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Leviatán

Thomas Hobbes

Introducción

La Naturaleza (el arte a través del cual Dios ha hecho y gobierna el mundo), como en
tantas otras cosas, es imitada también en esto por el arte del hombre: en que puede crear
un animal artificial. Pues viendo que la vida no es sino movimiento de los miembros,
cuyo principio se encuentra en alguna de sus partes interiores, ¿por qué no diríamos que
todos los Autómata (artefactos que se mueven a sí mismos por medio de resortes y
ruedas tal como lo hacen los relojes) tienen una vida artificial? Pues, ¿qué es el corazón,
sino un resorte? ¿Y qué los nervios, si no otras tantas cuerdas? ¿Y qué las coyunturas,
si no ruedas que dan movimiento a todo el cuerpo tal como fue planeado por el artífice?
Pero el arte va aún más lejos al imitar la obra racional y más excelsa de la naturaleza, el
hombre. Pues a través del arte se crea ese gran Leviathan llamado República o Estado
(en latín Civitas), que no es sino un hombre artificial, aunque de mayor estatura y fuerza
que el natural, para cuya protección y defensa fue destinado; y en el cual la soberanía es
un alma artificial, que da vida y movimiento a todo el cuerpo; los magistrados y otros
oficiales judiciales y ejecutivos, coyunturas artificiales; las recompensas y los castigos,
que sujetando a cada miembro y a cada coyuntura a la sede de la soberanía los mueve a
realizar su misión, son los nervios, que hacen los mismo en el cuerpo natural; los bienes
y las riquezas de todos los miembros particulares son la fuerza; la salus populi (la
seguridad del pueblo) su tarea; los consejeros, por los cuales todas las cosas que le es
necesario conocer le son sugeridas, son la memoria; la equidad y las leyes, una razón y
una voluntad artificiales; la concordia es la salud, la sedición, la enfermedad y la guerra
civil, la muerte. Por último, los pactos y convenios a través de los cuales las partes de
este cuerpo político fueron originalmente hechas, agrupadas y unidas, se parecen a aquel
Fiat o Hagamos el hombre, pronunciado por Dios en la Creación.
Para describir la naturaleza de este hombre artificial, consideraré:
Primero, su materia y su artífice; ambos son el hombre.
Segundo, cómo y a través de qué convenios fue hecho; cuáles son los derechos y el justo
poder o autoridad de un soberano; y qué es lo que lo preserva y disuelve.
Tercero, qué es una república cristiana.
Cuarto, qué es el reino de las tinieblas.

En cuanto a lo primero, hay un dicho del que últimamente se abusa, que dice que la
sabiduría leyendo hombres, no libros. Una consecuencia de este abuso, es que aquellos
hombres, que por lo general no pueden dar otra prueba de su ingenio, disfrutan mucho
mostrando lo que han leído en los hombres, censurándose mutuamente sin piedad y por
la espalda. Pero hay otro dicho no tan bien comprendido en estos tiempos, por el cual
podrían aprender a leerse realmente unos a otros si se tomaran el esfuerzo necesario, y
es el siguiente: nosce teipsum, leéte a ti mismo; el cual no entraña, como ahora se
pretende, favorecer ni el comportamiento bárbaro de los hombres poderosos hacia sus
inferiores, ni alentar en los hombres de baja condición una conducta irreverente hacia
sus superiores. En cambio, nos enseña que, por la similitud de las pasiones y
pensamientos de unos y otros hombres, quienquiera que mire dentro de sí, y considere
lo que hace cuando piensa, opina, razona, espera, teme, etc, y sobre qué fundamentos,
podrá leer y conocer cuáles son los pensamientos y las pasiones de los demás hombres
en la misma situación. Hablo de similitud de las pasiones, que son las mismas en todos
los hombres, deseo, miedo, esperanza, etc, y no de similitud de los objetos de las
pasiones, que son las cosas deseadas, temidas, esperadas, etc: pues en cuanto a ellas la
constitución individual y la educación varían tanto y es tan sencillo que se oculten a
nuestro conocimiento, que los caracteres del corazón humano, borroneados y
confundidos como están con disimulaciones, mentiras, falsificaciones y doctrinas
erróneas, son legibles sólo para quien sepa investigar los corazones. Y aunque a través
de sus acciones, a veces podemos descubrir los designios de los hombres, intentarlo sin
compararlos con nosotros mismos y si distinguir todas las circunstancias que puedan
alterar la situación, es como descifrar sin tener la clave, y resultar por lo común
engañado, por demasiada confianza o demasiada desconfianza, según que el que lea sea
un hombre bueno o uno malvado.
Pero aunque concedamos que un hombre pueda leer a otro por sus acciones tan
perfectamente como sea posible, sólo podrá hacerlo con sus conocidos, los que siempre
serán pocos. Y aquel que tiene que gobernar a una nación entera, debe leer en sí mismo
no a este o a aquel hombre particular, sino a la humanidad, lo cual, aún cuando sea
difícil de lograr, más difícil aún que aprender cualquier lengua o cualquier ciencia,
cuando haya considerado ordenada y perspicuamente mi propia lectura, sólo le restará
considerar si no encuentra lo mismo en su interior. Pues esta clase de doctrina no admite
otra demostración.

Cap. XIII. De la condición natural de la humanidad en lo concerniente a su


felicidad y su miseria

La naturaleza ha hecho a los hombres tan iguales en sus facultades corporales y


mentales que, aunque pueda hallarse a veces hombres manifiestamente más fuertes
corporalmente o de una mente más ágil que otros, aún así, cuando se los considera
globalmente, la diferencia entre un hombre y otro no es tan considerable como para que
uno pueda reclamar para sí ningún beneficio que otro no pueda, con los mismo títulos,
pretender para sí. Pues en cuanto a la fuerza del cuerpo, el más débil tiene la fuerza
suficiente para matar al más fuerte, ya sea mediante secretas maquinaciones o
confederándose con otros que se hallen en la misma situación de peligro que él mismo.
Y en cuanto a las facultades de la mente (dejando a un lado las artes fundadas sobre las
palabras y, en particular, esa habilidad para proceder según reglas generales e infalibles,
llamada Ciencia, que pocos tienen y sobre pocas cosas, ya que no es una facultad innata,
que nazca con nosotros, ni tampoco adquirida –como la prudencia- mientras
perseguimos otras cosas), encuentro una igualdad entre los hombres todavía mayor a la
que hay entre sus fuerzas. Pues la prudencia no es más que experiencia, que llega a
todos los hombres en la misma medida si se aplican durante el mismo tiempo a las
mismas cosas. Lo que hace que esta igualdad parezca increíble es, quizás, un vano
concepto de la propia sabiduría, que casi todos creen tener en mayor grado que el vulgo,
o sea, todos los hombres menos ellos mismos y algunos otros a los que aprueban, ya sea
por su reputación o por coincidir con ellos. Pues es tal la naturaleza de los hombres que,
aunque puedan reconocer en otros mayor ingenio, elocuencia o instrucción, difícilmente
creerán que pueda haber más que unos pocos tan sabios como ellos, ya que ven su
propio ingenio de cerca y el de los otros a la distancia. Pero esto prueba que los hombres
son este punto antes iguales que desiguales. Pues no suele haber mejor prueba de la
distribución igualitaria de cualquier cosa, que encontrar que cada uno está contento con
su parte.
De esta igualdad de habilidades nace la igualdad en la esperanza de conseguir nuestros
fines. Y, así, si dos hombres desean la misma cosa, que no puede ser disfrutada por los
dos, se convierten en enemigos. Y, en vistas a lograr su fin, que es su propia
conservación y, algunas veces, sólo por darse el gusto, se empeñan en destruirse o
someterse unos a otros. Y por eso llega a suceder que cuando un invasor no tiene que
temer más que el poder individual de otro hombre, si uno planta, siembra o posee un
lugar conveniente, es razonable esperar que otros unan sus fuerzas para desposeerlo y
privarlo, no sólo del fruto de su trabajo, sino también de su vida y su libertad. Y el
invasor, a su vez, se encontrara en el mismo peligro.
Y de esta desconfianza de unos a otros no hay manera más razonable para que un
hombre se asegure, que anticiparse, es decir dominar, sea por la fuerza, sea por la
astucia a las personas de todos los hombres que pueda, hasta que no llegue a ver otro
poder tan grande como para ponerlo en peligro. Y esto no es más que lo que exige su
propia conservación y es por lo general permitido. Y dado que existen algunos que
obtienen placer en la contemplación de su propio poder desplegado en los actos de
conquista, lo que los lleve a proseguirlos más allá de lo que pide su seguridad, si otros,
que en otra situación estaría contentos dentro de unos límites más modestos, no
intentaran incrementar su poder invadiendo, no serían capaces, a largo plazo, de
subsistir sólo defendiéndose. Y en consecuencia, tal aumento del dominio sobre otros
hombres, siendo necesario para la conservación del hombre, debe serle permitido.
Así también, los hombres no encuentran ningún placer (por el contrario, una
considerable cantidad de pesar) en la compañía de los demás allí donde no existe un
poder capaz de mantenerlos a todos en regla. Pues cada uno intenta que su prójimo lo
valore tanto como él se valora a sí mismo y, ante cualquier señal de desprecio o de
subestimación, buscará naturalmente y hasta donde se atreva (y entre aquellos que no
tienen un poder común que los mantenga en paz esto puede bastar para hacer que se
destruyan unos a otros), dañar a otros para que exigirles un mayor reconocimiento y,
con ese ejemplo, advertir a los demás.
Es así que encontramos en la naturaleza del hombre tres causas principales de disputa.
Primero, la competencia; en segundo lugar, la desconfianza; en tercer término, la gloria.
La primera hace que los hombres se invadan para obtener ganancias; la segunda, por
seguridad y la tercera, por su reputación. La primera usa la violencia para hacerse amo
de las personas de otros hombres, de sus esposas, sus hijos y sus ganados; la segunda,
para defenderlos; la tercera, por tonterías tales como una palabra, una sonrisa, una
opinión diferente o cualquier otra señal de subestimación, ya sea directamente hacia su
persona, o por reflejo en su prole, sus amigos, su nación, su profesión o su nombre.
Es así manifiesto que, durante todo el tiempo en que los hombres viven sin un poder
común que los mantenga a raya, se hallan en aquella condición a la que llamamos
guerra y una guerra que enfrenta a cada hombre con todos los demás. Pues la guerra no
consiste sólo en las batallas o en el sólo acto de pelear, sino en todo el plazo de tiempo
en el que la voluntad de enfrentarse en batalla es suficientemente conocida; y de este
modo la noción de tiempo debe ser considerada en la naturaleza de la guerra, tal como
se hace en la naturaleza del tiempo atmosférico. Pues tal como la naturaleza del mal
tiempo no yace sólo en uno o dos chaparrones, sino en la tendencia a continuar por
varios días, del mismo modo la naturaleza de la guerra no consiste en la batalla
presente, sino en la disposición hacia ella, durante todo el tiempo en que no exista una
seguridad de lo contrario. El resto del tiempo se llama paz.
Así, todo lo que conlleva un tiempo de guerra, cuando cada hombre es enemigo de los
demás, se da también en aquel tiempo durante el cual los hombres viven sin otra
seguridad que la que su propia fuerza y su propia inventiva les pueda proveer. En una
condición tal, no hay lugar para la industria, porque sus frutos son inciertos; y en
consecuencia no hay cultivo de la tierra; no hay navegación, ni uso de los bienes que
pueden importarse por mar; no hay edificios confortables, ni instrumentos para mover y
remover aquellas cosas que requieran de mucha fuerza; no hay conocimiento de la faz
de la Tierra, no hay cómputo del tiempo; no hay artes, o hay letras, no hay sociedad: y
lo peor de todo, hay un miedo continuo y un peligro de muerte violenta, y la vida del
hombre es solitaria, pobre, desagradable, brutal y breve.
Parecerá extraño a alguno, que no haya sopesado bien estos asuntos, que la Naturaleza
haya disociado de este modo a los hombres y los haya vuelto aptos para invadirse y
destruirse unos a otros. Y así, al no confiar en esta inferencia hecha a partir de las
pasiones, quizás desee ver lo mismo confirmado por la experiencia. Dejémoslo que
considere cómo él mismo, cuando va a salir de viaje, se arma y busca ir bien
acompañado; cómo, al irse a dormir, traba las puertas e incluso en su propia casa cierra
con llave los armarios. Y todo esto aún cuando sabe que hay leyes y oficiales públicos
armados para vengar todas las injurias que pudieran serle hechas. ¿Qué opinión tendrá
él de sus conciudadanos, cuando tranca las puertas? ¿Y de sus hijos y siervos, cuando
cierra los armarios? ¿No acusa él a la humanidad con sus acciones, como yo lo hago con
mis palabras? Pero ninguno de nosotros acusa aquí a la naturaleza humana. Los deseos
y pasiones del hombre no son en sí mismas pecado. Tampoco lo son las acciones que
provienen de estas pasiones, hasta que se sepa que existe una ley que las prohíbe. Algo
que no pueden saber, hasta que las propias leyes sean hechas; y ninguna ley puede ser
hecha mientras no se haya consensuado quién será la persona que las hará.
Si casualmente se pensara que no existió nunca una tiempo como este ni una condición
de guerra tal, creo que efectivamente nunca se dio así masivamente y en todos los
lugares del mundo; pero hay muchos sitios donde hoy mismo viven así. Pues los
salvajes de muchas partes de América, excepto por el gobierno de pequeñas familias,
cuya concordia depende del afecto natural, no tienen gobierno en absoluto y viven, al
día de hoy, de aquella embrutecida manera. Y, en cualquier caso, es posible percibir de
qué forma se vivirá, cuando no haya un poder común, por la forma en que viven los
hombres que, habiendo vivido previamente bajo un gobierno pacífico, han degenerado
en una Guerra Civil.
Y aunque nunca haya habido un tiempo en el que los particulares estuvieran en una
condición de guerra de todos contra todos, en todos los tiempos los Reyes y las personas
de autoridad soberana, por su independencia y por continuas suspicacias, se hallan en el
estado y la postura de los gladiadores, con sus armas apuntando y sus ojos fijos en el
otro; sus ojos, es decir sus fuertes, sus guarniciones y sus cañones, puestos en las
fronteras de sus reinos, espiando continuamente a sus vecinos: lo cual es una postura de
guerra. Pero, dado que así sostienen la industria de sus súbditos, no resulta de allí
aquella miseria que acompaña la libertad de los hombres particulares.
A esta guerra de cada hombre contra cada hombre también le es consecuente que nada
pueda ser injusto. Las nociones de correcto y erróneo, justo e injusto, no tienen allí
cabida. Donde no hay poder común, no hay ley; y donde no hay ley, no hay injusticia.
La fuerza y el fraude son las dos virtudes cardinales en la guerra. La justicia y la
injusticia no forman parte de las facultades del cuerpo ni de la mente. Si lo hicieran,
deberían darse en un hombre que estuviese solo en el mundo, como sus sentidos y sus
pasiones. Son cualidades relacionadas con los hombres en sociedad, no en soledad. La
misma condición entraña también que no haya propiedad ni dominio, ni un mío distinto
de un tuyo, sino sólo, para cada hombre, lo que sea capaz de conseguir; y esto, sólo por
el tiempo en que pueda conservarlo. Y con esto es suficiente en cuanto a la penosa
condición en que la mera naturaleza ha puesto efectivamente al hombre. Le ha dado, sin
embargo, una posibilidad de salir de ella, que consiste en parte en sus pasiones, en parte
en su razón.
Las pasiones que inclinan a los hombres a la paz son el miedo a la muerte, el deseo de
aquellas cosas que son necesarias para una vida cómoda y la esperanza de que, a través
de su trabajo, puedan conseguirlas. Y la razón sugiere unos convenientes artículos de
paz, sobre los cuales los hombres pueden diseñar un acuerdo. Estos artículos son
aquellos a los que con otro nombre se llaman Leyes de la Naturaleza, de las cuales
hablaré con más detalle en los dos capítulos siguientes.

Cap. XIV. De la primera y segunda leyes de la naturaleza, y de los contratos.

El Derecho Natural, al que los escritores llaman comúnmente Jus Naturale, es la


libertad que cada hombre tiene de hacer uso de su propio poder en la forma en que
desee, para la preservación de su propia naturaleza, es decir, de su propia vida y, en
consecuencia, de hacer cualquier cosa que, según su propio juicio y su propia razón,
considere como el medio más apto para alcanzar ese fin.
Por libertad se entiende, de acuerdo al significado apropiado de la palabra, la ausencia
de impedimentos externos, impedimentos que pueden quitar parte del poder del hombre
para hacer lo que desee, pero que no le impiden usar el poder que le queda en la forma
en su juicio y su razón se lo dicten.
Una ley de la naturaleza (Lex Naturalis), es un precepto o regla general, descubierta por
la razón, por la cual al hombre se le prohíbe hacer aquello que es destructivo para su
vida o que le quita los medios de preservarla, u omitir aquello que considere que es lo
más adecuado para preservarla. Pues aunque quienes escriben sobre este asunto, suelen
confundir Jus y Lex, derecho y ley, deben ser distinguidos. Pues el Derecho consiste en
la libertad de hacer o no hacer, mientras que la Ley determina y obliga a escoger una de
estas opciones. De este modo, la ley u el derecho difieren tanto como la obligación y la
libertad, que sobre un solo y mismo asunto no pueden ser consistentes.
Y dado que la condición del hombre (como se estableció en el capítulo precedente) es
una condición de guerra de cada uno contra todos los demás, en cuyo caso cada uno es
gobernado por su propia razón y no hay nada de lo que no pueda hacer uso para
preservar su vida contra sus enemigos; se sigue de una condición así, que todo el mundo
tiene derecho a todo, incluso al cuerpo de los otros. Y de este modo, mientras dure este
derecho natural de cada hombre sobre todo, no puede haber seguridad para nadie (por
fuerte o inteligente que sea) de llegar a vivir el tiempo que la naturaleza permite por lo
común que los hombres vivan. Y en consecuencia es un precepto o regla general de la
razón, Que cada hombre debe buscar la paz, hasta donde tenga esperanzas de
obtenerla y, cuando no pueda obtenerla, debe buscar y usar todas las ayudas y ventajas
de la Guerra. La primera parte de esta regla contiene la primera y fundamental Ley de
la Naturaleza, que es: buscar la paz y mantenerla. La segunda, la suma de todo el
derecho natural, es: defendernos por todos los medios que podamos.
De esta ley fundamental de la naturaleza, que ordena a los hombres la búsqueda de la
paz, se deriva esta segunda ley: que un hombre esté dispuesto, cuando los otros también
lo están y mientras lo estén, para buscar la paz y la defensa e su persona hasta donde
considere necesario, a no hacer uso de su derecho a todas las cosas y contentarse con
tanta libertad contra otros hombres, como la que permitiría a otros hombres en contra
suya. Pues mientras todos los hombres sostengan ese derecho de hacer lo que quieran,
seguirán en la condición de guerra. Pero si otros hombres no quieren abandonar ese
derecho tanto como él, entonces no hay razón para que nadie lo haga: pues eso sería
exponerse a sí mismo como presa (a lo que ningún hombre está obligado) más que
disponerse para la paz. Esta es la ley del Evangelio: Lo que pidas que los otros te
hagan, debes hacérselo tu a ellos. Y aquella ley de todos los hombres: Quod tibi fieri
non vis, alteri ne feceris.
Renunciar al derecho que un hombre tiene a todas las cosas es despojarse de esa
libertad de impedir a otro que se beneficie de su propio derecho a lo mismo. Pues quien
renuncia o abandona su derecho, no le otorga a nadie más un derecho que éste no
tuviera antes: pues no hay nada a lo que un hombre no tenga derecho por naturaleza.
Sólo se aparta de su camino para que él pueda disfrutar, sin impedimentos de su parte ni
de nadie más, de su propio derecho original. Así, el efecto para un hombre del abandono
de un derecho por parte de otro, es una disminución de los impedimentos en el uso de su
propio derecho original.
Un derecho es abandonado, ya sea simplemente renunciando a él, o transfiriéndolo a
otro. Por simple renuncia, cuando no se preocupa sobre a quién redundará el beneficio.
Por transferencia, cuando la intención es beneficiar a una persona o unas personas
particulares. Y cuando un hombre ha abandonado o se ha privado de cualquiera de estas
maneras de un derecho, entonces se dice que está obligado o atado, a no impedir que
aquellos a quienes el derecho ha sido cedido o abandonado, puedan beneficiarse de él. Y
que debe, y de esto se trata su deber, no volver vacío aquel acto suyo voluntario. Y que
cualquier impedimento que pusiera es injusticia e injuria, pues es Sine Jure, dado que
ya se transferido o renunciado al derecho. Es así que la injusticia y la injuria son, en las
controversias del mundo, como aquello que en las controversias de las Escuelas se llama
absurdo. Pues así como allí se llamado absurdo el contradecir lo que uno ha mantenido
en un principio, así en el mundo se llama injusticia e injuria a deshacer lo que
voluntariamente desde el principio se había hecho. La forma en que un hombre renuncia
simplemente o transfiere su derecho es una declaración o manifestación, mediante
alguna señal o señales voluntarias y suficientes, de que renuncia o transfiere el mismo a
favor de aquel que lo acepta. Y estas señales son palabras solas, acciones solas o, como
sucede más habitualmente, tanto palabras como acciones. Y ellas son lazos, por lo
cuales los hombres están sujetos y obligados: lazos que obtienen su fuerza, no de su
propia naturaleza (pues nada hay tan fácil de romper como la palabra de un hombre),
sino del miedo a las consecuencias malignas que se seguirán de su ruptura.
Siempre que un hombre transfiere su derecho o renuncia a él, lo hace en consideración a
otro derecho le es recíprocamente transferido, o bien por algún otro bien que de ese
modo espera conseguir. Pues es un acto voluntario, y el objeto de los actos voluntarios
de todos los hombres es algún bien para sí mismos. Y es así que hay algunos derechos
de los que no se puede entender que hayan sido transferidos o renunciados, ni por
palabras ni por señal alguna. En primer lugar, un hombre no puede abandonar el
derecho a defenderse de quien lo asalte por la fuerza o intente quitarle la vida. Pues no
puede entenderse que de ese modo aspire a algún bien para sí. Lo mismo puede decirse
de las heridas, de las cadenas y de la prisión, tanto porque no hay ningún beneficio que
se siga de soportarlos, como también porque un hombre, cuando se acercan a él para
prenderlo con violencia, no puede discriminar si tratan de matarlo o no. Y, por último,
el motivo y fin por el que esta renuncia y transferencia de derechos fue introducida no
es otra cosa que la seguridad de la persona, en su vida y en los medios de preservar su
vida, para que ésta no le resulte una carga. Y, así, si un hombre, a través de palabras o
de otras señales, aparenta despojarse del fin para el cual esas señales fueron pensadas,
no debe entenderse que eso era lo que quería decir o que esa era su voluntad, sino que
ignoraba de qué modo iban a ser interpretadas sus palabras y acciones.
La transferencia mutua de derechos es lo que los hombres llaman contrato.
Existe una diferencia entre transferir el derecho a una cosa y transferir, o intercambiar,
la cosa misma. Pues la cosa puede ser entregada junto al traspaso del derecho, como en
la compra y venta en efectivo, o el intercambio de bienes o tierras; o puede ser
entregada algún tiempo después.
También puede suceder que uno de los contrayentes entregue la cosa convenida de su
parte y permita que el otro cumpla con su parte en un determinado momento futuro y
que, entre tanto, confíe en él. En este caso, el contrato que él hace se llama pacto o
convenio. O bien ambas pueden contratar ahora que cumplirán después, caso en el cual
la conducta de aquél en el que se ha confiado que cumplirá en el futuro se llama
cumplimiento de una promesa o buena fe; y en el caso de no cumplir (siempre que haya
dependido de su voluntad hacerlo) violación de la buena fe.
Cuando la transferencia de derechos no es mutua, sino que una de las partes transfiere
algo con la esperanza de conseguir la amistad o algún tipo de servicio de parte de otro, o
bien con la intención de obtener reputación de caridad o de magnanimidad, o por
aliviarse del dolor de la compasión, o bien con la esperanza de una recompensa en el
cielo, entonces no estamos frente a un contrato, sino frente a un don, un regalo o gracia:
palabras que significan una y la misma cosa.
Las señales del contrato son expresas o bien inferidas. Expresas, son las palabras dichas
con comprensión de su significado. Y son palabras que se refieren la tiempo presente o
al pasado: tales como doy, garantizo, he dado, he garantizado, quiero que esto sea
tuyo; o bien referidas al futuro, como daré, garantizaré; estas palabras referidas al
futuro son llamadas promesas.
Por señales inferidas se entienden a veces las consecuencias de las palabras, a veces las
consecuencias del silencio; a veces las consecuencias de las acciones, a veces las
consecuencias de la omisión de una acción. En general, es una señal inferida de un
contrato cualquier cosa que baste para probar la voluntad del contrayente.
Las palabras solas, si se refieren al futuro y contienen una simple promesa, son señal
insuficiente de un regalo y por lo tanto no son obligatorias. Pues refiriéndose al futuro,
como en el caso de mañana daré, significan que aún no se ha dado y, por lo tanto, que
mi derecho no ha sido transferido y permanece mío hasta que lo ceda por algún otro
acto. Pero si las palabras se refieren al presente o al pasado, como en he dado o doy hoy
para que se entregue mañana, entonces mi derecho de mañana ha sido entregado hoy. Y
esto en virtud de las palabras, aunque no hubiera ningún otro argumento para probar mi
voluntad. Y existe una gran diferencia en el significado de estas palabras, Volo hoc tuum
esse cras y Cras dabo, esto es, entre Quiero que esto sea tuyo mañana y Te daré esto
mañana. Pues la palabra quiero, como es usada en la primera oración, representa un
acto presente de la voluntad, mientras que en la última significa una promesa de un acto
futuro de la voluntad. De este modo, las primeras palabras, al referirse al presente,
transfieren un derecho futuro, en tanto que las últimas, refiriéndose al futuro, no
transfieren nada. Pero si existiesen otras señales, además de las palabras, de transferir el
derecho, entonces, aunque el regalo sea gratuito, aún así debe entenderse que el derecho
ha sido dado para el futuro: como en el caso de que alguien prometa un premio al que
llegue primero en una carrera, el regalo es gratuito y, aunque las palabras utilizadas se
refiriesen al futuro, el derecho con todo ha sido dado. Pues si no quería que sus palabras
fuesen entendidas en ese sentido, no debería haberlos dejado correr.
En los contratos, el derecho es traspasado no sólo cuando las palabras se refieren al
presente o al pasado, sino también cuando hablan del futuro. Porque todo contrato es un
traspaso mutuo o un intercambio de derechos. Y es así que quien sólo promete, dado
que ya recibido el beneficio por el cual hizo la promesa, debe entenderse que el derecho
ya ha sido traspasado: pues a menos que él haya estado conforme con la manera en que
sus palabras fueron entendidas, el otro no habría cumplido primero con su parte. Y por
esta causa, en la compra y venta, así como en otros actos contractuales, una promesa es
equivalente a un convenio y, por eso, es obligatoria.
De aquel que cumple primero en el caso de un contrato, se dice que merece aquello que
recibirá por el cumplimiento del otro y que ello le es debido. Del mismo modo, cuando
se propone un premio a varios, pero que sólo será dado al ganador, o cuando se arroja
dinero a muchos, para que sea disfrutado por quien lo agarre, aún cuando se trate de un
regalo, ganarlo o agarrarlo significa merecerlo y haberle sido debido. Pues el derecho es
transferido en la propuesta del premio o en el acto de arrojar el dinero, aunque no se
haya determinado a quién, sino que es la propia competencia la que lo resuelve. Pero
entre estas dos clases de mérito existe la siguiente diferencia: que en el contrato, lo
merezco en virtud de mi propio poder y de la necesidad del contratante, pero en este
caso del regalo, llego a merecerlo sólo por la benignidad del dador. En el contrato,
merezco porque el contratante ha acordado declinar su derecho en mi favor, pero en este
caso del regalo, no merezco porque el donante me haya entregado su derecho, sino que
cuando lo haya entregado, llegue a ser mío antes de algún otro. Y pienso que debe ser
esta la distinción que hacen las Escuelas entre Meritum congrui y Meritum condigni.
Pues el poder de Dios, que habiendo prometido el paraíso a aquellos hombres que, aún
lastrados por los deseos carnales, puedan atravesar este mundo siguiendo los preceptos
y límites por Él impuestos, ellos, se dice, merecerán el paraíso Ex congruo. Pero como
ningún hombre puede demandar su derecho a él por su propia rectitud o cualquier otro
poder suyo, sino sólo por la gracia de Dios, dicen que ningún hombre puede merecer el
paraíso ex condigno. Este es, pienso yo, el significado de aquella distinción, pero dado
que los disputantes no se ponen de acuerdo sobre el significado de los propios términos
de su arte más que cuando les conviene, no puedo afirmar nada sobre su significado,
como no sea esto: cuando un regalo es otorgado indefinidamente, como un premio por
el cual hay que competir, quien gana lo merece y puede reclamarlo como una deuda.
Cuando en la condición de mera naturaleza (que es una condición de guerra de cada
hombre contra cada hombre), se hace un convenio en el cual ninguna de las partes
cumple en el presente, sino que confía en la otra, ante cualquier sospecha razonable éste
se vuelve vacío. Pero si existe un poder común por encima de ambas, con derecho y
fuerza suficiente para forzar el cumplimiento, entonces no es vacío. Pues quien cumple
en primer lugar, no tiene ninguna seguridad de que el otro cumplirá luego, pues las
riendas de las palabras son demasiado débiles para contener la ambición, la avaricia, el
odio y otras pasiones de los hombres, sin el miedo a un poder coercitivo, que no puede
suponerse en el estado de mera naturaleza, donde todos los hombres son iguales y los
únicos jueces de sus propios miedos. Y es así que quien cumple primero no hace más
que entregarse a sus enemigos, lo cual es contrario al derecho (que nunca puede
abandonar) a defender su vida y los medios de vida.
Pero en un estado civil, donde existe un poder erigido para constreñir a quienes de otro
modo violarían su palabra, ese miedo deja de ser razonable y, por esa causa, quien por
convenio debe cumplir su parte en primer lugar, está obligado a hacerlo.
La causa del miedo que volvería inválido a tal convenio, debe ser algo surgido siempre
después de haberse realizado el convenio, como algún hecho novedoso o alguna señal
de una voluntad de no cumplir: de otra manera, no puede invalidar el convenio. Pues
aquello que no impidió que un hombre prometiera algo, no debe ser admitido como un
impedimento para que lo cumpla.
Quien ha transferido cualquier derecho, transfiere también los medios para disfrutarlo,
al menos los que estén en su poder. Así, quien vende una tierra, se entiende que
transfiere también la hierba y cualquier cosa que crezca en ella. Y quien vende un
molino, no puede desviar la corriente que lo impulsa. Así también, quien da a un
hombre el derecho de gobierno por soberanía, se comprende que le da también el
derecho a recaudar dinero para mantener a los soldados y de nombrar a los magistrados
para la administración de justicia.
Hacer convenios con bestias brutas es imposible, porque al no entender nuestro
lenguaje, no pueden entender ni aceptar la transferencia de derechos, ni pueden
transferir derecho alguno: y donde no hay mutua aceptación, no hay convenio.
Hacer convenios con Dios es imposible, como no sea por medio de aquel a quien Dios
habló, ya sea por revelación sobrenatural o por sus lugartenientes, que gobiernan en su
nombre y bajo él. Pues de otro modo no podemos saber si el convenio ha sido aceptado
o no. Y, así, quien promete algo contrario a la ley natural, promete en vano, pues
cumplir con esta promesa es algo injusto. Y si es una cosa ordenada por la ley natural,
entonces no es la promesa, sino la ley la que obliga.
La materia o el objeto de un contrato es siempre algo que cae dentro de nuestra
deliberación (pues convenir es una acto de la voluntad, es decir un acto, el último, de la
deliberación), y debe entenderse siempre que es algo por venir y que el que conviene
juzga posible realizar.
Y, de este modo, prometer algo que se sabe que es imposible, no constituye un
convenio. Pero si se prueba imposible en lo sucesivo lo que antes fue considerado
posible, el convenio es válido y constriñe, si bien no a la cosa misma, sí a algo
equivalente o, si también eso es imposible, a un esfuerzo sincero de cumplir tanto como
sea posible, pues no se puede obligar a más a un hombre.
Los hombres son liberados de sus convenios de dos formas: cumpliéndolos o siendo
perdonados. Pues el cumplimiento es el fin natural de la obligación, y el perdón, la
restitución de la libertad, ya que es una retransferencia del derecho, que es en lo que
consiste la obligación.
Los convenios en los que se entra por miedo, en el estado de mera naturaleza, son
obligatorios. Por ejemplo, si convengo en pagar una suma o realizar un servicio a un
enemigo, a cambio de mi vida, estoy obligado a ello. Pues es un contrato donde uno
recibe el beneficio de la vida y el otro debe recibir el dinero o el servicio acordado por
ella y, en consecuencia, donde (como en la condición de mera naturaleza) no existe otra
ley que prohíba su cumplimiento, el convenio es válido. Así, si a los prisioneros de
guerra se les concede la libertad a través del pago del rescate, están obligados a pagar. Y
si un príncipe más débil firma, por miedo, una paz desventajosa con uno más fuerte, está
obligado a respetarla, a menos (como se dijo antes) que surja una nueva y justa causa de
miedo que renueve la guerra. E incluso en las repúblicas, si me veo forzado a librarme
de un ladrón prometiéndole dinero, estoy obligado a pagarle, mientras la ley civil no me
perdone la deuda. Pues cualquier cosa que legalmente pueda hacer sin obligación, puedo
hacerla también por miedo: y lo que legalmente he convenido, no puedo legalmente
ignorar.
Un convenio anterior vuelve vacío uno posterior. Pues si un hombre ha traspasado su
derecho a otro un día, no puede traspasarlo a otro al día siguiente: la última promesa no
traspasa ningún derecho, sino que es nula.
Un convenio de no defenderme por la fuerza de la fuerza es siempre vacío. Pues (tal
como he mostrado antes) nadie puede transferir o abandonar su derecho a salvarse de la
muerte, de las heridas o de la prisión, evitar las cuales es el único objetivo de la
resignación de derechos, y así la promesa de no resistir a la fuerza, en ningún convenio
transfiere derecho alguno, ni es obligatorio. Pues aunque un hombre pueda convenir así,
Si no hago esto o aquello, mátame, no puede convenir de este modo, Si no hago esto o
aquello, no resistiré cuando vengas a matarme. Pues el hombre elige naturalmente el
mal menor, que en este caso es el riesgo de morir resistiendo, antes que el mayor, que es
una muerte cierta por no resistir. Y que esto es verdad lo confirman todos los hombres
que, cuando llevan a los criminales a su ejecución o su encarcelamiento, lo hacen con
guardias armados, a pesar de que esos criminales han dado su consentimiento a la ley
por la cual son condenados.
Un convenio de acusarse a sí mismo, sin una garantía de ser perdonado, es de igual
modo inválido. Pues en la condición de naturaleza, donde cada hombre es juez, no hay
lugar para acusaciones; y en la sociedad civil, la acusación es seguida por el castigo que,
siendo un acto de fuerza, el hombre no está obligado a no resistir. Lo mismo es verdad
también respecto a la acusación de aquellos cuya condena nos hundiría en la miseria, tal
como un padre, una esposa o un benefactor. Pues el testimonio de un acusador tal, si no
ha sido dado voluntariamente, debe presumirse que está naturalmente corrupto y, como
tal, no debe ser aceptado: y cuando el testimonio de un hombre no será creído, éste no
está obligado a darlo. Tampoco las acusaciones obtenidas bajo tortura deben ser
reputadas como testimonio. Pues las torturas no deben ser usadas más que para
conjeturar e iluminar la investigación en pos de la verdad. Lo que se confiesa tiende más
al alivio del torturado y no a la información de los torturadores y, por eso, no debe ser
acreditado como un testimonio suficiente. Pues el torturado, ya sea que se libere por
información falsa o verdadera, lo hace por el derecho de preservar su vida.
Siendo la fuerza de las palabras (como lo he hecho notar antes) demasiado débil para
que los hombres cumplan con sus convenios, hay en la naturaleza humana dos recursos
imaginables para reforzarlas. Y son el miedo a las consecuencias de faltar a la palabra y
la gloria o el orgullo de aparentar no necesitar hacerlo. Esta última es una generosidad
muy raramente hallada como para confiar en ella, especialmente entre quienes buscan
riquezas, mando o placeres sensuales, es decir, entre la mayor parte del género humano.
La pasión con la que debemos contar es el miedo, el cual, en general, tiene dos objetos:
uno, el poder de los espíritus invisibles; el otro, el poder de aquellos hombres a los que
se podría ofender. De estos dos, aunque el primero sea un poder mayor, por común el
segundo miedo es el mayor. El miedo a los primeros constituye la religión de cada
hombre, que tiene lugar en la naturaleza del hombre antes de la sociedad civil. El otro
no tiene lugar allí, o al menos no el lugar suficiente como para forzar a los hombres a
cumplir sus promesas, pues en la condición de mera naturaleza la desigualdad de
fuerzas no se conoce más que en el campo de batalla. Por eso, antes del tiempo de la
sociedad civil, o durante sus interrupciones por las guerras, no hay nada que pueda
fortalecer un convenio de paz consensuado, contra las tentaciones de la avaricia, la
ambición, la lujuria o cualquier otro fuerte deseo, salvo el temor a aquel poder invisible,
al que cada uno venera como a un Dios y al que teme como vengador de las propias
perfidias. Entonces, todo lo que puede hacerse entre dos hombres que no son sujetos de
un poder civil es jurar los dos por ese Dios al que temen. Este acto de jurar o juramento
es una forma de lenguaje que se añade al promesa, por la cual quien promete quiere
que se entienda que, a menos que cumpla con lo prometido, renuncia a la misericordia
de su Dios, o propicia la venganza sobre sí mismo. Esta era la forma entre los paganos:
Que Júpiter me mate, como yo mato a esta bestia. Y esta es nuestra forma: haré esto o
esto otro, y, si no, que Dios me ayude. Y esto, con los ritos y ceremonias, que cada uno
practica en su propia religión, hace que el miedo a faltar a la palabra sea el más grande
de todos.
De todo esto se concluye que un juramento, hecho en cualquier otra forma o rito que el
de la propia religión del que jura, es en vano y no es, en realidad, un juramento. No hay
ningún juramento hecho por nada que el que jura no piense que es su Dios. Pues aunque
los hombres a veces juran por sus reyes, ya sea por miedo o por adulación, debe
entenderse que lo hacen por atribuirles un honor divino. Y jurar por Dios
innecesariamente, es profanar su nombre. Y jurar por otras cosas, tal como los hombres
acostumbran hacer, no es jurar, sino sólo una costumbre impía, a la que se llega por la
excesiva vehemencia al hablar.
También se extrae de allí que el juramento no añade nada a la obligación. Pues un
convenio, si es legal, compromete ante la mirada de Dios, con o sin el juramento. Y si
es ilegal, no compromete en absoluto, aunque haya sido confirmado con un juramento.

Cap. XVI. Sobre las personas, autores y cosas personificadas.

Una persona es aquel cuyas palabras o acciones son consideradas, ya sea como suyas
propias, ya sea como representando las palabras o acciones de otro hombre o de
cualquier otra cosa a las que sean atribuidas, ya sea verdadera o ficticia.
Cuando son consideradas como suyas propias, se le llama entonces persona natural. Y
cuando son consideradas como representando las palabras y acciones de otro, entonces
es él una persona fingida o artificial.
La palabra persona es latina: en su lugar, los griegos tenían πρόσωπον, que significa la
cara, del mismo modo que persona significa el disfraz o la apariencia exterior del
hombre al que se imita en un escenario y algunas veces más particularmente aquella
parte del mismo que disfraza el rostro, tal como una máscara o una careta. Del
escenario, se ha trasladado a cualquiera que represente el discurso o la acción de otro,
tanto en los tribunales como en el teatro. De modo que una persona es lo mismo que un
actor, tanto en el escenario como en el trato cotidiano; y personificar es actuar o
representar, a sí mismo o a otro. Y se dice que aquel que actúa por otro, que asume su
persona o que actúa en su nombre (Es en sentido usaba la palabra Cicerón cuando decía:
Unus sustineo tres personas; Mei, Adversarii & Judicis; asumo tres personas: yo
mismo, mis adversarios y los jueces) y es llamado de diversos modos en diversas
ocasiones: como representante o representativo, lugarteniente, vicario, fiscal, diputado,
procurador, actor y otras por el estilo.
Las palabras y acciones de algunas personas artificiales son propiedad de aquellos a
quienes representan. Y la persona es entonces el actor, y aquel a quien pertenecen sus
palabras y acciones, el autor; en este caso, el actor actúa por autorización. Pues aquello
que, cuando se habla de bienes y posesiones, se llama el propietario, en latín, Dominus
y en griego χύριος, cuando se habla de acciones es llamado autor. Y del mismo modo
en que el derecho de posesión es llamado dominio, el derecho de realizar una acción es
llamado autoridad y, algunas veces, garantía. De manera que por “autoridad” se
entiende siempre el derecho a realizar cualquier acto; y hecho por autorización, hecho
por encargo o bajo licencia de aquel a quien pertenece el derecho.
De aquí se sigue que cuando el actor realiza un convenio por autorización, obliga en ese
acto al autor, tanto como si éste lo hubiese hecho él mismo, sujetándolo de igual modo a
todas las consecuencias que de él se siguen. Y así, todo lo que ha sido dicho antes (en el
cap. 14) sobre la naturaleza de los convenios entre hombre y hombre en el ejercicio de
su capacidad natural, es verdadero también cuando éstos son realizados por sus actores,
representantes o procuradores, que derivan de él su autoridad hasta donde llega el
encargo que les fue hecho, pero no más allá.
Y es así que quien hace un convenio con el actor o representante, sin saber bajo qué
autoridad actúa éste, lo hace bajo su propio riesgo, pues ningún hombre está obligado
por un convenio del cual no es el autor, ni tampoco, en consecuencia, por un convenio
hecho contra o más allá de la autoridad que ha dado.
Cuando el actor hace algo contrario a la ley de la naturaleza por orden del autor, si está
obligado por un convenio previo a obedecer, no es él, sino el autor quien viola la ley de
la naturaleza. Pues aunque la acción va en contra de la ley de la naturaleza, ésta no es
suya. Por el contrario, negarse a realizarla va en contra de la ley de la naturaleza que
prohíbe faltar a los convenios.
Y aquel que realiza un convenio con el autor por mediación del actor, sin saber qué
autoridad tiene éste, fiándose solamente de su palabra, en caso de que su autoridad no
sea explícitamente establecida cuando se le solicite, entonces deja de estar obligado.
Pues el convenio establecido con el autor no es válido sin un reaseguro mutuo. Pero si
quien así conviene sabía previamente que no debía esperar otro seguro que las propias
palabras del actor, entonces el convenio es válido, porque el actor, en este caso, se ha
hecho a sí mismo el autor. Y del mismo modo que, cuando la autoridad es evidente,
obliga solamente al autor, no al actor, cuando esta ha sido fingida, obliga sólo al actor,
ya que no hay otro autor que él mismo.
Hay pocas cosas incapaces de ser representadas por medio de la ficción. Cosas
inanimadas, como una iglesia, un hospital, un puente, pueden ser personificadas por un
párroco, un director o un supervisor. Pero las cosas inanimadas no pueden ser autores
ni, por lo tanto, otorgar autoridad a sus actores. Aún así, los actores pueden obtener
autoridad en vistas a procurar su mantenimiento de quienes son los propietarios o los
encargados de esas cosas. Y, de este modo, tales cosas no pueden ser personificadas
antes de que exista algún estado de gobierno civil.
De modo similar, los niños, los idiotas y los locos que no tienen uso de razón, pueden
ser personificados por sus custodios o sus enfermeros; pero no pueden ser autores,
durante ese tiempo, de ningún acto hecho por ellos, al menos que, recuperando el uso de
la razón, lo juzgaran razonable. Pero durante su locura, quienes tienen el derecho de su
custodia, pueden otorgar autoridad a los guardianes. Pero esto, de nuevo, sólo tiene
lugar en el estado civil, pues antes de éste, no había ningún dominio sobre las personas.
Un ídolo, una mera ficción de la mente, pueden ser personificados, como lo fueron los
dioses de los gentiles que, por medio de oficiales designados por el Estado, fueron
personificados y tuvieron las posesiones, los bienes y los derechos que los hombres, de
tanto en tanto, les dedicaban y consagraban. Pero los ídolos no pueden ser autores, ya
que un ídolo no es nada. La autoridad procede del Estado y, entonces, antes de la
introducción del gobierno civil, los dioses de los gentiles no pudieron ser
personificados.
El verdadero Dios puede ser personificado, como lo fue, en primer lugar, por Moisés,
que gobernó a los israelitas (que no eran su pueblo, sino el de Dios), no en su propio
nombre, diciendo Hoc dicit Moisés, sino en nombre de Dios, diciendo Hoc dicit
Dominus. En segundo lugar, por el Hijo del hombre, su propio hijo, nuestro bendio
salvador Jesucristo, que vino para reconducir a los judíos y llevar a todas las naciones al
reino de su padre, no por sí mismo, sino enviado por su padre. Y en tercer lugar, por el
Espíritu Santo o consolador, hablando y actuando en los Apóstoles. Este Espíritu Santo
era un consolador que no vino en su propio nombre, sino que fue enviado y procedía de
aquellos dos en el día de Pentecostés.
Una multitud de hombres se vuelve una persona cuando son representados por un
hombre o una persona, de manera que sus actos sean hechos con el consentimiento de
cada miembro de esa multitud en particular. Pues es la unidad del representante, no la
unidad de los representados, la que hace a la persona una. Y es el representante quien
sostiene a la persona y sólo a ella: y no hay otra manera de entender la unidad en las
multitudes.
Y como naturalmente la multitud no es una, sino muchas, sus miembros no pueden ser
entendidos como uno sólo, sino como muchos autores de todo lo que el representante
dice o hace en su nombre. Cada hombre da a su representante común su propia
autoridad particular, siendo los responsables de todas las acciones que realizadas por el
representante, en los casos en que se le haya dado una autorización sin límites. Por el
contrario, cuando lo han limitado a qué y hasta qué punto debe representarlos, entonces
ninguno de ellos debe responder más allá de la comisión que le dieron para actuar.
Y si el representante está formado por muchos hombres, la voz del mayor número debe
ser tomada como la voz de todos ellos. Pues si la minoría se pronuncia (por ejemplo)
por la afirmativa, y la mayoría por la negativa, entonces habrá negativas más que
suficientes para destruir las afirmativas y, así, el excedente de negativas, al no tener
contradicción, se convierte en la única voz que tiene el representante.
Y el representante de un número cualquiera, en particular cuando este número no es
muy grande, donde muchas veces las voces contradictorias son iguales, es muchas
veces, por lo tanto, mudo e incapaz de actuar. Aun así, en algunos casos la igualdad
numérica de las voces contradictorias no impiden determinar una cuestión: por ejemplo,
para condenar o absolver, la igualdad de votos, si bien no condena, sí absuelve. Pues
cuando una causa ha sido oída, no condenar implica absolver; pero, al contrario, decir
que el no absolver implica condenar, no es verdadero. Lo mismo sucede cuando lo que
se delibera es la ejecución inmediata o la posposición para otra otro momento: pues
cuando las voces son iguales, no decretar la ejecución es decretar la dilación.
Y si el número es impar, como tres o más (sean hombres o asambleas), de los cuales
uno, por medio de una voz negativa, tiene autoridad para anular todas las voces
afirmativas del resto, este número no es representativo. Pues dada la diversidad de
opiniones e intereses que se da entre los hombres, se volverá muchas veces, incluso en
cuestiones de la máxima urgencia, una persona muda e incapaz, como de tantas otras
cosas, de gobernar una multitud, en particular en tiempos de guerra.
Existen dos clases de autores. El primero, llamado simplemente así, que he definido
previamente como aquel que es el propietario simple de las acciones de otro. El segundo
es aquel que es propietario de las acciones o los convenios de otro condicionalmente, es
decir, que toma a su cargo hacer algo si el otro no lo hace en o antes de determinado
momento. Y a estos autores condicionales se los llama por lo general garantes, en latín
fideijussores y sponsores; y en particular para el caso de las deudas, praedes, y para
comparecer ante un juez o un magistrado, vades.
SEGUNDA PARTE

SOBRE LA REPÚBLICA

Cap. XVII. Sobre las causas, la generación y la definición de una república.

La causa final, el fin o el designio de los hombres (que naturalmente aman la libertad y
el dominio sobre los otros) al introducir tales restricciones sobre sí mismos con las
cuales vemos que viven en las repúblicas, es la previsión de su propia preservación y, a
través de ellas, de una vida más cómoda, o sea, escapar de la miserable condición de
guerra que es la consecuencia necesaria (como ha sido mostrado) de las pasiones
naturales de los hombres cuando no hay un poder visible que los mantenga
atemorizados y que, mediante la amenaza de castigos, los obligue a cumplir sus
convenios y a observar aquellas leyes de la naturaleza establecidas en los capítulos
catorce y quince.
Porque las leyes de la naturaleza (como la justicia, la equidad, la modestia, la
misericordia y, en suma, no hacer a otros lo que no quisiéramos que nos hagan), por sí
mismas, sin el terror a algún poder que produzca su observancia, son contrarias a
nuestras pasiones naturales, que nos inclinan a la parcialidad, al orgullo, a la venganza y
demás. Y los convenios, sin la espada, no son más que palabras sin ninguna fuerza para
asegurar al hombre. Es así que, a pesar de las leyes de la naturaleza (que cada uno
observa, con sólo tener la voluntad de hacerlo cuando pueda ser hecho con seguridad),
si no se ha erigido ningún poder, o éste no es suficiente para nuestra seguridad, cada
hombre acudirá} -y lo hará legítimamente- a su propia fuerza y a su propio ingenio para
precaverse contra todos los otros hombres. Y en todos los lugares en que los hombres
han vivido en pequeñas familias, robarse y despojarse mutuamente ha sido su comercio.
Y tan lejos estaba esto de ser reputado un acto contra la ley de la naturaleza, que
mientras mayor era el despojo que se hacía, más grande el honor que se recibía. Y los
hombres no observaban entonces otras leyes que las leyes del honor, esto es, abstenerse
de la crueldad y dejar a los hombres la vida y sus instrumentos de labranza. Y tal como
lo hicieran entonces las pequeñas familias, también ahora las ciudades y los reinos, que
no son sino grandes familias, en vistas a su seguridad agrandan sus dominios bajo
cualquier pretexto de peligro, o por miedo a una invasión o de que se la vaya a prestar
asistencia a los invasores, se esfuerzan cuanto pueden por subyugar o debilitar a sus
vecinos, ya sea por medio de la fuerza desnuda o por artes secretas, por carecer de
ninguna otra garantía; y esto es algo que hacen justamente y son recordados con gran
honor en épocas posteriores por haberlo hecho.
No es tampoco la reunión de un número pequeño de hombres lo que les da la seguridad.
Porque en los números pequeños, las pequeñas adiciones de uno u otro lado hacen la
diferencia de fuerza lo suficientemente grande como para acarrear la victoria, lo cual los
envalentona para proceder a la invasión. La multitud suficiente para confiarle nuestra
seguridad no está determinada por un cierto número, sino por la comparación con el
enemigo al que tememos. Y es entonces suficiente cuando las ventajas del enemigo no
son tan visibles y conspicuas como para determinar de antemano el resultado de una
guerra y animarlo de tal modo a emprenderla.
Y aunque haya una gran multitud de hombres, si sus acciones son dirigidas de acuerdo a
sus propios juicios particulares y a sus particulares apetitos, no pueden esperar de ella
ninguna defensa ni protección, ni contra un enemigo común, ni contra las injurias
mutuas. Pues distraídos en discusiones sobre el mejor uso y la mejor aplicación de la
propia fuerza, no sólo no se ayudarán, sino que incluso de estorbarán unos a otros y
reducirán a nada su fuerza por su oposición mutua. Y así sucede con facilidad, no sólo
que sea subyugados por unos pocos que están de acuerdo entre ellos, sino también que,
cuando no haya un enemigo común, se hagan la guerra entre ellos, con vistas a sus
intereses particulares. Pues si pudiésemos suponer una gran multitud de hombres que
consientan en observar la justicia y las demás leyes de la naturaleza, sino un poder
común que los mantenga atemorizados, podríamos suponer también a toda la
humanidad haciendo lo mismo; y entonces no habría ni sería necesario que hubiera
gobierno civil o república alguna, pues habría paz sin sometimiento.
Tampoco es suficiente para la seguridad que los hombres desean que dure durante toda
su vida, que sean gobernados y dirigidos por un solo juicio, durante un tiempo limitado,
como durante una batalla o una guerra. Pues aunque obtuvieran la victoria por su
esfuerzo unánime contra un enemigo extranjero, luego, cuando ya no tuvieran un
enemigo común, o si aquel que por una parte es tenido por enemigo, es tenido por la
otra como amigo, se disolverán necesariamente por sus diferencias y caerán otra vez en
la guerra entre ellos mismos.
Es verdad que ciertas criaturas vivas, como las abejas y las hormigas, viven
sociablemente unas con otras (y por eso son listadas por Aristóteles entre las criaturas
políticas), sin tener ninguna direcci´no que la de sus juicios y apetitos particulares, ni
tampoco lenguaje con el cual puedan comunicarse unos a otros lo que consideran
necesario para el beneficio común. De aquí es posible que algunos quisieran saber por
qué los hombres no son capaces de hacer lo mismo. A lo cual respondo:
En primer lugar, que los hombres están continuamente compitiendo por el honor y la
dignidad, algo que estas criaturas no hacen, y, consecuentemente, sobre esta base nacen
entre los hombres la envidia, el odio y finalmente la guerra; pero entre aquellas esto no
pasa.
En segundo lugar, que entre estas criaturas el bien común no difiere del privado, y
estando por naturaleza inclinadas a su propio bien, procuran en el mismo movimiento el
beneficio común. Pero el hombre, cuyo gozo consiste en compararse con otros hombres,
no puede disfrutar más que lo que lo distinga de los demás.
En tercer lugar, que estas criaturas, al no tener (como el hombre) el uso de la razón, no
ven ni creen ver ninguna falta en la administración de los asuntos comunes; mientas que
entre los hombres, hay muchos que se consideran más sabios y hábiles, mejores que el
resto para gobernar los asuntos públicos. Esto los impulsa a reformar e innovar, uno en
este sentido, otro en aquél, llevándolos de este modo a la discordia y la guerra civil.
En cuarto lugar, que estas criaturas, aunque tienen algún uso de la voz para dar a
conocer a otras sus deseos y otras afecciones, carecen del arte de emplear palabras, por
las cuales algunos hombres pueden representar ante otros lo que es bueno, bajo el
aspecto de lo malo, y lo malo, bajo el de lo bueno, aumentando o disminuyendo la
grandeza aparente del bien y del mal, produciendo descontento y alterando la paz a su
placer.
En quinto lugar, las criaturas irracionales no pueden distinguir entre la injuria y los
daños y, de este modo, una vez que se hallan a gusto, no se sienten ofendidas por sus
pares. Mientras tanto el hombre es tanto más problemático cuanto más a gusto se sienta:
pues es entonces cuando ama mostrar su sabiduría y controlar las acciones de aquellos
que gobiernan la república.
Por último, el acuerdo que se da entre estas criaturas es natural; el que se produce entre
los hombres se da solamente por convenio, el cual es artificial. Es así que no debería
asombrar que se necesite algo más que el propio convenio para hacer este acuerdo
constante y duradero: se necesita un poder común, para mantenerlos atemorizados y
para dirigir sus acciones hacia el beneficio común.
El único modo de erigir un poder común tal que sea capaz de defenderlos de las
invasiones de los extranjeros y de las injurias de unos a otros, y de este modo
asegurarlos de modo que, por su propia industria y gracias a los beneficios de la Tierra,
puedan mantenerse a sí mismos y vivir contentos, es conferir todo el poder y la fuerza a
un solo hombre, o a una asamblea de hombres, que pueda reducir sus voluntades, por
medio de una pluralidad de votos, a una sola voluntad, que es lo mismo que decir, elegir
un hombre, o una asamblea de hombres para que represente sus personas, cada uno
asumiendo como propios los actos y reconociéndose a sí mismos como autores de todo
lo que él haga o haga hacer, en su papel de representante de sus personas, en aquellas
cosas que conciernen a la paz y la seguridad comunes. Y de esta manera, subsumir sus
voluntades a su voluntad y sus juicios a su juicio. Esto es más que consenso o
concordia: es una verdadera unidad de todos en una y la misma persona, producida por
convenio de cada hombre con cada hombre, como si cada hombre le dijera a los demás:
Autorizo y concedoa mi derecho a gobernarme a mí mismo a este hombre, o esta
asamblea de hombres, bajo esta condición: que tú concedas tu derecho a él y autorices
todas sus acciones de la misma manera. Hecho esto, la multitud así unida en una sola
persona es llamada república, en latín civitas. Así se genera ese gran Leviathan, o mejor
(para hablar con más reverencia), de ese Dios Mortal, al cual le debemos, bajo el Dios
Inmortal, nuestra paz y nuestra defensa. Pues gracias a esta autoridad, que cada hombre
que vive bajo la república le da, puede hacer uso de todo el poder y la fuerza que le ha
sido conferido para que, por medio del terror, sea capaz de conformar las voluntades de
todos para alcanzar la paz en casa y la ayuda mutua contra los enemigos externos. Y en
él consiste la esencia de la república, que (para definirla) es una persona, de cuyos actos
una gran multitud, por convenios mutuos de unos con otros, se ha hecho el autor, con el
fin de que pueda usar los medios y la fuerza de todos, tal como lo considere conveniente
para alcanzar la paz y la defensa común.
Y a quien se hace cargo de esta persona, se lo llama soberano y se dice que tiene poder
soberano; todos los demás son sus súbditos.
Este poder soberano se alcanza por dos vías. Una, por la fuerza natural, como cuando un
hombre hace que sus niños y los hijos de estos, se subordinen a su gobierno, siendo
capaz de destruirlo si se niegan; o por medio de la guerra, sometiendo a sus enemigos a
su voluntad, concediéndoles la vida bajo esta condición. El otro medio se da cuando los
hombres acuerdan entre sí, voluntariamente, subordinarse a un hombre o a una asamblea
de hombres, confiando en ser protegidos por él contra todos los demás. Ésta última
puede ser llamada una república política o república por institución; la primera, una
república por adquisición. En primer lugar hablaré de la republica por institución.
Cap. XVIII. Sobre los derecho de los soberanos por institución.

Se dice que una república ha sido instituida cuando una multitud de hombres acuerdan y
convienen, cada uno con cada uno de los demás, que le sea dada por la mayoría a
cualquier hombre o asamblea de hombres el derecho a representar la persona de todos
(es decir, de ser su representante); a esto se comprometen todos, y tanto los que votaron
a favor como los que votaron en contra deben autorizar todas las acciones y juicios de
ese hombre o de esa asamblea de hombres, del mismo modo que si fueran los suyos
propios, con el fin de vivir una vida pacífica entre ellos y de ser protegidos contra otros
hombres.
De esta institución de la república se derivan todos los derechos y facultades de aquel o
de aquellos a quienes le ha sido conferido el poder soberano por el consentimiento del
pueblo reunido en asamblea.
Primero, dado que han convenido, debe entenderse que no se encuentran obligados por
un convenio previo a nada que repugne al presente. Y, en consecuencia, quienes ya han
instituido una república, estando por lo tanto obligados por convenio a considerar como
propias los juicios y las acciones de una persona, no pueden legítimamente hacer un
nuevo convenio entre ellos, de obedecer a algún otro, en el asunto que sea, sin su
permiso. De este modo, aquellos que se hallan sujetos a un monarca, no pueden sin su
permiso abolir la monarquía y retornar a la confusión de una multitud desunida;
tampoco transferir su persona, de aquél que la representa a otro hombre o a otra
asamblea de hombres, pues están obligados, cada hombre ante cada otro hombre, a
estimarlas como propias y a considerarse el autor de todo lo que quien ya es su soberano
haga o juzgue necesario que sea hecho: y si cualquier hombre disintiera, todo el resto
rompería el convenio hecho con él, lo cual es injusticia. Y dado que cada uno ha dado la
soberanía a aquel que representa su persona, si lo depusieran, estaría tomando de él lo
que es suyo, cometiendo nuevamente una injusticia. Y, además, si quien intentara
deponer a su soberano fuese asesinado, o castigado por ese intento, él mismo sería el
autor de su propio castigo, ya que era, por la institución, autor de todo lo que el
soberano hiciese. Y dado que es injusticia que un hombre haga cualquier cosa por la que
pudiera ser castigado por su propia autoridad, también a este título él es injusto. Y como
algunos hombres han alegado, para justificar la desobediencia a su soberano, un nuevo
convenio, hecho, no con los hombres, sino con Dios, hay que decir que esto también es
injusticia. Porque no se puede hacer convenios con Dios, si no es por mediación de
alguien que represente la Persona de Dios, algo que no puede hacer nadie más que el
lugarteniente de Dios, que tiene la soberanía bajo Dios. Pero esta pretensión de convenir
con Dios es una mentira tan evidente, incluso en la propia conciencia de quienes así lo
pretenden, que no es sólo un acto de injusticia, sino una disposición vil e inhumana.
En segundo lugar, dado que el derecho a representar a la persona de todos es dado a
aquél a quien se hace soberano, por un convenio exclusivamente hecho entre los
hombres, y no por él con ellos, no puede existir una violación del convenio por parte del
soberano y, por consiguiente, ninguno de sus súbditos puede liberarse de la sujeción,
alegando incumplimiento de convenio. Que aquel que es hecho soberano no hace
convenios con sus súbditos previamente a haber sido erigido, es manifiesto, pues o bien
tendría que haberlo hecho con la entera multitud, como una parte del convenio, o bien
debería hacer convenios individuales con cada hombre. Con la multitud, como una parte
del convenio, es imposible, porque éstos todavía no son una persona. Y si hiciera tantos
convenios como hombres hubiera, después de alcanzar la soberanía esos convenios
serían nulos. Pues cualquier acto que pudiera ser alegado por cualquiera de ellos para
justificar la anulación del convenio, es un acto tanto de sí mismo como de todo el resto,
pues sería hecho en la persona y por el derecho de cada uno de ellos en particular. Y,
además, si uno o más pretendieran que el soberano ha violado el convenio que lo
instituyó, y otros, o el mismo soberano alegara que tal violación no se ha producido, no
habría en este caso un juez para decidir la controversia y se retornaría nuevamente a la
espada, recuperando cada hombre el derecho a defenderse por su propia fuerza, lo cual
es contrario al designio que habían tenido al instituir un soberano. Es entonces vano
pretender entregar la soberanía mediante un convenio previo. La opinión de que los
monarcas reciben su poder por convenio, esto es, condicionalmente, procede de no
haber comprendido esta sencilla verdad: que los convenios no son más que palabras y
aliento, sin otra fuerza para obligar, contener, constreñir o proteger a ningún hombre,
que la que recibe de la espada pública, es decir, de las manos libres de aquel hombre o
asamblea de hombres que tiene la soberanía y cuyas acciones son avaladas por todos
ellos y realizadas con las fuerzas de todos ellos unidos en su persona. Pero cuando una
asamblea de hombres es hecha soberana, ningún hombre imagina la existencia de un
convenio tal en los orígenes de la institución: pues no hay hombre tan tonto como para
decir, por ejemplo, que el pueblo de Roma hizo un convenio con los romanos, para
sostener la soberanía bajo tales o cuales condiciones, las cuales, de no cumplirse,
legitimaban a los romanos a deponer al pueblo de Roma. La razón de que los hombres
no vean que la misma situación se da en una monarquía y en un gobierno popular,
procede de la ambición de algunos que se sienten más inclinados al gobierno de una
asamblea, del cual esperan participar, que de la monarquía, en la que saben que no
podrán influir.
En tercer lugar, dado que la mayor parte ha establecido la soberanía mediante su voto
positivo, aquel que disentía debe ahora acordar con el reto, esto es, contentarse con
avalar todas las acciones que ella pueda emprender, o ser justamente destruido por el
resto. Pues si él voluntariamente ingresó en la congregación de quienes se hallaban
reunidos en asamblea, ese acto ha sido una señal suficiente de su voluntad (y de este
modo ha convenido tácitamente) de que aceptaría lo que la mayoría ordenase. Por eso,
si se niega a aceptar o protesta contra alguno de sus decretos, estará actuando en contra
del convenio y, por lo tanto, lo hará injustamente. Y ya sea o no miembro de la
congregación y su consentimiento haya o no sido pedido, deberá someterse a sus
decretos o será abandonado a la condición de guerra en la que se encontraba
previamente: en la cual, sin injusticia alguna, podrá ser destruido por cualquier hombre.
En cuarto lugar, dado que cada súbdito es por institución autor de todas las acciones y
juicios del soberano instituido, se sigue de allí que cualquier cosa que éste haga no
puede ser injurioso para ninguno de sus súbditos ni puede ser él acusado de injusticia
por ninguno de ellos. Pues quien hace lo que sea en virtud de la autorización de otro, no
puede injuriar a aquel por cuya autoridad ha actuado. Pero por esta institución de la
república, cada hombre particular es autor de todo lo que el soberano hace; en
consecuencia, el que se queja de haber sido injuriado por su soberano, se queja de
aquello de lo cual él mismo es autor y, por lo tanto, nadie más que él mismo debería ser
acusado, y no de injuria, pues injuriarse a sí mismo es imposible. Es cierto que aquellos
que tienen el poder soberano pueden cometer iniquidades, pero no injurias ni injusticias
en el sentido apropiado del término.
En quinto lugar y en coherencia con lo que se acaba de decir, ningún hombre que tenga
el poder soberano puede ser ejecutado o castigado de cualquier otra forma por sus
súbditos. Pues viendo que cada súbdito es autor de las acciones de su soberano, estaría
castigando a otro por las acciones cometidas por él mismo.
Y como el fin de esta institución es la paz y la defensa de todos, y quien tiene el derecho
al fin, tiene también el derecho a los medios, pertenece al derecho del hombre o la
asamblea de hombres que suceda que tiene la soberanía, juzgar tanto sobre los medios
de la paz y la defensa, como sobre lo que obstaculiza y perturba las mismas, así como a
hacer todo lo que considere necesario que sea hecho, tanto anticipadamente, para
conservar la paz y la seguridad, previniendo la discordia en el interior y la hostilidad en
el exterior, como, una vez que la paz y la seguridad se han perdido, para recuperarlas. Y
por lo tanto:
En sexto lugar, va adjunta a la soberanía la facultad de juzgar qué opiniones y doctrinas
son contrarias a la paz y cuáles conducen a ella y, consecuentemente, en qué ocasiones,
cuán lejos y sobre qué se debe permitir a los hombres hablar ante las multitudes. Del
mismo modo, decidir quién debe examinar las doctrinas de todos los libros antes de que
sean publicados. Pues las acciones de los hombres proceden de sus opiniones, y en el
buen gobierno de las opiniones consiste el buen gobierno de las acciones de los hombres
en orden a su paz y su concordia. Y aunque en materia de doctrinas no debe
considerarse nada más que la verdad, no repugna, sin embargo, que sea la paz quien
regule a ésta. Pues una doctrina que repugna a la paz no puede ser más verdadera que
una paz y una concordia que fuesen contra la ley de la naturaleza. Es verdad que en una
república donde, por la negligencia y la torpeza de gobernantes y maestros, se
introducen de tiempo en tiempo doctrinas falsas, las verdades contrarias pueden por lo
general ofender. Sin embargo, la más súbita y áspera presentación de una nueva verdad
no puede nunca quebrantar la paz, sino sólo en todo caso reavivar la guerra. Pues
aquellos hombres que se hallan tan descuidadamente gobernados como para atreverse a
tomar las armas para defender o introducir una opinión, se hallan aún en guerra. Su
condición no es la paz, sino la deposición temporal de las armas por miedo mutuo,
viviendo continuamente como si dijéramos en la antesala de la batalla. Pertenece, por lo
tanto, a quien tiene el poder soberano la facultad de juzgar o de investir a los jueces de
las opiniones y las doctrinas, como una condición necesaria para la paz, para prevenir la
discordia y la guerra civil.
En séptimo lugar, va adjunta a la soberanía el poder completo de prescribir las reglas
por las cuales cada hombre puede saber de qué bienes puede disfrutar y qué acciones
puede hacer, sin ser molestado por ninguno de los demás súbditos. Esto es lo que los
hombres llaman propiedad. Pues antes de la constitución del poder soberano (como ya
ha sido mostrado) todos los hombres tenía derecho a todas las cosas, lo cual causaba
necesariamente la guerra. Y es por esto que esta propiedad, siendo necesaria para la paz
y dependiendo del poder soberano, es un acto de este poder, con vistas a la paz pública.
Las reglas de la propiedad (o del meum y el tuum) y del bien, del mal, de lo legal y lo
ilegal en las acciones de los súbditos, son las leyes civiles, es decir, las leyes de cada
república en particular, si bien el nombre de “ley civil” se ha restringido para referirse a
las antiguas leyes civiles de la ciudad de Roma, que, siendo entonces la cabeza de una
gran parte del mundo, en ese tiempo hacía valer sus leyes como ley civil en aquellas
regiones.
En octavo lugar, va adjunto a la soberanía el derecho de judicatura, es decir, de escuchar
y decidir todas las controversias que pueden producirse sobre la ley, ya sea civil o
natural, así como sobre los hechos. Pues, sin la decisión de las controversias, no hay
protección de un súbdito contra las injurias de otro, las leyes del meuum y el tuum son
nulas y cada hombre conserva, por el necesario y natural apetito de su propia
conservación, el derecho de protegerse a sí mismo mediante su fuerza particular, la cual
es la condición de la guerra y es, por lo tanto, contraria al fin por el cual la república es
instituida.
En noveno lugar, va adjunto a la soberanía el derecho de hacer la guerra y la paz con
otras naciones y repúblicas. Es decir, de juzgar cuándo esto beneficioso para el bien
público y cuántas fuerzas han de ser reunidas, armadas y pagadas para tal fin, así como
de recolectar dinero de sus súbditos para solventar esos gastos. Pues el poder por el cual
el pueblo es defendido consiste en sus ejércitos, y la fuerza de un ejército, en la unión de
su fuerza bajo un solo mando. De este modo, es el soberano instituido quien debe tener
ese mando, pues es el mando de la militia, sin ninguna otra institución, el que hace que
él sea soberano. De este modo, no importa quien sea hecho general de un ejército, quien
tenga el poder soberano será siempre generalísimo.
En décimo lugar, va adjunta a la soberanía la elección de todos los consejeros,
ministros, magistrados y oficiales, tanto en la paz con en la guerra. Pues dado que el
soberano está a cargo del fin, que es la paz común y la defensa, deben entenderse que
tiene el poder de usar los medios que considere más aptos para cumplir con él.
En undécimo lugar, al soberano le es confiado el poder de recompensar con riquezas u
honor, y de castigar con castigos corporales, pecuniarios o con la ignominia a cada
súbdito de acuerdo a las leyes que previamente ha establecido; o, si no hubiese sido
hecha una ley, de acuerdo a lo que juzgue que mejor conduce a animar a los hombres a
servir a la república, o a disuadirlos de hacer lo que la perjudique.
Por último, considerando qué valor se dan naturalmente los hombres a sí mismos, cómo
buscan el respeto de los otros y qué poco los valoran, de lo cual surgen continuamente
entre los hombres emulación, discusiones, facciones y, por último, la guerra, en la que
se destruyen unos a otros y disminuyen sus fuerzas para defenderse de un enemigo
común, es necesario que haya leyes de honor y una estimación pública del valor de
aquellos hombres que han servido o que son capaces de servir bien a la república, así
como que alguno o algunos tengan en sus manos la fuerza para ejecutar estas leyes. Pero
ya ha sido mostrado que no sólo la militia completa, o las fuerzas de la república, sino
también la resolución de todas las controversias, van adjuntas a la soberanía. Le
pertenece también al soberano, entonces, dar los títulos de honor y determinar qué orden
de jerarquía y dignidad ocupará cada hombre, así como qué señales de respeto deberán
observar unos con otros, ya sea en público o en privado.
Estos son los derechos que hacen la esencia de la soberanía y las marcas por las cuales
el hombres puede distinguir en qué hombre o asamblea de hombres está situada y reside
la soberanía. Pues ellos son incomunicables e inseparables. El poder de acuñar moneda,
de disponer de la propiedad y de las personas de los herederos menores de edad, de
tener prioridad en los mercados, y todas las demás prerrogativas estatutarias, pueden ser
transferidas por el soberano y retener aun el poder para proteger a sus súbditos. Pero si
transfiere la militia, retendrá en vano la judicatura, pues no tendrá cómo ejecutar las
leyes; o si renuncia al derecho a recaudar dinero, tendrá en vano el control de la militia;
o si se desentiende del gobierno de las doctrinas, los hombres serán inducidos a la
rebelión por el miedo a los espíritus. Si consideramos, entonces, cualquiera de los
demás derechos esenciales, veremos que la renuncia a cualquiera de ellos hará que la
conservación de los demás no tenga efecto alguno para la preservación de la paz y la
justicia, que es el fin para el cual son instituidas todas las repúblicas. Y es esta división
la que justifica el dicho aquel de que un reino dividido no puede sostenerse. Pues a
menos que esta división haya preexistido, una división entre ejércitos opuestos nunca
podría suceder. Si no hubiera habido previamente la opinión, recibida por la mayor
parte de Inglaterra, de que estos poderes se dividen entre el Rey, los Lores y la Cámara
de los Comunes, el pueblo nunca se habría dividido ni habría caído en la guerra civil: en
primer lugar, entre aquellos que no estaban de acuerdo en materia de política y, luego,
entre quienes disentían sobre la libertad de religión. Esta guerra ha instruido a los
hombres tan bien sobre los derechos del soberano, que hay pocos hoy en día (en
Inglaterra) que no vean que estos derechos son inseparables, lo que será completamente
reconocido en el inminente retorno de la paz. Y así continuará, hasta que las miserias
bélicas sean olvidadas, y no mucho más allá, a menos que el vulgo sea mejor instruido
de lo que lo ha sido hasta el presente.
Y dado que estos derechos son esenciales e inseparables, se sigue necesariamente que
cualquier palabra que parezca significar que se renuncia a ellos, si el propio poder
soberano no ha renunciado en términos directos y si quienes reciben la cesión del poder
no pueden mostrar que el nombre del soberano figura en los documentos, la cesión debe
considerarse nula. Pues una vez que haya dado todo lo que puede, si le reintegramos la
soberanía, todo le es devuelto, pues va inseparablemente unido a ella.
Siendo esta gran autoridad indivisible y estando inseparablemente unida a la soberanía,
hay muy poco fundamento en la opinión de aquellos que dicen que los reyes soberanos,
si bien son singulis majores, más poderosos que cada uno de sus súbditos, son, sin
embago, universis minores, menos poderosos que todos en conjunto. Pues si por todos
en conjunto entienden ellos una persona (y esta persona está sostenida por el soberano),
entonces el poder de todos en conjunto es el mismo que el poder soberano, lo cual es
una absurda manera de hablar. Este absurdo de la opinión se percibe mejor cuando el
soberano es una asamblea popular; pero, aunque no consiguen verlo en el caso de un
monarca, el poder de la soberanía es sin embago el mismo, sin importar en dónde esté
situado.
Y así como sucede con el poder, también el honor de la soberanía debe ser mayor que el
de cualquiera de sus súbditos o que el de todos ellos en conjunto. Pues en la soberanía
está la fuente del honor. Los títulos de Lord, Conde, Duque y Príncipe son sus
creaciones. Tal como en presencia del amo, los siervos son todos iguales, sin ningún
honor en absoluto, lo mismo sucede con los súbditos en presencia del soberano. Y a
pesar de que algunos brillan más y otros menos cuando está fuera de su vista, en su
presencia, sin embargo, no brillan más que las estrellas en presencia del sol.
Pero aquí puede alguien objetar que esta condición de súbditos es muy miserable,
siendo detestable estar a merced de los deseos y otras pasiones irregulares de aquel o de
aquellos que tienen en sus manos en un poder tan ilimitado. Y por lo común aquellos
que viven en una monarquía, piensan que es ésta una falla de la monarquía, así como
quienes viven bajo un gobierno democrático o de cualquier otra asamblea soberana,
atribuyen todos los inconvenientes a esa forma de gobierno; pero el poder es el mismo
en todas sus formas, si es suficiente para asegurar su protección. Quienes así opinan, no
consideran que el estado del hombre nunca se hallará sin alguna incomodidad, y que las
peores que pueden caer sobre el pueblo bajo cualquier forma de gobierno, son apenas
sensibles comparadas con las miserias y las horribles calamidades que acompañan a la
guerra civil o a la disoluta condición de los hombres sin amos ni sujeción a las leyes y a
un poder coercitivo que ate sus manos e impida la rapiña y la venganza. Ni consideran
tampoco que la mayor presión que ejercen los gobernantes soberanos no procede de un
deleite o beneficio que puedan esperar de dañar o debilitar a sus súbditos, en cuyo vigor
se asienta su propia fuerza y su gloria., sino en su reticencia a contribuir a su propia
defensa. Esto hace que necesario que el gobierno tome de ellos lo que pueda en tiempos
de paz, de modo de tener los medios suficientes para afrontar cualquier emergencia o
cualquier súbita necesidad y resistir, o aventajar a sus enemigos. Pues los hombres están
provistos por naturaleza de unos notables lentes multiplicadores (estos son sus pasiones
y su amor propio), a través de los cuales cualquier pequeño gravamen les parece
tremendamente gravoso, pero se encuentran destituidos de aquellas lentes prospectivas
(es decir, la ciencia civil y moral), con los cuales contemplar las miserias que caerían
sobre ellos y que no pueden evitarse sin esas contribuciones.

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