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EL DISTRITO DE SINISTRA
Sinistra körzet
Traducción de Adan Kovacsics
Acantilado, 2003
Obras publicadas:
Índice de capítulos:
Por el descolorido prado otoñal que bordeaba la otra orilla del arroyo,
pasaba en ese preciso instante el forastero al que llamaban el “Gallo
Colorado”.
******************
Como, por otra parte, el tinte tampoco estaba de moda por estos pagos,
cuando aparecía algún pelirrojo, en seguida se lo identificaba como un
forastero de paso.
El “Gallo Colorado” se presentó como un simple caminante; recorría las
laderas a paso ligero, y su pelo y su barba rutilaban aquí y allá como la
llameante zarzarrosa bajo los negros abetos.
-Dígame, Andrei, pero en serio, palabra de honor: ¿no le han dejado una
bolsa? Con un pescado dentro, nada más. No importa que se lo haya comido,
pero dígamelo.
Aunque le juré y rejuré que no, se marchó con una expresión de sospecha
y resentimiento en la mirada, y ya no volvimos a vernos. A poco, Nikifor
Tescovina, cantinero del espacio natural protegido, nos informó que el
encargado forestal había desaparecido. A su cantina acudían a beber los
guardas de la reserva de osos y los coroneles, o sea, que estaba al tanto de
todo.
******************
La planta del pie era casi de color rosa, como si anduviese siempre de
puntillas, blanda y un tanto húmeda, y para colmo no tenía clavada una
espina, sino el pétalo entre dorado y plateado de un cardo. Se lo quité con
los dientes, claro está, lo cubrí con un escupitajo cuando ya centelleaba en la
punta de mi uña y lo guardé bajo mi camisa. Estrechaba en mi mano el pie
de Elvira Spiridon, y si alguien me hubiese visto en aquel momento, habría
creído que me estaba presentando.
El coronel Borcan ya no vivía por aquel entonces, pero esto no era asunto
del forastero. Arrojé en un barril vacío la bolsa con su contenido, y cuando el
extraño se hubo marchado, salí corriendo en pos de Elvira Spiridon, que con
sus centelleantes aros desaparecía asustada en el bosquecillo, con un pie
descalzo y balanceando la abarca en la mano. Hizo oídos sordos a mi retahíla
de piropos; por lo visto, el encuentro con el “Gallo Colorado” la había
desganado también a ella.
Y el asunto tenía miga: pues a primera hora del día siguiente volvió a
presentarse el “Gallo Colorado”. Desaliñado, pringoso, sucio y mojado hasta
los muslos, parecía haber atravesado a toda prisa un prado cubierto de
hierba y maleza. Ni siquiera su pelo rutilaba ya; lo que rutilaba era más bien
su piel; la nariz y las puntas de las orejas fulguraban y chisporroteaban de ira
y espanto a la par.
-Por amor de Dios, Andrei -me dijo siseando-. ¡¿Por qué no me dijo usted
que coronel Borcan muerto?!
*******************
Una tal Izolda Mavrodin vino a ocupar el puesto que el coronel Borcan
ostentara entre los cazadores de montaña, el de encargado forestal. Mi vida
cambió bastante. Un tempestuoso día de primavera yo también desaparecí
de allí.
*******************
Quien haya recorrido alguna vez el bosque sobre esquís sabrá que,
cuando uno pasa varias veces sobre sus propias huellas, la nieve se
endurece debajo, se derrite a veces un poco, pero vuelve a congelarse una
y otra vez. Por mucho que se derritan, esas huellas paralelas, esas cintas
sedosas de reflejos plateados, sólo desaparecen definitivamente a principios
de verano. Pero algunas no desaparecen jamás.
********************
En aquel último invierno me dirigí esquiando, día tras día, a los arroyos
subterráneos del bosque de Kolinda. En las cuevas, en los húmedos
escondites situados bajo tierra, se hurtaban algunos insociables, dispuestos
a eludir a los cazadores de montaña; ni los llamamientos ni los ruegos
lograron hacerlos salir. Al principio se dijo que les pusieran trampas y cepos,
pero al final nos limitamos a echar cemento en las entradas.
Así pues, pasé semanas enteras deslizándome hacia allí con sacos de
cemento sobre el hombro, siempre siguiendo las mismas huellas. El cemento
es pesado, de modo que la nieve se petrificó y se tornó diamante bajo mi
peso.
*********************
Por ella me enteré de que el coronel Borcan -al que después de morir le
cayó incluso la pena de muerte- había sido íntimo del coronel polaco a cargo
de la frontera y que algo se traían entre manos los dos hombres: el polaco
siempre le hacía llegar los recados escondidos en la barriga de un pescado,
si es que no eran dólares de los auténticos.
En el fondo del valle, al borde de los recodos del río, los saucedales
lobreguecían el ambiente; en la otra orilla serpenteaba una hilera de casas
situadas a bastante distancia unas de otras, en las laderas lejanas
iluminadas por el sol resplandecían los tejados de pizarra, y muy a lo lejos,
encima del negro cuello de abetos, cabrilleaban las torres heladas del Pop
Ivan y del Dobrin. Detrás de éstas se alzaba, verde y extraño, el cielo
septentrional.
Más allá ya no seguía ningún camino; bajo las paredes que tenía enfrente
debía de estar el espacio natural protegido en cuyas inmediaciones
pretendía instalarme. En la honduras de aquella inmensidad, en algún sitio
sin concretar, vivía Béla Bundasian, mi hijo adoptivo. Llevaba años
buscándolo.
Pero él no quería saber nada del mío e incluso evitó estrecharme la mano;
no iban a averiguar mi identidad, dijo, mientras no viniese a verme el coronel
Borcan en persona. Entonces, el encargado forestal tomaría una decisión
respecto a mi nombre. Él era el comandante de los cazadores de montaña.
-Me alegra de que duermas a pierna suelta -dijo-. Aunque paso a menudo
por aquí, no quería molestarte, por si descansabas. Eso sí, entretando hemos
hablado de ti con el coronel Puiu Borcan.
-¿Conque tiene tiempo para ocuparse de mi persona?
-Y mucho. Es el encargado forestal de Dobrin, ¿o no? No tardará en venir,
porque quiere verte. La cosa pinta bien, parece que puedes quedarte.
-Si de verdad lo arreglas, te lo recompensaré algún día. Me gustaría llegar
a algo. Y tengo el pálpito de que aquí se redondeará mi vida.
-Bien podría ser. Al coronel Borcan le gusta lo que tienes en mente.
Considera que, si tus intenciones respecto a los frutos del bosque son serias,
la cosa puede tener pies y cabeza. Los frutos recogidos podrían almacenarse
sobre planchas y en barriles aquí en el molino.
-Lo mismo pienso yo.
-Y tú podrías dormir a pierna suelta al lado de los frutos, porque cuando
fermentan, su fragancia adormece.
-Pues entonces me interesa empezar ahora mismo. ¿Qué tal la zona en
cuanto a moras? Yo he pensado sobre todo en moras y arándanos.
-Pues no lo sé muy bien. Y, para confesarte la verdad, la cosa depende
también de los osos, de lo que les apetezca. Ellos comerán lo que coseches.
Sabes que esta región da cobijo a unos cien o ciento cincuenta osos. Por eso
le gustó tu idea al coronel Borcan.
-Ya ves que por nuestra parte la confianza es plena -decía Nikifor
Tescovina-. Y verás que casi nadie te preguntará de dónde eres ni de dónde
vienes. Y tú tampoco se lo digas a nadie por iniciativa propia, oye. Si alguien
te lo pregunta por alguna casualidad o pretende interrogarte, tú miente.
-Vaya, pues así será. Espero acostumbrarme. A cada cual le contaré una
historia diferente.
-Veo que ya sabes por dónde van los tiros. Y olvídate de tu nombre ahora
mismo. Hasta el punto de que si por azar oyes a alguien susurrarlo, tú ni te
inmutes. Tú pon siempre cara de póker.
Después de ponerse el sol, se cernió sobre Dobrin una noche oscura como
boca de lobo; sobre el perfil negro de las casas sólo se veían iluminadas las
ventanas del lejano cuartel y, a veces, se encendían señales luminosas de las
torres de vigilancia de los cazadores de montaña.
Entre las nubes nocturnas destellaban los relámpagos del Dobrin y con los
lejanos rumores se entrelazaban, de vez en cuando, los gritos de los búhos
ocultos en el bosquecillo. Los amaneceres amarillos y nebulosos casi siempre
me encontraban acodado en la ventana.
Ese día, Nikifor Tescovina traía también una botella de alcohol adulterado,
así como una cacerolita y carbón dentro de una olla grande llena de
agujeros. Me explicó que para beber el alcohol era preciso pasarlo a otro
recipiente filtrándolo por el carbón. Y que si no había carbón a mano, bien
servía una yesca común y corriente o el arándano.
Ese día había regresado el invierno, decidido a pasar unas horas en los
bosques de Sinistra. Una nube helada se cernió sobre el prado en flor, una
papa cristalina centelleaba entre las briznas del brazo muerto y la nieve de
los claros iluminaba el pueblo desde lo alto.
Aún recuerdo cómo se agitaba hacia aquí y hacia allá aquel pajarito
blanco sobre la hierba virgen de dos o tres metros de altura que no cesaba
de balancearse.
Me colgó la chapa del cuello con sus propias manos, apretó con unos
alicates los dos extremos bajo mi nuca, y la chapa no tardó en absorber el
calor de mi piel. A decir verdad, lo que más me gustaba de mi nuevo nombre
era el nombre de pila, Andrei.
Allá vivía, lejos del mundo, tras el cercado de la reserva, mi hijo adoptivo
Béla Bundasian, por quien me había trasladado a esa región montañosa del
norte. Así pues, tan pronto como me enteré de que una mañana habían
encontrado, esparcidos junto a la vía, diversos trozos del cadáver del
guardavía Augustin Konnert, solicité su puesto sin pensármelo dos veces.
El aviso era para mí, redactado de su puño y letra por la coronela Coca
Mavrodin, nueva comandante de los cazadores de montaña de Dobrin, a
quien identifiqué por las letras “n” y “s” escritas al revés.
Al otro lado de las aguas estaba Dobrin, y más allá del pueblo,
construidos en parte sobre la ladera de la montaña, se alzaban los edificios
del acuartelamiento de los cazadores.
********************
Me dejé guiar por el buen olfato y al final -claro que entretando habían
pasado varios años-, al final, digo, vine a parar aquí, al húmedo y aireado
Dobrin, en las proximidades de una reserva muy concreta.
Una mujer, Izolda Mavrodin, apodada Coca, pasó a ocupar el puesto del
coronel Puiu Borcan entre los cazadores de montaña de Dobrin. Una mujer
delgadita, silenciosa, transparente como una libélula.
-Porque imagino que tienes claro -proseguí- que estarás fuera muchos
años. A lo mejor no vuelves nunca más.
-Pues sí, así pinta la cosa. Estoy preparado para todo.
-Y tampoco sé si intuyes que Aranka Westin siempre me ha interesado.
Ahora que te vas, haré todo lo posible por ocupar tu puesto.
-Pues sí, también le he dado vueltas al asunto. Me limitaré a no pensar en
vosotros.
-Te digo todo esto, porque me considero un hombre legal. Que no se
crean que estoy actuando a tus espaldas. No me gustaría que al final
pensaras mal de mí.
-Ya os he olvidado. Ella se ha quedado con gran parte de mis
pertenencias, o sea, que puedes usar tranquilamente cualquier cosa que te
haga gracia. Mi camiseta de gimnasia, mis pantuflas, mis calzoncillos están
allí, y nuestras tallas coinciden más o menos. Yo sólo me llevo las tijeras, las
hojas de afeitar, algunas brochas y cremas, vamos, mis instrumentos de
barbero. Todo lo demás es tuyo.
-Eres un hombre legal.
-¿Y qué carajo quieres que haga?
-Por otra parte, tampoco sé qué pasará conmigo. Como ves, también he
sido convocado.
-Pero tú no llevas alforja. Tú puedes quedarte. Al menos por un tiempo.
-Ojalá. Por eso me atrevo a pedirte que me des algunos consejos útiles. A
ver, ¿cómo he de comportarme con ella? ¿Cuáles son sus costumbres, cuáles
sus caprichos femeninos?
-Vete al diablo. Tú ocúpate de sus babillas grandes y blancas, que no de
sus caprichos. Eso sí, no lo intentes cuando está cosiendo. Para ella, lo
primero es el deber. Y ahora, si no te ofende, me marcho. Que Dios os
guarde.
-Gracias. Y tú cuídate.
Rodeé la casa, cogí unos cuantos leños en el cobertizo, así como un poco
de chasca para alegrar la lumbre, y sin llamar a la puerta empujé el
picaporte hacia abajo con la rodilla.
Yo sabía que tenía la causa ganada y sabía, además, otra cosa: que ni por
asomo debía intentarlo mientras ella cosiera.
Pronto se descubrió, sin embargo, que tanta prisa no servía para nada,
puesto que la coronela Izolda Mavrodin, recién nombrada comandante de los
cazadores de montaña, había prohibido de entrada todo tipo de reuniones.
Una mujer pasó a ocupar el puesto del coronel Borcan entre los cazadores
de montaña de Dobrin. Se rumoreaba que Mavrodin era sólo su seudónimo,
que su verdadero nombre era Mahmudia y que no le importaba que la
apodaran Coca.
A mitad de la noche, cuando crucé el patio en busca del retrete -el alcohol
adulterado que me atizaba a última hora purgaba que daba gusto-, la niebla
se vislumbraba amarillenta sobre los numerosos tejados negros del pueblo,
algunas lámparas del cuartel seguían encedidas y las luces de las torres de
vigilancia flotaban, tal enormes algodones de azúcar, en lo hondo de la
húmeda oscuridad.
Tras el paso del coche quedó en las calles de Dobrin City un olor amargo
a medicinas o, más bien, a insecto pisoteado; el olor ascendió, recorrió en
oleadas el pueblo y se juntó luego, como el agua de lluvia, en las cunetas y
en los patios.
********************
Aunque yo, en una suerte de visita de cortesía realizada a primerísima
hora, en seguida presenté mis respetos a la nueva comandante tras haber
desempolvado el abrigo guateado y puesto a remojo las botas de goma para
que luciesen, ella me miró de arriba abajo y me despachó en el acto de la
oficina del encargado forestal.
Aun así, me fue dejando recados aquí y allá, siempre garabatos sin
importancia, aunque luego, cuando un servidor comparecía jadeando, me
despachaba. Que debía de tratarse de un error, decía, pues ni siquiera sabía
quién era yo.
En otra ocasión se pronunció así: que por ahora lo dejábamos para otra
oportunidad. Estaba seguro de que sólo pretendía chincharme y ponerme a
prueba, y de que algún día me revelaría sus verdaderas intenciones, aunque
fuese de manera indirecta, y entonces mandaría a sus cazadores de
montaña, sus perros y sus halcones a buscarme.
Hice sonar la chapita que me colgaba del cuello y demostré que el coronel
Puiu Borcan me había registrado reglamentariamente en su día y que, por
tanto, tenía con qué acreditarme si fuese necesario. Quien trabajaba en el
bosque de Dobrin siempre llevaba una chapita de este tipo en el cuello, con
los datos personales grabados y también, claro está, el nombre. Por estos
pagos se consideraba el verdadero documento de identidad.
-Si usted se quedase -dijo Coca Mavrodin-, entonces sí haría falta en
algún momento. Pero tampoco serviría mientras viviera y se moviera.
Eran palabras diáfanas. Cogí, pues, el gorro, le lancé una o dos miradas
cargadas de odio en vez de un saludo y, camino de la puerta, escupí por la
ventana. La voz de Coca Mavrodin me alcanzó en el umbral:
-Oiga, espere usted allí. Por mí, puede usted escupir. Ahora bien, lo había
tomado por un caballero.
-Lo soy, y no he escupido.
-Eso es otra cosa. Entonces voy a pedirle un favor. Hay aquí un paso
llamado Baba Rotunda; me gustaría que me acompañase allí. No tengo
muchas ganas de estar con estos sabios cazadores de montaña -se dio la
vuelta, con silla y todo, y buscó en el mapa en relieve que colgaba de la
pared el punto donde la carretera pasaba a la otra vertiente-. Le seré
sincera; hasta ahora no me he movido mucho por terrenos de este tipo,
porque soy del sur. Me gustaría que me orientase un civil como usted. Uno
al que, por otra parte, ya no volveré a ver nunca más.
-De acuerdo, no le diré que no.
Los gansos grises estaban sentados ante la entrada, uno al lado del otro.
El sudor había impregnado sus zapatos negros y les había dejado un
contorno blanco. Sus ojos como botones centelleaban bajo la intensa luz del
sol otoñal, y un olor a pachulí flotaba en torno a su bozo.
Allí estábamos frente a las escarpadas paredes del Dobrin; hacia oriente
el bosque de Kolinda emanaba oscuridad, y hacia el norte ardían las rocas
del Pop Ivan, rojas como la comadreja.
Hacía una o dos semanas aún rutilaba la serba por esos pagos, pero
ahora las ramas se mostraban todas grises y desnudas: huyendo de los
gélidos vientos del norte, había llegado el ampelis, devorador de la serba.
-Es usted un experto, pero incluso en este caso no sé qué hacer con usted
-dijo-. Un hombre no debe andar con frutos y pájaros en la cabeza. ¿Qué
demonios crece por estos pagos?
-Yo me inclinaba por los arándanos, pero sobre todo por las moras
-respondí-. Sabe usted, las transportaba a la reserva. Al oso le encanta la
mora.
-En mi vida he visto yo un arándano, pero ya me mostrará uno, ¿no? En
cuanto a la mora, la zarzamora también crece, por ejemplo, en mi país, la
Dobrudza. Y aunque por nuestros pagos apenas nieva, las colinas y los
cerros están siempre blancos tanto en invierno como en verano por culpa de
la sal. Entre los montículos se arrastran estolones peludos de cientos de
patas, llenos de pequeñas y sonrientes bayas.
-Debe de ser interesante.
-Dígame, Andrei, ¿no tiene ni idea de adónde han ido a parar sus
documentos?
-Pues sí -respondí de mala gana-, habrán quedado en el bolsillo de su
señoría.
-¿Qué señoría?
-Pues su señoría, el coronel.
Con gesto indolente señalé hacia adelante, donde los precipicios nevados
del Dobrin centelleaban entre jirones de nubes que colgaban. Señalé la cima
pelada donde el coronel Puiu Borcan descansaba en paz entre piedras verdes
y planas.
Por ahí se paseaba, con las manos en los bolsillos, alzando sobresaltado la
cabeza cada vez que se topaba con uno de esos montones, un habitante de
las montañas al que conocía de vista, Severin Spiridon. Ante él caminaban
unas enormes cornejas cenicientas, y por detrás le seguía un perro de pelo
lanudo y abigarrado.
-Venga, hijo, que vamos a dar una vuelta. Me gustaría hablar con el
hombre del catalejo.
-¿Tiene un cuchillo?
-No llego arriba, o sea que vaya usted. Y córtelo bien cortado.
-Yo le pedí que cortara la soga. No que le diera besos. ¿Cómo se le ocurre
semejante cosa?
-Sólo quería probar.
-Pues ahora resulta que lo ha resucitado.
Llevaba las colillas que solía recoger alrededor del cuartel en una cajita
de hojalata en el bolsillo. Elegí una gruesa y la introduje en la boquilla. Como
el coche no se ponía en marcha, fumé acodado en el capó. Desde allí vi a
Severin Spiridon, también acodado, boca abajo, en el umbral de su cobertizo.
Su saliva aún me tensaba el rostro.
-Pues resulta extraño que lo haya hecho ahora -murmuró Coca Mavrodin-.
Justo ahora que estábamos por estos pagos. Resulta un pelín extraño.
-Pues no tanto. En algún momento tenía que hacerlo.
-Cuando se recupere, lo interrogaré. Le preguntaré qué carajo miraba
tanto por el catalejo. A ver, que me informe un poquito.
Pasé con Aranka Westin la noche que, según todos los indicios, sería para
mí la última en Dobrin City, distrito de Sinistra. Aranka Westin tenía una vieja
tina de madera que servía también para bañarse. La llené de agua tibia,
preparé una buena dosis de bebida -alcohol adulterado, resina y agua- y,
siendo sincero, me mentalicé para marcharme en cuestión de horas para
siempre.
Nos pusimos a beber hasta que llegara el momento; apoyando las piernas
en los hombros del otro, ambos cabíamos en la tina.
*******************
Coca Mavrodin-Mahmudia era una mujer enigmática, una soldado
caprichosa; parecía juguetear conmigo, cuando de hecho lo que quería era
mantenerme.
Lo cierto es que varias cosas cambiaron desde que ella se hiciera cargo
del distrito forestal de Dobrin tras la muerte de Puiu Borcan. Los vientos del
cambio esparcieron pequeñas tiras de papel por todo el pueblo,
convocatorias que eran casi cartas privadas dirigidas a un servidor, mediante
las cuales me convocaba una y otra vez personalmente a las oficinas de la
inspección forestal.
Para protegerse contra las corrientes de aire, se había tapado los oídos
con torundas de algodón amarillo y emanaba aquel olor a insecto entre ácido
y amargo. Según se rumoreaba, había venido a parar al gélido norte
procedente de la región miasmática del delta, de un mundo de siluros
gigantes y pelícanos cargado de desgracias.
-Cuando puedo permitírmelo -dijo-, me gusta trabajar con civiles. Por eso
he pensado en usted, Andrei. Por cierto, nos acompañarán dos personas de
las nuevas generaciones.
Era un sitio maligno y aireado, con despeñaderos que hacían sonar sus
flautas y abetos grises que hacían ondear los filamentos de la procesionaria.
En la otra punta del valle, en el cielo lejano y transparente, ya titilaban los
inquietantes colores del norte.
Sabían que no solía atrasarse, pues siempre cruzaba el paso fronterizo los
jueves hacia el mediodía: se lo consideraba un hombre puntual. Se
rumoreaba que era medio alemán por línea paterna, es decir, por el lado de
los Mukkerman.
Sólo el vaho, que de vez en cuando asomaba ante su rostro, señalaba que
un ser envuelto en un abrigo de paño se enfrentaba al viento pinchudo y
hostil. Poco a poco se fue depositando sobre ella la misma cantidad de nieve
que había caído sobre la caja de arena y el bloque de la barrera. Un pequeño
remolino se formó sobre su gorro de piel y, por último, un pájaro se posó
sobre su hombro sin que ella se diese cuenta.
Como Coca Mavrodin conocía a los perros, interpretó las señales que
emitía su pelo en torno al cuello y acto seguido se enderezó. La nieve
depositada sobre su espalda se agrietó y cayó en blandos montones al suelo.
El pájaro se tambaleó sobre su hombro. Cayó tieso sobre la nieve, con las
alas heladas. Por lo visto, sólo se había posado allí para morir. Cuentan que
el ave que trae el constipado tungúsico del norte muere por la misma fiebre.
Los dos gansos grises emergieron del interior del vehículo anfibio y
quitaron a patadas la nieve de la matrícula del camión para asegurarse de
que se trataba, en efecto, del sujeto esperado.
-Lo mejor será que lo suelte usted voluntariamente -dijo la coronela Coca
Mavrodin al cabo de un rato-. Así habremos pasado el mal trago en el acto.
-Yo no tengo prisa.
-Pero supongo que no se muere usted de ganas de que mis hombres lo
manoseen.
-¿Por qué no? Me encanta que me rasquen los huevos.
Coca Mavrodin meneó el lápiz entre los dedos, y los dos gansos grises
procedieron al cacheo. Empezaron a hurgar entre los pliegues y arrugas de la
carne y pasaron los dedos, con sensibilidad y sin prisa, esperanzados, por las
depresiones que transcurrían entre esos fuelles.
-Escúchame bien -dijo en voz baja-. Algún día te aburrirás de todo esto,
seguro. Avísame, que te llevaré encantado a los Balcanes. A Salónica, a los
Dardanelos o incluso a Rodost. Te meteré atrás entre las carnes, allí no
pasarás calor, pero irás abrigado. Te garantizo que no te encontrará ni
Cristo.
-Por favor, calla.
-Consíguete a tiempo una pelliza bien gruesa y abrigada. Yo paso por aquí
todos los jueves, compro aceite en la gasolinera, ya sabes, esa de abajo, en
la carretera nacional norte-sur. Pero que en la medida de lo posible no llueva
ese jueves: no puedes meterte empapado, con la ropa mojada, entre las
carnes congeladas, en el hielo. Venga, ya puedes irte, que Alá te acompañe.
-No tengo ni idea de lo que hablas. No he oído nada de nada. Eso sí, he de
reconocer que dominas la lengua.
-Qué dices. Sólo pronuncio frases que me he aprendido de memoria.
Una vez abajo, el vehículo volvió a desviarse del camino y atravesando los
recodos del cauce del arroyo pasó a trompicones por los prados empapados.
Los dos dóbermans miraban, erguidos, por la ventanilla, al tiempo que los
ojos de los gansos grises centelleaban muy atentos, aunque allí abajo no
había casi nada que mereciera la atención. Cerca ya de la aldea, Coca
Mavrodin, con la frente sudorosa, me pidió que le acomodara la gorra.
-La próxima vez lo voy a sorprender -dijo-. Y mucho. Le voy a desinflar las
ruedas, por ejemplo, o algo por el estilo. O quizá le raje los neumáticos. A ver
si se le van las ganas de aparecer por aquí.
-Eso de que lo soñara... -intervino uno de los gansos grises.
-Los camaradas polacos nos han engañado a posta, seguro -señaló el
otro.
-Les recomiendo que callen.
A esa hora, el invierno descendía por las laderas del Pop Ivan al valle del
Sinistra. Chorreaba agua el canalón del antiguo molino, ahora convertido en
centro de recogida de frutos, y ya empezaban a formarse carámbanos en él.
A tientas en las tinieblas del pasillo, saqué con la cacerolita un poco del
jugo de frutos fermentados con que solía preparar mi bebida, alcohol
adulterado mezclado con agua. Me acurruqué en mi guarida, en un rincón de
un cuarto, en medio de la oscuridad; todas las noches, el alcohol me
iluminaba por dentro, en mis venas.
A poco sentí hambre, mojé setas y patatas cocidas heladas en el alcohol
adulterado mezclado con agua y las fui chupando, mientras escuchaba
embelesado cómo el viento empezaba a templar su órgano con los
carámbanos. Antes de dormirme, me puse de rodillas junto a la ventana,
según era mi costumbre, y meé sobre el patio. Lloviera o se despejara el
tiempo, yo siempre lo hacía.
Era uno de los gansos grises, terriblemente empapado por todas partes.
-Le ruego que se abstenga la próxima vez -dijo en voz baja y tono
severo-. Si tiene ganas de orinar, lo acompañamos encantados por el patio
oscuro. A partir de ahora siempre encontrará a alguno de nosotros en las
inmediaciones.
Pues sí, debería haber pensado que a partir de ese día sería considerado
un confidente de Coca Mavrodin, pues había calado uno de sus secretos, de
modo que desde entonces los gansos grises me vigilarían. Y uno de ellos ya
estaba allí, delante de mí, empapado de orina hasta los huesos.
Los gemidos del fotógrafo y coronel, al que sustituí por un día y al que
debo la amistad de Mustafá Mukkerman.
6
Se dice que es buena señal encontrarse con un enano por la mañana. Uno
de los días más afortunados de mi vida, aquel en que Elvira Spiridon, la del
trasero aterciopelado, se vino a vivir conmigo, me encontré con el enano
Gábriel Dunka a primera hora.
En Dobrin City, donde por aquel entonces, mal que bien, ambos vivíamos,
era uno de los pocos que poseían autorización para guardar tijeras en casa;
si podía, iba a verlo cuando necesitaba contarme algo.
Quién sabe por qué motivo, aquel día memorable creí que era jueves y
espiaba la llegada de Mustafá Mukkerman, el camionero turco que solía
pasar ese día concreto por la carretera norte-sur que circunvalaba el pueblo;
a Gábriel Dunka me lo encontré por casualidad.
Aunque era finales de otoño y una delgada película de hielo cubría los
recodos del arroyo, lo encontré en la orilla, sumergiendo en el agua helada
los tobillos heridos, amoratados. Trabajaba con arena, se pasaba el día
pisoteando descalzo cajas llenas de arena húmeda, y el monótono trabajo le
había afectado los tobillos.
Aunque la primera vez que había estado allí fuera precisamente conmigo,
la coronela Coca Mavrodin me mostró en el mapa en relieve el camino que
subía serpenteando al paso de Baba Rotunda, las cabañas de los juntadores
de heno esparcidas por los claros y, por último, la casa del peón caminero
Zoltán Marmorstein en la cumbre.
El mapa tenía dibujados hasta los graneros, los cobertizos y las casuchas
de los perros al borde de los senderos que cubrían aquel paso como una red.
Yo conocía bien el lugar.
Entre las paredes llenas de grietas colgaban de una soga los peales que
Zoltán Marmorstein se había olvidado.
Sobre la mesa de piedra húmeda y gris yacía el que fuera peón caminero,
Zoltán Marmorstein, con el pantalón lleno de intestinos, los suyos. Como el
hombre no se inmutaba, en seguida consideré míos los peales que había
puesto a secar.
En la casa del peón caminero daban luz los tres ojos encarnados de la
estufa y, entre los fulgores que revoloteaban, se veían los destellos de unos
aros de latón. Elvira Spiridon estaba sentada al borde del camastro con las
manos en el regazo. Delante de ella, las abarcas que se había quitado.
Sobre la mesa, en una cacerola metálica vieja y negra, había una sopa de
patatas con olor a ratón, la mitad de cuyo contenido ya había sido consumido
por otra persona.
Tiempo llevaba yo sin oír ese crujir de ropas, ni ese sonido de brazos
desnudos y, sobre todo, de muslos aterciopelados que se frotan, ni el del
agua que corre por las costillas, ni el de la piel que se seca. Elegí en el muslo
de Elvira Spiridon una arteria que subía ora bifurcándose, ora juntándose.
Con el dedo índice inicié el ascenso aparentando titubeo.
-Sepa usted -le dije despacito, sorprendido yo mismo de mi voz- que fui
yo el que un día le descubrí una espina en la planta del pie. No sé si se
acuerda usted, pero lo cierto es que se la saqué con mis propios dientes.
-No me he olvidado del señor.
-Entonces puedo contarle que desde entonces, para mis adentros, la
llamo serbal, pajarito, pajarito del serbal. De tantas formas como ocasiones
en que me viene usted a las mientes.
-No lo entiendo del todo, pero supongo que el señor me está diciendo
cosas bonitas.
-Y, para continuar, pronto le daré un besito a cada una de sus partes.
Para que luego no se sorprenda usted.
-El señor puede darme besitos donde quiera.
******************
Por la noche se calmó el viento, dejó de nevar, y las cimas iluminadas por
la luna proyectaban su luz al interior. En el inmenso silencio, la nieve crujía
en torno a la casa, como si Zoltán Marmorstein ya se acercase con las
pesadas tripas en los pantalones.
-Sabe, he venido a pie con el fin de tener tiempo para charlar con usted
por el camino.
-Conmigo no se puede. A lo sumo de la fresa, de la mora y, quién sabe,
quizá de la lechuza.
-Pues entonces nos acercamos al meollo de la cuestión. Si me permite,
empiezo.
-Mucho me temo que no tenemos ningún tema en común.
-El caso es que sí tenemos uno, concretamente la señorita Coca. Ella me
ha enviado. Al principio no lo valoraba a usted en su justa medida, pero ha
cambiado de opinión. Le voy a revelar una cosa: ahora lo aprecia mucho. Y
para colmo, quiere empezar asignándole una misión delicada, siempre y
cuando usted la asuma, claro. Quiere enviarlo a la reserva.
-No tengo acceso a la reserva, el coronel Puiu Borcan no me dio el pase
en su momento.
-Pues ahora ya dispone de un pase. La señorita Coca le pide que se quede
una noche en la cantina. Vive allí una muchacha llamada Bebe Tescovina.
Cuentan que sus ojos fulguran durante la noche como los del lince. No
estaría mal llegar al fondo del asunto, ¿le parece?
Bebe Tescovina era hija del cantinero Nikifor Tescovina; todo el mundo de
los alrededores la conocía por el intenso color rojo de su pelo; mientras la
nieve no cubría las vías, bajaba en un cuadriciclo impulsado a mano hasta la
escuela de Dobrin City.
Como un serbal llameante, su pelo relucía desde lejos bajo las grises
vallas. Y ahora resultaba que también le fulguraban los ojos.
Andrei Bodor llevaba cinco años esperando este día. Innumerables veces
había imaginado el momento en que se encontrase con su hijo adoptivo.
Pero su rostro ni siquiera se inmutó al oír la noticia.
-Tú aguza el oído -se dirigió Andrei al enano-, que ahora no nos escucha
nadie. Sé de tus “business” y que estás forrado de dinero. Préstame algo.
-Me has puesto entre la espada y la pared. ¿Cuánto necesitas?
-He pensado en cuatro billetes de veinte dólares. Algún día te los
devolveré, fijo. Necesito exactamente cuatro billetes, pues de ellos depende
mi vida.
-Ahora vete, que Niki Tescovina está mirando por la ventana.
A Bebe Tescovina ya sólo le fulgía el pelo rojo bien corto; los ojos azules,
mates como el arándano, no los quitaba de encima de Géza Hutira.
Desilusionada, se vistió con parsimonia mientras los dos hombres se
marchaban.
Béla Bundasian acercó la botella vacía a los labios y sorbió, con paciencia,
hasta la última gota. Ensalivó un buen rato, escupió y meneó luego la
cabeza.
-Horroroso.
-Veo que ha dado usted con un viejo amigo -dijo sin rodeos Géza Hutira.
Entregó el catalejo a Andrei para que echase un vistazo-. Pero puede usted
contar con mi discreción. No haré preguntas.
-Le doy las gracias de antemano. No puedo negar que lo conozco, y
pronto tendré que hablar algunas cosas con él.
-Mientras hablen, yo me daré la vuelta, me taparé los oídos y hasta me
apartaré un poco si fuese necesario.
-Eso no -intervino Béla Bundasian-. Te ruego que abras los oídos. Causaría
muy mala impresión si tuviera secretos contigo.
-He ojeado tus diarios -empezó Andrei-. Suponiendo que allí podría
averiguar en qué te habías metido.
-Pues ha hecho usted muy, pero muy mal.
-Por eso te busqué primero en casa de Connie Illafeld, mas fue en vano.
Así me di cuenta de que el problema era mucho más grave.
-No sé de qué problema me habla usted. Más bien calificaría de problema
el hecho de que hojease mis diarios, la puta que lo parió.
-No me quedó otro remedio. Pensé que así me enteraría de lo que te
había pasado.
-Pues ya ve, no me ha ocurrido nada. Usted sabe perfectamente que odio
estas cosas.
-Pero al final te he encontrado. Llevo años buscándote. En la actualidad
vivo aquí cerca, en Dobrin. Te sacaré de aquí.
-Quítese eso de la cabeza ahora mismo. No se preocupe más de mí. Ya
me las arreglo yo solo.
-He calculado que vendré a buscarte en primavera o, a lo sumo, a
principios de verano. Como te he dicho, no tengo a nadie salvo a ti.
-No se crea usted que lo vaya a acompañar. Me quedaré aquí, y si no me
deja en paz, ya verá usted lo que haré. Ya me ocuparé de que se enteren de
lo que usted busca con tanto afán en la zona prohibida.
Según todos los indicios, Géza Hutira había concluido su trabajo: la barra
se alzaba sobre la cima, bien encajada entre las piedras y sujeta por los
alambres; de pronto se oyó el viento que asomaba por la cresta y empezaba
a soplar por los agujeros.
Sin embargo, con sus piedras mohosas, con sus vigas cubiertas de liquen
y chupadas por la niebla, parecía haber crecido allí por sí sola, cual si
perteneciese por naturaleza a la ladera de la montaña. Cuando la luz de la
linterna se esparció por el espacio, éste se llenó de sombras pululantes.
-No les tenga usted miedo -dijo Géza Hutira-. Tanto las comadrejas como
los luciones son amigos del hombre.
-He juntado dos mesas para ti -dijo-. Las niñas han esparcido ramitas de
abeto recién cortadas. Solemos comer por la mañana, o sea, que ya puedes
recogerte.
El amplio camastro en que Nikifor Tescovina dormía con sus tres hijas
despedía un perfume ligeramente acre, el del alcohol adulterado y la
genciana amarilla.
Con la cabeza gacha, uno al lado del otro, orinaron sobre la escalera,
mirando los riachuelos sinuosos, espumosos y humeantes que se esparcían,
oscuros, por el suelo cubierto de escarcha.
-¿Qué opinas -preguntó Nikifor Tescovina- del hombre que vive en casa
de Géza Hutira?
-Nada particular.
-No lo has visto por vez primera, ¿verdad?
-Pues según cómo se mire.
-Para que sepas: anoche estuvo en el pueblo. Y eso que no tiene
autorización ni suele hacerlo.
-Yo tampoco entiendo -señaló Nikifor Tescovina- cómo es que los ojos de
la niña fulguran en la oscuridad. Pero es sólo desde ahora, desde que le vino
la primera sangriza.
-Está bien. Eso es lo que les explicaré.
-Y has de saber también que se dispone a marcharse de mi casa. Sería
bueno que allá arriba se enterasen a tiempo de estos cambios.
-Pues sí, yo también lo he oído. Eso mismo les haré saber.
-Y, por supuesto, no calles tampoco que es Géza Hutira quien la acoge.
-No lo callaré -dijo Andrei Bodor-, te aseguro que eso mismo les haré
saber, tal cual.
Los dos Hamza Petrika, que se empalaron en una de las últimas noches
del otoño, trabajaban en el espacio natural protegido de Dobrin, en la
reserva de osos del doctor Oleinek.
Pocos días antes del suceso fueron vistos en el pueblo -como se celebraba
la fiesta de la revolución, todos los guardas forestales tenían libre,
excepcionalmente-, pues se pasaron la tarde ante el puesto de los
lanzadores de cuchillos a orillas del Sinistra, donde se habían instalado los
feriantes, observando aquellas hojas que pasaban como rayos y se clavaban
en el blanco.
Aunque los solían vacunar de vez en cuando, los habitantes del bosque
enfermaban con frecuencia en invierno -quién sabe por qué, pero la
epidemia se llamaba constipado tungúsico por esos pagos-, y si alguno se
quedaba tumbado mientras erraba por la espesura, ya venía bien aquella
inscripción que le pendía del cuello.
Bosques antiguos y salvajes bordeaban la ribera del Sinistra, de modo que
el cadáver no siempre se encontraba a tiempo.
Hacia la noche del cuarto o quinto día, aparecieron de pronto los gansos
grises con las luces descorazonadoras del crepúsculo y mandaron a todos a
casa. Eran los hombres de Coca Mavrodin; todos de cuello largo, ojos como
botones y piel delicada, todos con un pelo liviano, tal hilos de tela de araña,
en torno a las orejas, y con un cutis en que las arrugas brillaban por su
ausencia. Debido a estas numerosas similitudes presentaban, en efecto,
cierto parecido con los gansos.
Era una buena noticia. De puntillas se dispersaron, por así decirlo, los
guardabosques y otros seres huraños de esa guisa, todos un tanto
confundidos por la sensación de alivio. En la noche que caía, aún se oyeron
un buen rato las suelas de los zapatos y de las botas de goma que se
marchaban por los senderos cubiertos de escarcha.
Todos se fueron salvo Géza Kökény, que se quedó fumando su pipa al pie
de la escalera y del que se rumoreaba que ninguna enfermedad podía
afectarle.
Yo también me puse a andar por la calle principal sumida en la oscuridad,
en cuyo otro extremo titilaban las luces de la estación de ferrocarril. Allí, aún
cerca de la consulta, me topé con el doctor Oleinek, jefe de guardas de la
reserva, y con uno de los Hamza Petrika.
Venía con el doctor, claro está, pero, dando vueltas a su alrededor como
un perrito de pelo sedoso, lo acompañaba desde una respetuosa distancia. El
otro Hamza Petrika se había quedado, con toda seguridad, con los osos en el
bosque.
El doctor sacó los cupones y los puso en la mano de Hamza Petrika: que
hiciese cola y recogiese la ración correspondiente a los dos en seguida que
llegase el tren.
Allí nos instalamos el doctor Oleinek y yo, a aguardar la llegada del tren
nocturno. Ya se oía su traqueteo sobre lejanos puentes, y sus silbidos
levantaban el vuelo una y otra vez en la calma reinante, entre las
escarpadas paredes del valle del Sinistra.
-Oye, escucha -le dijo en voz baja, en tono un tanto apagado, pero aun así
cálido-. Eres libre. Puedes irte ahora mismo.
-Estás de broma, doctor.
-En absoluto. Al final algo pillaremos el uno del otro. ¿No has escuchado
con tus oídos que ya no van a vacunar? Mejor será que nos separemos...
Cada cual a lo suyo.
-Pues a mí no me gustaría dar ni un solo paso sin ti. Yo y mi hermano
queremos quedarnos contigo hasta el final de los tiempos. Si nos tienes
miedo, nos retiraremos un poquito y prometemos no tocarte. Esperaremos a
que se te pase.
-En balde, porque ya he tomado la decisión. Pero prometo no denunciar el
caso a los gansos grises mientras no hayas puesto pies en polvorosa.
Hamza Petrika, conocedor de esta cara del doctor Oleinek, sabía que no
estaba dispuesto a regatear. Aún pude ver que se sentaba al lado del
terraplén a remojar el gaznate.
“Los albinos -pensé- son gente de nervios débiles, que pierden la cabeza
con facilidad.”
El doctor Oleinek dio una vuelta y, dibujando amplios arcos con las
piernas, revisó el terrero lleno de desechos, malas hierbas y cardenchas
secas. De paso tumbó también una botella vacía y volvió finalmente con
unas botas de goma.
-Son las suyas -murmuró al tiempo que las olisqueaba a fondo, una y otra
vez-, las reconozco. Pero ¿qué le ha dado para que se las quite? ¿Adónde
diablos se habrá ido descalzo?
Pero luego ambos nos dimos cuenta al mismo tiempo de que en lo alto de
la valla se encendía una cerilla y que la lumbre de un cigarrillo se iba
iluminando y apagando. La sombra de Hamza Petrika se perfiló contra el
cielo, entre las estrellas y las brumas celestiales, como un misterioso vacío
negro. Se había instalado en la parte más elevada y allí fumaba, encima de
la valla.
-Ya.
-Vaya.
-Pues sí, estos cabrones de mellizos -murmuró-. Así son. Se separan por
unas horas y ya empiezan a hacer tonterías. El diablo los entiende.
-¡Venga!
El doctor liberó del tope la cadena del cuadriciclo, soltó los frenos, cogió
la manivela y puso en marcha el vehículo en el acto. Allí quedó Hamza
Petrika en lo alto de la valla, su sombra se perfilaba entre las estrellas, al
mismo tiempo que las luces violeta de las agujas parpadeaban envueltas en
un halo.
-Lo mejor será que lo lleve un trecho -dijo el doctor-. Es preferible que nos
quedemos juntos un rato.
-De acuerdo -contesté-, lléveme, por ejemplo, hasta el puesto de guardia
del coronel Jean Tomoioaga. Usted sabe, supongo, que es amigo mío.
-Claro que lo sé. Y mientras tanto nos echamos al coleto lo que haya
quedado en esta botella. ¿O qué piensa hacer? ¿Tiene otra idea? ¿Qué se
podría hacer?
-Pues a mí no se me ocurre nada.
-A mí tampoco. Lo mejor será largarnos lo más lejos posible de aquí.
-Por cierto, dígame, doctor, ¿cómo suelen sacarlos de allí?
-De ninguna manera -respondió furioso-. No los suelen sacar. Para mí que
si alguien lo agarra del pie desde abajo, lo único que hace es clavarlo aún
más en la estaca.
-Nada, sólo se me había pasado por la cabeza.
-Deje de darle vueltas al asunto. Es cosa suya, y usted no tiene ningún
derecho a cambiarlo. Olvídelo. Por cierto, con algunos de ellos hasta se
puede conversar durante días.
-Veo que vuelves solo -le dijo el coronel Jean Tomoioaga-. ¿Conque le has
dado más permiso a nuestro amigo?
-Así es. Por mí, que libre.
-Caray, doctor, veo que has traído sus botas. Entonces ya ni siquiera
pregunto dónde han quedado los pies de mi hermano que había dentro.
-Luego me señaló a mí con el dedo:
-Dime, ¿no será este hombre el que ocupe después nuestro lugar?
-Eso todavía es música del futuro -concedió el doctor, sin profundizar más
en el asunto-. Pero ya que empiezas a entender la cosa, presta atención: te
comunico también a ti que puedes marcharte. Eres libre, o sea que lárgate
cuanto antes. En algún sitio, tú ya sabes dónde, te espera tu hermano,
Hamza Petrika. A él también le prometí que no te haría buscar en seguida.
Hamza Petrika se puso las botas bajo el brazo y, sin saludar, partió de
vuelta hacia la reserva de osos. Como quien exhala el alma, pedorreó en el
camino. Al cabo de unos pasos, se cerró tras él el rumor del arroyo y el
terciopelo de la oscuridad.
-Hasta luego.
-¡Oiga! -le grité-, le pido que piense en lo mío.
-Vale, vale, ya veremos.
Ni una vislumbre tenía yo sobre qué. Seguro que algo se dará, pensé.
Pero al final no hubo nada de la pretendida conversación.
Así pues, cuando vi, en una carpeta colocada en la mesa del amanuense y
provista de una cruz roja, el nombre de Cornelia Illaron, al que seguía, entre
comillas y rodeado por un círculo color carmesí, su nombre artístico, supe
que era ella, mi pariente, como quien dice, la que fuese el amor de mi hijo
adoptivo. Ardía yo de curiosidad por ver con mis propios ojos a ese ser que
tanto lo trastornara hacía años.
El día de marras, cruzó la cadena montañosa del sur, pasando por encima
de las crestas todavía heladas, el primer viento cálido, cargado de intensos
perfumes; pétalos de flores y polvo de candelilla flotaban sobre el cauce del
arroyo: era, decían, la Pascua ortodoxa. Y con la primavera llegaron también
los dos recién internados.
-¿Y qué planes tienes respecto a ella? ¿Sabes dónde la vas a colocar?
-inquirí.
-En gran parte sí. La coronela Coca Mavrodin-Mahmudia desea que vaya
directamente a los osos. No está en las mejores condiciones, desde luego,
pero ya se las arreglará el doctor Oleinek con ella. Imagínate... habla
mezclando toda suerte de lenguas, como los locos.
********************
Connie Illafeld, antes de ingresar para ser sometida a tratamiento, vivía
en un asentamiento de montaña. Su casa se alzaba en el extremo más alto
de Punte Sinistra, cerca de la divisoria, al lado de la estación. No era, de
hecho, una verdadera estación, sino algo así como un apeadero, con dos vías
y un apartadero, donde los trenes que subían por las dos vertientes de la
montaña descansaban un poco, tomaban agua y se esperaban el uno al otro
conforme al horario.
Pero esto sólo era un cuento del vigilante insomne: todo el mundo sabía
que una alambrada infranqueable ribeteaba la orilla del río, por donde
transcurría la frontera. De todos modos, daba igual, porque tuviera Connie
Illafeld un amante secreto o no, lo cierto es que aquella primavera al hombre
le dieron calabazas. Fue cuando apareció el verdadero: Béla Bundasian, mi
hijo adoptivo.
Desde aquel punto, las vías descendían en ambas direcciones, o sea, que
los maquinistas se limitaban a soltar los frenos a la hora de ponerse en
marcha, y el convoy empezaba a rodar por sí solo. Aquel día, quién sabe por
qué, el tren de pasajeros no esperó a su pareja procedente del otro lado, así
que cuando mi hijo adoptivo se enderezó y se disponía, feliz y saciado, a
secarse los labios, sólo vio desaparecer los últimos vagones en el túnel.
Como era medio armenio, Béla Bundasian tenía un cutis color pergamino,
lo blanco de sus ojos era un pelín aceitoso, sus cejas eran ya toda una
maraña, es decir, que podía gustar a cualquiera a primera vista.
La propia Connie Illafeld había visto la escena, por lo que lo invitó a entrar
a descansar, a tomar agua a su antojo si aún tenía sed, que allí estaba el
cubo lleno de agua.
Las paredes, los muebles tallados al estilo rústico, los tejidos y los cojines
emanaban todos un tentador olor a masa de pan. La propia Cornelia Illarion
olía a masa de pan, sus axilas vellosas, sus mullidos muslos de brillo
nacarado, y eso que, considerando su edad, bien podría haber sido la madre
de Béla Bundasian.
Era el perfume del deseo irrefrenable que brotaba de ella, tal levadura
que empieza a fermentar. Al cabo de pocos minutos, ambos se lamían y se
chupeteaban con frenesí.
Connie Illafeld guardaba telekia seca en uno de sus cajones -flores, hojas
y tallos desmenuzados-, la esparció toda sobre las mantas, y envueltos en
ese perfume acre y narcotizante se pasaron tumbados dos o tres semanas,
mientras los vahos del amor empañaban las ventanas. Lo sé porque mucho
más tarde -cuando todo había acabado hacía mucho- eché un vistazo a los
diarios de Béla Bundasian referidos a esas semanas y meses de amor.
Escribía que era imposible saciarse de ella, tan pronto como la miraba,
tenía la sensación de que entre los deditos de sus pies aún acechaba algún
besito hambriento y que lo mejor sería sorber a toda la mujer como el agua
de un vaso. Como es natural, a un amor como éste ya se le acercaba por
secretos caminos el fin.
***************
El vigilante del túnel no estaba de ánimo locuaz aquel día, pero sí explicó
que, en efecto, Cornelia Illarion había vivido allí, en aquella oscura casa
frontera. Pues sí, había vivido. Hacía unos cuantos días o semanas se habían
presentado dos señores con unos documentos oficiales que acreditaban que
estaba loca. En seguida se la llevaron para ingresarla en el sanatorio
conocido con el nombre de “Colonia Sinistra”.
******************
Béla Bundasian también vivía allí, pero en casa del meteorólogo, donde
acababa el bosque. Aprendió a leer los datos de los instrumentos, a
interpretar la posición de las veletas, y no se movía de allí ni cuando tenía
fiesta, que era cada medio año. A lo sumo iba a ver a los guardas de la
reserva de osos, a jugar a los dados, al tres en raya, o a un juego de cartas
llamado “Pedro Negro”.
Puedo afirmar que no tuve mucho éxito. Fuera, sobre el banco, yacía un
hombre de piel gris, tosigoso, con casco de minero, y a su lado rezaba, bajo
un desastrado anorak, un ser peludo, todo vello, todo pelo. Hasta sus manos
juntas, hasta su rostro, todo lo cubría una capa ininterrumpida de pelo.
-Escucha -dije al coronel Titus Tomoioaga-, no sé de qué mujer estamos
hablando. Allí fuera no espera ninguna mujer. ¿Habrá intentado huir?
-Allí está.
-Allí hay un minero tumbado y otro que es todo pelo. Aparte de ellos no
hay nadie.
-Pues igual está allí.
Hasta su rostro estaba cubierto por un vello negro y sedoso, y los ojos
verdes fulgían entre los mechones. Ni siquiera sabía su nombre. Procuré
verle el lado cómico al asunto. Traté de intercambiar con el coronel Titus
Tomoioaga una fugaz y significativa mirada. Y aunque muchas ganas no
tenía, me sonreí también, como solía hacer ante los orates.
-Te veo nervioso -dijo el coronel Titus Tomoioaga-, nervioso por algo, pero
totalmente en vano. La persona en cuestión estará en buenas manos.
-¡Al diablo! -solté, una vez más sin ninguna cautela.
-¿Ves? ¿Qué pasa?
-Nada, palabra de honor.
Así pues, el doctor se fue por el pasillo, y la peluda Connie Illafeld lo siguió
al momento, cual fiel animalito. De su cuello balanceaba la chapa de
identidad, que empezó a fulgir en el patio; como estaba recién estrenada, su
reflejo centelleó en las paredes, en los troncos. A partir de ese momento,
quienquiera que la mirara, sabía a quién tenía enfrente.
******************
10
-Póngase usted algo de abrigo -dijo- y métase tabaco y algo para masticar
en los bolsillos. Que nos vamos por unos cuantos días.
-Por las noches no suelo salir de casa -masculló Géza Hutira-. Y tampoco
ha ocurrido nunca que no leyera los datos de mis instrumentos. ¿Quién cree
usted que va a registrar las mediciones?
-Usted venga... Sabe perfectamente que ni Cristo se interesa por sus
observaciones.
-Y ya que es imprescindible, ¿adónde vamos?
-Ya se lo dirán.
-Nos disponemos a visitar a unos enfermos -dijo cuando llegaron sus dos
hombres-. Echaremos un vistazo al bosque de Kolinda, donde viven los
guardabosques jubilados. Me he enterado de que no están en buenas
condiciones. Es más, sólo puedo decir lo peor respecto a su salud. Vamos a
ver qué se puede hacer por ellos.
Bajo el bosque de Kolinda había una pequeña aldea nevada, el viento
procedente de las laderas había amontonado dunas de nieve entre sus casas
esparcidas, descoloridas por la acción del sol y de la niebla. Traqueteando y
dando marcha atrás una y otra vez, el todoterreno llegó a una pequeña
iglesia de madera, donde el camino acababa de golpe.
Era el día más frío del año, pero aun así la puerta de la cocina permanecía
abierta de par en par, y ante ella sólo se mecía la cortina irisada de la niebla.
Se oía el crujir del revoque, algo rascaba la pared, y las grietas despedían un
olor fresco a latón. La mesa, cubierta con un hule pegajoso, tenía dibujada en
su centro el trazado del tres en raya, con los gruesos trazos de un rotulador.
La coronela Coca Mavrodin en seguida sacó las fichas blancas y negras del
bolsillo de su capa y las dispuso en el borde de la mesa.
Sin abrir la boca, los dos coroneles jugaron, pues, un rato al tres en raya
junto a la mesa de la cocina. La puerta seguía abierta. Fuera, los caballos
piafaban en medio de la helada, y sobre el estiércol fresco que vaporeaba
entre ellos se posaban de vez en cuando cuervos y gorriones.
Había pasado el mediodía cuando entre las dunas de nieve apareció con
gran estruendo un trineo motorizado, uno de esos vehículos rápidos y
estilizados que solían utilizar los cazadores de montaña de Dobrin. Sin
embargo, esta vez no lo conducía un soldado, sino un hombre con anorak,
gorro de piel y botas de goma, que dejó en el umbral una mochila llena de
tintineantes botellas. Acto seguido dio media vuelta con el trineo y se
marchó.
Las botellas habían sido taponadas deprisa y corriendo, y no eran del todo
herméticas, de modo que el olor a ron barato se esparció por la cocina en el
acto. El pope Pantelimon trasvasó la bebida a dos recipientes de plástico y
de paso pidió a los dos señores empeñados en ayudarle que se abstuvieran
incluso de chuparse los dedos.
Llena con los dos recipientes, la mochila acabó en el arzón de una de las
sillas, y los tres en seguida se montaron en los caballos. Mordisqueando una
cerilla, el pope se los quedó mirando desde el porche mientras se alejaban.
Salieron del pueblo por un angosto sendero abierto en la nieve.
Coca Mavrodin pidió a sus dos hombres que la siguieran en fila india en la
medida de lo posible, siempre por el lado derecho del camino, para abrir así
una pista claramente visible.
En el borde del claro, frente a la casa de los vanos cegados, estaban los
tres caballeros. La niebla flotaba a su alrededor, su pelo, su barba, sus
cañones eran todo escarcha. Hasta las torundas amarillas en las orejas de
Coca Mavrodin se habían vuelto blancas.
Desgarró las petrificadas patatas con las uñas, pidió luego una navaja a
Nikifor Tescovina y cortó la cebolla. Después, como quien cede su porción a
los hombres, volvió a subirse a la montura, se inclinó sobre el cuello del
caballo y pareció adormilarse.
Géza Hutira arrojó los recipientes vacíos y se los quedó mirando largo rato
mientras se deslizaban, hueros y livianos, por la nieve e iban a parar bien
lejos. Luego, con Nikifor Tescovina, se puso de hinojos junto al papel de
diario extendido, y ambos empezaron a picar.
-Caray. Vaya mierda. Seguro que he chocado con algo. Juro por Dios que
no tengo ni la menor idea de cómo ha podido ocurrir -se quejó casi
disculpándose-. Tal vez fuese con aquel tubo metálico, cuando lo saqué de
entre las vigas. Me dio la impresión de que me golpeaba un poquito.
-Ya miraré de buscar una solución -dijo bastante después Coca Mavrodin,
mientras descendían del bosque de Kolinda-, algo para resarcirlo; según
tengo entendido, los soviéticos ya fabrican orejas artificiales. De todos
modos, si me permite la observación, podría haber tenido usted más
cuidado.
-No importa.
****************
Esa noche, el fuego ardía en la cocina del pope Pantelimon, sobre la
plancha candente se asaban tajadas de patatas, sombreretes de hongos y
manzanas enteras, incluida la piel. Los dos coroneles volvieron a jugar al tres
en raya de pie, mientras la puerta permanecía abierta de par en par. Jugaron
sin decir palabra, empujando las fichas sobre el mantel, hasta que el trineo
motorizado tornó a aparecer tras las dunas de nieve.
Esta vez arrastraba un trineo bajo, de los utilizados para transportes por
los campesinos, sobre el que traqueteaban bidones de gasolina y gasóleo.
Posiblemente, lo conducía el mismo hombre que trajera el ron al mediodía,
pero no había modo de identificarlo: llevaba un traje grueso y centelleante,
un casco de latón como un bombero sobre la cabeza y botas de caña alta
que le cubrían hasta las rodillas. Ni siquiera se apeó del asiento del
conductor.
-¿Podré llegar hasta allí? -gritó. Su voz parecía venir del más allá, como la
de Géza Kökény. Coca Mavrodin y el pope salieron al porche a saludarlo.
-Perfectamente. Tú mira la sombra en el cono de luz de tus faros. Hemos
dejado sendas pistas a los lados del camino, o sea, que si conduces siempre
entre ellas, llegarás allí de fijo.
***************
-Ahora les pido -dijo Coca Mavrodin por la mañana, cuando se puso en
marcha a caballo hacia el bosque de Kolinda con sus dos hombres- que, por
muchas ganas que tengan, no me orinen durante el camino. Mientras yo no
les diga que ya, que ahora se puede, les ruego que se aguanten, que por
algo son ustedes hombres. Porque no es de exluir que en su momento
necesitemos un poco de líquido tibio.
-Vengan, sean valientes -les gritó-. Que los bacilos se han asado todos.
-¿Qué dice? -Géza Hutira alzó la cabeza buscando los ojos de Nikifor
Tescovina, confiando en que sus miradas se encontrasen por un instante.
Pero el otro percibió la intención y miró a otro lado.
-A mí no me meta en esto -señaló al cabo de un rato a modo de
advertencia-. Yo no tengo ninguna opinión sobre el tema.
-Y yo suponiendo que usted sabía en lo que se había metido.
-¿A ver, en qué? En serio, no sé en qué está pensando usted. Ambos
trabajamos para la señorita Coca.
Mientras tanto, sin darse cuenta, ellos también atravesaron los tizones y,
trotando poco a poco, llegaron al límite del claro. Los caballos levantaban a
toda prisa las patas de la nieve, como si ardiera.
Sobre la nieve helada yacían por doquier toda clase de pájaros con las
plumas chamuscadas: grajos, cornejas y gorriones. El fuego los había
despertado y a buen seguro que se asaron en el aire, pero el calor los
mantuvo un buen rato en lo alto, y sólo se precipitaron al suelo, bastante
lejos por cierto, cuando abajo se enfrió el claro.
Como Géza Hutira no tenía oreja por el lado del que le hablaba Nikifor
Tescovina, apenas pudo oír lo que le decían. Movía la cabeza a diestro y
siniestro, miraba confuso y buscaba entre los tizones.
Por último encontraron doce chapas de hojalata que, cubiertas con una
gruesa capa de hollín, colgaban de unas cadenas. Fue entonces cuando Coca
Mavrodin les permitió por fin orinar. La solución tibia y salada, dijo, disuelve
el tafetán negro que se ha adherido a la hojalata y luego ya sólo es preciso
frotar la chapa sobre la nieve helada para que los datos grabados puedan ser
leídos por quienquiera.
****************
*****************
A partir de ese día, me ponía los esquís todas las mañanas en el umbral
de la casa, colocaba a mi amada delante de mí sobre los listones, la rodeaba
con un brazo y, camino del bosque de Kolinda, me deslizaba con ella hasta
su casa.
Severin Spiridon, su marido, la esperaba en la puerta; él me advirtió que
estuviera muy atento a partir del décimo día, que hasta entonces el hombre
es capaz de ir tirando a base de piñas secas y carámbanos en alguna cueva
húmeda, pero que ahí se acababa la cosa: luego se pondría a andar, incluso
a gatear, dispuesto a rendirse. Y en el camino dejaría huellas en la nieve con
las rodillas y las palmas de las manos.
Era lo que solía fumar Géza Kökény a la sombra de su busto, lo que solían
pipar también los guardas de la reserva de osos cuando se quedaban sin
tabaco, e incluso los propios coroneles. Yo mismo lo probé en más de una
ocasión.
Sobre las láminas de la luz del sol que irrumpía desde detrás de los
abetos flotaban las lenguas de humo de una pipa en los momentos de calma.
Delante de mí, una línea honda y sombreada señalaba sobre la nieve el
camino del arroyo subterráneo, y al final se abrían las fauces de un hueco
oscuro tras una roca desnuda y húmeda.
Día tras día, las huellas de mis esquís se ahondaban más y más en la
nieve; al final, me los ponía después de acabar mi trabajo y me llevaban por
sí solos a casa, donde Elvira Spiridon me aguardaba con la frente fruncida, la
mirada nublada.
Pero, tal como había prometido, Aron Wargotzki no se movió; día tras día,
la nieve permaneció intacta en torno a los respiraderos, sólo un delgado
animalito color de hojarasca se deslizaba de vez en cuando hacia allá, a buen
seguro el mismo que se comiera la oreja de Géza Hutira. Ora emergía del
vacío, en espirales, el perfume un tanto acre del humo, ora se esparcía,
saliendo por los resquicios, el olor a resina del anciano hombre del bosque.
*******************
El día previsto para que el furgón de los cazadores de montaña
transportase los cepos hasta la casa del peón caminero, el pelo de Elvira
Spiridon y los repulgos de su ropa fulgían ante la puerta al aire del
crepúsculo. Allí cerca, junto a la valla, puestos en fila y cubiertos con lonas
porque no los empapase alguna lluvia errante, yacían entre cincuenta y
sesenta sacos de cemento. Por lo visto, Coca Mavrodin-Mahmudia había
cambiado de opinión.
-Si el señor también asume esto -dijo Elvira Spiridon arrimándose para
hacerme percibir la amenaza hasta en su aliento-, yo prefiero que no nos
encontremos durante ese tiempo.
-De acuerdo. Tú mandas. Vete, que eres libre. Vive tu vida.
En el breve período que necesité para ir y venir varias veces al día con los
sacos de cemento al hombro, entre la casa del peón caminero y el bosque de
Kolinda, empezó a germinar la primavera. Sobre los montículos bañados por
el sol emergió la pálida hierba; salió bajo la costra de la nieve que se
derretía; acto seguido apareció también el croco, y las marmóreas huellas de
los esquís se veían entre manchas de un verde incipiente. Encima de las
aberturas por las que respiraba el arroyo subterráneo, los fuegos fatuos
azulados del tomillo titilaban a la luz del sol.
Cuando había puesto todos los sacos de cemento junto a las cavidades
del arroyo, arrojé una brizna de hierba a la superficie del agua, por ver su
movimiento. Saqué el cuchillo ya pulido de antemano, y mientras me
arremangaba la cazadora, la luz del sol reflejada en la hoja penetró también
en la oscuridad de la caverna. Fue la última vez que Aron Wargotzki se
dirigió a mí:
En la linde del claro, allá donde había dejado mis esquís, estaba Elvira
Spiridon, con su vestido de primavera que ondeaba al viento, con el pelo
primaveral recién lavado que se estaba secando, con los enormes aros de
latón que me cegaban iluminados por el sol.
11
Andrei lo espiaba, en efecto. Había pasado la noche sin pegar ojo junto a
un fallecido guarda de la reserva -aunque fue relevado de su puesto de
forense, seguían pidiéndole a menudo que echase una mano- y por la
mañana, cuando lo sustituyó el coronel Titus Tomoioaga, se bebieron juntos
una botellita de alcohol adulterado diluido con agua.
Era tal como lo había visto por el catalejo: hombre de piel gris y
resplandeciente, sin afeitar, pero lampiño, al que sólo le crecían unos
cañones sueltos en el mentón. Su olor era asombroso, asfixiante como el de
una sala de espera.
-¿Qué sabes del autobús? -inquirió el hombre en voz baja-. ¿Por qué no
viene?
-Pues porque ya se ha ido -respondió el peón caminero.
-Vaya. ¿Y el próximo?
-Mañana por la tarde.
-Descansa ahora -le dij Andrei-, que no podrás quedarte mucho tiempo
aquí. No paso solo las noches, espero a una mujer.
-He dicho que me quedaba.
Estiró las piernas bajo la mesa, se arremangó el jersey color verde hierba
y luego también la camisa. Tenía brazos grises, sin pelos, de venas azules.
Su cuello era delgado, fibroso; su menton, obtuso; sus ojos, aceitosos como
las bayas del saúco.
El forastero paseó el catalejo por los claros, luego por las cadenas
montañosas, y después lo alzó para clavar la vista en aquella nube de
resplandor nacarado que, iluminada por la luna, aguardaba en la cresta.
Elvira Spiridon dio media vuelta y volvió rumbo a su casa, donde de hecho
vivía. El peón caminero se quedó mirando con expresión anhelante los
pliegues de su falda, que se mecían sobre sus nalgas. No le quitó ojo hasta
que desapareció en un recodo salpicado de abetos. Era de noche, las nubes
se desvanecieron todas del cielo, el frío nocturno se precipitó sobre el paso,
el barro empezó a crepitar entre las piedras al endurecerse por la repentina
helada.
-Si tienes hambre, come de lo tuyo. Sé por tu olor que traes algo de
queso. ¿Se consiguen cosas de ésas por tus tierras?
-Qué va. Sólo han recibido queso los que hoy han emprendido el viaje.
Desde luego, habría sido bueno llegar esta noche a Sinistra. Ya te he dicho
que mañana habrá allí algo.
-Descansa, y ponte en camino antes del alba. Y dime, ¿estás a favor del
ejército?
-¿Del ejército? Ya me enteraré. La Liga me dirá mañana a favor de quién
estamos.
-Está bien. No creas que me las voy a leer ahora -dijo el forastero
apartando la ley con la mano-. Llévate eso. Pero tampoco quiero que algún
vagabundo encuentre la casa por culpa de la luz. Ojo, que no me refiero a la
mujercita aquella.
-Es posible que vaya a buscarla más tarde. Esperaré a que te duermas, y
luego la traeré, para que cuando te marches, encuentre a la vera su trasero
caliente. Mientras, puedes echarte en el camastro.
-Eso sí que no. Ni se te ocurra dejar la cabaña esta. Grábate en la cabeza
que a partir de este momento se han acabado las idas y venidas.
-Pues siempre meo delante de la puerta.
-Entonces te acompañaré. Que acabarás echándome algún vagabundo
encima. Vamos, si ni siquiera sé quién eres.
-¿Y esto qué es? -preguntó el forastero-. Dime, ¿qué números son éstos?
-Sólo indican los días del año.
-¿Eres húngaro acaso?
-Mitad.
-Vaya. Eso no es nada.
-Me has venido a la mente varias veces -dijo a Andrei-. Estoy dispuesto a
pasar la noche en la casa del peón caminero, en tu lugar. No he pegado ojo,
pensando en ti todo el tiempo.
-El sujeto está durmiendo.
-Podría haber bajado de entrada, digo yo. Pero es que en aquel momento
no lo pensé. Que sepas que no les tengo miedo. Además, por ti haría
cualquier cosa.
-Gracias.
-Si deseas quedarte en mi casa, sigo dispuesto a bajar. Seguro que me
entenderé con el. Ya supongo yo qué clase de hombre es. Mañana se funda
la Liga en Sinistra.
-A mí me está bien. Ve si quieres. Pero presta atención a una cosa: su
cartera está llena de piedras afiladas. Y la más afilada la lleva en el cinturón,
en el lugar de la hebilla, encajada en un alambre.
-Tú confía en mí. Te digo que me entiendo con esta gente.
Bebieron vino de moras que olía a ratón y que sacaban con un cuenco de
un frasco de conserva. Sólo la portezuela abierta de la estufa alumbraba la
habitación. Los contornos de un objeto metálico ramificado se iluminaban de
vez en cuando sobre la mesa. Era una maquinilla de cortar el pelo, sola sobre
el mantel, amenazante con sus cuernos que salián del mango. Era fría y
delicada al tacto, Andrei la tocó con suavidad y luego la sopesó un buen rato,
antes de preguntar:
Mas su descanso fue breve: tan pronto como se vació el cuenco, destapó
a Elvira Spiridon y le colocó la maquinilla sobre el vientre, bajo el ombligo.
Empezó con parsimonia, cortando poco a poco en la oscuridad del musgo.
En la casa del peón caminero, Severin Spiridon estaba tumbado con ropa
y todo sobre el camastro. Al vibrar el suelo, una botella de aguardiente
empezó a rodar desde debajo de la cama y fue a parar al centro del cuarto.
Sobre la mesa seguía intacto, envuelto en papel de diario, el queso del
hombre de la Liga. Cuando le quitaron el papel humedecido, las letras grises
quedaron impresas en el queso.
Severin Spiridon contó que, cuando llegó a la casa del peón caminero, el
hombre de la Liga ya había desaparecido. Sólo quedaban el queso en el
centro de la mesa y la botella con unas gotas de aguardiente amargo en el
culo. Y la casa estaba toda impregnada con el olor terrorífico de las salas de
espera.
Andrei se los miró a los dos y clavó la vista primero en el pañuelo relleno
de pelo de Elvira Spiridon y luego en su vientre.
Volvía a casa cuando vio subir rumbo al paso, serpenteando, una larga
columna de camiones con los faros encendidos.
Iban todos cubiertos con lonas, en algunos traqueteaban cachiporras,
cadenas y barras de hierro, otros estaban atestados de hombres que
dormían acurrucados. Detrás de ellos se arremolinaba el olor asfixiante de
las salas de espera, mezcla de vahos etílicos y de polvos contra las chinches.
La casa estaba aún impregnada con el olor del forastero, de modo que el
peón dejó la puerta abierta tras entrar y abrió la ventana de par en par. Se
quedó hasta el crepúsculo acodado en la corriente, fumando tomillo en pipa.
Luego descendio hacia el camino con un cubo de agua y una pala pequeña
de campaña, pensando que, fuera quien fuera el propietario del ojo, él no
dejaría de enterrarlo. Pero ya no lo encontró.
“Desde ahora la esperaré en vano -dijo para sus adentros Andrei Bodor, el
peón caminero-. Pues a partir de hoy ha entrado en vigor el toque de
queda.”
12
Unas pocas cornejas saltaban entre los charcos, los hilos azulados del
humo de leña flotaban sobre el tejado de pizarra, y la puerta se mecía
impulsada por el viento.
Los pies de las niñas estaban mugrientos bajo los peales y olían un
poquito a hongos. Mientras Andrei se ocupaba de ellas, les temblaban los
brazos, y en las comisuras de sus ojos aparecieron unas gotas cristalinas
grandes como bayas.
-¿Qué hay?
-Me dijiste una vez que me darías las gracias si te echaba una mano
mediante mis enchufes. Pues ha llegado el momento. Te pido, por favor, que
me des uno de veinte. Me refiero a un billete de veinte dólares. Porque sé
que tienes unos cuantos.
-Imposible -sacudió la cabeza Andrei-. Cualquier cosa menos eso, Nikifor
Tescovina. Puedes pedirme lo que quieras, pero eso no.
-Sé por Gábriel Dunka el lugar exacto donde los guardas. Si quieres, voy
ahora mismo y me sirvo. Pero como te respeto, te lo pido personalmente.
Dame uno de esos billetes de veinte.
-Lo siento, Nikifor Tescovina, pero ¡no! Ahora mismo voy a necesitar
urgentemente cada centavo que tengo, de verdad, cada centavo.
-No pienses que te lo pido a cambio de nada -insistió Nikifor Tescovina
estrujándole la cazadora a Andrei a la altura del pecho-, supongo que ya
intuyes lo que te ofrezco. Te daré a una de mis hijas, que con una ya tengo
bastante. Te lo pido, por favor, elige, cualquiera de ellas es tuya. Para que
así puede marcharme con la otra.
-Ya soy muy viejo para ellas. Además, claro, está lo económico. No puedo
renunciar ni a un centavo. No, Nikifor Tescovina, he dicho mi última palabra
en este asunto.
-¿Quería dinero?
-Lo insinuó.
-En mal momento, ¿no? Justo ahora que usted tanto lo necesita. Aunque
supongo que no se lo habrá solicitado a cambio de nada.
-Así más o menos.
-Lástima que usted ya sea viejo para esas cosas.
Una nube había pasado hacía poco sobre la cuenca del valle, las huevas
cristalinas del aguanieve rodaban todavía por el suelo, entre haces de hierba
mojados. El muro de piedra de la casa también centelleaba por las manchas
grises que se estaban derritiendo. Las ventanas estaban empañadas por
dentro, y una mano las frotaba a veces para poder espiar afuera.
-Nunca ha estado usted por aquí -dijo Géza Hutira a Coca Mavrodin-. Algo
debe de haber ocurrido.
-Sólo he venido a interesarme por el tiempo que se prevé para los
próximos días. ¿Qué indican los instrumentos?
-Últimamente no he tenido tiempo de leer los datos. El diablo del cuerpo
se ha apoderado de mí.
-Ahora me doy cuenta -terció Andrei Bodor, meneando en la mano la
chapa de Géza Hutira- que tenemos la misma edad. Los dos somos del
treinta y seis.
-No dejes que nos las aten -intervino ahora Bebe Tescovina-. Te ruego
que no les hables.
-Pues sí, la del treinta y seis, una muy buena quinta -masculló Géza
Hutira-. Todos hemos llegado a algo -acarició la cabeza de Bebe Tescovina, y
clavó los dedos en su pelo rojo y corto-. Deja que te las ate si quiere. Cuando
se vayan, nos las quitamos.
-Me gustaría, Andrei, que por fin me presentara usted a su hijo adoptivo.
Espero encontrarlo en casa.
Abrió con una mano la trampilla y por la abertura echó un vistazo a las
tineblas del desván, dividido únicamente por las láminas de luz que
penetraban ente los resquicios de la pizarra. En la penumbra centelleaban
las gafas de Béla Bundasian.
Y al ver que Béla Bundasian cogía heno con las dos manos para taparse
los oídos, como quien no quiere oír nunca más una palabra, añadió:
13
Cuando Gábriel Dunka vio por vez primera una mujer desnuda, tenía
treinta y siete años de edad. Claro, era un enano. Se dirigía a casa en su
furgoneta roja desde la cárcel de Sinistra, todavía en construccion, cuando lo
paró Elvira Spiridon.
Ese día caía aguanieve desde primera hora de la mañana, una niebla
espesa se había posado entre los abetos y arraclanes de las orillas del
arroyo, y los jirones impulsados por el viento desfilaban por encima de la
carretera; entre ellos emitía destellos de porcelana la figura de aquella mujer
empapada.
Tan pronto como llegó a casa -vivía, dentro de una simple y desnuda
granja de pueblo, en un cobertizo que también le servía de taller-, se
aproximó a la puerta dando marcha atrás para que la mujer pudiese entrar
sin llamar la atención. Sabía que sus vecinos de la otra ribera del arroyo lo
observaban por un catalejo; difícilmente se harta uno del espectáculo de un
enano.
Como era de suponer, Elvira Spiridon no había andado por los caminos
más limpios. Esa misma mañana había intentado huir del país con su
compañero, pero el plan se torció desde el principio. Mustafá Mukkerman, el
camionero turco que transportaba corderos congelados desde los Beskides
hasta el extremo sur de los Balcanes y que entre las carnes colgadas de
ganchos sacaba a veces de contrabando a hombres dispuestos a todo, no la
aceptó.
-Le pediré que tenga un poco de paciencia -le dijo en voz baja, ahogada-,
que en seguida le buscaré alguna prenda de vestir adecuada.
-Es usted realmente muy correcto -observó Elvira Spiridon-. Cuando hay
un problema es cuando se conoce al hombre.
-El problema ya está -respondió el enano-. Por eso le pido que no se
mueva usted mucho, que se quede tumbada todo el rato. Porque a mí no me
ven por la ventana, por lo que si mis vecinos perciben algún movimiento, en
seguida se darán cuenta de que tengo a una persona extraña en casa.
Gábriel Dunka rebañó el montón de ropa que había elegido y esparció las
prendas ante Elvira Spiridon. Levantó el manto de papel desflecado que
cubría a la mujer y se puso a vestirla. Lo probó primero con un pantalón
corto con tirantes, pero por mucho que se esforzase nunca llegaba más allá
de una rodilla.
-Ya me suponía que no le iría bien. Pero uno no puede rendirse así sin
más, sin comprobarlo. Y discúlpeme, pero es que empiezo a tener una
sensación muy extraña. Por el hecho de haberle tocado la piel, supongo. Una
sensación maravillosa, tanto que comienzo a marearme. Incluso es posible
que me ahogue ahora mismo.
Elvira Spiridon decidió vestirse ella sola; se puso, primero en una pierna y
luego en la otra, sendos pantalones y luego ató las mangas de dos cazadoras
y se tapó.
-Se habrá dado cuenta, a buen seguro, de que estoy un pelín nervioso
-susurró-. Pero es la primera noche que paso con una mujer. Mire usted,
hasta el pelo me tiembla sobre la cabeza.
-No hay motivos para ponerse nervioso -respondió Elvira Spiridon-; no es,
¿cómo quiere que le diga?, vamos, no es nada especial. Y a buen seguro
conocerá de oídas en qué consiste el asunto.
-Me da vergüenza decirlo, pero lo cierto es que tengo bastante poca
experiencia. Y eso que los enanos tienen buena fama.
-Precisamente por eso, tranquilícese usted. Piense tan sólo en que mi
situación tampoco es muy agradable que digamos.
Lo mismo ocurrió esta vez, pero Gábriel Dunka no tardó en dar muestras
evidentes de cansancio. El coronel Jean Tomoioaga se percató de que estaba
distraído y generosamente le llamo la atención sobre sus errores. Aun así, el
enano perdió las partidas esa noche.
-No tiene ningún sentido que sigamos jugando -dijo el coronel Jean
Tomoioaga, planteando así su desconcierto-. Te voy a destrozar. Dime, ¿qué
te pasa?
-Confío en que tu interés sea sincero. De ser así, no callaré. Por eso he
venido a verte a altas horas de la noche. Sabes, habría que denunciar un
caso.
-Oye, eres uno de los nuestros, puedes hacerlo tú mismo...
-Habría que viajar ahora mismo a Sinistra con la denuncia, pero no puedo
utilizar la furgoneta tras la puesta del sol. El asunto es urgente: se trata de
una violación de frontera.
-Vale, ya me lo pensaré en su momento.
-No en su momento, sino ahora. La persona en cuestión debe de haber
estado involucrada en algo muy grave, puesto que no lleva ni ropa. Se la
puede encontrar en mi taller. Haz algo para que se la lleven ahora mismo.
******************
El último en ver a Elvira Spiridon en Dobrin fue Géza Kökény. Pero a él
tampoco le dio gran alegría. Como si aún temiera ser observada por los
vecinos, la mujer salio del taller del enano a gatas, con aquel vientre
maravilloso mirando al suelo, y se dirigió hacia el todoterreno que la
esperaba junto a la estatua.
14
-No me tome a mal que lo despierte -le susurró Béla Bundasian al oído-,
pero tengo la impresión de que todos se marchan y yo me quedo aquí, libre.
Por favor, deténgame.
-No puedo, y no me pida usted una cosa así. Usted ha sido borrado del
registro, ha dejado de existir entre nosotros. Le digo que se marche, que se
largue de aquí.
-Podría intentar detenerme, la madre que lo parió. También puso a la
sombra a Elvira Spiridon, ¿no? Al fin y al cabo, yo maté a alguien.
-Que haya matado a alguien o no es cosa suya. Le recomiendo que dé un
amplio rodeo a Dobrin, porque ya nadie sabe nada de usted. Es usted un
forastero, váyase.
Se quitó las botas, las puso con cuidado una al lado de otra, metió los
peales en su interior. Como si fuese el momento previo a irse a dormir, le
habría gustado mear, pero en seguida renunció al intento, pues, siendo como
era un hombre, sabía que nada podría hacer con su herramienta del tamaño
de un poste. Como no podía ser, cogió serenamente una genciana, trató de
introducirla en la abertura de la uretra, pero no hubo manera, siempre volvía
a emerger. Cayó a sus pies como una vela azul y siguió allí fulgiendo. Fue su
llama la que a poco prendió fuego a Béla Bundasian.
*******************
Años más tarde volví a pasar por Dobrin y me encontré con Géza Kökény.
Insistió en que no lo arrastró el arroyo, sino el viento, que lo fue llevando
poco a poco por el cauce del Sinistra. E insistió asimismo en que durante una
o dos semanas -durante las cuales Béla Bundasian siguió crepitando y
humeando como un leño húmedo entre las gencianas en flor- aquel caballo
gris evitaba el prado camino del bebedero.
15
Pensé dejar el todoterreno ante la casa del peón caminero -que ya había
vivido yo allí ejerciendo tal función- y dar un paseo por la cima, pero no
encontré ni la casa del peón ni la de Severin Spiridon; sólo se podía adivinar
su lugar allá donde se amontonaba una ceniza azul marino, empapada por
lluvias y nevadas.
Salí por la ventana al patio del hostal, cubierto con ortigas y acederas, y
envuelto en el manto de las tinieblas atravesé jardines conocidos rumbo a la
casa donde vivía mi vieja amiga, Aranka Westin. Imaginé introducirme allí
arrastrándome como un perro sumiso y tumbarme a los pies de su cama
sobre la alfombra hecha con retales, pero ella, que estaba al acecho, se
adelantó y abrió la puerta delante de mis narices.
-Sabía, Andrei, que usted vivía en algún sitio. Y también que algún día me
recordaría.
-Por eso he venido -respondí un tanto cohibido-, para presentarle mis
disculpas.
El camino más corto hacia Grecia volvía a conducir por el paso de Baba
Rotunda. Llegué a lo alto en plena noche, en medio del silencio de la luna
que ya bajaba, y las cintas plateadas de mis esquís seguían trazando curvas
por los claros, rumbo a los arroyos subterráneos del bosque de Kolinda.
Cierta agradable sensación de calor me recorrió el cuerpo: con todo, no me
marcho de este paisaje sin dejar huella.
Publicado por:
ACANTILADO
Quaderns Crema, S.A.
Www.elacantilado.com
Primera edición: mayo de 2003