Vous êtes sur la page 1sur 114

ÁDÁM BODOR

EL DISTRITO DE SINISTRA

Sinistra körzet
Traducción de Adan Kovacsics
Acantilado, 2003

Ádám Bodor (Cluj-Napoca, Rumanía, 1936)


Pertenece a la comunidad húngara de Transilvania. Estudió teología.
Fue detenido por la Securitate en 1953, por participar en un movimiento
anticomunista. Su obra surge de la vivencia directa, su estancia en la cárcel
durante dos años, en Rumanía y Hungría. Vive en Budapest desde 1982,
donde trabaja como editor.

Obras publicadas:

¿Cómo es un puerto de montaña? (1980)


Las montañas de Zangezur (1981)
El Éufrates en Babilonia (1985)
La visita del arzobispo (1992)
El distrito de Sinistra (1992)
El olor de la prisión (1999)
La sección

Índice de capítulos:

El paraguas del coronel Borcan, 2


La chapa de identidad de Andrei, 11
La ventana de Aranka Westin, 17
El nombre de Coca Mavrodin, 22
El camión de Mustafá Mukkerman, 31
El marido de Elvira Spiridon, 41
La sangre de Bebe Tescovina, 47
El amor de Hamza Petrika, 58
El pelo de Connie Illafeld, 67
La oreja de Géza Hutira, 74
La sorpresa de Severin Spiridon, 88
El manto de Nikifor Tescovina, 97
El santo de Gábriel Dunka, 102
El fuego de Béla Bundasian, 108
La noche de Géza Kökény, 111
I

EL PARAGUAS DEL CORONEL BORCAN

Dos semanas antes de morir, el coronel Borcan me llevó consigo a


inspeccionar los terrenos de una cima pelada perteneciente a la
administración forestal de Dobrin. Me rogó que mantuviese bien abiertos los
ojos y observase sobre todo la espesura de los serbales que poblaban el
borde del camino, por ver si había llegado el ampelis. El monte bajo
rebosaba de sonidos extraños a mediados de otoño.

La inspección del encargado forestal consistía, por cierto, en visitar por la


mañana la reserva de osos, comprobar su número, volver luego a casa por la
cresta de alguna montaña y preparar el informe sobre cuanto acababa de
ver, al tiempo que absorbía el silencio embriagador de la reserva y el rumor
de los arroyos procedente de los valles.

Esta vez, sin embargo, se enfiló por senderos poco transitados


directamente hacia su atalaya secreta, siguiendo los indicadores del
destacamento de cazadores de montaña. Por lo visto, habían llegado los
ampelis, y con ellos, la fiebre que visitaba la zona forestal todos los inviernos
y que, quién sabe por qué, era denominada constipado tungúsico en el
distrito de Sinistra.

En lo alto esperaba al coronel Borcan un lugar de descanso hecho con


piedras y revestido de musgo; al acercarse, arrojó sobre la hierba su
paraguas de piel, típico de los cazadores de montaña, idóneo para
protegerse del pedrisco.

Se desabrochó la capa y en seguida se puso cómodo. Asimismo, se quitó


la gorra, la inmovilizó lanzándole unas cuantas piedras que habían adquirido
diversos colores por el liquen, y se quedó allí durante horas, oteando el
horizonte oriental a través del rígido catalejo, mientras el pelo le ondeaba al
viento y le vibraban los lóbulos de las orejas.

La cima, que apenas asomaba por el bosque de abetos, pertenecía ya a la


cresta del Pop Ivan y dejaba vislumbrar a gran distancia, más allá de la
frontera, las sucesivas cadenas azuladas de las regiones boscosas de
Rutenia.

Detrás de las últimas colinas, acaso en la lejana llanura, se levantaba un


humo oscuro, mientras que una cortina violeta cubría gran parte de la
bóveda celeste hacia levante, como si ya se acercase la noche.

A medida que el sol se aproximaba al cenit, los colores se iban apagando


en la lejanía, y cuando los valles se llenaron de las luces opalinas de la tarde,
el encargado forestal dejó el catalejo y cogió la gorra, dando por concluida la
inspección.
Nunca se supo si vio en las laderas de la otra vertiente aquello que
buscaba, el ampelis o alguna otra señal del constipado tungúsico que venía
saltando de arbusto en arbusto, ni por qué me había llevado aquel día a la
frontera con Ucrania, precisamente a mí, simple recolector de frutos del
bosque y forastero para más inri.

Camino de casa, ya al pie de la montaña, me preguntó si había visto el


ampelis. Cuando le dije que sí, que creía haber visto dos o tres, señaló que
en tal caso pediría las vacunas.

Ya estábamos cerca del cuartel cuando volvió a arrojar el paraguas a la


hierba -era por cierto el único cazador de montaña que, fuese invierno, fuese
verano, recorría siempre los húmedos bosques con el paraguas bajo el brazo-
y tornó a sacar el catalejo de la funda.

Por el descolorido prado otoñal que bordeaba la otra orilla del arroyo,
pasaba en ese preciso instante el forastero al que llamaban el “Gallo
Colorado”.

Levitando casi, recorría con gesto arrogante la linde que separaba el


bosque de la pradera, y el color rojo de su pelo y de su barba rutilaba
recortándose ante la negrura de los abetos.

El coronel Borcan lo siguió con su anteojo hasta que desapareció entre


una nube de resplandecientes hojas amarillas de abedul. Entonces se dirigió
a mí en voz baja, en confianza:

-Dígame, Andrei, ¿no le han dejado últimamente un paquetito? -cuando


vio que le lanzaba una mirada tonta, como si no entendiera la pregunta,
añadió: -Nada, una menudencia para mí. Un pez recién pescado, digamos.

Aunque la pregunta me resultó extraña -y más extraño aún el hecho de


que le contrariase, y mucho, mi respuesta de que no había recibido paquete
alguno para él-, din duda habría olvidado el incidente.

Pero lo cierto es que a poco vino a verme el forastero denominado el


“Gallo Colorado” al centro de recogida de frutos. Hacía balancear en la mano
una bolsa que estaba empañada por dentro y que tenía en el fondo, en agua
somera, un pez resplandeciente, todo ello, según él, destinado al encargado
forestal. Por esas fechas, sin embargo, el coronel Borcan ya no estaba entre
los vivos.

******************

Los habitantes de Sinistra son en gran parte castaños o morenos, los


rubios escasean y los pelirrojos brillan por su ausencia. La única excepción
era la hija del cantinero de la reserva, Bebe Tescovina, a la que todo el
mundo conocía por su pelo color serba que destellaba desde lejos.

Como, por otra parte, el tinte tampoco estaba de moda por estos pagos,
cuando aparecía algún pelirrojo, en seguida se lo identificaba como un
forastero de paso.
El “Gallo Colorado” se presentó como un simple caminante; recorría las
laderas a paso ligero, y su pelo y su barba rutilaban aquí y allá como la
llameante zarzarrosa bajo los negros abetos.

Llegó a mediados de otoño, con las primeras heladas, que es cuando


madura el escaramujo; una buena mañana, las oscuras huellas de sus botas
de gome de fabricación extranjera aparecieron de pronto en los senderos
cubiertos por la escarcha.

Hombre flaco como un palillo, hablaba igual de mal en ucraniano,


rumano, húngaro y sajón de Transilvania, y lo más probable es que no
supiera utilizar decentemente ninguna de las lenguas corrientes por esta
región.

Su andar era arrogante y seguro de sí mismo, como el de alguien que no


pertenece a los pueblos de por aquí. Además, pasaba todo el tiempo a la
intemperie, dando a entender que deambulaba el día entero por las orillas
del Sinistra con el único fin de admirar aquellas cimas que humeaban en los
alrededores.

En la zona de Dobrin, a la que el extraño rendía todos los días su visita,


por decirlo de alguna manera, las aguas del Sinistra se ramificaban formando
arroyos; valles escarpados se adentraban en la ladera del Pop Ivan. A lo largo
de los derrubios, las alambradas sujetas con barras de acero, los postes de
hormigón, las atalayas, las zanjas repletas de trampas ascendían
serpentenado hasta alcanzar la cresta rocosa de la montaña: allá arriba
transcurría la frontera.

El sistema de vallas metálicas, zanjas y demás obstáculos sólo dejaba un


resquicio en un paso expuesto a los vientos, donde el viejo sendero pasaba a
la otra vertiente bañada por las extrañas luces del norte.

Allí, una barrera azul y amarilla cerraba el camino; en las proximidades


había una garita y una tienda de campaña desgastada, llena de soldados que
tiritaban de frío. Era el único paso fronterizo que funcionaba en el distrito de
Sinistra; la barrera se levantaba una vez por semana, concretamente los
jueves por la mañana, y quedaba el paso abierto durante unas cuantas
horas.

Entonces, las patrullas cambiaban de sitio, para que, bajo el signo de la


hermandad de armas, cada una pudiese inspeccionar el territorio del otro a
ambos lados de la línea fronteriza, momento que aprovechaban para pasar
los dos o tres vehículos civiles que disponían de la autorización
administrativa preceptiva para utilizar el camino.

Sin embargo, aunque su pelo, su vestimenta, su actitud soberbia y


despreocupada revelaban desde lejos que era un forastero, el caminante
colorado no apareció un jueves, sino un sábado. Una buena mañana, los
albañiles que trabajaban en el derribo de la ermita del bosque encontraron
sus huellas, y por la tarde el vigilante nocturno Géza Kökény -que pasaba sus
días sin pegar ojo en una paranza situada en un extremo del pueblo- lo vio
bajar en carne y hueso por la ladera del Pop Ivan.
Parecía moverse con la libertad del viento por los senderos y entre las
alambradas. Varias veces le pidieron la documentación abajo, pero los
cazadores de montaña nunca le encontraron ninguna pega a sus
documentos, probablemente falsos.

Llevaba botas de goma marrones y chaqueta de paño gris, de las que se


usan en la otra vertiente del Pop Ivan; en este caso, tenía cosida una gran
cantidad de retales de pana verde. Iba a pelo: su sombrero de ala estrecha y
adornado con una pluma azul de cernícalo colgaba de una larga cinta en su
espalda. Sobre su cabeza rutilaba el pelo rojo tal la cresta de un gallo; y en el
mentón, una barba altiva peinada hacia ambos lados.

Como nadie lo conocía por el nombre, recibió el simple y elocuente mote


de “Gallo Colorado” desde el primer momento, desde que el vigilante
nocturno -que montaba guardia incluso de día- lo vio y lo bautizó en el acto.

De su hombro colgaba una mochila peluda de piel de ternero, abigarrada


por la cantidad de guarniciones y hebillas de latón que la adornaban; y en la
mano derecha hacía balancear una bolsa de plástico ligeramente translúcida
en la que se debatía una bandeja resplandeciente como un pez de vientre
plateado. A veces paraba a algún trabajador en el campo o en el bosque y
se la ofrecía, aunque bien podía saber que la gente no gastaba bandejas por
estos pagos.

Durante un tiempo, trataron de adivinar sus verdaderas intenciones: que


si quería tantear a la gente por ver su afición a la compra, que si sólo
pretendía conocer a los habitantes del lugar desde su lado más sociable.

Los cazadores de montaña le pidieron la documentación una y otra vez


durante día y medio; luego, por lo visto, recibieron un soplo y dejaron de
interesarse por él. Desde luego, con esa pinta tan estupenda que tenía no
podía servir de agente ni de espía por mucho empeño que le pusiese.

La escarcha o alguna fugaz nevada nocturna ya cubrían con un manto


gris la linde de los bosques, los montones de aspecto velloso mostraban
hasta lejos las huellas que normalmente procedían del Pop Ivan y se dirigían
hacia Dobrin.

A veces, acaso por azar, un ejército de ampelis acompañaban al forastero


en sus andanzas. Esta ave se traslada a los valles de Sinistra antes de los
gélidos vientos del invierno, que en seguida acuden pisándoles los talones.

Cuando pasaba por los prados descoloridos, y aquellos pájaros


revoloteaban sobre su cabeza, no daba la impresión de haber venido a parar
a estas tierras procedente de Ucrania, sino que parecía salido de alguna
página de un viejo libro ilustrado.

El ampelis, por cierto, no era muy querido por estos lugares; lo


ahuyentaban a pedradas, el más habilidoso hasta le escupía, y no pocos
opinaban que allí donde aparecía en bandadas venía seguido por la fiebre
tungúsica. La que al final también consumió al coronel Borcan.
El pobre vino a verme pocos días antes de su muerte -a decir verdad,
pocas veces me había visitado- y me preguntó casi en tono de súplica por
cierto paquete.

-Dígame, Andrei, pero en serio, palabra de honor: ¿no le han dejado una
bolsa? Con un pescado dentro, nada más. No importa que se lo haya comido,
pero dígamelo.

Aunque le juré y rejuré que no, se marchó con una expresión de sospecha
y resentimiento en la mirada, y ya no volvimos a vernos. A poco, Nikifor
Tescovina, cantinero del espacio natural protegido, nos informó que el
encargado forestal había desaparecido. A su cantina acudían a beber los
guardas de la reserva de osos y los coroneles, o sea, que estaba al tanto de
todo.

Así pues, no tardó en comunicarnos que habían encontrado el cadáver del


coronel Borcan en una cima pelada. No lo hallaron a tiempo, por desgracia,
pues un pájaro ya anidaba en su boca abierta. Más tarde, alguien inmovilizó
al muerto -sólo pudo ser un desollador vestido de cazador de montaña-,
atravesándole las manos con sendas bayonetas que se clavaron en la tierra y
sujetándole las piernas con correas atadas a piedras, porque no se lo
llevasen los grifos.

******************

Luego vino a verme el “Gallo Colorado” a mi lugar de trabajo de aquel


entonces, esto es, al centro de recogida de frutos del bosque. Me ocupaba de
los arándanos, moras y setas, y me alojaba en una cámara del almacén,
entre cubas, tablones y fragantes barriles.

Recuerdo perfectamente el caso porque ese mismo día Elvira Spiridon, la


nueva recolectora, se presentó en el centro trayendo su género. Ella, casada
con Severin Spiridon, el habitante de la montaña, sería luego mi amante -ya
puedo revelarlo-, y traía a modo de presentación un capazo lleno de moras y
un morral con unos hongos llamados galampernas.

El espacio natural protegido de Dobrin daba cobijo a unos doscientos ojos,


todos apasionados devoradores de moras y galampernas; el centro de
recogida que yo gestionaba se encargaba de proporcionarles alimento.

Me di cuenta de que Elvira Spiridon, normalmente un sarmiento inquieto y


desenfrenado, una serpiente fogosa, un herrerillo impulsivo, cojeaba de una
pierna. De repente deseé para mis adentros que tuviese una espina en la
planta del pie y que yo se la tuviera que sacar. A pesar de lo estúpido del
deseo, el de arriba escuchó mi ruego.

Mientras yo vaciaba en un barril el contenido de su capazo de moras y


esparcía las setas sobre un tamiz, Elvira Spiridon se sentó en el umbral y,
mientras los enormes aros de latón espejearon dando toda una vuelta,
empezó a desenrollar de su tobillo la cinta de su abarca, para gran alegría
mía.
Sin pensármelo dos veces, me arrodillé ante ella, puse su pie en mi
regazo y con mis propias manos lo despojé de la tela blanca que lo cubría.
Su piececito rechoncho aún tenía el color pardo de la recogida de la paja en
verano, y lo surcaba la red lilácea y fragante de las venas.

La planta del pie era casi de color rosa, como si anduviese siempre de
puntillas, blanda y un tanto húmeda, y para colmo no tenía clavada una
espina, sino el pétalo entre dorado y plateado de un cardo. Se lo quité con
los dientes, claro está, lo cubrí con un escupitajo cuando ya centelleaba en la
punta de mi uña y lo guardé bajo mi camisa. Estrechaba en mi mano el pie
de Elvira Spiridon, y si alguien me hubiese visto en aquel momento, habría
creído que me estaba presentando.

En efecto, ese alguien se encontraba en las inmediaciones: de repente,


sin hacer ruido, una sombra de orla colorida se proyectó sobre el umbral, la
sombra del “Gallo Colorado”.

Era él, sin la menor duda. Deslumbraban las guarniciones y hebillas de la


ancha correa de su mochila sobre el pecho, del cinturón de cuero que le
ceñía la cintura. Y en la bolsa que llevaba en la mano derecha se debatía
como una bandeja, dentro de un agua turbia y somera, un pez de vientre
plateado.

-Me escucha, Andrei -dijo sin más preámbulos, llamándome por mi


nombre de pila-. Esto llevar a coronel Borcan. Antes que sol se pone.
-De acuerdo -asentí, turbado por la presencia de Elvira Spiridon.

El coronel Borcan ya no vivía por aquel entonces, pero esto no era asunto
del forastero. Arrojé en un barril vacío la bolsa con su contenido, y cuando el
extraño se hubo marchado, salí corriendo en pos de Elvira Spiridon, que con
sus centelleantes aros desaparecía asustada en el bosquecillo, con un pie
descalzo y balanceando la abarca en la mano. Hizo oídos sordos a mi retahíla
de piropos; por lo visto, el encuentro con el “Gallo Colorado” la había
desganado también a ella.

En aquella época le hacía yo la rosca a la vieja jaca Aranka Westin. A


juzgar por ciertos indicios, ella tampoco me veía con malos ojos, y yo soñaba
con que una noche, mientras su compañero, el barbero, recorría las
dependencias del cuartel pelando cazadores de montaña, ella saldría
corriendo del pueblo, vestida con unas ligeras enaguas o incluso toda
desnuda, y siguiendo el brazo muerto del río vendría derechito al centro de
recogida de frutos, donde yo vivía solo.

Como costurera, también trabajaba para los cazadores de montaña, y lo


cierto es que era yo quien la visitaba a veces a altas horas de la noche, so
pretexto de algún cuello deshilachado o de unos botones que colgaban.

Lo mismo ocurrió tras la visita del “Gallo Colorado”. Por la noche me


despertaron los gansos bravos, pues el humo que cubría la llanura oriental
en otoño los impulsaba hacia los picos de Sinistra.
Las noches de escarcha, sordas y mudas, se llenaron de los gritos y
graznidos de las aves; sus voces chillonas -como el clarinete del guardavía a
veces- se introducían por las chimeneas y hurgaban en la ceniza hasta el
amanecer. Sus chillidos, capaces de poner los pelos de punta a cualquiera,
siempre me hacían tomar conciencia de mi soledad y recordar a Aranka
Westin.

En la profundidad de los jardines, tras la verja formada por los ciruelos ya


desnudos, resplandecía aún la ventana de Aranka Westin. Me arranqué un
botón de la cazadora y después de superar varias vallas saltando no tardé en
llamar a la ventana. Sacó la mano para coger la cazadora y, mientras cosía,
preguntó:

-¿Qué demonios quería de usted el forastero colorado?


-¿Se refiere usted al “Gallo”? No me acuerdo, supongo que nada. Sólo se
interesó por un retrete de primera.
-Andrei, Andrei, no se meta usted en cosas turbias. Todo el mundo sabe
que le dejó una bolsa. Con una hermosa bandeja de plata en su interior.

Como el asunto me molestaba, al volver al centro de recogida de frutos


llevé al pez, que seguía debatiéndose en el barril, al fondo del patio y lo dejé
caer en la letrina. Todo con la intención de callar su existencia, así como la
visita del “Gallo Colorado”. No tenía ganas de verme involucrado en una
historia dudosa y acabar expulsado del territorio.

Hace unos años me había enterado confidencialmente de que en un


espacio natural protegido cercano tenía asignada su vivienda forzosa Béla
Bundasian, mi hijo adoptivo; a él buscaba yo. Me incorporé como recolector
de frutos del bosque precisamente para dar con su pista. Así pues, habría
sido una lástima que una imprudencia echara a perder todo cuanto había
conseguido, pues había alcanzado el cargo de despachador.

Y el asunto tenía miga: pues a primera hora del día siguiente volvió a
presentarse el “Gallo Colorado”. Desaliñado, pringoso, sucio y mojado hasta
los muslos, parecía haber atravesado a toda prisa un prado cubierto de
hierba y maleza. Ni siquiera su pelo rutilaba ya; lo que rutilaba era más bien
su piel; la nariz y las puntas de las orejas fulguraban y chisporroteaban de ira
y espanto a la par.

-Por amor de Dios, Andrei -me dijo siseando-. ¡¿Por qué no me dijo usted
que coronel Borcan muerto?!

¿Para qué? Me encogí de hombros: yo qué sé.

Buscaba al pez, y al enterarse de que no me lo había comido y que podía


encontrarlo en un sitio muy concreto, fue corriendo a sacarlo de la mierda.
Lo lavó y lo fregó en las aguas del brazo muerto del río, lo envolvió en unas
hojas, lo guardó en la mochila peluda de piel de ternero y se marchó. El
“Gallo Colorado” desapareció para siempre de Dobrin.

*******************
Una tal Izolda Mavrodin vino a ocupar el puesto que el coronel Borcan
ostentara entre los cazadores de montaña, el de encargado forestal. Mi vida
cambió bastante. Un tempestuoso día de primavera yo también desaparecí
de allí.

*******************

Muchos años más tarde, ya con un pasaporte griego en el bolsillo, recorrí


los caminos del distrito de Sinistra en mi todoterreno Suzuki azul metalizado
de cuatro ruedas motrices y pasé asimismo una noche en Dobrin. Llegué por
el paso de Baba Rotunda y decidí ir a ver qué tal le iba en aquellos prados
cubiertos de tomillo a mi antigua querida Elvira Spiridon, que vivía con su
marido Severin Spiridon allá en lo alto, en un claro situado al borde del
camino.

Pero ya no se alzaba nada en su terreno, sólo un montón de cenizas de


color azul oscuro, petrificadas y azotadas por la lluvia y el hielo. A su
alrededor crecían delicadas briznas amarillas, brotes nuevos de ortigas y
azafrán. Acaso era su túmulo.

Ya se vislumbraba la anochecida, en el cielo oriental brillaba un


gigantesco ovillo anaranjaro, la nube de la pesadumbre. Últimamente, esas
magníficas nubes espumosas y adornadas con torres, que se desvanecían
entre los velos color violeta de la noche incipiente, me recordaban el paso
del tiempo. Dejé el todoterreno al borde del camino y con la cabeza gacha
recorrí algunos rincones familiares de la linde del bosque.

Delante de mí, dos franjas de hielo, o tal vez incluso de cristal,


espejeaban dibujando una curva en el claro y reflejando la nube. Sobre la
cálida hierba primaveral las antiguas huellas de mis propios esquís se
enfilaban hacia la oscuridad del bosque, trazando una curva; habían quedado
adheridas al suelo desde el último invierno que pasara precisamente allí, en
el puerto, hacía tantos años.

Quien haya recorrido alguna vez el bosque sobre esquís sabrá que,
cuando uno pasa varias veces sobre sus propias huellas, la nieve se
endurece debajo, se derrite a veces un poco, pero vuelve a congelarse una
y otra vez. Por mucho que se derritan, esas huellas paralelas, esas cintas
sedosas de reflejos plateados, sólo desaparecen definitivamente a principios
de verano. Pero algunas no desaparecen jamás.

********************

En aquel último invierno me dirigí esquiando, día tras día, a los arroyos
subterráneos del bosque de Kolinda. En las cuevas, en los húmedos
escondites situados bajo tierra, se hurtaban algunos insociables, dispuestos
a eludir a los cazadores de montaña; ni los llamamientos ni los ruegos
lograron hacerlos salir. Al principio se dijo que les pusieran trampas y cepos,
pero al final nos limitamos a echar cemento en las entradas.
Así pues, pasé semanas enteras deslizándome hacia allí con sacos de
cemento sobre el hombro, siempre siguiendo las mismas huellas. El cemento
es pesado, de modo que la nieve se petrificó y se tornó diamante bajo mi
peso.

*********************

Ya empezaba a rememorar yo viejas historias cuando encontré allí cerca


dos pelucas; colgadas de la rama de un abeto, se secaban bamboleándose al
viento y rielaban a la luz de la nube de la pesadumbre. Las cogí con el
extremo de una vara y las estudié detenidamente; una era para la cabeza y
la otra, a juzgar por su forma, servía de barba.

En un rincón sombrío del claro, tumbado sobre la hojarasca del año


anterior y dando grandes ronquidos mientras soñaba, dormía un joven a
cuyo alrededor zumbaban moscas multicolores. Junto a su costado había una
mochila peluda de piel de ternero y color abigarrado, y a su lado, caída, una
botella vacía. Se parecía mucho a alguien, de modo que me fui corriendo.

Como era extranjero, me presenté a las autoridades y alquilé luego una


habitación en el hostal de Dobrin, pero al anochecer -no sin antes tomar unos
tragos, claro está- salí a hurtadillas y pasé la noche con mi vieja amiga
Aranka Westin.

Por ella me enteré de que el coronel Borcan -al que después de morir le
cayó incluso la pena de muerte- había sido íntimo del coronel polaco a cargo
de la frontera y que algo se traían entre manos los dos hombres: el polaco
siempre le hacía llegar los recados escondidos en la barriga de un pescado,
si es que no eran dólares de los auténticos.

Yo no quería oír nada del asunto.

Pero también forma parte de la historia que, si bien el tiempo no había


pasado en vano, volvimos a darnos una fiesta Aranka Westin y yo.

Extenuado, yacía al lado de ella, palpándome una arteria y ponderando


incluso la posibilidad de quedarme un día más con ella, cuando desde lo alto
del cielo se oyeron unos chillidos y unos sonidos como los de un clarinete: los
gansos bravos se hacían oír entre las nubes de Dobrin. Por lo visto, se habían
quedado allí para siempre.

Se oían perfectamente en el silencio de la noche, se acercaban desde el


sur, desde el bosque de Kolinda, y al llegar a la altura de Dobrin viraban de
golpe hacia el norte, hacia el Pop Ivan. Los percibí hasta en la punta del dedo
meñique, lo juro, pues no hay voz más inquietante que la suya.

O sea, que cuando los cazadores de montaña vinieron a buscarme al


amanecer y me comunicaron que, por haber abandonado en secreto el
alojamiento que me fuera asignado, es decir, el hostal, me retiraban el
permiso de permanencia y me expulsaban para siempre del destrito de
Sinistra, yo ya llevaba tiempo aguardando la mañana para marcharme
definitivamente del lugar.
2

LA CHAPA DE IDENTIDAD DE ANDREI

Un día de primavera llegué en bicicleta al paso de Baba Rotunda y desde


allí contemplé por primera vez las soberbias cumbres a cuyos pies casi
olvidaría luego cuanto de mi vida había transcurrido hasta entonces.

La cuenca del Sinistra se me presentó con sombras largas y bien


perfiladas bajo las luces anaranjadas de la tarde.

En el fondo del valle, al borde de los recodos del río, los saucedales
lobreguecían el ambiente; en la otra orilla serpenteaba una hilera de casas
situadas a bastante distancia unas de otras, en las laderas lejanas
iluminadas por el sol resplandecían los tejados de pizarra, y muy a lo lejos,
encima del negro cuello de abetos, cabrilleaban las torres heladas del Pop
Ivan y del Dobrin. Detrás de éstas se alzaba, verde y extraño, el cielo
septentrional.

Más allá ya no seguía ningún camino; bajo las paredes que tenía enfrente
debía de estar el espacio natural protegido en cuyas inmediaciones
pretendía instalarme. En la honduras de aquella inmensidad, en algún sitio
sin concretar, vivía Béla Bundasian, mi hijo adoptivo. Llevaba años
buscándolo.

Después de bajar serpenteando el paso, la carretera transcurría durante


un tramo junto al terraplén del ferrocarril, cuyos raíles desaparecían de golpe
en un túnel que el guardavía apostado junto a la entrada solía animar con su
clarinete.

Más adelante, el terraplén volvía a juntarse con la carretera camino del


pueblo; un tren de cercanías me alcanzó, de hecho, y a la última estación
correspondiente al ramal de Sinistra llegué casi al alimón con el convoy.

Al final de las vías se alzaba un edificio ruinoso de una sola planta; de su


canalón colgaba una tabla de madera pintada que ponía “Dobrin”, el nombre
del pueblo. Alguien había escrito debajo en el muro, con letras amarillas:
“City”. Así pues, llegué una tarde de primavera a Dobrin City.

Tras apoyar la bicicleta en una cerca, esperé a que se marcharan todos


esos viajeros silenciosos con sus abarcas y botas de goma, y se me pasó por
la cabeza la posibilidad de que alguno tuviese ganas de entablar conmigo
una conversación. Era la primera vez que estaba en Dobrin.

Sobre la estación flotaba una nube de humo de leña, que es lo que


usaban por estos pagos para caldear las locomotoras, y algunos jirones de
humo seguían hacia la calle principal como arrastrados por los viajeros que
se alejaban. Al otro lado, en la rampa de carga, un hombre de tez cetrina se
apoyaba en la pared del depósito de mercancías, y como si el humo le picara
los ojos, me observaba con los ojos entornados por los resquicios que
dejaban los viajeros mientras pasaban de largo.
Llevaba una camiseta sin mangas, blanca y sucia, pantalones militares
llenos de manchas y sandalias sobre los pies desnudos. No pretendía
dirigirme a él, pero cuando los viajeros se dispersaron, bajó de un salto de la
rampa y vino directo hacia mí por la plaza ya vacía.

-Veo que buscas un alojamiento -dijo en voz baja, aceitosa.


-Algo por el estilo.
-Pues yo sé de uno.

Así conocí a Nikifor Tescovina. Me enteré de su nombre en seguida, pues


lo llevaba en el cuello, bien visible, escrito en una chapa que colgaba de una
cadena.

Pero él no quería saber nada del mío e incluso evitó estrecharme la mano;
no iban a averiguar mi identidad, dijo, mientras no viniese a verme el coronel
Borcan en persona. Entonces, el encargado forestal tomaría una decisión
respecto a mi nombre. Él era el comandante de los cazadores de montaña.

-Y como habrás podido comprobar, aquí nadie va en bicicleta. Tú tampoco


la necesitarás. Déjala aquí, que ya se la llevará alguien.

Iba siempre un paso por delante mientras atravesábamos el pueblo que


se estiraba en el fondo del valle. Los pies desnudos se llenaban de polvo
dentro de la sandalia, de modo que de vez en cuando pisaba un charco para
lavárselos.

Para él había llegado ya el verano, y eso que el borde de los charcos


volvía a helarse tan pronto como desaparecía el sol tras las cumbres de
poniente.

Encima del pueblo, una angosta mancha de nieve con forma de


comadreja irradiaba su luz desde una cercana y escarpada ladera. Desde allí
soplaba también el gélido viento vespertino, cargado con el aroma de los
brotes de abeto. Agitaba los cables cortados que colgaban alrededor de los
postes en la calle principal de Dobrin City.

-Aquí todo pertenece a los cazadores de montaña -explicó Nikifor


Tescovina en voz baja y aceitosa-. Incluido el lugar donde te alojarás. Ellos se
ocupan aquí del pueblo.
-Por el momento sólo los he visto en fotografías -dije procurando no alzar
la voz-, pero ha llegado a mis oídos que los cazadores de montaña son gente
buena y correcta.
-Pues sí, y mucho. Diles también que has perdido tu documentación. El
coronel Puiu Borcan fingirá entonces que te cree.
-Caray, mis documentos -me detuve de golpe-. Los guardaba debajo del
asiento, en el cuadro de la bicicleta. Sería bueno ir a buscarlos.
-Deja. Tu bicicleta ya se la han llevado. O sea, que olvídala.

Hacia el extremo del pueblo, el arroyo pasaba formando cascadas blancas


bajo un puente de madera cubierto, y en su orilla había sentado un enano
con las piernas en el agua.
Nikifor Tescovina no tardó en doblar una callejuela que a poco se estrechó
para convertirse en un sendero que, siguiendo la ribera de un brazo muerto
de un río, húmedo y cubierto de maleza, pasaba entre jardines y
desembocaba en el campo.

Al final, en las inmediaciones de unos cuantos abetos, sauces y


arraclanes, se alzaba oscuro un edificio de piedras de diversos colores y de
tejado combado.

En su día debía de haber sido un molino de agua, pero el río o arroyo se


mudó de sitio y el molino se quedó solo en el prado. En los rincones que
dejaban las ventanas rotas anidaban los pájaros, y las luces del crepúsculo
centelleaban como cuchillas de colores a través de las grietas del tejado de
pizarra.

Habían desmontado la instalación de antaño, los ejes y muelas, y por las


enormes grietas que se abrían en las paredes soplaba ahora la fragancia
vespertina del prado.

Nikifor Tescovina se dirigió en seguida a la primera planta entre las


paredes vacías y se detuvo ante una puerta abierta y un tanto enclenque.
Probablemente se tratara de un pequeño depósito, de un trastero para
guardar herramientas. En uno de sus rincones había ahora una yacija hecha
con ramas de abeto recién arrancadas.

-Éste -dijo Nikifor Tescovina-, éste es el lugar donde puedes quedarte.


Nadie te preguntará nada.
-¿Cómo sabías que vendría?
-Desde el momento en que pusiste el pie en el distrito de Sinistra, el
coronel Borcan está enterado de cada uno de tus pasos. Este paisaje atrae a
gente como tú. Quien empieza a subir bordeando el Sinistra ya no se detiene
hasta Dobrin.
-Me tranquilizas. O sea, que el coronel sabe también que soy un simple
caminante.
-Claro que lo sabe. Y dime, simple caminante, ¿en qué quieres trabajar?
Pareces un hombre polifacético.
-Me gusta mucho el bosque, los árboles y arbustos. Digamos que sé de
setas, de frutas y he trabajado en mercados. De ser necesario, puedo ir al
aserradero, a descortezar. O a poner cepos si hace falta.
-No suena mal. Ya hablaré con el coronel. Pero mientras no te venga a ver
personalmente, no abandones este lugar, te lo ruego. Ni se te ocurra salir de
la casa, quiero decir.
-¿Y cómo lo hago, con tu permiso, si tengo que exonerar el vientre?
-Lo mejor será que saques el culo por la ventana.

Nikifor Tescovina se despidió tocándose la frente con la palma de la


mano. Cuando llegó al final del prado, donde empiezan las primeras verjas
del pueblo, se lo tragó el crepúsculo.

Me acodé en el destrozado alféizar y lo seguí con la mirada hasta que


detrás de mí salió volando un búho, acompañado de un fuerte aleteo.
Nikifor Tescovina no se presentó durante días. Todas las mañanas
colgaba del cerrojo de la puerta de entrada una pequeña alforja, con una
botella de agua, unas cuantas patatas hervidas y ya frías, una cebolla, un
puñado de ciruelas pasas y unas avellanas.

Esos días de patatas hervidas y ciruelas pasas pronto se fundieron en uno


solo, como los jirones de niebla que pasaban sobre el valle, y a partir de
entonces no supe durante mucho tiempo si era lunes, miércoles o sábado.

El paso del tiempo me lo indicaba el cambio de la forma de las manchas


de nieve en la ladera del Dobrin.

Una mañana, sin embargo, volvió a aparecer Nikifor Tescovina, sentado


en el umbral junto a la alforja que se bamboleaba.

-Me alegra de que duermas a pierna suelta -dijo-. Aunque paso a menudo
por aquí, no quería molestarte, por si descansabas. Eso sí, entretando hemos
hablado de ti con el coronel Puiu Borcan.
-¿Conque tiene tiempo para ocuparse de mi persona?
-Y mucho. Es el encargado forestal de Dobrin, ¿o no? No tardará en venir,
porque quiere verte. La cosa pinta bien, parece que puedes quedarte.
-Si de verdad lo arreglas, te lo recompensaré algún día. Me gustaría llegar
a algo. Y tengo el pálpito de que aquí se redondeará mi vida.
-Bien podría ser. Al coronel Borcan le gusta lo que tienes en mente.
Considera que, si tus intenciones respecto a los frutos del bosque son serias,
la cosa puede tener pies y cabeza. Los frutos recogidos podrían almacenarse
sobre planchas y en barriles aquí en el molino.
-Lo mismo pienso yo.
-Y tú podrías dormir a pierna suelta al lado de los frutos, porque cuando
fermentan, su fragancia adormece.
-Pues entonces me interesa empezar ahora mismo. ¿Qué tal la zona en
cuanto a moras? Yo he pensado sobre todo en moras y arándanos.
-Pues no lo sé muy bien. Y, para confesarte la verdad, la cosa depende
también de los osos, de lo que les apetezca. Ellos comerán lo que coseches.
Sabes que esta región da cobijo a unos cien o ciento cincuenta osos. Por eso
le gustó tu idea al coronel Borcan.

Pasaba el día entero acodado en la ventana, contemplando las cimas de


las montañas de aspecto ora terco, ora caprichoso, y esperando al coronel
Borcan. Sin embargo, por el prado que se extendía entre Dobrin City y las
aguas del Sinistra sólo desfilaron durante semanas las bandadas de cornejas
y las sombras de las nubes.

Venían las lluvias primaverales de poniente, desde Sinistra, y al chocar


contra las paredes del Dobrin, deambulaban días enteros entre las torres
heladas.

En ocasiones se cernían nubes ligeras desde todos lados sobre las


cumbres y se amoldaban a las montañas tal sábanas que cubren estatuas;
cuando el tiempo se despejaba al cabo de unos días, el Dobrin volvía a
alzarse con su centelleante color blanco mientras a su alrededor aparecía la
primavera.
Las veces que, casualmente, Nikifor Tescovina se presentaba hacia el
anochecer con su alforja, nos quedábamos sentados en el tibio umbral,
envueltos en el aroma del torvisco que crecía en el brazo muerto del río.

-Ya ves que por nuestra parte la confianza es plena -decía Nikifor
Tescovina-. Y verás que casi nadie te preguntará de dónde eres ni de dónde
vienes. Y tú tampoco se lo digas a nadie por iniciativa propia, oye. Si alguien
te lo pregunta por alguna casualidad o pretende interrogarte, tú miente.
-Vaya, pues así será. Espero acostumbrarme. A cada cual le contaré una
historia diferente.
-Veo que ya sabes por dónde van los tiros. Y olvídate de tu nombre ahora
mismo. Hasta el punto de que si por azar oyes a alguien susurrarlo, tú ni te
inmutes. Tú pon siempre cara de póker.

Después de ponerse el sol, se cernió sobre Dobrin una noche oscura como
boca de lobo; sobre el perfil negro de las casas sólo se veían iluminadas las
ventanas del lejano cuartel y, a veces, se encendían señales luminosas de las
torres de vigilancia de los cazadores de montaña.

Entre las nubes nocturnas destellaban los relámpagos del Dobrin y con los
lejanos rumores se entrelazaban, de vez en cuando, los gritos de los búhos
ocultos en el bosquecillo. Los amaneceres amarillos y nebulosos casi siempre
me encontraban acodado en la ventana.

Un buen día Nikifor Tescovina se presentó con su hija. El pelo corto de la


niña, rojo como la serba madura en otoño, cruzó la niebla fulgiendo desde
lejos. Ya estaban cerca del molino cuando me percaté de que el padre
llevaba a su hija atada a una correa. La amarró a un jalón fronterizo a tido de
piedra de la entrada y entró solo en el edificio.

Ese día, Nikifor Tescovina traía también una botella de alcohol adulterado,
así como una cacerolita y carbón dentro de una olla grande llena de
agujeros. Me explicó que para beber el alcohol era preciso pasarlo a otro
recipiente filtrándolo por el carbón. Y que si no había carbón a mano, bien
servía una yesca común y corriente o el arándano.

-Al principio vomitarás, pero luego te acostumbras.


-Seguro.

Empezó a verter la bebida sobre el carbón, al tiempo que ponía debajo la


cacerolita de hojalata y observaba cómo caían las primeras gotas.

-Podrás empezar pronto, que el coronel ya ha pedido las cubas y las


tinajas. Y ha contratado ya a las mujeres para la recolección. Darán vueltas a
tu alrededor, pero tú ve con mucho cuidado. Como ya te he dicho, pon
siempre cara de póker.
-Últimamente me controlo mucho.
-Pues entonces procura comportarte cuando te encuentres con un tal
Géza Kökény. Te dirá que no es un tío cualquiera, que un busto suyo se alza
a orillas del Sinistra. Pero tú no le creas.
-Ni lo escucharé.
-Así me gusta. Y aquella es mi hijita, Bebe -señaló con la mano abierta el
prado donde la niña pelirroja permanecía sentada en la hierba, atada al
jalón-. Ya la conocerás, sólo tiene ocho años, pero tengo la impresión de que
quiere marcharse de casa.
-No la dejes.
-Se ha enamorado de Géza Hutira.
-No conozco al personaje. Seguro que es un seudónimo.
-Pues sí, quién sabe. Es el meteorólogo de la reserva. Debe de tener tu
edad, cincuenta años pasados. Pero el pelo le llega al suelo. A él pertenece
el corazón de mi hija Bebe.

Ya llevaba cuatro o cinco semanas viviendo entre ratones, lechuzas y


murciélagos en el molino abandonado, cuando por fin se presentó el coronel
Puiu Borcan en persona. Traía mi nuevo nombre.

Ese día había regresado el invierno, decidido a pasar unas horas en los
bosques de Sinistra. Una nube helada se cernió sobre el prado en flor, una
papa cristalina centelleaba entre las briznas del brazo muerto y la nieve de
los claros iluminaba el pueblo desde lo alto.

Entre jirones de niebla que se levantaron, vi las dos figuras que se


acercaban. Una de ellas era Nikifor Tescovina, mi benefactor. La otra, un
hombre con capa de oficial, rostro mofletudo y grandes orejas, se acercaba
ajustándose el gorro en la nuca y haciendo balancear un gran paraguas
negro en la mano.

Aunque el aire seguía preñado de gotas heladas por la tempestad que


acababa de marcharse, él no abría el paraguas, y esa materia negra y
mojada colgaba fáccida como las alas de un murciélago dormido. Un enorme
catalejo pendía del cuello del encargado forestal.

Más adelante, cuando ya me había granjeado su confianza hasta cierto


punto, yo también pude mirar a través del catalejo. Una vez lo acompañé al
bosquecillo, y mientras se metía entre los arbustos para hacer sus
necesidades, me confió su paraguas y su catalejo. Fue el aniversario de la
Revolución, y yo sabía que los cazadores de montaña jugaban a badmington
con los ferroviarios de Dobrin a orillas del arroyo.

Aún recuerdo cómo se agitaba hacia aquí y hacia allá aquel pajarito
blanco sobre la hierba virgen de dos o tres metros de altura que no cesaba
de balancearse.

En resumidas cuentas, el coronel Puiu Borcan se plantó, pues, en el


umbral con un catalejo en el cuello y un alicaído paraguas en la mano. Su
mirada era melancólica y un tanto húmeda, la luz de los lejanos claros
nevados se vislumbraba a través de los lóbulos de sus orejas, los pelos que
emergían bajo el gorro y los cañones de su mentón aún estaban llenos de
gotas de la lluvia helada que acababa de pasar.

-O sea que es usted.


-Pues sí.
-¿Y cómo se llama?
-No lo sé. He perdido mi documentación.
-Eso es bueno. Así todo está en regla.

Sacó de su bolsillo una centelleante chapa de hojalata que pendía de una


cadena de reoj y que decía con letras recién grabadas: Andrei Bodor. Mi
nombre falso.

Me colgó la chapa del cuello con sus propias manos, apretó con unos
alicates los dos extremos bajo mi nuca, y la chapa no tardó en absorber el
calor de mi piel. A decir verdad, lo que más me gustaba de mi nuevo nombre
era el nombre de pila, Andrei.

LA VENTANA DE ARANKA WESTIN

Llevaba semanas, meses, quizás incluso años viviendo bajo el nombre


falso de Andrei Bodor en el destrito de Sinistra, cuando en el ferrocarril
forestal de vía estrecha quedó vacante un puesto de guardavía.

Dicho ferrocarril servía para transportar frutos, cadáveres de caballos y


demás alimentos a los osos del espacio natural protegido, en vagones de
carga revestidos de chapa y en vagonetas de mina desechadas.

Allá vivía, lejos del mundo, tras el cercado de la reserva, mi hijo adoptivo
Béla Bundasian, por quien me había trasladado a esa región montañosa del
norte. Así pues, tan pronto como me enteré de que una mañana habían
encontrado, esparcidos junto a la vía, diversos trozos del cadáver del
guardavía Augustin Konnert, solicité su puesto sin pensármelo dos veces.

No tardaron en convocarme a una entrevista por este asunto, aunque


supongo que no era yo el único solicitante. Mientras esperaba en el pasillo
del cuartel, topé al barbero de Dobrin, al que acababan de expulsar del
distrito. Y ese mismo día empezó mi amistad con Aranka Westin, que duraría
toda una vida.

Por aquellas fechas se cerró el centro de recogida de frutos del bosque de


Dobrin, cuyo despachador era yo, y si bien me pusieron ahí mismo de patitas
en la calle, seguía viviendo en el centro y me recogía en un cuarto entre
barriles y tablas de madera.

El centro de recogida funcionaba junto a un brazo muerto del Sinistra, en


un molino de agua abandonado; el arroyo se había mudado hacía tiempo a
otro sitio como consecuencia de unas inundaciones primaverales, y el edificio
de piedra se quedó solo en el prado, acompañado de unos cuantos abetos,
sauces y arraclanes.
Un poste alto pintado de amarillo marcaba el lugar y refulgía hasta lejos
incluso en días nublos, porque las mujeres recolectoras que acudían de las
laderas cercanas pudiesen encontrar el lugar con facilidad en medio de la
veleidosa niebla.

La mañana del memorable día, un trozo delgado de papel arrancado de


un saco ondeaba en el poste amarillo, que a esas alturas de la vida ya se
alzaba en vano al firmamento; y en el papel aparecieron las siguientes
palabras, garabateadas atolondradamente con carbón:

“Venga, Andrei, aprisa a las oficinas.”

El aviso era para mí, redactado de su puño y letra por la coronela Coca
Mavrodin, nueva comandante de los cazadores de montaña de Dobrin, a
quien identifiqué por las letras “n” y “s” escritas al revés.

El mensajero desconocido debía de haber dejado el mensaje al amanecer,


pues se veían huellas de botas de goma en el suelo escarchado que rodeaba
el poste. Ya era finales de otoño.

Tomé el atajo por el campo, siguiendo el sendero marcado por los


saucedales que bordeaban los arroyos; sólo el busto de Géza Kökény se
vislumbraba a través de los jardines, a través del tejido de las ramas ya casi
desnudas.

Al otro lado de las aguas estaba Dobrin, y más allá del pueblo,
construidos en parte sobre la ladera de la montaña, se alzaban los edificios
del acuartelamiento de los cazadores.

Parecían enormes rocas grises que en su día se precipitaron al fondo del


despeñadero. Detrás de ellos, en alguno de los valles que se adentraban
hasta la raya de la frontera, vivía Béla Bundasian, mi hijo adoptivo.

********************

La nuestra es una simple y cotidiana historia. Un buen día, mi hijo


adoptivo Béla Bundasian no volvió a casa de la región del Moldava, adonde
solía viajar regularmente por ir al mercado negro en busca de papel pautado
de música. Desde entonces no volví a verlo.

Durante unos días después de su desaparición, durante una o dos


semanas quizá, aún podía creerse que estaba pasando el rato con la
pletórica Cornelia Illafeld -pues su amante vivía en pleno centro de los
Cárpatos, en algún sitio próximo a un túnel-, pero como pasaban las
semanas y no aparecía ni daba señales de vida, se podía dar por seguro que
se había metido en algo.

Y, en efecto, en algo se había metido. Sólo al cabo de año y medio se


descubrió que Béla Bundasian había sido deportado a las inmediaciones de la
frontera con Ucrania, concretamente a un espacio natural protegido en el
distrito de Sinistra.
Todo esto me lo comunicó un anónimo benefactor mediante una moneda
de veinte, que llevaba escrita con aguja la noticia y que el susodicho -que
bien podía ser un benevolente empleado de la administración- introdujo en
mi buzón.

Sé que una noticia de este tipo es todo menos regocijante, pero a mí me


provocó una actividad febril. Renuncié a mi puesto en la inspección de
mercados, donde ejercía de inspector y alguna vez de experto en setas, y
viajé al norte con el fin de encontrar un empleo en algún asentamiento de
montaña a orillas del Sinistra.

Me dejé guiar por el buen olfato y al final -claro que entretando habían
pasado varios años-, al final, digo, vine a parar aquí, al húmedo y aireado
Dobrin, en las proximidades de una reserva muy concreta.

La recolección de frutos del bosque se consideraba pan seguro en época


de vacas flacas, pues uno no sólo llenaba la alforja del Estado, sino también
la suya propia. Lo cierto es que la mora, el arándano o el robellón procuran
grandes alegrías a los hombres.

Diré, por evitar malentendidos, que no trabajábamos para una conocida


fábrica de conservas, sino sólo para la reserva cercana, que daba cobijo a los
osos en una ermita ruinosa y en minas abandonadas y derrumbadas.

Por palabras sueltas y por refinados tanteos me enteré de que Béla


Bundasian vivía en casa del meteorólogo Géza Hutira, más allá de la linde de
los bosques, arriba en el nevero. No pegaba ni golpe, sólo a veces hacía el
favor de salir a echar un vistazo a las veletas en lo alto de las rocas y leía los
datos que proporcionaban los instrumentos instalados por toda la meseta.
No bajaba al pueblo, de modo que yo cifraba mis esperanzas en que algún
azar nos permitiese encontrarnos.

Así y todo, el coronel Puiu Borcan, anterior encargado forestal de la zona,


pareció calar mis intenciones y se resistió a firmar el pase que me autorizase
a ir a recoger frutos en la reserva. Pero Puiu Borcan tuvo un fin inesperado, y
no volvió de una de sus inspecciones.

Lo esperaron durante un tiempo, por ver si aparecía después de alguna


aventura que se hubiera prolongado más de la cuenta, pero un día que, cual
si fuese un murciélago gigante, un paraguas negro y solitario sobrevoló
Dobrin City impulsado por el viento -sólo él, el comandante de los cazadores
de montaña usaba uno en sus andanzas-, todo el mundo supo que el coronel
había pasado a mejor vida.

Una mujer, Izolda Mavrodin, apodada Coca, pasó a ocupar el puesto del
coronel Puiu Borcan entre los cazadores de montaña de Dobrin. Una mujer
delgadita, silenciosa, transparente como una libélula.

Cuando quería verme, me avisaba mediante uno de estos trozos de papel


arrancados de un saco, y yo reconocía su letra con facilidad, puesto que
siempre escribía las “n” y las “s” al revés.
Esta vez también ondeaban gran cantidad de estos papelitos marrones
junto al sendero que conducía hacia el cuartel.

“Lo esperan, Andrei, por un asunto muy importante.”

Aquel día, Coca Mavrodin había convocado también a otros a su


despacho, de modo que su antesala estaba llena de leñadores y
guardabosques con olor a resina; y así fue cómo, mientras esperaba mi
turno, topé a Vili Dunka, el barbero de Dobrin.

Como si ya no conociera a nadie, abandonó la oficina precipitadamente,


airado y soberbio, pero yo corrí hasta alcanzarlo. Había sido, en ocasiones,
compañero mío de juergas etílicas.

No se alegró de verme a mí tampoco; que tenía mucha prisa, dijo, pues


debía abandonar el municipio y todo el distrito de Sinistra con el próximo
tren. Por la mañana ya le habían ordenado que acudiera con el equipaje, con
una muda y sus objetos predilectos, de modo que se dirigía desde allí mismo
a la estación.

Desapareció la peluquería de Dobrin City y cerró también la taberna;


clausuraron todos aquellos establecimientos donde la gente podía hablar
mientras esperaba. Como prueba, Vili Dunka me mostró el billete que le
permitía viajar gratis a la nueva residencia que le habían asignado.

-¿Y qué dice Aranka Westin del asunto? -pregunté.


-Nada. No la afecta, claro; seguirá remendando las capas de los oficiales.
Se queda aquí, por supuesto.

La mujer en cuestión cosía para el cuartel y había sido la compañera de


Vili Dunka hasta aquel día.

-Porque imagino que tienes claro -proseguí- que estarás fuera muchos
años. A lo mejor no vuelves nunca más.
-Pues sí, así pinta la cosa. Estoy preparado para todo.
-Y tampoco sé si intuyes que Aranka Westin siempre me ha interesado.
Ahora que te vas, haré todo lo posible por ocupar tu puesto.
-Pues sí, también le he dado vueltas al asunto. Me limitaré a no pensar en
vosotros.
-Te digo todo esto, porque me considero un hombre legal. Que no se
crean que estoy actuando a tus espaldas. No me gustaría que al final
pensaras mal de mí.
-Ya os he olvidado. Ella se ha quedado con gran parte de mis
pertenencias, o sea, que puedes usar tranquilamente cualquier cosa que te
haga gracia. Mi camiseta de gimnasia, mis pantuflas, mis calzoncillos están
allí, y nuestras tallas coinciden más o menos. Yo sólo me llevo las tijeras, las
hojas de afeitar, algunas brochas y cremas, vamos, mis instrumentos de
barbero. Todo lo demás es tuyo.
-Eres un hombre legal.
-¿Y qué carajo quieres que haga?
-Por otra parte, tampoco sé qué pasará conmigo. Como ves, también he
sido convocado.
-Pero tú no llevas alforja. Tú puedes quedarte. Al menos por un tiempo.
-Ojalá. Por eso me atrevo a pedirte que me des algunos consejos útiles. A
ver, ¿cómo he de comportarme con ella? ¿Cuáles son sus costumbres, cuáles
sus caprichos femeninos?
-Vete al diablo. Tú ocúpate de sus babillas grandes y blancas, que no de
sus caprichos. Eso sí, no lo intentes cuando está cosiendo. Para ella, lo
primero es el deber. Y ahora, si no te ofende, me marcho. Que Dios os
guarde.
-Gracias. Y tú cuídate.

Así se marchó Vili Dunka, el antiguo barbero de Dobrin. Me quedé


mirándolo por la ventanilla del pasillo, lo seguí con la vista mientras
atravesaba el patio en que espejeaban los charcos y esperaba luego ante el
portón a que el oficial de servicio lo dejara salir; entonces, sólo los gorriones
que levantaron el vuelo indicaron el camino que tomó detrás de la valla.
Desapareció por el sendero que conducía a la estación, y nadie supo más de
él.

A última hora de la tarde me tocó la entrevista. La silla del encargado


forestal la ocupaba el médico forense, el coronel Titus Tomoioaga, quien,
según él mismo dijo, sustituía a Coca Mavrodin, ocupada en otros
menesteres por el momento, pero que entretanto estudiaba asimismo mi
solicitud presentada referente al puesto de guardavía.

Sin embargo, había surgido un problema: mis papeles se habían


extraviado camino del registro. Mientras esperaban a que reaparecieran,
pediría la opinión de algunas personas de confianza. Y que si no me
contrataba como guardavía, quizá podía hacerlo como mensajero, necesitaba
a alguien que recorriera la reserva llevando recados.

Por lo visto, se disponía a mandarme precisamente allí donde hasta


entonces me habían denegado la entrada. Después de tantos años de
espera, tal vez no tardaría en encontrarme con Béla Bundasian.

Aparenté indiferencia y puse cara de aburrido, como alquien a quien el


asunto no le va ni le viene. De hecho, después de tanto tiempo, la noticia ya
ni siquiera me alegró sobremanera. Para ser sincero, sólo ponía mientes en
Vili Dunka, quien, con el billete de tren válido y gratuito en el bolsillo, ya
aguardaba en la estación.

Cuando se oyera el breve silbato del tren, significaría que ya se había


marchado. Desde luego estaría bien, dije para mis adentros, probarme las
pantuflas esa misma noche.

Era finales de otoño y ya estaba todo sumido en tonos grises cuando,


procedente del cuartel, atravesé el pueblo desierto donde se entretejían
ladridos de perro y nieblas vagabundas. Habían pasado varios años desde
que cortaron los cables eléctricos, las casas permanecían casi todas
agazapadas en la muda oscuridad por las noches y sólo de vez en cuando
destellaba aquí o allá la luz de alguna linterna o de alguna bujía de sebo.
Una ventana tenue y pálida se vislumbraba en lo hondo del jardín de la
costurera Aranka Westin.
Me quedé espiando un buen rato por los agujeros y resquicios de la
cortina, mirando lo que hacía allí dentro esa medio viuda que remendaba
uniformes de paño basto a la luz temblorosa de un candil. Su espalda
quedaba cubierta por un pañuelo de lana, grueso y doblado, cuya punta le
llegaba al trasero y cuyas dos alas se acomodaban a los muslos que Vili
Dunka denominara babillas. Por lo visto, tenía un poco de frío, pues, según
todos los indicios, no había tenido tiempo de poner la estufa aquel día.

Rodeé la casa, cogí unos cuantos leños en el cobertizo, así como un poco
de chasca para alegrar la lumbre, y sin llamar a la puerta empujé el
picaporte hacia abajo con la rodilla.

Aranka Westin levantó la cabeza en el acto, pero en seguida la bajó


lanzándome todavía una que otra mirada mientras yo cerraba torpemente la
puerta con la pierna. Si tenía buena vista, que la tenía siendo costurera, se
dio cuenta, a no dudar, de que el pantalón temblaba alrededor de mi pierna:
será por la corriente de aire, habrá pensado. Pero es que por aquel entonces
yo llevaba cinco años sin conocer mujer.

Esperé alguna señal alentadora, que se le relajaran las arrugas del


mentón, por ejemplo, que los dedos de sus pies se estirasen en sus pantuflas
a modo de invitación y, sobre todo, que dejara caer por fin aquella capa de
oficial a la que le estaba poniendo bolsillos nuevos de paño gris.

Yo sabía que tenía la causa ganada y sabía, además, otra cosa: que ni por
asomo debía intentarlo mientras ella cosiera.

EL NOMBRE DE COCA MAVRODIN

Cuando se comunicó la noticia de que habían encontrado al coronel Puiu


Borcan en una de las cumbres del Dobrin expuestas a los embates del
viento, desempolvé mi abrigo guateado, puse a remojar en el arroyo mis
botas de goma, sucias de barro, y fui a ver luego al enano Gábriel Dunka
porque me recortase un poco el pelo.

El coronel Puiu Borcan había sido el encargado forestal del distrito de


Sinistra: luego, lo propio era que yo, despachador del centro de recogida de
frutos del bosque, me presentara en el entierro con aspecto atildado.

Pronto se descubrió, sin embargo, que tanta prisa no servía para nada,
puesto que la coronela Izolda Mavrodin, recién nombrada comandante de los
cazadores de montaña, había prohibido de entrada todo tipo de reuniones.

Aún estaba de camino de Dobrudza a su nuevo destino en la región


montañosa del norte, cuando ya hizo saber que el coronel Puiu Borcan se
quedaría exactamente en el lugar donde lo había tumbado la fiebre y ordenó
que nadie osara tocarlo.
Ni siquiera en el caso -esto lo añado yo- de que empezaran a cortejarlo
los zorros o tejones que se perdiesen por aquellos pagos.

Una mujer pasó a ocupar el puesto del coronel Borcan entre los cazadores
de montaña de Dobrin. Se rumoreaba que Mavrodin era sólo su seudónimo,
que su verdadero nombre era Mahmudia y que no le importaba que la
apodaran Coca.

Pocos durmieron en Dobrin City antes de su llegada, voces de espera y de


nerviosismo serpentearon por la noche. En un momento, se pudo creer que
era el clarinete del guardavía Tomoioaga que se quejaba en el túnel; en otro,
que los gansos bravos retrasados sobrevolaban el valle.

A mitad de la noche, cuando crucé el patio en busca del retrete -el alcohol
adulterado que me atizaba a última hora purgaba que daba gusto-, la niebla
se vislumbraba amarillenta sobre los numerosos tejados negros del pueblo,
algunas lámparas del cuartel seguían encedidas y las luces de las torres de
vigilancia flotaban, tal enormes algodones de azúcar, en lo hondo de la
húmeda oscuridad.

De ahí venía también aquel tono quejumbroso: los cazadores de montaña


estaban puliendo el suelo de los pasillos con almohadas atadas a las plantas
de sus pies y frotando con papel de diario mojado las ventanas del cuartel.

Izolda Mavrodin llegó a primera hora de la mañana, en un todoterreno de


la Cruz Roja. Una capa de nieve cubría la visera de su gorra, el parabrisas y
los guardabarros, y un dedo había escrito allí su apodo: Coca.

Tras el paso del coche quedó en las calles de Dobrin City un olor amargo
a medicinas o, más bien, a insecto pisoteado; el olor ascendió, recorrió en
oleadas el pueblo y se juntó luego, como el agua de lluvia, en las cunetas y
en los patios.

Ese mismo día Coca Mavrodin-Mahmudia eligió a unos quince o veinte


aldeanos, por la mera pinta que tenían -daba la casualidad de que todos eran
jóvenes pálidos, de cuello largo, cabeza con forma de bola y ojos como
botones-, y les ordenó que se desprendieran de sus ropas de tela basta.

Todos recibieron unos trajes grises, zapatos negros puntiagudos y


corbatas de brillo plateado. Los aldeanos también se percataron de la
similitud y no tardaron en llamar gansos grises a sus vacinos reconvertidos.

Aunque no hubo tiempo para formarlos, no tardaron en entender en qué


consistía su tarea y desde el primer momento echaron severas miradas
alrededor, sin olvidar ningún sitio.

Cuando se dirigían a algún lugar, las piedras fregadas a conciencia


resonaban bajo aquella cantidad de zapatos de suela de cuero.

********************
Aunque yo, en una suerte de visita de cortesía realizada a primerísima
hora, en seguida presenté mis respetos a la nueva comandante tras haber
desempolvado el abrigo guateado y puesto a remojo las botas de goma para
que luciesen, ella me miró de arriba abajo y me despachó en el acto de la
oficina del encargado forestal.

Aun así, me fue dejando recados aquí y allá, siempre garabatos sin
importancia, aunque luego, cuando un servidor comparecía jadeando, me
despachaba. Que debía de tratarse de un error, decía, pues ni siquiera sabía
quién era yo.

En otra ocasión se pronunció así: que por ahora lo dejábamos para otra
oportunidad. Estaba seguro de que sólo pretendía chincharme y ponerme a
prueba, y de que algún día me revelaría sus verdaderas intenciones, aunque
fuese de manera indirecta, y entonces mandaría a sus cazadores de
montaña, sus perros y sus halcones a buscarme.

Aun siendo ya un hombre bastante maduro, en aquel otoño le hice la rosca a


Aranka Westin, y mis esperanzas no se vieron frustradas. Cosía ella para el
cuartel, y cuando a veces se quedaba sin vigilancia después de una entrega,
yo me alojaba en su casa.

Allí me encontraron una mañana los gansos grises de Dobrin, en pleno


banquete. Me llevaron en el acto.

Coca Mavrodin me hizo saber que no paraba de darle vueltas a mi


destino; el centro de recogida de frutos había sido disuelto, claro, y con él
había desaparecido también mi cargo de despachador. Así pues, como
tampoco había nacido en la zona, sino quién sabía dónde, la mejor solución
era que abandonara el distrito cuanto antes.

-El tiempo de recorrer la naturaleza y recoger fresas y setas ha pasado


-dijo con su voz descolorida y apenas audible-, y lo cierto es que hasta ahora
tampoco servía de nada. Y lo peor de todo -añadió- es que falta su
documentación. Aquí no puede quedarse.

Y para demostrar que no estaba hablando al vacío, sacó de su cajón una


carpeta gris y manoseada que llevaba escritas o, más bien, garabateadas las
palabras “Andrei” y “Bodor”, o sea, mi nombre falso.

La abrió y me la enseñó: su interior estaba del todo vacío, como si yo no


existiese. No era de excluir que alguien, considerando inútiles los
documentos, les prendiera fuego o los tirara, aunque también era concebible
que se destruyesen solos.

Hice sonar la chapita que me colgaba del cuello y demostré que el coronel
Puiu Borcan me había registrado reglamentariamente en su día y que, por
tanto, tenía con qué acreditarme si fuese necesario. Quien trabajaba en el
bosque de Dobrin siempre llevaba una chapita de este tipo en el cuello, con
los datos personales grabados y también, claro está, el nombre. Por estos
pagos se consideraba el verdadero documento de identidad.
-Si usted se quedase -dijo Coca Mavrodin-, entonces sí haría falta en
algún momento. Pero tampoco serviría mientras viviera y se moviera.

Coca Mavrodin-Mahmudia era una mujer bajita, encorvada, descolorida,


agazapada entre los faldones de su abrigo como una falena de color turbio.
Hasta sus ojos parecían de piel, no parpadeaba, sino que permanecía allí
sentada dirigiendo hacia mí las negras ventanas de la nariz, al mismo tiempo
que su pelo opaco parecido a fieltro y las torundas amarillas que le tapaban
los oídos despedían un olor a insecto.

-Vamos a ver, si fuera posible, me gustaría quedarme -intenté


argumentar-. Acepto cualquier trabajo. Hasta me presenté para el puesto de
guardavía del ferrocarril de vía estrecha. A ver si podemos discutir este
asunto.
-Ya esoy enterada de sus planes -respondió con un ademán de rechazo-.
Pero el ferrocarril queda fuera de servicio a finales de otoño, cuando llegan
las nevadas. Y tampoco es seguro que vuelva a ponerlo en funcionamiento
en primavera. Usted acabará tarde o temprano implicado en algo, pues
hasta carece de nombre. Márchese de aquí a tiempo, váyase dignamente
mientras lo deje ir.

Eran palabras diáfanas. Cogí, pues, el gorro, le lancé una o dos miradas
cargadas de odio en vez de un saludo y, camino de la puerta, escupí por la
ventana. La voz de Coca Mavrodin me alcanzó en el umbral:

-Oiga, espere usted allí. Por mí, puede usted escupir. Ahora bien, lo había
tomado por un caballero.
-Lo soy, y no he escupido.
-Eso es otra cosa. Entonces voy a pedirle un favor. Hay aquí un paso
llamado Baba Rotunda; me gustaría que me acompañase allí. No tengo
muchas ganas de estar con estos sabios cazadores de montaña -se dio la
vuelta, con silla y todo, y buscó en el mapa en relieve que colgaba de la
pared el punto donde la carretera pasaba a la otra vertiente-. Le seré
sincera; hasta ahora no me he movido mucho por terrenos de este tipo,
porque soy del sur. Me gustaría que me orientase un civil como usted. Uno
al que, por otra parte, ya no volveré a ver nunca más.
-De acuerdo, no le diré que no.

Los gansos grises estaban sentados ante la entrada, uno al lado del otro.
El sudor había impregnado sus zapatos negros y les había dejado un
contorno blanco. Sus ojos como botones centelleaban bajo la intensa luz del
sol otoñal, y un olor a pachulí flotaba en torno a su bozo.

-Él es el pajarraco que os dije -dijo Coca Mavrodin señalándome-, y me ha


prometido que se marcha. Mañana por la mañana me lo acompañan ustedes
a la frontera del distrito y esperan a que eche a volar.

Ante el portón del cuartel aguardaba el todoterreno de la Cruz Roja.


Sobre su lona se mecía el agua azulada de la lluvia, moteada por hojas
amarillas de abedul. Dentro yacía una corneja con las patas encogidas
mirando al cielo. En aquella época, los pájaros caían del cielo como si nada.
Al pie de la valla, Géza Kökény, antiguo héroe de la reserva de osos,
tomaba el sol y fumaba en pipa, y cuando me alcanzaba el humo, me
cosquilleaba el perfume del tomillo que se iba consumiendo. A modo de
saludo, acercó los dedos de la mano derecha a su frente.

A través de ocho o nueve curvas, un camino de tierra plagado de


espejeantes charcos y atravesado por los surcos abiertos a causa de la
erosión conducía hasta lo alto del paso de Baba Rotunda. Aparte de la única
línea de autobús que comunicaba con Bukovina, sólo lo utilizaban los
carboneros, los guardabosques y los cazadores de montaña acuartelados en
Dobrin.

En la cumbre se hallaba la casa del peón caminero Zoltán Marmorstein y,


en los claros de los alrededores, algunas granjas con casas de madera grises
y descoloridas por la lluvia y el viento.

Allí estábamos frente a las escarpadas paredes del Dobrin; hacia oriente
el bosque de Kolinda emanaba oscuridad, y hacia el norte ardían las rocas
del Pop Ivan, rojas como la comadreja.

Era algo así como un intento de trabar conocimiento, una primera


inspección del terreno; yo iba delante de Coca Mahmudia, apartándole las
ramas, pateando las piñas para sacarlas de su camino y dando palmadas
porque los pájaros levantasen el vuelo a tiempo.

Hacía una o dos semanas aún rutilaba la serba por esos pagos, pero
ahora las ramas se mostraban todas grises y desnudas: huyendo de los
gélidos vientos del norte, había llegado el ampelis, devorador de la serba.

Mencioné este detalle para romper el silencio. Coca Mavrodin dio la


impresión de pasar por alto el comentario, pues sólo respondió mucho más
tarde.

-Es usted un experto, pero incluso en este caso no sé qué hacer con usted
-dijo-. Un hombre no debe andar con frutos y pájaros en la cabeza. ¿Qué
demonios crece por estos pagos?
-Yo me inclinaba por los arándanos, pero sobre todo por las moras
-respondí-. Sabe usted, las transportaba a la reserva. Al oso le encanta la
mora.
-En mi vida he visto yo un arándano, pero ya me mostrará uno, ¿no? En
cuanto a la mora, la zarzamora también crece, por ejemplo, en mi país, la
Dobrudza. Y aunque por nuestros pagos apenas nieva, las colinas y los
cerros están siempre blancos tanto en invierno como en verano por culpa de
la sal. Entre los montículos se arrastran estolones peludos de cientos de
patas, llenos de pequeñas y sonrientes bayas.
-Debe de ser interesante.

Ahora que me habían despedido, no tenía muchas ganas de mantener


una conversación tan cortés. Me escocía tener que abandonar el territorio.
Veía disolverse en la nada unos cuantos años de mi vida. Mi plan era
encontrar a mi hijo adoptivo y ayudarle a huir. Y si él no quería, raptar a
Aranka Westin.
Y ahora venía esta mujer, Izolda Mahmudia, y me expulsaba del distrito.
Furioso, resoplaba y escupía.

-Dígame, Andrei, ¿no tiene ni idea de adónde han ido a parar sus
documentos?
-Pues sí -respondí de mala gana-, habrán quedado en el bolsillo de su
señoría.
-¿Qué señoría?
-Pues su señoría, el coronel.

Con gesto indolente señalé hacia adelante, donde los precipicios nevados
del Dobrin centelleaban entre jirones de nubes que colgaban. Señalé la cima
pelada donde el coronel Puiu Borcan descansaba en paz entre piedras verdes
y planas.

-Qué mala pata. No se le ocurra rebuscar en el bolsillo. Cuentan que se lo


llevó la peste. Mandaré que le prendan fuego. Y, además, no le llame usted
coronel.

Un poco más adelante, volando bajo, golpeando de vez en cuando las


elevaciones del prado, el paraguas del coronel Puiu Borcan pasó por encima
de las paredes del Dobrin.

-Nunca he visto un murciélago tan grande -susurró Coca Mavrodin.

Más allá de la casa del peón caminero Zoltán Marmorstein, en un recodo


cubierto de abetos, se alzaba una cabaña de montaña y, cerca de ella, un
granero, un cobertizo y una caseta para el perro. Junto a la valla, sobre el
escarchado prado otoñal, vaporeaban montones de estiércol negros,
resplandecientes.

Por ahí se paseaba, con las manos en los bolsillos, alzando sobresaltado la
cabeza cada vez que se topaba con uno de esos montones, un habitante de
las montañas al que conocía de vista, Severin Spiridon. Ante él caminaban
unas enormes cornejas cenicientas, y por detrás le seguía un perro de pelo
lanudo y abigarrado.

El perro, el primero en vernos, empinó la cola, que tembló al viento, y


orinó rápidamente una y otra vez. Severin Spiridon también se detuvo, se
llevó las manos a los ojos a modo de visera y oteó la lejanía entre los
penachos de humo transparente que emergían de los montones de estiércol.
Se desabrochó el cuello de la cazadora, se desabrochó también los
pantalones y, siempre con una mano dando sombra a los ojos, también
orinó, nervioso.

-¿Ése quién es?


-Se llama Severin Spiridon. Ya lo conocerá usted. Según tengo entendido,
es un viejo conocido de los cazadores de montaña.
-Le confesaré que no me gustan los cazadores de montaña. Son todos
unos ciervos vanidosos.
Entretanto, Severin Spiridon había rodeado su casa, había cogido, quién
sabe de dónde, un catalejo y observaba a través de él los alrededores.
Seguramente nos vio desde lejos, a Coca Mavrodin y a mí, a quien conocía
de vista, recorrer el terreno aguanoso.

-Dígame usted, ¿cómo carajo fueron a parar sus documentos al bolsillo


del coronel Borcan?
-El caso me da vergüenza: según él, yo le debía algo, y los retuvo como
prenda. Supuestamente, le debía un pescado que el diablo sabe quién le
había enviado.
-No es nada bueno deber algo a un coronel.

Hacia el mediodía, después de dar un amplio rodeo por prados


enfangados, llegamos al borde del cenagal que, formando olas, alcanzaba la
valla de Severin Spiridon. Sin embargo, no apareció nadie en torno a la casa
de madera, ni el dueño, ni el perro abigarrado. Coca Mavrodin se enfiló
directamente hacia el edificio, chapoteando entre haces de hierba.

-Venga, hijo, que vamos a dar una vuelta. Me gustaría hablar con el
hombre del catalejo.

Como ya he dicho, a Severin Spiridon ya no se lo veía por ningún sitio en


las inmediaciones de la casa. Al llegar allí al cabo de un rato, sólo
encontramos sus botas colocadas una al lado de la otra junto a la puerta.

En el barro, las huellas de unos pies descalzos conducían al cobertizo. Por


la puerta cerrada de la cocina se oían los gemidos del perro.

-Se ha escondido -señaló Coca Mavrodin y atravesó el patio-. Pues


entonces lo buscaremos.

Como la puerta del cobertizo carecía de cerradura, fue la primera que


abrió Coca Mavrodin. Se sumió en la oscuridad del interior por unos
instantes, que no duraron más de medio minuto, pero cuando llegué allí, ella
ya estaba fuera, ante el umbral. Sus ojos secos, ojos de piel, ni se inmutaron.

-¿Tiene un cuchillo?

Yo siempre llevaba el cuchillo de examinar setas, de modo que se lo


entregué en el acto. Pero ella lo rechazó.

-No llego arriba, o sea que vaya usted. Y córtelo bien cortado.

En la oscuridad del cobertizo, desde lo alto, centelleaban como hojas de


cuchillo las rendijas del tejado, las grietas de las pizarras golpeadas por el
granizo. Debajo de ellas se mecía, pendiendo de una soga, la sombra de
Severin Spiridon, con el catalejo todavía colgado del cuello. Estaba descalzo;
sus fláccidas piernas aún despedían el olor de las botas de goma.

Izolda Mavrodin me apremió:

-Dese usted prisa. Todavía se creerán que he sido yo.


Entré en el cobertizo, me subí al borde del pesebre y, ¡zas!, corté la soga.
Severin Spiridon cayó sobre el suelo cubierto de heno, y por las láminas de
luz que entraban pude ver que su boca aún vaporeaba un poco.

Me arrodillé a su lado, estiré la piel de su rostro y me adherí a sus labios.


Soplaba y tomaba aire, volvía a soplar y volvía a tomar aire, puse allí toda mi
alma y seguí hasta darme cuenta de que él también tosía suavemente en mi
boca.

Cuando empezó incluso a parpadear, traje un cubo de agua, lo vertí sobre


su rostro y su cuello, y allí lo dejé para que lo encontrara a su lado.

A todo esto, Coca Mavrodin no cesó de deambular ante la casa.

-Yo le pedí que cortara la soga. No que le diera besos. ¿Cómo se le ocurre
semejante cosa?
-Sólo quería probar.
-Pues ahora resulta que lo ha resucitado.

El perro de Severin Spiridon ladraba tras la puerta de la casa. Pasamos


por delante de las botas que se había quitado el hombre, doblamos hacia el
sendero y cruzamos el prado hasta llegar al todoterreno que había quedado
solo y abandonado.

La corneja seguía en la lona, cubierta por centelleantes y multicolores


insectos de otoño. Como si fuesen las voces de los gansos bravos, los hilos
volantes flotaban en el aire, y bajo las cumbres del Dobrin las borlas de
nubes se rizaban, parecidas a breves tonos de clarinete.

-Ocurra lo que ocurra, me voy a encender un cigarrillo -dije-. Si tiene


prisa, señora, no me espere. Ya me las arreglaré, que sé bajar solo, me
conozco los atajos.

Coca Mahmudia se sentó al volante, cerró la puerta y bajó la ventanilla de


su lado.

-¿La gente hace a menudo cosas así por estos pagos?


-Pues aún no le ha dado mucho por hacerlo.
-Y le diré otra cosa: no me vuelva a tocar a un muerto.
-Se lo prometo, siempre y cuando me permitan quedarme. Si no, no
respondo de nada.
-Métase esto en la cabeza: la tarea del muerto es no moverse nunca más.

Llevaba las colillas que solía recoger alrededor del cuartel en una cajita
de hojalata en el bolsillo. Elegí una gruesa y la introduje en la boquilla. Como
el coche no se ponía en marcha, fumé acodado en el capó. Desde allí vi a
Severin Spiridon, también acodado, boca abajo, en el umbral de su cobertizo.
Su saliva aún me tensaba el rostro.

-Pues resulta extraño que lo haya hecho ahora -murmuró Coca Mavrodin-.
Justo ahora que estábamos por estos pagos. Resulta un pelín extraño.
-Pues no tanto. En algún momento tenía que hacerlo.
-Cuando se recupere, lo interrogaré. Le preguntaré qué carajo miraba
tanto por el catalejo. A ver, que me informe un poquito.

Después de virar en redondo, Coca Mavrodin paró el motor y dejó que el


coche bajara serpenteando sin hacer ruido.

-Sólo quiero apuntar que yo también los conozco. Lo hizo única y


exclusivamente para molestarme.

El coche rodaba bajando entre charcos desde el paso de Baba Rotunda;


Coca Mavrodin hacía girar con una mano el volante y con la otra hurgaba en
su oreja. Estaba a punto de estallarle el oído, seguro; o sea que no había
mentido al decir que era la primera vez que andaba por caminos de
montaña. Una vez abajo, estiró el brazo por delante de mí y ella misma me
abrió la puerta.

-Los gansos grises, como usted los llama, lo acompañarán mañana a


primera hora a la frontera del distrito. Márchese y olvide usted todo esto.
-Qué lástima -dije-. Confiaba en que cambiara de opinión. Me maldigo por
aquel asunto del pescado. Todos mis males provienen de allí.
-¿De qué asunto me habla?
-Como le he señalado, el coronel Borcan buscaba un pescado y creía que
yo se lo había escondido.
-Vaya. Un coronel muerto no es un coronel.

Pasé con Aranka Westin la noche que, según todos los indicios, sería para
mí la última en Dobrin City, distrito de Sinistra. Aranka Westin tenía una vieja
tina de madera que servía también para bañarse. La llené de agua tibia,
preparé una buena dosis de bebida -alcohol adulterado, resina y agua- y,
siendo sincero, me mentalicé para marcharme en cuestión de horas para
siempre.

Nos pusimos a beber hasta que llegara el momento; apoyando las piernas
en los hombros del otro, ambos cabíamos en la tina.

En el epicentro de la noche, los gansos grises me encontraron en casa de


Aranka Westin. Un pelín achispado, con los calzoncillos helados y
manchados, salí tambaleándome hasta el todoterreno.

En la oscuridad de color de mora, el rostro de Coca Mavrodin-Mahmudia


fulgía como una lejana colina cubierta de sal. Puesto que las aguas del
Sinistra bramaban a la vera, me comunicó la noticia a voz en cuello: que se
lo había pensado dos veces, dijo, que podía quedarme en Dobrin por un
tiempo, mientras ella lo considerara oportuno.

-Los gansos grises ya le inventarán algún nombre nuevo y bonito. O, qué


más da, quédese con el de antes, que también es falso.

*******************
Coca Mavrodin-Mahmudia era una mujer enigmática, una soldado
caprichosa; parecía juguetear conmigo, cuando de hecho lo que quería era
mantenerme.

Años más tarde, durante mi estancia en Dobrin, me enteré de su


misteriosa muerte. Se durmió sentada en el bosque y allí la sorprendió la
lluvia plúmbea; inmóvil tal mariposa durmiente, se quedó congelada bajo el
cristal de las gotas de hielo que se fueron depositando sobre ella.

El viento derribó luego el bloque de hielo, lo deshizo en fragmentos que


acabaron derritiéndose. En el lugar sólo quedó un montón de trapos que
olían a insecto, mojados y salpicados de estrellas, las que correspondían al
rango de coronel.

EL CAMIÓN DE MUSTAFÁ MUKKERMAN

Por aquellas fechas, cuando vivía en Dobrin buscando la pista de mi hijo


adoptivo, sólo una persona ejercía de fotógrafo en el distrito forestal.
Trabajaba exclusivamente para los cazadores de montaña. Pero no
fotografiaba a los soldados que escalaban las montañas con uniforme de
camuflaje, ni a las secretarias de labios pintados con carmín, sino a los
peludos osos del espacio natural protegido -la región daba cobijo a unos
ciento treinta o ciento cincuenta de estos animales-, todo para los archivos
de la administración.

El fotógrafo Valentin Tomoioaga -que también ostentaba el rango de


coronel- se pasaba semanas enteras recorriendo el bosque, y a buen seguro
había sido vacunado varias veces gracias a sus también diversos enchufes y
contactos, lo cual no impidió, sin embargo, que lo tumbara el constipado
tungúsico.

Se sintió mal en las inmediaciones de Dobrin City, bajo unos abetos


pelados de troncos descortezados, en la linde del bosque, en un sitio, pues,
que se divisaba desde el pueblo.

Aunque lo descubrieron temprano, porque el viento no cesó de levantarle


los faldones de su capa, no lo llevaron al sanatorio, sino que allí donde lo
fundió y lo tumbó la fiebre lo rodearon con estacas a las que clavaron
planchas de madera y hasta revistieron con tablas los troncos desnudos,
para que no se le ocurriese marcharse y contagiar a medio mundo.

Mucho miedo le tenían a la fiebre tungúsica, y la mejor solución parecía


ser no dejar volver al enfermo infectado, por mucho coronel que fuese, ni al
cuartel, ni al pueblo, ni a ningún otro lugar.
Por las rendijas del cercado construido a su alrededor le iban
introduciendo mazorcas, y para beber ya tenía el rocío.

Como no apareció nadie nuevo para sustituir al alicaído fotógrafo Valentin


Tomoioaga, no tardó en llegar el día en que urgió buscarle sustituto. Pero no
para retratar a los osos o algún objeto misterioso de la reserva, sino para
acudir a la frontera con Ucrania, donde aquel día esperaban a un camionero
extranjero.

Bastante crudo lo tenía el sujeto en cuestión, ya que se disponían a


recibirlo con fotógrafo y todo. Era Mustafá Mukkerman, transportista de
carnes, al que yo mismo había visto varias veces pasar por la carretera
norte-sur que circunvalaba Dobrin, con su camión pintado hasta los topes
con figuras plateadas y multicolores.

El hecho de que precisamente yo ocupara el puesto de aquel fotógrafo


que entremoría en la linda del bosque sólo podía deberse al capricho
imprevisible de una mujer, aunque me tuvieran por hombre experimentado
y de mundo.

Será siempre un misterio por qué me eligió precisamente a mí la coronela


Coca Mavrodin, habiendo como había tanto cazador de montaña astuto y
hermético.

Lo cierto es que varias cosas cambiaron desde que ella se hiciera cargo
del distrito forestal de Dobrin tras la muerte de Puiu Borcan. Los vientos del
cambio esparcieron pequeñas tiras de papel por todo el pueblo,
convocatorias que eran casi cartas privadas dirigidas a un servidor, mediante
las cuales me convocaba una y otra vez personalmente a las oficinas de la
inspección forestal.

Lo mismo ocurrió en esta ocasión: una mañana ondeaban cerca del


centro de recogida de frutos aquellos trozos arrancados de sacos de papel y
garabateados con carbón, en los postes de la electricidad, en las vallas, en
las ramas que se inclinaban, reverentes, sobre los senderos, todos con el
siguiente aviso:

“Aprisa, Andrei, que lo espera la señorita Coca.”

Izolda Mavrodin-Mahmudia, Coca de sobrenombre, estaba sentada en la


poltrona del coronel Puiu Borcan, que en paz descanse, con dos gigantescas
cámaras fotográficas sobre el escritorio: una Konica y una Canon de aspecto
marcial.

Que no importaba si no sabía mucho de fotografía, dijo, Pues estos


aparatos ejecutaban su trabajo por sí solos, por así decirlo, y que únicamente
hacía falta una persona fiable y sensible, capaz de sujetarslo, de cambiarles
de vez en cuando la película y de apretarles los botones.

La frontera con Ucrania, adonde había de llegar Mustafá Mukkerman,


transcurría por la cresta del Pop Ivan.
Por las noches, los cohetes luminosos que se disparaban a veces se veían
incluso desde Dobrin, y los faros de las torres de vigilancia iluminaban a
menudo las nubes; durante el día, sin embargo, sus laderas irradiaban la
misma monotonía hacia el valle que cualquier otra montaña de los
alrededores. Allí no ocurría nada desde hacía décadas.

La coronela Coca Mavrodin estaba aclocada en la poltrona del


comandante, ya vestida para allegarse a aquel paso aireado, pertrechada
con su capa gris de cazador de montaña y con una capucha.

Para protegerse contra las corrientes de aire, se había tapado los oídos
con torundas de algodón amarillo y emanaba aquel olor a insecto entre ácido
y amargo. Según se rumoreaba, había venido a parar al gélido norte
procedente de la región miasmática del delta, de un mundo de siluros
gigantes y pelícanos cargado de desgracias.

-Cuando puedo permitírmelo -dijo-, me gusta trabajar con civiles. Por eso
he pensado en usted, Andrei. Por cierto, nos acompañarán dos personas de
las nuevas generaciones.

En el vehículo militar anfibio guarnecido con la cruz roja, recorrimos


cauces de arroyos, ciénagas y prados inundados hasta llegar al pie del Pop
Ivan, desde donde el camino empezó a subir serpenteando hacia el puerto
de montaña.

La mismísima Coca Mavrodin iba sentada al volante; a su lado, un


servidor con las cámaras fotográficas al cuello; y en los asientos de atrás los
dos jóvenes casi idénticos, ambos con abrigos de invierno, bufanda,
sombrero, traje, zapatos y con dos dóbermans totalmente idénticos.

Los dos lúgubres muchachos pertenecían a los gansos grises de Coca


Mavrodin.

La confiada charla que entablaron en el camino permitió colegir que el


transportista internacional Mustafá Mukkerman venía de los Beskides, con el
camión lleno de corderos congelados. Se dirigía con su carga al extremo sur
de los Balcanes y hacía el recorrido una vez por semana: siempre entraba en
el país los jueves y siempre hacia el mediodía.

Desde luego, el personaje era todo menos un ser común y corriente; un


auténtico gigante, superaba los seiscientos kilos según los rumores. En aquel
momento, los dos gansos grises departían sobre el procedimiento que debían
seguir cuando llegara el momento de cachearlo, sobre cómo repartirse sus
costados y sus gigantescos miembros. Habían emprendido el viaje conmigo
con la misión de encontrarle algo.

Mientras íbamos serpenteando hacia la frontera en el vehículo anfibio, los


precipicios del Pop Ivan con su color de comadreja aparecían de vez en
cuando en las curvas, costillas rocosas de color rojo pálido que desde la
cuerda principal descendían a los bosques de las profundidades, pero los
despeñaderos se fueron volviendo borrosos a medida que nos acercábamos,
porque el tiempo empezó a estropearse.
Justo ese día llegó con gran estruendo el invierno a las cimas del Pop Ivan.

El puesto fronterizo situado arriba en la divisoria consistían en una garita


y una tienda de campaña, con una barrera metálica azul y amarilla delante.
El paso había sido instalado en el punto álgido del viejo camino de tierra que
atravesaba la montaña, donde algo así como un desfiladero se abría en la
cresta.

Era un sitio maligno y aireado, con despeñaderos que hacían sonar sus
flautas y abetos grises que hacían ondear los filamentos de la procesionaria.
En la otra punta del valle, en el cielo lejano y transparente, ya titilaban los
inquietantes colores del norte.

Pero como ya he señalado, el tiempo se estropeó cuando llegamos arriba.


Jirones grises descendieron entre las cumbres; una lluvia que parecía de
espinos golpeó primero la chapa y los cristales de plexiglás del vehículo y
luego, de improviso, se hizo silencio: en copos grandes como plumas empezó
a caer la nieve.

La bruma del invierno se cernió sobre el paso, y sólo fulguraban en lo


hondo las estrellas rojas que adornaban los gorros de los guardias
fronterizos.

De repente, el cielo empezó a tronar, y aunque la luz de los relámpagos


rasgaba una y otra vez la densa nevada que caía en forma de cortina, un
guardia colgó de la barrera, por si las moscas, una linterna de luz colorada
para tormentas, porque Mustafá Mukkerman no chocase contra ella si se
presentaba en medio de la tempestad.

Sabían que no solía atrasarse, pues siempre cruzaba el paso fronterizo los
jueves hacia el mediodía: se lo consideraba un hombre puntual. Se
rumoreaba que era medio alemán por línea paterna, es decir, por el lado de
los Mukkerman.

Los dóbermans se tumbaron bajo el vehículo anfibio, mientras Coca se


adelantó a paso lento hasta la barrera. Mientras duró la nevada, esperó
acodada en la barrera azul y amarilla para no perderse ni por casualidad el
momento en que, serpenteando desde el otro lado, los faros de Mustafá
Mukkerman se vislumbrasen a través de la cortina de nieve.

Sólo el vaho, que de vez en cuando asomaba ante su rostro, señalaba que
un ser envuelto en un abrigo de paño se enfrentaba al viento pinchudo y
hostil. Poco a poco se fue depositando sobre ella la misma cantidad de nieve
que había caído sobre la caja de arena y el bloque de la barrera. Un pequeño
remolino se formó sobre su gorro de piel y, por último, un pájaro se posó
sobre su hombro sin que ella se diese cuenta.

Los primeros en husmear la llegada de Mustafá Mukkerman fueron los


perros. Las ráfagas de viento cargadas de nieve aún no habían traído
siquiera jirones del lejano zumbido del motor que jadeaba bajo el peso de la
carga, cuando los canes empezaron a ostezar; todo el mundo sabe que en su
caso el bostezo significa atención.
El camión lleno de corderos congelados ya escalaba la pendiente cercana,
velado por las presurosas masas de niebla. Los dos perros aguzaron los
oídos, menearon los muñones que tenían por cola y salieron de debajo del
vehículo anfibio del que goteaba el aceite.

Como Coca Mavrodin conocía a los perros, interpretó las señales que
emitía su pelo en torno al cuello y acto seguido se enderezó. La nieve
depositada sobre su espalda se agrietó y cayó en blandos montones al suelo.

El pájaro se tambaleó sobre su hombro. Cayó tieso sobre la nieve, con las
alas heladas. Por lo visto, sólo se había posado allí para morir. Cuentan que
el ave que trae el constipado tungúsico del norte muere por la misma fiebre.

Cuando apareció Mustafá Mukkerman se hizo silencio, se calmó el viento


y los copos de nieve se detuvieron en el aire. Sólo quedó un gris espeso,
rasgado no ya por los relámpagos, sino por los faros del camión; los soldados
levantaron la barrera para dejarlo pasar.

Las paredes del vehículo de color plateado estaban pintarrajeadas de


todo tipo de tonterías, que sólo podían ocurrírsele a un transportista que,
carente de hogar, vagaba entre fronteras de diversos países: bajo un cielo de
color púrpura aparecían palmeras azules y monos verdes, sin ninguna gracia;
una de las paredes estaba adornada única y exclusivamente con un solitario
seno femenino que colgaba profundamente.

Los dos gansos grises emergieron del interior del vehículo anfibio y
quitaron a patadas la nieve de la matrícula del camión para asegurarse de
que se trataba, en efecto, del sujeto esperado.

Dieron una vuelta al vehículo que todavía jadeaba agotado y caliente,


tocaron repetidas veces con los dedos la pared plateada de la bodega y,
cuando vieron los pintarrajos multicolores, la sombra de la desaprobación se
vislumbró en sus ojos.

Mientras, Mustafá Mukkerman bajó la ventanilla de su costado. Sacó el


brazo increíblemente grande, redondo y desnudo, parecido a un saco, y
apretó el puño; a modo de saludo agitó unas cuantas veces el brazo y la
mano, moviendo el codo y la muñeca.

Los gansos grises se miraron, preguntándose si era cierto cuanto veían


sus ojos. Lo que veían no era un buen presagio, desde luego.

Coca Mavrodin me dio un codazo en las costillas: venga, a pulsar botones


a partir de ahora. Cuando se encendiera una luz bajo mi dedo, habría que
cambiar la película. Miré por el visor, y el camión pintarrajeado, el chófer, los
dos gansos grises con los dos dóbermans en seguida cobraron un poco de
vida en el vidrio esmerilado.

A todo esto, Mustafá Mukkerman puso en marcha un mecanismo: se abrió


la pared de la cabina del conductor, el mecanismo levantó aquella enorme
mole de piel, con asiento y todo, y la depositó sobre el suelo, donde la mole
se puso en pie.
Llevaba un mono rojo, bajo el cual temblaban unas carnes enormes de
formas redondeadas y unos pliegues de piel grasa. Hasta el aire tembló en
sus inmediaciones, y la nieve empezó a derretirse a ojos vistas a su
alrededor.

Cuando se dio cuenta de que dos aduaneros enjutos -viejos conocidos a


buen seguro- salían de la garita, les saludó agitando la mano alegremente.
Luego, agarrándose a unos ganchos instalados, sin duda, con este fin en la
pared del camión haciendo sonar sus llaves, se dispuso a abrir la puerta
trasera del espacio de carga para que la autoridad paseara la luz de sus
linternas por aquellas carnes nebulosas cubiertas de escarcha.

Ya estaba a punto de arrancar los precintos de la cerradura, cuando


intervino la coronela Coca Mavrodin y paró la operación diciendo que era
inútil perder el tiempo.

Los gansos grises se dirigieron entonces a Mustafá Mukkerman, se


plantaron uno a cada lado del hombre y le pidieron que se desnudara in situ.
Que se trataba del deseo de la comandante, pero que, siendo una mujer, el
recato le impedía expresarlo. Por temor a un malentendido, claro.

-Es mi primera presa de este tipo -señaló a mi lado, en voz baja, la


coronela Coca Mavrodin-, porque, sabe usted, hasta ahora estaba destinada
en el templado sur, trabajaba en una granja de pelícanos.
-El buen Dios le ayudará.

En efecto, casi había dejado de nevar. Los gansos grises consolaban a


Mustafá Mukkerman diciéndole que tampoco hacía más calor en la garita,
donde igual no cabía. O sea que, rápido, a quitarse todo cuanto antes.

-Por supuesto -asintió el chófer-. Encantadísimo.


-¿Dónde aprendió usted a hablar tan bien nuestra lengua? -preguntó Coca
Mavrodin.
-¿Dónde? Pues así de paso. La lengua entra por la ventanilla, con el aire.
-Sabe usted, siento mucho que haya que proceder de esta manera.
Justamente con usted, una persona que merece todo nuestro respeto.
-Pues a mí me resulta muy agradable -respondió Mustafá Mukkerman, el
chófer-. Igual tenía ganas de mostrar mi picha.

Coca Mavrodin apartó primero la mirada y luego me miró de reojo para


leer en mi rostro si había entendido bien. Extrajo de su bolsillo un lápiz tinta
al que le había sacado punta, como si se dispusiera a escribir en la palma de
su mano o en el aire cuanto acababa de oír. Los dos gansos grises también
estiraron el cuello en pos de aquellas palabras que se esfumaban.

Como si hubiera esperado el momento, Mustafá Mukkerman se bajó


entonces la cremallera sobre el pecho y el vientre para despojarse de su
vestimenta. Llevaba un mono especial, hecho a medida: tan pronto como se
sacudió el sobretodo que aquí y allá se le había abierto, se le cayó en el acto.

Allí estaba, en cueros, tal como le habían pedido, con protuberancias


grasas y temblorosas entre copos de nieve plateados.
-No crea usted que lo hago por placer -dijo Coca Mavrodin volviéndose
hacia mí-. No es éste mi oficio, y los hombres desnudos me resultan
particularmente repugnantes. Pero recibí un soplo de los camaradas polacos.
Que el sujeto en cuestión se disponía a pasar de contrabando algo escondido
entre sus protuberancias. Desafortunadamente, no me dijeron qué.

Como alas fláccidas, carnes y pliegues pendían, temblorosos, de los


hombros, de la espalda, de la cintura de Mustafá Mukkerman. Pero ¿quién se
atrevería a llamar a aquello espalda o cintura? Hubo que incitar a los
dóbermans a que registrasen al conductor; los gansos grises tuvieron que
arrastrarlos tirándolos de los collares para que se acercaran. Mustafá
Mukkerman no interesaba en absoluto a los dos perros.

-Lo mejor será que lo suelte usted voluntariamente -dijo la coronela Coca
Mavrodin al cabo de un rato-. Así habremos pasado el mal trago en el acto.
-Yo no tengo prisa.
-Pero supongo que no se muere usted de ganas de que mis hombres lo
manoseen.
-¿Por qué no? Me encanta que me rasquen los huevos.

Coca Mavrodin meneó el lápiz entre los dedos, y los dos gansos grises
procedieron al cacheo. Empezaron a hurgar entre los pliegues y arrugas de la
carne y pasaron los dedos, con sensibilidad y sin prisa, esperanzados, por las
depresiones que transcurrían entre esos fuelles.

Separaron incluso las nalgas del trasero de Mustafá Mukkerman, con


gesto sombrío echaron un vistazo a su interior, y hasta sopesaron el saco
testicular con las albondiguillas adormiladas en su interior.

Una vez concluido el trabajo, apenas osaron mirarse: nada habían


encontrado en los rincones mas íntimos, en las bolsas de piel más secretas
del transportista turco.

Mientras el hombre seguía de pie con las piernas abiertas, un poco a la


expectativa, como si lamentase que todo hubiese acabado tan pronto. Espió
alrededor desde debajo de los grasientos párpados entornados y, para
entretenerse, fue levantando ora un pie, ora el otro sobre la nieve que se
derretía.

-¿No le parece a usted que sonríe? -me preguntó Coca Mavrodin


lanzándome una mirada centelleante-. Pero ¿por qué demonios?
-Por una parte -respondió en mi lugar Mustafá Mukkerman, que había
escuchado la pregunta -me gusta salir bien en las fotografías. Y por otra,
todo esto lo he soñado. De ahí que no lleve ahora, por desgracia, aquello que
ustedes buscan.

Coca Mavrodin fulminó a los gansos grises con la mirada, de paso me


clavó también fugazmente la vista y luego partió en dos el lápiz, con el que
sin duda tenía algo previsto y cuyas dos mitades, que se habían roto con un
crujido, dejó caer en la nieve. Hecho esto, se dirigió, como quien ha
concluido su misión, hacia el vehículo anfibio, seguida con cara seria por los
gansos grises.
Yo también me dispuse a ponerme en marcha, con las pesadas cámaras
fotográficas al cuello.

En esto, mi mirada se topó con la de Mustafá Mukkerman. La suya era


toda bondad, cariño, aterciopelada calidez humana. Estiró el brazo hacia mí
y dobló su gigantesco dedo índice a modo de invitación.

Sacó de la guantera un paquete de Kent, una bolsita de celofán con


dulces de goma marca Haribo y, por último, extrajo también un huevo de
chocolate Kinder, los puso en la palma de la mano que parecía una bandeja
y me los ofreció.

En aquel gélido día en que el invierno celebraba su entrada por un paso


de montaña, un turco en cueros me agasajaba con un obsequio, a mí, al
experto en frutos del bosque al que acababan de despedir.

-Escúchame bien -dijo en voz baja-. Algún día te aburrirás de todo esto,
seguro. Avísame, que te llevaré encantado a los Balcanes. A Salónica, a los
Dardanelos o incluso a Rodost. Te meteré atrás entre las carnes, allí no
pasarás calor, pero irás abrigado. Te garantizo que no te encontrará ni
Cristo.
-Por favor, calla.
-Consíguete a tiempo una pelliza bien gruesa y abrigada. Yo paso por aquí
todos los jueves, compro aceite en la gasolinera, ya sabes, esa de abajo, en
la carretera nacional norte-sur. Pero que en la medida de lo posible no llueva
ese jueves: no puedes meterte empapado, con la ropa mojada, entre las
carnes congeladas, en el hielo. Venga, ya puedes irte, que Alá te acompañe.
-No tengo ni idea de lo que hablas. No he oído nada de nada. Eso sí, he de
reconocer que dominas la lengua.
-Qué dices. Sólo pronuncio frases que me he aprendido de memoria.

El vehículo anfibio ya esperaba con el motor encendido, con la chapa en


plena vibración. Tan pronto como me instalé en el asiento, Coca Mavrodin
puso el coche en marcha y, serpenteando y deslizándonos sobre la nieve
recién caída, bajamos poco a poco hacia el valle.

Yo ya chupeteaba el dulce de goma Haribo y entre las cabezas de los


gansos grises contemplaba el paisaje que dejábamos atrás: Mustafá
Mukkerman, que continuaba desnudo en la nieve, nos seguía con la mirada
hasta que lo tapó la primera curva.

-Seguro que lo ha invitado a los Balcanes -me espetó Coca Mavrodin-, a


las playas griegas, a los Juegos Olímpicos.
-Lo ha insinuado.
-Ahora no debería desazonarse con esta clase de planes.

Una vez abajo, el vehículo volvió a desviarse del camino y atravesando los
recodos del cauce del arroyo pasó a trompicones por los prados empapados.
Los dos dóbermans miraban, erguidos, por la ventanilla, al tiempo que los
ojos de los gansos grises centelleaban muy atentos, aunque allí abajo no
había casi nada que mereciera la atención. Cerca ya de la aldea, Coca
Mavrodin, con la frente sudorosa, me pidió que le acomodara la gorra.
-La próxima vez lo voy a sorprender -dijo-. Y mucho. Le voy a desinflar las
ruedas, por ejemplo, o algo por el estilo. O quizá le raje los neumáticos. A ver
si se le van las ganas de aparecer por aquí.
-Eso de que lo soñara... -intervino uno de los gansos grises.
-Los camaradas polacos nos han engañado a posta, seguro -señaló el
otro.
-Les recomiendo que callen.

Por la carretera no tardó en pasar como una exhalación el propio Mustafá


Mukkerman, en su camión pintarrajeado con palmeras, simios y con ese
solitario y colgante seno femenino.

Por supuesto que vio el vehículo anfibio avanzar a trompicones por el


prado que se había vuelto vidrioso a causa del aguanieve, tocó un buen rato
la bocina y saludó agitando la mano.

La nieve levantada se arremolinaba chispeante detrás de él; después de


traernos el invierno, Mustafá Mukkerman se enfilaba ya hacia los Balcanes
bañados por el sol.

Al centro de recogida de frutos del bosque, donde yo me alojaba por


aquel entonces, se podía llegar desde la estación de Dobrin por un estecho
camino para carruajes, pues el edificio se alzaba en las afueras del pueblo,
solo y abandonado en un prado. Coca Mavrodin se detuvo en el desvío y paró
el motor cuando yo ya me había bajado con el coche en movimiento.

-Claro que no le voy a rajar los neumáticos -me gritó mientras me


alejaba-. Yo sabía mejor que nadie que el hombre no llevaba nada. O sea que
no piense eso de mí.
-Ya me imaginaba que estaba usted bromeando.
-Le bastará reflexionar un poco sobre el asunto para darse cuenta de que
todo estaba hablado con los colegas polacos. Ha sido un simple simulacro de
rutina.
-Lo cierto es que ya me lo suponía.
-Qué va. Usted no suponía nada. Acaba de enterarse ahora mismo de
este importante asunto, ahora que se lo he revelado.

A esa hora, el invierno descendía por las laderas del Pop Ivan al valle del
Sinistra. Chorreaba agua el canalón del antiguo molino, ahora convertido en
centro de recogida de frutos, y ya empezaban a formarse carámbanos en él.

Me habría gustado desenvolver el huevo Kinder que había recibido de


regalo, por ver qué ingeniosa sorpresa escondía en su interior, pero como era
finales de otoño y oscurecía temprano, aplacé el agradable momento para el
día siguiente.

A tientas en las tinieblas del pasillo, saqué con la cacerolita un poco del
jugo de frutos fermentados con que solía preparar mi bebida, alcohol
adulterado mezclado con agua. Me acurruqué en mi guarida, en un rincón de
un cuarto, en medio de la oscuridad; todas las noches, el alcohol me
iluminaba por dentro, en mis venas.
A poco sentí hambre, mojé setas y patatas cocidas heladas en el alcohol
adulterado mezclado con agua y las fui chupando, mientras escuchaba
embelesado cómo el viento empezaba a templar su órgano con los
carámbanos. Antes de dormirme, me puse de rodillas junto a la ventana,
según era mi costumbre, y meé sobre el patio. Lloviera o se despejara el
tiempo, yo siempre lo hacía.

Pero esta vez no fue en el mejor momento. El cono luminoso de una


linterna no tardó en recorrer las húmedas paredes, examinando el
entarimado podrido entre los barriles, hasta posarse finalmente en mí, que
descansaba en el rincón del cuarto, tumbado sobre mi saco de paja.

Era uno de los gansos grises, terriblemente empapado por todas partes.

-Le ruego que se abstenga la próxima vez -dijo en voz baja y tono
severo-. Si tiene ganas de orinar, lo acompañamos encantados por el patio
oscuro. A partir de ahora siempre encontrará a alguno de nosotros en las
inmediaciones.

Pues sí, debería haber pensado que a partir de ese día sería considerado
un confidente de Coca Mavrodin, pues había calado uno de sus secretos, de
modo que desde entonces los gansos grises me vigilarían. Y uno de ellos ya
estaba allí, delante de mí, empapado de orina hasta los huesos.

Hacia el amanecer, cuando me dirigía al retrete situado en la otra punta


del patio, después de esperar durante un tiempo de cortesía, le dije:

-Debes de tener sueño. Si subes, te pondré un saco de papel y te podrás


echar. Empieza un nuevo día, así que descansa.
-No, no -respondió al ganso gris rechazando la oferta-, es usted un
forastero, y no puedo saber qué clase de yacija me ofrece.
-Pues entonces olvídalo.

Se acercaba la mañana. De pronto, los ladridos de los perros empezaron a


sonar en oleadas como cuando la luz inunda las laderas de las montañas, y
al otro lado del arroyo, junto al camino, comenzó a amarillear la niebla en
torno al busto de Géza Kökény.

Volvieron a la carga los perros. Cuando dejaban de ladrar por unos


instantes, oía en el profundo silencio los gemidos del fotógrafo Valentin
Tomoioaga desde la linde del bosque.

Los gemidos del fotógrafo y coronel, al que sustituí por un día y al que
debo la amistad de Mustafá Mukkerman.
6

EL MARIDO DE ELVIRA SPIRIDON

Se dice que es buena señal encontrarse con un enano por la mañana. Uno
de los días más afortunados de mi vida, aquel en que Elvira Spiridon, la del
trasero aterciopelado, se vino a vivir conmigo, me encontré con el enano
Gábriel Dunka a primera hora.

En Dobrin City, donde por aquel entonces, mal que bien, ambos vivíamos,
era uno de los pocos que poseían autorización para guardar tijeras en casa;
si podía, iba a verlo cuando necesitaba contarme algo.

Como habían expulsado al único barbero, al compañero de Aranka


Westin, acudía a casa del enano para que me pelase cuando el pelo me
cubría el cuello.

Quién sabe por qué motivo, aquel día memorable creí que era jueves y
espiaba la llegada de Mustafá Mukkerman, el camionero turco que solía
pasar ese día concreto por la carretera norte-sur que circunvalaba el pueblo;
a Gábriel Dunka me lo encontré por casualidad.

Aunque era finales de otoño y una delgada película de hielo cubría los
recodos del arroyo, lo encontré en la orilla, sumergiendo en el agua helada
los tobillos heridos, amoratados. Trabajaba con arena, se pasaba el día
pisoteando descalzo cajas llenas de arena húmeda, y el monótono trabajo le
había afectado los tobillos.

Contratado por la cárcel de Sinistra que estaba en construcción,


empañaba los vidrios para las ventanas. Siendo el único enano de los
alrededores, era la persona adecuada para tan decicada tarea: bajo su
liviano cuerpecito, el vidrio no se rompía ni se resquebrajaba. Con el fin de
aliviar sus tobillos hinchados, acudía en invierno a los agujeros abiertos en el
hielo.

Así lo encontré, tratándose los pies, y aunque no era mi intención departir


con él, me quedé un rato. Le pregunté si había visto esperar a Mustafá
Mukkerman con su camión cargado de carne en la gasolinera o si había
pasado ya.

Por lo visto, algún presentimiento hormigueaba en mi interior, puesto


que, aprovechando la ocasión, decidí cortarme un poco el pelo. Y eso que me
lo había cortado hacía escaso tiempo para el entierro del coronel Puiu
Borcan, como mandaban los cánones.

Traqueteando las tijeras detrás de mis orejas como un barbero hecho y


derecho, me agasajaba con sus historias. Que pronto se haría rico, dijo, que
habían pasado a verlo unos señores de la colección de historia natural del
distrito, interesándose por su esqueleto y dispuestos a comprarlo por una
considerable cantidad de dinero con el fin de exponerlo en su día.
Su primera reacción fue de cólera, por lo que los mandó a paseo, pero
cuando regresen, añadió, pues estos representantes no suelen darse por
vencidos así sin más, no diré que no. No me interesaban sobremanera sus
negocios, o sea que le pedí que se concentrara en los destellos de las tijeras,
como si ya supiera yo que me acicalaba para Elvira Spiridon.

Estando yo en la peluquería, allí en el taller del cristalero Gábriel Dunka,


los cazadores de montaña me encontraron y me trasladaron sin dilación al
cuartel. Coca Mavrodin, que me esperaba en la oficina de la inspección
forestal, me pidió que ese mismo día me mudara del pueblo al paso de Baba
Rotunda.

Como siempre envuelta en su capa, apática, permanecía agazapada bajo


el mapa en relieve del espacio natural protegido, como una araña en el
centro de su tela; tal vez llevara horas sin moverse, sin que se iluminara luz
alguna en sus ojos, en sus labios, en su lengua.

-En el paso vivía un peón caminero -empezó-, un tal Zoltán Marmorstein.


Quién sabe qué le ha dado, pero el hecho es que el hombre se ha largado, lo
ha dejado todo. Su casa está vacía, y mi deseo es que se instale usted allí.
-No me gustaría echarlo de su sitio.
-Vamos a ver, el sujeto en cuestión no va a regresar, según parece. Si se
puede dar crédito a cuanto dice la gente, anoche montó una escena
impresionante. Tuvo la osadía de expulsar sus intestinos.
-Así difícilmente podré decir que no.
-La casa del peón caminero es una vivienda oficial, la estancia allí va
ligada a determinadas tareas. Zoltán Marmorstein ejercía, además, de
suplente del médico forense en nuestras dependencias.
-Me alegra que pensara usted en un servidor. Sin embargo tengo la
sensación de que aún me quedan algunas cosas por aprender en el campo
de la medicina forense.
-Pues espabile.

Aunque la primera vez que había estado allí fuera precisamente conmigo,
la coronela Coca Mavrodin me mostró en el mapa en relieve el camino que
subía serpenteando al paso de Baba Rotunda, las cabañas de los juntadores
de heno esparcidas por los claros y, por último, la casa del peón caminero
Zoltán Marmorstein en la cumbre.

El mapa tenía dibujados hasta los graneros, los cobertizos y las casuchas
de los perros al borde de los senderos que cubrían aquel paso como una red.
Yo conocía bien el lugar.

-¿Y qué tendría que hacer allá arriba?


-Nada. Simplemente vivir allí y, además, ni siquiera solo.

La coronela saco de su cajón un fajo de fotografías y las esparció sobre la


mesa. Eran retratos de mujeres de la zona, la mayoría de las cuales me eran
familiares por el centro de recogida de frutos, porque pasaban por allí con
capazos llenos de moras, arándanos y níscalos a las espaldas. Yo conocía
bien a las mujeres recolectoras.
-Elija usted -dijo Coca Mavrodin señalando las fotografías expuestas y
acercándome ora una, ora otra, para que las viese de cerca-. Por el momento
sólo una, claro está.

Entre ellas estaba el hermoso pajarito del serbal, Elvira Spiridon. En la


imagen aún fulgían la punta de su nariz, su frente redondeada y los grandes
aros de latón. Era ella, Elvira Spiridon, a la que un día le sacara con los
dientes una espina de la planta del pie.

-Elija usted tranquilamente: cualquiera de ellas se mudaría encantada a


su casa -la coronela tapó por un instante la fotografía de Elvira Spiridon-.
Incluso ésta.
-Es demasiado buena conmigo la señorita Coca -meneé confuso la
cabeza-. No estoy seguro de que me lo merezca. Además, hay otras
circunstancias.
-Usted tranquilo. Ya he hablado con su marido. La deja marchar.

Aunque, como ya he dicho, conocía los alrededores del paso de Baba


Rotunda y el mapa colgado en la pared del despacho de la inspección
forestal también me había servido para orientarme, un soldado me llevó en
un todoterreno a echar una breve ojeada a la zona.

El camino conducía a la región de las colinas de Bukovina, pasando por


aquella divisoria tan expuesta a los vientos. De hecho, sólo los guardas de la
reserva de osos y los cazadores de montaña de Dobrin utilizaban aquel viejo
camino de tierra por el que una vez al día pasaba también, traqueteando, el
autobús de línea regular de Sinistra.

Después de unos tranquilos días otoñales, se había levantado el viento,


que puso a rodar las nubes encima de los claros. En la cumbre se alzaba la
casa del peón caminero, toda revestida de gotas de lluvia, con un porche
acristalado donde, cuando el cielo se desencapotaba muy de vez en vez,
llegaban los destellos de los charcos que rielaban aquí y allá en el camino.

Entre las paredes llenas de grietas colgaban de una soga los peales que
Zoltán Marmorstein se había olvidado.

Aparte de todo cuanto me cabía en los bolsillos, por aquel entonces


poseía un plato de hojalata, dos cacerolas, una manta de viaje, algunos
peales, trapos y cordeles, así como una botella de alcohol adulterado.

Volví, pues, al antiguo molino de agua, lo metí todo en un morral, me lo


puse con gesto brioso a la espalda, me despedí del centro de recogida de
frutos, de los numerosos barriles de narcotizante fragancia, y me enfilé hacia
mi nuevo puesto de trabajo. El depósito de cadáveres se hallaba en un
húmedo rincón del patio del cuartel.

Como me inquietaba lo que pudiese haberle ocurrido a Mustafá


Mukkerman, pasé por la casa de Gábriel Dunka. Me habría gustado aclarar
con el camionero por cuánto estaba dispuesto a llevar a dos personas hasta
la punta de los Balcanes, entre carnes congeladas y escarchadas.
Por Gábriel Dunka me enteré de que esperaba en vano al turco, puesto
que entretanto había descubierto -gracias a Géza Kökény, que había pasado
a verlo- que no era jueves, sino a lo sumo miércoles.

Así pues, fue probablemente un miércoles mi primer día de trabajo en el


depósito de cadáveres de Dobrin.

La tarea del suplente de médico forense consistía en permanecer sentado


en un cuarto con el finado y observar o espiar si se movía durante el turno
correspondiente.

Sobre la mesa de piedra húmeda y gris yacía el que fuera peón caminero,
Zoltán Marmorstein, con el pantalón lleno de intestinos, los suyos. Como el
hombre no se inmutaba, en seguida consideré míos los peales que había
puesto a secar.

Por la noche me sustituyó el coronel Titus Tomoioaga, y una vez al aire


libre me sentí inundado por una alegría sin causa aparente mientras me
dirigía al paso de Baba Rotunda, tomando una y otra vez un traguito de la
botella de alcohol. Había empezado a nevar, los copos de nieve se derretían
sobre mi rostro y detrás de las nubes se vislumbraba la presurosa luna.

Cuando llegué a la cumbre, la ventisca ya había rodeado la casa del peón


caminero. Me disponía a enfocar con el cono luminoso de mi linterna los
escasos escalones que conducían al porche, cuando observé que los cristales
de éste presentaban por dentro un vaho rojo y perlado, y que de pronto se
iluminaban y clareaban por la luz de un fuego encendido.

O sea que Coca Mavrodin no me había tomado el pelo. Ya no estaba solo.

En la casa del peón caminero daban luz los tres ojos encarnados de la
estufa y, entre los fulgores que revoloteaban, se veían los destellos de unos
aros de latón. Elvira Spiridon estaba sentada al borde del camastro con las
manos en el regazo. Delante de ella, las abarcas que se había quitado.

-A partir de ahora viviré en casa del señor.


-Bienvenida sea.
-Me han dicho que el señor no habla mucho. Así yo también preferiré
callar.
-Confío en que usted tampoco tenga motivos de queja.

Sobre el camastro abandonado de Zoltán Marmorstein yacían dos cojines


bien rellenos y de formas redondas, dos alfombras hechas con retales y
recién lavadas que aún emanaban el perfume del viento norte que acababa
de llegar al paso.

Sobre la mesa, en una cacerola metálica vieja y negra, había una sopa de
patatas con olor a ratón, la mitad de cuyo contenido ya había sido consumido
por otra persona.

Y allí estaba también la bebida preferida de los coroneles de los


cazadores de montaña: una botella llena de aguardiente de mora.
Y, clavada en el corcho, una estrella centelleante, un cardo de destellos
dorados y plateados.

-Se la envía mi marido.


-Es muy amable su marido. Seguro que lo conoceré algún día. Y ahora le
ruego que no llore.
-Mi marido es Severin Spiridon, al que usted más o menos conoce.
-Pues, por el nombre, no.
-Tuvo un pequeño problema, una tontería. Y usted le ayudó a salir del lío
en que se había metido. No quería vivir, y vino usted y le insufló aliento.
-Pues sí, me suena. Si mal no recuerdo, tenían ustedes un hermoso perro
abigarrado.
-Sí, sí, y nuestro perro tampoco ha olvidado al señor.

Observé que se le movía un peal en torno al tobillo, me arrodillé ante ella


y se lo desenrollé con mis pecadoras manos. Se lo quité de aquel pie tibio,
cubierto por una retícula de venas, de aquel piececito que olía a heno y que
tenía la fortuna de conocer a fondo desde el incidente de la espina. Ahora
volvía a tenerlo en la palma de la mano.

-Pues sí -murmuré distraídamente-, sea como sea, un coronel siempre


cumple su palabra. Y yo que me creía que Coca Mavrodin-Mahmudia me
estaba tomando el pelo. Que el de arriba la bendiga mil veces.
-Sí, el deseo de la señorita coronela es que a partir de ahora viva con el
señor. Pero, si me lo permite, volveré a casa de vez en cuando.
-Usted vaya cuando le dé la gana. Al fin y al cabo, tiene adónde ir. Y
ahora sólo le pido que no me llore.

Descorché la botella y serví el regalo de Severin Spiridon en las dos


cacerolas de hojalata. Encontré una jofaina bajo el camastro, la puse llena de
agua sobre la estufa y probé la sopa. La jofaina soltaba agua, de modo que
pude observar las bolitas que correteaban a diestro y siniestro sobre la
plancha hirviente de la estufa; mientras tanto probé la bebida e indiqué con
un ademán a Elvira Spiridon que ya estaba bien, que ya era hora, que se
desnudara.

Tiempo llevaba yo sin oír ese crujir de ropas, ni ese sonido de brazos
desnudos y, sobre todo, de muslos aterciopelados que se frotan, ni el del
agua que corre por las costillas, ni el de la piel que se seca. Elegí en el muslo
de Elvira Spiridon una arteria que subía ora bifurcándose, ora juntándose.
Con el dedo índice inicié el ascenso aparentando titubeo.

-Sepa usted -le dije despacito, sorprendido yo mismo de mi voz- que fui
yo el que un día le descubrí una espina en la planta del pie. No sé si se
acuerda usted, pero lo cierto es que se la saqué con mis propios dientes.
-No me he olvidado del señor.
-Entonces puedo contarle que desde entonces, para mis adentros, la
llamo serbal, pajarito, pajarito del serbal. De tantas formas como ocasiones
en que me viene usted a las mientes.
-No lo entiendo del todo, pero supongo que el señor me está diciendo
cosas bonitas.
-Y, para continuar, pronto le daré un besito a cada una de sus partes.
Para que luego no se sorprenda usted.
-El señor puede darme besitos donde quiera.

******************

Al cabo de un buen rato, habiendo pasado ya por el cogollo de la noche,


volví a recordar mis asuntos mientras permanecía agachado, desnudo,
delante de la estufa, avivando el fuego. Recordé a Mustafá Mukkerman y,
claro, a Béla Bundasian, mi hijo adoptivo, al que ya llevaba cuatro o cinco
años sin ver, y eso que vivía allí en la reserva.

Confiaba en dar con él y en viajar juntos, acaso, a las soleadas tierras de


los Balcanes. Desde luego, esta mujer no había venido en el momento más
oportuno a vivir conmigo. Pero ahora jadeaba allí a mi vera. Arrodillado, me
volví hacia el camastro y metí la mano bajo la manta.

-Espero que haya ido bien.


-No ha ido mal, señor.
-El buen Dios a lo mejor pone las manos en el asunto. Pero si no lo hace,
un buen día me iré de aquí. Le confieso que tengo otra vida.
-Ya me lo suponía. ¿Conocía usted al señor Zoltán Marmorstein? Él
también se fue.
-Pues no, no he tenido el honor.
-A lo mejor vuelve, porque estos peales son suyos.
-Si viene, aquí estarán. Lo esperaremos con cariño.

Por la noche se calmó el viento, dejó de nevar, y las cimas iluminadas por
la luna proyectaban su luz al interior. En el inmenso silencio, la nieve crujía
en torno a la casa, como si Zoltán Marmorstein ya se acercase con las
pesadas tripas en los pantalones.

Elvira Spiridon se quitó la manta de encima, se levantó y se acercó a la


ventana. Allí se quedó un buen rato, horas quizá, con sus hombros blancos,
liláceos y redondeados como las cercanas cumbres nevadas.

Cuando volvió a meterse a mi lado en la cama, sus muslos y su trasero


eran como el hielo, como el cristal.

Recorrí con el aliento los gélidos miembros y olisqueé los recodos de su


cuerpo.

-Y eso que aún no le he mentado su fragancia. Este perfume, por ejemplo,


aquí en su cuellecito, me gusta mucho. No lo tiene cualquiera.
-Antes de que partiese, mi marido me lavó. Y me untó con aceite de
avellana.
-¡Conque avellana! Es la primera vez que oigo de algo por el estilo. Quiero
conocer a su marido como sea.
-Pero si ya lo conoce. Una vez le salvó la vida.
Hacía años que no descansaba desnudo sobre una alfombra hecha con
retales, cerca de una estufa que desprendía calor a raudales, y nunca lo
había hecho cosquilleado por un ligero aroma a avellana. Dije para mis
adentros:

“¿Qué más quieres? Ya lo has conseguido todo. Estás estirado con el


trasero aterciopelado de Elvira Spiridon en tus brazos. Has llegado a la cima,
hijo mío.”

-Aún no conozco el nombre del señor -me espabiló de improviso Elvira


Spiridon.
-En efecto. Pero puedo tranquilizarla, pronto se lo diré, esta noche a más
tardar.
-Porque, si en algún momento se diese la situación, puede que de vez en
cuando lo llamara por su nombre.
-Tiene usted toda la razón, y sólo le pido un poco de paciencia, que
pronto llegará el turno de las presentaciones. Puede que usted no me crea,
pero el hecho es que no hace mucho perdí mi documentación. De modo que
tendré que resolver urgentemente el problema de mi nombre con la coronela
Coca Mavrodin. Hasta entonces, por desgracia, no puedo manifestarme.
-Yo, sólo pensaba que, si pudiese llamarlo por su nombre, me resultaría
más fácil acostumbrarme al señor.

A veces, cuando ella se incorporaba en la cama, yo miraba hacia la


ventana por debajo de su axila y en ocasiones directamente sobre su hombro
para entretenerme. Una bruma violeta cubría los valles, sólo la punta de los
abetos emergía; a veces salía de allí un ejército de cornejas y se enfilaba
hacia las laderas escarpadas del Pop Ivan. El sol bañaba entonces las
cumbres nevadas.

Mientras se ventilaba la casa, permanecíamos sin decir palabra ante la


ventana abierta. Los dorsos de las manos se tocaban, poco a poco se iban
arrimando más y más, hasta que al final se entrelazaban reconciliadas. En la
concha del secreto que había entre nosotros acechaba sin duda el nombre de
la misma persona. Del hombre cuyas huellas se dibujaban en la nieve muy
pegadas a las paredes, rodeando la casa tal sogas de la fidelidad.

En el claro de enfrente emergían de la nieve recién caída los montones de


estiércol, cálidos, negros, resplandecientes; entre ellos se paseaba un perro
abigarrado, mientras arriba revoloteaban los ampelis, aprovechando el vapor
que flotaba para calentarse.

Sobre el tejado de pizarra de la casa cercana, el humo dibujaba la forma


de un sarmiento: después de su excursión nocturna, Severin Spiridon ya
trajinaba en su casa.

El sol brillaba de lo lindo, de modo que pronto debía marchar a mi puesto


de trabajo. Se notaba que había una mujer en casa, porque encontré mi
cazadora, a la que en seguida había bautizado con el nombre de sayo del
suplente de médico forense, colgada en el portón, llena de aire fresco. Por
muy obstinado que sea el olor, los vientos del paso de Baba Rotunda sólo
necesitan una noche para hacerlo desaparecer de cualquiera de estas fardas.
7

LA SANGRE DE BEBE TESCOVINA

Al suplente de médico forense, al otrora experto en moras y arándanos


que vivía en la zona forestal de Dobrin bajo el nombre de Andrei,
concretamente en la casa del peón caminero del paso de Baba Rotunda, lo
fue a ver un cazador de montaña a primera hora de la mañana.

El soldado esperó a que Elvira Spiridon se marchase y desapareciese


entre los abetos rumbo a la cabaña de su marido; salió entonces del bosque
para dirigirse a la casa que se alzaba en solitario sobre la cumbre. Al oír
acercarse los pasos -que crujieron con fuerza en el borde helado del camino
como cuando alguien trae una muy mala noticia-, Andrei Bodor se escondió
tras una puerta y, tal un perro, orinó unas gotas en el rincón.

Pero el soldado sólo traía un paquete, lo que equivalía a un mensaje


creíble. De su portamapas extrajo un uniforme usado de suboficial, unas
botas de goma, unos pantalones ceñidos especiales para las botas, instando
a Andrei Bodor a ponérselo todo en el acto, que en seguida se marchaban
para Dobrin City.

No podía ser un mal presagio. Estos uniformes desgastados y carentes de


todo distintivo eran los utilizados por los hombres de confianza de los
cazadores de montaña en el distrito de Sinistra.

-Sabe, he venido a pie con el fin de tener tiempo para charlar con usted
por el camino.
-Conmigo no se puede. A lo sumo de la fresa, de la mora y, quién sabe,
quizá de la lechuza.
-Pues entonces nos acercamos al meollo de la cuestión. Si me permite,
empiezo.
-Mucho me temo que no tenemos ningún tema en común.
-El caso es que sí tenemos uno, concretamente la señorita Coca. Ella me
ha enviado. Al principio no lo valoraba a usted en su justa medida, pero ha
cambiado de opinión. Le voy a revelar una cosa: ahora lo aprecia mucho. Y
para colmo, quiere empezar asignándole una misión delicada, siempre y
cuando usted la asuma, claro. Quiere enviarlo a la reserva.
-No tengo acceso a la reserva, el coronel Puiu Borcan no me dio el pase
en su momento.
-Pues ahora ya dispone de un pase. La señorita Coca le pide que se quede
una noche en la cantina. Vive allí una muchacha llamada Bebe Tescovina.
Cuentan que sus ojos fulguran durante la noche como los del lince. No
estaría mal llegar al fondo del asunto, ¿le parece?

En su día, extraían minerales de las laderas del Dobrin, y un ferrocarril de


vía estrecha conducía hasta las rampas de carga y las escombreras. Más
tarde, cuando se cerró la explotación minera e instalaron osos en los
calveros, el ferrocarril volvió a demostrar su utilidad, puesto que llevaban el
alimento en vagonetas a los animales: frutas, restos de comida, cadáveres
de caballos e incluso asnos vivos.
Al final de las vías todavía esperaba la antigua cantina de los mineros,
ahora frecuentada por los cuidadores de los osos y los guardabosques, que
por las noches acudían a beber, a jugar a los dados, al tres en raya o al
dominó, o a freír setas y huevos de pájaros sobre las planchas hirvientes del
horno.

Bebe Tescovina era hija del cantinero Nikifor Tescovina; todo el mundo de
los alrededores la conocía por el intenso color rojo de su pelo; mientras la
nieve no cubría las vías, bajaba en un cuadriciclo impulsado a mano hasta la
escuela de Dobrin City.

Como un serbal llameante, su pelo relucía desde lejos bajo las grises
vallas. Y ahora resultaba que también le fulguraban los ojos.

-Yo no entiendo de estas cosas.


-Cómo que no. En la portería del cuartel lo espera, además, un paquetito,
que debería llevar a Géza Hutira.
-Géza Hutira, Géza Hutira, ¿ése quién es? No he tenido el honor de
conocer a ese señor.
-El meteorólogo de la reserva. No le será difícil reconocerlo, pues el
cabello le llega al suelo. Hace veintitrés años que no se pela.

Andrei Bodor llevaba cinco años esperando este día. Innumerables veces
había imaginado el momento en que se encontrase con su hijo adoptivo.
Pero su rostro ni siquiera se inmutó al oír la noticia.

-Para ser sincero, no sé si podré. A ver si lo encuentro.


-Seguro que sí.
-Sabe usted, no me agrada pasear por el bosque en la época de las aguas
de invierno. Adivine lo que quiero decir: puede que pille algo. Este año no
nos han vacunado todavía.
-Es cierto, la señorita Coca ha parado las vacunaciones. Dice que no le
gusta que le pinchen a sus hombres. Ya encontrará ella otra solución.

El paquete que esperaba a Andrei en la portería era ni más ni menos que


una barra de aluminio. De hecho, ni siquiera era una barra, sino más bien un
sistema de tubos encajados el uno en el otro; seguramente se podía alargar
de lo lindo sacando sus piezas una tras otra.

Además, estaba provisto de una serie de agujeros y perforaciones de


tamaño diverso, de los cuales colgaban unos hilos de algodón de color
naranja y amarillo. Imposible adivinar para qué servía. Andrei se lo puso al
hombro y se marchó.

El busto de Géza Kökény, el heroico guarda de la reserva de osos, se


alzaba al otro lado, negro como el azabache, todo tapado por cornejas que,
al acercarse Andrei, levantaron el vuelo y dejaron blanca la estatua de tanto
excremento.

Esto se consideraba una buena señal, y no.


Allí cerca lo aguardaba el todoterreno de la Cruz Roja, y, detrás de la
ventanilla bajada, el rostro -polvo de mariposa- de Coca Mavrodin. Nadie la
habría tomado por una mujer si no hubiese llevado una resplandeciente
medalla en el cuello: una estrella roja de cinco puntas engastada en una
placa de latón.

A finales de otoño, unas fugaces nevadas cubrieron de un color agrisado


la parte baja de los bosques, y la nieve no tardó en volatilizarse del terraplén
y de los raíles del ferrocarril de vía estrecha.

Andrei, con la barra de alumnio al hombro, se enfiló derechito hacia la


estación con el fin de dirigirse luego en el cuadriciclo impulsado a mano, a
remo, por así decirlo, al espacio natural protegido. Las vías morían allá
arriba, delante de la cantina de Nikifor Tescovina.

A medio camino, en la entrada de la reserva, una barrera cerraba el paso


de las vías. Desde lejos, el coronel Jean Tomoioaga vio quién se acercaba,
salió de su puesto de guarida y se plantó junto al terraplén para dar vía libre.
Andrei frenó el cuadriciclo y lo ató a la horquilla de la barrera, para que no
rodase cuesta abajo. Al ver el coronel que no tenía prisa, sacó el ajedrez de
debajo del camastro. Con la puerta abierta, fueron desplazando, sobre una
camisa a cuadros extendida en el suelo, las toscas y diminutas piezas
talladas en madera; bastaba un solo gesto para recogerlo todo, caso de que
alguien se acercase.

El coronel Jean Tomoioaga sabía que su compañero nunca había


franqueado el cercado, de modo que le advirtió que el trayecto se empinaba
considerablemente después de la barrera y de que convenía, por tanto,
engrasar a fondo los ejes antes de partir.

El sebo, con una ancha pala de madera en su interior, se hallaba en un


cubo bajo el canalón del puesto de guardia. Mientras Andrei untaba los ejes,
el coronel se dedicó a examinar la barra de aluminio. Fue sacando uno tras
otro los tubos, hasta que que en una de las piezas centrales apareció,
sombrío, grabado con gruesas letras, el nombre del difunto encargado
forestal, el coronel Puiu Borcan.

Por lo visto, ya que no lo enterraban, se disponían a señalar con una


resplandeciente barra de aluminio, capaz de emitir a mucha distancia sus
destellos, el lugar donde yacía el finado, clavado al suelo y cubierto con
bolsas de material sintético.

Las numerosas cintas de colores, sobre todo las anaranjadas, se


vislumbrarían incluso a través de la espesa niebla, y por los agujeros y
perforaciones soplaría también el viento. Así pues, uno podría allegarse
incluso de noche en caso de necesidad o, más adelante, cuando las ventiscas
lo enterrasen del todo.

-Cuentan los soldados cuando lo encontraron -añadió el coronel Jean


Tomoioaga-, que ya estaba un pelín picoteado. Claro, los murciélagos.
-Vaya broma -murmuró Andrei-, los murciélagos duermen en invierno.
Soltó el cuadriciclo, se sentó a la manivela y puso el vehículo en marcha.
Ante él se precipitaba el arroyo, deslumbrando con su espuma y acallando
con su bramido los rechinidos del cuadriciclo. Sin embargo, el ruido de las
ruedas llegaba muy lejos por las vías, concretamente hasta el final de
trayecto, donde zumbaba y ronroneaba en los topes.

Incluso se alcanzaba a oír en la cantina, pues cuando el vehículo tomó la


última curva, Nikifor Tescovina ya esperaba con los brazos cruzados allá
donde morían las vías.

-Apuesto a que buscas a mi hija -empezó-. Lo siento, pero no está en


casa. Ha salido a pasear con Géza Hutira.

Aunque el invierno se cernía sobre el paisaje con grises e irregulares


vaharinas procedentes de las cumbres, él aguardaba destocado, con una
camiseta sin mangas, un pantalón militar agujereado y unas sandalias de
cuero sobre los pies desnudos en el barro lleno de huellas de niños descalzos
a su alrededor.

-Primero voy a buscar al meteorólogo -dijo Andrei-, y a la vuelta


pernoctaré en tu casa.
-Sí, lo sé. Puede que ya esté durmiendo. Ven, vamos a tomar unas
copitas.

La cantina consistía en una única estancia larga y húmeda que olía a


moho; una barra provisional se alzaba en una mitad del espacio; detrás de
ella habían montado algo así como una cocina en torno al hogar, y un amplio
camastro ocupaba el rincón.

Tres guardas de la reserva de osos estaban sentados en el local; llevaban


cazadoras de cuello alto, sebosas y cubiertas de placas, guarniciones y
remaches, que tal vez servían para protegerse contra los osos.

El jefe de los guardas, el doctor Oleinek, se había instalado solo a una


mesa, y junto a la pared, sentados sobre un banco angosto, bebían
abrazados los mellizos albinos. Según testimoniaban las chapas que llevaban
en el cuello, hasta sus nombres eran idénticos, cosa sumamente extraña aun
tratándose de mellizos: ambos se llamaban Hamza Petrika. Como veían por
primera vez a Andrei, le sacaron la lengua.

Aparecieron las dos hijas morenas de Nikifor Tescovina, atraídas hasta la


mesa por el resplandor de la barra de aluminio. Chupetearon los tubos
resplandecientes y toquetearon las letras grabadas. Habían sido las últimas
personas en ver con vida a Puiu Borcan, el cual había partido de allí rumbo a
su última morada.

La proximidad de la muerte lo había vuelto casi transparente, sólo sus


contornos titilaban junto a la mesa, donde se había sentado por última vez a
tomar un vino caliente, al tiempo que sus enormes y hermosas orejas,
fláccidas y translúcidas ya por la fiebre, brillaban como celofán arrugado.
Cuando lo encontraron -así se rumoreaba-, ya estaba bastante picoteado.
-Pues entonces te importunaré un poquito esta noche.
-Tú ven tranquilamente. Ya te he dicho que estoy al tanto del asunto.

Frente a la cantina partía un sendero por el estrecho valle rumbo a la


casa del meteorólogo. Alrededor de la cantina se extendía un prado lleno de
excavaciones, por donde el enano Gábriel Dunka se arrastraba a cuatro
patas entre los montículos. Usaba unos guantes gruesos que le llegaban
hasta los hombros y de vez en cuando metía el brazo entero bajo tierra, en
alguna cavidad oculta.

Llevaba tiempo manteniendo negocios con Nikifor Tescovina, atrapándole


marmotas en aquel prado que rodeaba la cantina. Cada vez que se acercaba
algún convoy o incluso un simple cuadriciclo por las vías, las marmotas
inundaban el espacio entre los montículos.

-Tú aguza el oído -se dirigió Andrei al enano-, que ahora no nos escucha
nadie. Sé de tus “business” y que estás forrado de dinero. Préstame algo.
-Me has puesto entre la espada y la pared. ¿Cuánto necesitas?
-He pensado en cuatro billetes de veinte dólares. Algún día te los
devolveré, fijo. Necesito exactamente cuatro billetes, pues de ellos depende
mi vida.
-Ahora vete, que Niki Tescovina está mirando por la ventana.

El valle se ensanchaba un poco a medio camino de la casa de Géza


Hutira, donde un arroyelo de aguas rojas desembocaba en el arroyo. El lugar
era llamado el “manantial zumbador” porque el viento hacía canturrear día y
noche las botellas vacías tiradas entre las ortigas.

Un agua mineral ferruginosa y burbujeante manaba de la fuente, pintaba


de color óxido las paredes de la pequeña balsa, y un revestimiento rojo
cubría el bebedero de corteza de pino, así como las piedras y las raíces sobre
las que caía el agua. Hasta el olor era de sangre.

Inclinada sobre el manantial, Bebe Tescovina se rociaba el cuerpo. Había


dejado el chándal sobre una piedra y, aunque las luces violeta del hielo y de
la escarcha lancinaban, frías, desde las sombras que se extendían por
doquier, ella sólo llevaba algo así como unos pañales en la cintura. Por sus
flacos muslos de niña y sus huesudas piernas, corría sangre en delgadas
vetas.

Géza Hutira, sentado en un tocón, difícilmente habría podido ser


reconocido por el pelo que le llegaba hasta el suelo, puesto que lo llevaba
bajo la ropa desde la altura del cuello. Fumaba una pipa llena de tomillo,
cuyo aroma se esparcía hasta bien lejos, y cerca de sus pies canturreaba una
botella vacía.

A través del velo evanescente del humo contemplaba el cuerpo enjuto de


Bebe Tescovina: los senderos serpenteantes de la sangre en aquellos muslos
esqueléticos y perlados por el agua. Sólo se percató de la presencia de
Andreu, que se había acercado arropado por el bramido del arroyo, cuando lo
deslumbró la barra de aluminio que llevaba al hombro.
-Mucho gusto -saludó-. Ya me imaginaba que alguien vendría a verme
hoy. Ahora mismo nos ponemos en marcha para que pueda usted volver a
tiempo. -Se levantó, se desperezó con la pipa entre los dientes y gritó a Bebe
Tescovina: -Tengo que resolver algo con este señor. Ven mañana al mismo
sitio y a la misma hora, si puedes.

A Bebe Tescovina ya sólo le fulgía el pelo rojo bien corto; los ojos azules,
mates como el arándano, no los quitaba de encima de Géza Hutira.
Desilusionada, se vistió con parsimonia mientras los dos hombres se
marchaban.

El sendero desaparecía una y otra vez, se hundía en el cauce del arroyo,


y la única persona que lo transitaba debía llevar, evidentemente, botas de
goma. Una capa de hielo se extendía ya por los bordes de los recodos del
arroyo, y a su alrededor los andarríos se mecían sobre las ramas
resplandecientes y las piedras cubiertas de una placa vidriosa.

-¿Vive usted sólo? -preguntó Andrei jadeando un poco por la subida.


-¿Yo? ¿Adónde quiere ir a parar, si me permite la pregunta?
-Sólo quiero saber cómo vive usted. También soy un enamorado de la
soledad. A lo mejor somos almas afines.
-Almas afines -Géza Hutira se detuvo y se quedó mirando a su
acompañante-. Eso ya es otra cosa. Se lo diré. Tengo a un hombre en casa.
Lo verá usted de todos modos.

La casa de Géza Hutira se alzaba en el extremo del valle, más allá de la


linde del bosque, donde se encontraban las rocallas y, entre ellas, los
plateados y deslumbrantes arroyuelos. El tejido boscoso empezó a ralear de
golpe, sólo algunos abetos mojados y canosos por los filamentos de la
procesionaria se agarraban de las laderas escarpadas atravesadas por
surcos.

La nube debía de haberse levantado hacía poco, pues el tejado de pizarra


seguía cubierto por una capa de perlas: las gotas irisadas. El armario blanco,
de cuatro patas, del meteorólogo espejeaba allí cerca, y en algunos
instrumentos instalados bajo el cielo raso, destinados a realizar
observaciones, se habían posado unas cornejas ahora inmóviles.

En el umbral de la casa estaba Béla Bundasian, el hijo adoptivo de Andrei,


con las manos juntas como si rezase, con los pulgares haciendo el molinete y
con una botella de alcohol adulterado cerca de los pies, tumbada.

Como suele ocurrirles a los armenios, su cabello empezaba a ralear


prematuramente, su frente morena y brillante era bien alta y su mirada
parecía un poco la de un búho, por las pobladas cejas y los gruesos cristales
de las gafas. Desde detrás de éstas, se quedó mirando con rostro rígido y
apático a su padre adoptivo, sin mostrar ni alegría ni asombro. Apenas se
inmutó cuando su padre se detuvo ante él con la barra de aluminio al
hombro.

-¿Es usted? -murmuró, como si se comunicara a sí mismo lo que estaba


viendo-. ¿Cómo diablos ha llegado aquí?
-Te estaba buscando -susurró Andrei-. Cinco años llevo siguiendo tu pista.
-¿La mía? Pero ¿para qué?
-Por lo visto, he logrado engatusarlos. Quería verte,y aquí estoy.
-¿Para verme? ¿Sólo para eso?
-No tengo a nadie más que a ti.

Béla Bundasian acercó la botella vacía a los labios y sorbió, con paciencia,
hasta la última gota. Ensalivó un buen rato, escupió y meneó luego la
cabeza.

-Horroroso.

Géza Hutira trajo un catalejo de la casa, paseó la mirada por el gélido y


cerrado valle y enfocó luego una cima que aún fulgía por la nieve recién
caída. Sobre la cresta vibraba el perfil afilado de un montón de piedras: allí
yacía, cubierto con bolsas de plástico, el coronel Puiu Borcan. Cerca de él
había que clavar la barra de aluminio.

-Veo que ha dado usted con un viejo amigo -dijo sin rodeos Géza Hutira.
Entregó el catalejo a Andrei para que echase un vistazo-. Pero puede usted
contar con mi discreción. No haré preguntas.
-Le doy las gracias de antemano. No puedo negar que lo conozco, y
pronto tendré que hablar algunas cosas con él.
-Mientras hablen, yo me daré la vuelta, me taparé los oídos y hasta me
apartaré un poco si fuese necesario.
-Eso no -intervino Béla Bundasian-. Te ruego que abras los oídos. Causaría
muy mala impresión si tuviera secretos contigo.

La meseta, a la que no tardaron en subir los tres, ya estaba cubierta por


un delgado manto de nieve que presentaba el color gris de los granos de
amapola. Anochecía, el hielo fulguraba desde las honduras de las grietas que
se abrían en los precipicios de enfrente, y hacia allí se dirigían serpenteando
los senderos de Géza Hutira, hacia los despeñaderos a los que acudía para
leer los datos de sus instrumentos.

También en esta ocasión, se dispuso a escalar en solitario la escarpada


pendiente, después de ponerse los trepadores, unos alambres de acero en
torno a la cintura y la barra de aluminio la hombro.

Ya lobreguecía cuando llegó a la cresta y acto seguido al montón de


piedras a cuyos pies yacía, cubierto, el coronel Puiu Borcan. Andrei esperaba
abajo con su hijo adoptivo, sin decir palabra, pues ambos contemplaban con
atención aquella figura lejana que se perfilaba contra el cielo y que de un
instante al otro se sumergería en la noche incipiente.

Con la anochecida descendió de pronto sobre la meseta un gigantesco


murciélago negro, cuyas alas planearon un rato sobre los pinos enanos y los
enebros cubiertos de escarcha, y se alejaron después para sumirse asimismo
en el crepúsculo.

Era el paraguas huérfano y vagabundo del difunto encargado forestal.


El viento amainó de improviso, el silencio se impuso entre las paredes
peladas del valle cerrado como en una botella vacía. Desde arriba se oían de
vez en cuando martillazos y campanilleos, ruidos metálicos todos, pues Géza
Hutira encajaba la barra entre las piedras y clavaba estacas alrededor; por
último, comenzaron a zumbar también los alambres tensados.

El rumor de los arroyos se alzaba desde el fondo de los valles como la


bruma posterior a las lluvias.

-He ojeado tus diarios -empezó Andrei-. Suponiendo que allí podría
averiguar en qué te habías metido.
-Pues ha hecho usted muy, pero muy mal.
-Por eso te busqué primero en casa de Connie Illafeld, mas fue en vano.
Así me di cuenta de que el problema era mucho más grave.
-No sé de qué problema me habla usted. Más bien calificaría de problema
el hecho de que hojease mis diarios, la puta que lo parió.
-No me quedó otro remedio. Pensé que así me enteraría de lo que te
había pasado.
-Pues ya ve, no me ha ocurrido nada. Usted sabe perfectamente que odio
estas cosas.
-Pero al final te he encontrado. Llevo años buscándote. En la actualidad
vivo aquí cerca, en Dobrin. Te sacaré de aquí.
-Quítese eso de la cabeza ahora mismo. No se preocupe más de mí. Ya
me las arreglo yo solo.
-He calculado que vendré a buscarte en primavera o, a lo sumo, a
principios de verano. Como te he dicho, no tengo a nadie salvo a ti.
-No se crea usted que lo vaya a acompañar. Me quedaré aquí, y si no me
deja en paz, ya verá usted lo que haré. Ya me ocuparé de que se enteren de
lo que usted busca con tanto afán en la zona prohibida.

Según todos los indicios, Géza Hutira había concluido su trabajo: la barra
se alzaba sobre la cima, bien encajada entre las piedras y sujeta por los
alambres; de pronto se oyó el viento que asomaba por la cresta y empezaba
a soplar por los agujeros.

Al acercarse los pasos, algunas piedras se precipitaron por el


despeñadero. Luego ya se oyó el tintineo de la linterna para tormentas, pero
como conocía todas las irregularidades de la ladera, sólo la encedió abajo, al
acercarse a los dos hombres que lo esperaban.

Entonces, de pronto, toda la ladera empezó a chispear. Las piedras


emitían una luz incandescente desde debajo de la delgada capa de nieve,
y los destellos verdes, azules y cobrizos flameaban hasta donde llegaba el
círculo luminoso de la linterna.

Antes de traer osos al territorio, extraían minerales de las laderas del


Dobrin. Un funicular conducía de la meseta al valle, hasta las rampas de
carga del ferrocarril industrial, y siempre caían trozos de mineral junto a los
soportes allí donde las vagonetas pasaban traqueteando por encima de las
poleas. Con la sedosa penumbra, los minerales caídos cintilaban bajo el
manto de nieve.
Después de que cerraran las explotaciones mineras, el meteorólogo Géza
Hutira se trasladó a la cabaña de piedras y vigas de madera donde hasta
entonces se alojara, con sus herramientas, el encargado del mantenimiento
del funicular.

Sin embargo, con sus piedras mohosas, con sus vigas cubiertas de liquen
y chupadas por la niebla, parecía haber crecido allí por sí sola, cual si
perteneciese por naturaleza a la ladera de la montaña. Cuando la luz de la
linterna se esparció por el espacio, éste se llenó de sombras pululantes.

-No les tenga usted miedo -dijo Géza Hutira-. Tanto las comadrejas como
los luciones son amigos del hombre.

Béla Bundasian se tumbó en seguida en un rincón, sobre un montón de


trapos revueltos, descorchó una botella y el aroma de la bebida se esparció
por la casa. Era alcohol en que se ponía a macerar genciana amarilla.

-Te traeré una manta -anuncio Andrei, intentando entablar una


conversación-. No será fácil conseguirla, pero a ver si me la roban de algún
almacén.
-Eso no, odio las mantas.
-La próxima vez vendré con buenas noticias, fijo. Tengo un amigo, un
camionero. Además, es extranjero, no sé si me entiendes.
-Dígame, ¿usted qué pretende? Usted ya pertenece a ellos, claro. De lo
contrario no estaría aquí.
-Sólo así he podido acceder a ti.
-Pues entonces no quiero verlo nunca más. -Béla Bundasian se cubrió la
cabeza con la manta agujereada y siguió hablando vuelto hacia la pared- Y
sepa usted que yo no trato a extranjeros. Ni a la gente del país. Y sé
perfectamente qué hacer con quienes quieran obligarme a tragar el anzuelo.
-Váyase ahora -insinuó Géza Hutira dando a Andrei un codazo en el
costado-, veo que lo molesta. Lo conozco, es un muchacho un pelín sensible.
Además, Nikifor Tescovina ya lo espera abajo en la cantina.

Aunque Andrei llevaba una linterna, no la usó. El arroyo en que rielaban


las estrellas en el fondo del valle, y que era como una bala de seda
desenrollada, mostraba el camino hacia la cantina en la oscuridad. Nikifor
Tescovina esperaba al visitante nocturno haciendo balancear la linterna para
tormentas.

-He juntado dos mesas para ti -dijo-. Las niñas han esparcido ramitas de
abeto recién cortadas. Solemos comer por la mañana, o sea, que ya puedes
recogerte.

El amplio camastro en que Nikifor Tescovina dormía con sus tres hijas
despedía un perfume ligeramente acre, el del alcohol adulterado y la
genciana amarilla.

Apagaron la lámpara, el fuego de la estufa se había extinguido hacía rato,


y sólo se oía cómo iban sorbiendo sin pausa la bebida de la botella que se
pasaban el uno al otro. En las honduras de la oscuridad fulguraban los ojos
de Bebe Tescovina.
Por las paredes se oía rumor de larvas y arañas, en el desván se pusieron
en marcha los lirones, las comadrejas y los murciélagos, y en el suelo
empezaron a trajinar unas uñitas. Los hilos de los resoplidos cargados de
sueños entretejían la casa.

Cuando Nikifor Tescovina atravesó descalzo el cuarto, haciendo crujir el


entarimado, ya amanecía. Andrei también se levantó de un salto de la mesa
en que había dormido y se plantó al lado del cantinero en el umbral.

Con la cabeza gacha, uno al lado del otro, orinaron sobre la escalera,
mirando los riachuelos sinuosos, espumosos y humeantes que se esparcían,
oscuros, por el suelo cubierto de escarcha.

En los rincones del valle apenas se agrietaba todavía la envoltura de la


oscuridad, pero arriba, sobre la cresta del Dobrin, ya centelleaba la barra de
aluminio como la estrella del alba.

Cuando clareó, las niñas emergieron de debajo de las mantas, y Nikifor


Tescovina preparó el fuego. Asaron avellanas, granos de amapola y unos
hongos ajados llamados negrillas sobre la plancha ardiente de la estufa y
pusieron a remojar estolones de arándanos en una cacerola, de modo que el
vapor fragante se deslizó por la ventana helada.

De vez en cuando, Bebe Tescovina frotaba el cristal con la palma de la


mano para mirar afuera.

-¿Este señor se alojará aquí? -preguntó.


-No lo sé todavía -respondió su padre.
-Si es necesario, le cederé mi puesto, que me marcho. Géza Hutira ha
prometido acogerme. A lo mejor me voy de aquí para siempre.
-Vete si te parece. Yo te dejo.

Después del desayuno, Andrei se despidió de Nikifor Tescovina, pero éste


se pegó a él, y juntos atravesaron el prado escarchado rumbo a las vías.

-¿Qué opinas -preguntó Nikifor Tescovina- del hombre que vive en casa
de Géza Hutira?
-Nada particular.
-No lo has visto por vez primera, ¿verdad?
-Pues según cómo se mire.
-Para que sepas: anoche estuvo en el pueblo. Y eso que no tiene
autorización ni suele hacerlo.

Inclinado sobre el tope, Andrei estaba soltando la cadena del cuadriciclo,


cuando se enderezó poco a poco y se tocó el vientre. Abrió la boca y vomitó
ante sí sobre el asiento. En la baba espesa y brillante, entre hilos de sangre
que se coagulaba, se agitaban las negrillas.

-Te has arruinado el estómago.


-Qué va. Sólo ha manado de mí cuando me inclinaba.
-Parecen tus sesos, oye.
Andrei limpió el asiento con la palma de la mano, se sentó y soltó el freno
con la manivela, para que el cuadriciclo bajase por sí solo por la pendiente.

-Yo tampoco entiendo -señaló Nikifor Tescovina- cómo es que los ojos de
la niña fulguran en la oscuridad. Pero es sólo desde ahora, desde que le vino
la primera sangriza.
-Está bien. Eso es lo que les explicaré.
-Y has de saber también que se dispone a marcharse de mi casa. Sería
bueno que allá arriba se enterasen a tiempo de estos cambios.
-Pues sí, yo también lo he oído. Eso mismo les haré saber.
-Y, por supuesto, no calles tampoco que es Géza Hutira quien la acoge.
-No lo callaré -dijo Andrei Bodor-, te aseguro que eso mismo les haré
saber, tal cual.

EL AMOR DE HAMZA PETRIKA

Los dos Hamza Petrika, que se empalaron en una de las últimas noches
del otoño, trabajaban en el espacio natural protegido de Dobrin, en la
reserva de osos del doctor Oleinek.

Pocos días antes del suceso fueron vistos en el pueblo -como se celebraba
la fiesta de la revolución, todos los guardas forestales tenían libre,
excepcionalmente-, pues se pasaron la tarde ante el puesto de los
lanzadores de cuchillos a orillas del Sinistra, donde se habían instalado los
feriantes, observando aquellas hojas que pasaban como rayos y se clavaban
en el blanco.

El público, en cambio, prefería contemplarlos a ellos: nadie había visto a


dos jóvenes tan idénticos, de piel azulada, ojos encarnados y cabellos de
abuela. Eran mellizos albinos, y tanto se parecían entre sí que los gruesos
monos que usaban los guardas de la reserva en ambos se arrugaban en el
mismo sitio. Hasta inspiraban el aire al mismo tiempo, como desmostraba el
vaho que echaban por las narices. Y el colmo era que, según las chapitas de
hojalata que les colgaban del cuello, ambos se llamaban Hamza Petrika.

Las pocas personas que trabajaban en la reserva rodeada de un cercado


de alambre y una empalizada sólo podían bajar al pueblo con un permiso
especial y, además, llevaban el nombre grabado en una chapa de hojalata
que, sujeta a una cadenita, les colgaba del cuello.

Aunque los solían vacunar de vez en cuando, los habitantes del bosque
enfermaban con frecuencia en invierno -quién sabe por qué, pero la
epidemia se llamaba constipado tungúsico por esos pagos-, y si alguno se
quedaba tumbado mientras erraba por la espesura, ya venía bien aquella
inscripción que le pendía del cuello.
Bosques antiguos y salvajes bordeaban la ribera del Sinistra, de modo que
el cadáver no siempre se encontraba a tiempo.

En el distrito forestal de Dobrin sólo funcionaba una consulta médica, y


cuando se difundió la noticia de que el constipado tungúsico había derribado
al coronel Puiu Borcan, el patio del ambulatorio se llenó de taladores, peones
camineros, recolectores de setas y, por supuesto, también se presentaron los
guardas de la reserva de osos.

Todos exigían la vacuna. Esperaron durante cuatro o cinco días ante la


consulta cerrada, sentados en los escalones que conducían al porche o
simplemente sobre el empedrado del patio, y los más afortunados -aunque
ellos también se mostraban cada vez más pálidos y consumidos- encontraron
sitio al pie de la valla pintarrajeada con cruces rojas.

Los practicantes espiaban perturbados desde detrás de las cortinas, y uno


de ellos, que llevaba una bata blanca manchada y andrajosa, unos
pantalones militares color verde pálido debajo y unas sandalias sobre unos
pies desnudos con uñas de grifo ya marrones por la mugre, salió incluso al
umbral a rogar paciencia a cuantos esperaban: que por el momento no había
llegado la orden oficial para proceder a la vacunación.

Sea como fuere, entretanto ya era finales de otoño, y el vaho plateado de


los alientos flotaba encima del patio bajo el sol de mediodía.

Hacia la noche del cuarto o quinto día, aparecieron de pronto los gansos
grises con las luces descorazonadoras del crepúsculo y mandaron a todos a
casa. Eran los hombres de Coca Mavrodin; todos de cuello largo, ojos como
botones y piel delicada, todos con un pelo liviano, tal hilos de tela de araña,
en torno a las orejas, y con un cutis en que las arrugas brillaban por su
ausencia. Debido a estas numerosas similitudes presentaban, en efecto,
cierto parecido con los gansos.

Anunciaron, pues, que este año no se produciría la epidemia, de modo


que no hacía falta vacuna alguna, y que todos se fueran a sus casas en paz.

Después de engatusar a los practicantes para que saliesen de la consulta,


ellos mismos se encargaron de sacar al patio las cajas con los medicamentos
y las aplastaron todas. Las numerosas ampollas crujían bajo sus pies, el
aroma amargo de las vacunas se expandió a la vera de las vallas, se
aposentó en los jardines entre ciruelos y hacinas y se mezcló con la
hojarasca mojada.

Era una buena noticia. De puntillas se dispersaron, por así decirlo, los
guardabosques y otros seres huraños de esa guisa, todos un tanto
confundidos por la sensación de alivio. En la noche que caía, aún se oyeron
un buen rato las suelas de los zapatos y de las botas de goma que se
marchaban por los senderos cubiertos de escarcha.

Todos se fueron salvo Géza Kökény, que se quedó fumando su pipa al pie
de la escalera y del que se rumoreaba que ninguna enfermedad podía
afectarle.
Yo también me puse a andar por la calle principal sumida en la oscuridad,
en cuyo otro extremo titilaban las luces de la estación de ferrocarril. Allí, aún
cerca de la consulta, me topé con el doctor Oleinek, jefe de guardas de la
reserva, y con uno de los Hamza Petrika.

Reconocí primero a mi ocasional compañero de juergas etílicas, esto es, al


doctor, que caminaba delante de mí, y lo reconocí, como es natural, por su
olor. No olía ni por casualidad a medicinas, que doctor sólo lo era por el
nombre, pues siempre se había ocupado única y exclusivamente de los osos.

Despedía un olor salvaje, repugnante, a animal, tal un arbusto lleno de


meados. El espacio natural protegido daba cobijo a entre sesenta y setenta
o, según otros cálculos, entre ciento sesenta y ciento setenta osos en una
ermita ruinosa, así como en los calveros de minas abandonadas.

Mi compañero de juergas etílicas, o sea, el jefe de guardas de la reserva,


y la pareja de mellizos albinos se encargaban de su cuidado.

El doctor Oleinek me invitó a un trago, y mientras caminábamos rumbo a


la estación por aquel camino, blanco y silencioso por la escarcha, de repente
me di cuenta de que en nuestras inmediaciones fulgía el cabello de abuela
de uno de los Hamza Petrika.

Venía con el doctor, claro está, pero, dando vueltas a su alrededor como
un perrito de pelo sedoso, lo acompañaba desde una respetuosa distancia. El
otro Hamza Petrika se había quedado, con toda seguridad, con los osos en el
bosque.

Un ferrocarril de vía estrecha conducía a la reserva, y por él llevaban la


comida a los osos. Y mientras no caía la primera nieve, los pocos hombres
que trabajaban allí bajaba a Dobrin City en el cuadriciclo impulsado a mano.
Así pues, los dos se dirigían sin duda a la estación.

Una linterna para tormentas colgaba del canalón del depósito de


mercancías,y una multitud de hombres esperaba en su círculo luminoso, en
aquella campana de niebla amarilla. Por la noche llegaba por el ramal
secundario, procedente de Sinistra, el convoy mixto que circulaba con dos
vagones de tercera clase y uno de carga añadido.

Una vez a la semana, concretamente los domingos por la noche, llegaba


con la carga una partida de alcohol adulterado, parte de la cual se repartía in
situ. Sólo entre quienes poseían la autorización pertinente, claro está.

El doctor sacó los cupones y los puso en la mano de Hamza Petrika: que
hiciese cola y recogiese la ración correspondiente a los dos en seguida que
llegase el tren.

El alcohol adulterado -lo consumen filtrándolo por miga de pan, setas


esponjosas o arándanos rotos- es la bebida preferida del bosque. Si por
alguna casualidad no hay arándanos o níscalos a mano, también sirve un
peal colgante. O un puñado de tierra.
El tren de vía estrecha partía rumbo al espacio natural protegido desde el
otro lado de la estación, de modo que había que pasar entre las lámparas
violeta de las agujas y cruzar las vías, incandescentes por la luz y la
escarcha. Las vías de este ferrocarril salían del pueblo bordeando el
despósito de tablones de madera.

Para poner coto, en la medida de los posible, a los frecuentes robos, no


hacía mucho les habían sacado punta a las estacas, que, alzándose al cielo y
rociadas por lejanas luces, brillaban ahora con un tono meloso. Debajo de
éstas esperaba el cuadriciclo, atado al tope donde morían los raíles.

Allí nos instalamos el doctor Oleinek y yo, a aguardar la llegada del tren
nocturno. Ya se oía su traqueteo sobre lejanos puentes, y sus silbidos
levantaban el vuelo una y otra vez en la calma reinante, entre las
escarpadas paredes del valle del Sinistra.

-Éstos han aplazado la epidemia -señaló el doctor Oleinek.


-Son capaces.
-¿Usted lo cree?
-Por qué no.

Cuando de pronto estaba yo de temple raro, sin ganas de hablar, no había


manera conmigo. Y eso que habría sido la oportunidad de interrogar al
doctor, de preguntarle qué tal las cosas allá arriba en la reserva; quizá sabía
algo de Béla Bundasian, mi hijo adoptivo, algo que de otro modo no podría
averiguar nunca jamás. A pesar de todo, mejor sensación era callar.

El doctor también prefirió envolverse en su olor a oso, no forzó la


conversación: éramos compañeros taciturnos en juergas etílicas. Muy de vez
en cuando intercambiábamos alguna palabra neutra e insignificante, media
frase a lo sumo, pero sobre todo soltábamos a ritmo tenues tosecitas. Y
cuando se oyeron acercarse los pasos de Hamza Petrika, con las botellas que
se entrechocaban en la bolsa, el jefe de los guardas se incorporó de un salto
y se apresuró a su encuentro.

-Oye, escucha -le dijo en voz baja, en tono un tanto apagado, pero aun así
cálido-. Eres libre. Puedes irte ahora mismo.
-Estás de broma, doctor.
-En absoluto. Al final algo pillaremos el uno del otro. ¿No has escuchado
con tus oídos que ya no van a vacunar? Mejor será que nos separemos...
Cada cual a lo suyo.
-Pues a mí no me gustaría dar ni un solo paso sin ti. Yo y mi hermano
queremos quedarnos contigo hasta el final de los tiempos. Si nos tienes
miedo, nos retiraremos un poquito y prometemos no tocarte. Esperaremos a
que se te pase.
-En balde, porque ya he tomado la decisión. Pero prometo no denunciar el
caso a los gansos grises mientras no hayas puesto pies en polvorosa.

Y, para indicar su firmeza, el doctor Oleinek sacó una de las botellas de la


bolsa, la que correspondía a Hamza Petrika a buen seguro, y la puso delante
de él en el suelo. Dio media vuelta y tornó a sentarse a mi lado en el
cuadriciclo. Desde allí le gritó todavía:
-Bebe cuanto te quepa y luego espabila, echa a correr y evapórate. Por la
mañana, cuando hayas alzado el vuelo, denunciaré el caso.

Hamza Petrika, conocedor de esta cara del doctor Oleinek, sabía que no
estaba dispuesto a regatear. Aún pude ver que se sentaba al lado del
terraplén a remojar el gaznate.

El doctor también le quitó la tapa de hojalata a la botella, y a sorbos


empezamos a beber. Esa noche no había ni setas ni arándanos a mano, o
sea que recurrimos a los puños de las cazadoras para filtrar el alcohol.

Un silencio húmedo, bituminoso, cayó sobre el valle; en lo hondo ululaba


de vez en cuando alguna lechuza entre los tablones apilados, ladraban los
perros en las granjas, y a poco se oyó el convoy integrado por tres vagones
que salía de la estación por la vía en pendiente, de vuelta hacia Sinistra.

Desde la oscuridad se oían también de vez en cuando los sollozos de


Hamza Petrika. Sorbía la moquita y soltaba frecuentes gemidos como un
perrito consentido y ofendido.

“Los albinos -pensé- son gente de nervios débiles, que pierden la cabeza
con facilidad.”

-¿No le molesta mi olor? -preguntó cortésmente el doctor Oleinek, a buen


seguro con el único fin de romper el silencio debido, quizá, precisamente a
su olor-. Dígamelo sin tapujos, que sé perfectamente que huelo un poquito.
-En absoluto.
-Porque ya he tenido algunas experiencias tontas.
-De verdad, su olor es muy normal.
-No me engañe, que las mujeres me han dado calabazas una tras otra. Y,
además, me han dicho expresamente que era por mi olor. No es que me
hubieran interesado mucho. Y luego me asignaron a los mellizos esos.
-Los mellizos son buenos, lo son desde diversos puntos de vista.
-Tal como usted dice. Los mellizos son gente fina. Los tres hemos
disfrutado mucho juntos, vivíamos allá arriba como una familia feliz, hasta el
día de hoy. Pero se ha acabado. Lo primero es la salud. -Se levantó del
cuadriciclo y, aliviado como quien dice, gritó a Hamza Petrika: -¡Escucha lo
que te digo! ¡Que aún existen los buenos modales en el mundo! ¿O sea, que
haz el favor de saludar antes de largarte!

Pero en la oscuridad, desde donde acababa de oírse el llanto hiposo,


como infantil, de Hamza Petrika, sólo se movieron las piedras del terraplén.
En el lugar donde había estado el guarda de osos flotaba ahora una negrura
del todo opaca, y se percibía que no había nadie en su interior, que estaba
completamente vacía.

El doctor Oleinek dio una vuelta y, dibujando amplios arcos con las
piernas, revisó el terrero lleno de desechos, malas hierbas y cardenchas
secas. De paso tumbó también una botella vacía y volvió finalmente con
unas botas de goma.
-Son las suyas -murmuró al tiempo que las olisqueaba a fondo, una y otra
vez-, las reconozco. Pero ¿qué le ha dado para que se las quite? ¿Adónde
diablos se habrá ido descalzo?

A pesar de ello, volvió a sentarse en el cuadriciclo y continuamos


sorbiendo el alcohol adulterado, que íbamos filtrando por los puños de las
cazadoras. A poco, el doctor se estiró cómodamente, y yo, un tanto aturdido,
también me eché sobre el asiento de madera.

Pero luego ambos nos dimos cuenta al mismo tiempo de que en lo alto de
la valla se encendía una cerilla y que la lumbre de un cigarrillo se iba
iluminando y apagando. La sombra de Hamza Petrika se perfiló contra el
cielo, entre las estrellas y las brumas celestiales, como un misterioso vacío
negro. Se había instalado en la parte más elevada y allí fumaba, encima de
la valla.

-Pues te has escondido bien, la verdad -le gritó el doctor Oleinek-. Ya


estábamos terriblemente preocupados. ¿Qué te habría pasado?, nos
preguntábamos. Mi amigo incluso se ha ofendido un poquito porque te has
ido sin saludar. -Y como Hamza Petrika no respondía, añadió en el acto:
-Oye, ¿nos vas a explicar por qué no nos ofreces de esos cigarrillos que
llevas escondidos?

A lo que Hamza Petrika se limitó a responder:

-Ya.

Sonó como un chasquido. Como cuando un reloj de bolsillo cae por la


noche en el arroyo. A poco también se le cayó de la mano el cigarrillo.
Centelleó como una luciérnaga en la maleza.

-Vaya.

El doctor Oleinek se levantó y fue a buscar la colilla. La introdujo en una


boquilla, y acabamos de fumarla tranquilamente, ofreciéndonosla el uno al
otro.

-Pues sí, estos cabrones de mellizos -murmuró-. Así son. Se separan por
unas horas y ya empiezan a hacer tonterías. El diablo los entiende.

De todos modos, la cosa debía de resultarle un tanto extraña porque,


sentado en el borde del cuadriciclo, llamaba una y otra vez a Hamza Petrika.
Como no recibió respuesta alguna, puso las botas de goma en el asiento y se
fue caminando hasta la valla. Anduvo arriba y abajo a su vera y al final cogió
una de las estacas y la sacudió nervioso.

-¡Venga!

Cuando la soltó al cabo de un rato, sus dedos se separaron con un sonido


tenue y delicado, como si un engrudo los retuviera. Así suena la sangre
fresca.
Volvió a sentarse en el cuadriciclo, resopló furioso -¡puaf!-, escupió al
suelo y se frotó la palma de la mano en la madera del asiento. Buscó la
botella y bebió directamente, sin tomar precaución alguna. Luego me la
ofreció.

-Rápido, dele un buen trago -susurró-. Luego le recomiendo que nos


vayamos. Me parece que el muchacho se ha empalado.
-¿Qué carajo quiere decir eso?
-¿Qué qué quiere decir? Pues que ha buscado el ojo del culo, le ha
clavado la punta de la estaca y, ¡zas!, se ha sentado encima.
-No me lo puedo creer.
-Lo crea o no lo crea, nos vamos de aquí.

El doctor liberó del tope la cadena del cuadriciclo, soltó los frenos, cogió
la manivela y puso en marcha el vehículo en el acto. Allí quedó Hamza
Petrika en lo alto de la valla, su sombra se perfilaba entre las estrellas, al
mismo tiempo que las luces violeta de las agujas parpadeaban envueltas en
un halo.

-Lo mejor será que lo lleve un trecho -dijo el doctor-. Es preferible que nos
quedemos juntos un rato.
-De acuerdo -contesté-, lléveme, por ejemplo, hasta el puesto de guardia
del coronel Jean Tomoioaga. Usted sabe, supongo, que es amigo mío.
-Claro que lo sé. Y mientras tanto nos echamos al coleto lo que haya
quedado en esta botella. ¿O qué piensa hacer? ¿Tiene otra idea? ¿Qué se
podría hacer?
-Pues a mí no se me ocurre nada.
-A mí tampoco. Lo mejor será largarnos lo más lejos posible de aquí.
-Por cierto, dígame, doctor, ¿cómo suelen sacarlos de allí?
-De ninguna manera -respondió furioso-. No los suelen sacar. Para mí que
si alguien lo agarra del pie desde abajo, lo único que hace es clavarlo aún
más en la estaca.
-Nada, sólo se me había pasado por la cabeza.
-Deje de darle vueltas al asunto. Es cosa suya, y usted no tiene ningún
derecho a cambiarlo. Olvídelo. Por cierto, con algunos de ellos hasta se
puede conversar durante días.

Después de dejar atrás la estación, las vías pronto empezaron a


empinarse. Salimos del pueblo remando con todas las fuerzas. El sonido de
las ruedas se adelantaba a mucha distancia por los raíles, y los ladridos de
los perros recorrían en oleadas el terraplén y la ladera de la montaña.

-Así que ha quedado libre una plaza en su servicio -señalé durante el


viaje.
-Puede que hasta sean dos.
-Porque yo estoy dispuesto a echarle una mano en el bosque -proseguí-.
Hablaré con el teniente coronel encargado de la sanidad, a ver si, enchufe
mediante, consigo que me vacunen. No le diré que sepa de osos, pero puedo
aprender.
-Yo no le voy a dar esperanzas.
-Pero a lo mejor tengo suerte.
-Ya lo veremos. Creo que por el momento me quedaré solo un buen rato.
Acompañé al doctor Oleinek hasta la entrada del espacio natural
protegido, donde una barrera, con una linterna de luz colorada para
tormentas, cerraba el paso a las vías.

En el puesto de guardia vivía mi viejo compañero de partidas de ajedrez,


Jean Tomoioaga. Al partir, yo ya había decidido matar el tiempo en su
habitáculo, remojar quizá un poco el gaznate con él y bajar luego a pie por el
terraplén en el curso de la noche para volver al pueblo.

La linterna para tormentas no tardó en ser colocada en el umbral. El


coronel Jean Tomoioaga le cambió el cristal colorado por uno blanco y sacó
luego el ajedrez. Jugamos con las diminutas y toscas figuras talladas en plan
casero sobre una camisa a cuadros extendida en el suelo. Bastaba un solo
movimiento para recogerlo todo; a los cazadores de montaña no les
gustaban estos juegos.

El doctor Oleinek no tenía prisa, también se instaló en el umbral, a la vera


de la linterna, y esperó a que colocásemos las figuras. Por lo visto, no tenía
muchas ganas de proseguir el viaje.

-Veo que vuelves solo -le dijo el coronel Jean Tomoioaga-. ¿Conque le has
dado más permiso a nuestro amigo?
-Así es. Por mí, que libre.

El coronel Jean Tomoioaga sacó una botella de debajo del camastro y la


puso en el suelo de modo que todos pudiéramos alcanzarla cómodamente.
En su interior bailaba un líquido color gris azulado, o sea, el alcohol
adulterado que se filtraba pasándolo por carbón. El carbón, decían, es sano.

-¿Y cuándo regresa, si se puede saber? Sabes perfectamente que he de


registrar todos los movimientos en los diarios.
-Cuando venga, aquí estará. Y entonces apuntarás lo que haga falta. Y si
no viene, no apuntarás nada.
-Tienes gracia.

Estaba yo jugando la segunda o la tercera partida con el coronel Jean


Tomoiaga cuando el cabello de abuela de Hamza Petrika se iluminó ante la
puerta, recortándose sobre el terciopelo negro del valle. No era el pelo de
aquel Hamza Petrika que acababa de empalarse, sino el del otro. Mojado por
el rocío que caía, no olía ni gota a sangre allá en el umbral.

-¿Dónde está? -preguntó en tono severo al doctor Oleinek.


-Pues ya ves, aquí no.
-Quiero hablar sin dilación con mi hermano.
-Ahora no se puede.

Todavía en el umbral, con la mano en el bolsillo, mirando lo que había


detrás de nosotros, paseó la vista por el habitáculo del puesto de guardia.

-Caray, doctor, veo que has traído sus botas. Entonces ya ni siquiera
pregunto dónde han quedado los pies de mi hermano que había dentro.
-Luego me señaló a mí con el dedo:
-Dime, ¿no será este hombre el que ocupe después nuestro lugar?
-Eso todavía es música del futuro -concedió el doctor, sin profundizar más
en el asunto-. Pero ya que empiezas a entender la cosa, presta atención: te
comunico también a ti que puedes marcharte. Eres libre, o sea que lárgate
cuanto antes. En algún sitio, tú ya sabes dónde, te espera tu hermano,
Hamza Petrika. A él también le prometí que no te haría buscar en seguida.

Hamza Petrika se sentó en el suelo, se llevó la mano al pelo, pero como


éste era fino, ralo y ligero, su mano quedó vacía. Escupió en las palmas de
sus manos, se las frotó, luego se levantó y se estiró un poco. Su rostro se
alisó de pronto, se serenó.

-De acuerdo, doctor. Me voy a recoger nuestras cosas. Pero tú


prométeme que no partirás en el acto detrás de mí.
-Si ése es tu deseo, vale. ¿Cuánto tiempo me das? ¿Unos veinte minutos,
te parece? ¿O media hora?
-Justo eso pensaba yo. Durante ese tiempo me gustaría estar
completamente solo.
-Vale, muchacho. Tienes razón, tú prepárate tranquilamente.

Hamza Petrika se puso las botas bajo el brazo y, sin saludar, partió de
vuelta hacia la reserva de osos. Como quien exhala el alma, pedorreó en el
camino. Al cabo de unos pasos, se cerró tras él el rumor del arroyo y el
terciopelo de la oscuridad.

Aunque no había ningún reloj allí cerca, el doctor Oleinek esperó


cortésmente, y ya había transcurrido el doble del tiempo acordado cuando
empezó a desperezarse. Con calma, se llevó al hombro la bolsa llena de
botellas con alcohol y se dirigió hacia el cuadriciclo.

-Hasta luego.
-¡Oiga! -le grité-, le pido que piense en lo mío.
-Vale, vale, ya veremos.

A poco, yo también me puse en marcha rumbo a Dobrin City, caminando


por el terraplén. Andar por las traviesas tranquiliza a unos, molesta a otros, y
a algunos, pocos, los induce a reflexionar. Yo simplemente me metí en la
cabeza la idea de no dirigirme hacia el paso de Baba Rotunda al llegar a la
linde del pueblo, sino pasarme por la estación, a ver si podía intercambiar
unas palabras con Hamza Petrika.

Ni una vislumbre tenía yo sobre qué. Seguro que algo se dará, pensé.
Pero al final no hubo nada de la pretendida conversación.

Siguiendo las vías, llegué a la estación de Dobrin al amanecer. El cielo


empezaba a amarillear en le horizonte, sobre la línea violeta de la cresta, y
yo paso a paso esperaba ver de golpe la sombra de espantapájaros de
Hamza Petrika proyectarse sobre el firmamento.

Recorrí la valla entera, pero no lo vi por ningún sitio. Enfrente, en la


rampa de carga, estaban sentados en fila, meneando las piernas, estirando
los cuellos, los gansos grises.
En el lugar donde Hamza Petrika había encendido su cigarrillo la noche
anterior, faltaba la mitad de una estaca en la valla; la habían serrado. En
torno a su pie, una capa gruesa de serrín perfumado cubría el suelo; sólo el
aire afilado de la mañana presentaba todavía un ligero olor metálico -un
poco dulce, un poco salado-, igualito al de la sangre.

Clareaba. Ahora ya no descansaré, pensé, prefiero ir a ver al teniente


coronel de la sanidad, a ver si, enchufe mediante, realmente me pone una
vacuna. Era, pensé, la gran oportunidad para colocarme en la reserva de
osos.

EL PELO DE CONNIE ILLAFELD

Esa primavera, en mi época de guardacadáveres segundo, conocí por fin


a Connie Illafeld, pero el encuentro no me procuró gran alegría: ella ya casi
no hablaba en ninguna lengua. Las mezclaba unas con otras, y sólo se
entendía con ella quien supiese ucraniano, alemán, rumano y húngaro al
mismo tiempo, y tampoco le venía mal al sujeto en cuestión conocer, por
ejemplo, el dialecto ruteno y el sajón de Transilvania.

Pocos hombres de éstos vivían en el distrito forestal de Dobrin, y uno de


ellos era precisamente el jefe de guardas de la reserva de osos, mi
compañero de juergas etílicas, el doctor Oleinek.

Connie Illafeld era nombre artístico, y la mujer -descendiente de los


Illaron, boyardos de Bucovina, había vivido entre simples habitantes de
montaña en su antigua finca- la mujer, digo, se llamaba Cornelia Illaron.
Podía darse que una persona se llamase Cornelia Illaron y otra, Connie
Illafeld, pero sólo una podía llevar los dos nombres a la vez.

Así pues, cuando vi, en una carpeta colocada en la mesa del amanuense y
provista de una cruz roja, el nombre de Cornelia Illaron, al que seguía, entre
comillas y rodeado por un círculo color carmesí, su nombre artístico, supe
que era ella, mi pariente, como quien dice, la que fuese el amor de mi hijo
adoptivo. Ardía yo de curiosidad por ver con mis propios ojos a ese ser que
tanto lo trastornara hacía años.

Por aquellas fechas trabajaba yo para los cazadores de montaña, de civil


no perteneciente a la plantilla y, amén de recibir encargos secretos de mayor
o menor envergadura, era el suplente del médico forense del distrito o, tal
como lo llamaban por esos lugares, guardacadáveres segundo.

El depósito de cadáveres se hallaba en un rincón húmedo y mohoso del


patio del cuartel, y cuando retumbaba con el vacío, esto es, cuando no había
trabajo, yo echaba una mano al coronel Titus Tomoioaga en la oficina.
Como el territorio pertenecía a los cazadores de montaña, él llevaba el
registro de todos cuantos eran enviados a Dobrin y asignaba las faenas a los
recién llegados. Pero, al igual que los otros, sólo era un cazador de montaña
parsimonioso y soñador, un hombre con alma de ciervo, y se pasaba horas
mirando por la ventana, observando los pájaros y las grises nubes que
desfilaban por encima de los negros abetos, y hasta la lectura de estos
documentos adjuntos tan parcos en palabras le resultaba difícil.

El día de marras, cruzó la cadena montañosa del sur, pasando por encima
de las crestas todavía heladas, el primer viento cálido, cargado de intensos
perfumes; pétalos de flores y polvo de candelilla flotaban sobre el cauce del
arroyo: era, decían, la Pascua ortodoxa. Y con la primavera llegaron también
los dos recién internados.

Cuando, mareado por la intensa luz, por el resplandor y el polvillo de las


flores, entré en aquel despacho brumoso y vi el nombre de Cornelia Illaron
en aquel expediente con la cruz roja, creí que se trataba de una ilusión
debida a mi aturdimiento. Pero ahí estaba, además, bellamente auroleado,
su nombre artístico; todo en aquella carpeta que llamaba la atención por su
cruz roja, revelando así en seguida que la persona en cuestión venía
derivada por el sanatorio de Colonia Sinistra.

Aunque siempre me había considerado hombre de autodisciplina y sangre


fría, de golpe y porrazo la inquietud se apoderó de mí. Y, cosa esta nada
habitual por estos pagos, empecé a tantear al coronel Titus Tomoioaga, por
ver si sabía algo. ¿Cómo había venido a parar aquí esta mujer, quién era, y
qué tal?

-No es nadie, vaya -murmuró el coronel, un pelín soñoliento-. La


recibimos de los amarillos, nos la mandaron ellos, por puro cariño. Si tanto te
interesa, podrás conocerla tan pronto como registres sus datos.

En ésas estábamos, pues. La Colonia Sinistra era un lugar famoso, sus


pabellones psiquiátricos -lo sabe incluso quien no los haya visto nunca-
estaban pintados de amarillo y brillaban por la noche. Y entre nosotros,
llamábamos amarillos a los administradores e instructores del sanatorio.

-¿Y qué planes tienes respecto a ella? ¿Sabes dónde la vas a colocar?
-inquirí.
-En gran parte sí. La coronela Coca Mavrodin-Mahmudia desea que vaya
directamente a los osos. No está en las mejores condiciones, desde luego,
pero ya se las arreglará el doctor Oleinek con ella. Imagínate... habla
mezclando toda suerte de lenguas, como los locos.

O sea, que Coca Mavrodin-Mahmudia destinaba a Connie Illafeld a la


reserva de osos. Mi rostro revelaba a buen seguro que no escuchaba estos
datos con indiferencia. Titus Tomoioaga añadió para tranquilizarme:

-Estará bien, ya verás. El doctor habla en todas las lenguas existentes,


seguro que se entenderá con ella.

********************
Connie Illafeld, antes de ingresar para ser sometida a tratamiento, vivía
en un asentamiento de montaña. Su casa se alzaba en el extremo más alto
de Punte Sinistra, cerca de la divisoria, al lado de la estación. No era, de
hecho, una verdadera estación, sino algo así como un apeadero, con dos vías
y un apartadero, donde los trenes que subían por las dos vertientes de la
montaña descansaban un poco, tomaban agua y se esperaban el uno al otro
conforme al horario.

La vía que se dirigía a la vertiente norte en seguida desaparecía en un


túnel, que después del paso de un tren seguía soltando cúmulos de humo
violeta durante horas. La pared norte de la casa de Connie Illafeld mostraba,
de hecho, algunas huellas del ataque del hollín.

Connie Illafeld era, pues, nombre artístico; la última descendiente de la


saga de los Illarion vivía retirada y dedicada a la pintura en vidrio. Pintaba
escenas de la antigüedad, cuadros costumbristas de tiempos remotos, sobre
pequeñas placas de vidrio que cabían hasta en el bolsillo; trabaja por
encargo, para judíos de Czernowitz y Lemberg; quién sabe cómo y por qué
medios hacía pasar sus obras por la frontera. Había cumplido los cuarenta
hacía bastante tiempo; sus ojos eran verdes; su piel, blanca; su pelo, negro.

Los guardabosques, los peones camineros, los cazadores profesionaes


que estaban de paso la habían rondado a veces, por si acaso, pero ella, por
lo visto, se guardaba para alguien. Según el vigilante del túnel, que no
pegaba ojo, un viajante extranjero la cortejaba -procedente de Galitzia,
cruzaba el Tisza por la noche, decían- y la visitaba a veces en secreto.

Pero esto sólo era un cuento del vigilante insomne: todo el mundo sabía
que una alambrada infranqueable ribeteaba la orilla del río, por donde
transcurría la frontera. De todos modos, daba igual, porque tuviera Connie
Illafeld un amante secreto o no, lo cierto es que aquella primavera al hombre
le dieron calabazas. Fue cuando apareció el verdadero: Béla Bundasian, mi
hijo adoptivo.

Un tren de pasajeros de largo recorrido llegó al atardecer a la estación de


Punte Sinistra, y Béla Bundasian se apeó para tomar agua, que brotaba
fresca del manantial a escasa distancia de las vías. Cuando se inclinó para
beber, la camisa se le subió por la espalda, el cuello de la cazadora le cubrió
la nuca y le tapó las orejas, de modo que no pudo oír el crujido de las piedras
bajo las traviesas en el instante en que el tren se ponía poco a poco en
movimiento.

Desde aquel punto, las vías descendían en ambas direcciones, o sea, que
los maquinistas se limitaban a soltar los frenos a la hora de ponerse en
marcha, y el convoy empezaba a rodar por sí solo. Aquel día, quién sabe por
qué, el tren de pasajeros no esperó a su pareja procedente del otro lado, así
que cuando mi hijo adoptivo se enderezó y se disponía, feliz y saciado, a
secarse los labios, sólo vio desaparecer los últimos vagones en el túnel.

Por aquella línea sólo transitaba un tren de pasajeros de largo recorrido


por día, y si el viajero que se quedaba atrás insistía en su destino, no le
quedaba más remedio que esperar hasta la noche siguiente.
También era primavera, Domingo de Ramos o algo por el estilo, el aire
estaba preñado de perfumes, y los bosques de abetos que ensombrecían el
fondo de los claros emanaban un mareante gorjeo de pájaros incluso
después del crepúsculo.

Connie Illafeld, arrodillada en el alféizar con la falda subida, limpiaba la


ventana, su brazo blanco fulgía entre dos luces. También atraía, a no dudar,
el sonido con que el papel mojado se deslizaba por el vidrio.

Imagino perfectamente a Béla Bundasian, que a buen seguro se plantó en


el umbral como si fuese un ejecutor.

¿Percibió Connie Illafeld de dónde soplaban los vientos? Sin duda. Su


mano aminoró el ritmo sobre el cristal, la comisura de sus labios dejó
entrever unos dientes blancos que nadaban en dulce saliva, sus ojos verdes
y ardientes irradiaban alegría sin freno, todo ello dirigido a mi hijo adoptivo.

Como era medio armenio, Béla Bundasian tenía un cutis color pergamino,
lo blanco de sus ojos era un pelín aceitoso, sus cejas eran ya toda una
maraña, es decir, que podía gustar a cualquiera a primera vista.

Por añadidura, muy consciente de su atractivo, en seguida contó la


historia del viajero que se queda en tierra: que iba a la región del Moldava a
buscar papel pautado de música cuando tuvo la mala fortuna -aunque ahora
quién sabe- de bajar del tren para tomar agua.

La propia Connie Illafeld había visto la escena, por lo que lo invitó a entrar
a descansar, a tomar agua a su antojo si aún tenía sed, que allí estaba el
cubo lleno de agua.

El suelo de la casa estaba cubierto por gruesas y peludas mantas de lana.


Béla Bundasian se quitó los zapatos en el umbral, como era debido. Y ya sólo
con calcetines, pisó por casualidad el pie desnudo de Connie Illafeld, y como
se sintió a gusto, dejó el pie encima.

Las paredes, los muebles tallados al estilo rústico, los tejidos y los cojines
emanaban todos un tentador olor a masa de pan. La propia Cornelia Illarion
olía a masa de pan, sus axilas vellosas, sus mullidos muslos de brillo
nacarado, y eso que, considerando su edad, bien podría haber sido la madre
de Béla Bundasian.

Era el perfume del deseo irrefrenable que brotaba de ella, tal levadura
que empieza a fermentar. Al cabo de pocos minutos, ambos se lamían y se
chupeteaban con frenesí.

Connie Illafeld guardaba telekia seca en uno de sus cajones -flores, hojas
y tallos desmenuzados-, la esparció toda sobre las mantas, y envueltos en
ese perfume acre y narcotizante se pasaron tumbados dos o tres semanas,
mientras los vahos del amor empañaban las ventanas. Lo sé porque mucho
más tarde -cuando todo había acabado hacía mucho- eché un vistazo a los
diarios de Béla Bundasian referidos a esas semanas y meses de amor.
Escribía que era imposible saciarse de ella, tan pronto como la miraba,
tenía la sensación de que entre los deditos de sus pies aún acechaba algún
besito hambriento y que lo mejor sería sorber a toda la mujer como el agua
de un vaso. Como es natural, a un amor como éste ya se le acercaba por
secretos caminos el fin.

***************

Pocas veces veía yo a mi hijo adoptivo; por aquellas fechas, cuando


viajaba a la región de Moldavia en busca de papel pautado -de hecho, se
dedicaba a copiar partituras-, no aparecía durante semanas. Quería al
muchacho, pero lo dejaba actuar a su antojo, que viviera su bautismo de
fuego, decía yo, porque, además, tampoco era de mi sangre. Según mis
principios, sólo convenía entrometerme en sus asuntos en casos extremos.

Y llegó el momento. Durante una de estas ausencias vino a verlo un señor


extranjero, gris, de ojos amarillos, labios delgados, que dejó para él un
paquete envuelto en papel de diario y atado con un cordel. Apenas se
marchó el señor gris, abrí el paquete: contenía unos cuadernos fotocopiados,
con textos escritos en polaco. Por supuesto, los quemé en el acto, disolví en
agua las cenizas y esparcí el líquido en el jardín. Sea como fuere, Béla
Bundasian se había metido en algo.

Desde el caso de los cuadernos polacos, mi hijo adoptivo nunca más


apareció. Aunque de entrada barrunté algo, no sabía por dónde buscarlo; me
subí al tren de pasajeros de largo recorrido y, después de la puesta del sol,
envuelto en un frío que pelaba y en un olor a heno que mareaba, llegué a
Punte Sinistra.

El viento amainó por la noche y los establos empezaron a despedir un


tibio olor a heno, que se esparció por los prados cubiertos de escarcha. Aun
así, no tenía una buena sensación, pues por la luz de los vagones que se
enfilaron hacia el túnel en seguida me di cuenta de que unos sellos
ensombrecían la puerta de Cornelia Illarion y que una cinta con la cruz roja
colgaba del picaporte.

En aquella época, quien recibía la visita de la Cruz Roja ya podía estar


seguro de que sus cosas iban mal. La cruz roja en la puerta o en la cancela
se consideraba la peor de las señales.

El vigilante del túnel no estaba de ánimo locuaz aquel día, pero sí explicó
que, en efecto, Cornelia Illarion había vivido allí, en aquella oscura casa
frontera. Pues sí, había vivido. Hacía unos cuantos días o semanas se habían
presentado dos señores con unos documentos oficiales que acreditaban que
estaba loca. En seguida se la llevaron para ingresarla en el sanatorio
conocido con el nombre de “Colonia Sinistra”.

En cuanto a mi hijo adoptivo, Béla Bundasian, me encontré con él más de


cuatro años despues en la reserva de Dobrin, en la casa del meteorólogo
Géza Hutira concretamente.
Se descubrió que el mismo día en que se llevaron a Cornelia Illarion, lo
esperaba al pie del tren nocturno el coronel Velman, su antiguo protector.
Era uno de esos buenos amigos que se presentaba a veces sin ser llamado y
sin que viniese a cuento y -hombre de confianza cargado de buenas
intenciones- lo proveía de toda suerte de consejos. No se refirió ni con una
palabra a los cuadernos polacos, pero sí advirtió a Béla Bundasian que sus
dudosas aventuras amorosas lo abocarían a sufrir serias dificultades.

Según se rumoreaba, últimamente pasaba su tiempo en provincia y


dormía regularmente con una mujer que tenía sorbido el juicio -ya se vería si
lo hacían bajo una manta o no-, lo cual rayaba en algo que la ley calificaba
de violación. Él, su antiguo protector, ya se encargaría de alisar el asunto, a
ver si conseguía salvarle el pellejo y que sólo le cayeran un par de años de
internamiento.

******************

Esto era lo que sabía de Connie Illafeld cuando vi su nombre en la


carpeta, y no tardé en extender sus documentos delante de mí. Repasé
poquito a poco todos estos datos en la memoria y añadí el detalle de que la
mujer iría a parar a la reserva de osos por deseo expreso de la coronela Coca
Mavrodin.

Béla Bundasian también vivía allí, pero en casa del meteorólogo, donde
acababa el bosque. Aprendió a leer los datos de los instrumentos, a
interpretar la posición de las veletas, y no se movía de allí ni cuando tenía
fiesta, que era cada medio año. A lo sumo iba a ver a los guardas de la
reserva de osos, a jugar a los dados, al tres en raya, o a un juego de cartas
llamado “Pedro Negro”.

“Estará bien, ya verás”, había dicho el coronel Titus Tomoioaga.

-Igual... -empecé a responderle, pero, desconcertado, interrumpí lo que


iba a decir.
-¿Qué hay? ¿Qué te pasa? -el coronel Titus Tomoioaga ya me miraba de
arriba abajo con suspicacia.
-Nada.

Volví a repasar los papeles de la puesta en libertad y luego pedí permiso


para ir al lavabo, que estaba al fondo del pasillo. Me picaba la curiosidad,
claro, me interesaba aquella albondiguilla perfumada que tantas veces había
imaginado, aquella espléndida mujer de mi hijo adoptivo, que ya le envidiara
yo a él, aun sin haberla visto, cuando leía los diarios.

Puedo afirmar que no tuve mucho éxito. Fuera, sobre el banco, yacía un
hombre de piel gris, tosigoso, con casco de minero, y a su lado rezaba, bajo
un desastrado anorak, un ser peludo, todo vello, todo pelo. Hasta sus manos
juntas, hasta su rostro, todo lo cubría una capa ininterrumpida de pelo.
-Escucha -dije al coronel Titus Tomoioaga-, no sé de qué mujer estamos
hablando. Allí fuera no espera ninguna mujer. ¿Habrá intentado huir?
-Allí está.
-Allí hay un minero tumbado y otro que es todo pelo. Aparte de ellos no
hay nadie.
-Pues igual está allí.

En efecto, Connie Illafeld esperaba fuera en el pasillo. El coronel Titus


Tomoioaga no tardó en traerla personalmente. Primero la llamó por su
nombre, pero en seguida se dio cuenta de que quizá no lo entendía, de modo
que salió a buscarla y le ayudó a entrar, sujetándola por la axila. Era el ser
peludo.

Hasta su rostro estaba cubierto por un vello negro y sedoso, y los ojos
verdes fulgían entre los mechones. Ni siquiera sabía su nombre. Procuré
verle el lado cómico al asunto. Traté de intercambiar con el coronel Titus
Tomoioaga una fugaz y significativa mirada. Y aunque muchas ganas no
tenía, me sonreí también, como solía hacer ante los orates.

-Allá dentro la gente se olvida de todo -explicó el coronel Titus


Tomoioaga-. La gente lo evacúa todo, como cuando le da la cagalera.
-Pero es que ni el nombre...
-A lo mejor ni siquiera está tan mal.
-Quizá no coincidas conmigo, pero a mí, por ejemplo, el pelo me resulta
un poco excesivo.
-Lo cierto -dijo Titus Tomoioaga con un guiño-, lo cierto es que recibió un
tratamiento contundente. Seguro que le dieron una sobredosis de algo. No
me extrañaría que le hubiera crecido alguna cosa más.
-¿Te refieres a la picha?
-Yo qué sé... Puede que alguien se la busque algún día.

Después de concluir el papeleo, el coronel Titus Tomoioaga me pidió que


acompañase a la futura guarda de la reserva de osos al taller mecánico. Allí
se fabricaban las chapitas de hojalata, esos documentos de identidad de los
que ella también llevaría uno colgado del cuello.

Pero entonces se presentó en la oficina el doctor Oleinek, el jefe de


guardas de la reserva, capaz, según decían, de hablar en todas las lenguas
imaginables. Efectivamente, en seguida trabó conversación con Connie
Illafeld y, según parecía, no tardaron en entenderse. Al final, fue el doctor
quien la acompañó al taller mecánico.

-Te veo nervioso -dijo el coronel Titus Tomoioaga-, nervioso por algo, pero
totalmente en vano. La persona en cuestión estará en buenas manos.
-¡Al diablo! -solté, una vez más sin ninguna cautela.
-¿Ves? ¿Qué pasa?
-Nada, palabra de honor.

Cuando volvió junto al doctor Oleinek a la oficina, Cornelia Illarion llevaba


en el cuello peludo una chapa cuyo brillo se veía desde lejos y que colgaba
de una flamante cadena de reloj, cuyos extremos habían sido soldados para
que nadie pudiese quitársela nunca.
El nombre que en su día perteneciera a un hada lasciva ahora lo llevaba,
por qué negarlo, un animal.

Antes de despedirse, el doctor Oleinek -antiguo compañero mío de


juergas etílicas- también me dedicó unos minutos. Por él supe que,
excepcionalmente, había dado fiesta a mi hijo adoptivo ese mismo día, a
pesar de que no le correspondía. Juntos bajaron en el cuadriciclo de la
reserva de osos, y en esos instantes Béla Bundasian estaba bebiendo en la
estación, donde esa tarde repartirían alcohol adulterado a los
guardabosques.

-Acompáñanos si quieres encontrarte con él -dijo el doctor Oleinek a


modo de despedida-. Os tomáis juntos unos tragos. Hoy es la Pascua
ortodoxa.
-No -respondí-, hoy no tengo ganas.
-A lo mejor quieres mandarle algún recado.
-No, no tengo nada que decirle por el momento.

Así pues, el doctor se fue por el pasillo, y la peluda Connie Illafeld lo siguió
al momento, cual fiel animalito. De su cuello balanceaba la chapa de
identidad, que empezó a fulgir en el patio; como estaba recién estrenada, su
reflejo centelleó en las paredes, en los troncos. A partir de ese momento,
quienquiera que la mirara, sabía a quién tenía enfrente.

Se dirigieron hacia la estación del ferrocarril de vía estrecha, donde mi


hijo adoptivo, Béla Bundasian, esperaba junto al cuadriciclo.

******************

A mí no tardaron en echarme del depósito de cadáveres, y tuve que ceder


el terreno a mi sucesor, Toni Vescovina. Esa mañana, cuando lo introduje en
los pequeños arcanos del examen de cadáveres, encontré el cuerpo de
Connie Illafeld, alias Cornelia Illarion, tumbado en la mesa de piedra gris. En
su cuello, del que alguien -no sin cierta rabia, supongo- había arrancado la
chapa de identidad, la sangre era color azul oscuro, como el jugo del
arándano cuando se seca o, para no ir más lejos, como la sangre de los
boyardos rutenos, los Illarion.

Cuando llegó a la cámara, ya le habían cortado con un cuchillo o con unas


tijeras los trapos duros y grasientos que llevaba encima, y cuando alguien la
tocaba, era desde luego más fría que la mesa de piedra sobre la cual yacía.
Su pelo, al perder todo brillo, se desprendió como una escarcha negra,
crujiendo suavemente, y cayó al suelo, de modo que cuando concluyó el
turno, allí estaba tumbada ante nosotros, completamente desnuda.

-¿Dónde te lavas? -preguntó Toni Vescovina-. Es que quiero ir a la plaza.


Cuando venía para aquí, me dijo Géza Kökény que mañana era el día
sagrado de Pascua. Y yo lleno de pelos.
-Nada, hombre. Que exageran con tanta Pascua -mascullé-. Y en cuanto
al pelo, no está mal que quienes te rodean se vayan acostumbrando. Así
sabrán que es un trabajo peliagudo.

10

LA OREJA DE GÉZA HUTIRA

Aquel año, el día más frío cayó a comienzos de primavera. La noche


anterior, Géza Hutira ya no durmió; desde que se extinguiera el fuego, y el
frío de la cuenca se introdujera en la casa por la chimenea, él se dedicó a dar
calor a Bebe Tescovina. Un rato la tuvo abrazada, y luego, después de
cubrirla con toda suerte de telas y trapos que encontró, la tumbó cuan larga
era sobre su cuerpo y la tapó también con su pelo y con su barba.

Aunque dio una cabezada, percibió en el duermevela el crujido de la


nieve: alguien se acercaba siguiendo el mudo y gélido arroyo. Los pasos no
tardaron en pisar el umbral, y cuando Géza Hutira iluminó con la linterna al
sujeto en cuestión y reconoció aquella figura cubierta de escarcha que
soltaba furiosas vaharadas y hacía centellear los colmillos helados -era
Nikifor Tescovina-, creyó que venía por su hija, decidido a llevársela a casa.

Pero, esta vez, el cantinero ni siquiera prestó atención a su hija, puesto


que buscaba a Géza Hutira.

-Póngase usted algo de abrigo -dijo- y métase tabaco y algo para masticar
en los bolsillos. Que nos vamos por unos cuantos días.
-Por las noches no suelo salir de casa -masculló Géza Hutira-. Y tampoco
ha ocurrido nunca que no leyera los datos de mis instrumentos. ¿Quién cree
usted que va a registrar las mediciones?
-Usted venga... Sabe perfectamente que ni Cristo se interesa por sus
observaciones.
-Y ya que es imprescindible, ¿adónde vamos?
-Ya se lo dirán.

Sólo la nieve iluminaba el escenario cuando se pusieron los esquís delante


de la puerta. La casa del meteorólogo se hallaba por encima de la linde del
bosque, de forma que subieron hasta el rellano más cercano de la montaña,
atravesaron la estrecha meseta y bajaron por la otra vertiente hasta el paso
de Baba Rotunda.

En la casa de Andrei, el peón caminero, los esperaba la coronela Coca


Mavrodin, de los cazadores de montaña de Dobrin.

-Nos disponemos a visitar a unos enfermos -dijo cuando llegaron sus dos
hombres-. Echaremos un vistazo al bosque de Kolinda, donde viven los
guardabosques jubilados. Me he enterado de que no están en buenas
condiciones. Es más, sólo puedo decir lo peor respecto a su salud. Vamos a
ver qué se puede hacer por ellos.
Bajo el bosque de Kolinda había una pequeña aldea nevada, el viento
procedente de las laderas había amontonado dunas de nieve entre sus casas
esparcidas, descoloridas por la acción del sol y de la niebla. Traqueteando y
dando marcha atrás una y otra vez, el todoterreno llegó a una pequeña
iglesia de madera, donde el camino acababa de golpe.

Un hombre pálido y joven, el pope Pantelimon, esperaba acodado en el


porche de la parroquia, y tres caballos negros envueltos en la niebla
aguardaban en el patio.

El pope no llevaba la vestimenta normal de un sacerdote, sino que vestía


como cualquiera por estos pagos o, para ser más preciso, como los
cazadores de montaña: abrigo de piel sintética sobre las espaldas, jersey de
color verde hierba y tejido basto debajo, pantalones militares desastrados y
sandalias sobre los pies desnudos. De los dedos de los pies, la nieve no se
derretía ni en la cocina.

-Tendréis que esperar un poco, que el hombre no ha llegado aún. Puede


ser que se haya quedado atascado en el camino -dijo. Envolvió en papel de
diario unas patatas hervidas, unas cebollas y unas manzanas de piel rugosa-.
He pensado en vuestro estómago, quién sabe cuándo acabaréis.

Cruzó el patio pisando un sendero color violeta abierto en la nieve y se


dirigió hacia la puerta de la sacristía. Sobre los caballos se concentraba una
densa niebla, con la que se mezcló el chirrido de la puerta, cual si fuese el
sonido de un lejano armonio. Y de vez en cuando, el viento se cernía sobre el
patio y lo arrastraba todo.

Era el día más frío del año, pero aun así la puerta de la cocina permanecía
abierta de par en par, y ante ella sólo se mecía la cortina irisada de la niebla.
Se oía el crujir del revoque, algo rascaba la pared, y las grietas despedían un
olor fresco a latón. La mesa, cubierta con un hule pegajoso, tenía dibujada en
su centro el trazado del tres en raya, con los gruesos trazos de un rotulador.
La coronela Coca Mavrodin en seguida sacó las fichas blancas y negras del
bolsillo de su capa y las dispuso en el borde de la mesa.

El pope Pantelimon trajo monturas de la iglesia, cargando dos sobre la


espalda y arrastrando una por la nieve. Ensilló los caballos, tensando las
corrreas sobre sus barrigas. Las cagadas de pájaros esparcidas sobre los
hombros de su abrigo de piel sintética brillaban como las estrellas de un
coronel.

Sin abrir la boca, los dos coroneles jugaron, pues, un rato al tres en raya
junto a la mesa de la cocina. La puerta seguía abierta. Fuera, los caballos
piafaban en medio de la helada, y sobre el estiércol fresco que vaporeaba
entre ellos se posaban de vez en cuando cuervos y gorriones.

Había pasado el mediodía cuando entre las dunas de nieve apareció con
gran estruendo un trineo motorizado, uno de esos vehículos rápidos y
estilizados que solían utilizar los cazadores de montaña de Dobrin. Sin
embargo, esta vez no lo conducía un soldado, sino un hombre con anorak,
gorro de piel y botas de goma, que dejó en el umbral una mochila llena de
tintineantes botellas. Acto seguido dio media vuelta con el trineo y se
marchó.

Las botellas habían sido taponadas deprisa y corriendo, y no eran del todo
herméticas, de modo que el olor a ron barato se esparció por la cocina en el
acto. El pope Pantelimon trasvasó la bebida a dos recipientes de plástico y
de paso pidió a los dos señores empeñados en ayudarle que se abstuvieran
incluso de chuparse los dedos.

Llena con los dos recipientes, la mochila acabó en el arzón de una de las
sillas, y los tres en seguida se montaron en los caballos. Mordisqueando una
cerilla, el pope se los quedó mirando desde el porche mientras se alejaban.
Salieron del pueblo por un angosto sendero abierto en la nieve.

Coca Mavrodin pidió a sus dos hombres que la siguieran en fila india en la
medida de lo posible, siempre por el lado derecho del camino, para abrir así
una pista claramente visible.

El bosque de Kolinda era un monte informe que se estiraba largo y plano


entre cadenas más altas. Visto desde el paso de Baba Rotunda siempre
aparecía sumergido en nieblas de color pardo en el horizonte oriental, a
pesar de no hallarse a más de una o dos horas de distancia.

El techo del monte también estaba cubierto por bosque, no lo abigarraban


los pastos con sus bordes dentados, y en sus márgenes sólo fulgían unos
pocos terrenos desmontados, claros rectangulares talados por el hombre.

Bajo el cielo color hojalata, la helada no cedió ni siquiera por la tarde, y


sobre los abetos cubiertos de escarcha se acurrucaban, tal piñas
gigantescas, las cornejas ateridas de frío. La niebla se precipitaba en forma
de perlas heladas sobre la capa de paño de Coca Mavrodin, y cuando a
alguno de los caballos le daba por pedorrear, un chorro de vapor hirviente y
chisporroteante brotaba de su culo.

El camino apenas se empinaba, y era difícil adivinar por dónde transcurría;


se sabía, más que nada, por el rumor del arroyo que borboteaba bajo la
nieve. Hasta que el cauce se alisó del todo, y el bosque se cerró arriba
haciendo ondear las ramas de los abetos. A partir de ahí, un estrecho
desmonte conducía hasta un claro más grande: el bosque de Kolinda estaba
plagado de arroyuelos subterráneos.

En el centro del claro se alzaba el asilo de los guardabosques jubilados,


rodeado de dunas de nieve. Tal caja llena de enigmas, tenían las puertas y
ventanas cerradas con tablas y listones. Hasta las pizarras del tejado habían
quedado cubiertas con leños fijados mediante grapas, para disuadir a
cualquiera de probar a entrar.

A todo esto, sin embargo, la casa alojaba a gente en su interior: los


sarmientos verdosos y apenas perceptibles de un humo emergían arriba
entre los resquicios de las pizarras. Además, dentro oyeron acercarse pasos
a la casa.
-Hola, ¿hay alguien? -se oyó de pronto una voz de entre las paredes,
sorda y retumbante a la par, como si proviniese de una caja cerrada-. ¿Quién
es y qué busca?
-Sólo somos nosotros -gritó parcamente, con su voz descolorida, la
coronela Coca Mavrodin.
-¡Qué bien! Reconozco a la señorita por su voz. Conque vienen a sacarnos
de aquí, ¿no?
-Todavía no. Ya saben ustedes que tienen un pequeño problema de salud.
No les hará daño ser precavidos por un tiempo. Las condiciones climáticas
no son muy buenas que digamos, y aquí fuera únicamente se constiparían
aún más.
-Da igual, ya nos va bien que sean ustedes. Da gusto oír una voz
conocida.
-Claro que somos nosotros. Y les hemos traído un poco de bebida. Ni sé si
es un licor dulce o si es ron. Ahora mismo vamos a ver de qué modo se lo
haremos llegar. Traemos un tubo metálico, y lo mejor sería verterlo por ahí.
-¿Es ron o licor dulce? Oiga, muchas gracias de antemano. Aquí tengo
junto a mí al tío Toni Waldhütter, que me está dando codazos en el costado y
pregunta si el ron es de Jamaica o de Puerto Rico, que a él no le da igual,
dice. Me alegra que le haya vuelto la voz al viejo, aunque, claro, sólo lo
pregunta en broma.
-Entiendo perfectamente al tío Toni Waldhütter, que yo también soy muy
exigente en cuanto a mis bebidas. Y dígale usted de mi parte que pronto
probará el ron. Nos acompaña Géza Hutira, un hombre hábil e ingenioso,
seguro que encontrará un resquicio en el muro para introducir el tubo, y
entonces en seguida se pueden poner ustedes a chupetear la otra punta. Lo
mejor será que busquen ahora mismo una vasija para ponerla debajo del
tubo.
-Muchas gracias. Pero lo cierto es que también se nos están acabando un
poquito las provisiones. A lo sumo nos alcanzan para dos días más.
-Les diré para tranquilizarlos que no necesitarán más. Será suficiente,
siempre y cuando las administren adecuadamente.
-Ah, qué bien. Siendo así, ya nos las arreglaremos.

En el borde del claro, frente a la casa de los vanos cegados, estaban los
tres caballeros. La niebla flotaba a su alrededor, su pelo, su barba, sus
cañones eran todo escarcha. Hasta las torundas amarillas en las orejas de
Coca Mavrodin se habían vuelto blancas.

-Esto ¿adónde nos lleva? -susurró Géza Hutira al oído de Nikifor


Tescovina.
-Pues ¿adónde? Adivine.
-¿En serio?
-Déjeme en paz.
-Pregunte usted tranquilo -terció Coca Mavrodin-. Ya se lo explicaré yo:
uno de ellos enfermó, ya sabe, del consabido constipado. Por eso están
ahora en cuarentena, marginados.
-Nada, que yo no he preguntado nada.

Géza Hutira escupió en las palmas de sus manos, pues ya se había


enterado de que sería él quien diera de beber a los guardabosques jubilados.
Desmontó del caballo, y quitó del arzón de la silla de Coca Mavrodin la
mochila que contenía los dos recipientes llenos de ron; al lado de ellos no
tardó en encontrar el ya mentado tubo metálico.

Buscó en el muro de la casa el resquicio por el que se oía el discurso de


sus habitantes y por ahí lo introdujo hasta percibir que los de dentro lo
cogían y oír el golpe metálico del tubo contra la vasija que sostenían debajo.
Entonces empezó a verter lentamente la bebida. El ron se había congelado
durante le camino; poco a poco, con los destellos de la miel cristalizada, fue
emergiendo de la boca del recipiente.

A todo esto, Coca Mavrodin, como si estuviese de excursión, sacó la


vitualla del bolsillo de su capa. Estiró el papel de diario sobre la nieve helada,
puso trozos de hielo en las cuatro esquinas para inmovilizarlo, para que no se
lo llevase, inopinadamente, el viento.

Desgarró las petrificadas patatas con las uñas, pidió luego una navaja a
Nikifor Tescovina y cortó la cebolla. Después, como quien cede su porción a
los hombres, volvió a subirse a la montura, se inclinó sobre el cuello del
caballo y pareció adormilarse.

Las luces del claro estaban a punto de extinguirse, desde el bosque se


acercaba el crepúsculo y desde levante, la noche.

-Si por casualidad me contagio de este modo -masculló-, ¿saben ustedes


lo que haré? Recorreré el cuartel y les escupiré en la boca a todos y cada
uno de los cazadores de montaña.
-Pues sí, sería lo idóneo -dijo Nikifor Tescovina-, pero permítame que le
diga una cosa: según tengo entendido, cuando le viene el morbo, el hombre
ya no tiene ninguna gana de escupir. Y eso que su boca precisamente está
llena de saliva espumosa.
-Ustedes todavía no saben, por lo visto, que siempre estoy de broma.
Pero eso de la saliva, ¿de dónde lo ha sacado?
-Me lo dijo el doctor de la reserva de osos. La boca se le llena a uno de
saliva seca, espesa, es como una esponja. No se puede escupir.

Géza Hutira arrojó los recipientes vacíos y se los quedó mirando largo rato
mientras se deslizaban, hueros y livianos, por la nieve e iban a parar bien
lejos. Luego, con Nikifor Tescovina, se puso de hinojos junto al papel de
diario extendido, y ambos empezaron a picar.

Anochecía, y las luces de colores diversos procedentes de las nubes


empezaron a palidecer sobre las olas de nieve formadas por el viento.

-Mire usted -señaló Nikifor Tescovina hacia el final de la comida-. Deje


que le muestre una cosa. Aquel gajo de cebolla es igualito a una oreja.
-¿A una oreja? Pues tiene gracia.
-Míreselo bien.
-Pues sí, una oreja, una verdadera oreja. Pero ¿cómo es que ha venido a
parar aquí?
Entre las mondaduras heladas de la patata, los trozos de cebolla cortados
y los pedazos de manzana ajada yacía, en efecto, una oreja sobre el papel de
diario. Un poco peluda, un poco ensangrentada, no se había caído hacía
mucho por lo visto, pues estaba fresca.

-Si no me lo toma como una excesiva familiaridad, porque, de verdad,


sólo se trata de una opinión particular -susurró Nikifor Tescovina-, me parece
que es suya.

Géza Hutira se llevó las manos a la cabeza, allá donde su gorro de


patinaje sobre hielo le tapaba las orejas. Se palpó y alzó luego las manos
ante el rostro. Una de ellas estaba seca, la otra, pegajosa, sucia, un tanto
marrón.

-Caray. Vaya mierda. Seguro que he chocado con algo. Juro por Dios que
no tengo ni la menor idea de cómo ha podido ocurrir -se quejó casi
disculpándose-. Tal vez fuese con aquel tubo metálico, cuando lo saqué de
entre las vigas. Me dio la impresión de que me golpeaba un poquito.

Coca Mavrodin no dormía, puesto que se enderezó de golpe entre las


vaharadas, se aclaró la garganta y gritó:

-¿Están tonteando o es de verdad la oreja del camarada? De ser así, le


echaría un vistazo. A ver...

Géza Hutira puso la mano a modo de trompeta en torno al tocón de la


oreja para entender lo que quería Coca Mavrodin. Dio la impresión de dudar
un poco de lo que acababa de oír, pero luego lo entendió y meneó
melancólicamente la cabeza:

-Lo siento, pero ya no se puede.

En ese preciso instante, un animalito de cuatro patas, color de hojarasca y


tamaño de ardilla o de comadreja, se alejaba con la oreja en la boca,
agitando a toda prisa las extremidades sobre la nieve helada. A cierta
distancia lo esperaba su pareja, y al poco rato se oyó cómo crujían entre sus
dientes los cartílagos de Géza Hutira.

-Ya miraré de buscar una solución -dijo bastante después Coca Mavrodin,
mientras descendían del bosque de Kolinda-, algo para resarcirlo; según
tengo entendido, los soviéticos ya fabrican orejas artificiales. De todos
modos, si me permite la observación, podría haber tenido usted más
cuidado.
-No importa.

Ahora, también, avanzaban en fila india, pero en esta ocasión dejaban


una pista claramente visible en el lado izquierdo del camino. La nieve quedó
intacta entre las dos líneas.

****************
Esa noche, el fuego ardía en la cocina del pope Pantelimon, sobre la
plancha candente se asaban tajadas de patatas, sombreretes de hongos y
manzanas enteras, incluida la piel. Los dos coroneles volvieron a jugar al tres
en raya de pie, mientras la puerta permanecía abierta de par en par. Jugaron
sin decir palabra, empujando las fichas sobre el mantel, hasta que el trineo
motorizado tornó a aparecer tras las dunas de nieve.

Esta vez arrastraba un trineo bajo, de los utilizados para transportes por
los campesinos, sobre el que traqueteaban bidones de gasolina y gasóleo.
Posiblemente, lo conducía el mismo hombre que trajera el ron al mediodía,
pero no había modo de identificarlo: llevaba un traje grueso y centelleante,
un casco de latón como un bombero sobre la cabeza y botas de caña alta
que le cubrían hasta las rodillas. Ni siquiera se apeó del asiento del
conductor.

-¿Podré llegar hasta allí? -gritó. Su voz parecía venir del más allá, como la
de Géza Kökény. Coca Mavrodin y el pope salieron al porche a saludarlo.
-Perfectamente. Tú mira la sombra en el cono de luz de tus faros. Hemos
dejado sendas pistas a los lados del camino, o sea, que si conduces siempre
entre ellas, llegarás allí de fijo.

***************

-Ahora les pido -dijo Coca Mavrodin por la mañana, cuando se puso en
marcha a caballo hacia el bosque de Kolinda con sus dos hombres- que, por
muchas ganas que tengan, no me orinen durante el camino. Mientras yo no
les diga que ya, que ahora se puede, les ruego que se aguanten, que por
algo son ustedes hombres. Porque no es de exluir que en su momento
necesitemos un poco de líquido tibio.

Géza Hutira puso la mano a modo de trompeta alrededor de su muñón,


para escuchar de qué iba el asunto. Aun así, Nikifor Tescovina tuvo que
repetirle el deseo de Coca Mavrodin. Esta vez avanzaron entre las huellas del
día anterior, siguiendo la pista del trineo motorizado, hasta llegar al punto
donde un estrecho desmonte conducía al claro. Allí, los caballos se
detuvieron por sí solos. Hubieron de llevarlos al claro sujetos por la brida.

El lugar había cambiado un tanto en el transcurso de la noche.


Primeramente, la nieve ya no era blanca, sino gris, amoratada, negra en
algunos puntos, llena de burbujas duras, avivadas por luces violeta, repleta
de escamas de color ceniciento, y en lo alto se difundía un olor por el aire
helado como el que suelen emanar los hogares abandonados o los tubos de
estufas desechados. Como si por el lugar sólo hubiese nevado ceniza durante
toda la noche.

Además, a lo largo de ésta había desaparecido el edificio de los vanos


cegados que albergaba a los guardabosques jubilados. El viento
arremolinaba el hollín y las cenizas que, aterciopeladas, se levantaban en el
centro del claro, entre vigas negras, retorcidas y consumidas ya casi del
todo.
La nieve que los rodeaba -que se había derretido en su momento y vuelto
a congelarse impregnada de cenizas, brillaba con suavidad, como un mármol
a la luz procedente de las nubes. En lo alto, de tal modo que parecía el humo
del incendio que se hubiese atascado allí, daba vueltas y más vueltas una
bandada de grajos. Sobre la nieve yacían esparcidos toda clase de bidones
de gasóleo y gasolina.

Debido al hollín levantado, alguno de los caballos empezó a estornudar.


Coca Mavrodin se ató el pañuelo al mentón, eludió algunos tizones al trote y,
aguijando de pronto al caballo, atravesó las ruinas a galope tendido. Bajo los
cascos del animal campanillearon los numerosos clavos, ganchos y grapas
que se habían desprendido de las vigas, tintinearon las herramientas y
vasijas de hojalata de los guardabosques. La coronela se enfiló hacia la linde
del claro y allí se detuvo a esperar a que la alcanzaran sus dos hombres.

-Vengan, sean valientes -les gritó-. Que los bacilos se han asado todos.
-¿Qué dice? -Géza Hutira alzó la cabeza buscando los ojos de Nikifor
Tescovina, confiando en que sus miradas se encontrasen por un instante.
Pero el otro percibió la intención y miró a otro lado.
-A mí no me meta en esto -señaló al cabo de un rato a modo de
advertencia-. Yo no tengo ninguna opinión sobre el tema.
-Y yo suponiendo que usted sabía en lo que se había metido.
-¿A ver, en qué? En serio, no sé en qué está pensando usted. Ambos
trabajamos para la señorita Coca.

Mientras tanto, sin darse cuenta, ellos también atravesaron los tizones y,
trotando poco a poco, llegaron al límite del claro. Los caballos levantaban a
toda prisa las patas de la nieve, como si ardiera.

-Piquemos algo -propuso Coca Mavrodin-. Hoy no los espera cualquier


cosa, porque he traído una conserva para el almuerzo: carpa con cebolla y
papilla de cebada. Luego, cuando se hayan saciado, les pediría que me
buscaran las chapas de identidad. Son tres por persona: llevaban una en el
cuello, como ustedes, y sendas chapas en la muñeca y en el tobillo. Les
agradecería que me consiguieran unas cuantas.

Traía la conserva en el bolsillo de la capa, y no hizo falta abrirla, pues el


líquido se había congelado en el camino y había hecho estallar el frasco de
tapa con rosca. Liberó de añicos y astillas el cilindro de la papilla de cebada,
de la que emergían unas aletas de color azul oscuro, y la despedazó con las
uñas para que pudieran picar de su mano.

Sobre la nieve helada yacían por doquier toda clase de pájaros con las
plumas chamuscadas: grajos, cornejas y gorriones. El fuego los había
despertado y a buen seguro que se asaron en el aire, pero el calor los
mantuvo un buen rato en lo alto, y sólo se precipitaron al suelo, bastante
lejos por cierto, cuando abajo se enfrió el claro.

Después de comer, Nikifor Tescovina cortó gajos de los abetos y ramas de


los abedules, mientras Géza Hutira rompía gruesos brazos de los avellanos.
Primero fueron tanteando el terrerno con bastones, cual buscadores de
tesoros, y luego, con haces de varillas atados deprisa y corriendo con
cordeles, barrieron las cenizas entre las vigas y los restos mortales.

-A esto le llaman trabajo de negros -murmuró Géza Hutira-. Lástima que


no he traído el espejo, que entonces vería usted la pinta que tiene.
-¿Ahora qué le pasa? Me parece que mi hija influye muy negativamente
en usted. Guárdese usted su sabiduría.

Como Géza Hutira no tenía oreja por el lado del que le hablaba Nikifor
Tescovina, apenas pudo oír lo que le decían. Movía la cabeza a diestro y
siniestro, miraba confuso y buscaba entre los tizones.

Por último encontraron doce chapas de hojalata que, cubiertas con una
gruesa capa de hollín, colgaban de unas cadenas. Fue entonces cuando Coca
Mavrodin les permitió por fin orinar. La solución tibia y salada, dijo, disuelve
el tafetán negro que se ha adherido a la hojalata y luego ya sólo es preciso
frotar la chapa sobre la nieve helada para que los datos grabados puedan ser
leídos por quienquiera.

Bajo el hollín y los tizones habían aparecido las chapas de identidad


correspondientes a cuatro personas, es decir, tres chapas por cada uno de
los cuatro. Sin embargo, en aquel asilo se alojaban cinco guardabosques
jubilados. Faltaban, pues, los restos y las chapas de identidad de Aron
Wargotzki.

****************

La causa de que luego yo tuviese que averiguar el paradero de Aron


Wargotzki fue la oreja perdida de Géza Hutira. Camino de regreso, los tres
viajeros volvieron a tomarse un respiro en mi casa, y mientras Nikifor
Tescovina y Géza Hutira se lavaban -Elvira Spiridon los rociaba con la
regadera y ellos, tal caballos exhaustos bajo la lluvia, se empapaban
apoyando la cabeza el uno en el otro-. Coca Mavrodin me llamó al porche
para deliberar conmigo.

-El de arriba le ha quitado la oreja, y eso que yo necesito a un hombre de


buen oído -dijo-. Y aparte de él no hay quien conozca estos bosques como
usted.
-No es mi territorio -me resistí-. La señorita sabe perfectamente que el
bosque de Kolinda no me pertenece, nunca en mi vida he andado yo por ahí.
-Pero ahora se lo ruego, Andrei. Esto y nada más. Y entonces haré la vista
gorda ante sus asuntos. Encuéntreme usted a ese enfermo contagioso,
acuérdese bien, su nombre es Aron Wargotzki, y le prometo que podrá
marcharse de aquí con su hijo adoptivo.

*****************

A partir de ese día, me ponía los esquís todas las mañanas en el umbral
de la casa, colocaba a mi amada delante de mí sobre los listones, la rodeaba
con un brazo y, camino del bosque de Kolinda, me deslizaba con ella hasta
su casa.
Severin Spiridon, su marido, la esperaba en la puerta; él me advirtió que
estuviera muy atento a partir del décimo día, que hasta entonces el hombre
es capaz de ir tirando a base de piñas secas y carámbanos en alguna cueva
húmeda, pero que ahí se acababa la cosa: luego se pondría a andar, incluso
a gatear, dispuesto a rendirse. Y en el camino dejaría huellas en la nieve con
las rodillas y las palmas de las manos.

Coca Mavrodin, en cambio, me despidió con estas palabras:

-¿Sabe, Andrei, a qué debe prestar usted atención, y mucha? A la mierda.

Lo que decía no era ninguna tontería, puesto que todo hombre


acostumbrado a andar por el bosque sabe que esa mierda a la que se refería
Coca Mavrodin, por mucho que la tape la nieve caída en el transcurso de la
noche, absorbe por la mañana el calor del sol a través del manto blanco, se
despoja acto seguido de esa máscara hipócrita y vuelve a lucir su noble
pátina marrón.

Sin embargo, no encontré en todo el bosque de Kolinda huellas ni de los


pies, ni de las manos, ni de las rodillas de Aron Wargotzki, como tampoco
ningún cagajón que hubiese dejado. Al final no lo traicionó la frágil necesidad
humana, sino un capricho estúpido, ostentoso.

Una tarde -ya llevaba quizá dos semanas buscándolo- descansaba yo en


el níveo claro de los guardabosques, que volvía a cubrirse una y otra vez con
un manto blanco, y escuchaba el rumor aletargador del arroyo que, siempre
desgranando las mismas breves historias, transcurría bajo la tierra, bajo la
nieve, bajo el hielo, cuando de pronto llegó a mi nariz el perfume
inconfundible del tomillo quemado.

Era lo que solía fumar Géza Kökény a la sombra de su busto, lo que solían
pipar también los guardas de la reserva de osos cuando se quedaban sin
tabaco, e incluso los propios coroneles. Yo mismo lo probé en más de una
ocasión.

Sobre las láminas de la luz del sol que irrumpía desde detrás de los
abetos flotaban las lenguas de humo de una pipa en los momentos de calma.
Delante de mí, una línea honda y sombreada señalaba sobre la nieve el
camino del arroyo subterráneo, y al final se abrían las fauces de un hueco
oscuro tras una roca desnuda y húmeda.

De allí emergían de forma intermitente, en espirales, los delgados hilos


del humo. Mientras yo buscaba un trozo de mierda en el bosque nevado
-para expreserlo con la palabra empleada por Coca Mavrodin-, Aron
Wargotzki fumaba en pipa, sentado bajo tierra.

-Aron Wargotzki -le grité-. Prométeme con toda solemnidad que no te


moverás de allí. Te ruego encarecidamente que te quedes quieto. Supongo
que no puedes volar, o sea que adondequiera que vayas, siempre te
traicionarán tus huellas.
Aron Wargotzki se quedó un buen rato soltando humo y sólo respondió a
la anochecida, al comprobar que, si no contestaba, no se me sacaría de
encima.

-Está bien, te lo prometo. Pero sólo porque no puedo moverme. Se me


quemó media pierna.
-Así me gusta. Quédate quieto y cuídate. Y para que no te sientas solo,
volveré muy pronto, mañana por la mañana a más tardar.

Me até los esquís, y ya había recorrido casi todo el claro cuando me


alcanzó su voz, que hizo zumbar el bosque alrededor y retumbar los
meandros del arroyo subterráneo.

-Colega Géza, primeramente me gustaría pedirte algo.


-Me estás confundiendo con alguien, que yo no soy ése. Pero igualmente
dime lo que deseas.
-Envíame a Géza Hutira, si lo conoces. He de hablar con él.
-No creo que tenga tiempo por ahora. En todo caso, por si me topo con él,
¿qué quieres que le diga?
-Que Aron Wargotzki lo busca con urgencia. Que se dé prisa y me traiga
un cuenco de leche caliente.
-Vale. A ver si me encuentro con él. Si no me olvido, se lo diré.
-¿Entonces, con quién he hablado ahora?
-Vamos, Aron Wargotzki, ya puedes imaginar que podría decirte cualquier
nombre. De verdad, carece de importancia.

Día tras día, las huellas de mis esquís se ahondaban más y más en la
nieve; al final, me los ponía después de acabar mi trabajo y me llevaban por
sí solos a casa, donde Elvira Spiridon me aguardaba con la frente fruncida, la
mirada nublada.

Tanto más se alegró de mí Coca Mavrodin cuando me personé en las


dependencias del encargado forestal. Me enseñó una ratonera, provista de
una trampa asesina que funcionaba con un potente muelle; la guardaba en
su cajón, lista para usarla, a la espera de la buena noticia. Haría fabricar
cinco o seis de estas ratoneras, dijo, de enormes dimensiones, claro está. Y
las montaríamos cerca de las aberturas del arroyo subterráneo, por si Aron
Wargotzki se recuperaba a pesar de todo y se ponía en pie.

Pero, tal como había prometido, Aron Wargotzki no se movió; día tras día,
la nieve permaneció intacta en torno a los respiraderos, sólo un delgado
animalito color de hojarasca se deslizaba de vez en cuando hacia allá, a buen
seguro el mismo que se comiera la oreja de Géza Hutira. Ora emergía del
vacío, en espirales, el perfume un tanto acre del humo, ora se esparcía,
saliendo por los resquicios, el olor a resina del anciano hombre del bosque.

-Escucha, Aron Wargotzki -le grité-. He hablado con Géza Hutira, es un


hombre muy atareado, o sea, que no tiene tiempo, por desgracia. Tendrás
que conformarte conmigo. Exponme tus quejas, a ver si puedo ayudarte.
-Lo único que puedes hacer es convencerlo de que venga cuando antes.
Quiero hablar con él a solas. Y hasta que tenga tiempo, a ver si puede
enviarme a través de ti una jarra de leche caliente.
-Estás viviendo en el mundo de los sueños, Aron Wargotzki. Dime, ¿de
dónde has sacado todo este asunto de la leche? ¿Eres consciente de que ni
siquiera eres capaz de tragar tu saliva? Tienes la boca llena de espuma seca
y dura. Que la estás palmando, hombre.
-¿Yo?
-Pues sí. Por desgracia estás enfermo, y mucho.
-¿Yo? ¡Pero qué dices! Si estoy perfectamente. Sólo me he atiborrado de
tierra y ahora necesito de postre un poco de leche.
-Vamos, Aron Wargotzki, no digas sandeces. Permíteme asegurarte que
sé de buena tinta cuál es tu problema. Por eso mismo te ruego, por tu propio
interés, que te quedes en tu sitio.
-Me parece haberte dicho ya que no puedo ni moverme. ¿Adónde quieres
que vaya entonces? Se ha quemado toda la carne de mi pierna derecha, o
sea, la izquierda, vista de frente. Me falta justo el puto muslo que la movía.
-Entonces estamos de acuerdo. Tú quédate tranquilo y aguanta estos
pocos días sin leche.

Mientras se fabricaban las trampas, yo permanecía en el claro desde


primera hora de la mañana hasta la anochecida. Al amanecer me plantaba
yo con los esquís sobre las huellas, y éstas me llevaban derechito hasta Aron
Wargotzki. En ocasiones tenía que llamarlo varias veces, superando a gritos
el rumor del arroyo subterráneo, hasta que él se dignara tomar conciencia de
que había llegado su visita; en otras, esperaba como un perro tras la
abertura, jadeando de tanta espera.

-Cuéntame -pedía-, ¿qué dice el colega Géza de que estoy aquí?


-Nada particular, Aron Wargotzki. Nadie dice nada sobre el asunto. Así es
el orden de las cosas.
-Luego, cuando traigas la leche, ten cuidado de no verterla. Ya te indicaré
yo cómo y por dónde has de trasvasarla. Tampoco me molestaría si la
trajeras en la boca y me la escupieras adentro por algún agujero. Eso sí, ha
de ser leche.
-Hombre, ¿crees tú que me voy a acercar tanto? Oye, supongo que no
deseas contagiarme el morbo ese que tienes.
-Ya te he dicho que estoy perfectamente. Sólo me molesta la pierna, y a
lo mejor me he hartado un poquito de comer tierra. Ahora me vendría bien
enjuagarme la boca con un poco de leche.
-Ojo, no comas tierra. Que al final vas a pillar otra enfermedad.
-Y, sabes, hay otra cosa que me duele: siento sinceramente lo de la oreja
de Géza Hutira. Ni yo mismo sé exactamente lo que pasó. Aquel ron tenía un
sabor malo, infame, y yo, furioso, le di un empujón al tubo por el que estaba
vertiendo la bebida. En seguida me di cuenta de que al pobre se le había
desprendido la oreja, que ya sólo la sujetaba un hilito de piel. Me gustaría
pedirle perdón, oye, que una oreja no es moco de pavo.
-Está bien, Aron Wargotzki, le comunicaré que lo sientes. Como hombre
tolerante y generoso que es, te perdonará.

*******************
El día previsto para que el furgón de los cazadores de montaña
transportase los cepos hasta la casa del peón caminero, el pelo de Elvira
Spiridon y los repulgos de su ropa fulgían ante la puerta al aire del
crepúsculo. Allí cerca, junto a la valla, puestos en fila y cubiertos con lonas
porque no los empapase alguna lluvia errante, yacían entre cincuenta y
sesenta sacos de cemento. Por lo visto, Coca Mavrodin-Mahmudia había
cambiado de opinión.

-Si el señor también asume esto -dijo Elvira Spiridon arrimándose para
hacerme percibir la amenaza hasta en su aliento-, yo prefiero que no nos
encontremos durante ese tiempo.
-De acuerdo. Tú mandas. Vete, que eres libre. Vive tu vida.

En el breve período que necesité para ir y venir varias veces al día con los
sacos de cemento al hombro, entre la casa del peón caminero y el bosque de
Kolinda, empezó a germinar la primavera. Sobre los montículos bañados por
el sol emergió la pálida hierba; salió bajo la costra de la nieve que se
derretía; acto seguido apareció también el croco, y las marmóreas huellas de
los esquís se veían entre manchas de un verde incipiente. Encima de las
aberturas por las que respiraba el arroyo subterráneo, los fuegos fatuos
azulados del tomillo titilaban a la luz del sol.

Cuando había puesto todos los sacos de cemento junto a las cavidades
del arroyo, arrojé una brizna de hierba a la superficie del agua, por ver su
movimiento. Saqué el cuchillo ya pulido de antemano, y mientras me
arremangaba la cazadora, la luz del sol reflejada en la hoja penetró también
en la oscuridad de la caverna. Fue la última vez que Aron Wargotzki se
dirigió a mí:

-¿Crees que no sé lo que estás preparando? Por eso mismo, me gustaría


saber ahora tu nombre. ¿Por qué no me dices por fin quién carajo eres?
-Aron Wargotzki, no creo que sea el momento oportuno para presentarse.
Aun así, puedo revelarte que he vivido en el distrito bajo el seudónimo de
Andrei Bodor. Te ruego que perdones todo esto a un hombre que se llama
así.

Coca Mavrodin-Mahmudia había calculado mal la cantidad de cemento: la


mitad de los sacos aún yacían intactos cuando el movimiento del agua se
ralentizó en las cavidades, se volvió gris como el suero, las burbujas se
posaron sobre la superficie, y como señal de que empezaban a fraguar el
cemento y a obturarse los huecos, el arroyo brotó al prado al mismo tiempo
en varios sitios.

En la linde del claro, allá donde había dejado mis esquís, estaba Elvira
Spiridon, con su vestido de primavera que ondeaba al viento, con el pelo
primaveral recién lavado que se estaba secando, con los enormes aros de
latón que me cegaban iluminados por el sol.

-Conque has vuelto -dije jadeando mientras me acercaba a ella.


-El día de hoy, el señor empezó a faltarme.
A decir verdad, ella también a mí. Tal como acostumbrábamos, la coloqué
delante de mí sobre los listones, y mientras el bosque se ponía en marcha a
ambos lados y se deslizaba cada vez más rápido hacia atrás, hacia el claro
de los guardabosques jubilados, le arranqué con uñas y dientes la ropa de
primavera, rasgué con el cuchillo mi pantalón -acorazado por el cemento a la
altura de la cintura- hasta volver a sentir en el regazo el trasero
aterciopelado de Elvira Spiridon.

11

LA SORPRESA DE SEVERIN SPIRIDON

El pequeño y destartalado autobús que, cruzando tres cadenas


montañosas, transitaba a diario entre Sinistra y el bosque de Kolinda,
trasladaba sobre todo patrullas, cazadores de montaña encargados de
alguna inspección y unos cuantos civiles que, con la preceptiva autorización
en el bolsillo, trabajaban en algún asentamiento.

Cuando traía pasaje, el autobús se detenía también en el paso de Baba


Rotunda; un poste metálico carcomido por el óxido y manchado de colores
diversos indicaba la parada al borde del camino. Las nubes pasaban
continuamente sobre el paso, tocando incluso el terreno; y, siempre cargado
de gotas de agua, el letrero indicador que remataba el poste se bamboleaba
al viento. Sus chirridos se oían hasta por la ventana cerrada de la casa donde
vivía el peón caminero Andrei Bodor.

Una tarde, mucho después de que el autobús procedente de Kolinda


partiera ya rumbo a Sinistra, un hombre atravesaba esos claros de color
abigarrado, moteados de manchas de nieve, croco y adonis vernal.
Caminaba de manera extraña, un tanto ladeada, como los perros torpes;
atravesaba los prados eludiendo los charcos negros y rielantes del deshielo
y mirando a diestro y siniestro.

Al llega al camino se detuvo, dudando; para ser más preciso, se inclinó


hacia adelante como si temiese ser arrastrado por la corriente. Allí se quedó
un rato, desconcertado, hasta que le llamó la atención el chirrido del letrero
indicador. Se instaló al pie del poste, como un caminante más que espera el
autobús de línea.

Llavaba una cazadora negra de piel sintética, pantalones relucientes por


la mugre acumulada y casco de minero con visera negra. Del bastón curvo
de caminante que llevaba al hombro colgaba una cartera negra y de forma
redondeada, llena a rebosar. Su piel era gris, su rostro lampiño y brillante,
sólo en torno al mentón se observaban algunos cañones sueltos. Los ojos
aceitosos centelleaban en lo hondo de las órbitas sombreadas y violetas.
Andrei, el peón caminero, apostado tras la ventana de su casa, miraba
afuera. Desde su puesto de observación examinaba al forastero, recurriendo
incluso a un catalejo. El anteojo de ocho por treinta regalo de Coca Mavrodin
colgaba, siempre a mano, de la manilla de la ventana. En su cruz reticular se
agitaba ahora el forastero gris.

El hombre tocado con un casco de minero se levantaba de vez en cuando


de su sitio junto al poste, aguzaba el oído, paseaba una y otra vez la suspicaz
mirada por el paisaje, y en ocasiones alzaba, nervioso, la cabeza siguiendo la
estela de las cornejas. Irritado, también clavaba la vista en el sol de la tarde,
que con pálida luz amarilla resplandecía entre las estrechas nubes con forma
de sabandija. Miraba asimismo de reojo la casa del peón caminero, como si
temiese que alguien lo espiara desde detrás de la ventana.

Andrei lo espiaba, en efecto. Había pasado la noche sin pegar ojo junto a
un fallecido guarda de la reserva -aunque fue relevado de su puesto de
forense, seguían pidiéndole a menudo que echase una mano- y por la
mañana, cuando lo sustituyó el coronel Titus Tomoioaga, se bebieron juntos
una botellita de alcohol adulterado diluido con agua.

El coronel le comunicó que había entrado en vigor el toque de queda en


Sinistra. Y que probablemente también lo introducirían aquí, en Dobrin City
-alguien había derribado la estatua de Géza Kökény al amaro de la noche-,
pues lo mejor era que todos se quedasen en casa.

Desde que los titiriteros de Sinistra salieran a la calle a llevar a cabo su


ensayo general y los cazadores de montaña abrieran fuego contra ellos, una
patrulla recorría las calles del pueblo. Adondequiera que mirara uno, jóvenes
de cuello largo y semblante de ganso espiaban por encima de las vallas. Los
portones y las empalizadas lucían oscuras inscripciones escritas a carbón,
tales como: “estáis con nosotros” o “a ti también te espera la Liga”. Una
tabla llevaba escrita con hierro candente esta simple palabra: “cerdos”.

Hacia finales de marzo, el aire estaba preñado de inquietantes perfumes,


de polvo de cardenilla, de moscas revoloteadoras. En el fondo del valle, el
arroyo bajaba turbulento por las aguas del deshielo. Andrei iba serpenteando
hacia el paso cuando se topó con le autobús de la tarde, procedente del
bosque de Kolinda. Tenía todas las ventanillas rotas y no llevaba cazadores
de montaña, sino hombres de piel gris y casco de minero. Dejaron atrás un
olor intenso, asfixiante.

Sorbía su primer vaso en su casa de peón caminero cuando el forastero


emergió en el otro extremo del claro, centelleando ante las lejanas manchas
de nieve. Su casco de minero no tardó en destellar al borde del camino,
cuando se instaló al pie del poste. Miraba aquí y allá, sobre todo hacia un
recodo del claro, donde la cubierta de la casa de Severin Spiridon humeaba
detrás de unos abetos; luego observaba al perro vagabundo que se paseaba
por la cuneta; volvió a echar un suspicaz vistazo a la casa del peón caminero,
tras cuya ventana lo espiaba, en efecto, Andrei, el peón. Cada vez que se
estremecía, crujía sobre su cuerpo la coriácea cazadora de material sintético.
Pasó el tiempo, y el silencio desolador del crepúsculo se cernió con
brumas color violeta sobre los claros; el forastero se hartó de esperar, se
incorporó de su sitio junto al poste y se enfiló por el sendero ligeramente
empinado hacia la casa del peón caminero. El borde de su casco espejeó por
el reflejo de una nube que se desvanecía. Subió las escaleras y precisamente
se disponía a llevarse la mano a los ojos a modo de visera para echar un
vistazo al interior de la casa por el cristal de la puerta, cuando Andrei la abrió
de golpe.

Era tal como lo había visto por el catalejo: hombre de piel gris y
resplandeciente, sin afeitar, pero lampiño, al que sólo le crecían unos
cañones sueltos en el mentón. Su olor era asombroso, asfixiante como el de
una sala de espera.

-¿Qué sabes del autobús? -inquirió el hombre en voz baja-. ¿Por qué no
viene?
-Pues porque ya se ha ido -respondió el peón caminero.
-Vaya. ¿Y el próximo?
-Mañana por la tarde.

El forastero franqueó el umbral de tal manera que rozó el pecho de


Andrei, rodeó la mesa que ocupaba el centro de la casa, cerró luego la
puerta y giró la llave en la cerradura. Su cartera, que dejó caer a los pies del
camastro soltándola del extremo del bastón, cayó con tal estruendo sobre el
suelo que parecía llena de piedras.

-Entonces me quedo a dormir aquí -dijo.

Se soltó la cazadora, con lo que su olor se expandió por la casa en un


santiamén, como aceite en el agua. Se sentó a la mesa, lo que hizo crujir y
crepitar sobre su cuerpo la cazadora de piel sintética coriácea y agrietada.
Como quedó abierta sobre su vientre, se vio que su pantalón no estaba
sujetado por un cinturón, sino por un alambre grueso; en el lugar de la
hebilla, un lazo también grueso sostenia una piedra afilada. De su bolsillo
interior salió una botella de alcohol.

-¿Quieres? -lanzó una fugaz mirada al tiempo que la descorchaba.


-A lo mejor lo pruebo más tarde -rechazó Andrei la oferta y le acercó un
cuenco.

Pero el forastero bebió directamente de la botella, las burbujas tornaban


de su boca al interior de la bebida. Después de los primeros tragos se quitó
la cazadora y depositó el casco sobre la mesa. El pelo, delgado y sudoroso,
se adhería al cuero cabelludo gris y brillante.

-Descansa ahora -le dij Andrei-, que no podrás quedarte mucho tiempo
aquí. No paso solo las noches, espero a una mujer.
-He dicho que me quedaba.

Andrei llenó la estufa de serrín, piñas de abetos y de duras raíces de


enebro, y la encendió. Trajo leños húmedos del porche para que se secasen.
El forastero pasó de la silla al borde del camastro.
-Oye, en serio, no pongas la estufa por mí. Mi padre era helero, íbamos a
las cuevas heladas del bosque de Kolinda a serrar bloques de hielo. Sí señor,
mi viejo ataba con paja los bloques helados y los llevaba sobre los hombros
al mercado, para los ricos. Nuestra familia no es friolera, no.
-Es la primera vez que oigo hablar de las cuevas heladas de Kolinda.
-Pues a lo mejor será la última. Tengo entendido que un montón de gente
las usaba de escondite, de modo que las han tapado. Las han llenado de
cemento.

Estiró las piernas bajo la mesa, se arremangó el jersey color verde hierba
y luego también la camisa. Tenía brazos grises, sin pelos, de venas azules.
Su cuello era delgado, fibroso; su menton, obtuso; sus ojos, aceitosos como
las bayas del saúco.

-¿Y tienes los papeles en orden? -preguntó el peón caminero.


-¿Los míos?
-No sé si estás enterado, pero esto es zona fronteriza. Además, hay una
reserva estatal de osos en las inmediaciones.
-¡Mis papeles! ¡Claro que sí, oye! En perfecto orden. O sea, que mis
papeles... Vamos, puedes estar tranquilísimo respecto a ellos.
-Está bien. Entonces descansa. Si partes en plena noche, llegarás al tren
que sale de Dobrin a primera hora.
-Eso mismo pensaba yo.

El peón caminero descolgó el catalejo de la manilla de la ventana y


repasó los claros inundados por las aguas del deshielo. Anochecía, viniendo
de los bosques ya caía el crepúsculo sobre los prados. A esa hora solía salir
de su casa Elvira Spiridon.

-¿Puedo echarle un vistazo?


-Por supuesto, toma. Pero no verás nada interesante.
-Quiero ver lo mismo que tú.
-Ten, espía un poquito. Y dime una cosa, eso sí, siempre y cuando no
forme parte de tus secretos mejor guardados: ¿adónde vas?

El forastero paseó el catalejo por los claros, luego por las cadenas
montañosas, y después lo alzó para clavar la vista en aquella nube de
resplandor nacarado que, iluminada por la luna, aguardaba en la cresta.

-¿Adónde? Mañana tengo que estar en Sinistra, en el mercado. Que allí


habrá algo.
-Pues es que nunca te había visto por estos pagos.
-¿Pues? Pues tienes razón, pues. Pues, para expresarme como tú, no soy
de aquí. Con mi padre sólo osábamos allegarnos hasta el bosque de Kolinda
para serrar el hielo. Porque antes, ¿sabes?, la frontera transcurría por allí. No
conozco esta región. Quise tomar un atajo y me perdí. En eso se marchó el
autobús.

Lobreguecía. Elvira Spiridon partió de su casa. Aunque el forastero aún


tenía el catalejo en la mano, se veía, por los pájaros que alzaban el vuelo
ante ella, por dónde venía la mujer. Al oír sus pasos en el barro, Andrei bajó a
su encuentro.
-Tengo a un hombre en casa -dijo.
-El de la cartera negra, ¿no?
-Ése.

Elvira Spiridon dio media vuelta y volvió rumbo a su casa, donde de hecho
vivía. El peón caminero se quedó mirando con expresión anhelante los
pliegues de su falda, que se mecían sobre sus nalgas. No le quitó ojo hasta
que desapareció en un recodo salpicado de abetos. Era de noche, las nubes
se desvanecieron todas del cielo, el frío nocturno se precipitó sobre el paso,
el barro empezó a crepitar entre las piedras al endurecerse por la repentina
helada.

-He observado la escena -sonrió el forastero-. No deberías haberla


despachado. ¿Adónde habrá ido ahora la pobre?
-A casa de su marido?

El aguardiente del forastero era amargo, mientras bebía vaporizaba por la


nariz y, reflejando la luz del fuego, emanaba un resplandor magnético. El
peón caminero le puso un plato de hojalta y un cuenco, también de hojalata,
para beber.

-Si tienes hambre, come de lo tuyo. Sé por tu olor que traes algo de
queso. ¿Se consiguen cosas de ésas por tus tierras?
-Qué va. Sólo han recibido queso los que hoy han emprendido el viaje.
Desde luego, habría sido bueno llegar esta noche a Sinistra. Ya te he dicho
que mañana habrá allí algo.
-Descansa, y ponte en camino antes del alba. Y dime, ¿estás a favor del
ejército?
-¿Del ejército? Ya me enteraré. La Liga me dirá mañana a favor de quién
estamos.

Se soltó el pantalón en la cintura, y la piedra afilada atada con un lazo al


extremo del alambre cayó al suelo y se fue rodando. El peón caminero cogió
unas tenazas, y mientras ayudaba al forastero a encajar de nuevo la piedra,
vio que el alambre daba varias vueltas alrededor de la cintura. A todo esto,
el forastero toleraba tranquilamente que lo toquetearan.

-¿Y tú en qué te ocupas?


-Trabajo para los cazadores de montaña -dijo Andrei-. Por ejemplo, yo
controlo este trecho de la carretera.
-¡Caray! Ya imaginaba yo que controlabas precisamente este trecho.
Vaya, vaya, ya me suponía yo que eras un tío importante.
-Así es. Sabes que este territorio es zona prohibida. Todo esto es de los
cazadores de montaña.
-Por supuesto. ¿Y quién es el comandante de los cazadores de montaña?
-Se llama Coca Mavrodin.
-¿No me digas que es mujer?
-Lo has adivinado.
-Entonces no está excluido que mañana, cuando asumamos el poder,
como dirías tú, que mañana, digo, copule con ella.
-Ya veremos -respondió Andrei mirando de arriba abajo a su invitado-,
puede que a ella también le guste mucho la cosa.
El peón caminero acortó la mecha de la linterna para tormentas, la
encendió y la encajó en el extremo de una vara para así colgarla luego en el
hastial. Casi riñeron por este motivo: el forastero habría preferido que la casa
no diera señal alguna esa noche. Pero Andrei descolgó de la pared las
normas de servicio del peón caminero y se las puso delante de las narices.

-Está bien. No creas que me las voy a leer ahora -dijo el forastero
apartando la ley con la mano-. Llévate eso. Pero tampoco quiero que algún
vagabundo encuentre la casa por culpa de la luz. Ojo, que no me refiero a la
mujercita aquella.
-Es posible que vaya a buscarla más tarde. Esperaré a que te duermas, y
luego la traeré, para que cuando te marches, encuentre a la vera su trasero
caliente. Mientras, puedes echarte en el camastro.
-Eso sí que no. Ni se te ocurra dejar la cabaña esta. Grábate en la cabeza
que a partir de este momento se han acabado las idas y venidas.
-Pues siempre meo delante de la puerta.
-Entonces te acompañaré. Que acabarás echándome algún vagabundo
encima. Vamos, si ni siquiera sé quién eres.

Se quedó observando por la ventana mientras el peón caminero colgaba


la linterna en el hastial y daba una vuelta a la casa. La luna ya caminaba por
la cresta de la montaña, el barro ya se había helado y los pasos del perro
vagabundo repiqueteaban en la cuneta, al otro lado de la carretera. Cuando
volvió a la casa, el forastero estaba hojeando el viejo calendario de pared.
Recorrido a diestro y siniestro por las mosas, con dobleces amarillas en las
puntas, era de hacía muchos años, de la época de Zoltán Marmorstein, el
anterior peón caminero.

-¿Y esto qué es? -preguntó el forastero-. Dime, ¿qué números son éstos?
-Sólo indican los días del año.
-¿Eres húngaro acaso?
-Mitad.
-Vaya. Eso no es nada.

Se echó en el camastro y apoyó los pies en el resplado, con botas de


goma y todo. Tumbado boca arriba, bebió cómodamente, sólo la nuez de la
garganta subía y bajaba con frenesí, mientras la bebida parecía bullir en el
interior de la botella, tan gruesas eran las burbujas.

El fuego se fue extinguiendo y enmudeciendo poco a poco, y las


crepitaciones del tubo de la estufa, al enfriarse, adormilaron al forastero. Su
cabeza se dobló hacia un lado, su boca se entreabrió, y la saliva empezó a
segregarse y a deslizarse sobre su hombro trazando centelleantes líneas.

El hombre de la Liga dormía. Las piedras afiladas crujían solas en la


cartera.

Andrei, el peón caminero, salió a hurtadillas de la casa, descolgó la


linterna del hastial y atravesó la carretera con sumo cuidado, procurando no
hacer crepitar los charcos cubiertos por una capa helada. La sombra del
perro vagabundo se mecía en la cuneta del otro lado y sus ojos brillaban a
veces por la linterna.
Durante un rato siguió al peón caminero, pero a medio camino percibió al
perro de Severin Spiridon en la oscuridad y se adelantó corriendo. Cuando el
peón llegó a la puerta, los dos perros ya estaban trabando amistad
mudamente. Severin Spiridon, acurrucado bajo el canalón, apoyaba la
espalda en el muro de la casa.

-Me has venido a la mente varias veces -dijo a Andrei-. Estoy dispuesto a
pasar la noche en la casa del peón caminero, en tu lugar. No he pegado ojo,
pensando en ti todo el tiempo.
-El sujeto está durmiendo.
-Podría haber bajado de entrada, digo yo. Pero es que en aquel momento
no lo pensé. Que sepas que no les tengo miedo. Además, por ti haría
cualquier cosa.
-Gracias.
-Si deseas quedarte en mi casa, sigo dispuesto a bajar. Seguro que me
entenderé con el. Ya supongo yo qué clase de hombre es. Mañana se funda
la Liga en Sinistra.
-A mí me está bien. Ve si quieres. Pero presta atención a una cosa: su
cartera está llena de piedras afiladas. Y la más afilada la lleva en el cinturón,
en el lugar de la hebilla, encajada en un alambre.
-Tú confía en mí. Te digo que me entiendo con esta gente.

Severin Spiridon se marchó, y Andrei se lo quedó mirando de pie en la


escalera. A su lado apareció sin hacer el menor ruido Elvira Spiridon. Sus
caderas en seguida se tocaron, y los vahos se entremezclaron ante sus
rostros mientras esperaban a que la luz de la linterna desapareciese en el
extremo del prado cubierto de escarcha.

-¿Ya has sido suya? -preguntó Andrei.


-Sólo un poquito, señor.
-Habría que beber algo ahora.

Bebieron vino de moras que olía a ratón y que sacaban con un cuenco de
un frasco de conserva. Sólo la portezuela abierta de la estufa alumbraba la
habitación. Los contornos de un objeto metálico ramificado se iluminaban de
vez en cuando sobre la mesa. Era una maquinilla de cortar el pelo, sola sobre
el mantel, amenazante con sus cuernos que salián del mango. Era fría y
delicada al tacto, Andrei la tocó con suavidad y luego la sopesó un buen rato,
antes de preguntar:

-¿Y esto que hace aquí?


-Mi marido lo ha traído de los cazadores de montaña. Mañana entra en
vigor el toque de queda. Y quien se quede en casa tendrá que cortarse el
pelo de alguna manera.
-Ya se habló alguna vez de esto de cortarse el pelo, en tiempos de Vili
Dunka. Pero entonces el asunto se archivó quién sabe por qué.
-Ahora nos encargamos nosotros de eso. Quería decirle al señor: mañana
por la noche, cuando me acerque a su cama, ya no tendré pelo.

El peón caminero introducía de vez en vez el cuenco en el frasco de


conserva y bebía un trago, mientras Elvira Spiridon se metía desnuda bajo la
manta y dejaba espacio suficiente a su lado para que cupiese el hombre.
Éste, sin embargo, aún se afanó en llenar la estufa de raíces y en esparcir
piñas encima, que producían una llama blanca, capaz de iluminar el
ambiente. Luego cogió la maquinilla de cortar el pelo y se sentó al borde de
la cama.

-Jamás le he cortado el pelo a nadie -susurró-. Ni siquiera de camino hacia


aquí pensé que me hubiera llegado el día.

Rodeó con el brazo los hombros de Elvira Spiridon, colocó la maquinilla en


el centro de su frente y empezó a cortar; cortó sin parar hasta llegar al
cuello. De regreso comenzó desde la nuca ya desnuda y volvió hasta la
frente. Colocó los mechones de pelo cortados, cual cintas de seda recién
planchadas, uno al lado del otro en el respaldo de la silla. Cuando concluyó,
y la habitación quedó iluminada también por la cabeza calva de la mujer,
tornó a servirse del frasco de conserva y bebió.

Mas su descanso fue breve: tan pronto como se vació el cuenco, destapó
a Elvira Spiridon y le colocó la maquinilla sobre el vientre, bajo el ombligo.
Empezó con parsimonia, cortando poco a poco en la oscuridad del musgo.

-Si aquí también fuese obligatorio, lo habrían comunicado, señor.


-Es la primera vez que pelo a alguien -susurró el peón caminero-, así que
te ruego que no te muevas.

Elvira Spiridon se mantuvo tensa un rato, pero cuando las cuchillas de la


maquinilla absorbieron el calor de la piel, se dejó ir, se relajó y se abrió para
que Andrei accediese a cada uno de sus rincones, a cada uno de sus rebujos
de pelo. Al final, Andrei la cogió en brazos y sopló con delicadeza sobre su
cuerpo entero, porque se le fuesen todos los pelos y pelillos.

-Si alguna vez me marcho de aquí -susurró al oído de la mujer al


amanecer-, puede que le pida a Sevein Spiridon que te me ceda. Siempre y
cuando decida llevarte conmigo.
-Pruébelo, señor -respondió, también con un susurro, Elvira Spiridon-. Mi
marido me cederá, seguro.
-Has entendido bien: marcharme... Es lo que me da vueltas en la cabeza
en estos momentos. Sólo te ruego, por favor, que no digas nada a nadie.
-¿Yo, no decir nada? No me pida una cosa así, señor.

Por la mañana, Elvira Spiridon se ató un pañuelo a la cabeza e introdujo


los mechones cortados. Entretando, el peón caminero cortaba leña, para dar
a Severin Spiridon otra sorpresa. Cortaba madera de abeto; de debajo de la
corteza que estallaba y saltaba por los aires cayeron gruesas larvas sobre el
suelo gris y helado. Pesadas cornejas se precipitaron sobre ellas sin
preocuparse por las virutas que volaban.

-¿No sientes frío en el vientre? -preguntó el peón caminero mientras se


dirigían uno tras otro hacia su casa-. Por favor, sé sincera.
-Calor no siento, señor.
-El diablo sabe qué me dio. Estoy mal de los nervios. El de ayer fue un día
extraño.
-Aun así, tengo la sensación de que, pelada, el señor me quiere igual.
-Desde luego.

En la casa del peón caminero, Severin Spiridon estaba tumbado con ropa
y todo sobre el camastro. Al vibrar el suelo, una botella de aguardiente
empezó a rodar desde debajo de la cama y fue a parar al centro del cuarto.
Sobre la mesa seguía intacto, envuelto en papel de diario, el queso del
hombre de la Liga. Cuando le quitaron el papel humedecido, las letras grises
quedaron impresas en el queso.

Severin Spiridon contó que, cuando llegó a la casa del peón caminero, el
hombre de la Liga ya había desaparecido. Sólo quedaban el queso en el
centro de la mesa y la botella con unas gotas de aguardiente amargo en el
culo. Y la casa estaba toda impregnada con el olor terrorífico de las salas de
espera.

-Pon la radio, por favor.


-Prefiero no hacerlo -dijo el peón caminero.
-Me gustaría saber lo que pasa. Hoy se funda la Liga en Sinistra. Ponla,
por favor.
-No suelo escuchar la radio. Además, ahora no se puede, por desgracia.
Haz el favor de mirar y verás que no tiene pilas.

El peón caminero le enseñó el hueco vacío, abierto con violencia, en la


parte posterior de la radio portátil, de donde alguien había arrancado las
pilas.

Sacó una botellita de alcohol adulterado, lo vertió en unos cuencos llenos


de agua hasta la mitad, cortó con un cuchillo unas virutas de madera y las
mezcló para que el líquido absorbiese el perfume de la resina.

-Si me permites, me llevaré ahora a mi señora -dijo Severin Spiridon hacia


el mediodía.

Andrei se los miró a los dos y clavó la vista primero en el pañuelo relleno
de pelo de Elvira Spiridon y luego en su vientre.

-Está bien -asintió.


-El olor de aquel hombre me ha trastornado un poco, y hoy preferiría no
quedarme solo. Permíteme que pase el día conmigo; a la noche te la
mandaré como siempre.
-Llévatela, que es tuya.

Andrei se quedó bebiendo un rato, solo, mirando por la ventana donde


pululaban las moscas de la primavera, contemplando los claros y las nubes
que desfilaban en lo alto. Por la tarde recorrió los prados blandos y
aguanosos por el deshielo. No se movía ni una criatura entre las dos o tres
cabañas del paso, sólo tras los montones de nieve y los bloques de hielo que
se iban encogiendo bajo el bosque aparecía de vez en cuando la fúlgida cola
de un zorro.

Volvía a casa cuando vio subir rumbo al paso, serpenteando, una larga
columna de camiones con los faros encendidos.
Iban todos cubiertos con lonas, en algunos traqueteaban cachiporras,
cadenas y barras de hierro, otros estaban atestados de hombres que
dormían acurrucados. Detrás de ellos se arremolinaba el olor asfixiante de
las salas de espera, mezcla de vahos etílicos y de polvos contra las chinches.

Cerca ya de la casa del peón caminero, Andrei encontró un globo ocular


en una de las rodadas. Un solitario globo ocular con los granos y el jugo
amarillo del barro adheridos, pero un ojo al fin y al cabo. A buen seguro
había caídos de uno de los camiones cubiertos con lonas. Tenía el mismo
brillo aceitoso que el del hombre de la Liga.

La casa estaba aún impregnada con el olor del forastero, de modo que el
peón dejó la puerta abierta tras entrar y abrió la ventana de par en par. Se
quedó hasta el crepúsculo acodado en la corriente, fumando tomillo en pipa.
Luego descendio hacia el camino con un cubo de agua y una pala pequeña
de campaña, pensando que, fuera quien fuera el propietario del ojo, él no
dejaría de enterrarlo. Pero ya no lo encontró.

En la bóveda celeste brillaban dos franjas de color anaranjado, dos


estelas de gases condensados iluminadas por el sol, que parecían huellas de
esquís en los claros; las fragancias de la primavera ya flotaba sobre el paso y
el canto de los pájaros emergía del bosque aun después del crepúsculo. Del
tejado de pizarra de la casa de Severin Spiridon pronto empezó a
desprenderse el humo, que ascendio en línea recta con la calma y tapó la
luna con tonos plateados.

“Desde ahora la esperaré en vano -dijo para sus adentros Andrei Bodor, el
peón caminero-. Pues a partir de hoy ha entrado en vigor el toque de
queda.”

Le irritó un poco que lo hubiesen engañado, pues el astuto vecino lo tenía


todo calculado, secretamente, cuando se llevó a su mujer. Así y todo,
imaginó la sorpresa que se llevaría el hombre cuando, a la deslumbrante luz
de las piñas de abeto en llamas, se arrodillara ante el vientre pelado de
Elvira Spiridon, ante la realidad desnuda.

12

EL MANTO DE NIKIFOR TESCOVINA

A Petra Konnert, la hija del maquinista, la encontraron en el andén, al lado


del tren de carga de la noche. Aún vivía, pero expresó el deseo de ser
llevada directamente a la cámara mortuoria. Había viajado desde Sinistra en
una garita y, tan pronto como el convoy se detuvo, salió rodando y ya no se
movió; manaban de ella, en todas direcciones, diversos humores negros. Su
padre, Peter Konnert, la acostó en una chirriante carretilla de una sola rueda,
cual si fuese un saco de mies, y con ella atravesó en plena noche la oscura
aldea.
A principios de primavera se acumulaba el trabajo en el depósito de
cadáveres, y los cazadores de montaña convocaban con frecuencia a Andrei,
el peón caminero, para realizar servicios auxiliares, que él asumía a cambio
de una botellita de aguardiente de orujo; fue él quien ayudó a tumbar a la
muchacha sobre la mesa de piedra húmeda y gris.

Hasta el amanecer no se extinguió la vida de Petra Konnert, que se le fue


a través de las numerosas heridas causadas por flechas, lanzas y balas. El
día anterior se habían producido desórdenes públicos en Sinistra; titiriteros y
comicastros habían infestado las calles agitando accesorios de escena.

Tal como acostumbraba, Andrei abrió los respiraderos de la cámara, pero


en vez del aire fresco preñado de perfumes del rocío, sólo irrumpió un hedor
vergonzoso por las aberturas. En otro momento, la fragancia embriagadora
del torvisco se posaba sobre el valle en el alba primaveral, tras abrirse por la
noche, pero esto que ahora se filtraba hasta por los resquicios era el olor de
la evacuación humana, la de los lugareños y cazadores de montaña, y en él
flotaban también los aromas viciados del alcohol adulterado.

Cuando clareó y se levantó la niebla hasta en el patio del cuartel, la


explicación hedía por doquier, a la vista de todos. En vallas y muros -hasta
en el del depósito de cadáveres- ponía, escrito con el pringue, lo siguiente:
“¡El coño de vuestras madres!” Según todos los indicios, algunos de los
alborotadores de Sinistra habían conseguido llegar a Dobrin.

Al concluir el turno de noche, la coronela Coca Mavrodin vino a buscar a


Andrei. Estaba previsto que ese día se volvieran a repartir chapas en el
espacio natural protegido, las que correspondían a tobillos y muñecas; el
todoterreno aguardaba ante la puerta, en el asiento trasero yacía una bolsa
de cáñamo, llena con las chapas de hojalata ya listas, nominales.

Cuando giraron para tomar la carretera, la mancha de nieve con forma de


perro brillaba frente a ellos con la siguiente inscripción, escrita con enormes
letras marrones: “¡El coño de vuestras madres!”

-Es Géza Kökény -dijo Coca Mavrodin-Mahmudia-. Lo reconozco por la


letra. Si supiera de dónde ha sacado tanta mierda.

La primavera se acercaba, el arroyo bramaba con sus exuberantes


cascadas, turbio por las aguas del deshielo; las piedras espumosas y
resplandecientes estaban llenas de andarríos. En la orilla, tal misteriosas
velas entre las hierbas, llameaban, lilas, las gencianas enanas que acababan
de florecer de repente.

-Le confieso, Andrei, que estoy cansada.


-No es bueno que la señorita me confíe sus secretos.
-Se me ha escapado.

Cuando el todoterreno se enfila hacia arriba por el valle, su zumbido se


adelanta por las paredes de la montaña, y tan pronto como el vehículo pasa
por el puesto de guardia de Jean Tomoioaga y por la barrera, arriba ya se
sabe que se acerca alguno de los cazadores de montaña.
Cuando éste aparece por la última curva, Nikifor Tescovina ya lo aguarda
al final del camino, en aquel barrizal plagado de manchas de aceite.

Unas pocas cornejas saltaban entre los charcos, los hilos azulados del
humo de leña flotaban sobre el tejado de pizarra, y la puerta se mecía
impulsada por el viento.

Nikifor Tescovina estaba en su casa, inclinado sobre morrales y mochilas,


de espaldas a la entrada. Pudo oír perfectamente el ruido del todoterreno
sobre el precipicio, el chapoteo de los neumáticos en el barro de las
inmediaciones y los pasos ligeros de Coca Mavrodin cuando se acercaron al
umbral, pero no se dio la vuelta.

Envueltas en pañuelos, sus dos hijitas morenas estaban sentadas en el


borde del camastro, con las piernas bien juntas. Llevaban unas flamantes
abarcas hechas con neumáticos y peales blancos de paño, como en los
grandes días de fiesta.

-¿Se va de viaje? -inquirió Coca Mavrodin al mismo tiempo que sorteaba


el equipaje.
-¿Yo? -Nikifor Tescovina ató primero el morral y sólo entonces se
enderezó.
-Lo digo por esa cantidad de bultos.
-Qué va. Es que me gusta redistribuir de vez en cuando mis trastos.
-¿Se los ato de todos modos? -preguntó Andrei mientras vertía el
contenido de la bolsa llena de chapas sobre la mesa-. ¿O ya no?
-Por mí, áteselos.

Los pies de las niñas estaban mugrientos bajo los peales y olían un
poquito a hongos. Mientras Andrei se ocupaba de ellas, les temblaban los
brazos, y en las comisuras de sus ojos aparecieron unas gotas cristalinas
grandes como bayas.

-Últimamente les ha dado esta manía, se marchan -dijo Coca Mavrodin-.


Incluso usted.
-Yo sólo estaba ordenando mis trastos.

Pero Coca Mavrodin ya no lo oyó. Salió de la cantina y pasó junto al


todoterreno, rumbo al sendero que conducia a la casa de Géza Hutira.
Andrei, tras llevarse al hombro la bolsa que tintineaba por las chapas de
hojalata, la siguió. Nikifor Tescovina esperó a que Coca Mavrodin
desapareciera tras los primeros troncos y llamó luego -¡sss, sss!- a Andrei.

-¿Qué hay?

Nikifor Tescovina esperó sin decir palabra a que Andrei se aproximara, lo


cogió entonces de la cazadora, a la altura del pecho, y lo atrajo hacia sí.

-Me dijiste una vez que me darías las gracias si te echaba una mano
mediante mis enchufes. Pues ha llegado el momento. Te pido, por favor, que
me des uno de veinte. Me refiero a un billete de veinte dólares. Porque sé
que tienes unos cuantos.
-Imposible -sacudió la cabeza Andrei-. Cualquier cosa menos eso, Nikifor
Tescovina. Puedes pedirme lo que quieras, pero eso no.
-Sé por Gábriel Dunka el lugar exacto donde los guardas. Si quieres, voy
ahora mismo y me sirvo. Pero como te respeto, te lo pido personalmente.
Dame uno de esos billetes de veinte.
-Lo siento, Nikifor Tescovina, pero ¡no! Ahora mismo voy a necesitar
urgentemente cada centavo que tengo, de verdad, cada centavo.
-No pienses que te lo pido a cambio de nada -insistió Nikifor Tescovina
estrujándole la cazadora a Andrei a la altura del pecho-, supongo que ya
intuyes lo que te ofrezco. Te daré a una de mis hijas, que con una ya tengo
bastante. Te lo pido, por favor, elige, cualquiera de ellas es tuya. Para que
así puede marcharme con la otra.
-Ya soy muy viejo para ellas. Además, claro, está lo económico. No puedo
renunciar ni a un centavo. No, Nikifor Tescovina, he dicho mi última palabra
en este asunto.

Coca Mavrodin-Mahmudia esperaba a Andrei junto al manantial rojo,


sentada en el suelo entre ortigas y acederas que acababan de brotar, y a su
alrededor el viento hacía canturrear las botellas vacías allí tiradas. Desde allí
ya podía verse el extremo del valle, donde centelleaba el tejado de la casa
de Géza Hutira. Coca Mavrodin la contemplaba por el catalejo; no se volvió
hacia el peón caminero, pero le preguntó:

-¿Quería dinero?
-Lo insinuó.
-En mal momento, ¿no? Justo ahora que usted tanto lo necesita. Aunque
supongo que no se lo habrá solicitado a cambio de nada.
-Así más o menos.
-Lástima que usted ya sea viejo para esas cosas.

Una nube había pasado hacía poco sobre la cuenca del valle, las huevas
cristalinas del aguanieve rodaban todavía por el suelo, entre haces de hierba
mojados. El muro de piedra de la casa también centelleaba por las manchas
grises que se estaban derritiendo. Las ventanas estaban empañadas por
dentro, y una mano las frotaba a veces para poder espiar afuera.

El camastro esaba bajo la ventana, y bajo la manta gris desgarrada se


desperezaba Géza Hutira, rodeando con un brazo a Bebe Tescovina. Su
barba se había entrelazado con el pelo de la muchacha. La luz de la ladera
nevada se proyectaba sobre sus rostros indiferentes a través de la puerta
abierta.

-Nunca ha estado usted por aquí -dijo Géza Hutira a Coca Mavrodin-. Algo
debe de haber ocurrido.
-Sólo he venido a interesarme por el tiempo que se prevé para los
próximos días. ¿Qué indican los instrumentos?
-Últimamente no he tenido tiempo de leer los datos. El diablo del cuerpo
se ha apoderado de mí.
-Ahora me doy cuenta -terció Andrei Bodor, meneando en la mano la
chapa de Géza Hutira- que tenemos la misma edad. Los dos somos del
treinta y seis.
-No dejes que nos las aten -intervino ahora Bebe Tescovina-. Te ruego
que no les hables.
-Pues sí, la del treinta y seis, una muy buena quinta -masculló Géza
Hutira-. Todos hemos llegado a algo -acarició la cabeza de Bebe Tescovina, y
clavó los dedos en su pelo rojo y corto-. Deja que te las ate si quiere. Cuando
se vayan, nos las quitamos.

Sobre la mesa ya sólo quedaban las chapas de identidad de Béla


Bundasian. Como si cada una tuviera un texto diferente, Coca Mavrodin las
deletreó una tras otra poniéndolas a la luz y luego las arrojó también una a
una por la puerta abierta, a las piedras y a la hierba helada. Se quitó la
gorra, se arremangó un poco la capa, quién sabe por qué, y se agarró de la
escalera para subir hacia el desván, hasta que su cabeza tocó el techo.

-Me gustaría, Andrei, que por fin me presentara usted a su hijo adoptivo.
Espero encontrarlo en casa.

Abrió con una mano la trampilla y por la abertura echó un vistazo a las
tineblas del desván, dividido únicamente por las láminas de luz que
penetraban ente los resquicios de la pizarra. En la penumbra centelleaban
las gafas de Béla Bundasian.

-Permítame entonces -dijo Andrei detrás de Coca Mavrodin en la escalera-


que le presente a mi hijo adoptivo, Béla Bundasian.
-Me alegra, Bundasian, y en seguida empezaré con una confesión. El
diablo sabe qué me ha dado, pero es que acabo de tirar sus chapas de
identidad. Ya no se necesitan. He venido a comunicárselo.
-¿Qué dice?
-Lo he borrado del registro. Según tengo entendido, su padre tiene un
conocido que los llevará muy lejos. Siendo forasteros, váyanse de aquí.
-No la conozco a usted. No puedo saber lo que quiere.
-Lo he prometido: váyase mientras pueda.
-Por el momento, ni hablar.
-No me venga con bromas.
-Usted también sabe perfectamente que he matado a alguien. No puedo
marcharme de aquí.
-Qué dice, no ha matado a nadie. Está usted muy equivocado, Bundasian,
todos viven, todos florecen a su alrededor.

Y al ver que Béla Bundasian cogía heno con las dos manos para taparse
los oídos, como quien no quiere oír nunca más una palabra, añadió:

-Si no sirven las buenas palabras, le enviaré murciélagos y lechuzas, para


que le rechinen y le ululen en los oídos, hasta que se lo piense dos veces.
Ahora que lo he soltado, váyase.

Cuando abandonaron la casa del meteorólogo, no se veía nada de Géza


Hutira ni de Bebe Tescovina, ocultos bajo la manta. Sólo las risas
entrecortadas del amor brotaban por los agujeros de la frazada, y en las
muñecas y tobillos entrelazados tintineaban las chapas de indentidad.
-¿Qué hará cuando se vaya? -preguntó Coca Mavrodin mientras bajaban-.
¿Cómo se ganará usted la vida?
-He pensado dedicarme a tallar huesos, señorita.
-¿Eso qué quiere decir exactamente?
-En mis andanzas por los bosques he encontrado bastantes huesos y le
confieso que ya he realizado algunas pruebas: flores, cervatillos, setas, algún
coronel montando guardia. La gente compra cosas de éstas.

Centellearon las ventanas rotas de la cantina, y entre ellas revoloteaban


los pájaros en la estancia vacía. El musgo ya empezó a cubrir el umbral;
envejecida de golpe, la puerta chirriaba movida por el viento. De ella colgaba
el manto de Nikifor Tescovina, aquel que se fabricara con las marmotas de
Gábriel Dunka, juntándolas una por una con un alambre, y que incluía hasta
una capucha. De la capucha pendía, a su vez, un trozo de corteza de abedul,
con las siguientes palabras:

“Así y todo me llevo un billete de veinte, Andrei -ponía-, que necesitarás


mi sayo, porque si no te lo llevas, te congelarás entre tanta carne de
cordero.”

13

EL SANTO DE GÁBRIEL DUNKA

Cuando Gábriel Dunka vio por vez primera una mujer desnuda, tenía
treinta y siete años de edad. Claro, era un enano. Se dirigía a casa en su
furgoneta roja desde la cárcel de Sinistra, todavía en construccion, cuando lo
paró Elvira Spiridon.

Ese día caía aguanieve desde primera hora de la mañana, una niebla
espesa se había posado entre los abetos y arraclanes de las orillas del
arroyo, y los jirones impulsados por el viento desfilaban por encima de la
carretera; entre ellos emitía destellos de porcelana la figura de aquella mujer
empapada.

No llevaba ropa alguna, sólo su pelo pesado se le pegaba a la nuca como


un pañuelo desgarrado y de mala calidad. Sus muslos y sus ingles parecían
haber florecido en aquella tormenta de primavera, llenos como estaban de
pinochas y pétalos blancos, azules y amarillos.

Gábriel Dunka conocía de vista a la mujer, que vivía en el paso de Baba


Rotunda y que en ocasiones pasaba por delante de su cerca, rumbo al centro
de recogida de frutos, con un morral cargado de setas y un capazo lleno de
moras y arándanos.

Nunca imaginó, desde luego, que algún día lo esperaría desnuda,


agitando la mano, al borde de la carretera. De mala gana, la dejó subir.
No la sentó a su lado en la cabina del conductor, sino que la tumbó en la
bodega, entre los marcos de madera utilizados para el transporte de
cristales, para que nadie la viese.

La furgoneta no era suya, y él se limitaba a transportar los cristales entre


su taller situado en Dobrin City y la obra de Sinistra; transitaba por los
caminos con una autorización especial del departamento de prisiones y de la
comandancia de los cazadores de montaña.

Desde luego, a una autoridad, o incluso a un campesino del lugar, le


habría sorprendido ver que el enano transportaba mujeres desnudas en un
coche oficial, provisto de matrícula amarilla y, para colmo, en horas de
servicio. Acostó a Elvira Spiridon entre los marcos y cerró la puerta.

Gábriel Dunka le llegaba al vientre a la mujer y se mareó un poquito


cuando absorbió no sólo el olor de la lluvia, sino también el de su ombligo.

Tan pronto como llegó a casa -vivía, dentro de una simple y desnuda
granja de pueblo, en un cobertizo que también le servía de taller-, se
aproximó a la puerta dando marcha atrás para que la mujer pudiese entrar
sin llamar la atención. Sabía que sus vecinos de la otra ribera del arroyo lo
observaban por un catalejo; difícilmente se harta uno del espectáculo de un
enano.

Como era de suponer, Elvira Spiridon no había andado por los caminos
más limpios. Esa misma mañana había intentado huir del país con su
compañero, pero el plan se torció desde el principio. Mustafá Mukkerman, el
camionero turco que transportaba corderos congelados desde los Beskides
hasta el extremo sur de los Balcanes y que entre las carnes colgadas de
ganchos sacaba a veces de contrabando a hombres dispuestos a todo, no la
aceptó.

Cuando Elvira Spiridon se disponía a subir al camión, se descubrió que el


conductor había jurado hacía tiempo no transportar mujer, puesto que una,
en un ataque de nerviosismo, le había ensuciado todo el vehículo. Así pues,
su compañero, el peón caminero Andrei, se marchó, y ella se quedó en la
carretera: para más inri, en pelotas.

Aquel día llovía desde primera hora de la mañana. Mientras esperaban el


camión, Andrei Bodor y Elvira Spiridon se desnudaron, ya que no podían
sentarse con la ropa mojada en las negras y escarchadas tinieblas, pues eso
equivalía a la muerte. Así pues, embutieron la ropa en una bolsa de plástico
traída expresamente con este fin, con la intención de vestirse luego en el
camino, dentro de la bodega.

La mujer discutió un rato con el camionero, pero en vano. Cuando volvió


en sí, el camión ya se había puesto en marcha, con Andrei y con la ropa
empaquetada, hacia el sur, hacia los Balcanes, donde las luces de la libertad
centellean día y noche. Elvira Spiridon, en cambio, se quedó desnuda en
medio de la gran niebla gris.
Lloró un rato, luego hizo de tripas corazón, arrancó una hoja de
siempreviva y se la pegó bajo el vientre. A buen seguro que había visto algo
así en cuadros antiguos. Pero el viento no tardó en arrancarle la hoja.

Elvira Spiridon anduvo errando media mañana entre abetos, arraclanes y


abedules pelados, hasta que, procedente de la ciudad, apareció en lo hondo
de la niebla la furgoneta del enano cristalero, con la matrícula amarilla
gubernamental en el parachoques.

No podía estar equivocada, pues aparte de los vehículos de los cazadores


de montaña, identificables desde lejos por su ruido catarroso, sólo un coche
de aspecto civil y color rojo transitaba por aquel distrito de montaña. La
mujer ya lo había visto dirigirse a Sinistra al amanecer y sabía que volvería
en algún momento durante la mañana.

A pesar de su constitución anormal, Gábriel Dunka era, en cuanto


artesano, funcionario del Estado. Él se encargaba de empañar los cristales de
la cárcel de Sinistra, que estaba en construcción. Cada vez que acababa una
partida -o sea, entre treinta y cinco y cuarenta ventanas por semana-, se
marchaba con su carga a la obra.

En el centro de su cobertizo se alzaba una enorme caja llena de arena, y


en la arena yacía el vidrio plano. El enano se paseaba por la caja hasta que
el cristal se volvía opaco de lo rayado que quedaba.

Junto a la caja se amontonaba la arena. Sobre ésta acostó Gábriel Dunka


a Elvira Spiridon.

-Le pediré que tenga un poco de paciencia -le dijo en voz baja, ahogada-,
que en seguida le buscaré alguna prenda de vestir adecuada.

Rasgó un saco de papel que hasta entonces le había servido de alfombra


en el suelo, lo abrió y tapó con él a la mujer. De los rincones y resquicios de
Elvira Spiridon aún manaba el agua de lluvia, esparciéndose debajo de ella
sobre la arena.

-Es usted realmente muy correcto -observó Elvira Spiridon-. Cuando hay
un problema es cuando se conoce al hombre.
-El problema ya está -respondió el enano-. Por eso le pido que no se
mueva usted mucho, que se quede tumbada todo el rato. Porque a mí no me
ven por la ventana, por lo que si mis vecinos perciben algún movimiento, en
seguida se darán cuenta de que tengo a una persona extraña en casa.

Gábriel Dunka llenó de serrín y piñas de abeto la estufa de hierro colado,


la encendió y echó sobre las llamas una enorme duela. No hacía mucho
habían clausurado el centro de recogida de frutos del bosque que había en
las proximidades, y la gente no tardó en llevarse los viejos barriles tirados en
el patio. La duela crepitaba ahora, soltando lenguas de gas entre verdes y
azules y despidiendo un embriagador aroma a frutos.

Elvira Spiridon tiritaba bajo el saco de papel desgarrado.


-Yo ya me habría secado hace rato -observó un tanto cohibido Gábriel
Dunka, en parte en broma-. Porque soy más pequeño. Como es lógico, lo que
es más pequeño, un enano, por ejemplo, se seca más rápido.
-Ya he aprendido algo -se oyó la voz de Elvira Spiridon desde debajo del
saco de papel-. Aunque eso de que sea usted un enano me parece un tanto
exagerado.

Gábriel Dunka guardaba todo su patrimonio en una maleta raída y


desastrada de fibra vulcanizada, que le servía de estante entre su cama y la
mohosa pared del cobertizo. La abrió y rebuscó metiendo los brazos hasta
los codos entre la gran cantidad de ropa con manchas grises y amarillas, olor
a ratón e indicios de haber sido visitada una y otra vez por los insectos. Eligió
unas cuantas piezas y las puso a su lado.

-¿Hay pilas en su radio? -preguntó Elvira Spiridon inopinadamente-. A lo


mejor anuncian algo.
-Haberlas, las hay. Pero prefiero oír si alguien se acerca por el patio. No
es de excluir que mis vecinos hayan barruntado algo a pesar de todo.
-Yo no tengo miedo a su lado. Ante cualquier cosa que ocurra, usted
seguro que ingeniará algo. No se ofenda, pero, mirándolo bien, es usted un
hombre de pies a cabeza.
-Muchas gracias. Sabe usted, a veces me visitan algunos coroneles,
curiosos por ver cómo es que se empañan tanto, se vuelven tan opacos los
cristales.
-Caray.
-Pero no ocurre con mucha frecuencia. Sea como fuere, si se produjese
una visita de esta índole, que no se vea nada de usted. Incluso debería
abstenerse de respirar.

Gábriel Dunka rebañó el montón de ropa que había elegido y esparció las
prendas ante Elvira Spiridon. Levantó el manto de papel desflecado que
cubría a la mujer y se puso a vestirla. Lo probó primero con un pantalón
corto con tirantes, pero por mucho que se esforzase nunca llegaba más allá
de una rodilla.

-Ya me suponía que no le iría bien. Pero uno no puede rendirse así sin
más, sin comprobarlo. Y discúlpeme, pero es que empiezo a tener una
sensación muy extraña. Por el hecho de haberle tocado la piel, supongo. Una
sensación maravillosa, tanto que comienzo a marearme. Incluso es posible
que me ahogue ahora mismo.

Se alejó de la mujer, se inclinó sobre el cubo lleno de agua y bebió a


grandes bocanadas, sumergiendo toda la cara. No se secó con la toalla, sino
que dejó que el agua le bajara hasta el cuello.

Elvira Spiridon decidió vestirse ella sola; se puso, primero en una pierna y
luego en la otra, sendos pantalones y luego ató las mangas de dos cazadoras
y se tapó.

El enano, traqueteando, trajinaba la vajilla. Puso agua en una cacerola y,


de pie junto a la estufa, esperó a que hirviese; acto seguido le echó hojas de
arándano secas. La dejó reposar un rato y la distribuyó después en dos
cuencos de hojalata. En la tisana ya lista, vertió entonces generosamente el
líquido de una botella de litro con etiqueta azul. La botella contenía alcohol
adulterado. Por último puso el cuenco, que vaporeaba, en la arena, al
alcance de la mano de Elvira Spiridon.

-Salud. Bienvenida sea. El de arriba ha querido que así ocurriera.


-A su salud, señor Dunka. Según tengo entendido, un día de estos es San
Gabriel.
-Es muy posible.
-Confío en no serle una carga.
-Si no se mueve, no creo que lo sea. Entonces puede quedarse hasta que
se sienta bien. O hasta que me tenga que marchar de aquí. Lo cual puede
ocurrir muy pronto.
-Lo sentiría mucho.
-Pues sí, puede ocurrir que un buen día me marche. No al lejano sur,
querida Elvira, sino como interno al museo de Sinistra. No hace mucho me
vendí a esa gente; ahora ya soy suyo, les pertenezco. Vendí mi esqueleto a
la colección de ciencias naturales. Ya sabe usted que les gusta coleccionar
cosas de éstas. Y lo que no es en absoluto secundario: pagaron de
antemano.
-Claro, yo también me he enterado de que el museo está lleno de objetos
curiosos.
-Pues sí. Y supongo que querrán recuperar su dinero. La pregunta es:
¿esperarán a que estire la pata, tal y como corresponde? Quién sabe, a lo
mejor vienen un buen día a buscarme. ¿Le gusta la tisana?
-Precisamente me disponía a elogiarla.
-Entonces será mejor que callemos ahora. Hasta las ventanas tienen
orejas.

Fuera anochecía, las minúsculas ventanas se tornaron azules. Gábriel


Dunka esperó a que oscureciera hasta reflejar su rostro en el cristal, prendió
entonces fuego a una rama y encendió una vela con su llama. Se afeitó y se
frotó medio puñado de tomillo sobre la piel húmeda. Se puso una camisita
vieja, amarillenta, reblandecida por las coladas, y la vieja chaqueta del
uniforme de su escuela, que llevaba años languideciendo, arrugada,
apretujada, en el fondo de la maleta. Había llegado el día de ponérsela de
nuevo.

-Se habrá dado cuenta, a buen seguro, de que estoy un pelín nervioso
-susurró-. Pero es la primera noche que paso con una mujer. Mire usted,
hasta el pelo me tiembla sobre la cabeza.
-No hay motivos para ponerse nervioso -respondió Elvira Spiridon-; no es,
¿cómo quiere que le diga?, vamos, no es nada especial. Y a buen seguro
conocerá de oídas en qué consiste el asunto.
-Me da vergüenza decirlo, pero lo cierto es que tengo bastante poca
experiencia. Y eso que los enanos tienen buena fama.
-Precisamente por eso, tranquilícese usted. Piense tan sólo en que mi
situación tampoco es muy agradable que digamos.

Gábriel Dunka se estremeció y suspiró hondo. Desde luego, algunos


fragmentos de piel femenina que se vislumbraban bajo el saco de papel eran
muy distintos de que había visto en el primer momento, cuando la mujer
-empapada, con el mentón amoratado por el terror, con la nariz
empalidecida, con los lóbulos de las orejas exangües- se había plantado ante
él en la carretera.

-No se lo tome como una grosería -volvió a hablar en voz baja,


emocionado-, pero la dejaré sola un rato. Sólo volveré cuando me haya
calmado. No sé qué me pasa, pero he de salir, puesto que me siento
terriblemente raro. Temo que voy a suicidarme.
-Está bien, señor Dunka, márchese. Tómese un respiro. Si me permite,
me iré sirviendo de vez en cuando mientras usted esté fuera. Así habré
entrado en calor, para cuando usted vuelva.

La única calle principal de Dobrin City, que doblaba hacia el paso


bordeando el arroyo en el fondo del valle, llevaba años sin alumbrado. La
gente, cuando se encontraba en la oscuridad, se reconocía por el olor. A
Gábriel Dunka, que iba tanteando entre charcos que cabrilleaban por las
lejanas luces, se le podía tomar desde lejos por un perro. Pero sus pasos
sonaban de otra manera en el barro.

Se fue caminando hasta la entrada del espacio natural protegido, donde


estaba la barrera y, a su lado, el puesto de guardia. No era la primera vez
que Gábriel Dunka visitaba al coronel Jean Tomoioaga, que llevaba años de
servicio en el puesto, viviendo en el habitáculo del guardia. Cuando se
presentaba el enano, el coronel solía extender sobre el suelo la camisa a
cuadros blancos y verdes, sacaba unas cuantas piezas de ajedrez talladas a
mano y algunas piedrecitas de diversos colores, y se ponían a jugar unas
partidas.

Lo mismo ocurrió esta vez, pero Gábriel Dunka no tardó en dar muestras
evidentes de cansancio. El coronel Jean Tomoioaga se percató de que estaba
distraído y generosamente le llamo la atención sobre sus errores. Aun así, el
enano perdió las partidas esa noche.

-No tiene ningún sentido que sigamos jugando -dijo el coronel Jean
Tomoioaga, planteando así su desconcierto-. Te voy a destrozar. Dime, ¿qué
te pasa?
-Confío en que tu interés sea sincero. De ser así, no callaré. Por eso he
venido a verte a altas horas de la noche. Sabes, habría que denunciar un
caso.
-Oye, eres uno de los nuestros, puedes hacerlo tú mismo...
-Habría que viajar ahora mismo a Sinistra con la denuncia, pero no puedo
utilizar la furgoneta tras la puesta del sol. El asunto es urgente: se trata de
una violación de frontera.
-Vale, ya me lo pensaré en su momento.
-No en su momento, sino ahora. La persona en cuestión debe de haber
estado involucrada en algo muy grave, puesto que no lleva ni ropa. Se la
puede encontrar en mi taller. Haz algo para que se la lleven ahora mismo.

******************
El último en ver a Elvira Spiridon en Dobrin fue Géza Kökény. Pero a él
tampoco le dio gran alegría. Como si aún temiera ser observada por los
vecinos, la mujer salio del taller del enano a gatas, con aquel vientre
maravilloso mirando al suelo, y se dirigió hacia el todoterreno que la
esperaba junto a la estatua.

Cuando Gábriel Dunka regresó poco después, el gélido silencio de los


vidrios lo aguardaba en su cobertizo. Al abrirse la puerta, se escapó la
fragancia de la piel mojada, del cabello, de las rendijas secretas, y el viento
de Sinistra se la llevó consigo para siempre.

14

EL FUEGO DE BÉLA BUNDASIAN

El último día de su vida, Béla Bundasian descubrió al despertar que se


había quedado solo en la casa de Géza Hutira. Una lluvia estañada había
repiqueteado toda la noche sobre el tejado de pizarra y al amanecer, cuando
paró de golpe, un silencio desolador siguió crepitando entre las paredes
vacías. La ceniza, que se agitaba desamparada en el hogar, empezó a
zumbar, y la chimenea ululaba: a buen seguro habían llegado ya las lechuzas
que prometiera Coca Mavrodin.

Bajó de la buhardilla, vio que la cabaña estaba abandonada, faltaba el


impermeable de caucho provisto de capucha que siempre colgaba del
picaporte, faltaban su maletín y su catalejo, y los trepadores tampoco
pendían en su sitio. El heno se abombaba en el lecho vacío y tan sólo
insinuaba el cuerpo aovillado de Bebe Tescovina; acaso se percibía el ligero
aroma de la leche matutina. La feliz pareja, sin embargo, ya se hallaba lejos.

El barniz helado de la lluvia plúmbea lo cubría todo en el exterior, los


trozos de madera, las piedras, los pocos escalones de la escalera. Béla
Bundasian dio la vuelta a la casa arrimándose al muro. Buscó tornillos de
madera en el cobertizo, los atornilló en las suelas de sus botas, para ponerse
cuanto antes en camino.

A poco de parar la lluvia plúmbea, las cumbres fronterizas centellearon,


diamantinas; los despeñaderos parecían recubiertos de cristal; y en torno a
la casa, las briznas de hierba tintineaban como copas al entrechocarse
tocadas por el viento.

Desde el valle, desde las profundidades del bosque, también se oía un


crujir metálico, el sonido de los trepadores, pero tan sólo se trataba de un
eco: por entonces, Géza Hutira ya escalaba con Bebe Tescovina el
despeñadero que conducía a la cresta.

Béla Bundasian se puso las gafas y no tardó en divisarlos en lo alto. Al


principio sólo veía a los dos en forma de un único punto, que ahora
despuntaba, ahora desaparecía entre los afilados picos; pero cuando salió el
sol e iluminó las cumbres, el perfil de toda la cadena se recortó ante la nube
de lluvia plúmbea que se alejaba, y apareció la enorme sombra de Géza
Hutira.

A pasos agigantados se deslizaba sobre la cresta de la montaña,


cargando a Bebe Tescovina sobre los hombros y adelantando la cabeza para
no presionar el vientre de la muchacha. Nubes que se dirigían a Ucrania los
llevaron consigo.

Béla Bundasian llenó el bolsillo de su cazadora con setas secas,


arándanos rojos secos y hayucos. Destrozó luego la puerta con un pico,
rompió la ventana y el tejado de pizarra y hasta dio unos golpes a la pared
de piedra en la esquina de la casa, allanando el camino para vientos y lluvias
futuros. Se arrodilló ante las ruinas juntando las manos, pero cuando el aire
le arrojó un cordelito sobre el esmalte helado que tenía delante, lo cogió y se
ató en la nuca las patillas de las gafas porque no se las arrancasen, a golpes,
las ramas.

Descendió al valle agarrándose a piedras, ramas y haces de hierba. En las


inmediaciones del manantial zumbador se alzaba un bloque de hielo informe;
en el cuello de la capa gris de los cazadores de montaña fulgía, congelada,
una estrella roja engastada en una medalla.

Los pájaros revoloteaban entre las ventanas rotas en el interior de la


cantina, el musgo cubría el umbral como un felpudo, dos marmotas
bostezaban sobre él. En el puesto de guardia, el coronel Jean Tomoioaga
roncaba boca arriba sobre su camastro.

-No me tome a mal que lo despierte -le susurró Béla Bundasian al oído-,
pero tengo la impresión de que todos se marchan y yo me quedo aquí, libre.
Por favor, deténgame.
-No puedo, y no me pida usted una cosa así. Usted ha sido borrado del
registro, ha dejado de existir entre nosotros. Le digo que se marche, que se
largue de aquí.
-Podría intentar detenerme, la madre que lo parió. También puso a la
sombra a Elvira Spiridon, ¿no? Al fin y al cabo, yo maté a alguien.
-Que haya matado a alguien o no es cosa suya. Le recomiendo que dé un
amplio rodeo a Dobrin, porque ya nadie sabe nada de usted. Es usted un
forastero, váyase.

Sobre las aguas del Sinistra planeaban el polvo de la candelilla, el trino de


los gorriones y el perfume embriagador del torvisco. Al acercarse al pueblo,
Béla Bundasian se apartó del camino, rodeó un prado aguanoso salpicado de
abedules enanos y arraclanes, rodeó un Dobrin City que casi le resultaba
desconocido y en el otro extremo, al pie del Pop Ivan, alcanzó la carretera
norte-sur. En uno de los rellanos de la pendiente deslumbraban los muros
azules y amarillos de la gasolinera.

-¿Qué día es hoy? -preguntó al llegar a la caseta.


-Lunes o martes, más o menos -respondió Géza Kökény, el encargado de
la gasolinera.
-O sea, que no es jueves.
-No, no, de eso estaría enterado, seguro.

Béla Bundasian descansó allí cerca, se estiró un rato boca arriba en la


cuneta. Observó las nubes y los pájaros que desfilaban en lo alto, los
insectos que revoloteaban, después se incorporó y se quedó mirando la
carretera que serpenteaba bajo las montañas. Transcurrieron las horas y no
pasó ningún vehículo. Se levantó, se desperezó, movió los miembros
entumecidos y dio una vuelta alrededor de la gasolinera.

-¿No tendría ganas de jugar al tres en raya? -preguntó el encargado.


-Pues sí, ahora mismo tengo tiempo. Se podría hablar del tema, siempre
y cuando me prometa usted que no me engañará, claro.

El trazado del tres en raya estaba dibujado sobre el suelo aceitoso, y


empujaban los guijarros y los trozos de madera con el pie. Nadie los molestó,
ni un solo vehículo pasó por la gasolinera. Por la tarde, un caballo solitario
atravesó el prado rumbo al bebedero; tenía el color de las laderas cercanas
en pleno deshielo, un color pálido, gris como el tejón.

Se lo quedaron mirando un buen rato: cual si fuese un enviado celestial,


luces misteriosas fulguraron sobre su crin mientras pasaba sin hacer ruido.

-Y si fuese jueves, tampoco le serviría de nada -dijo Géza Kökény-.


Mustafá Mukkerman ya no viene. Por tanto, ahora no hay nada que esperar.
-Vaya, la cosa empieza a presentar otra pinta entonces. Tal vez tenga que
reorganizar mi día.
-No podía callarlo. Aquí puede contar usted con gasolina y aceite, pero
más no puedo servirle.

Al concluir el juego, Béla Bundasian dio otra vuelta alrededor de la


gasolinera y luego volvió a tumbarse en la cuneta; fue mordisqueando los
hayucos y las setas secas, chupeteando los arándanos rojos que sacaba del
bolsillo. Hasta dio una cabezada y en el duermevela oyó a lo lejos los
chirridos de los cazadores de montaña que con sus vehículos cruzaban la
carretera en algún lugar.

Luego volvió a reinar el silencio, con lo cual se espabiló, se toqueteó los


bolsillos vacíos, el cuerpo, y se levantó. Se desperezó, escupió una o dos
veces, se ventoseó, se dirigió a la gasolinera y despertó a Géza Kökény.

-Está bien, deme entonces un bidón de gasolina y una lata de aceite.

Pagó con el billete de veinte dólares que su padre adoptivo le diera en su


día. Recibió la vuelta en monedas del país, todos sus bolsillos se llenaron a
rebosar con la gran cantidad de calderilla. Atravesó la carretera haciendo
balancear el bidón, se adentró en el prado y siguió los pasos de aquel caballo
sagrado, gris como los tejones.

En la otra punta de la angosta depresión se alzaba el antiguo molino, que


fuera más tarde del edificio del centro de recogida de frutos.
En ese momento ya sentía en el coxis que éstos eran los últimos pasos de
su vida, y se alegró. Un placer salvaje se apoderó de él, su pantalón se
abombó primero, su cipote emergió luego entre los trapos, irrumpió al aire
haciendo saltar los botones y se irguió hacia el cielo.

Béla Bundasian se detuvo a la orilla del arroyo, donde la salceda le tapaba


el pueblo; sobre las vellosas candelillas rutilaban las cimas diamantinas de
las montañas que se iban alejando poco a poco. A sus pies, en la hierba
verde y amarilla, fulgían tal velas encendidas las gencianas enanas de color
azul oscuro: acababan de florecer.

Se quitó las botas, las puso con cuidado una al lado de otra, metió los
peales en su interior. Como si fuese el momento previo a irse a dormir, le
habría gustado mear, pero en seguida renunció al intento, pues, siendo como
era un hombre, sabía que nada podría hacer con su herramienta del tamaño
de un poste. Como no podía ser, cogió serenamente una genciana, trató de
introducirla en la abertura de la uretra, pero no hubo manera, siempre volvía
a emerger. Cayó a sus pies como una vela azul y siguió allí fulgiendo. Fue su
llama la que a poco prendió fuego a Béla Bundasian.

Le ardieron hasta las uñas, le chisporrotearon la punta de la nariz y las


orejas, estallaron sus bolsillos, y allí donde se esparció la enorme cantidad de
calderilla, empezaron a humear la hierba y la hojarasca chamuscadas. Se
derritió la montura de sus gafas, pero las lentes siguieron flotando un buen
rato ante sus ojos por el calor, de modo que, antes de caer al arroyo para
que lo arrastraran las aguas como la ligera ceniza del liquen, aún tuvo
tiempo de ver a los curiosos que se congregaron a su alrededor, de
comprobar la indiferencia vidriosa de sus miradas, la que correspondía a un
forastero, y a buen seguro empezó a arrepentirse de lo sucedido.

*******************

Años más tarde volví a pasar por Dobrin y me encontré con Géza Kökény.
Insistió en que no lo arrastró el arroyo, sino el viento, que lo fue llevando
poco a poco por el cauce del Sinistra. E insistió asimismo en que durante una
o dos semanas -durante las cuales Béla Bundasian siguió crepitando y
humeando como un leño húmedo entre las gencianas en flor- aquel caballo
gris evitaba el prado camino del bebedero.

15

LA NOCHE DE GÉZA KÖKÉNY

Llevaba años debiendo cuatro billetes de veinte dólares a Gábriel Dunka,


de forma que un buen día emprendí el viaje para encontrarlo en su lugar de
siempre y saldar la deuda.
Llegué una tarde de primavera al paso de Baba Rotunda, en mi flamante
todoterreno Suzuki azul metalizado de cuatro ruedas motrices y con un
pasaporte griego en el bolsillo. Después de muchos años volví a ver, como la
vez primera, la cuenca del Sinistra con sus miles de matices y sus
abigarradas sombras y, en el fondo, las soberbias cumbres del Dobrin, en
torno al cual ya fulgían los colores turquesa del cielo septentrional.

Pensé dejar el todoterreno ante la casa del peón caminero -que ya había
vivido yo allí ejerciendo tal función- y dar un paseo por la cima, pero no
encontré ni la casa del peón ni la de Severin Spiridon; sólo se podía adivinar
su lugar allá donde se amontonaba una ceniza azul marino, empapada por
lluvias y nevadas.

Lo demás no había cambiado en el paso de Baba Rotunda; en un peñasco


cercano centelleaba un poste metálico, sobre el horizonte occidental
planeaba un murciélago de alas deshilachadas y por el levante flotaba una
enorme nube anaranjada. Hasta las viejas huellas de mis esquís se enfilaban,
trazando una curva, hacia el bosque de Kolinda.

Dos marmóreas cintas paralelas se adentraban serpenteando en la


penumbra, reflejando la nube sobre la hierba verdosa e iluminando los
rincones del claro y los troncos resinosos.

Tal y como correspondía, me presenté en seguida a los cazadores de


montaña; me asignaron como alojamiento el hostal recién construido, donde
podía permanecer las veinticuatro horas autorizadas para mi estancia. El
joven coronel -un niño todavía, las mejillas empolvadas, los labios pintados
con carmín- me advirtió que ocupara mi habitación en el acto y que no
saliera ese día, ya que el toque de queda seguía en vigor desde hacía años.
En efecto, ya anochecía, y el busto de Géza Kökény se extinguía con colores
purpúreos tras hojas primaverales.

Sobre el mostrador del hostal, la llama de una mecha flotaba en una


grasa líquida y hedionda dentro de una lata de conserva, y su resplandor
centelleaba sobre la cara hirsuta del camarero, mi antiguo compañero de
partidas de ajedrez, el coronel Jean Tomoioaga. Allí estaba él, con camiseta
sin mangas, pantalón militar lleno de manchas, y de las sandalias de cuero
que le cubrían los pies desnudos emergían las uñas de un grifo.

Le sorprendieron mi elegante perfume de cedro y mi pelo plateado -que


ahora mismo llevo atado en la nuca con una cinta de seda-, y a partir de ese
momento no se interesó ni por mi rostro ni por mi voz. No podría decir si me
reconoció bajo aquel envoltorio de espléndidos perfumes y colores.

Pregunté por un enano llamado Gábriel Dunka, expresando mi esperanza


de encontrarlo en buen estado de salud en su dirección de siempre. Aunque
lo conocía bien, puesto que el enano también había formado parte, en su día,
del grupo de aficionados a las partidas de ajedrez, esta vez ni se inmutó.

-¿Un enano? Ni idea -el camarero Jean Tonoioaga se encogió de hombros


y miró por la ventana-. Aquí no busque usted un enano. Si alguno hubo por
estos pagos, a buen seguro que se ha ido.
-¿Se ha mudado?
-También se podría expresar así, caballero. Por el momento, creo que es
suficiente. Si desea saber algo más, le diré mi última palabra: lo mejor será
que se presente personalmente en Sinistra, en la colección de historia
natural.

Me sirvió un ron barato. En el fondo del vaso nadaba un trocito de la raíz


agria de la genciana. Aunque me picaba un poquito la garganta, me apetecía
ese aroma y me habría gustado tomar media copita más, o una entera
incluso, pero el camarero Jean Tomoioaga se negó:

-No estaría mal que el caballero se recogiera ahora. No sé si se habrá


dado cuenta, pero los lugareños descansan hace rato.

Miré por la ventana de mi habitación, contemplé las arrogantes cumbres


que se desvanecían en el crepúsculo hasta desaparecer del todo en la
oscuridad violeta que venía de oriente. Sin embargo, tras el Dobrin se
preparaba ya la luna, inundando el cielo con una luz cobriza en sus
inmediaciones. Sobre la cresta de una montaña se abombaba una nubecita
peluda, vellosa. Su color era exactamente como el de aquel animalito que en
su día se comiera la oreja de Géza Hutira.

Así me vino a las mientes Géza Hutira, quien, según se contaba, no se


cortó el pelo durante veintitrés años. Y él me recordó a Vili Dunka, el barbero
de Dobrin que acabó despedido, y éste, a su vez, a Aranka Westin, la que fue
su compañera. Aranka Westin, de quien me separé hace exactamente siete
años sin despedirme. Quizá no era tarde para presentar mis disculpas,
aunque fuese con retraso.

Salí por la ventana al patio del hostal, cubierto con ortigas y acederas, y
envuelto en el manto de las tinieblas atravesé jardines conocidos rumbo a la
casa donde vivía mi vieja amiga, Aranka Westin. Imaginé introducirme allí
arrastrándome como un perro sumiso y tumbarme a los pies de su cama
sobre la alfombra hecha con retales, pero ella, que estaba al acecho, se
adelantó y abrió la puerta delante de mis narices.

No pudo verme en la oscuridad, ni identificarme por mi figura umbrosa: a


lo sumo por el olor de la raíz amarga que esa noche, como en otros tiempos,
me precedía con mi aliento. Me reconoció y en seguida me interpeló
llamándome por mi antiguo seudónimo:

-Sabía, Andrei, que usted vivía en algún sitio. Y también que algún día me
recordaría.
-Por eso he venido -respondí un tanto cohibido-, para presentarle mis
disculpas.

Hablamos un rato de esto y de aquello, por cortesía, pero, soltando cintas


y botones, nuestras manos fueron encontrando sitios cada vez más
desnudos, hasta que los cuerpos quedaron despojados de toda ropa. Su piel
era fresca, como si en su interior fluyera agua. El musgo de su bajo viente se
había extinguido hacía tiempo, y nuestros tendones crujían como las raíces
del enebro. Ocurrió lo que ocurrió, y nunca me arrepentiré.
Me quedé tumbado, palpándome la arteria, lánguido a la vera de aquella
mujer tibia, cuando de pronto empezaron a gritar los gansos salvajes entre
las nubes. Por lo visto, se habían acostumbrado definitivamente al lugar y
ahora viajaban a casa, a tierras de Laponia. Juro que no hay voz más
inquietante que la suya. Se oyó con nitidez en el silencio de la noche: se
acercaron procedentes del bosque de Kolinda y al llegar al Dobrin viraron de
pronto hacia el norte, hacia el Pop Ivan. Sus voces siguieron vibrando en lo
hondo de mis entrañas.

Así pues, ni siquiera me había dormido cuando vinieron a buscarme los


cazadores de montaña y me comunicaron que, por haber abandonado el
alojamiento que me fuera asignado y por haber abusado de la hospitalidad
del pueblo siendo yo un forastero, me retiraban el permiso de permanencia
y me expulsaban para siempre del distrito de Sinistra. Como un vigilante,
aguardaba despierto la mañana para marcharme definitivamente del lugar.

Mi todoterreno esperaba allí cerca, bajo las luces blanquecinas de la


noche, y a su lado, vigilando, permanecía como una estatua el mismísimo
Géza Kökény.

El camino más corto hacia Grecia volvía a conducir por el paso de Baba
Rotunda. Llegué a lo alto en plena noche, en medio del silencio de la luna
que ya bajaba, y las cintas plateadas de mis esquís seguían trazando curvas
por los claros, rumbo a los arroyos subterráneos del bosque de Kolinda.
Cierta agradable sensación de calor me recorrió el cuerpo: con todo, no me
marcho de este paisaje sin dejar huella.

Publicado por:
ACANTILADO
Quaderns Crema, S.A.
Www.elacantilado.com
Primera edición: mayo de 2003

Vous aimerez peut-être aussi