidades.
9
V. Kaliman (Dir.) et al 2001:13.
17
compartir, y mucho menos si toma a estos últimos como representación adecuada
de la comunidad en la que se cifra la identidad. En los hechos, cada uno de estos
niveles, el modo en que los miembros del grupo imaginan al grupo y el modo como
los miembros realmente son, juega un papel en la incidencia de las identidades en el
proceso social, así como en los procesos de reproducción y transformación de las
identidades mismas.
La diferencia entre las identidades realmente activas y vigentes en las
subjetividades (que aquí llamaremos identidades prácticas) y las ideas que los
agentes sociales puedan hacerse de ellos (a las que denominamos identidades
conscientes) pone de relieve la importancia de lo que hemos llamado discursos
identitarios, por los que entendemos todo tipo de texto mediante el cual se hace
referencia de alguna manera a rasgos de las identidades. Algunos son más
orgánicos y explícitos, otros se reducen a meros rótulos denominativos de un cierto
colectivo. En otros casos, la referencia a la generalización de un colectivo puede
incluso revelarse de manera más indirecta. Estos discursos identitarios, como
queda dicho, en la medida en que expresan lo que es accesible a la conciencia de
los agentes sociales, no representan necesariamente la naturaleza y rasgos
verdaderamente activos en las subjetividades e, incluso, pueden llegar a agregar
una coherencia o una esencialidad allí donde en verdad no la hay. Sin embargo, al
mismo tiempo, sí pueden influir efectivamente en las autoadscripciones de los
agentes, en tanto forman parte de las ofertas de su socialización. Los discursos
identitarios, en consecuencia, tienen una importancia teórica y metodológica que
justifica que nos detengamos en algunas de sus propiedades en el contexto de la
exposición.
Entre la gran variedad de colectivos que nuestra definición de identidad
comprende, nos ha interesado particularmente una distinción que, aunque operativa,
arroja importantes consecuencias empíricas y conceptuales. Se trata de la
distinción entre identidades concretas –aquellas que se refieren a grupos cuyos
miembros se conocen entre sí- e identidades imaginadas –que incluyen miembros
que nunca se conocerán mutuamente. Las identidades concretas –la familia, los
amigos, los compañeros de trabajo- tienen una incidencia mucho más directa en los
cursos de acción cotidianos de los actores sociales, a pesar de lo cual los estudios
tienden a concentrarse en las identidades imaginadas –nacionales, étnicas, de
clase. En la reproducción de las identidades imaginadas, los discursos identitarios
constituyen una pieza fundamental. A menudo los estudiosos del tema confunden
los discursos identitarios con las identidades socialmente vigentes en las

18
subjetividades pertinentes. Pero esos discursos, no está de más insistir, no siempre
representan fielmente a las subjetividades. Muchos de ellos no son sino el esfuerzo
ideológico que ciertos sectores de la sociedad empeñan con el fin de conseguir un
consenso favorable entre los otros sectores. Estos esfuerzos pueden tener mayor o
menor éxito, pero, como insistimos a partir de nuestra definición inicial, la historia
de las sociedades no es la historia de sus discursos, sino la historia de las
subjetividades que interactúan en ellas y se influyen mutuamente, porque esas
subjetividades son las que condicionan sus palabras y sus acciones. Y estudiar las
identidades es enfocar el modo en que esas subjetividades alcanzan la mutua
consonancia.

19
Confrontación con otros conceptos de identidad colectiva
Un modo alternativo de introducir el concepto básico de identidad que hemos
definido y caracterizado inicialmente en la sección anterior consiste en confrontarlo
con dos conceptos, o más precisamente tendencias conceptuales, que podrían
considerarse, en cierto sentido, diametralmente opuestos entre sí. Las respectivas
limitaciones de estos conceptos nos permitirán argumentar las ventajas del que aquí
presentamos. Hemos llamado a esas tendencias, respectivamente, la identidad
como esencia y la identidad como ficción.
La identidad como esencia metafísica
Una de las nociones de identidad colectiva más antiguas y difundidas, cuyas
primeras formas pueden rastrearse hasta nociones románticas como las del espíritu
o el alma del pueblo, el Volksgeist herderiano,10 la concibe como una realidad, de
cualidades metafísicas, independiente y previa a la subjetividad y a las prácticas de
los agentes sociales. Esta noción de identidad apunta efectivamente a la
pertenencia de los individuos a un grupo humano, y, en este sentido, remite a la
problemática de las identidades colectivas que constituye el núcleo de nuestro
interés, pero la adscripción identitaria se presupone mas allá de lo que
efectivamente exista en la conciencia y en el saber práctico de los agentes sociales
concretos. Se le atribuye a la identidad, de esta manera, una realidad que
trasciende a los sujetos que la componen, de quienes se suele decir que le deben
alguna forma de lealtad, como un imperativo moral que acaba usualmente por
constituirse en el punto de referencia desde el cual juzgar (y no simplemente

10
Cf. Wilson 1973.
20
comprender) los procesos de reproducción social y cultural, así como las formas
concretas de socialización en las que se hallan involucrados los actores sociales.11
Esta noción esencialista de la identidad está particularmente vinculada a las
identidades nacionales en los estados modernos. La necesidad de legitimar la
unidad política de los habitantes de amplios territorios y de contrastarlas con las
poblaciones vecinas impulsó recurrentemente a los intelectuales a postular
raigambres espirituales y homogeneidades invisibles cifradas en abstracciones
como las de la argentinidad, la peruanidad, la mexicanidad, etc. hipostasiadas en
símbolos perceptibles como las banderas y los himnos nacionales. El esencialismo
identitario alcanzó una enorme difusión y alcance en correlación con el desarrollo
de estas formas de nacionalidad. Aunque cuestionado, persiste, muchas veces de
un modo implícito, en numerosas aproximaciones actuales de los estudios sociales
en general. 12 Se manifiesta, por ejemplo, toda vez que se presupone una unidad
nacional cuyos orígenes se remontan a un pasado lejano, muy anterior a la
constitución del estado mismo, y, por cierto, a la difusión social de las nociones
identitarias correspondientes. La expresión “aborígenes argentinos”, por ejemplo,
se usa a menudo para referirse a los habitantes del territorio que acabó quedando
bajo el control del estado nacional en períodos prehispánicos, lo cual resulta en un
recorte arbitrario de la dinámica histórica de esas culturas, dictado por la
presunción de una cierta homogeneidad esencial a lo largo del territorio nacional.
Este tipo de prácticas responden, según entendemos, a la persistencia de una
noción de identidad como una realidad metafísica que no se deriva de la

11
Estos rasgos de la perspectiva esencialista pueden encontrarse hoy en día muy a menudo en el contexto
del folklore moderno. Por ejemplo, en Olmos (1999:xi): “Qué es el folklore sino el nutriente de la raíz-
pueblo que se percibe aún sin verlo, como el olor del pan o de la madera o el cantar de un pájaro que
escuchamos y no vemos. Una mirada que no nos abandona y recorre las distancias con la cercanía que da
la pertenencia. Es la tierra hecha paisaje que nos mira, que nos espera a la vuelta de nuestros involuntarios
olvidos y de nuestras pasajeras distancias.” O en Miranda Villagra (1996:50): “folclore es la vivencia
expresiva, sobria y armónica de reluciente tradición, que como un fruto maternal transmuta
hereditariamente a nuestros congéneres. […] Los pueblos que no valoran su tradición, perdieron en el
camino su identidad. No saben amar lo suyo por mezquindad. Nunca jamás, podrán hablar de un ideal, de la
memoria de un estandarte de libertad.”
12
En realidad, es sobre todo de un modo implícito que esta noción de identidad halla continuidad en
estudios sociales actuales, ya que opera como un supuesto apriorístico no sólo no reconocido, sino,
incluso, muchas veces negado explícitamente.
21
comprobación de fenómenos concretos sino que la presupone antes de cualquier
análisis efectivo.
En casos como éste, la perspectiva esencialista se aproxima decididamente a
una concepción metafísica casi platónica, postulando una francamente insostenible
dimensión de eternidad para nociones tan evidentemente históricas como la
identidad nacional. Un extremo casi ridículo de esta presunción se alcanza cuando
se deja esbozar –o simplemente se siente calladamente- un cierto orgullo por el
hecho de que los dinosaurios más grandes de los que se tenga noticia fueron
hallados en territorio argentino. En otros casos, sin embargo, se reconoce la
historicidad de la esencia, como en el Blasón de plata de Ricardo Rojas, que traza
su conformación a partir de las distintas vertientes que, según la interpretación de
este autor, dieron lugar a la formación del estado. 13 Esta versión sigue, sin
embargo, presuponiendo el carácter metafísico de la esencia nacional, ya no eterna
pero sin embargo siempre inaccesible a la percepción material y dotada de una
fuerza y una dinámica independiente, anterior a los fenómenos y prácticas sociales
concretos y comprobables.
La noción de identidad nacional ha llegado a constituirse para los estudios
sociales, tanto para las líneas que la critican como para las que la asumen como tal,
en una especie de paradigma de la idea de identidad esencialista. Es preciso, sin
embargo, tomar en cuenta que muchos otros tipos de identidad (identidad étnica,
identidad de género, etc.) también son frecuentemente concebidos de esta manera.
Postular que las diferencias socialmente vigentes entre los géneros sexuales (la
supuesta “intuición” femenina contra la supuesta “racionalidad” masculina o
cualquier pretendida legitimación del patriarcado por imaginarias diferencias en las
capacidades intelectuales entre los sexos) se derivan de sus diferencias biológicas
no es sino otro modo de esencialismo, oculto bajo aparentemente fundadas
racionalizaciones. Lo mismo puede decirse de los racismos en sus diversas formas,
tanto los que denigran como los que ensalzan a ciertos grupos humanos, aunque se
basen en falaces proyecciones desde las diferencias físicas hacia diferencias de
otros órdenes. El valor argumentativo de cualquiera de estas pretendidas
correlaciones descansa en la silenciada presuposición de que las semejanzas
externas y perceptibles son el reflejo de homogeneidades internas e invisibles, pero
reales.
El esencialismo es, desde nuestro punto de vista, científicamente inaceptable,
desde el momento en que supone la incorporación de categorías cuya validez no es
13
Cfr. Rojas 1986.
22
susceptible de discusión, sino objeto de fe, lo cual anula la posibilidad de un debate
que pueda extenderse más allá de cierto círculo de creyentes. Pero, como lo
muestran los ejemplos citados, es también un procedimiento de contornos
gravemente ideológicos, ya que atribuye a los productores del conocimiento, por su
supuesto y exclusivo acceso a aquello que a los demás les está negado (es decir, la
comprensión de la esencia) una capacidad de interpretación que, en última
instancia, no sirve sino para legitimar arbitrariamente un determinado orden y
jerarquía. Desde luego, el hecho de que esta noción de identidad sea tan
cuestionable no autoriza a desconocerla. En primer lugar, porque, en innumerables
casos, tiene una presencia efectiva en las subjetividades de los agentes sociales,
con lo cual se vuelve parte insoslayable del objeto de los estudios identitarios. Y,
por otra parte, porque, como hemos señalado ya, tienen también una presencia
efectiva en las subjetividades de estos agentes sociales que somos los propios
investigadores, quienes, en consecuencia, podemos reproducirla en nuestro trabajo.
La advertencia contra el esencialismo resulta, en consecuencia, en un criterio
metodológico de suma importancia, que supone la revisión permanente de las
identidades que proponemos y su contraste con la realidad social que estamos
estudiando.
La identidad como ficción
En buena medida como una reacción contra los vicios epistemológicos y sobre
todo contra los riesgos ideológicos del esencialismo, pero también en estrecha
consonancia con el rechazo postmoderno a toda forma de totalización, desde
comienzos de la última década del siglo XX se fue generalizando, entre los
estudiosos académicos y otros sectores intelectuales, una postura radicalmente
crítica, que pone énfasis en la denuncia de la identidad como una construcción
ficticia o falsa que los sectores dominantes de una sociedad elaboran y difunden
para ejercer y legitimar su dominio. 14 Aparentemente, la identidad nacional,
difundida desde la constitución de los estados modernos, pero severamente
debilitada por las nuevas concepciones de integración continental y la expansión
globalizante del neoliberalismo, es tomada en este contexto intelectual como
paradigma de cualquier forma de identidad. “Si la identidad nacional es ficticia,
parece razonar esta crítica, entonces toda identidad lo es.” Dando un paso más
14
V.e.g. García Canclini 1995.
23
allá, entonces, esta postura tiende a presentar a toda identidad como una
construcción ficticia, arbitraria, totalizante e ideológica. La certera crítica ideológica
de los supuestos esencialistas y sus funciones hegemónicas parece haber suscitado
una generalizada sospecha y desconfianza en relación con toda manifestación
identitaria.
Ahora bien, es cierto que resulta siempre pertinente preguntarse, en cada caso
particular de una identidad que se esté estudiando, hasta qué punto la imagen del
grupo que los agentes comparten se corresponde con los rasgos realmente
presentes en todos los miembros del grupo. Como desarrollaremos más abajo, las
“inadecuaciones” de las representaciones que se hacen los actores sociales de las
identidades realmente activas en sus subjetividades son no sólo perfectamente
factibles, sino a menudo históricamente reales y muchas veces atribuibles a lo que
podría entenderse como manipulación ideológica. Sin embargo, no hay razón para
suponer que todas las formas de identidad colectiva habrían de sustentarse en
creencias arbitrarias, ficticias, ideológicas, etc. Por la misma dinámica de la
socialización, existen grupos de seres humanos que comparten ciertos rasgos, y las
concepciones identitarias socialmente vigentes pueden hacerse eco de esta
comunidad. Existe la posibilidad lógica de este tipo de circunstancias y su
realización empírica no es en absoluto excepcional.
Por otra parte, es asimismo cierto que en aquellas identidades que se sustentan
en creencias de tipo esencialista y metafísica existe una alta probabilidad de que los
rasgos comunes que se les atribuyen a los miembros del grupo no se correspondan
con los que efectivamente poseen, o al menos no con los que todos poseen. El
esencialismo mismo es ya, como queda dicho, una inadecuación, en la medida en
que postula que existe una inexistente categoría metafísica. Sin embargo, como
habíamos adelantado en el apartado anterior, esto no impide que la perspectiva
esencialista influya efectivamente en las acciones concretas de los actores
sociales. Puede ocurrir, y a menudo ocurre, que éstos, movidos por el imperativo
moral que acompaña usualmente al esencialismo, intenten encuadrarse dentro de
los parámetros fijados por la propuesta hegemónica y ocultar (y ocultarse a sí
mismos) su diferencia adoptando ciertos símbolos que los acrediten dentro del
supuesto “deber ser”. En estas situaciones, el esencialismo es “falso” en el sentido
de que no se corresponde con la realidad de las subjetividades de los actores
sociales, pero es “verdadero” en el sentido de que existe en las subjetividades de
los agentes y condiciona efectivamente sus conductas, lo cual es, en última
instancia lo que estamos intentando explicar.

24
El concepto de “comunidad imaginada” de Benedict Anderson, si lo
parafraseamos en términos propios del modelo teórico aquí asumido, puede
considerarse un buen ejemplo de cómo se puede explicar el funcionamiento de una
identidad nacional a partir de un conjunto de agentes que imaginan la nación como
esencia.15 Toda una serie de acciones sociales nada ficticias (como las de acceder
voluntariamente a participar de una guerra, arriesgar la vida en ella e incluso
perderla) se explican, no en referencia a una entidad metafísica verdaderamente
existente como la del espíritu nacional, sino justamente al hecho de que los actores
han incorporado en sus procesos de socialización efectivos ciertas nociones y
sentimientos de pertenencia a un colectivo imaginado en términos de nación, al
punto que en algunos casos llegan a poner el que entienden como el bien de la
nación por encima del suyo propio. La atribución de esencialismo a las identidades
en las subjetividades de los actores sociales permite incluso explicar sus errores de
apreciación, como en el caso de los intelectuales peruanos en la guerra del
Pacífico, sorprendidos frente a la falta de “patriotismo” puesta de manifiesto por
los indios que participaron de este conflicto. Su perspectiva identitaria esencialista
los había llevado a presumir que el solo hecho de ser considerados ciudadanos
peruanos garantizaba la incorporación, en las subjetividades de los indios, de las
lealtades implícitas en lo que no era sino la perspectiva de los propios dirigentes. La
derrota los puso frente a la realidad de que no sólo la fuerza de trabajo debía ser
conquistada, sino también las subjetividades.16
En la concepción de toda identidad como ficción ingresan también ciertos
presupuestos epistemológicos de los que el marco aquí asumido toma distancia. La
perspectiva desde la que esa posición se formula tiende a presumir como principio
indiscutido que cualquier categoría y cualquier generalización entraña una
naturaleza totalizante y avasalladora de las diferencias. El rechazo al concepto de
identidad, en estos casos, canaliza un cierto temor al gregarismo y, en última

15
Anderson 1993.
16
“La derrota [en la guerra del Pacífico 1879-1883] servirá para que algunos intelectuales, como Manuel
González Prada, cuestionen a una república establecida a costa de la población indígena, sin haberle
reconocido a éstos una efectiva ciudadanía. Pero muchos en otros escritores el efecto fue inverso:
achacaron el fracaso y la frustración a la inferioridad del indio, al lastre que constituía para el desarrollo
nacional. Chile venció porque tenía menos indios y más europeos que el Perú.” (Flores Galindo
1994:230). V. tb. Rivero Sierra 1997.
25
instancia, una defensa de cierto ilusorio individualismo extremo. En nuestro marco,
en cambio, entendemos no sólo que la producción de conocimiento es producción
de generalizaciones, sino que ese tipo de operaciones constituye una estrategia
definitoria de la adaptación, supervivencia y la conducta del ser humano. Las
identidades son un tipo particular de generalizaciones entre todas las que son
imprescindibles para la vida humana. Todos los actores sociales, incluidos los
intelectuales postmodernos, se imaginan siempre a sí mismos como parte de
diversos grupos, sin que eso entre en contradicción, necesariamente, con la
celebración de la diferencia. Sin ningún afán irónico, podría decirse que un
intelectual postmoderno de estas características reconoce como miembro de su
mismo grupo a otro muchas veces, precisamente, porque reconoce los signos que
delatan el esfuerzo por preservar y subrayar su propia especificidad individual.
En resumen, consideramos que la noción de identidad como ficción, si bien
reacciona de un modo crítico y saludable en relación con la concepción esencialista
de la identidad, tiende a los extremos inadecuados de concebir a todas las formas
de identidad como nociones metafísicas y de subestimar profundamente la efectiva
dinámica social de las mismas. No por el hecho de que ciertas formas de identidad
se sustenten sobre creencias falsas éstas dejan de existir y tener visibles
consecuencias.

26
El sentido amplio de identidad y las identidades socialmente
relevantes
La noción de identidad, como la hemos definido arriba, presenta un alcance tan
amplio que puede considerarse, como corolario de esa definición, que en cualquier
acción comunicativa se está manifestando alguna forma de identidad. Así, diríamos,
por ejemplo, que hasta un hecho tan trivial, como el de que una persona se acerque
a un desconocido en la calle y le pregunte la hora, involucra necesariamente la
presunción y actualización de alguna forma de identidad. En efecto, en un caso
como éste, la interacción se realiza sobre la base del supuesto por parte del agente
de que el otro pertenece a una misma comunidad que él, al menos por el hecho de
compartir una lengua y un sistema de medición del tiempo.
La extensa amplitud de la definición que proponemos parecería restar valor
analítico y explicativo a la categoría “identidad”, en tanto cubre fenómenos sociales
de muy dispar significación para la explicación de los procesos sociales. En
realidad, estimamos que nuestra definición permite delimitar de un modo sucinto y
preciso un campo de fenómenos, una problemática, con un correlato empírico
claramente definido, y, al mismo tiempo, destacar el factor que, en el marco de los
principios de teoría social que asumimos, constituye la clave ineludible para una
aproximación adecuada al estudio de los procesos identitarios: las nociones de
pertenencia a ciertos colectivos sociales que los mismos agentes manifiestan y
reproducen en sus prácticas. Entendemos que, en definitiva, es precisamente la
presencia en las subjetividades de los agentes sociales de estas nociones y
sentimientos de pertenencia la que determina la existencia y constituye el
27
fundamento de la dinámica de los procesos identitarios en general, tanto en los
casos cuya relevancia explicativa puede considerarse prácticamente nula (e.g., en
el de la identidad involucrada en la acción de preguntar la hora) como en aquellos
que subyacen a procesos sociales de una alta significación social e histórica (e.g.
las identidades de clase, etc.). ¿Hasta qué punto la aparentemente excesiva
amplitud de la definición constituye una desventaja, frente a las ventajas
conceptuales y metodológicas que nos ofrece?
Como podrá apreciarse en el desarrollo de esta publicación, hemos elaborado
una serie de categorías que, tomando como punto de partida nuestra definición
general, permiten articular un modelo analítico para explicar los procesos
identitarios a partir de la identificación de algunas de las variables que
consideramos fundamentales en su dinámica. Todas las categorías relacionadas
con la identidad que aquí proponemos han sido elaboradas colectivamente en
relación directa con las variadas investigaciones de caso que hemos venido
desarrollando. Desde luego, tanto en la elaboración como en la aplicación de este
modelo en relación con estas investigaciones concretas nos hemos enfocado en
fenómenos identitarios que consideramos de cierto interés para los estudios
sociales. No hemos estudiado, por cierto, ni la identidad de quienes comparten un
sistema de medición del tiempo ni la de quienes usan anteojos. Lo que es preciso
admitir, en este punto, es que la distinción entre fenómenos identitarios relevantes
para los estudios sociales y aquellos que no lo son no se deduce mecánicamente de
unos criterios nítidos ni objetivos. Podríamos afirmar, en principio, que la
significación social de un cierto tipo de identidad guarda una estrecha relación con
el valor explicativo que pueda tener para dar cuenta de ciertos procesos sociales.
En el ejemplo que proponíamos más arriba, la detección de una identidad como la
que supone el compartir un código lingüístico y unos criterios de medición temporal
en esta interacción efímera resultaría escasamente relevante para los estudios
sociales por el hecho de que de la misma no podrían extraerse mayores
consecuencias más allá de la posibilidad de producir este tipo de interacción u otras
similares.
Ahora bien, el valor explicativo y, en consecuencia, la relevancia social de las
múltiples identidades que podemos reconocer no se sigue de cierto tipo de
propiedades inherentes que puedan establecerse en abstracto, sino que se define
puntualmente en relación con el curso y las necesidades del desarrollo de una
investigación concreta, y ésta, a su vez, en el contexto de una realidad específica.
Por su parte, la elección de un tema y una problemática de investigación está

28
condicionada por un posicionamiento político. En efecto, el consenso y la discusión
acerca de lo que resulta interesante o relevante estudiar no es ajeno a la lógica
propia de los campos disciplinares académicos y al entramado de relaciones de
poder que se constituyen en su seno. Nuestra experiencia como investigadores que
producen en los márgenes de los centros mundialmente reconocidos nos advierte
sobre lo frecuente que resulta el hecho de que los tipos de casos y las
problemáticas a abordar se determinen en relación con definiciones de lo
interesante que responden más a los criterios que los modelos y diagnósticos
dominantes tienden a imponer, que a las necesidades y urgencias que se derivan de
las realidades que nos rodean.
Creemos que un posicionamiento políticamente crítico en relación con esta
lógica dominante de la definición de lo interesante puede fundamentarse al mismo
tiempo desde un punto de vista epistemológico. 17 En efecto, no se trata de un
rechazo de los modelos dominantes generados en los centros académicos
internacionales y de los parámetros que impone para la definición de lo interesante
como una simple bandera política de resistencia por la resistencia misma (una
especie de símbolo identitario), sino que la elección de aquellos casos que no
parecen encajar de antemano con la representación de la realidad que proponen las
propuestas teóricas dominantes es precisamente lo que se necesita para contribuir,
no a la mera ratificación, sino a la puesta a prueba, a la modificación y la
superación de los modelos conceptuales vigentes.
Podemos resumir las consecuencias de toda esta argumentación diciendo que
entendemos que la investigación de casos y problemáticas vinculados más
directamente con las urgencias de nuestras realidades más inmediatas, y no sólo los
que sirven para ilustrar los modelos dominantes, responde al mismo tiempo a tres
motivaciones, dos que podríamos considerar de índole política y una, de naturaleza
epistemológica.
Desde el punto de vista político, esta elección apunta a producir conocimientos
significativos para la comprensión y mejoramiento de la realidad en las sociedades
de las que formamos parte, lo cual no implica desmerecer la importancia del
conocimiento de la realidad de otras sociedades, pero sí subraya la importancia de
articular comprometidamente el trabajo académico con los procesos sociales de los

17
V. Kaliman 1999.
29
que forma parte. Al mismo tiempo, dando lugar a la segunda motivación política, el
estudio de estos casos no se limita a la aplicación de categorías y modelos
provenientes de los centros más influyentes en la distribución internacional de la
producción de conocimientos, sino que aspira a desarticular los efectos indeseados
de esa estructura de poder, revisando y reformula ndo constantemente esas
categorías a la luz de los aspectos que puedan resultar específicos de las
sociedades en las que vivimos.18 Esta misma operación nos conduce hacia la que
podríamos considerar la motivación epistemológica de esta práctica. En efecto, la
revisión y reformulación de las categorías y modelos no ha de interpretarse como
una pretensión de una ciencia de validez meramente local, sino que pretende
contribuir al avance de la producción de modelos teóricos más adecuados para la
explicación de los procesos sociales, por lo menos mediante el esfuerzo de que
ellos puedan dar cuenta, además de los casos en relación con los cuales se han
suscitado, a realidades surgidas en otros contextos.
Sobre la base de este modo de concebir la articulación entre motivaciones
políticas y motivaciones epistemológicas de la investigación hemos intentado
proyectar la modalidad de producción de conocimientos de caso y teórico con la
que ha venido trabajando este grupo de investigación, y a partir de la cual han
surgido propuestas como la que presentamos en esta publicación. En efecto,
concebimos al estudio empírico de casos puntuales y a la producción y revisión de
modelos teóricos como dos aspectos inseparables del proceso de investigación. En
este sentido, la elección de temas de investigación en función de las problemáticas
específicas del medio social en que estamos insertos, y no a partir de criterios de
definición de lo interesante que se derivan de las propuestas conceptuales
dominantes, ha permitido movilizar permanentemente la reflexión dirigida hacia la
producción de modelos teóricos más adecuados. Entendemos que una auténtica
actitud científica es la que se desarrolla en la búsqueda de los modelos más
adecuados para dar cuenta de la realidad, y no de la realidad más adecuada para
aplicar los modelos. En este sentido, los casos abordados desde las investigaciones
individuales de cada uno de los miembros del proyecto colectivo no han sido
elegidos en función de la aplicación de alguna tipología o modelo general de la

18
Esto no implica reconocer, ni siquiera sugerir, que las categorías y modelos originados en las academias
internacionalmente hegemónicas están debida y sólidamente fundados en las realidades sociales en las que
se articulan. De hecho, podría decirse que una de las consecuencias –o los síntomas- de esta estructura
hegemónica es precisamente la de que el trabajo intelectual en la periferia tiende a actuar bajo el supuesto
de que esos marcos cuentan con un aval científico mucho más sólido de lo que en realidad es.
30
identidad, sino que, por el contrario, los conceptos teóricos acerca de los
fenómenos identitarios que aquí presentamos son el resultado del esfuerzo por
adecuar la teoría en relación con las exigencias y las especificidades de las
realidades concretas que estudiamos.
Una breve referencia a un ejemplo tomado de nuestra experiencia concreta en
estos procesos de investigación puede ilustrar y aclarar esta posición. 19 Como
muchas otras categorías que, con una prolongada historia en el campo académico,
han llegado a imponerse desde la mirada de los investigadores en ciencias sociales
como entidades cuasi-naturales, la categoría “indio” remite a una construcción
conceptual, muchas veces no reconocida como tal, que define un paradigma, un
conjunto de rasgos pretendidamente objetivo, en relación con el cual no encuadra
adecuadamente la mayor parte de los actuales grupos de poblaciones andinas de la
región del noroeste argentino. Al menos tres modos de proceder, que consideramos
inadecuados, han sido corrientemente actualizados frente a este desajuste de las
realidades socioculturales más inmediatas con el paradigma de lo “indio”:
desestimar su estudio en relación con la problemática identitaria, acentuar los
rasgos que cuadran con la noción paradigmática e incluso deformar o
sobreinterpretar otros para que así sea, o celebrar la dispersión presuntamente
inclasificable como meras estrategias a través las cuales los agentes manipulan y
utilizan (entran y salen de) las identidades establecidas.20 Un procedimiento
alternativo, que consideramos más adecuado, es el de estudiarlas y atender a sus
especificidades, no sólo porque es política y socialmente relevante hacerlo, sino
también porque constituyen una ocasión ideal para la revisión de las categorías y
los modelos vigentes, ya que revelan la insuficiencia de los estereotipos incluidos en
ellos.
Así, a partir del estudio de estas realidades concretas y de los contenidos
específicos de las subjetividades de los agentes involucrados, hemos podido llegar a
reconstruir formas específicas de identidad, que no pueden reducirse a los
paradigmas vigentes en la academia acerca de la identidad india. Por ejemplo, en la

19
Para un desarrollo más detallado del análisis de esta problemática que resumimos a continuación, ver
Kaliman 1998.
20
Este último modo de interpretación, por cierto, también constituye un nuevo paradigma dominante
acerca de las identidades, a partir de la crítica de paradigmas anteriores, pero, creemos, de una crítica
insuficiente, que se ha visto envuelta finalmente en problemas similares a los que criticaba.
31
zona de los Valles Calchaquíes, resulta conveniente postular la vigencia de una
identidad a la que podemos llamar “vallista”, no porque este rótulo sea en sí mismo
más apropiado para referir a sus especificidades, sino para contrastarlo con las
ofertas de identidades “indias” y “criollas” que se les ofrecen desde “afuera”, y así
poder dar cuenta de esa misma especific idad. En efecto, esa identidad “vallista”
articula esas ofertas de una manera peculiar, junto con otros elementos propios de
su historia, constituyendo un fenómeno singular y no reducible a ninguno de esos
factores, ni que pueda tampoco representarse adecuadamente como un conjunto de
estrategias a partir de las cuales los agentes se inscriben y se excluyen de esta
identidad india paradigmática.21 No son sino formas particulares de identidad
inscriptas en las subjetividades que no podían ser previstas antes de la investigación
concreta.

21
En la mayor parte de los agentes sociales de muchos de estos casos, ni siquiera puede decirse que tengan
incorporada una noción de lo indio del tipo que define el paradigma dominante.
32
Multiplicidad y variedad de las identidades
De la definición que hemos avanzado de identidad, se deriva el corolario de que
en un actor social dado coexiste una gran variedad de identidades, en un número
que no puede fijarse previamente, que probablemente no puede ser fijado y que,
muy probablemente, ni siquiera tenga sentido tratar de fijar. Estas consecuencias
pueden no saltar a la vista inmediatamente y pueden diferir de las que se derivan
de otras aproximaciones al mismo concepto, a veces expresamente, a veces sólo
porque en esas aproximaciones no se ha prestado mucha atención a las cuestiones
involucradas. Por ese motivo, las examinamos y desarrollamos en esta sección.
Que en un actor social están vigentes muchas identidades es un hecho que se
comprueba casi inmediatamente apenas uno comienza a pensar en los grupos a los
que uno mismo se adscribe y a los que se adscriben todas las personas que
conocemos. Al mismo tiempo que nos sabemos ciudadanos de una nación, nos
reconocemos dentro de algún género sexual, o como miembros de un grupo
familiar, tenemos nuestros pares generacionales, formamos parte de varios grupos
de amigos, nos identificamos como miembros de cierto grupo étnico y de cierta
clase social, convivimos con nuestros vecinos en cierta área urbana o rural que
puede distinguirse de otras. Igualmente, muchos somos hinchas de un determinado
club de fútbol, profesamos cierta religión, o ciertas ideas políticas, nos vinculamos
con distintos grupos relacionados con nuestras ocupaciones laborales, somos
aficionados a determinado tipo de música y aun, dentro de ella, a ciertos intérpretes
en particular, tenemos compañeros de estudio, etc. Cada uno de estos ejemplos,
que podríamos multiplicar y subdividir, implica el reconocimiento de un cierto grupo
con determinadas afinidades al que sentimos pertenecer y muchas de nuestras
33
conductas se siguen de esa autoadscripción y de la concepción de que los otros
miembros del grupo también se autoadscriben a él. Cada ejemplo, en consecuencia,
remite a una identidad que forma parte de nuestro saber práctico y que coexiste
con las otras, de maneras no siempre armónicas. Las perspectivas y cursos de
acción motivados por nuestra adscripción a un grupo de amigos, por ejemplo,
pueden entrar en colisión con los que están dictados por nuestra adscripción
familiar en ciertas circunstancias, o los intereses de la empresa para la que
trabajamos pueden chocar con los de la nación, si, por ejemplo, la empresa prefiere
evadir el pago de impuestos, etc.
Podría pensarse que esta multiplicidad de identidades es una propiedad de las
sociedades modernas, con su proliferación de variantes sociales y su acentuado
incentivo a la individualización. Sin embargo, si pensamos incluso en los miembros
de un clan o una tribu fuertemente endogámica, aun allí encontraremos por lo
menos grupos generados en las divisiones sexuales, la división del trabajo, grupos
generacionales, y, seguramente, muchas otras agrupaciones internas que tal vez no
se aprecien a simple vista pero que surgirían ante cualquier indagación
mínimamente preocupada por encontrarlas. La posibilidad de que un individuo, o un
grupo de individuos, tengan una sola y única identidad puede considerarse una
posibilidad lógica, pero que no resulta nunca realizada dada la diversidad intrínseca
de la especie humana y las tendencias de cada individuo a agruparse con otros en
función de sus propias perspectivas y aficiones.
A decir verdad, la multiplicidad de identidades en las que se inscriben los
actores sociales no suele ser puesta en duda en los estudios sobre el tema. Esta
propiedad no sólo no es negada, sino muchas veces afirmada explícitamente. Sin
embargo, hay situaciones en las que, en la práctica, llega a dar la impresión de que
se la olvida. Eso ocurre, por ejemplo, cuando se hace alusión a culturas muy
diferentes a la del investigador, en cuyo caso éste tiende a lanzar una mirada
homogeneizante sobre esas sociedades, a partir de las marcadas distancias que
presentan con su propia experiencia en casi todos los aspectos de su vida social. 22
Por cierto, este tipo de perspectivas sólo puede mantenerse mientras la mirada que
echemos sobre esos otros no avance más allá de un nivel muy superficial. Sólo en
esas condiciones puede llegar a pensarse que el ser indio, o el ser chino, imprime su
huella y da el tono a todas y cada una de las actividades que los miembros de esas
comunidades llevan a cabo. No obstante, en cualquier estudio que alcance alguna
profundidad rara vez puede mantenerse por mucho tiempo este espejismo.
22
Un caso muy conocido lo constituyen las grandes generalizaciones de Benedict 1971.
34
Ahora bien, si pocas veces nos encontraremos con posiciones que sostengan
que entre los miembros de un determinado colectivo se ha configurado una
identidad única, más común es manejar la posibilidad de que una de las múltiples
identidades alcance tal importancia en sus subjetividades que llega a subordinar
decisivamente a todas las demás.23 Esto parece ocurrir, por ejemplo, en relación
con ciertas identidades religiosas, en las que los sacerdotes son ungidos con tal
control sobre las subjetividades de la comunidad que se les otorga el poder de
decidir por ellos en las opciones más importantes de su vida, de manera que incluso
las agrupaciones familiares, los grupos de amigos, las diversiones, son legisladas
según su criterio y, consecuentemente, en los términos que dicta la identidad
religiosa por la cual los actores sociales a los que nos referimos aceptan una tutela
semejante.24 En ciertos estados teocráticos exacerbadamente fundamentalistas,
estas condiciones parecerían extenderse a toda una gran masa de población. Sin
embargo, una observación detenida nos acaba mostrando que estos casos no son
tan monolíticos como parecen y que de ninguna manera ponen en tela de juicio la
propiedad de la multiplicidad de las identidades. Por lo pronto, la subordinación de
las identidades, en los hechos, nunca es totalmente exhaustiva. Uno encuentra que
en muchos casos la norma así planteada se acompaña de una relativa tolerancia

23
Ciertos marcos teóricos parecen proponer que esto ocurre necesariamente en todos los casos. Por
ejemplo, algunas variedades de marxismo entienden que lo que podríamos llamar identidad de clase es el
condicionante fundamental de las conductas socialmente relevantes (Cf. por ejemplo, en Kuusinen et al.
1960:154: “Unicamente esta teoría [la de la lucha de clases] nos permite ver los resortes ocultos que
mueven todos los acontecim ientos y cambios importantes que se producen en la sociedad de
explotación”.) Incluso Bourdieu, que en otros aspectos parece más dispuesto que otros marxistas a
reconocer la relevancia de otros tipos de identidades, encontramos que define el habitus, esto es el
conjunto de predisposiciones para la acción y la interpretación, fundamentalmente en términos de clase
(V.e.g. Bourdieu 1977, así como en el gran desarrollo de este concepto en Bourdieu 1998). No es seguro
que este tipo de modelos impliquen realmente la anulación o la subordinación absoluta de todas las
identidades a una sola, pero si efectivamente así lo hacen, es una postulación a priori. Optamos, por eso,
en lo que sigue, por argumentar sobre la base del análisis de ciertas situaciones concretas en las que podría
llegar a pensarse, e incluso podría proponerse, que en efecto esta subordinación se da. En principio,
mostrar que aun en estos casos el principio de la multiplicidad de las identidades debe mantenerse,
creemos, abona a favor de su validez y desalienta la postulación contraria.
24
Este ejemplo ha sido tomado de las investigaciones realizadas por Paz Torcigliani entre comunidades
tobas radicadas en Rosario de Santa Fe, para su tesis de Licenciatura en la Universidad Nacional del
Litoral.
35
para una gran variedad de transgresiones y que, por otra parte, siempre se forman
grupos identitarios con índices relativos de independencia. Incluso en los aspectos
más controlados, la reproducción de la norma suele requerir el uso sistemático de
sanciones de diverso orden para quienes la violan, desde castigos corporales o la
expulsión de la comunidad, o incluso la muerte, hasta penas menores o meras
condenas sociales, todos casos que ponen de relieve que las subjetividades no están
en verdad absolutamente conquistadas por esa identidad hegemónica. Finalmente,
la tendencia a la multiplicidad de identidades resulta una propiedad aparentemente
tan propia de la especie humana que cualquiera de estas situaciones, incluido el
extremo hipotético de un contexto social en el que una identidad única hubiera
conquistado totalmente a las restantes, merecería en sí misma una explicación
particular, que pudiera dar cuenta de tamaña singularidad.
Ahora bien, si la noción de una identidad única es más bien extraña en las
aproximaciones vigentes, hay otro rasgo de las identidades que se deriva de nuestra
definición inicial y que aparece en la formulación al comienzo de esta sección que
no es de una aceptación tan generalizada. Nos referimos a que el número de
identidades a las que puede adscribirse un actor social dado es imprevisible, así
como a otro aspecto relacionado con éste, el de que la variedad de esas identidades
se presentan en una variedad igualmente impredecible. En efecto, los estudios
sobre cuestiones de identidad, aunque reconozcan la multiplicidad, muchas veces
parecen reducirlas a un conjunto de categorías más o menos estables, dentro de las
cuales cada actor podría clasificarse, como si los seres humanos se agruparan en
términos de un conjunto finito de clases que pudieran establecerse deductivamente.
Las categorías más tradicionales en posturas de este tipo son la nación, el género,
la etnia o la raza, la clase social, la generación. A esta lista pueden agregarse, en
algunos casos, la ocupación laboral o la religión. Y todavía, en otros casos, pueden
admitirse otras categorías menos estandarizadas.
Nuestra definición, en cambio, es voluntariamente amplia, como comentamos
arriba, precisamente para evitar que queden fuera de esta conceptualización una
gran variedad de identidades que no podrían preverse si se insistiera en esta
reduccionista y, en última instancia, arbitraria taxonomía previa. En nuestras
investigaciones, por ejemplo, nos hemos encontrado con identidades que giran en
torno a si los actores residen habitualmente en el campo o en la ciudad. No parece
que fuera simplemente cuestión de agregar una nueva categoría a la lista, en la
medida en que al menos en esta categoría podemos encontrar una variedad de
casos intermedios, y de entrecruzamientos (rasgos de identidad campesina en

36
habitantes citadinos, por ejemplo, por imitación o por herencia) y de ambigüedades
(grupos de personas que pasan parte de su tiempo en la ciudad y en el campo
como trayectorias que forman parte de su rutina regular). En realidad, esta
ambigüedad y flexibilidad también podría aplicarse a varias, si no a todas las
categorías tradicionales, como puede apreciarse si se considera, por ejemplo,
dentro de la categoría de género, la variedad de formas identitarias (gays,
transexuales, etc.) que cuestionarían cualquier pretensión de reducirla a una simple
dicotomía de base biológica.
Por otra parte, otras identidades no parecen invitar a que se agregue una nueva
categoría, en la medida en que parecen derivarse de aspectos culturales
específicos de un tiempo y un espacio dado, y en que no implican necesariamente
una clasificación exhaustiva de todos los miembros de una sociedad. Por ejemplo,
las identidades de los hinchas de un club de fútbol, que se ponen de manifiesto en
una variedad enorme de interacciones sociales de diverso orden, que van desde la
burla en los ámbitos de trabajo hasta la suspensión de todo otro tipo de actividad,
familiar, laboral e incluso política, cuando el club de los amores juega un partido
importante. Conviene mencionar asimismo otras prácticas relacionadas con estas
identidades, en las que se entrecruza de maneras peculiares con otras identidades.
Los actos de racismo llevados a cabo por algunas hinchadas, por ejemplo, muestran
que se sienten legitimados a sobreponer su pasión futbolera a cualquier otra
consideración moral y política. En los campeonatos mundiales de fútbol, por otra
parte, la afición futbolera se entrecruza con la identidad nacional, como se puede
apreciar en el uso de los símbolos como la bandera o el himno. A pesar de todo
esto, resulta difícil imaginar que un esquema universal de las categorías identitarias
en las que todo actor social debería encuadrarse se decidiría a incluir la afición
futbolística. Aunque pueda compararse con otros tipos de prácticas de otros
momentos y lugares, son un hecho cultural históricamente y temporalmente
localizado, que, además, no abarca de la misma manera a todos los miembros ni
siquiera en las sociedades donde ha alcanzado mayor significación social, en las
cuales encontraremos no sólo muchos simpatizantes tibios, sino incluso muchos
actores sociales que ni siquiera pueden incluirse en ninguna agrupación desde este
punto de vista.
Finalmente, los casos que hemos encontrado en nuestra investigación y que con
mayor fuerza contestan a las pretensiones de una tipología a priori de las
37
identidades son el de aquellas identidades que ni siquiera pueden remitirnos a
categoría general alguna. De hecho, estas identidades probablemente hubieran
pasado desapercibidas si hubiéramos insistido en mirar con las anteojeras de una
taxonomía previa. Diego Chein ha estudiado, por ejemplo, las identidades que se
forman alrededor de las categorías de atraso y progreso, en virtud de la influencia
ideológica de la modernidad a través del aparato escolar en una zona rural de la
provincia de Tucumán,25 categorías que tal vez, en condiciones semejantes, puedan
ser aplicables a otros contextos, pero que no hubiera sido previsible en un esquema
general apriorístico del tipo del que estamos criticando. De manera semejante, los
pibes chorros, estudiados por Lorena Cabrera, adolescentes que participan de una
cultura que incluye la práctica del delito, participan de una identidad que se pone
claramente de manifiesto en sus valores, sus rituales y sus símbolos y que, sin
embargo, no encuadra en ninguna de las categorías que podríamos haber imaginado
previamente.26 La posibilidad incluso de descubrir estas, y muchas otras,
identidades socialmente activas, se abre únicamente si el concepto de identidad se
reduce a los términos con los que lo hemos presentado, sin agregar taxonomías
fijas que, en última instancia, constituyen apretados encasillamientos de la
complejidad de la condición humana, como si esta fuera un territorio ya
previamente cartografiado, cuando es precisamente lo que apenas si estamos
empezando a explorar para tratar de conocer.

25
Chein 2003a.
26
Cabrera 2006.
38
Identidad práctica e identidad consciente
Como venimos insistiendo, un principio que guía nuestra aproximación es el de
que cualquier afirmación sobre el funcionamiento de las sociedades humanas debe
poder explicarse en términos de la dinámica de las subje tividades de los seres
humanos, los actores sociales, en la medida en que estas subjetividades son la única
realidad material sobre la cual estas generalizaciones pueden estar predicando algo.
Proponer leyes, dinámicas o sistemas sociales que no puedan traducirse en
términos de las subjetividades de los actores sociales reales y concretos implica
postular una dimensión metafísica independiente, carente de todo tipo de
contrastabilidad científica.
Las fronteras entre psicología y sociología se vuelven, con este postulado,
relativamente borrosas. Por lo menos, cualquier generalización en el nivel
sociológico debe incluir al menos algunos postulados psicológicos básicos, que no
por operativos deben dejar de estar fundados debidamente y con la mayor cautela
posible para no caer en nuevas mitologías y metafísicas. En esta sección y la
siguiente, retomaremos algunos de los postulados que hemos desarrollado en la
presentación de nuestro marco sociológico general,27 y revisaremos sus
consecuencias y aplicaciones en relación con el concepto de identidad. Como
veremos, de este examen se derivan ciertas importantes sugerencias metodológicas
y conceptuales para el estudio de la identidad en el contexto de la reproducción y
transformación sociales.

27
Ver Kaliman (Dir.) et al. 2001:7 y ss.
39
La psique humana es, por supuesto, de una complejidad cuyas variables y
fundamentos se pierden en la inescrutabilidad, a pesar de que la capacidad de
reflexión y aprendizaje de la especie humana es superior a la de muchas otras que
pueblan este planeta. Si no antes, por lo menos desde el desarrollo del psicoanálisis
ha quedado en claro que las explicaciones últimas de las conductas humanas se
encuentran en niveles mucho más profundos de lo que podemos alcanzar a
vislumbrar conscientemente. Ahora bien, ¿cuál es la relación entre la conciencia y
toda esa abigarrada madeja de fenómenos inconscientes? Una imagen quizá
demasiado usual tiende a dar a esa relación la forma de un edificio de dos (o, según
algunas líneas de trabajo, más) pisos, en cada uno de los cuales “se encontrarían”
contenidos de la misma naturaleza, sólo que algunos, los del piso inferior, serían
inconscientes, y los otros, los del piso superior, habrían pasado a la conciencia.28
Esta metáfora edilicia (o alternativamente, la de “cajas” en las que se distribuyen
los contenidos), con su correlato de que “consciente” e “inconsciente” son estados
diferentes de un mismo tipo de entidades, conduce a perspectivas erróneas, tales
como las de que el esfuerzo cognoscitivo –o autocognoscitivo- consiste en
convertir en consciente lo inconsciente, de una manera semejante al alma platónica
“recordando” lo que había visto en el topus uranus antes de encarnar en el cuerpo.
La imagen que adoptamos aquí, mucho menos metafórica, y tal vez ni siquiera
metafórica en absoluto, compara la relación entre lo consciente y lo inconsciente
con la relación entre la conciencia y el mundo físico. En efecto, los seres humanos
interpretamos los datos que llegan a nuestra conciencia desde el mundo exterior a
través de los sentidos, apelando para ello a categorías de análisis y relaciones entre
esas categorías que hemos incorporado en aprendizajes anteriores. Sobre esta
base, podemos producir nuevas interpretaciones y quizá nuevas generalizaciones
que pondremos eventualmente a prueba o no. Todos estos “contenidos de
conciencia” son representaciones del mundo exterior y no, por supuesto, la
incorporación del mundo mismo en nuestra mente, una verdad perogrullesca que
está cifrada en frases como “el concepto de cuchillo no corta” o “el concepto de
lluvia no moja”. Cuando decimos “representación”, estamos implicando
precisamente que los conceptos con los que analizamos, interpretamos, y, en
general, tomamos conciencia del mundo, son de una naturaleza diferente del mundo
al que se refieren. Lo mismo puede decirse de cualquier generalización que

28
Esta imagen se encuentra incluso en Giddens 1995, cuando distingue entre conciencia práctica y
conciencia discursiva, conceptos que, sin embargo, han inspirado la distinción entre saber práctico y
conciencia que desarrollamos aquí.
40
manejemos en relación con el mundo físico exterior: la teoría de la relatividad o el
conocimiento de que el fuego quema no existen en el mundo exterior, sino, de
alguna manera, en las subjetividades de los seres humanos.
No hay razón para suponer que la percepción de nuestro mundo interior
funciona de otro modo. Así como recibe y elabora los datos proporcionados por los
sentidos, la conciencia recibe datos sobre fenómenos que ocurren en nuestro
organismo y los interpreta con las categorías con las que cuenta para hacerlo y,
con esos elementos, produce representaciones que no son el fenómeno psíquico
mismo, así como el concepto de lluvia no es la lluvia misma. Así, es impreciso y
equívoco decir que lo inconsciente se vuelve consciente. Es más adecuado
entender que lo que se produce en lo que llamamos conciencia es un esfuerzo por
representar los fenómenos psíquicos que son, en sí mismos, por definición, siempre
inconscientes. O más propiamente, lo que ocurre en nuestra psique, como lo que
ocurre en todo nuestro organismo, no es más consciente o inconsciente que lo que
ocurre en el mundo exterior. Simplemente ocurre, y lo que llamamos “consciente”
son las representaciones que intentamos producir de ellos.29
En consecuencia, lo que entendemos como saber práctico y lo que
entendemos como conciencia no son categorías complementarias, que se definen
por oposición mutua, sino conceptos que resultan de dos aproximaciones diferentes
a la psique humana. El saber práctico es un nombre operativo para un aspecto
central de nuestro objeto de estudio: el conjunto de factores psíquicos que subyacen
y explican los cursos de acción de los actores sociales, la materialidad directamente
relevante para el estudio de los procesos sociales. La conciencia, en cambio, es
una función psíquica: es un factor, entre otros, de la dinámica de ese mismo saber
práctico. Sabemos que la reflexión puede contribuir a la modificación de conductas
(la función de la conciencia puede modificar el saber práctico), pero eso no debe
hacernos olvidar el hecho de que la reflexión misma (i.e. la toma de conciencia de
ciertos fenómenos psíquicos) es ella misma una conducta, lo cual equivale a decir
que está involucrada, e incluso determinada, por la dinámica del propio saber

29
Esto es distinto, por supuesto, de traer a la conciencia recuerdos de experiencias concretas que pueden
haberse olvidado. En ese caso, puede decirse que tiene sentido hablar de que algo inconsciente se vuelve
consciente. No obstante, lo que nos interesa aquí es contrarrestar la ilusión de que la conciencia que
tenemos de nuestros procesos psíquicos es más certera de la que tenemos del mundo exterior, sólo porque
ellos ocurren “dentro” de nosotros.
41
práctico. ¿De qué manera se producen estas respectivas incidencias? La respuesta
no es inmediata ni sencilla, porque las relaciones entre estas dos instancias de
análisis (conciencia y saber práctico) no se reducen a una mera transposición de
contenidos de un piso a otro, sino que son variadas y complejas, y constituyen una
pregunta abierta a la investigación empírica, antes que un modelo sencillo y
disponible antes de comenzarla.
Podemos explorar algunas de estas relaciones llevando esta discusión general,
válida en verdad para cualquier “contenido de conciencia”, al concepto de
identidad. Para eso es que distinguimos entre identidad práctica e identidad
consciente. Identidad práctica es la identidad que subyace a las conductas reales
de los agentes y que es directamente relevante para los procesos sociales en los
que participan, como parte del saber práctico de los agentes. Identidad
consciente, por su parte, es, operativamente, aquella identidad de la que los
agentes sociales son capaces de hablar,30 o, en términos un poco menos operativos,
el modo en que los agentes comprenden (se representan) los componentes de sus
subjetividades que aquí estamos capturando bajo el concepto de identidad.
Las simpatías y antipatías “espontáneas” que nos despiertan determinadas
personas o grupos de personas y que muchas veces influyen decisivamente en
nuestros cursos de acción, obedecen a las identidades prácticas, así como las
distintas categorías en las que permanentemente estamos inscribiéndonos a
nosotros mismos o a aquellos con los que nos involucramos en acciones
comunicativas de diversa naturaleza obedecen a los impulsos de las identidades
prácticas constituyentes de nuestra subjetividad. No podemos hablar de todas ellas
con la misma soltura, a algunas a veces ni siquiera las hemos identificado
conscientemente, y podemos tener incluso una idea muy equivocada y hasta
internamente contradictoria sobre esas identidades prácticas. En los términos
recién definidos, esto podría expresarse diciendo que las identidades conscientes de
los actores sociales no coinciden necesariamente con sus identidades prácticas, o,
aun con más precisión, que no las representan adecuadamente.
El interés sociológico apunta al reconocimiento y estudio de las identidades
prácticas, porque, por definición, ellas son las que explican el curso de acción de los
actores sociales. Su objetivo es, en consecuencia, intentar una representación

30
Cuando decimos que esta es una definición operativa, implicamos que nos da una propiedad suficiente,
pero no necesaria. El que tengamos la posibilidad de hablar de algo no implica que lo hayamos hecho
efectivamente ni que quienes nos escuchan interpreten lo que decimos exactamente de la misma forma que
nosotros.
42
consciente de ellas. La actividad científica no es sino un modo más sistemático,
regular y riguroso de practicar el mismo esfuerzo de conciencia que ejercitan todos
los seres humanos. Es por este motivo que la advertencia sobre el hecho de que las
identidades conscientes no necesariamente constituyen una representación
adecuada de las identidades prácticas alcanza particular significación metodológica,
dado que, por cierto, toda aproximación inicial a un caso concreto se topará en
primer lugar con las identidades conscientes que estén en funcionamiento en el
conjunto social que se intenta estudiar y sobre las cuales, en consecuencia, sus
miembros puedan hablarnos, pero que, como queda dicho, no han de confundirse
con las identidades prácticas mismas. Otro riesgo metodológico, que suele pasar
todavía más desapercibido, es la influencia de las identidades conscientes –y, para
el caso, también las identidades prácticas- que el propio estudioso trae consigo
mismo y que puede confundir entonces con un dato de la realidad cuando en
verdad provienen de su propia subjetividad. 31
Al mismo tiempo, el estudio de las identidades conscientes es insoslayable aun
cuando el objetivo final sean las identidades prácticas, y ya no sólo para evitar la
influencia de las primeras en el intento de reconocer y caracterizar las segundas,
sino porque además entre unas y otras existen relaciones de diversa índole, que, de
hecho, se siguen de las que se dan entre saber práctico y conciencia.32 En efecto,
las identidades conscientes resultan de los esfuerzos de los actores sociales por
conceptualizar identidades prácticas, aun cuando no se confundan con ellas. Por
una parte, son entonces una vía fundamental de acceso a las subjetividades mismas
donde radican esas identidades prácticas. Aunque metodológicamente obligado a
tratar de contrastar por vías indirectas (que no sean las de su propio discurso) lo
que el actor social dice de su identidad, es parte del estudio también conjeturar
sobre las razones de las posibles inadecuaciones o imprecisiones de la
representación, que pueden deberse a razones ideológicas o a que para un actor
social es innecesario mayor refinamiento en función de sus necesidades cotidianas
de comunicación e interacción, etc. Por otra parte, así como la reflexión sobre la
propia conducta en general tiene la capacidad de afectar y modificar el saber

31
En este caso, por supuesto, las precauciones deben tomarse también contra la influencia de las
alteridades incorporadas en la subjetividad del estudioso. Al concepto de alteridades nos referimos más
adelante en este mismo documento.
32
Ver Kaliman (Dir.) et al. 2001:17-18.
43
práctico (en maneras de las cuales, conviene subrayarlo, estamos lejos de poder
dar cuenta de manera explícita y homogénea para todos los casos), las identidades
conscientes son también seguramente un factor en la constitución, modificación e
historia de las identidades prácticas.
La advertencia sobre las oscuridades en torno a este tipo de procesos es en
realidad una advertencia contra un análisis apresurado que pretenda deducir las
propiedades de las identidades prácticas de afirmaciones explícitas de los actores
sociales o que suponga que la generalización y la difusión explícita de determinadas
categorías puede eximirnos de la necesidad de escudriñar los fenómenos que están
ocurriendo en las subjetividades a los cuales, naturalmente, el acceso es mucho
menos expuesto y está sujeto a un continuo proceso de hipótesis e indagación. Una
perspectiva más clara de esta problemática puede obtenerse incorporando algunas
consideraciones sobre la formación y reproducción de las identidades prácticas, a
las que pasamos inmediatamente.

44
Discurso y experiencia en la reproducción de identidades
En líneas generales, podríamos reconocer dos tipos de fuentes en la formación
de las categorías identitarias, como de cualquier otra categoría de los saberes
prácticos de los agentes sociales: la experiencia y el discurso. Por un lado, están los
datos que los actores sociales recogen de la experiencia directa de la realidad, y
que, con mayor o menor conciencia, elaboran y procesan por su cuenta. Por otro
lado, están las propuestas que el entorno social les ofrece explícitamente, a través
del discurso verbal o de algún otro modo de comunicación. La distinción es, por
supuesto, puramente analítica, ya que en la práctica ninguno de los procesos actúa
con total independencia del otro: las propuestas conscientes son propuestas sobre la
realidad, y siempre de alguna manera, tienen que encuadrar con los datos que
proporciona la experiencia; la experiencia, por otra parte, no es tampoco
absolutamente virginal, sino que está siempre orientada y mediada por categorías
de diverso orden, entre ellas, en un lugar muy destacado, las que han sido
propuestas conscientemente a través del discurso. Sin embargo, la distinción resulta
pertinente y útil en la medida que cada una de estas fuentes proporciona distintos
tipos de datos, y se sustenta en modos diferentes de vincularse con la realidad, lo
cual permite distinguir dinámicas diferentes en el proceso de formación y
reproducción de las identidades.
Las identidades nacionales son un ejemplo paradigmático de un tipo de identidad
que necesariamente ha de derivarse de propuestas discursivas, en la medida en que
su realidad no podrá deducirse nunca de la sola experiencia. El discurso sobre la
identidad nacional ordena y semantiza las experiencias de la realidad, e incluso
recurre –en verdad, necesita recurrir- a formas plásticas (como los símbolos
45
nacionales) que pueblen la experiencia con encarnaciones de la unidad sobre la que
se construye, generando vivencias sensibles de la unidad grupal. Por su misma
naturaleza, sin esas “encarnaciones” y semantizaciones, la unidad no podría
deducirse solamente de los rasgos que los actores sociales recogen de su contexto.
En cambio, las identidades que se forman en relación con un grupo familiar (e.g.
los que cohabitan en una misma vivienda), son un ejemplo de una identidad que se
adquiere predominantemente por la experiencia. En todo caso, podría decirse que
la categoría que se transmite discursivamente sobre la familia, acompañada o no de
cualesquiera normativas particulares (“los trapos sucios se limpian en casa”, etc.),
generalmente cumple la función de darle un nombre y una cierta interpretación al
grupo cuya existencia y membresía se adquieren fundamentalmente sobre la base
de la vivencia cotidiana.
Esta distinción operativa entre dos fuentes de adquisición de identidades no
debe confundirse con la oposición entre identidad práctica e identidad consciente
desarrollada en el apartado anterior. Podría pensarse erróneamente, por ejemplo,
que dado que se es consciente de todo aquello que decimos mediante el lenguaje, la
identidad consciente está ligada exclusivamente al discurso como fuente de la
identidad. Sin embargo, toda identidad consciente que podemos vislumbrar a partir
del discurso de un actor social dado se ha formado y se transforma siempre por la
interacción de datos tanto de la experiencia como del discurso. En general,
experiencia y discurso juegan su papel en la formación en las subjetividades tanto
de las identidades prácticas como de las identidades conscientes. Hecha esta
aclaración, observemos sin embargo, que tener en cuenta la distinción entre
experiencia y discurso como fuentes de la configuración de identidades nos permite
examinar con un poco más de detalle algunas de las complejas relaciones que
podemos encontrar entre identidades prácticas e identidades conscientes, y a las
que nos referíamos al final de la sección anterior.
Por una parte, analizar estas dos fuentes en el caso de una identidad específica
nos puede dar pautas para intuir el grado de las posibles inadecuaciones de la
identidad consciente con respecto a la identidad práctica. Tomemos de nuevo los
dos ejemplos anteriores. El hecho de que la identidad nacional requiera
necesariamente del discurso para ser incorporada por los actores sociales no quiere
decir que la identidad nacional sea sólo una identidad consciente. El curso de
acción de los actores sociales siempre dependerá del modo en que la identidad
nacional se haya incorporado en el saber práctico, más allá de lo que el propio
actor diga o piense conscientemente al respecto. En todo caso, lo que sí puede

46
afirmarse es que, de no haber mediado el discurso, es decir la actividad consciente
en relación con esa identidad, esta identidad práctica nunca hubiera sido
incorporada en su subjetividad, pero esas manifestaciones discursivas nunca
dejarán de ser un intento de representación, no necesariamente perfecto, del modo
en que la identidad se ha elaborado en el saber práctico mismo. En muchos casos,
los actores sociales aprenden a reproducir, incluso de buena fe, ciertos conceptos
que se les han enseñado discursivamente sin que estos hayan llegado a
incorporarse propiamente en su saber práctico, lo cual puede llevar a
contradicciones de diverso grado entre el decir y el hacer. Con respecto a la
identidad familiar, por su parte, el hecho de que pueda en teoría incorporársela sin
mediación discursiva, no niega la posibilidad de que se genere un discurso sobre
ella, es decir una identidad consciente, que de hecho usualmente se genera, tanto
en el seno mismo del grupo familiar, como en prácticas discursivas desde otros
puntos de la sociedad que proponen marcos interpretativos de la categoría
“familia”. No obstante, es bastante probable que esas formas discursivas, y
conscientes, no capturen toda una serie de rasgos que los actores han adquirido en
la experiencia y que, por una razón u otra no tienen acceso a la conciencia y, en
consecuencia, no emergen en el discurso ni en la identidad consciente.
Por otra parte, cuando ponemos de relieve que el discurso es uno de los
factores que incide en la reproducción de las identidades, estamos hablando de un
modo en el que las identidades conscientes (que son las que se transmiten en el
discurso) pueden afectar el desarrollo de las identidades prácticas (las que están
efectivamente vigentes en las subjetividades de los actores sociales). Sin
contradecir lo expresado en el párrafo anterior, es conveniente complementarlo con
la noción de que los respectivos discursos (el nacional y el familiar, en los ejemplos
considerados) pueden afectar el curso de las respectivas identidades prácticas. El
grado y eficacia de esa incidencia no es sencillo ni directo. El saber práctico no se
modifica inmediatamente en virtud de un contenido de conciencia. Los procesos
que llamamos conciencia son, como hemos visto, sólo una parte de los complejos
procesos del saber práctico. Podemos entender muchas cosas de manera
consciente con las que, sin embargo, nuestra conducta entra en contradicción, a
veces sin que siquiera seamos conscientes de ello. El hecho de que nos hablen, e
incluso hablemos nosotros mismos, de determinadas identidades, no quiere decir
que éstas estén incorporadas en nuestra conducta concreta exactamente de la
47
forma en que las conceptualizamos conscientemente. La eficacia de la influencia
depende de muchos factores, tales como la posición del que propone la categoría
discursiva, la insistencia con la que la misma se propone, la relación que guarda con
la experiencia vivida y con anteriores experiencias, etc. pero también con la historia
anterior del saber práctico, las categorías y los hábitos previamente incorporados y
el grado de consolidación que hayan alcanzado, elementos que no sólo
condicionarán la posible aceptación e incorporación de la nueva categoría, sino
también el modo particular en que esta se interprete, que no ha de ser
necesariamente idéntico al pretendido por el locutor.

48
Discursos identitarios
Este parece un punto oportuno en nuestra exposición para desarrollar algunas
consideraciones sobre el concepto de discurso, un término que se ha empleado y
emplea en acepciones muy variadas, que muchas veces se confunden entre sí, lo
cual se vuelve más complicado porque algunas de esas acepciones están a su vez
acopladas a diferentes marcos epistemológicos y conceptuales. Corresponde,
entonces, aclarar nuestra comprensión del término, además de introducir un
concepto que nos ha resultado muy funcional en el estudio de las identidades, el de
discurso identitario.33
En el curso de esta exposición, cuando hablamos de “discurso”, nos referimos
primariamente a la puesta en uso del lenguaje. Conviene distinguir esta acepción de
la que interpreta al “discurso” como el texto resultante de esta práctica, abstraído
del contexto en que se lo produce o de las subjetividades que están poniéndose en
relación en ese contexto, concepto para el cual preferimos sencillamente la palabra
“texto”; así como del sentido, mucho más vago y general, que la palabra “discurso”
ha alcanzado en el seno del postestructuralismo, el cual parece que sobrepasa los
límites de lo estrictamente verbal para incluir virtualmente todos los fenómenos de
la subjetividad humana.34
Hay un cuarto sentido de la palabra “discurso” para el cual, sin embargo, en
algunos casos preferimos mantener la palabra, en la medida en que no parece que
implicara concepciones del lenguaje contradictorias con la que nosotros estamos

33
Ver Kaliman (Dir.) et al. 2001:19-29.
34
Cfr. Castro 2004.
49
asumiendo aquí. Nos referimos al sentido que alude a ciertos textos que articulan,
de manera consciente y explícita, intentos de explicación de los procesos sociales,
como cuando hablamos de un “discurso conservador” o un “discurso
ambientalista”. En este caso, la palabra puede usarse, en plural, para hacer
referencia al hecho de que ciertos textos concretos son vehículo de una
perspectiva política o social específica (un “discurso”), que intentan organizar de
manera consistente. Los ejemplos más típicos de estos discursos son los que
quedan de manifiesto en los textos de los que podríamos llamar “ideólogos”,35
cuyos textos no son en realidad sino un desarrollo elaborado de lo que cualquier
agente socia l puede realizar, y realiza con mayor o menor asiduidad, esto es,
intentar explicar el curso de la subjetividad que subyace a sus cursos de acción.
Los discursos identitarios son entonces aquellos discursos, en esta última
acepción, que hacen referencia a las autoadscripciones subjetivas a grupos.
Incluyen desde extensos tratados producidos por intelectuales que se erigen en
voceros del grupo hasta las frases aisladas o los simples rótulos emitidos por
cualquier miembro del grupo. Son, según lo desarrollamos en las secciones
anteriores, expresiones de la identidad consciente, que no representan
necesariamente con toda adecuación a la identidad práctica tal como es, pero que
sin embargo proporcionan pautas importantes para analizarla. Es interesante notar
que muchos textos producidos en tono académico, e incluso desde el ámbito
académico, por ejemplo si adoptan una perspectiva esencialista, resultan ser
discursos identitarios antes que estudios sobre la identidad. En lugar de esforzarse
por dar cuenta de las perspectivas realmente vigentes en las subjetividades de los
actores sociales, se dedican a construir una imagen más o menos coherente de una
identidad que dan por sentada como vigente y válida, muchas veces “denunciando”
las conductas de los actores que no son leales a los imperativos que suponen
derivados de esa identidad.
Los discursos identitarios producidos por los intelectuales, en efecto, son,
conscientemente o no, y sobre todo cuando son pronunciados desde lugares con
cierta capacidad de influencia, esfuerzos por inducir en las subjetividades una
determinada imagen del grupo al que se refieren. Como hemos señalado ya, el

35
En uno de los sentidos en que aparece, por ejemplo, en La ideología alemana de Marx y Engels (Marx
& Engels 1974) y que se difundió a lo largo de buena parte del marxismo posterior, para hacer referencia a
autores de doctrinas explícitas, argumentadas y de pretensiones sistemáticas que se presentan como
resultado de una reflexión intelectual regular sobre la realidad social e incluso sobre órdenes más
ambiciosos de la realidad.
50
éxito de este esfuerzo depende de una variedad de factores que deberían
considerarse en el análisis de cada caso concreto. A menudo, como en el caso ya
considerado de las identidades nacionales, los actores sociales pueden llegar a
adoptar y reproducir esos mismos discursos, sin que ello implique que han
incorporado coherentemente todas sus consecuencias en el saber práctico. El
estudio de estos discursos identitarios, por este motivo, participa más que nada del
análisis de las coordenadas ideológicas en una sociedad dada. A través de ellos,
podemos deducir cuáles son las representaciones favorecidas por las instancias de
poder de una sociedad, las mismas que intentan difundir en las subjetividades del
conjunto de sus miembros. Las observaciones realizadas al final de la sección
anterior, sobre las distancias y proximidades entre las identidades prácticas y las
conscientes, constituyen, desde este punto de vista, variables relevantes para el
estudio de los procesos ideológicos.36

36
Aquí la palabra “ideología” se refiere ya no al sentido que le dan Marx y Engels en La ideología
alemana, sino más bien al tipo de análisis que el propio Marx desarrolla en “El fetichismo de la
mercancía”, en el tomo I de El capital (Marx 1972), y en el que se hace alusión al carácter social de las
representaciones mentales con las que los actores sociales interpretan la realidad y que provienen tanto
de su experiencia como de las propuestas interpretativas que se le han inculcado.
51
Identidad concreta e identidad imaginada
Presentamos en esta sección una tercera distinción que guarda cierta relación
con las que venimos desarrollando (identidad práctica e identidad consciente,
discurso y experiencia como fuentes de la identidad), pero que no se confunde
tampoco con ninguna de ellas. Trazamos esta tercera distinción, que, como
veremos, importa sugestivas consecuencias metodológicas y suscita interesantes
reflexiones, entre las que hemos llamado identidades concretas, por un lado, e
identidades imaginadas, por el otro. Las primeras son aquellas que se refieren a
grupos con los cuales el agente interactúa directamente y a cuyos miembros
conoce personalmente uno por uno, por experiencia directa. Un grupo familiar, los
compañeros de trabajo, los compañeros de escuela, un grupo de amigos, etc.
constituyen ejemplos de estas identidades concretas. En cambio, el agente social no
conoce a todos los miembros de los grupos definidos por las identidades
imaginadas, aunque tenga ciertas ideas sobre los rasgos que las constituyen como
grupo y, por supuesto, la idea de que existen otros miembros del grupo además de
aquellos a los que conoce personalmente. Las identidades nacionales, o las étnicas,
son un ejemplo de identidades de este tipo. Un agente social dado puede saber que
es argentino, por ejemplo, o indio, y sin duda conoce a otros individuos que son
argentinos e indios y con los cuales comparte la adscripción correspondiente. Pero,
al mismo tiempo, sabe –imagina- que existen muchos otros individuos que también
pertenecen a estos grupos aunque no los conoce personalmente y sabe –imagina-
que comparten los rasgos propios de los miembros de esos grupos. De hecho, esa
propiedad, la de que hay otros miembros del grupo a los que tal vez nunca llegue a
conocer, es incluso parte del conocimiento que tiene de esa identidad, o sea que el
carácter de “imaginada” que le estamos dando es parte del conocimiento
incorporado en el saber práctico de los actores sociales.
52
Como adelantábamos, esta tipología no debe confundirse con la distinción,
desarrollada en el apartado anterior, entre el discurso y la experiencia como
fuentes de la formación de las identidades. Es cierto que las identidades concretas,
por su misma naturaleza, tienden a formarse a través de la experiencia directa,
mientras que las identidades imaginadas requieren inevitablemente de la
información proveniente del discurso, ya que, por definición, no conocemos por
experiencia propia a todos sus miembros, de modo que sólo podemos imaginar su
existencia en función de lo que otras personas nos cuenten. En realidad, hasta
podría postularse que la propuesta discursiva de que el grupo existe es una
condición de posibilidad para que empecemos siquiera a imaginarlo. Sin embargo,
esto sólo se refiere a grados de incidencia de las fuentes de formación: como
ocurre en relación con cualquier identidad, también en el proceso de formación
tanto de las identidades concretas como las imaginadas, experiencia y discurso se
alimentan mutuamente.37 La distinción entre identidades concretas e imaginadas,
en efecto, no se refiere al modo en que ellas se forman en las subjetividades de los
agentes sociales, sino que clasifica estas identidades en función del grado de
concreción con que su membresía se define.
La distinción entre identidades concretas e imaginadas no debe confundirse
tampoco, por cierto, con la que trazábamos antes entre identidades prácticas e
identidades conscientes. Tanto las identidades concretas como las imaginadas
existen como identidades prácticas, y están, por lo tanto, en la base de los cursos
de acción que siguen esos agentes, y tanto unas como otras son objeto –o por lo
menos son pasibles de ser objeto- de representaciones conscientes, más o menos
adecuadas a esas identidades prácticas. Es cierto que las identidades concretas, en

37
A pesar de lo que pueda pensarse, hay identidades concretas que se forman inicialmente a partir del
discurso. Por ejemplo, un grupo musical puede formarse porque uno de sus miembros convoca a los demás,
que no se conocen entre sí. En el momento de comenzar a funcionar, la identidad concreta ya tiene
vigencia, a pesar de que no ha habido experiencias compartidas entre los miembros del grupo. Los
compañeros de grado en una escuela o un colegio son ya una unidad, institucionalmente formulada, con un
número restringido y establecido de miembros, aun antes de que los miembros comiencen a compartir
experiencias y a formar una imagen más especificada de sus características grupales. Por cierto, aun en
estos casos, serán siempre las experiencias compartidas las que acaben dando las propiedades específicas de
la identidad. Pero estos ejemplos muestran que el discurso puede jugar un papel importante en las
identidades concretas, y que por lo tanto, estas no deben asimilarse sencillamente a la experiencia como
fuente de la identidad.
53
la medida en que funcionan, se reproducen y se transforman en la experiencia
cotidiana, suscitan usualmente mucho menos reflexión que las identidades
imaginadas, y por lo tanto, pueden incluso vivirse desapercibidamente, mientras que
las identidades imaginadas, por lo mismo que requieren tanta actividad discursiva
para formarse, e incluso para fortalecerse, parecen requerir siempre al menos una
forma consciente bastante desarrollada. Sin embargo, la distinción entre identidades
conscientes y prácticas no es una taxonomía sobre el conjunto de las identidades
vigentes en las subjetividades de los agentes sociales, como sí lo es la que trazamos
entre identidades concretas e imaginadas, sino una distinción entre modos en que
cada una de esas identidades es vivida en un agente social dado.
Sin duda, podemos encontrar muchos casos en los que los límites entre estas
categorías de identidades concretas e imaginadas se vuelven borrosos. En realidad,
podrían postularse diversos grados de concreción entre estos dos extremos que
hemos opuesto de manera tan taxativa en nuestra definición. Tomemos, por
ejemplo, el caso de los estudiantes de una carrera universitaria en la que ingresan
anualmente entre 80 y 100 alumnos, como es el de la carrera de Letras en la
Facultad de Filosofía y Letras de la Universidad Nacional de Tucumán. Es
probable que muchos de ellos lleguen a conocerse entre sí, pero sin duda eso sólo
puede garantizarse para ciertos subgrupos, por ejemplo los formados por
estudiantes que ingresaron juntos y que comparten el cursado de las materias año
por año. La identidad de los estudiantes de toda la carrera, ¿es concreta o
imaginada? No parece fácil responder esta pregunta, y eso seguramente tiene que
ver con un cierto grado de indefinición en la aplicabilidad de estas categorías, y
revela su carácter más operativo que explicativo.
A pesar de ello, la distinción sigue siendo muy importante, sobre todo porque la
rutina cotidiana de los agentes sociales se desarrolla siempre y necesariamente en
relación directa con los compañeros de grupo de las identidades concretas. En los
hechos, sus cursos de acción están predominantemente condicionados en términos
de su articulación en esos grupos, cuya composición y naturaleza, a su vez, están
permanentemente retroalimentándose de esa experiencia. Después de todo, entre
los distintos factores que pueden ser pertinentes para las decisiones relacionadas
con esos cursos de acción, ocupan un lugar central aquellos que tienen que ver con
las reacciones, expectativas, juicios e incluso cursos de acción de los individuos con
los que se involucra en acciones comunicativas concretas, y en una medida mucho
menor con lo que tiene que ver con aquellos individuos o grupos abstractos cuya
existencia imagina.

54
Es importante observar aquí que la incidencia de las autoadscripciones en las
identidades imaginadas sobre la conducta, de todos modos se actualiza siempre en
las interacciones con individuos concretos. Y muchas veces, esa actualización se
produce precisamente a través de la mediación de una identidad concreta. Por
ejemplo, un miembro de un partido político de nivel nacional o internacional puede
actuar en función de los intereses y prospectivas de ese colectivo imaginado al que
pertenece, pero en sus cursos de acción concretos pesarán más directamente las
interacciones y expectativas de los miembros de la representación de ese grupo (la
filial partidaria local) con los que tiene contacto directo y comparte ciertos espacios
y ciertas experiencias, en su ambiente cotidiano. Podríamos decir, en términos
generales, que estamos en este caso en presencia de identidades concretas que se
articulan, de diversas maneras, en identidades mayores, imaginadas. De hecho, a
veces esta articulación puede realizarse en diversos niveles, cada uno con un
menor grado de “concreción”. En el caso antes citado de los estudiantes
universitarios, por ejemplo, las identidades concretas de los estudiantes de primer
año de Letras, los de segundo, etc. participan al mismo tiempo de la identidad de
todos los estudiantes de Letras de esa Facultad, y así sucesivamente, hasta
alcanzar, eventualmente, la identidad de los estudiantes universitarios de todo el
país, esta sí, definitivamente, una identidad imaginada. Por cierto, en determinadas
ocasiones los cursos de acción pueden explicarse en términos de su relación con
este último “archi” -nivel identitario. Y, sin embargo, en última instancia, esa
incidencia se concretará en términos de la relación cotidiana y directa con los
miembros de los grupos más concretos y la interpretación predominante en ese
grupo de la “macroidentidad” imaginada tendrá mucho más efecto que cualquier
perspectiva general que pueda enunciarse en los términos globales de esa
“macroidentidad”.
En consecuencia, el análisis y la generalización de cualquier proceso social que
nos interese estudiar, si quiere alcanzar un nivel aceptable de capacidad explicativa
debe incluir necesariamente a la s identidades concretas en las que los agentes
sociales relevantes se sitúan y en función de las cuales organizan su conducta,
incluso si el foco del interés del estudio apunta a las identidades imaginadas dentro
de las cuales, a veces, esas identidades concretas se articulan. Posiblemente el
hecho de que las identidades imaginadas requieren tanto esfuerzo discursivo,
mientras que las identidades concretas pueden pasar desapercibidas como tales (o
55
al menos no se ponen de manifiesto en una actividad discursiva tan sostenida y
profusa) contribuye a que los estudios sobre las identidades tiendan a concentrarse
en las identidades imaginadas y, sobre todo, al discurso sobre esas identidades, y,
en cambio, a desatender las identidades concretas, o, en todo caso, a considerarlas
un fenómeno independiente, objeto de la dinámica de grupos antes que de la
sociología general. Se producen así grandes generalizaciones que no sólo no
garantizan su aplicabilidad en los análisis de los grupos reales y concretos, sino que
además es muy poco probable que, con esa perspectiva de análisis, se obtengan
instrumentos conceptuales para el momento en que se pretenda comprender la
dinámica particular de esos grupos y los cursos de acción concretos de los actores
involucrados.
La distinción que proponemos entre identidades concretas e identidades
imaginadas es, como lo reconocíamos, operativa. Sin embargo, como vemos, tiene
la virtud de poner de relieve que la reflexión teórica sobre los temas que nos
preocupan debe incorporar las variables pertinentes para articular la conducta de
los hombres reales y concretos en el proceso social en general, y no deducirla de
grandes abstracciones previas. Porque no son las abstracciones las que hacen la
historia, sino los hombres reales y concretos.

56
Alteridad
Como hemos visto, el concepto de identidad implica un “nosotros” en el cual se
incluyen determinados actores sociales. ¿Qué pasa con el “ellos” respecto de ese
“nosotros”, con la “alteridad” de esa identidad, o, en general, con “los otros”
respecto de esos actores sociales? En principio, no parecería estrictamente
necesario que nos ocupáramos de este punto, ya que, por definición, los “otros” no
pertenecen al grupo articulado en una identidad, y por lo tanto no son el tema que
estamos aquí desarrollando. Sin embargo, en los estudios acerca de la identidad de
las últimas décadas se manifiesta una tendencia bastante generalizada a plantear la
cuestión de la identidad como una problemática inseparable y hasta derivada de la
cuestión de la alteridad. Por otra parte, referencias a la identidad abundan en otro
terreno de estudios, el de las construcciones imaginarias del otro, que han sido y
son una sostenida preocupación política y académica y sobre todo, objeto de
usualmente bien intencionada crítica ideológica. En esta sección no nos
proponemos definir y establecer un concepto propio de alteridad, sino sencillamente
plantear las reservas y distanciamientos pertinentes en relación con nociones de
alteridad actualmente muy difundidas, así como señalar nuestro punto de vista
acerca de los aspectos que en el marco del heterogéneo y desigual campo de
fenómenos que se estudian bajo el rubro de “alteridad” resultan más relevantes y
significativos para la comprensión de los fenómenos identitarios. En líneas
generales, como trataremos de mostrar, entendemos que, en efecto, algunos
aspectos de lo que suele entenderse bajo el nombre de “alteridad” son pertinentes
para el estudio de las identidades, pero no de la manera ni en el grado en que se
presupone en muchas aproximaciones.
57
Como hemos señalado en más de una ocasión a lo largo de esta publicación,
entendemos que toda afirmación válida acerca de las acciones y los procesos
sociales debe fundarse en generalizaciones adecuadas acerca de los contenidos
efectivos de las subjetividades de los agentes sociales concretos, que constituyen la
realidad empírica fundamental en los fenómenos que estamos tratando de explicar.
En consecuencia, desde nuestra perspectiva, sólo tendría sentido hablar de alguna
forma de alteridad si con ello se hiciera referencia a alguna categoría
efectivamente presente en el saber práctico de los agentes sociales. En este
sentido, la cuestión de los fenómenos a los que usualmente se hace referencia
mediante el término “alteridad” se inscribiría en una problemática más general, la
de la existencia de categorías en el saber práctico, si entendemos la alteridad como
el conjunto de las categorías mediante las cuales los agentes sociales delimitan y
definen grupos a los cuales no pertenecen.
En ciencias sociales, usos muy difundidos del término “alteridad” conllevan
muchas más implicaciones que éstas. En algunos estudios, parece haberse
convertido en un punto de partida generalizado la afirmación de que la identidad se
define siempre en relación con una alteridad. 38 Esta afirmación puede recibir
diferentes interpretaciones, pero en el marco de la tradición de pensamiento
iniciada por el estructuralismo (y prolongada en buena medida por el
postestructuralismo) la misma implica un modelo semiótico según el cual las
categorías se definen y delimitan en relaciones de mutua oposición. Sobre la base
de estos supuestos, la afirmación de que una identidad se establece siempre en
relación de oposición con la alteridad se interpreta como que ambas se definen
necesaria y simultáneamente por las relaciones internas de un sistema semiótico.
Este axioma, inspirado en las propuestas de Saussure para el estudio de la lengua y,
eventualmente, de otros sistemas semiológicos, resultó -y todavía, por cierto, resulta
para muchos- atractivo porque promete una elegante simplicidad en los modelos
que supuestamente darán cuenta de los códigos comunicativos y una autonomía
disciplinaria para la lingüística y la semiología en general. Pero ni Saussure ni la
amplia población de sus seguidores dedicaron mucho tiempo a reflexionar sobre si
ése es efectivamente el modo en que funciona la mente humana. La simplicidad es,
por cierto, una propiedad deseable de cualquier modelo científico, pero sólo una vez
que se ha fundamentado convincentemente su adecuación empírica. Un breve
razonamiento nos permitirá argumentar que en este nivel, la contrastación empírica,

38
Tal parece ser, por ejemplo, el principio que propone Landowski 1997 tanto para las identidades
colectivas como las individuales.
58
las predicciones “semioticistas” fracasan, al menos en lo que se refiere a las
categorías de identidad y alteridad.
En el modelo que proponemos, las categorías identitarias, como cualquier
categoría de relevancia para el estudio social, son realidades del saber práctico de
los agentes que se generan y definen en relación con una praxis y unos contextos
específicos. La alteridad, tanto como la identidad, sólo tienen sentido en cuanto
representen contenidos efectivamente existentes en el saber práctico e
involucrados contextualmente en la producción de ciertas acciones y
manifestaciones discursivas concretas. En la perspectiva “semioticista”, si se aplica
rigurosamente, si un actor social concibe un grupo al que pertenece (una identidad),
al mismo tiempo debería delimitar otro grupo al que no pertenece (una “alteridad”),
e, inversamente, si delimita un grupo al que no pertenece (una “alteridad”),
automáticamente se inscribiría a sí mismo en otro al que sí pertenece (una
identidad). Sin embargo, los hechos desmienten estas predicciones. Un agente
social puede saber que otros no pertenecen a su grupo identitario sin que eso
implique ninguna categoría de grupo o colectivo con la que se los clasifique.
Asimismo, un agente puede clasificar a otros en una categoría de grupo sin que
conciba a ese grupo de “otros” en relación específica con sus propias identidades.
Por cierto, es probable que en algunos casos, ambas operaciones coincidan: que un
actor defina al mismo tiempo un grupo al que pertenece (una identidad), en
oposición a otro grupo al que no pertenece (una “alteridad”). Examinaremos a
continuación cada una de estas tres posibilidades.
Los otros con respecto a una identidad
Algunos usos del término “alteridad” remiten al hecho de que los agentes
sociales, que se autoadscriben a ciertos grupos, tienen conocimiento de la
existencia de otros agentes que no forman parte de alguno o algunos de los
mismos. En muchos casos, contrariamente a lo que propone la perspectiva que
hemos llamado “semioticista”, esa “otredad” no es concebida en el saber práctico
de los agentes en función de una categoría de grupo específica.
Para explicar lo que queremos decir, tomemos, por ejemplo, un tipo de identidad
concreta como lo es la identidad familiar. Cuando en una sociedad occidental
moderna un agente, que efectivamente posee una identidad familiar, desarrolla
actividades como las relacionadas con el ámbito laboral, generalmente se relaciona

59
con otros que no pertenecen a su familia. Pero probablemente resultaría
inadecuado interpretar estas acciones como si en ellas estuviera involucrada
permanentemente una noción de alteridad en relación con la propia identidad
familiar (una especie de grupo “no-mi-familia”), como si el agente al interactuar
estuviera activamente reconociendo esta exclusión y la actualizara en estas
interacciones. En realidad, es más adecuado interpretar sencillamente que la
identidad familiar, como una de las tantas identidades que el agente actualiza según
los contextos, no tiene, desde la perspectiva del mismo, ninguna relevancia en
relación con este ámbito de interacciones, y, en este sentido, tampoco tendría
ninguna relevancia la postulación de una alteridad familiar para explicar las
mismas.
Es cierto que hay contextos diferentes en los cuales la exclusión cobra relieve.
Por ejemplo, cuando el mismo agente se halla involucrado en una cuestión que
considera que debe ser resuelta en familia, y decide no hablar del tema porque se
encuentra presente alguien que no pertenece a ese colectivo. En ese momento, el
reconocimiento de la alteridad de ese otro actor con respecto a la identidad familiar
resulta significativo, como un elemento efectivamente actualizado en la interacción.
Sin embargo, esto muestra que la activación de una identidad está condicionada por
factores contextuales y no que la identidad familiar se ha definido en relación con
una supuesta alteridad “no-mi-familia” ni mucho menos que esa alteridad “no-mi-
familia” tenga alguna existencia en absoluto. 39
Emplear, en el marco de nuestro modelo, el término “alteridad” para hacer
referencia a este tipo de casos no puede sino remitir a un sentido bastante trivial: el
conocimiento por parte del agente de la existencia de individuos que no pertenecen
a su grupo identitario. De hecho, la consideración de este sentido de alteridad sólo
puede tener alguna pertinencia para la explicación de la dinámica de las identidades
en relación con ciertos contextos muy específicos en los que la identidad en
cuestión es efectivamente relevante. Insistir en la perspectiva “semioticista”
implicaría forzar la interpretación de las conductas de los actores sociales para
poder encontrar que en cada interacción en la que se involucran están poniendo en
juego todo un conjunto de categorías de alteridades correspondientes a todas y
cada una de sus identidades. Supondría postular que en cada caso el actor social

39
Como señalamos en Kaliman (Dir.) et al. 2001:11-12, el saber práctico es internamente heterogéneo
en muchos aspectos e incluso es posible, y corriente, que las categorías que ponga en funcionamiento en
un contexto dado sean contradictorias con las que pone en juego en otro contexto. El caso que estamos
analizando sería sólo un ejemplo más de esto.
60
está teniendo en cuenta que la gente con la que se relaciona no pertenece a su
familia, ni fue compañero suyo en el colegio, ni pertenece a ninguno de sus grupos
de amigos, ni gusta de la misma música, etc.
Tomando como punto de partida la perspectiva de los agentes sociales,
podemos afirmar entonces que las identidades pueden definirse en el saber práctico
sin que necesariamente sean concebidas en relación de oposición con una
alteridad. En estos casos, la operación mediante la cual los agentes consideran
efectivamente la exclusión de otros agentes en relación con estas identidades sólo
tiene sentido cuando la actualización de estas identidades resulta relevante.
Los otros como grupo
Por lo general, las aplicaciones más corrientes del término alteridad presuponen
el hecho de que los agentes sociales perciben y clasifican a otros en función de
categorías que recortan colectivos sociales a los cuales ellos mismos no
pertenecen. Pero, como señalábamos, no existe ninguna razón para presumir que el
establecimiento y la aplicación de estas categorías de grupos deban definirse y
delimitarse en relación con las identidades de los agentes, es decir, en relación con
las categorías de grupo que delimitan colectivos a los que el agente se
autoadscribe. Estos casos tienen particulares connotaciones sociales y políticas, ya
que incluyen aquellas imágenes en las que se sustentan actitudes discriminatorias
contra determinados grupos y, en otro nivel, la legitimación de políticas de conquista
y dominación.
Analicemos un ejemplo. Para comprender y explicar toda una serie de acciones
discriminatorias de las que suelen ser objeto individuos de nacionalidad boliviana (o
de origen boliviano) en la localidad de Lules (Tucumán, Argentina) es necesario
tomar en cuenta que los agentes discriminadores aplican una categoría mediante la
cual delimitan un grupo al que son ajenos (los “bolivianos”) y al que atribuyen una
serie de características negativas.40 Pero sería inadecuado presumir a priori que
estos agentes delimitan, definen y aplican la categoría “bolivianos” en contraste y
en oposición con una identidad nacional propia, la de “argentinos”. Cuando estos
agentes califican, por ejemplo, a los “bolivianos” como “sucios”, ello no implica que
conciban como un rasgo de los “argentinos” el ser “limpios”. Seguramente estarían
incluso dispuestos a reconocer, que, en efecto, no todos los argentinos son
40
V. Rivero Sierra 2002 y 2006.
61
“limpios”. Pero eso sólo si se les preguntara, ya que para ellos ese dato no es
pertinente, puesto que la vocación discriminatoria se preocupa por definir las
características del grupo estigmatizado en sí, y no en oposición necesaria a otro
grupo al que ellos sí pertenecen. La operación es inversa, pero paralela a la que
analizamos en el apartado anterior. Definir a un grupo al que no se pertenece
implica, lógicamente, que uno mismo no es parte de ese grupo, pero no que se está
caracterizando a su propio grupo por oposición, ni siquiera que se está teniendo
particularmente en cuenta las propiedades del propio grupo al que sí se pertenece.
Entre las categorías que se integran en el saber práctico de los agentes sociales
existen innumerables (e impredecibles) clasificaciones de los colectivos humanos.
Y, en efecto, además de las identidades, los agentes clasifican a los otros como
miembros de diversos grupos a los cuales ellos no pertenecen, aunque no
necesariamente conciban a estos colectivos en relación de exclusión o contraste
con alguna identidad propia. Muchos estereotipos sociales, como el del caso
mencionado, constituyen categorías de este tipo, que, sin duda, cobran una
importancia fundamental para la explicación de las interacciones sociales en
general, ya que constituyen la base a partir de la cual los agentes suelen atribuir a
priori ciertas propiedades a los otros y actuar en consecuencia. La estigmatización
y la discriminación son parte de esas conductas y, por lo tanto, no puede
desmerecerse la importancia social y política de su estudio. Lo que queremos
subrayar aquí, y precisamente para desembarazar a ese estudio de presupuestos
arbitrarios, es que no hay una relación directa y necesaria entre esas alteridades
(prácticas y conscientes) y las identidades prácticas y conscientes de los agentes
involucrados. En el ejemplo arriba esbozado, diríamos que no resulta en absoluto
pertinente involucrar la problemática de la identidad nacional de los agentes
discriminadores para explicar sus conductas.
Sin embargo, es posible señalar un tipo de relación indirecta (y no, por ello, poco
relevante) que este conjunto de casos puede tener con la problemática de las
identidades. Esta relación se hace visible si consideramos, en el ejemplo propuesto,
la dinámica de las identidades de quienes son víctimas de esta discriminación. En
efecto, la población de origen boliviano que habita en la localidad de Lules se
reconoce como parte de un grupo minoritario de esta sociedad a partir de su
origen. No podemos subestimar los efectos que el conocimiento y el padecimiento
de estos estereotipos acerca de su grupo tienen sobre los modos en que elaboran,
reproducen y transforman su identidad. Como en el caso de muchas otras
identidades de grupos minoritarios, numerosos aspectos específicos de las

62
identidades a las que se autoadscriben no podrían explicarse adecuadamente sin
tener en cuenta el hecho de que estos estereotipos existen y se reproducen en
dicho contexto. En los procesos en los cuales estos agentes de minorías conforman
y transforman sus identidades es imprescindible considerar la incidencia de estos
estereotipos. Los modos en que se saben calificados por otros y las acciones de
discriminación concreta de las que son objeto pueden ser muy relevantes para
explicar tanto ciertas actitudes concretas de negación u ocultamiento de esta
identidad, como de otras tantas en las que se intensifica la afirmación de estas
identidades y/o se desarrollan acciones de resistencia.
Identidades y alteridades que sí parecen definirse mutuamente
Los dos tipos de casos analizados en los apartados anteriores ponen en
evidencia lo inadecuado de concebir a las identidades y las alteridades en el marco
de una relación necesaria de oposición en la que ambos términos se presupondrían
mutuamente. Pero, aunque no necesario, es sin duda posible que se dé esta
definición mutua. Examinaremos entonces aquellos casos en los que la concepción
de la propia identidad se formula en contraposición con un colectivo ajeno y
claramente delimitado y definido.
El hecho de que la identidad se defina en contraposición con una alteridad (no
en un sentido lógico y abstracto, apriorístico, sino como algo que efectivamente se
concibe así en el saber práctico) nos indica algo significativo en relación con este
tipo de identidades en particular, ya que no constituye un rasgo de las identidades
en general y no se trata de una relación presupuesta por nuestro modelo. Sería
necesario indagar en las condiciones sociales específicas de emergencia y
reproducción de un número significativo de este tipo de identidades para avanzar
una hipótesis en relación con las supuestas características comunes del mismo. En
este contexto, sólo señalaremos un posible camino de reflexión al respecto a partir
del análisis de un ejemplo concreto.
La alteridad en relación con la identidad comunitaria de los agentes más viejos
de la comunidad de Amaicha del Valle cobró dos formas distintas en momentos
históricos diferentes. Antes de que, por la acción socializadora de las instituciones
formales de educación, se difundiera en la comunidad entre las generaciones más
recientes un modelo identitario ideológico que calificaba muchas de las prácticas
culturales locales como “atrasadas”, la alteridad para los agentes de esta

63
generación anterior no era concebida como un grupo de agentes identificables, con
ciertos rasgos definidos, sino simplemente como los que no pertenecían a la
comunidad y eran diferentes en términos generales. Sería este un típico caso de los
examinados en el primer apartado. Ahora bien, cuando las generaciones más
jóvenes internalizaron el “modelo identitario del progreso” y abandonaron
efectivamente muchas prácticas que eran percibidas por los más viejos como parte
de los rasgos de la identidad comunitaria, los agentes de esta generación mayor
generaron un discurso identitario en el que los rasgos que concebían como
característicos de su identidad comunitaria comenzaron a ser presentados como
propios en una explícita relación de oposición con los rasgos que atribuían a los más
jóvenes.41 En este momento, podemos hablar de una alteridad entendida por los
propios agentes como algo sustancialmente definido y opuesto a una identidad.
Si indagamos en la transformación de las condiciones en que esta identidad
comunitaria se reproducía y buscamos una relación con la efectiva emergencia de
esta nueva forma de concebir y manifestar la alteridad cobra relieve un hecho
significativo: la alteridad que ahora los más viejos conciben en contraposición con
su identidad comunitaria no remite a una otredad general y abstracta, sino a un
referente concreto representado por unos agentes (las generaciones más jóvenes y
escolarizados de la comunidad) que, incluso desde su perspectiva, pero en un
sentido y un alcance más amplio del que recortan en su discurso identitario,
también pertenecen a la misma comunidad. Desde este punto de vista, puede
afirmarse que la clasificación de la que ahora derivan al mismo tiempo una
identidad (el “nosotros” de los más viejos) y una alteridad (el “ellos” de las
generaciones más jóvenes) se opera sobre un universo concreto que los contiene a
ambos (y, en este caso, sólo a ambos): el universo constituido por la actual
población de los amaicheños. No se trata sólo de que, en un sentido lógico, las
categorías de una clasificación suponen una categoría universal que las contiene,
sino fundamentalmente del hecho de que la contraposición del “nosotros” de los
viejos y el “ellos” de los jóvenes es efectivamente vivida de un modo conflictivo en
toda una serie de prácticas e interacciones sociales en las instituciones de la
comunidad en general y de la familia en particular.
Ante el análisis puntual de este caso, podríamos tentarnos con la hipótesis de
que la identidad y alteridad se definen mutuamente sólo cuando los dos grupos
están al mismo tiempo encuadrados dentro de una identidad mayor, positiva y
activamente definida. Sin embargo, no parece conveniente aventurarnos en una
41
V. Chein 2003b.
64
generalización demasiado ambiciosa y especulativa. Por el momento, nos
conformamos con subrayar que un conocimiento acabado de estos fenómenos
sociales no puede ignorar las relaciones e interacciones sociales concretas, los
conflictos específicos y efectivamente vividos en los que la contraposición de una
identidad y una alteridad puede arraigar.
Discursos “alteritarios”
Una práctica muy difundida en los estudios culturales de las últimas décadas,
pero por supuesto también en otros ámbitos disciplinarios, como las ciencias
políticas o la sociología misma, es la denuncia de ciertas construcciones discursivas
perpetradas por instancias de poder sobre grupos que domina o aspira a dominar.
La crítica de estos discursos intenta mostrar que, a través de esas construcciones,
se busca legitimar la hegemonía real o pretendida, denigrando al colectivo
subordinado para justificar, por ejemplo, la acción civilizadora de los
conquistadores, o para achacar el estado presente de cosas de la población
dominada, en verdad provocado por el sojuzgamiento a que han sido sometidos, a
sus propias “limitaciones” innatas o culturales.42 Objetos paradigmáticos de esta
crítica son los diversos discursos sobre el indio que legitimaron la conquista
española, luego retomados y reformulados con intenciones semejantes durante el
período republicano en Hispanoamérica, o las construcciones de las poblaciones
nativas del imperio inglés, sobre la que echan sus dardos los críticos postcoloniales,
como en Orientalismo, de Edward Said. 43 En analogía con los discursos
identitarios de los que hemos hablado arriba, podríamos llamar a estos textos
“discursos alteritarios”, en la medida en que construyen una imagen de un colectivo
ajeno al del autor del texto, pero que, como los discursos identitarios, aspiran a
difundir en las subjetividades, desde posiciones influyentes, esa imagen del otro.
Sin embargo, la cuestión merece un análisis más detenido, para el cual conviene
comenzar situando estos discursos en una perspectiva un poco más amplia. Los
discursos sobre el otro no son necesariamente denigratorios. Podríamos recordar,
por ejemplo, la imagen que Mariátegui da de los indios del Perú, cuya organización
social considera superior a la que predominaba en las sociedades capitalistas

42
Un panorama general de diversas modalidades que adopta esta actitud en el discurso crítico
latinoamericano y latinoamericanista puede consultarse en Palermo 2005.
43
Said 2002.
65
europeas,44 y eso a pesar de que el intelectual peruano nunca viajó a la sierra ni
contaba con estudios antropológicos serios y detenidos en los cuales fundar sus
generalizaciones “etnográficas”. De la misma manera, podríamos traer a colación
los textos de muchos intelectuales insatisfechos con la cultura occidental que
insisten en encontrar en otras culturas las virtudes de la que la supuesta
modernidad los ha privado, comenzando por el bon sauvage de los románticos,
siguiendo por el “primitivismo” de algunos surrealistas, hasta llegar al ecologismo
que algunos encuentran prefigurado y todavía vigente en las culturas indígenas
latinoamericanas. El aspecto común en todos estos casos es que parece que puede
defenderse de manera muy convincente que la construcción del otro no obedece
tanto a una consideración detenida de los rasgos específicos de esa cultura ajena al
locutor sino a una argumentación que pone en juego valores cuyo sentido se
encuentra dentro de la dinámica específica de la sociedad del propio locutor.
De hecho, lo mismo puede decirse de los discursos alteritarios arriba
mencionados. Las categorías con las que se realiza el análisis, y, en particular, los
juicios de valor implicados en ellos, encuentran su sentido dentro de la dinámica de
los grupos de poder desde los cuales se los produce (y a los que están, al menos en
primera instancia, destinados). En efecto, lo que la crítica ideológica denuncia y
busca desentrañar en ellos es, precisamente, este funcionamiento, sobre la base de
que la construcción del otro no está interesada por ese otro, sino precisamente
viciada por los prejuicios y los intereses propios de los productores de los textos,
contenidos que encuentran el sentido dentro de su propia cultura y no en la ajena
de la que supuestamente hablan.
Por cierto, no puede desconocerse que en todos estos casos hay, de todos
modos, una referencia explícita a culturas ajenas. Desde este punto de vista,
pueden interpretarse como formas de la alteridad a la que nos hemos referido
arriba bajo el título “Los otros como grupo”, lo cual quiere decir que eventualmente
pueden tener una utilidad instrumental indirecta, pero no desdeñable, en el estudio
de las identidades de los grupos a los que se refiere, en la medida en que, sobre
todo porque son emitidos desde posiciones de poder y por lo tanto con capacidad
de influencia, pueden llegar a incidir, incluso con toda su modalidad derogatoria, de
distintas maneras y en distintos grados, en las subjetividades de los propios
miembros de los colectivos estigmatizados. Esta incidencia es la materia de que se
ocupa fundamentalmente, en realidad, la mayor parte de lo que se conoce como
“postcolonialismo”, cuando a veces se lo distingue del análisis de los discursos
44
Mariátegui 1976.
66
colonialistas mismos, que quedarían encuadrados, en consecuencia, dentro de la
“crítica al colonialismo”.45
Conviene en este punto detenernos un momento a notar que también son
discursos sobre los otros la mayor parte de los estudios que los científicos sociales
producimos sobre las culturas. Un postmoderno escepticismo, tomando como
inevitable la lógica que la crítica ideológica revela en los discursos “alteritarios”
colonialistas, tiende a descreer de la posibilidad de que los estudios con
pretensiones científicas puedan realmente desembarazarse del lastre que supone la
cultura en que han sido producidos, arrastrando en consecuencia los mismos
prejuicios e intereses.46 Creemos que se trata de un riesgo que, efectivamente, no
debe menospreciarse. Como hemos señalado arriba, muchos textos que se
presentan como científicos no son sino discursos identitarios disfrazados con
terminología científica o simplemente amparados por una posición académica
institucionalmente autorizada. Y la misma consideración se aplica a los casos en los
que los académicos hablan no de su propia cultura sino de las culturas ajenas.
Sin embargo, si se extreman los límites entre las culturas al punto de concebirlos
como infranqueables, no sería siquiera imaginable la crítica ideológica de la que han
sido y siguen siendo objeto los discursos “alteritarios” arriba mencionados. La
posibilidad de arribar a un conocimiento científico de culturas a las que no
pertenecemos depende de la constante revisión de las categorías y los criterios con
los que se analizan los datos que la realidad nos proporciona. A lo largo de este
texto, por ejemplo, hemos llamado la atención sobre distintos aspectos
metodológicos que apuntan en esta dirección, como cuando argumentamos que no
es válido sostener que hay una identidad sólo porque se reconozcan, desde afuera,
rasgos comunes entre ciertos actores sociales mientras no se pruebe al mismo
tiempo que, además, esos actores sociales comparten en sus subjetividades la
autoadscripción a ese grupo; o cuando advertimos contra la incidencia que pueden
tener en la interpretación de la realidad las identidades (y las alteridades) prácticas
y conscientes que los propios investigadores llevamos en nuestras subjetividades.
En realidad, todo el trabajo de reflexión y precisión conceptual que venimos
realizando y cuyos frutos estamos exponiendo a lo largo de este documento aspira
a contribuir, precisamente, a que el conocimiento sobre el otro –y, en definitiva,
45
V.e.g. Aschcroft et al. 1989.
46
Argumentación que puede encontrarse esbozada por ejemplo en Geertz 1997.
67
también sobre nosotros mismos-47 pueda producirse sin la interferencia de otros
intereses que no sean los del esclarecimiento de la realidad. De esta manera, este
apartado, a la vez que nos permite examinar la difundida práctica del análisis de los
discursos alteritarios y ponerla en relación con nuestra propuesta, vale también
como un modo de poner de relieve la confluencia de las dimensiones política y
epistemológica a la que aspiramos en nuestro trabajo empírico y teórico.

47
En efecto, sería ingenuo pensar que el trabajo se simplifica demasiado cuando el investigador se ocupa
de una comunidad a la que él o ella misma pertenece. Como hemos señalado arriba, la identidad práctica
no está disponible inmediatamente a la conciencia y nuestras interpretaciones y conjeturas sobre lo que
ocurre en nuestra psique no son sino esfuerzos de representación que pueden ser más o menos adecuados.
Así como el investigador “externo” debe precaverse contra sus prejuicios e intereses propios con respecto
al grupo que estudia, el investigador “interno” también debe prevenirse contra los intereses afectivos que
lo ligan al grupo en cuestión y que pueden, evidentemente, afectar sus esfuerzos de representación
consciente.
68
Colofón
El conjunto de categorías que proponemos para la indagación de los fenómenos
identitarios ha sido desarrollado colectivamente a partir de la discusión de los casos
concretos de cada una de las investigaciones puntuales que hemos venido
desarrollando. Nuestra percepción del carácter insuficiente de los conceptos con
que contábamos para dar cuenta de los fenómenos identitarios constituyó el
verdadero incentivo para la búsqueda y la formulación de nuevas categorías más
precisas y adecuadas. La dialéctica permanente entre la indagación de casos
empíricos concretos y la producción de conceptos teóricos representa, desde
nuestra perspectiva, un modo de llevar a la práctica de la producción de
conocimientos una concepción epistemológica auténticamente materialista. Desde
una posición muy próxima al materialismo cultural propuesto por Raymond
Williams48 y, en buena medida inspirada en éste, intentamos eludir el riesgo,
siempre presente en las ciencias sociales, de cualquier forma de idealismo.
Intentamos aplicar esta precaución no sólo evitando las formas más evidentes del
fetichismo intelectual de las ideas y los conceptos, sino también atendiendo a la
más sigilosa de las formas de idealismo, por la cual se reflexiona con categorías
cuyos alcances y límites empíric os no se definen con precisión sino que se suponen
fácilmente reconocibles o evidentes por sí mismos. También este tipo de
indefiniciones, a nuestro entender, no hacen sino ocultar que esas categorías, en
última instancia, llegan a ser concebidas como parte de la realidad misma y no
como lo que en realidad son, un ordenamiento racional de la experiencia, y en

48
Williams 1980.
69
consecuencia se les atribuye una dinámica propia, incluso en aproximaciones que
se proclaman como materialistas.
En consecuencia, nos hemos determinado a tomar como punto de partida de
nuestro razonamiento y de nuestra argumentación una delimitación precisa del
modo en que las identidades existen en las subjetividades de los agentes sociales y
sobre esta base se articulan en las prácticas e interacciones sociales concretas.49
Por cierto, en absoluto pretendemos contar con un modelo exhaustivo y definitivo
del funcionamiento de la subjetividad del agente social, pero entendemos que sólo si
tenemos siempre presente la relevancia de los modos concretos en que en realidad
operan socialmente las subjetividades podremos avanzar hacia la construcción de
modelos teóricos más adecuados para explicar los procesos sociales en general.
Encaminados desde este posicionamiento epistemológico y teórico, nuestra
definición inicial de identidad nos proporciona un correlato empírico explícito e
identificable: un componente social de las subjetividades humanas dado por la
existencia comprobable en ellas de la noción o el sentimiento de pertenencia a
cierto colectivo. Las ventajas de la formulación de conceptos acerca de la
identidad con una nítida y estricta referencia empírica no se reducen a las
facilidades que, en efecto, conlleva su aplicación, sino que involucran también el
hecho de que se ofrecen de un modo más abierto y explícito a la evaluación de su
validez a través del contraste con los fenómenos empíricos y a la crítica teórica de
sus alcances y limitaciones.
El conjunto de categorías propuestas para dar cuenta de los fenómenos de
identidad no representa un modelo que intente explicar los mismos de un modo
abstracto y a priori, sino que pretende constituirse en una herramienta teórica
capaz de echar luz sobre las dinámicas específicas de los diversos casos concretos
y orientar la mirada sobre los factores que, según nuestras indagaciones, se revelan
como más pertinentes para ello. Más que explicar de antemano en abstracto cómo
funciona siempre la identidad, nuestras distinciones conceptuales buscan llamar la
atención sobre las especificidades de las distintas formas de identidad, evitando los
preconceptos que no hacen sino reducir y pasar por alto la diversidad real y la
complejidad característica de los fenómenos identitarios. En este sentido, el marco
teórico que proponemos tiende a evitar toda una serie de reduccionismos y
confusiones frecuentes en los estudios de las identidades: la confusión de ciertos

49
Parece importante señalar, asimismo, que, en nuestra comprensión del materialismo, y en oposición a
ciertas formas de positivismo con las cuales a veces se confunde el materialismo en general, entendemos
que la subjetividad humana es una realidad empírica.
70
rótulos externos aplicados a determinados grupos con las identidades reales de esos
mismos grupos, la reducción de las identidades a discursos identitarios, la confusión
entre la comunidad de rasgos culturales en un grupo y la existencia efectiva de una
identidad en tanto noción de pertenencia a dicho grupo, la reducción de las
identidades a ideologías o ficciones hegemónicas y totalizantes, el carácter
desapercibido de las identidades concretas, etc.
Asimismo, las categorías que hemos presentado a lo largo de esta publicación, si
bien no ofrecen una explicación anticipada y abstracta para aplicar a casos
concretos, tienden a orientar la mirada del investigador para dar cuenta de los
mismos. Así como la sencillez de nuestra definición de identidad busca poner en
primer plano el componente crucial de la producción y reproducción de todo
fenómeno social (los contenidos de las subjetividades de los agentes sociales),
también la formulación y el desarrollo de categorías analíticas más específicas,
como identidad práctica e identidad conciente, identidad imaginada e identidad
concreta, etc., pretende señalar los tipos de factores que desempeñan un papel
fundamental en la dinámica de las diversas formas de identidad.
A modo de cierre, retomaremos algunas de las nociones fundamentales que
hemos desarrollado en esta publicación para facilitar una visión de conjunto y para
ilustrar a partir de investigaciones concretas algunas de la s direcciones en que las
mismas pueden orientar la búsqueda de explicación de los fenómenos identitarios.50
La distinción entre identidad práctica e identidad consciente, más que una
clasificación de tipos de identidad, constituye una herramienta analítica que permite
discernir, a partir de su recíproca relación con recortes diferentes de la subjetividad
social humana (el saber práctico y la conciencia, en términos de nuestro modelo del
agente),51 los modos diversos en que las identidades pueden vincularse con la
producción de las prácticas sociales en general. Mientras el concepto de identidad
práctica remite a las nociones de pertenencia a colectivos directamente
involucradas en la producción de las conductas de los agentes sociales, a las
categorías de un saber actuar que no deben confundirse con las del discurso y la

50
Desde luego, como revela la lectura de esta publicación, las cuatro categorías retomadas a continuación
no son las únicas que proponemos, sino que se articulan con un marco más amplio de conceptos y
posiciones teóricas. Sin embargo, consideramos que son representativas de los aspectos más novedosos y
nucleares de nuestro modelo acerca de las identidades.
51
Kaliman (Dir.) et al. 2001: 6-18.
71
conciencia, el de identidad conciente remite a las representaciones conscientes a
través de las cuales los agentes sociales intentan dar cuenta de sus identidades
prácticas. En definitiva, cualquier indagación que busque explicar los procesos
sociales de producción y reproducción de las prácticas tendrá como objetivo central
reconstruir las identidades prácticas, pero ello no quiere decir que las identidades
concientes constituyan una especie de residuo superestructural e innecesario para
la investigación. Por el contrario, no sólo adquieren una importante significación
desde un punto de vista metodológico por el hecho de ser más directamente
accesibles, sino que, por un lado, la reflexión consciente acerca de nuestras
identidades constituye uno de los factores que pueden conducir a la modificación
de las identidades prácticas, y, por otro, la existencia misma de una identidad
conciente puede indicar ciertas articulaciones específicas de los procesos sociales
a partir de los cuales la misma emerge y se reproduce. Podemos ilustrar el modo
en que estas categorías pueden orientar la mirada del investigador con algunos
ejemplos concretos.
Como ya señalamos a propósito de ejemplificar nuestros puntos de vista acerca
de la alteridad, entre los pobladores de mayor edad de la localidad de Amaicha del
Valle (Valles Calchaquíes, Tucumán) se ha podido constatar la presencia
recurrente y generalizada de ciertas representaciones concientes acerca de lo que
definiría una identidad amaicheña. En el marco de esta identidad conciente, los
miembros mayores de la localidad caracterizan lo propio de la comunidad como un
conjunto de saberes, costumbres y valores que identifican como “las cosas de
antes” y que, según su percepción conciente, las generaciones más jóvenes habrían
tendido a abandonar. Pero este modo conciente de delimitar la identidad de la
comunidad, que excluye a las generaciones más jóvenes, no debe confundirse con
una efectiva identidad práctica que, en efecto, los incluye. En toda una serie de
acciones concretas desarrolladas por estos agentes subyace una noción de la
comunidad y de sus alcances que abarca las generaciones recientes y no se
corresponde con el alcance y la caracterización de esa identidad conciente. Pero,
dado que el surgimiento y la reproducción de una identidad conciente son en sí
mismos procesos sociales, constatar su presencia nos conduce a indagar las
condiciones sociales específicas que propiciaron la reflexión y la elaboración de un
discurso articulado acerca de la pertenencia a cierto colectivo. En el caso que
estamos refiriendo, esta indagación ha revelado la emergencia de un conflicto
intergeneracional relativamente reciente a partir de un cambio de nociones y
valores de las últimas generaciones escolarizadas que ha tendido a socavar las

72
posiciones de saber que los más viejos solían ocupar antes en la comunidad. En
este sentido, puede afirmarse que la reflexión que hizo emerger estas
representaciones identitarias concientes ha sido motivada por la experiencia de los
mayores acerca de esta crisis y se articulan con una identidad práctica
generacional configurada en el marco de este conflicto intergeneracional. 52
Como decíamos más arriba, identidad práctica e identidad conciente no son
categorías que clasifiquen las identidades, sino que remiten a aspectos y dinámicas
diferentes de la subjetividad en relación con los cuales pueden desplegarse
nociones identitarias. Así, por ejemplo, tanto los fenómenos de una identidad
nacional como los de una identidad familiar pueden involucrar al mismo tiempo
nociones de identidades prácticas y de identidades concientes. Para dar cuenta de
ellos adecuadamente, es necesario distinguir la dinámica de los discursos
nacionales y familiares del funcionamiento en las acciones concretas de las
delimitaciones efectivamente operantes, capturar los posibles ajustes y desajustes
entre estos planos y las formas específicas en qué, a partir de sus modos diferentes
de anclaje en la subjetividad, se articulan recíprocamente en el proceso social
integral.
A diferencia de este par de categorías, la distinción entre identidad imaginada e
identidad concreta sí establece una clasificación de las identidades, o al menos, una
polaridad en relación con la cual podemos situar cada caso concreto. Así, por
ejemplo, de una identidad nacional diremos que se trata de una identidad imaginada,
mientras que una identidad familiar constituye un caso típico de identidad concreta.
La distinción en este caso pone de relieve rasgos contrastantes de las nociones
identitarias a partir de los cuales es posible derivar modos de articulación social
diferentes, formas distintas de reproducción y funcionamiento social. Decimos de
una identidad que es imaginada cuando el colectivo al que se adscribe rebasa los
límites de la experiencia posible de cualquier agente social, cuando la extensión en
52
Para un desarrollo más exhaustivo de este caso, cfr. Chein 2001. Éste es sólo un ejemplo que ilustra el
necesario anclaje de las identidades concientes en las prácticas. La emergencia de una identidad conciente
implica una actividad reflexiva cuyas motivaciones arraigan en las condiciones de la práctica social
misma, no sólo en los casos en que, como en el ejemplo referido, los agentes sociales se ven enfrentados a
resolver situaciones especialmente problemáticas, sino incluso en aquellos casos en los que la reflexión
puede parecer más espontánea y libre, como la que es propia de la actividad intelectual. Esta apariencia
sólo se puede sostener sobre la base del desconocimiento de que la afición reflexiva que estas actividades
involucran está en sí misma definida y motiv ada socialmente.
73
el espacio y en el tiempo de la comunidad de pertenencia impide la posibilidad del
conocimiento por trato directo de sus miembros. Sostener una identidad imaginada
implica tener la noción de un colectivo que no hemos podido experimentar, la
noción de un grupo en el que necesariamente imaginamos la pertenencia de otros
integrantes que no conocemos ni llegaremos a conocer. En contraste con esta
noción, una identidad concreta es aquella que involucra la noción de pertenencia a
un colectivo que resulta accesible a la experiencia de sus miembros, cuya extensión
incluye a miembros que tienen experiencia los unos de los otros por trato directo.
Incluso, la dinámica socia l de una identidad concreta suele involucrar situaciones
típicas en las que la experiencia del grupo mismo como totalidad es accesible,
reiteradas situaciones en las que los miembros del colectivo se reúnen como tal.
La constatación de una identidad imaginada orienta nuestra indagación hacia
ciertos factores específicos y pertinentes porque supone un modo particular de
articulación social: dado que la noción de un colectivo de este alcance no puede
adquirirse a partir de la experiencia, la misma implica la existencia de un discurso
identitario cuya difusión estaría en la base de la socialización de los agentes en este
tipo de identidad. Ilustraremos el modo en que el concepto de identidad imaginada
orienta la investigación a partir de un ejemplo real. En nuestro país, el estudio de las
letras del folklore moderno (entendiendo por tal, operativamente, el vinculado a los
medios masivos), en su mayoría elaboradas por autores de origen urbano y
consumida por públicos urbanos, revela una insistente y regular referencia a
espacios, tipos y costumbres característicos del ámbito rural. No podríamos dar
cuenta de esta regularidad sin considerar una identidad imaginada que se reproduce
a través de ellas y que está en la base de la definición y la legitimidad social de la
práctica cultural misma: la identidad nacional. Tanto desde la producción como
desde la recepción, la práctica misma del folklore moderno vinculado a las
industrias culturales se concibe como manifestación auténtica del espíritu nacional.
En tanto identidad imaginada, su emergencia y reproducción suponen la presencia
de un discurso identitario que propone la pertenencia a un colectivo que escapa a
las posibilidades de la experiencia. Para explicar su dinámica social es preciso
partir de la constatación e identificación de el o los discursos identarios que la
promueven. Y en el caso del ejemplo que nos ocupa, la aparente paradoja de la
identificación de sectores urbanos con lo rural a través de las letras de folklore se
explica a partir del hecho de que el discurso identitario nacional ampliamente
difundido e involucrado en la definición de esta práctica cultural propone una
representación de la argentinidad que remite al ámbito de lo rural. Según este

74
discurso identitario, la esencia de la nación se hallaría en el espacio, los tipos y las
costumbres del campo. 53
Constatar la existencia y extensión social de una identidad imaginada es sólo el
punto de partida para una indagación más profunda y nos permite orientarnos en
esta indagación, ya que acerca de la misma podemos preguntarnos: ¿con qué
discurso o discursos identitarios se vincula esta identidad imaginada?, ¿en qué
contexto social se ha generado y difundido este discurso?, ¿qué agentes e
instituciones lo difunden?, etc. Aunque de hecho juegue un papel central y
articulador de la dinámica de una identidad imaginada, los discursos identitarios no
constituyen el único factor que incide en ella, y por ello, es necesario plantear otros
interrogantes en relación con cómo este discurso es adoptado, resignificado y
aplicado por diversos grupos sociales, cómo se articulan sus nociones y valores con
las experiencias y las prácticas concretas de un sector de la sociedad. De no tener
en cuenta estas articulaciones específicas, en el caso de las letras del folklore, por
ejemplo, no podríamos dar cuenta de las efectivas diferencias acerca de esta
misma identidad nacional que dividen y/o enfrentan dentro del campo del folklore
moderno tanto a los distintos grupos de autores como a las audiencias.54
Distintas investigaciones particulares han tendido a mostrar que, en muchos
casos, las identidades imaginadas se articulan con, y se reproducen o refuerzan a
través de, la dinámica de ciertas identidades concretas. Un ejemplo ilustrativo
podría ser el de la reciente incorporación, adaptación y reproducción de una
identidad imaginada india en la localidad de Quilmes (Valles Calchaquíes,
Tucumán).55 Actualmente, los representantes de la comunidad india organizada de
Quilmes expresan y difunden un discurso identitario articulado y sistemático acerca
del origen indígena de la población, discurso que soporta la noción de un colectivo
de pertenencia que supera en el espacio y el tiempo las posibilidades de la

53
Una discusión más detallada de este proceso está desarrollada en Kaliman 2004.
54
Así, por ejemplo, la imagen de la vida rural no se presenta de igual manera en todos los cultores del
folklore moderno. Contra la perspectiva idílica y autosatisfecha que predomina en textos herederos del
discurso criollista difundido desde la oligarquía terrateniente en las primeras décadas del siglo XX, otras
voces, como las de Atahualpa Yupanqui, nutrido en el irigoyenismo, o la de letristas surgidos durante los
1960, de otras extracciones ideológicas, se subraya el carácter sufrido de esa vida e incluso, en algunos
casos, la protesta contra la desigualdad social. Ver al respecto los análisis en Kaliman 2003 y 2004
(capítulo III).
55
Para un desarrollo más detallado de la investigación de caso que aquí citamos cfr. Reyes de Deu 2001.
75
experiencia y que constituye un referente común en la elaboración de una reflexión
conciente de los habitantes de la comunidad acerca de su identidad. Pero la
reciente introducción y el actual arraigo de este discurso y de la identidad
imaginada que involucra operaron sobre la base de una identidad comunitaria que
ya se había generado tiempo atrás. Desde tiempo atrás, la autoadscripción práctica
al colectivo experimentado como el conjunto de los quilmeños constituía un factor
de significativa importancia en muchas de las acciones desarrolladas
individualmente y en conjunto por los habitantes de la localidad. La noción y los
sentimientos de pertenencia a este colectivo directamente experimentado por sus
miembros constituye un caso de identidad concreta. La constatación de una
identidad concreta indica un modo de articulación social diferente del que es
característico de una identidad imaginada, y orienta la mirada del investigador hacia
otros factores que resultan más significativos en relación con ella: la experiencia de
las relaciones concretas como fuente central (aunque no excluyente) de la
emergencia, la reproducción y la transformación de la identidad. De allí que resulte
de central importancia preguntarse por las experiencias que generan, transforman y
reproducen la noción misma de la existencia del grupo y el modo en que se lo
concibe. En efecto, en el caso de este ejemplo, antes de que llegaran a concebirse
a sí mismos como indios, los campesinos de la localidad debieron enfrentar la
expoliación del pago de un arriendo a un propietario común externo a la comunidad.
Hace unas pocas décadas, los quilmeños coordinaron una estrategia de resistencia
frente a esta expoliación negándose en conjunto a pagar el arriendo. La cercanía
en el espacio, la reproducción cotidiana de complejas redes de relaciones e
interacciones que los vinculaban y, sobre todo, la percepción de una problemática
compartida y el consecuente desarrollo de estrategias colectivas hicieron emerger
y fortalecer una identidad concreta referida a la comunidad. Incluso más allá de la
problemática del arriendo, antes de concebirse a sí mismos como indios los
quilmeños reconocían en la práctica toda una serie de características como propias
de la población de la localidad. La introducción del discurso identitario indio y la
construcción de una identidad imaginada a partir del mismo encontraron un campo
fértil en estas condiciones previas, dado que en buena medida legitimaba y
legalizaba su justo reclamo por la propiedad de las tierras.56 Toda una serie de

56
Cabe señalar que en nuestro país, en los últimos años, se han multiplicado los casos de poblaciones
locales cuyo reclamo por la propiedad de la tierra se articula con la reivin dicación de su origen indígena a
partir de la reciente presencia de un nuevo marco legal que los contempla. La comunidad de Quilmes tal
vez sea una de las pioneras en la articulación de este tipo de estrategias en la actualidad.
76
nuevos rasgos se incorporaron a su autopercepción conciente a partir de esta
identidad imaginada, pero también el discurso mismo se adaptó y recogió nuevos
contenidos específicos sobre la base de la identidad concreta anterior. Difícilmente
pueda sobrestimarse la importancia que la dinámica social en torno a esta identidad
concreta, la de las relaciones e interacciones que constantemente conforman y
confirman la existencia del grupo, tiene para la reproducción y el arraigo de la
identidad imaginada india.
Pasar por alto la existencia de las identidades concretas, muchas de ellas sin un
discurso articulado que las ponga de manifiesto y a veces sin una categoría
discursiva que las designe, conlleva, desde nuestra perspectiva, una pérdida muy
significativa para la explicación adecuada de los procesos de producción y
reproducción social y cultural. La pertenencia a grupos concretos articulados a
través de relaciones e interacciones directas y frecuentes y el propósito de
mantener y reproducir esta pertenencia opera frecuentemente como punto central
de sostén no sólo de identidades más abstractas y discursivas sino también de
creencias, valores y conductas en general.
Asimismo, atender de un modo materialista a la dinámica social de las
identidades en todas sus formas y manifestaciones abre la posibilidad de dar cuenta
de muchas de las articulaciones de los procesos sociales que trascienden la
perspectiva y la voluntad de los agentes individuales, alejándose de antiguas
nociones metafísicas como las de un espíritu esencial y colectivo, y, al mismo
tiempo, evita la apelación a modelos abstractos e idealistas como los que postulan
un sistema social autorregulado que trasciende a la experiencia material y empírica.
Los colectivos de pertenencia no constituyen realidades cuya objetividad trasciende
la materialidad de las acciones e interacciones humanas, como entidades
supraindividuales que desde alguna existencia exterior a las percepciones y
acciones concretas se impone sobre ellas y las determina, pero tampoco
constituyen meras ficciones siempre pergeñadas para recubrir y encubrir un
proceso social real conflictivo, lo cual equivale a concebirlos nuevamente como
otra forma de exterioridad. Las representaciones identitarias, prácticas y
concientes, concretas e imaginadas, veraces e ideológicas, inciden directamente en
la producción y reproducción las proximidades y distancias, las inclusiones y
exclusiones que, desde dentro de la trama material de las acciones e interacciones,
articulan la objetividad histórica de los colectivos humanos.
77
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Indice
Presentación............................................................................................. 4
Introducción.............................................................................................. 6
Una definición inicial de identidad........................................................... 9
La manifestación de las identidades.....................................................12
Relevancia social de las identidades.....................................................14
Identidad colectiva e identidad individual..............................................15
Socialización e identidad .....................................................................16
Confrontación con otros conceptos de identidad colectiva .................. 20
La identidad como esencia metafísica..................................................20
La identidad como ficción ...................................................................23
El sentido amplio de identidad y las identidades socialmente relevantes
............................................................................................................ 27
Multiplicidad y variedad de las identidades ......................................... 33
Identidad práctica e identidad consciente ............................................. 39
Discurso y experiencia en la reproducción de identidades .................. 45
Discursos identitarios ............................................................................ 49
Identidad concreta e identidad imaginada ............................................ 52
Alteridad................................................................................................. 57
Los otros con respecto a una identidad ................................................59
Los otros como grupo.........................................................................61
Identidades y alteridades que sí parecen definirse mutuamente ..............63
Discursos “alteritarios”.......................................................................65
Colofón.................................................................................................... 69
Referencias ............................................................................................ 78

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