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QUERÍAMOS TANTO A PIGLIA

Ricardo Piglia, hoy ultra-canonizado, definió buena parte de las ideas-fuerza que
orientaron la literatura argentina durante las últimas tres o cuatro décadas. “¿Por qué
se imponen ciertas condiciones de lectura que dominan una época? Ese es el problema
del valor, una combinación de circunstancias específicas y determinaciones políticas”,
dice el escritor en Crítica y Ficción (1986). Para honrar sus iluminaciones, estos
criterios deberían ser aplicados a su obra y a su posición en el campo intelectual. Por
Diego Vecino.

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Ricardo Piglia no es un escritor excéntrico ni inclasificable. Hoy, define un espacio
social y cultural preciso, narrable, seguro y prestigiado al interior del campo literario.
Una serie de estrategias de lectura tipificadas, reconocidas y compartidas parcialmente
por la comunidad académica y el pequeño nicho de lectores profesionales que
constituyen ese campo. Estas estrategias de lectura no pueden ser reducidas a una sola,
pero sí hay una específica que puede servir como metáfora de las demás: Piglia formuló
(y encarnó) la salida sintética entre las dos posiciones dominantes en la literatura
argentina en los ’80, la experimentación vanguardista y el populismo. Las novelas de
Piglia proponen cierta lectura de la “serie política” (el peronismo, las clases altas
tradicionales, el Estado) mediada por la alegoría histórica y la incorporación ciertos
ejercicios de experimentación formal y la radicalización de la impresión de originalidad
narrativa al interior de los procedimientos de repetición propios de los géneros
literarios, especialmente el policial. Repetición con experimentación, la armonización
de estos polos opuestos define la morosa, reflexiva y teórica arquitectura narrativa de
Piglia, una arquitectura poblada por tipos eruditos que toman grapa y putean,
anarquistas autodidactas, locos, acaudalados, instintivos, flaneurs que caminan
febrilmente los márgenes de Buenos Aires en la noche, gente que ya no existe, en rigor,
que ha ido muriendo o que ha sido reemplazada por otras formas de ejercer esa
ciudadanía blanda y lúcida del borderline.

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Piglia construyó un protocolo de intervención ligado a la figura del “escritor-
intelectual” (a diferencia de, por ejemplo, César Aira, el “escritor-artista” o Fogwill, el
“escritor-francotirador”), una figura surgida en los ’60 y ya en rotunda crisis hacia
finales de los ’70, pero que puede revalorizarse, estabilizarse y alcanzar cierto período
de sobrevida en función de dos necesidades apremiantes del campo literario argentino
en los ’80, que todavía conservaba cierto prestigio residual y que todavía no se había
autonomizado totalmente del campo político –esto se lo debemos a los narradores de los
’90-: la armonización entre sus zonas antitéticas en una única gran tradición que asegure
su reconstrucción en función de una agenda de textos consensuada, y la resolución
narrativa de la experiencia reciente de la dictadura. Es a la luz de esas preguntas que
Ricardo Piglia encontró terreno fértil para el desarrollo de su figura de autor y crítico.
En sintonía con ese gran modelo sintético, sin embargo, ese lugar sufrió tempranamente
de la gran paradoja argentina de estar en crisis a la vez que vigente, de ser provocador
pero final y fundamentalmente conservador.
Las grandes líneas de herencia literaria Roberto Arlt – David Viñas y Macedonio
Fernández – Jorge Luis Borges, así, fueron decantadas en las figuras máximas de
Manuel Puig, de Rodolfo Walsh y en la propia Respiración Artificial, obras llamadas a
clausurar las viejas e improductivas disputas que, por otra parte, se entendían como una
metáfora de la vida política argentina previa a 1983. Este clima cultural, de síntesis y
reconstrucción, sintonizó por otra parte con el gran proyecto político de los intelectuales
argentinos que en los ’60 habían procurado la modernización del marxismo via Gramsci
y de la crítica literaria via Benjamin, y que en los ’80 volvieron a la Argentina para
incorporarse al gobierno alfonsinista, el “tercer movimiento histórico” que venía por su
parte a operar en el gran escenario nacional la síntesis entre la base electoral histórica
del peronismo y el programa político de la social-democracia importada de Europa en la
figura del Nuevo Caudillo Blanco. Piglia contribuyó fuertemente en la consolidación de
esa cosmovisión política aportando algunas líneas de especulación significativas,
teñidas por el triunfalismo de la tibia mitología institucionalista: “De Irigoyen me
interesa el estilo. El barroco radical. ¿Cómo es que nadie ha comprendido que en sus
discursos nace la escritura de Macedonio Fernández?”, anota en Respiración Artificial
(1980).

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La primera vez que leí Crítica y Ficción me pareció muy sugestiva y poderosa una de
sus tesis; la del Estado como máquina de narrar. Piglia construía una vinculación íntima
entre poder y ficción y la idea de que era en que cada proceso político y económico de
la Argentina podía ser identificado un tipo de relato: “El complot, el crimen, la
falsificación son la esencia del poder en la Argentina”, escribe, y ese núcleo narrativo
del poder constituido está en tensión con la literatura, que funciona como un discurso
que comenta, amplifica o resiste esa ficción oficial. Sin embargo, los ecos de esa
estrategia de lectura, sus resonancias, hoy nos quedan lejanas y esquemáticas. Hoy el
Estado es otro Estado, o al menos es otro el conjunto de definiciones y sentidos
políticos en disputa, y los debates públicos abiertos en los últimos años parecerían
encaminarnos hacia el reconocimiento de un conglomerado de poderes dispersos y en
disputa, todos ellos productores de ficciones contemporáneas, complejas y tensionantes
del espacio social. Estos factores son amplificados con los nuevos mecanismos de
circulación y apropiación social de la información que yuxtapone a las reivindicaciones
de redistribución del ingreso, por un lado, y, por otro, de redistribución política, un
tercer espacio de disputa, el de la redistribución de los símbolos sociales, visibilizado
por la explosión de las nuevas tecnologías de la comunicación, la Ley de Medios e
Internet. El Estado ya no es esa máquina perversa y criminal que podía ser en los ’70,
que podía ser incluso en los ’80 o en los ’90, cuando el consenso hegemónico del
neoliberalismo parecía perfilar la sombra esquiva pero cierta del Leviatán. Esto no
significa, por supuesto, que el nuevo Estado sea bondadoso e idílico, pero sí que
progresivamente se ha probado no sólo como un factor de poder más, entre muchos
otros, a veces no necesariamente el más fuerte, sino incluso insuficiente para mantener,
en algunos casos, el “monopolio de la fuerza” (y los casos más resonantes de fricciones
entre gobierno, fuerzas de seguridad y corporaciones políticas así parecen probarlo).
Blanco Nocturno (2010), su última novela, expresa la ineficacia total de procesar estas
transformaciones que se dieron al nivel de las ficciones sociales, y la evidente
imposibilidad de esta vieja tradición crítica que sintetiza y encarna la máquina de
lectura pigliana de decir algo sobre las nuevas interacciones políticas: personajes
estereotipados atraviesan una trama sin intriga ni tensión, sino meramente paranoica y
conspirativa. El intento por leer el conflicto por la 125, –a riesgo de pasar desapercibido
salvo porque el mismo Piglia nos advierte que está en la novela–, no es sino una
apostilla condescendiente, romántica y zombie de una Argentina que ya no existe ni en
las imaginaciones de los más ancianos bibliotecarios anarquistas, sobrevivientes
morosos de la Guerra Civil. Así, la novela de Piglia funciona como una máquina, sí: el
DeLorean del sentido común burocrático ochentoso, que nos transporta a ese espejismo
idílico donde se dio la última gran transformación de la literatura argentina, “la
aparición de una serie de poéticas relacionadas con la cultura de masas, las poéticas de
Saer, Puig y Walsh, a finales de los años ‘60” (Entrevista a Ricardo Piglia en Página/12,
20 de Septiembre de 2010), década en la que se clausura, escrupulosamente, todo el
mundo conocido.

4.
Interrogarnos críticamente sobre este derrotero hecho de síntesis y de clausuras parece
volverse un imperativo en el inicio de una nueva década. Una interrogación que es
amplificada por la sospecha quizás apresurada pero verosímil de que los ’60 no fueron
ni el último gran proceso de modernización de la Argentina ni la última gran
transformación de sus letras, y, por supuesto, por eso que el crítico y escritor español
Jorge Carrión menciona como la “definitiva consagración iberoamericana” de Ricardo
Piglia, hablando, por supuesto, de los fuertes rumores que circulan sobre que más
pronto que tarde el Premio Cervantes será nuevamente para un argentino. Lo cual no
estaría del todo mal, si tenemos en cuenta que el Cervantes tiende a funcionar, no
reconociendo una trayectoria, sino detectando allí donde tiene lugar el raro favor del
consenso automático.
Acaso la relación entre política y ficción que propone la obra de Ricardo Piglia, esa tibia
tensión entre el poder concentrado y conspirativo y la guerrilla simbólica que lo
confronta y lo glosa, sea capaz de otorgar un discurso tranquilizador frente al reclamo
que en los últimos años han hecho algunos sectores de la sociedad por ese algo muy
difuso que se enuncia como la “recuperación de la política”. Ese discurso es valorado
porque recompone y actualiza el mito del escritor outkast, el sofisticado comentador de
los conflictos de su tiempo, escribiendo en soledad, recostado sobre el suave almohadón
de plumas de la micropolítica ("La idea de que un escritor debe decir sobre el presente o
debe testimoniar sobre el presente es una tautología. Eso es inevitable", dice Piglia, con
razón, en Septiembre de 2010). Es por eso que la pregunta acerca del lugar de Ricardo
Piglia en las letras nacionales debe ser no sólo una pregunta por las “estrategias
narrativas” o su “imaginación ficcional”, sino una pregunta generacional acerca de la
manera en que se acumuló riqueza, poder y prestigio en la sociedad Argentina post-
dictadura, y por las formas en las que la desorientación y los poderes del presente
vampirizan y restituyen a las glorias de ayer en un eterno ejercicio de nostalgia del
presente.

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