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Domingo I de Cuaresma (ciclo A)

El evangelio de hoy nos retrotrae al momento inmediatamente posterior al


bautismo del Señor: después de esa experiencia tan fuerte que ha tenido Jesús, en la
que ha resonado desde el cielo la voz del Padre llamándolo “Hijo amado” y se ha
manifestado el Espíritu de Dios, Jesús no parte hacia los hombres, sino hacia la
soledad del desierto, buscando la intimidad con Dios. La intimidad con Dios -la oración-
es el paraíso. Pero en este paraíso como en el primero, se introduce misteriosamente
la serpiente, es decir, “el llamado Diablo y Satanás, el seductor del mundo entero” (Ap
12,9). Esto significa, hermanos, que en la relación con Dios acecha la tentación: el
Tentador actúa en esa relación, como lo hizo al principio con nuestra madre Eva:
distorsionando la idea de Dios. Por eso incluso en el paraíso, es decir, incluso en la
oración, el hombre tiene que poner en juego su corazón y tomar las decisiones
adecuadas: tiene que combatir el combate espiritual, que es un combate por la Verdad
y en contra de aquel que es “mentiroso y padre de la mentira” (Jn 8,44).
La primera tentación arranca de una necesidad biológica primaria, el hambre, y
sugiere a Jesús que utilice el poder que Dios le ha dado para saciar esa hambre. La
cuestión que subyace aquí es la de saber para qué le ha dado Dios ese poder. ¿Para
ayudarse a sí mismo y resolver rápida y cómodamente una necesidad física? ¿Para
asegurarse él y asegurar a los demás la vida terrena? Jesús, en efecto, tiene poder. Él
mismo dirá: “Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra. Id, pues, y haced
discípulos a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del
Espíritu Santo” (Mt 28,18-19). Pero el poder de Jesús está completamente al servicio
del anuncio del reino de Dios: no es un poder para sí mismo sino para el anuncio y la
implantación del reino de Dios (milagros). El tentador, en cambio, pretende que Jesús
emplee ese poder para satisfacer sus necesidades, porque sabe que este uso del
poder corrompería su sentido y su finalidad. Jesús, a diferencia de nuestra madre Eva,
no cae en la tentación y responde que su vida, su ser, su permanencia en el ser,
dependen de Dios. Como afirmará en el evangelio según san Juan: “Mi alimento es
hacer la voluntad del que me ha enviado” (Jn 4,34). También cada uno de nosotros
tiene poder. ¿Para qué lo empleo? ¿Para afirmarme a mí mismo o para facilitar la
llegada del reino de Dios?
En la segunda tentación el diablo sugiere a Jesús que ponga a prueba la
veracidad de Dios de una manera determinada, que, “cogiendo a Dios por la literalidad

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de sus palabras”, le exija una verificación igualmente literal de las mismas (como
cuando alguien nos dice: “tú dijiste…”). Late aquí una voluntad de “aferrar a Dios” por
sus palabras, suprimiendo el misterio que las palabras expresan pero que no desvelan
en su integralidad, para poder exigirle a Dios un determinado signo.
Jesús responde con humildad diciendo que hay que dejar que Dios interprete Él
mismo sus propias palabras y no pretender “aferrarlo” mediante ellas: No tentarás al
Señor tu Dios (Dt 6,16). Jesús recuerda que el hombre no es quien para decirle a Dios
la manera concreta como Él tiene que cumplir sus palabras. Por eso Jesús nos
enseñará a orar diciendo santificado sea tu nombre, venga a nosotros tu reino, hágase
tu voluntad, pero sin determinar el modo como esa santificación del Nombre, esa
venida del Reino y ese cumplimiento de la voluntad de Dios tiene que hacerse.
Nosotros oramos pidiendo a Dios que manifieste su gloria en el tiempo y el modo que
Él quiera y no pretendemos exigirle a Dios un signo concreto: que Él nos dé los que Él
quiera.
La tercera tentación se basa en algo que tiene un inmenso poder sobre los seres
humanos: la vanidad, el gusto por “el poder y la gloria”, por “todos los reinos del mundo
y su esplendor”. En efecto, todo lo que hay en el mundo se reduce a la “la
concupiscencia de la carne, la concupiscencia de los ojos y la arrogancia del dinero”,
escribe san Juan (1Jn 2,16). El diablo habla como quien es propietario de todo eso, y lo
es en verdad, porque el hombre, al pecar para obtener todo eso, se lo ha entregado a
él. Su precio es la idolatría: “Todo esto te daré, si te postras y me adoras”. La respuesta
de Jesús expresa la convicción de que sólo en Dios hay vida y de que tan sólo lo que
Dios da es fuente de verdadera vida y de felicidad: “Adorarás al Señor tu Dios y a él
sólo darás culto”. Porque fuera de Dios no hay ningún brillo que sea auténtico, fuera y
lejos de Él todo es “vanidad” (Qo 1,2), es decir, “inconsistencia”.
“Entonces lo dejó el diablo, y se acercaron los ángeles y lo servían”. Los ángeles
pertenecen al ámbito propio de Dios (Mt 18,10; 22,30) y actúan sólo por encargo suyo
(Sal 90,11; Hb 1,14). Ahora ya está Jesús a solas con Dios; ahora está en el paraíso,
sin serpiente. Cuando tú has mostrado que tu relación con Dios no es para afirmarte tú,
sino para que Dios se manifieste en ti y a través de ti, entonces entras en el paraíso.
Como el buen ladrón.

Rvdo. Fernando Colomer Ferrándiz

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