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Cuando los sistemas de incentivos fallan, no culpe al programa


sino a las premisas.

¿Por qué los planes de incentivos


no pueden funcionar?
Por Alfie Kohn

Es difícil sobrestimar la medida en que la mayoría de los gerentes y sus asesores cree
en el poder redentor de los incentivos. De hecho, la gran mayoría de empresas
estadounidenses utiliza algún programa de incentivos para motivar a los empleados,
enlazando la remuneración con uno u otro índice de rendimiento. Pero más llamativa es
la creencia – rara vez analizada – que las personas hacen un mejor trabajo si se les
promete algún tipo de incentivo. Esta suposición y las prácticas asociadas son muy
extensas, aunque una creciente evidencia respalda la opinión contraria. Según
numerosos estudios de laboratorio, lugares de trabajo, aulas de clase y otros entornos,
los premios típicamente contrarrestan los mismos procesos que deben acentuar. Estas
conclusiones afirman que el fracaso de los programas de incentivos se debe menos a
alguna anomalía del programa, que a la falla de las suposiciones sicológicas que
fundamentan tales programas.

Cumplimiento Temporal
La teoría de comportamiento, derivada del trabajo con animales de laboratorio, es
indirectamente responsable de tales programas, como el pago por unidad de trabajo
que se da a los empleados de fábrica, las opciones de compra de acciones que se dan
a los altos ejecutivos, los privilegios acordados a los empleados del mes, y las
comisiones para el personal de ventas. De hecho, el trabajo de innumerables asesores
se basa en crear bonificaciones innovadoras para tentar a los empleados. El dinero, las
vacaciones, los banquetes, las placas – la lista de variaciones de este simple modelo de
comportamiento y motivación no conoce límites. Hoy en día, inclusive las personas
consideradas vanguardistas, y aquellas que promueven el trabajo en equipo, la
gerencia participativa, el mejoramiento continuado y otros – recomiendan el uso de
premios para lograr los comportamientos deseados. Lo que usamos como soborno para
alcanzar nuestras metas habrá cambiado, pero la dependencia en el soborno y en la
doctrina del comportamiento, en nada ha cambiado. Además, los pocos artículos que
critican los planes de incentivos, inevitablemente se limitan a los detalles de su
implementación. Según estos artículos, tan sólo hace falta hacer pequeñas
modificaciones a los cálculos, y en la entrega de incentivos – o posiblemente contratar
al autor como asesor – y el problema quedará resuelto.1 Tal como afirmó Herbert H.
Meyer, profesor emérito del Departamento de Sicología del College of Social and
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Alfie Kohn es autor de cuatro libros, incluyendo, “No Contest: The Case Against Competition” (No hay
caso: el caso en contra de la competencia), y el recién publicado “Punished by Rewards:: The Trouble
with Gold Stars, Incentive Plans, A’s, Praise, and Other Bribes” (Castigado por las recompensas: el
problema con las estrellas de oro, planes de incentivo, calificaciones, alabanzas y otros sobornos), del
cual este artículo se adapta. Kohn dicta en universidades, congresos y empresas sobre la educación y la
gerencia.
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Behavioral Sciences, de la Universidad de Florida: “Cualquiera que lea la literatura


sobre este tema, publicada hace 20 años, encontrará que los artículos son casi
idénticos a los de hoy en día”. Esa evaluación, la cual habría podido escribirse esta
mañana, se ofreció en 1975. En casi 40 años, la filosofía en nada ha cambiado.

¿Acaso sirven los premios? La respuesta depende de la definición que le damos a


“servir”. La investigación demuestra que, en términos generales, los premios logran una
sola cosa: un cumplimiento temporal. Cuando se trata de producir cambios duraderos
en actitudes y comportamientos, sin embargo, tanto los premios como los castigos son
poco efectivos. Una vez que se acaban los premios, las personas regresan a sus
antiguos comportamientos. Los estudios indican que los incentivos para bajar de peso,
dejar de fumar, usar cinturones de seguridad, o (en el caso de niños) actuar
generosamente, además de ser menos efectivos que otras estrategias, muchas veces
son peores que no ofrecer nada. Los incentivos, una versión de lo que los sicólogos
llaman “motivadores extrínsecos”, no alteran las actitudes que fundamentan nuestros
comportamientos. No crean un compromiso duradero para con algún valor o acción. Por
el contrario, los incentivos meramente (y transitoriamente) cambian lo que hacemos.

En cuanto a la productividad, por lo menos dos docenas de estudios a través de las


últimas décadas han demostrado en forma fehaciente que las personas que esperan
recibir un premio por completar una tarea, o por realizarla con éxito, simplemente no lo
hacen igual de bien que aquellos que no esperan ningún premio. Estos estudios
examinan los premios para niños, hombres y mujeres, e incluyen tareas desde la
memorización de datos hasta la solución creativa de problemas y el diseño de los
colage. En términos generales, entre más sofisticación cognitiva y razonamiento abierto
requeridos, peor es el rendimiento de aquellas personas que trabajan por un premio.
Más interesante aún, los investigadores en sí muchas veces quedan sorprendidos. Ellos
suponían que los premios producirían mejor trabajo, pero descubrieron lo contrario. La
pregunta que deben hacerse los gerentes es si los incentivos pueden funcionar, cuando
los motivadores extrínsecos generalmente no funcionan. Desafortunadamente, y tal
como ha anotado el autor G. Douglas Jenkins, Jr., la mayoría de los estudios
organizacionales hasta la fecha – como los artículos publicados – tienden a “enfocarse
en las variaciones de los incentivos, y no en la capacidad del pago basado en el
rendimiento, de mejorar tal rendimiento”.

Diversos estudios, sin embargo, han cuestionado el pago – especialmente a nivel


ejecutivo – su supuesta relación con la rentabilidad de la empresa, y otras mediciones
de rendimiento organizacional. A menudo se han encontrado correlaciones pobres o
inclusive negativas entre el pago y el rendimiento. Típicamente, la ausencia de tales
relaciones se interpreta como evidencia de enlaces entre el pago y algún otro factor,
diferente al esmero con que se trabaja. No obstante, la mayoría de estos estudios bien
podrían respaldar una concusión diferente – una que invierte la flecha de causa-efecto.
Posiblemente lo que estos estudios revelan, es que más dinero no forzosamente
produce un mejor rendimiento. En otras palabras, la mera idea de tratar de premiar la
calidad, puede ser una tarea sin sentido.
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Consideremos las conclusiones de Jude T. Rich y John A. Larson, anteriormente de


McKinsey & Company. En 1982, mediante entrevistas y contestaciones enviadas,
examinaron los programas de remuneración en 90 de las empresas estadounidenses
más grandes, para ver si la rentabilidad de empresas con planes de incentivos para
ejecutivos era superior a la de empresas sin dichos planes. No pudieron detectar
ninguna diferencia.

Cuatro años más tarde, Jenkins recopiló 28 estudios publicados previamente, que
medían el impacto de los incentivos financieros en el rendimiento (algunos realizados
en laboratorio, y otros en el lugar de trabajo). Su análisis, “Incentivos financieros”,
publicado en 1986, indicó que 16 estudios (el 57%) encontraron un efecto positivo en el
rendimiento. Sin embargo, todas las mediciones de rendimiento eran puramente
cuantitativas. Un buen trabajo consistía en producir más de algo, o en hacerlo más de
prisa. Tan solo cinco de los estudios se fijaron en la calidad del rendimiento, y ninguno
de los cinco mostró algún beneficio al otorgar beneficios.

Otro análisis aprovechó una situación inusual, que afectó a un grupo de soldadores en
cierta empresa manufacturera del oeste medio. A solicitud del sindicato, se eliminó
abruptamente un sistema de incentivos que había estado en efecto durante algunos
años,. Ahora bien, si los incentivos financieros motivan la producción, entonces su
ausencia debe rebajar la producción. Y esto fue exactamente lo que sucedió – al
comienzo. Afortunadamente, Harold F. Rothe, anterior gerente de personal y asistente
de personal corporativo en Beloit Corporation, hizo un seguimiento de la producción
durante varios meses, recopilando los datos a largo plazo que rara vez se incluyen en
estudios de este tipo. Después de una bajada inicial, Rothe descubrió que en ausencia
de incentivos, la producción de los soldadores rápidamente comenzó a incrementarse, y
terminó por alcanzar un nivel igual de alto, o inclusive superior a lo que había sido
antes.

Uno de los estudios más grandes sobre los incentivos y su efecto en la productividad
comprendió el análisis de más de 330 indicadores recopilados de 98 estudios, a
mediados de los años 80, por Richard Al Guzzo, profesor asociado de sicología de la
Universidad de Maryland en College Park, y sus colegas en la Universidad de Nueva
York. Las cifras preliminares parecían indicar una relación positiva entre los incentivos
financieros y la productividad. No obstante, dadas las grandes variaciones de un estudio
a otro, el análisis estadístico desvirtuó cualquier efecto significativo. Es más, los
incentivos financieros no guardaban relación con el número de trabajadores que se
ausentaban, o que abandonaban sus cargos en determinado período. A diferencia de
los incentivos, los programas de capacitación y fijación de metas tuvieron un impacto
muy superior en la producción.

Por qué fracasan los incentivos


¿Por qué siguen dependiendo los ejecutivos de programas de incentivos?
Posiblemente porque pocas personas se toman el tiempo de examinar los incentivos y
los problemas de productividad y moral en el lugar de trabajo. Los incentivos compran
un cumplimiento temporal, y por lo tanto el problema aparentemente queda resuelto. Es
más difícil detectar el mal que causan a largo plazo. Además, a pocos se les ocurre
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sospechar de los premios, ya que lo más probable es que sus propios profesores,
padres y gerentes también los empleen. “Haga esto y le daré lo otro”, es parte del tejido
social norteamericano. Por último, al seguir creyendo que los problemas de motivación
se deban a determinado sistema de incentivos, vigente en el momento, en vez de culpar
a la teoría que los respalda, podemos seguir suponiendo que mediante pequeños
ajustes se corregirán los defectos.

A largo plazo, sin embargo, el costo potencial de hacer pequeñas modificaciones a los
sistemas de incentivos puede ser considerable. Las fallas fundamentales de la teoría
del comportamiento en sí, condena cualquier intento de lograr cambios a largo plazo, o
mejores rendimientos por medio de incentivos. Consideremos el siguiente marco de
seis puntos, el cual examina los verdaderos costos de un programa de incentivos.

1. “El pago no es una motivación”. Puede que nos sorprenda esta declaración de W.
Edward Deming, o hasta parecernos absurdo. Desde luego, el dinero compra
muchas cosas que la gente quiere y necesita. Además, entre menos se le paga a la
gente, más preocupada estará por cuestiones financieras. De hecho, diversos
estudios a través de las últimas décadas afirman que al preguntar a las personas
qué es lo más importante para sus colegas (o, en el caso de los gerentes, lo más
importante para sus subordinados), suponen que el dinero es lo más importante.
Pero al formular directamente la pregunta: “¿Qué es lo que más le importa a
usted?”, el dinero por lo general se encuentra en quinto o sexto lugar.

Aún si la gente se preocupara mucho por sus salarios, esto en sí no comprueba que
el dinero sea una buena motivación. No hay ningunas bases para suponer que al
pagar más a la gente, hará mejor su trabajo – o que a largo plazo trabajará más. Tal
como sostiene el profesor de gerencia Frederick Herzberg, de la Facultad de
Administración de postgrado de la Universidad de Utah, el hecho de que muy poco
dinero pueda desmotivar, no significa que más y más dinero produzca cada vez más
satisfacción, ni tampoco más motivación. Es lógico suponer que si el pago de
determinada persona se recortara a la mitad, su moral sufriría lo suficiente para
perjudicar su rendimiento. Pero no se debe suponer que al duplicar su sueldo haga
un mejor trabajo.

2. Los premios castigan. Muchos gerentes entienden que la coerción y el temor


destruyen la motivación y crean desconfianza, sentidos defensivos y enojo.
Reconocen que la gerencia punitiva es una contradicción de términos. Tal como
escribió Herzberg en HBR hace 25 años (“Una vez más, ¿cómo se motiva a los
empleados’?” enero-febrero 1968), una “PT” (Patada en el Trasero) puede producir
movimiento, pero jamás motivación.

Lo que la mayoría de los ejecutivos no reconoce, es que las observaciones de


Herzberg también son aplicables a los premios. Los castigos y los premios son las
dos caras de la misma moneda. Los premios tienen un efecto punitivo porque – al
igual que el castigo – son una forma de manipulación. “Haga esto y le doy lo otro”,
no es muy diferente a decir “si no hace esto, le pasará esto”. En el caso de los
incentivos, el premio en sí puede ser muy deseable, pero al hacer que dependa de
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cierto comportamiento, los gerentes manipulan a sus subordinados. Con el tiempo,


esta manipulación puede asumir una calidad punitiva.

Además, no recibir un premio esperado también equivale a un castigo. Ya sea un


incentivo denegado, o retirado deliberadamente, o simplemente no recibido por
alguien que lo ha estado esperando, produce el mismo efecto. Entre más deseado
sea el premio, más desmoralizante es no recibirlo.

La nueva escuela, que insta a la gente a hacer lo correcto y luego la premia por
hacerlo, no es muy diferente de la vieja escuela, que amenazaba a la gente con
castigos cuando hacía algo malo. Lo que se presenta en ambos casos, es que
muchas personas caen en el patrón de castigos - incentivos. Los gerentes han
creado un lugar de trabajo en el cual la gente se siente controlada, y no un entorno
que conduzca a la exploración, el aprendizaje y el progreso.

3. Los premios dañan las relaciones. Las relaciones entre empleados a menudo son
el resultado de la búsqueda de premios. Tal como han resaltado los líderes del
movimiento de la Calidad Total de Gerencia, los programas de incentivos y sistemas
de evaluación de rendimiento reducen las posibilidades de cooperación. Peter R.
Scholtes, asesor de gerencia de Joint Associates Inc., lo describió de la siguiente
manera: “Todo el mundo usa el sistema para su propio beneficio individual. Nadie lo
está mejorando para el bien colectivo. Este sistema inevitablemente fallará”. Sin el
trabajo en equipo, no puede haber calidad.

La manera más segura de destruir la cooperación, y por ende la excelencia


organizacional, es obligar a la gente a competir por premios o reconocimientos, y de
compararlos los unos con los otros. Para cada persona que gane, hay muchos otros
que pierden. Y entre más se promuevan los premios, a través de memos, boletines y
banquetes, más perjudicial es el impacto. Además, cuando los empleados compiten
por limitado número de incentivos, probablemente comiencen a ver a sus colegas
como obstáculos a su propio éxito. Lo mismo puede suceder con cualquier tipo de
premio, pues al introducir la competencia se agudiza algo de hecho malo.

Las relaciones entre supervisores y subordinados también pueden colapsar bajo el


peso de los incentivos. Desde luego, el supervisor que se vale de castigos se vuelve
igual de agradable que la imagen de un carro de policía en el espejo retrovisor. Pero
inclusive el supervisor que se vale de premios puede producir reacciones
perjudiciales. Por ejemplo, el empleado puede sentirse tentado a ocultar cualquier
problema que haya tenido, y presentarse como infinitamente competente ante el
gerente que maneja la plata. En vez de pedir ayuda (indispensable para un
rendimiento óptimo), el empleado puede recurrir a lisonjas y tratar de convencer al
gerente que todo está bajo control. Son muy pocas las cosas que amenazan la
integridad de la organización como la muchedumbre impulsada por incentivos,
tratando de buscar favores con el que los esté dispensando.

4. Los premios ignoran las razones. Para resolver problemas en el lugar de trabajo,
el gerente debe entender qué los causa. ¿Están los empleados debidamente
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preparados para las exigencias de sus cargos? ¿Se está sacrificando el crecimiento
a largo plazo con el fin de maximizar los ingresos a corto plazo? ¿Son incapaces los
trabajadores de colaborar efectivamente? ¿Es la organización tan rígida que los
empleados no se atreven a hacer recomendaciones, o se sienten indefensos y
desmoralizados? Cada una de estas situaciones exige una respuesta diferente. Pero
al depender de los incentivos para incrementar la productividad, no se hace nada
para abordar los problemas fundamentales y lograr cambios permanentes.

Además, los gerentes a menudo usan los incentivos como sustituto en vez de darle
al trabajador lo que necesita para hacer un buen trabajo. Tratar bien a los
empleados – escuchando, brindando soporte social, proporcionando espacio para
su autodeterminación – es la esencia de la buena administración. Pero ofrecer una
bonificación y esperar buenos resultados requiere mucho menos esfuerzo. De
hecho, algunos estudios indican que las estrategias de gerencia más productivas
son poco usuales en las organizaciones que emplean los planes de pago por
rendimiento. En su estudio del rendimiento de soldadores, Roth notó que los
supervisores tendían a “demostrar relativamente poco liderazgo” cuando había
incentivos. Igualmente, la autora Carla O´Dell reporta en People, Performance and
Pay, (Las personas, el desempeño y el pago), que en una encuesta de 1600
empresas, realizada por el Centro Americano de Productividad, los empleados no
acostumbraban involucrarse en aquellas organizaciones que usan planes de
incentivos. Tal como sostuvo Jone L. Pearce, profesor asociado de la Facultad de
Administración de postgrado de la Universidad de California en Irvine, en su artículo
“Por qué el pago por mérito no funciona: implicaciones de la teoría organizacional”,
el pago por rendimiento “impide la habilidad de los gerentes para administrar”.

5. Los premios desmotivan la toma de riesgos. “La gente hará precisamente lo que
se le pide si el premio es significativo”, afirmaba Monroe J. Haegele, proponente de
los programas de pago por rendimiento en “Las nuevas mediciones de rendimiento”.
He aquí el fundamento del problema. Cuando se anima a la gente a pensar acerca
de lo que obtendrán al realizar el trabajo, está menos dispuesta a arriesgarse, o a
explorar nuevas posibilidades, o a tener en cuenta otros estímulos. En otras
palabras, la primera baja que causan los premios es la creatividad.

La excelencia nos hala en una dirección, y los premios en otra. Si se le dice a la


gente que su ingreso dependerá de su productividad o de su rendimiento, entonces
se enfocarán en las cifras. A veces, manipularán las agendas para completar tareas,
o inclusive manifestarán comportamientos poco éticos o hasta ilegales. Tal como
afirman Thane S. Pittman, profesor y director del Departamento de Sicología de
Gettysburg College y sus colegas, el trabajo motivado por incentivos debe ser
“simple y predecible”, ya que el trabajador querrá terminarlo lo más rápido posible,
con el fin de lograr la meta asignada. El finado profesor de la Universidad de
Cornell, John Condry, era más explícito. Según el, los premios eran “los enemigos
de la exploración”.

Consideremos las conclusiones de Edwin A. Locke, sicólogo organizacional. Cuando


Locke remuneraba el trabajo de sus sujetos según la cantidad, notó que tendían a
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seleccionar los trabajos más sencillos, ya que su ingreso aumentaba. Otros estudios
también encontraron que las personas que trabajan por un premio, generalmente
tratan de reducir el reto al mínimo. No es que los seres humanos sean perezosos
por naturaleza, o que no es prudente darle al empleado alguna flexibilidad en cuanto
a los procedimientos que use, sino que las personas tienden a bajar sus miras
cuando se les anima a pensar en lo que van a obtener por sus esfuerzos. En otras
palabras, se enfoca la atención en “lo otro”, en vez de en “esto”. El énfasis en las
bonificaciones es la última estrategia que deberíamos emplear si nos importa la
innovación. ¿Acaso los premios motivan a las personas? Desde luego. Motivan a las
personas a obtener premios.

6. Los premios desincentivan el interés. Si nuestra meta es la excelencia, ningún


incentivo artificial puede compararse con el poder de la motivación intrínseca. Las
personas que hacen un buen trabajo pueden estar satisfechas con su pago, o
inclusive muy satisfechas si se les paga bien, pero no trabajan sólo para recibir una
quincena. Trabajan porque les encanta lo que hacen. Pocos estarán muy
sorprendidos al descubrir que las motivaciones extrínsecas son mal sustituto del
interés genuino en lo que se hace.

Más sorprendente aún, los premios – al igual que los castigos – pueden
desincentivar la motivación intrínseca que conduce a un rendimiento óptimo. Entre
más énfasis se haga en el premio ofrecido por un buen trabajo, menos interesado
estará el empleado en hacer el trabajo en sí.

Los primeros estudios en descubrir el efecto de los premios en la motivación


intrínseca, se realizaron a comienzos de los años 70 por Edward Deci, profesor y
director del Departamento de Sicología de la Universidad de Rochester.
Actualmente, son decenas de experimentos en todo el país que han replicado sus
observaciones. Tal como Deci y su colega Richard Ryan, vicepresidente de
inversiones y gerente de capacitación en Robert W. Baird y Compañía, escribieron
en su libro de 1985, “La motivación intrínseca y la autodeterminación en el
comportamiento humano”, se ha mostrado de forma consistente que todo sistema de
pagos por rendimiento tiende a desincentivar la motivación intrínseca.

Este efecto desalentador es el mismo para una diversidad de incentivos y tareas,


aunque las motivaciones extrínsecas son especialmente funestas cuando se aplican
a trabajos interesantes o complicados.

Deci y Ryan argumentan que la práctica de otorgar premios por buenos resultados
equivale a juzgar nuestro empeño y controlar (o tratar de controlar) nuestro
comportamiento futuro. Entre más percibimos el intento de controlar, más tendemos
a perder interés en lo que estamos haciendo. Si trabajamos pensando en la
obtención de un premio, terminamos por concluir que no tenemos verdadera
autonomía sobre nuestro trabajo, y que nuestro comportamiento es meramente el
resultado de los incentivos que nos ofrecen.
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Otros teóricos prefieren una explicación más sencilla de los efectos negativos de los
premios en la motivación intrínseca: si se tiene que ofrecer algo para lograr
determinado resultado, entonces ese resultado se vuelve menos apetecible. El que
recibe un premio piensa: “Si me tienen que sobornar para hacerlo, debe ser algo que
no quiera hacer”. De hecho, en una serie de estudios publicados en 1992, por el
profesor Jonathan Freedman y sus colegas en la Universidad de Toronto, se
confirmó que entre mayor el incentivo ofrecido, más negativamente se percibe el
objetivo deseado. (El tipo de actividad en sí no parecía importar en este estudio, ya
que comprendió toda clase de tareas, desde participar en un experimento médico,
hasta comer algo novedoso). Pero sin importar la explicación de este efecto
contradictorio, todo incentivo o sistema de pago por rendimiento, tiende a apagar el
entusiasmo de la gente por su trabajo y contrarrestar el compromiso de
desempeñarlo con excelencia.

Suposiciones Peligrosas
Por fuera de los departamentos de sicología, son pocas las personas que distinguen
entre motivaciones intrínsecas y extrínsecas. Aquellos que sí hacen la distinción,
suponen que los dos conceptos puedan simplemente combinarse para lograr el mejor
efecto posible. La motivación viene en dos sabores – según reza la lógica – y ambos
son mejores juntos que individualmente. No obstante, los estudios indican que el mundo
real funciona de manera muy diferente.

Algunos gerentes aseveran que el único problema con los programas de incentivos es
que no premian las cosas debidas. Pero estos gerentes no alcanzan a captar los
factores sicológicos involucrados, y por ende los riesgos de mantener el status quo.

A diferencia de lo que se cree comúnmente, el uso de premios no obedece a la


“orientación extrínseca” exhibida por muchos trabajadores. Por el contrario, los
incentivos ayudan a crear un enfoque en consideraciones financieras. Cuando una
empresa se vale de un sistema de remuneración basado en los preceptos de Skinner, la
gente pierde interés en su trabajo y comienza a exigir incentivos extrínsecos antes de
esforzarse. Luego, los supervisores se dicen, “¿No ven? Si no se les ofrece un
incentivo, no hacen nada”. Este es un clásico ejemplo de las profecías que se cumplen
por sí solas. Barry Schwartz, profesor de sicología de Swarthmore College, reconoce
que la teoría del comportamiento nos puede brindar una manera útil de describir lo que
sucede en los lugares de trabajo de Estados Unidos. Sin embargo, sostiene que “esto
no es porque el trabajo sea un ejemplo natural de los principios de la teoría del
comportamiento, sino porque los principios desempeñaron un papel significativo en la
transformación del trabajo en un ejemplo de dichos principios”.

Los gerentes que insisten en que el trabajo no se hará correctamente sin incentivos,
fallan en su intento de ofrecer una justificación convincente para la manipulación del
comportamiento. Ofrecer un premio a alguien que no parece estar motivado, es como
ofrecerle agua salada al sediento. Los sobornos en el lugar de trabajo simplemente no
pueden funcionar.

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