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REVISTA DE CRÍTICA LITERARIA LATINOAMERICANA

Año XXXI, Nº 61. Lima-Hanover, 1er. Semestre de 2005, pp. 181-200

DOS PRÓLOGOS, DOS TRADICIONES POÉTICAS

Raúl Zurita
Universidad Diego Portales

Nota previa: Los dos trabajos que reproducimos a continuación constituyen


versiones ligeramente modificadas por su mismo autor de sendos prólogos a an-
tologías de poesía chilena y peruana recientemente aparecidas. Raúl Zurita es
conocido internacionalmente por su producción poética, aceptada de forma uná-
nime como una de las más importantes de las últimas décadas en el continente.
Sin embargo, su producción crítica, aunque menos conocida, se alimenta de la
misma comprensión hacia la poesía y el mismo conocimiento de los más diversos
y novedosos autores. La antología peruana, en co-autoría con el poeta limeño
Maurizio Medo, lleva el título de La letra en que nació la pena: muestra de poe-
sía peruana 1970-2004 (Lima: Santo Oficio, 2004; retomando un conocido verso
de Vallejo en España, aparta de mí este cáliz). El prólogo de Raúl Zurita ofrece
una interpretación original de la tradición poética “culta” en el Perú al dar
cuenta de la tragedia histórica que una y otra vez asoma por la pluma de sus
poetas. Por su lado, la antología chilena se titula Cantares: nuevas voces de la
poesía chilena (Santiago: LOM Ediciones, 2004) y asume el título poundiano a
manera de alegoría de una flamante colectividad poética que renueva lo mejor
de la tradición en el país sureño. Consideramos que ambos prólogos representan
un aporte al conocimiento de la más novedosa poesía en ambos países y merecen
circular nuevamente para facilitar su acceso al lector especializado. La biblio-
grafía de ambos trabajos ha sido unificada; el sistema de notas, ajustado a las
normas de esta revista. Los editores.

I. LA LETRA EN QUE NACIÓ LA PENA

Ignoro si existe la historia de la literatura inglesa. Ignoro si


existe la historia de la literatura. Ignoro si existe la historia.
Cito de memoria, pero es el comienzo de una conferencia de
Borges en que se referiría a la literatura inglesa. Junto a su ironía,
su sentido es múltiple y se me ha venido a la memoria a propósito
de esta muestra de la poesía peruana actual. ¿Qué queremos decir
cuando hablamos de poesía peruana (o mexicana o chilena)? ¿Qué
se afirma cuando se agrupa a algunos poetas por sus partidas de
nacimiento? ¿Hay un modo particular con que un idioma demarca
un lugar, una aldea o un continente? En dos palabras, ¿existe algo
como la poesía de un país? Y, siguiendo a Borges, ¿existe algo como
la poesía? Está claro que para buena parte de la crítica peruana
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–la más obsesiva que yo haya conocido en el afán de ordenar, se-


cuenciar, temporalizar, en suma, cronometrizar a sus creadores–
la respuesta es obvia. Seguramente el hecho de mi relativa lejanía,
no soy un lector peruano, me exime de esa claridad, pero me hace
inevitable una constatación: si existe lo que hoy llamamos poesía
peruana es únicamente porque a ella le tocó reiterar un modo de la
tragedia, ser en sí esa tragedia y mostrarnos como ninguna otra en
estos territorios, la historia de una imposición y las marcas incan-
celadas de su violencia. Es lo que tempranamente describe Garci-
laso en los Comentarios reales, pero sobre todo en la Historia gene-
ral del Perú. Ese relato significará 300 años más tarde el sacrificio
de los poemas de Vallejo y, en aquello que denominamos un pre-
sente, las convulsionadas poéticas de Enrique Verástegui, Roger
Santiváñez, Domingo de Ramos y otros impresionantes ejemplos.
Es en síntesis esto: la lengua que aquí fue impuesta no nos explica
por qué tenemos que morir, por qué los hombres mueren, no nos
explica por qué siempre habrá textos –desde el Código Manú en
adelante– afirmándonos que no hay mayor humillación que la de
existir.
Es lo que creo ya está referido en Garcilaso. Él cierra su Histo-
ria general del Perú (donde en cada capítulo se cuenta la muerte
trágica de los participantes de la conquista) con la decapitación del
primer Túpac Amaru en el Cuzco. El relato es conocido: camino al
patíbulo un funcionario va enunciando a viva voz las culpas por las
que se le condena a muerte y este al oírlo le pide al fraile que lo
acompaña que le traduzca porque no entiende el castellano, es de-
cir, no entiende la lengua en la que están las razones por las que lo
van a matar. El hecho es en sí impresionante: esa decapitación
reúne todas las muertes ocurridas por y en la lengua que habla-
mos, transformando la totalidad de los Comentarios reales: cada
descripción del antiguo esplendor incaico, cada detalle de sus tem-
plos y de sus creencias, en los ornamentos fúnebres de unas exe-
quias. Pero esas exequias serán sobre todo una condición futura y
la ejecución relatada por Garcilaso significará todo aquello que
desde Poemas humanos hasta el Libro del sol de Josemari Recalde,
denominamos poesía peruana. Ella de una u otra forma continúa
interrogando a las palabras del idioma impuesto, a sus partículas
y modulaciones, a cada uno de sus acentos y silencios, para ver si
aún es posible traducir lo que Túpac Amaru no podía entender. Su
particularidad reside, frente a la poesía escrita en las otras pro-
vincias del castellano, en que en cada uno de sus autores, en cada
nuevo poeta, pareciera reiterarse hasta la extenuación, hasta el
deslumbre y la nueva caída, las señas de una decapitación y reco-
mienzo perpetuo.
Es lo que también me parece reafirma esta muestra. Su sínte-
sis y su exposición más alta está en el poema España, aparta de mí
este cáliz:
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Si cae –digo, es un decir– si cae


España, de la tierra para abajo (...)
¡Cómo vais a bajar las gradas del alfabeto
hasta la letra en que nació la pena!

Vallejo ve literalmente “la letra en que nació la pena”, y lo que


nos está diciendo entonces es que en estas tierras el dolor es inex-
tirpable porque está incrustado en las partículas mismas del idio-
ma que debíamos hablar. A partir de esa constatación me pareció
vislumbrar casi como en un sueño (de qué otra forma por lo demás
se puede hablar de poesía sino es bajo la forma de los sueños) que
la poesía peruana es aquella a la que le correspondió representar y
del modo más radical, en nombre de todas las otras escritas en las
distintas provincias del castellano, ese derrotero y, junto a él, el
desgarro que significa actuar en un idioma que nos da las pala-
bras, pero que simultáneamente es el origen de todo el silencio, o
lo que es lo mismo; que es el origen de todas las muertes, desmem-
bramientos y ejecuciones que representó para un futuro de ante-
mano cancelado la pregunta del último descendiente del trono In-
ca. En la última línea de esta muestra esa respuesta adquiere
nuevamente la forma de un sacrificio; el joven poeta Josemari Re-
calde muere quemado poco después de haber escrito en el poema
“Sermonen ad Mortuos”: “por eso incendio mi cuerpo”.
Es la marca que me parece central. Toda muestra colectiva de
poesía (y por supuesto ésta), se le dé el nombre que se le dé y sean
cuales sean los criterios que la fundamenten: los cortes que esta-
blezca, los autores que incorpore, es siempre un poema único e
inédito, no escrito hasta ese momento y el equívoco común de la
crítica reside en desconocer ese hecho básico. Los tiempos del poe-
ma son distintos al tiempo de una existencia o de generaciones en-
teras y la escritura que para Latinoamérica inicia esa decapitación
augural, debe ser también leída como un solo texto que permanen-
temente reitera la interrogación por la muerte al mismo tiempo
que no puede sino confirmarla. Los poemas incluidos en esta
muestra, diversos, babélicos, irremediablemente rotos, nos trazan
un sentido de lo real que no se puede desprender de la tragedia
que conlleva las palabras que lo nombran.

Algunas notas de lectura

Leer es en sí un abrazo imposible y los poetas a los que me re-


feriré más en extenso son aquellos que, junto con admirar profun-
damente, conozco de mejor manera. La circulación de los libros de
poesía incluso entre países vecinos como Perú y Chile es casi ine-
xistente y lamento este hecho. Así, uno de los poetas más vastos y
emblemáticos de hoy, Enrique Verástegui, encarna hasta sus ex-
tremos una nostalgia que es una sed por algo; por un orden, por
una armonía general de las cosas y de las palabras, que si está en
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alguna parte, como toda nostalgia no puede sino estar en el futuro.


Así, desde su temprano En los extramuros del mundo hasta sus
Ángelus y Ética, su poesía va trazando bajo la forma de un hori-
zonte utópico, un esfuerzo que quiere recogerlo todo, nombrarlo to-
do, reescribirlo todo, y cuya resolución final debe buscarse en la
belleza siempre irreparable que implican las derrotas. Lo conmo-
vedor de su obra, me atrevo a hablar de la soledad de su obra, de
su incomprensión, es que en ella sí están las claves cifradas de una
respuesta posible a ese sacrificio inaugural, a ese por qué debo, por
qué debemos morir. Como Vallejo, las derrotas del mundo son a
menudo un triunfo de la poesía y la escritura de Verástegui, su
alucinada amplitud, sus extremos, nos está mostrando la cara de
un futuro y de un idioma que le adeuda a todas sus víctimas, a to-
dos sus incomprendidos, a todos nuestros territorios, el rostro ra-
diante de sus ángeles nuevos.
En las antípodas de ese desborde, es lo que también representa,
y de un modo igualmente extraordinario, la poesía de José Wata-
nabe. En un libro contenido y a la vez infinito, Elogio del refrena-
miento, que reúne buena parte de su obra, Watanabe recorta en
poemas admirables el deseo de que esos poemas nunca hubiesen
sido escritos porque en un mundo pleno, todos, la humanidad ente-
ra, contemplaría al unísono la visión que el poeta está obligado a
trazar. Al revés de Verástegui –que quisiera que las palabras se
liberaran de su tragedia, de ese origen de la pena, y pudieran fi-
nalmente nombrar la luminosidad del mundo, la luz del mundo,
como se narra en los evangelios–, Watanabe al escribir esculturiza
el silencio desde el cual emerge como islas, como algo que es en sí
una resignación, el deslumbre instantáneo de su escritura infor-
mándonos que los poemas no serán nunca los poemas, que la deu-
da todavía incancelada que tienen las palabras con el mundo es
que ellas nos privan finalmente del mundo. Recorriendo una in-
fancia, una enfermedad, una pasión, los poemas de José Watanabe
nos revelan una fragilidad instalada en el centro de las cosas y que
fue la gran herencia de un idioma nutricio y a la vez culpable que
todavía no puede respondernos por qué se nos impuso una muerte:
Son blancas las calles bajo la tierra?
Saluda a mi hermano
Que levanté un manojo de pasto, así le dices.

Es esa lengua, la que en Watanabe pregunta si son blancas las


calles bajo la tierra, la que nos hace a todos reiterar el sacrificio
que inicia la literatura peruana. En dos extremos opuestos de la
misma trama, Watanabe y Verástegui nos dibujan la geografía de
un territorio que aún no ha cumplido con el rito de reparar sus
nombres.
Pero es a esa deuda, la de reparar los nombres dañados, a la
que desde los ángulos más diversos, pareciera apuntar permanen-
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temente la poesía peruana. Desde la escritura fracturada, extrema


y desollante de César Vallejo (y luego de Carlos Germán Belli),
hasta poetas tan decisivos como Antonio Cisneros y Rodolfo Hinos-
troza, los acentos han sido múltiples, pero ellos encuentran su
unidad en el dato contrahecho y duro de lo real. Es lo que me des-
lumbra y que para mí separa radicalmente esta poesía. En el caso
de esta muestra que comienza después de Cisneros e Hinostroza,
esa relación única, dura, continúa reiterándose mostrándonos una
deuda que sólo podría ser saldada si las palabras se reconcilian
con quienes las hablan.
Es lo que hace que la poesía de Mirko Lauer adquiera los ecos y
las resonancias de las grandes exequias. La amplitud de un poema
como Sobre vivir; su apropiación de los escenarios culturales, de la
historia, de los metarrelatos (como si Pound se juntara con la sun-
tuosidad de Saint John Perse) es también un reproche que desde el
poema se levanta contra las formas conciliatorias que la tradición
ha querido imponerle al ejercicio del arte. A diferencia de la agonía
extrema de Trilce donde cada palabra se rompe con la otra mos-
trándonos su perpetua tortura, los poemas de Mirko Lauer, polifó-
nicos, abarcadores, resplandecientes, parecieran preanunciar un
pacto futuro entre esta lengua y sus significados cuya apuesta,
como parece haberlo también querido la extraviada Carta al Rey
de Guamán Poma, es sobre todo la construcción de un nuevo
acuerdo. De allí sus apelaciones, sus referentes, sus citas, su om-
nipresencia, como si ningún sueño o imagen de ese torrente inaca-
bable de lo expresado pudiese perderse porque de ser así tampoco
podríamos encontrar las señales de regreso.
Pero la imposibilidad de ese regreso es el centro desde el cual
emerge el poema “Trismo” de Fin desierto y otros poemas de Mario
Montalbetti. Allí se nos muestra una travesía que es una travesía
escritural, pero sobre todo es la redimensión de un borde, su fija-
ción, y simultáneamente su punto de no retorno. La tensión de es-
te poema, sus reiteraciones, su precisión, resalta como uno de los
intentos más lúcidos de la poesía de hoy por definir dentro de los
límites del lenguaje lo que radicalmente, inexpresablemente está
desde siempre y para siempre fuera del lenguaje: la muerte. En
“Trismo” parecieran percibirse físicamente esos bordes, el dibujo
que los versos del poema en negro traza y recorta sobre la página
blanca, lo que se remarcaba de un modo explícito en la edición ori-
ginal de Fin desierto y otros poemas, publicada en Lima por Studio
A. Editores en 1995, y que consistía en una página desplegable de
cerca de 10 metros cruzado por letras de distintos tamaños (referi-
do en el estudio de William Rowe sobre la poesía de Montalbetti en
Siete ensayos sobre poesía latinoamericana). Toda la obra de Mon-
talbetti parece así cruzada por esa demarcación y por la búsqueda
de un lenguaje que debe alcanzar la máxima justeza, el absoluto
rigor, porque de antemano la lucha de todos los lenguajes está
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perdida: el borde blanco de la página, como el desierto peruano,


horadan hasta el silencio las vidas y las líneas que alcanzamos a
trazar. Mucho antes del final de “Trismo”:
[…] Entonces imaginamos
morir para vivir entre los muertos; más una vez resucitados
siempre hay algo que no resucita, una vez muertos
algo que no muere; y ese es el lastre del que no podemos
deshacernos, el clima, el peso muerto de la vida

sabemos que ese final nos está borrando en todos los bordes que
trazan las letras negras del poema.
En el anverso de Montalbetti (y de la diafanidad autorreflexiva
de Antonio Cillóniz, precisa hasta lo magistral en su libro Según la
sombra de los sueños), la poesía de Isaac Goldemberg ha asumido
desde el comienzo la construcción de un significado. Lo primero
que ella nos dice –como en su propia narrativa, como en la narra-
tiva en general– es que las frases ya están escritas, que las pala-
bras son más o menos esas, que la tradición nos ha entregado
también ciertas formas, porque sólo a partir de la certeza en ellas
podremos encontrar las significaciones que borrarían de un plu-
mazo las mismas palabras que anunciaron esas significaciones. Es
el tema de la resurrección. Lo que deslumbra de poemas como “La
última cena” o “Mail de Dios a los pueblos elegidos” es su fuerza, la
contracción de sus imágenes, pero incluso más allá de eso, es que
desde el lenguaje lo que se tematiza es finalmente la abolición de
todo lenguaje. Es una suerte de tentación de lo sagrado que tal
como en sus creyentes ocupa cuerpos concretos, también ocupa pa-
ra enunciarse las palabras que nos fueron dadas porque a ellas
también les está prometido encarnarse en un cuerpo nuevo. La
poesía de Goldemberg, la más radical de todas al plantear de he-
cho, en la concreción del poema, el absoluto acuerdo entre las pa-
labras y lo que nombran, recuerda el tema del soneto LXXVI de
Shakespeare (donde se nos dice precisamente que la única manera
de nombrar los sentimientos de siempre son las palabras que los
nombran desde siempre) y en su sentido más despojado y precario,
nos vuelve a decir que vivimos vidas incompletas, o lo que es lo
mismo, que vivimos vidas que requieren aún de la fe en los poe-
mas. Que en la palabra resurrección está efectivamente la resu-
rrección.
En un sentido figurado, esa posibilidad de resurrección es lo
que también puede leerse en José Antonio Mazzotti, salvo que esa
posibilidad nos remite a un orden textual. Es la apuesta por la po-
sibilidad de resignificar citando en el espacio de su escritura las
grandes escrituras que nos preceden. A diferencia de Mirko Lauer
y en el extremo opuesto de Goldemberg, Mazzotti realiza una suer-
te de reconstrucción que se va permanentemente erosionando,
arrasando como si en las grandes referencias, Dante, Petrarca,
DOS PRÓLOGOS, DOS TRADICIONES POÉTICAS 187

Góngora, estuvieran también los embriones del despojamiento que


originó la condena de hablar las palabras que se nos dijo que ha-
blarían. La poesía de Mazzotti revela el límite de una tensión ex-
traordinaria entre la concretud y el ideal de un sueño que ha sido
corrompido como si los espacios de la cultura sólo permitieran ser
revisitados a condición de que esa visita sea a destiempo. En parte
radica allí la conmoción de estos poemas, su multiformidad, sus
encarnaciones a la vez desoladas y radiantes como en “Francesca/
Infierno, V”. La convocación de ese universo de escrituras consa-
gradas hace presente una angustia cuyo origen no es discernible
porque el idioma sólo puede mostrarnos sus efectos. Lo que nos di-
ce entonces Mazzotti es que las grandes construcciones del len-
guaje, los grandes poemas, en dos palabras: los textos sacros que
debían hablarnos, sólo pueden hacerlo si primero pasan el tamiz
de una lengua que no está absuelta. Únicamente desde allí se pue-
de erguir una reconquistada pureza. En el final del poema “Como
pétalos abriéndose en la noche” es esa reconquistada pureza la que
habla.
Es lo que desde el babelismo del poema único de esta muestra
señalan los poemas de Enriqueta Beleván, donde la descripción de
un territorio y de un cuerpo se va transformando en su propia aura
revelándonos, de paso, una especie de deseo central de que sea la
escritura la que nos permita recomponer en parte los sitios siem-
pre convulsos y decapitados de lo real. A diferencia de los autores
marcados por el quiebre de los significantes, el lenguaje de Bele-
ván es directo porque lo que está en juego no es lo que nombra sino
los escenarios que se nombran. Su apelación no es tanto cultural
(una literatura, una tradición, en suma: una culpa) como mítica y
es lo que también, desde una mirada sorprendente, se desprende
de la obra de uno de los poetas y de una de las obras más innova-
doras y sorprendentes de la poesía hispanoamericana, El cielo que
me escribe, de Miguel Ángel Zapata. Lo que nos dice el título de es-
te libro es que si el cielo es el que escribe todo poema y toda poesía
más que una escritura es una ocupación; si el cielo escribe lo escri-
to será entonces un derrumbe, algo que se vacía para formar un
territorio, un escenario, unas vidas. La poesía de Miguel Ángel Za-
pata –que viene además a revivificar la tradición de la poesía en
prosa– es otra forma del no lugar, del sueño que el cielo sueña. Es-
cribe el cielo para que así a los que leen les sea posible reconocerse
en una distancia; la de los paraísos perdidos. Zapata describe un
espacio: un paisaje, unos personajes, para preguntarse desde allí
sobre la posibilidad de erigir un relato nuevo o, mejor dicho, para
saber si estos seres que somos, si estas vidas que hemos llegado a
ser, llegarán algún día a ser ocupadas por una historia nueva.
Raúl Mendizábal en su Dedeálade nos va trazando el retrato de
una cotidianeidad que reidentifica los mitos en las marcas urbanas
y en las imágenes de una juventud situada: su música, sus peque-
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ñas tareas domésticas, sus recorridos. Lejos de toda revisión culte-


ranista, los poemas de Mendizábal están cruzados por las referen-
cias que identifican un mundo, una época concreta, una ciudad y
que (como apunta José Antonio Mazzotti en su estudio Poéticas del
flujo), se recrea a partir de menciones explícitas: The Rolling Sto-
nes, The Animals, pero más hondamente todavía imponiendo un
ritmo, una sonoridad, un fraseo, mucho más cerca de Morrison,
Lennon o Bob Dylan (como se ve en un poema como “Prima Ju-
lianne”), que de lo que ortodoxamente habíamos entendido por li-
teratura. La nueva poesía que emerge, su frescura, su inmediatez,
su espontaneidad, levanta un tono nuevo que no había escuchado
antes de esta manera en la poesía en castellano. La obra de Men-
dizábal nos lleva a reconstruir, en una juventud particular, ese
viaje arcaico, en este caso el de miles y miles de jóvenes latinoame-
ricanos que emergieron en los 70 y 80, que siempre ha consistido
en imaginar que se pasa de una periferia a un centro. Dedeálade
es así un radiante fresco donde se nos recuerda que ser joven, o
mejor dicho, que toda juventud tiene la obligación de cumplir úni-
camente con dos deberes: el primero es el deber de ganar el mundo
y, el segundo, muchísimo más importante que el primero, es el de-
ber de perderlo.
Si Dedeálade nos retrata una periferia y su viaje imaginario a
un centro, Maurizio Medo (como coautor de esta muestra se había
excluido, el que esté acá fue mi imposición tajante), asume todos
los signos del hibridaje, de la transculturización y del arribo. Así
poemas como “Nupziale (1)” crean un ámbito que nos muestra que
la poesía es a fin de cuentas el intento más conmovedor y desespe-
rado por llegar a una excepción deslumbradora. A aquella excep-
ción que le dé a la precariedad de nuestros cuerpos y a la angustia
de su desmembramiento, un relato que ya no requiera del lengua-
je, es decir, que ya no precise de la historia del malentendido. El
conjunto de la obra de Medo expone así el deseo de ser efectiva-
mente el cuerpo que se nombra, no su representación, no su fone-
ma, sino esa Lu que se nombra en El hábito elemental. Sus versos
se rompen abruptamente, se tarjan de golpe para amarrase asfi-
xiándose al que sigue porque la experiencia humana (aquella que
nos fue otorgada en esta tierra, en este mundo, en estos Perú) no
admite al parecer sino una sintaxis rota, un encabalgamiento que
surge cuando ya todo parece perdido. Como en Trilce, la extraordi-
naria concretud de esta poesía nos hace ver que las palabras son
los paliativos más dramáticos y tal vez esplendorosos de la carne,
pero que son únicamente paliativos. Las palabras jamás son el
dolor, pero no nos privan del dolor. Pocas veces como en la obra de
Maurizio Medo una poesía nos muestra esa lucha sin cuartel que
las palabras entablan con la concreción impronunciable de la vida.
Eso es lo que un ser humano real mira, ve. Estos poemas parecie-
ran así no soportar la tensión entre la experiencia (eso que está
DOS PRÓLOGOS, DOS TRADICIONES POÉTICAS 189

allí atascado, irreductible, como una piedra) y las palabras que


sólo podrán decirnos que lo único que debiera ser visible para to-
dos, en este instante, en todos los instantes del mundo, es refrac-
tario a las palabras.
En eso consiste también la gran poesía peruana; la poesía de la
ruptura de las palabras como si fueran músculos que se desgarran
porque ellas deben necesariamente pagarles un tributo a la dureza
de la tierra, a las piedras de esa tierra, a esa terquedad y mudez
omnipresente, que subyace también bajo la explosión de los len-
guajes urbanos, erotizados, multifacéticos, cultos y a la vez jer-
guísticos, de los extraordinarios Noches de adrenalina y Secuestro
en el jardín de las rosas de Carmen Ollé y Dalmacia Ruiz-Rosas,
respectivamente, como en la amplitud épica y refundacional de
Willi Gómez y Miguel Idelfonso. Ellos nos muestran una fuerza
que recoge los más amplios espectros y referencias, en un afán a la
vez desmembrador y totalizante que reitera el tema de la nostalgia
y, detrás de ella, el sacrificio siempre expuesto de un idioma que
carece de palabras que nos eviten aunque sea en parte el dolor. En
una de las manifestaciones más brillantes de hoy, Eucaristía, Ró-
ger Santiváñez señala los vislumbres de una ruta, de un nuevo rito
sacrificial, que no se había expresado de esta forma antes.
Es el sacrificio y la redención de las palabras culpables. Toda
la obra de Santiváñez está atravesada por una expresionalidad,
por un modo de nombrar (Lima, mapas de lugares concretos, ba-
rrios, situaciones) que permanentemente se vuelca contra sí mis-
mo como si sus quiebres, sus entrecruzamientos, sus jergas, repro-
dujesen la multiplicidad de heridas que el lenguaje impuesto está
condenado a reiterar. El resultado es deslumbrante: los poemas de
Eucaristía se asemejan a flores que brillaran en el abismo. Su lu-
minosidad, lo proverbial de ellos, es que nos devuelven las mismas
heridas pero ahora transformadas precisamente en una eucaristía.
Su poder transformador levanta la imagen final de una posible re-
dención, que no es otra que la de una realidad que terminará ase-
mejándose a la delicadeza extrema que implica escribir poemas en
medio de un universo devastado y devastador.
Esa contracción entre palabra y lo que esta nombra es también,
me parece, lo que se deja entrever en las resignificaciones múlti-
ples del espacio del poema en lo que he podido leer recién ahora de
las obras de Magdalena Chocano, Lorenzo Helguero, José Pancor-
vo, Porfirio Mamani, Rafael Espinoza, Rodrigo Quijano y de otros
también notorios como Manuel Liendo, Rossella Di Paolo, Roxana
Crisólogo, Rocío Silva Santisteban, Oscar Limache o Jorge Frisan-
cho. Está también la carga iniciática de Luis Fernando Chueca y la
experiencia metafísica y a la vez cotidiana de ese remarcable libro
que es Retratos de un caído resplandor de Carlos López Degregori.
La otra gran respuesta es la que abre Domingo de Ramos. Su in-
creíble potencia, su poder testimonial, su amplitud, hacen que su
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obra desde Pastor de perros hasta Las cenizas de Altamira surja


hoy como una de las mayores contribuciones que la poesía peruana
le está entregando a esta deriva que continúa representándonos en
un sacrificio único y plural.
Es más o menos eso. La poesía escrita en el Perú me conmocio-
na y lo que aquí he precariamente anotado quisiera ser sobre todo
un abrazo. Sé que suena retórico, pero quisiera ser sobre todo un
abrazo. Por eso incendio mi cuerpo.

II. NUEVA POESÍA CHILENA Y REESCRITURA DEL


CANTO GENERAL

El libro Desencanto Personal: reescritura de Canto General de


Pablo Neruda, publicado el 2004 en Santiago por Editorial Cuarto
Propio, reunió las voces de 10 poetas chilenos nacidos entre 1979 y
1982, quienes, bajo la dirección de otro poeta apenas mayor, Javier
Bello (1972), se propusieron una reescritura del Canto General de
Pablo Neruda. El resultado es asombroso y el cambio de las pala-
bras “canto” por “desencanto” y “general” por “personal” de su tí-
tulo es en sí una síntesis. Como es sabido, Canto General fue pu-
blicado hace poco más de medio siglo, en 1950, en México, y ha si-
do una referencia permanente. Es el poema más emblemático de la
poesía hispanoamericana y su escritura marca tanto una época
como un estilo de vislumbrar el futuro. Sea cual sea el juicio crítico
que hoy se pueda tener acerca de él, lo cierto es que resulta impo-
sible eludirlo: su negación es parte de su presencia, su olvido es
parte de su memoria, su voz es también parte –aunque su autor
entonces no lo supiera– de lo más despojado de una mudez insta-
lada en nuestro corazón, en nuestra perplejidad y en nuestra exis-
tencia.
Los nuevos jóvenes al reinterpretarlo lo hacen desde un mundo
que es otro y donde el único canto al que son invitados es a aquel
que muestra la paradoja de muertes sin aura, sin cantos genera-
les, sin resurrecciones. Felipe Ruiz, uno de los presentes en ese li-
bro, lo sintetiza al referirse a Alturas de Macchu Picchu –su poema
se llama “Un poema, una canción” (Desencanto Personal: reescritu-
ra de General de Pablo Neruda, 136)– no como el más célebre poe-
ma del Canto nerudiano, sino como la popular canción que a partir
de su letra hizo el conjunto chileno “Los Jaivas”, resumiendo así
un renovado vigor y embelesamiento: el de los millones que conti-
núan escuchándolo, pero ahora bajo los convulsos movimientos del
baile. Los jóvenes poetas recogen el poema nerudiano desde un to-
no y una jerga donde las frases pueden romperse, triturarse, pero
también cruzar hacia un deseo nuevo, hacia una alegría o una tris-
teza nueva que a veces también tomó la forma de un resplandor.
Lo primero entonces que llama la atención de esta reescritura es el
DOS PRÓLOGOS, DOS TRADICIONES POÉTICAS 191

fulgor de una nostalgia feroz e irredimible; la nostalgia de algo que


no ha sucedido, la nostalgia de algo que no los espera –que no es-
pera posiblemente a nadie– pero que siempre ha estado allí sólo
para que generaciones tras generaciones, jóvenes tras jóvenes,
continúen maravillándose y haciéndose pedazos en el espectáculo
permanente de su pérdida. Pablo Neruda habló de un futuro, estos
jóvenes tienen una ventaja sobre él: saben –y lo saben ahora, hoy,
en este minuto– que ese futuro no es sino la máscara de un sueño
que nunca ha encontrado la forma de su noche.
Sobrevivientes de ese sueño demasiado luminoso, los poetas
que aquí releen el Canto General lo hacen con la conciencia de que
para hacerlo fue preciso atravesar la Muerte General y pagar los
costos por ello. Estas voces recogen ese ensayo de sobrevivencia y
son conmovedoras. Mejor dicho: sus lenguajes de la orfandad, de la
muerte y de la sobrevivencia no pueden sino conmover porque,
como si lo hiciesen ex profeso, nos muestran que la desgracia está
allí porque también es necesaria para sentir el latido del otro, de
uno mismo y si acaso, tal vez, de eso que insistimos en llamar
mundo. Lo que ha emergido así, es una épica que no le atañe ya a
la historia sino al espacio que media entre un yo y un tú. A un yo
que desde todas sus incertezas y rupturas, emprende el largo viaje
hacia un tú. El archifamoso “Sube a nacer conmigo hermano” de la
canción del grupo “Los Jaivas” y de Alturas de Macchu Picchu, ha
dejado de ser el paso de la muerte a la vida, de la noche al día, pa-
ra mostrarnos el recorrido de una noche que transita hacia la pe-
sadilla paradójicamente ansiada de otra noche. Las voces de estos
nuevos poetas nos hablan del vacío de una colectividad que aban-
donó las certezas, como de una vitalidad que requiere sobre todo
de otro, que reclama a ese otro, su cara, su forma, su cuerpo, por-
que en ese viaje está finalmente contenida toda la inmensidad del
deseo humano: el deseo por alguien, el deseo de un baile, el deseo
de una sociedad justa y alucinada. El deseo de un tú alucinado. Es
lo que retrata la más reciente poesía de Chile cuya masividad y
contundencia no estaba en absoluto contemplada.
Es en síntesis esto: en los últimos diez años, es decir, en el
Chile de la post-dictadura ha emergido una cantidad enorme de
nuevos (y notables) poetas, todos nacidos a partir de 1970, que ha-
ce evidente un fenómeno literario cuya amplitud y diversidad pa-
reciera sólo parangonable a ese otro período de gran creatividad de
la poesía escrita en Chile y que, a grandes rasgos, puede situarse
entre la aparición de Los gemidos de Pablo de Rokha y Desolación
de Gabriela Mistral en 1922 y la irrupción de la antipoesía de Ni-
canor Parra formulada por primera vez en Poemas y Antipoemas
de 1954. Este retorno masivo a la poesía no deja de sorprender. Es
como si por segunda vez se asistiera a la construcción de una nue-
va gran obra: al Canto nerudiano o los Cantares de Pound, pero no
ya como el producto de un autor único y omnisciente, sino como un
192 RAÚL ZURITA

poema colectivo que en su pluralidad contiene un sinnúmero de


registros, de entradas y formas.1
Como decíamos, el fenómeno es sorprendente. La poesía ha sido
el arte mayor de Chile y su abrupta aparición constituyó uno de los
hechos más resaltantes de la literatura en castellano del siglo re-
cién pasado. Más cerca de la noción de paradigma de Kuhn que de
las teorías generacionales, esa poesía no surgió como resultado de
un desarrollo calmo y continuo sino, al contrario, a través de ver-
daderos terremotos, de cataclismos que sucesivamente iban po-
niendo en cuestión todo lo anterior. Así, en un lapso poco mayor de
20 años en la primera mitad del recién siglo pasado y sin que nada
(ni una literatura, ni un pasado, ni una historia) las hiciesen pre-
sagiar, aparecieron autores y obras tan rotundas como las de Ga-
briela Mistral, Vicente Huidobro, Pablo de Rokha, Pablo Neruda y
más allá, junto a muchos otros: Rosamel del Valle, Humberto Díaz
Casanueva, Eduardo Anguita y Gonzalo Rojas. Cada uno de ellos
realizó un gesto extremo: levantar poéticas totales llevadas hasta
el límite de sus consecuencias, donde el mundo parece ser refun-
dado permanentemente. En los cincuenta otra escritura radical: la
antipoesía de Nicanor Parra, junto con plantearse la antítesis de
las formas anteriores reformula con un proyecto igualmente ex-
tremo –la demolición del poema– el itinerario de lo hasta entonces
leído. Está claro que para toda literatura la patria común es siem-
pre un idioma, pero es también la eminencia de una globalización
que puede resultar arrasadora, lo que hace que la particularidad
de la poesía escrita en Chile adquiera un fulgor a la vez dramático
y esplendente.
Esa particularidad no es en sí explicable, pero quizás tiene que
ver con una comprobación: Chile mucho antes de ser un país fue
un poema. Eso es lo que significa La Araucana de Alonso de Erci-
lla2. Ella nos señala en última instancia que, no se sabe si como un
atributo o como una tragedia, Chile carece de otra historia que no
sea la historia de su poesía. En todo caso, lo cierto es que todo lo
escrito en nuestra lengua con posterioridad al siglo de oro y a la
épica de Ercilla fue literalmente borrado y esto porque hasta Ru-
bén Darío nada hubo en el castellano de los últimos trescientos
años, ningún autor, ningún poema, ninguna obra que pueda expli-
car la gran poesía que emergió en Latinoamérica y particularmen-
te en este territorio.
Así al lado de esa columna medular que es César Vallejo, obras
como Tala de Gabriela Mistral, Los gemidos de Pablo de Rokha,
Altazor de Vicente Huidobro, Residencia en la tierra de Pablo Ne-
ruda, Poemas y antipoemas de Nicanor Parra, Venus en el pudri-
dero de Eduardo Anguita y los poemas mayores de Oscuro de Gon-
zalo Rojas, representan algo de una magnitud que no puede prede-
cirse sencillamente porque nada existe ni en un idioma ni en lo
que se denomina un ser humano que pueda contener siquiera la
DOS PRÓLOGOS, DOS TRADICIONES POÉTICAS 193

posibilidad de que esas obras hayan sido escritas. Y sin embargo


fueron escritas.
Esta poesía ha emergido así a través de irrupciones bruscas
durante períodos concretos de tiempo, que han afirmado de una u
otra manera lo que se puede entender por una tradición. La de la
poesía escrita en Chile pasa por las obras nombradas, sus antece-
dentes están en otras literaturas y su equivalencia no se encuentra
en una poesía que fuera su continuidad sino en la novela. Fueron
los narradores hispanoamericanos: Rulfo, García Márquez, Cortá-
zar, Carpentier, Vargas Llosa, Fuentes, Donoso, Onetti, quienes
sostuvieron la vastedad y el riesgo de esos poetas inaugurales,
mientras gran parte de la poesía que debía continuarlos parecía
volverse cada vez más pequeña, más privada y autorreferente, casi
como si se acomplejara. A fin de cuentas es un asunto de escalas:
así libros como Pedro Páramo, Cien años de soledad, Rayuela, La
casa verde, El obsceno pájaro de la noche, Terra Nostra, entre
otros, se constituyeron en los nuevos grandes referentes, en los
nuevos cantos generales, en los nuevos Trilce, evidenciándonos de
paso que en la escritura, que en la creación en general, no son in-
frecuentes las metamorfosis y que a un movimiento pletórico en un
campo le suceda en otro un período de empequeñecimiento y vacío.
Con notorias excepciones es lo que, en general, pareció ocurrirle
a la poesía hispanoamericana después de las experiencias límites y
opuestas de Nicanor Parra y de ese último gran poema que es Pa-
radiso de Lezama Lima. Nada hace presagiar el nacimiento de una
obra nueva hasta que se está frente a ella y la constatación en
Chile de ese hecho se ha vuelto hoy impresionante. El hecho escue-
to es que los nuevos autores a los que nos referimos no estaban
contemplados. Mejor dicho; que ellos surgen cuando, de un modo
mucho más visible que medio siglo atrás, nada hay en el Chile de
la post dictadura, en su neoliberalismo a ultranza, en su cultura,
que no nos esté mostrando que la poesía es hoy prácticamente un
acto imposible. Al menos por un tiempo toda gran obra anula el
porvenir y en cierto sentido asesina a quienes debían continuarlos.
En la poesía chilena ocurrió exactamente eso. Se trata entonces de
un corte fulminante y nítido: ese tiempo ha tocado a su fin y los
pocos y extraordinarios poemas que surgieron en el intertanto
(como las descollantes obras de José Ángel Cuevas y Diego Ma-
quieira) pueden ahora ser revisitados también como anuncios. Lo
que estos nuevos poetas han traído es una vitalidad que se había
perdido y una nueva certeza. No la certeza en un mundo que fi-
nalmente debía prevalecer, como en el Canto General de Neruda,
sino la certeza en la poesía precisamente en una sociedad que pa-
recía haber sentenciado la muerte del poema. Es lo que sintetiza el
final del poema Un panorama de Germán Carrasco publicado en
su libro Calas3:
194 RAÚL ZURITA

El canto debe hacer surf


en el oleaje de la mente.

El poema camina por una cuerda floja


en un circo que no cumple con las mínimas
medidas de seguridad.

El poema de Carrasco es en sí una estética, un testimonio y


una denuncia y, junto a obras como las de Javier Bello, Rosario
Concha y Héctor Hernández Montecinos, quizás los poetas más re-
conocidos de esta nueva saga, demarca el abismo que separa la
poesía que ha emergido (y que continúa emergiendo) de la ante-
rior. Las estéticas y los discursos son múltiples y la contundencia
de sus voces recoge las líneas y ecos más diversos. Las imitaciones
acríticas a Nicanor Parra han desaparecido y entre los múltiples y
contrapuestos referentes a los que estos poetas acuden, entre los
autores chilenos pueden citarse tanto los redescubiertos poetas de
raíz metafísica o surrealista que la antipoesía había prematura-
mente cancelado como Rosamel del Valle, Humberto Díaz Casa-
nueva, Jorge Cáceres, Eduardo Anguita, las poéticas radicales del
habla de los nombrados José Ángel Cuevas y su Poesía de la comi-
sión liquidadora y Diego Maquieira con La Tirana, la novelística
radical de Diamela Eltit (especialmente de su primer libro: Lum-
périca), la despersonalización y experimentalismo de La nueva no-
vela de Juan Luis Martínez y de La ciudad de Gonzalo Millán, la
poesía de corte existencial de libros como La pieza oscura de Enri-
que Lihn, como las experiencias multidisciplinarias de arte público
y político del grupo CADA (siglas del Colectivo de acciones de arte,
fundado en 1979 por Raúl Zurita, Diamela Eltit, Lotty Rosenfeld,
Ignacio Balcells y Juan Castillo). De nuevo vuelven a plantearse
proyectos totales, de vasto aliento y de un riego estético sumo que
borran las fronteras entre las distintas artes y que integran, en
muchos casos, la poesía en su forma ortodoxa con la performance,
el video, la música, la creación en red y el poder omnipresente de
la oralidad, como si ser expuestas frente a grandes públicos –al
igual que en los conciertos rock– fuese inseparable de su escritura.
Por otra parte, la amplitud de experiencias, de situaciones y de
voces que abarcan es igualmente rotunda, como si por segunda vez
y también en un arco no mayor de quince años, hubiese surgido un
mundo no antes escrito y que continúa expandiéndose en una ge-
neración de poetas más jóvenes aún. Como decíamos, los tonos son
múltiples y van desde el desborde barroco, alucinatorio y desga-
rrado de Fulgor del Vacío de Javier Bello, el esplendor de los len-
guajes de Al final de lo lejos de Cristián Gómez y del experimenta-
lismo convulsionante de Analfabeta de Antonio Silva, hasta la sín-
tesis máxima, lacerada, de Tanatorio de Edmundo Condon, Thera
de Kurt Folch, y de los más hirientes y contenidos poemas de La
enfermedad del dolor de Alejandra González (197):
DOS PRÓLOGOS, DOS TRADICIONES POÉTICAS 195

Al final
una termina
masturbándose
con un pedazo de espejo

se rompe
se sangra

Así en una descripción sumaria (y por ende inevitablemente


parcial) esta poesía va desde los poemas ortodoxamente métricos
de Rafael Rubio quien al reocupar las formas clásicas, como Oscar
Hahn y Carlos Germán Belli, les otorga una tonalidad no oída an-
tes, solemne y lúdica a la vez, hasta la multiplicidad de registros
coloquiales, cultos, jerguísticos, de Germán Carrasco, o desacrali-
zadores de libros como Boca debajo de Elizabeth Oria y su poema
“No durmió en Menphis” que, referido a Elvis Presley, constituye
el que es posiblemente el epitafio más desolado de una época (134):
(…) Besó mis rodillas
Estaba más feo Tenía más años Lloró en mis pechos
Fumó demasiado hablaba poco Reía menos
No apretaba lo suficiente como en las películas

Lo encontré de ocasión

No me quería

No resistió hasta la mañana

Esa desacralización se hace presente también en Aniversario y


otros poemas de Matías Rivas, cuya demoledora referencialidad
puede apreciarse en poemas como “Señora Gabriela Mistral” (46):
Su piedad piadosa de virgen violada,
de reina de los afligidos y madre de leche roja,
escasa como densa, señora de pocos aspavientos,
nadie le va a negar el lugar suyo en la corte de
los presumidos señores de la lengua.
Aunque se derramaran hordas de ira contra
su gusto a clavo muerto y se encendieran piras
con sus libros, sería sólo por vernos reflejados
en el espejo infeliz de un niño mordiendo
su propia mano.
Nadie se espanta, sin embargo, con las cascadas
de letras que aterran el decir.
Nadie sumerge su cara en el agua quebrada
de su lirismo de veguina del Siglo de Oro.
Señora, usted, que masca la lengua de llanto
y reza en acaloradas iglesias plegarias de viva,
disculpe la torpeza de los alcaldes y del mundo
cultural; usted ya no es una estatua, su gusto
a nada parecido es el sostén de los peñones
más duros de nuestro idioma. Una vieja para Chile,
qué honor.
196 RAÚL ZURITA

Pero al lado de las propuestas desmitificadoras de poetas como


los referidos, se encuentran los nuevos planteamientos épicos (co-
mo en un Saint John Perse inesperado) de Las extensiones de
Carlos Baier y Teseo en el mar hacia Cartagena de Marcelo Gua-
jardo y neorrománticas de Sol de acero de Rodrigo Rojas y Zen pa-
ra peatones de David Bustos, los microrrelatos de Especies inten-
cionales de Andrés Anwandter y Mudanza de Alejandro Zambra,
junto y la renovada poesía testimonial de obras como Los coros
desterrados de Christián Formoso y El ojo de vidrio de Juan Paulo
Wirimilla. Por otra parte están las grandes construcciones unita-
rias, de raigambre metafísica como Tres bóvedas de Leonardo
Sanhueza, Escrito en Braille de Alejandra del Río y la estructura
dramática y coral de Metamorfosis de un animal sin Paraíso de
Julio Espinoza Guerra junto a la desfachatez irónica, rockera y fi-
nalmente triste de De amor y de balas de Benjamín Aguayo.
Similarmente están las obras que van de la total despersonali-
zación como en Adornos en el espacio vacío de Gustavo Barrera y
Números del reo de Gabriel Silva hasta aquellas que asumiendo a
Alejandra Pizarnik establecen un lirismo del yo que roza la ilumi-
nación como en Cartografía del éter de Damsi Figueroa, Cacería de
Lila Díaz y, más extremada aún, en las radiantes síntesis de Fren-
te al fuego de Rosario Concha (212):
Saboreando la sustancia
de existir no siendo
más que un alma entre dos pechos

Entre los más jóvenes, y en medio de una verdadera explosión


de nuevos autores, formas y lenguajes que se producen a partir del
2000, se puede –por ahora– citar la nueva sentimentalidad (derro-
tada, urbana, conmovedora) de Gran Avenida de Gladys González,
la textura onírica, casi fílmica, de La Insistencia de Carmen Gar-
cía, la ferocidad jerguística y agónica de libros como El barrio de
los niños malos de Pablo Paredes, Completa de Paula Ilabaca y el
nombrado Bajezas de Machu Picchu de Felipe Ruiz, al lado de las
experiencias de un hibridismo textual llevado a sus consecuencias
extremas, orgiásticas y disolutorias en los poemas de los extraor-
dinarios Diego Ramírez Gajardo y Héctor Hernández Montecinos,
quien a los 23 años es autor de tres libros unitarios: No!, Este libro
se llama como el que antes escribí y El barro lírico de los mundos
interiores más oscuros que la luz, cuya monumentalidad (son más
de mil páginas), representa una de las propuestas más extremas
de la poesía chilena de hoy. Es precisamente un poema de Her-
nández Montecinos referido a la violación del padre el que mejor
retrata el clima en que esta nueva poesía ha emergido, mostrán-
donos de paso el duro aprendizaje de un país sobre el cual aún
pende, y contra todos los intentos de cancelarla, la sombra del cri-
DOS PRÓLOGOS, DOS TRADICIONES POÉTICAS 197

men, de la tortura y de la abyección (232):


Padre nuestro
Padre mío
que estuviste en mi cama
porque mis sábanas fueron nubes
y en ellas ondeaba la sangre
de mi penetrante genealogía
que jamás ensuciado sea tu nombre
ni mi apellido
me llevaste a tu reino púbico
con tu cetro de sándalo
condecoraste mi indecencia
hiciste mi voluntad la tuya
mis piernas y mi boca
me diste mi origen cada noche
sobre mi espalda
perdonaste mi estupidez
y no me dejaste caer en otras manos
que fueran ajenas
mi violador amado
mi rompedor de la piel
me liberaste de la infancia dolorosa
Padre nuestro
señor mío
a la edad de trece años me hiciste parte del Amanecer

Estos poetas representan así una escritura urgente, de ahora, y


los consabidos argumentos estadísticos que se esgrimen para se-
ñalar que de todos los que escriben poesía son muy pocos los que
finalmente sobreviven, no le restan un átomo a la concretud, poder
y vigencia de los poemas que los nuevos jóvenes están escribiendo.
Al mismo tiempo, como se señalaba más arriba, hay en el conjunto
–en la cantidad de poetas nuevos, en la contundencia de sus len-
guajes, en la irrupción definitiva de poetas mujeres– algo que los
sobrepasa, un efecto total que no puede reducirse al concepto co-
mún de autor. Ellos obligan a remirar lo que se ha escrito desde
Nicanor Parra hasta hoy y entender que lo que está emergiendo es
en definitiva una era nueva de la que es muy poco lo que se puede
vaticinar. Nada existe, decíamos, en el Chile de hoy que pudiese
favorecer la aparición de estas obras y ellas sin embargo plena-
mente están aquí, mostrándonos el centro de una profunda inco-
modidad, de una extrañeza de que lo social está hoy menos que
nunca en condiciones de responder porque sus sueños (como sus
pesadillas) no encuentran ni en la política, ni en la cultura, ni en
la economía, seres sociales que las encarnen. Los poemas que
emergen –desollantes y desesperados, irremediablemente bellos–
están cumpliendo con el vaticinio de ver constituirse un mundo
que no se ha querido. Ellos representan la deserción del suicidio
(la pérdida de su aura), la travesía de un infierno mudo y sin pala-
bras (el Chile de la post dictadura jamás podría pensarse a sí
198 RAÚL ZURITA

mismo como un infierno) y nos muestra el nuevo sujeto que surge


desde la suspensión de lo colectivo, o si se quiere, de la suspensión
de lo colectivo tal como fue entendido en Latinoamérica hasta las
postrimerías del siglo XX.
Así como Ercilla definió un poema que mucho después sería un
país, la poesía que aquí se está escribiendo nos traza el esbozo de
algo que inevitablemente será el mundo, es decir, nos traza el iti-
nerario de la nueva forma con que se entenderán los hombres y
por ende nombra una ciudad nueva. En síntesis: nombra algo que
emergerá, que no tiene otra posibilidad que la de emerger. En uno
de los poemas más superlativos de esta nueva saga: Baile general
de los niños, el joven poeta Diego Ramírez Gajardo, le responde al
Canto General de Neruda con la imagen de una resplandeciente
noche, de un baile cuya alegría es proponernos la construcción de
un nuevo deseo y de una nueva ternura. El poema apareció en De-
sencanto Personal (179-199) y en él se nos habla de los ritos del
abandono; literalmente se nos informa que: “En este baile sólo in-
vitamos a los que respetan el rito del abandono” (Cantares: 287) y,
ya al finalizar –apelando a un sueño que es en sí un futuro– quien
habla le pide a la historia general de Chile que aprenda a bailar
con él. Tal vez –pero aún es pronto para saberlo– esa frase conten-
ga un destino.

NOTAS:
1. La idea de un poema de autoría múltiple está planteada en Zurita (2004:
10ss.). Véase también Véjar (2003) y Lange (2005: 19).
2. La relación Ercilla e historia está analizada extensamente en Jocelyn-Holt
(2004: 338ss).
3. En Raúl Zurita: Cantares, pp. 19-22. En adelante toda página entre parén-
tesis refiere a esta antología.

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